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UG-2022-II
Indicaciones:
2. Seleccione cinco párrafos del ensayo para aplicar las macroestrategias de supresión y
selección en orden progresivo.
Integrantes:
Miguel Giusti
Desde hace un tiempo se viene observando internacionalmente una tendencia a reducir, cuando no
simplemente a eliminar, cursos o carreras de humanidades en la formación universitaria. Esto ocurre no
solamente en las llamadas “universidades con fines de lucro” (expresión que, en sentido estricto, es una
contradicción en los términos), sino en muchas otras tradicionales y públicas, lo que ha traído consigo
una vasta polémica sobre si las humanidades son útiles o superfluas en la educación superior. Pero en
esta polémica hay más de un espejismo que conviene aclarar para entender lo que realmente está en
juego tras la tendencia indicada.
El primer espejismo consiste en creer que el problema es interno a la universidad, es decir, que se
trata simplemente de decidir cuántos y qué cursos de humanidades han de ofrecerse a los estudiantes de
cualquier carrera, y que por ello cada universidad puede resolver el asunto a su manera. Hay, en ese
sentido, universidades que se precian de tener muchos cursos de humanidades y de ofrecerlos a los
alumnos de todas las facultades, imaginando que de este modo promueven una cultura humanística y
creyendo diferenciarse así de otras universidades que no lo hacen.
Pero el problema no radica allí. El verdadero problema consiste en que la universidad misma se
ha ido transformando con el tiempo en una gigantesca maquinaria burocrática, en una industria
académica internacional que es esencialmente contraria al espíritu de las humanidades. Es
insignificante la relevancia que pueda tener lo que se enseñe allí en materia de ciencias humanas,
porque la ley general que impera en ella contradice en los hechos esa enseñanza.
1
Adaptado de Giusti, M. (4 de diciembre de 2017). La universidad humanista. En El Comercio.
https://elcomercio.pe/eldominical/universidad-humanista-noticia-478870-noticia/
¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre todo, que esta
haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido con ella lo que con muchas otras
instituciones sociales sometidas al proceso de globalización: que los imperativos económicos y
mercantiles del sistema han pasado por encima de las instancias políticas o democráticas (es decir, lo
han hecho inconsultamente) para implantar la lógica del mercado y la gestión de sus intereses como si
estos fueran la clave del funcionamiento de la sociedad (y de la universidad). Los profesores y los
alumnos hemos visto, con tanta impotencia como desconcierto, que se imponía sobre nosotros un orden
de cosas indeseable y foráneo, con la fuerza incontenible de un tsunami y como si fuese un proceso
irreversible, aunque, claro está, también ha contado con la complicidad de un buen número de
autoridades locales que, por razones varias, se han dejado seducir por los cantos de sirena del sistema.
Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables procesos, reales
o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una igualmente abultada clase de
funcionarios de la educación superior. Dentro de cada universidad, en cada país y también en el plano
internacional: una extensa red de evaluadores, supuestamente expertos en gestión, encargados de la
aplicación de los indicadores cuantitativos que midan el funcionamiento de la máquina. Con ironía y
agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien fue víctima de los antepasados de estos funcionarios, los
llamaba “negociantes del conocimiento”: ellos no producen ni poseen el conocimiento que producen y
poseen los profesores, pero se las han ingeniado para convertirse en funcionarios que imponen ahora a
los profesores los parámetros de su actividad académica, y han hecho de eso el negocio de su vida.
El filósofo francés Jacques Derrida publicó el año 2001 un ya legendario ensayo titulado “La
universidad sin condición (gracias a las humanidades)”. Sostiene allí, convencido de estar recogiendo la
inspiración más profunda de la idea de universidad en la historia, que a ella debería reconocérsele no
solo la autonomía académica, sino además una libertad “incondicional” de crítica y de producción de
conocimiento sin estar sometida a los requerimientos inmediatos o utilitarios del mercado. Y esto solo
es posible, piensa, gracias a las humanidades. Lo que ahora define la universidad, por el contrario, es
una inmensa red de condicionamientos cuantitativos con propósitos utilitarios que ahogan el trabajo
académico, banalizan la investigación y entorpecen la búsqueda de la verdad.
Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo la intención
de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es decir, que no admiten ningún
control de calidad. Difícil imaginar una situación más lamentable que la de nuestro país, donde se
conjugan males muy diversos debidos a la anarquía del sistema universitario, al abandono del Estado y
a la proliferación indiscriminada de negocios académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los
alcances o las deficiencias de la ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en primer plano ha
sido la tendencia general de la cultura evaluativa internacional y sus efectos perniciosos,
antihumanísticos, sobre el sentido del quehacer universitario.
¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido de que sí
la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros universitarios de todo el mundo y que
está llevando a muchos profesores a abandonar la universidad. La resistencia es posible, en primer
lugar, porque esta tendencia está condenada al fracaso; tarde o temprano, las comunidades
universitarias se convencerán de que la burocracia de la educación superior está distorsionando, en la
teoría y en la práctica, la esencia de la universidad. Y lo es también, en segundo lugar, porque lo que
aquí llamamos “cultura humanística” no se restringe a un tipo determinado de cursos o a una facultad
en particular, sino concierne más bien a todos los profesores de la universidad, de todas las facultades:
es una convicción profunda sobre el sentido mismo de nuestro trabajo y sobre la necesidad de
defenderlo frente a la mercantilización y la banalización de la cultura. Es una causa que ganará la
adhesión de muchos profesores y por la que vale la pena empezar a ofrecer resistencia.