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COMUNICACIÓN 3

UG-2022-II

GUÍA DE ACTIVIDADES - SEMANA 2

Indicaciones:

1. Lee el ensayo académico “La universidad humanista”.

2. Seleccione cinco párrafos del ensayo para aplicar las macroestrategias de supresión y
selección en orden progresivo.

4. Consigna los apellidos y nombres de los integrantes de forma alfabética (máximo 3


integrantes).

5. Se dispondrá de unos 25 minutos aproximadamente.

Integrantes:

UPN/ Departamento de Humanidades 2022-1


La universidad humanista1
Una reflexión sobre el estado actual de la educación superior en nuestro país y el extranjero en una
época signada por el mercado

Miguel Giusti

Desde hace un tiempo se viene observando internacionalmente una tendencia a reducir, cuando no
simplemente a eliminar, cursos o carreras de humanidades en la formación universitaria. Esto ocurre no
solamente en las llamadas “universidades con fines de lucro” (expresión que, en sentido estricto, es una
contradicción en los términos), sino en muchas otras tradicionales y públicas, lo que ha traído consigo
una vasta polémica sobre si las humanidades son útiles o superfluas en la educación superior. Pero en
esta polémica hay más de un espejismo que conviene aclarar para entender lo que realmente está en
juego tras la tendencia indicada.

El primer espejismo consiste en creer que el problema es interno a la universidad, es decir, que se
trata simplemente de decidir cuántos y qué cursos de humanidades han de ofrecerse a los estudiantes de
cualquier carrera, y que por ello cada universidad puede resolver el asunto a su manera. Hay, en ese
sentido, universidades que se precian de tener muchos cursos de humanidades y de ofrecerlos a los
alumnos de todas las facultades, imaginando que de este modo promueven una cultura humanística y
creyendo diferenciarse así de otras universidades que no lo hacen.

Pero el problema no radica allí. El verdadero problema consiste en que la universidad misma se
ha ido transformando con el tiempo en una gigantesca maquinaria burocrática, en una industria
académica internacional que es esencialmente contraria al espíritu de las humanidades. Es
insignificante la relevancia que pueda tener lo que se enseñe allí en materia de ciencias humanas,
porque la ley general que impera en ella contradice en los hechos esa enseñanza.

1
Adaptado de Giusti, M. (4 de diciembre de 2017). La universidad humanista. En El Comercio.
https://elcomercio.pe/eldominical/universidad-humanista-noticia-478870-noticia/

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Todas las actividades de la vida académica —desde el dictado de los cursos hasta la realización
de investigaciones, desde el registro de las publicaciones hasta el trabajo más rutinario— han sido
traducidas forzadamente a procesos de gestión, divididos en centenares de indicadores y bajo una lógica
evaluadora de tipo cuantitativo. Contradiciendo abiertamente la naturaleza cualitativa de la generación
del conocimiento y de la creatividad científica, se pretende promover la “calidad” de las actividades
académicas por medio de instrumentos de medición y de parámetros estandarizados de gestión. En este
trasplante de la mentalidad gerencial a la vida académica no ha habido siquiera la preocupación por
respetar la nomenclatura universitaria, de modo tal que los profesores somos ahora “proveedores”; los
alumnos, “clientes”; las investigaciones, “resultados” o “productos”, y así sucesivamente.

¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre todo, que esta
haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido con ella lo que con muchas otras
instituciones sociales sometidas al proceso de globalización: que los imperativos económicos y
mercantiles del sistema han pasado por encima de las instancias políticas o democráticas (es decir, lo
han hecho inconsultamente) para implantar la lógica del mercado y la gestión de sus intereses como si
estos fueran la clave del funcionamiento de la sociedad (y de la universidad). Los profesores y los
alumnos hemos visto, con tanta impotencia como desconcierto, que se imponía sobre nosotros un orden
de cosas indeseable y foráneo, con la fuerza incontenible de un tsunami y como si fuese un proceso
irreversible, aunque, claro está, también ha contado con la complicidad de un buen número de
autoridades locales que, por razones varias, se han dejado seducir por los cantos de sirena del sistema.

Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables procesos, reales
o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una igualmente abultada clase de
funcionarios de la educación superior. Dentro de cada universidad, en cada país y también en el plano
internacional: una extensa red de evaluadores, supuestamente expertos en gestión, encargados de la
aplicación de los indicadores cuantitativos que midan el funcionamiento de la máquina. Con ironía y
agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien fue víctima de los antepasados de estos funcionarios, los
llamaba “negociantes del conocimiento”: ellos no producen ni poseen el conocimiento que producen y
poseen los profesores, pero se las han ingeniado para convertirse en funcionarios que imponen ahora a
los profesores los parámetros de su actividad académica, y han hecho de eso el negocio de su vida.

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Esta evolución de la universidad, decía, es contraria a la cultura humanística, porque si algo nos
han enseñado las humanidades en la historia es que la creatividad y la innovación del conocimiento
tienen que nutrirse de las hondas raíces de la tradición, desarrollarse en libertad, no admitir
sometimiento alguno a los poderes temporales (tampoco al del mercado), ampliar continuamente el
sentido de lo humano, interesarse por las creaciones de otras culturas, promover una conducta ética
solidaria, cultivar las artes; en una palabra, seguir labrando y renovando el ideal de humanidad que se
encuentra en la base de la fundación de la universidad.

El filósofo francés Jacques Derrida publicó el año 2001 un ya legendario ensayo titulado “La
universidad sin condición (gracias a las humanidades)”. Sostiene allí, convencido de estar recogiendo la
inspiración más profunda de la idea de universidad en la historia, que a ella debería reconocérsele no
solo la autonomía académica, sino además una libertad “incondicional” de crítica y de producción de
conocimiento sin estar sometida a los requerimientos inmediatos o utilitarios del mercado. Y esto solo
es posible, piensa, gracias a las humanidades. Lo que ahora define la universidad, por el contrario, es
una inmensa red de condicionamientos cuantitativos con propósitos utilitarios que ahogan el trabajo
académico, banalizan la investigación y entorpecen la búsqueda de la verdad.

En efecto, lo peor de todo es que el sistema burocrático no solo es contrario a la esencia de la


universidad, sino que además no funciona. Mejor dicho: es contraproducente, obtiene lo contrario de lo
que se propone. Eso lo percibimos a diario los profesores, que advertimos claramente la falta de
idoneidad de los criterios cuantitativos; vemos cómo se manipulan las cifras para simular prestaciones y
producciones académicas, y perdemos además muchísimo tiempo en rellenar formularios burocráticos.
Pero no es solo nuestra percepción. También hay estudios científicos que nos advierten sobre la
existencia de este contrasentido. El sociólogo Donald Campbell, por ejemplo, formuló a fines del siglo
pasado, como resultado de sus investigaciones empíricas, la siguiente tesis, conocida ahora como la ley
de Campbell: “Cuanto más se utiliza un indicador social cuantitativo para la toma de decisiones
sociales, mayor será la presión a la que estará sujeto y más probable será que distorsione y corrompa los
procesos sociales que supuestamente debe monitorear” (Campbell, 1976). Esto es exactamente lo que
está pasando con la cultura evaluativa actual en las universidades: los indicadores cuantitativos

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introducidos con el fin de mejorar la calidad de las actividades académicas están produciendo el efecto
contrario: su distorsión, su corrupción, su banalización, la disminución de la calidad.

Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo la intención
de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es decir, que no admiten ningún
control de calidad. Difícil imaginar una situación más lamentable que la de nuestro país, donde se
conjugan males muy diversos debidos a la anarquía del sistema universitario, al abandono del Estado y
a la proliferación indiscriminada de negocios académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los
alcances o las deficiencias de la ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en primer plano ha
sido la tendencia general de la cultura evaluativa internacional y sus efectos perniciosos,
antihumanísticos, sobre el sentido del quehacer universitario.

¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido de que sí
la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros universitarios de todo el mundo y que
está llevando a muchos profesores a abandonar la universidad. La resistencia es posible, en primer
lugar, porque esta tendencia está condenada al fracaso; tarde o temprano, las comunidades
universitarias se convencerán de que la burocracia de la educación superior está distorsionando, en la
teoría y en la práctica, la esencia de la universidad. Y lo es también, en segundo lugar, porque lo que
aquí llamamos “cultura humanística” no se restringe a un tipo determinado de cursos o a una facultad
en particular, sino concierne más bien a todos los profesores de la universidad, de todas las facultades:
es una convicción profunda sobre el sentido mismo de nuestro trabajo y sobre la necesidad de
defenderlo frente a la mercantilización y la banalización de la cultura. Es una causa que ganará la
adhesión de muchos profesores y por la que vale la pena empezar a ofrecer resistencia.

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