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De la corporeidad ficcionaria1

Michel Bernard
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Primero, un breve repaso histórico. Toda la investigación que he


desarrollado a lo largo de más de treinta y cinco años surge como un
empeño constante, y lo más riguroso posible, de deconstruir el con-
cepto de «cuerpo». El pequeño libro publicado en 1972 bajo este
título (Bernard, 1995), ampliado luego en 1976 en las Éditions uni-
versitaires o Jean-Pierre Delarge, y ahora reeditado en la colección
«Points» de Seuil, solo presenta un primer esbozo teórico de ese
intento, a través de una especie de travelling analítico y crítico sobre
los diferentes enfoques que pretenden circunscribir, comprender y
explicar nuestra experiencia corporal, pero que al mismo tiempo la
mitifican de manera subrepticia e insidiosa. En ese sentido, la ex-
ploración, ardua y exigente, centrada en la dimensión expresiva de
la experiencia corporal, exploración que fue la mía en la tesis que
publiqué en 1976 en la colección «Cuerpo y cultura», que entonces

  Traducción de Iván Jiménez, docente-investigador de la Universidad París-Este


1

Créteil (Escuela Superior del Profesorado y de la Educación, ESPE; laboratorio IMA-


Copyright 2018. Universidad del Norte.

GER). Bernard M.(2002). De la corporéité fictionnaire. Revue internationale de philo-


sophie, 56 (222), 523-534.

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AN: 1800057 ; Leonardo Verano Gamboa , Javier Roberto Surez Gonzlez.; Pensar el cuerpo
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dirigía, no fue más que el prolongamiento lógico del mismo intento,


y sobre todo fue la oportunidad para vincularme de manera definiti-
va al ámbito de la estética, que era precisamente el que me ofrecía la
posibilidad de verificar la validez de mi hipótesis inicial, a saber, el
carácter falaz e inadecuado, e incluso profundamente perverso, del
concepto occidental de «cuerpo». Digo «occidental» puesto que tal
denominación sustancial y homogénea, unitaria y orgánica no existe
en numerosas lenguas de Oriente y menos aun de Extremo Oriente.

En todo caso, eso es lo que creí haber recordado al inicio de la co-


municación que presenté en un coloquio internacional realizado en
Montreal, en 1989,  sobre el tema «corporeidad, representación y
acción»; el título resumía de por sí, irónicamente, no solo el plan-
teamiento de la comunicación sino también la trayectoria o la línea
general de toda mi investigación anterior: «De la corporeidad como
anticuerpo o de la subversión estética de la categoría tradicional de
cuerpo». Este texto fue publicado por la editorial Agence d’Arc en
1991, bajo los auspicios de la Universidad de Quebec de Montreal,
en una obra colectiva con el título poco afortunado de El cuerpo
reunido. En efecto, el título resulta bien poco afortunado puesto que
toda mi reflexión apuntaba a mostrar precisamente cómo el Arte2,
y en particular el Arte contemporáneo, no solo cuestiona la unidad
real o posible del cuerpo, sino que también deconstruye este mismo
concepto en beneficio del de «corporeidad», tal como la define An-
ton Ehrenzweig (1974), a saber, como espectro sensorial y energéti-
co de intensidades heterogéneas y aleatorias.

En ese texto de hecho empiezo por subrayar que la palabra «cuer-


po» no es inocente ni axiológica ni ideológicamente, pues gracias al
«desembrague enunciativo» (Courtes y Greimas, 1979) que implica
(es decir, gracias al proceso que me lleva a proyectar, en mi discurso,
la supuesta realidad del otro, sea un objeto o un ser vivo), esa palabra
vehicula y pone en marcha el simulacro de la experiencia vivida,

2
  Con mayúscula en la versión original en francés. N. del T.

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simulacro que pretende designar y acreditar como realidad objetiva,


es decir, como ser en sí y por sí. Dicho de otro modo, la palabra
«cuerpo» se presenta como autofundadora de su referente: legitima
a priori la creencia que en secreto da sustento al enfoque o al acerca-
miento por medio del cual lo aprehende, enfoque que por supuesto
emana de una cultura específica y de su historia, ya que como antes
lo explicábamos, algunas lenguas orientales, como la lengua china
por ejemplo, ignoran ese sustantivo universal y neutro. En realidad,
esa palabra compromete de forma radical y a priori el modo exis-
tencial de su enunciador, es decir, la manera de percibir, expresar,
actuar, pensar y evidentemente de hablar, modelada y difundida por
una cultura. Ahora bien, en este caso, en nuestro mundo occidental,
tal manera consiste en someter todas esas funciones a la finalidad
identificadora y cognitiva de intercambio y de control, en pocas pa-
labras, de dominación, que es inherente a la intencionalidad de los
signos. Si bien el signo lingüístico no se limita a una relación de
sustitución entre un significante y un significado, tal como Umberto
Eco (1988) lo ha recordado, de todos modos constituye una estruc-
tura binaria de equivalencia, basada en la reversibilidad del proceso
mercantil, y por consiguiente se transforma en un instrumento de
sometimiento y manipulación, y en resumidas cuentas, de poder.
Es lo que Julia Kristeva (1973) llama, en su jerga de lingüista, «el
ideologema del signo». Así, en su calidad de ideologema singular,
el signo lingüístico que es la palabra «cuerpo», que pretende desig-
nar la dimensión material y sensible de nuestra experiencia, implica
la desnaturalización e incluso la falsificación de los cinco procesos
que la constituyen y que garantizan nuestra relación con nosotros
mismos, con el Otro y con el mundo. En efecto, esa falsificación
se realiza mediante cinco reduccionismos conexos, a saber: (1) que
el proceso sensorial de la percepción quede reducido a un proceso
cognitivo de información; (2) que el proceso pulsional y energético
de ex-presión, en el sentido etimológico de la palabra, quede reduci-
do a un proceso de comunicación; (3) que, paralelamente, la acción
como fuerza intensiva de gasto de energía se reduzca únicamente
a la capacidad de adaptación biológica; (4) que como corolario, el
pensamiento como que potencia renovadora e imprevisible sea re-

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ducido a la programación como lógica organizacional y tecnocráti-


ca; (5) y finalmente, último reduccionismo implícito del uso de la
categoría «cuerpo», que la pragmática material de la emisión y de
la poética del discurso, o, si se quiere, que el acto de enunciación
oral se reduzca a la hegemonía de la función semántica de la trans-
misión del mensaje: dicho de otro modo, la dinámica de la voz se ve
invadida y neutralizada por la soberanía de un «cuerpo» postulado
como proveedor y vehículo de intercambio de significaciones. Así,
tal como lo vemos, el modelo tradicional de «cuerpo» no está exento
de presupuestos teóricos e ideológicos de graves consecuencias. He-
redero de una tradición teológico-metafísica que lo había convertido
en el fundamento de una visión ontológica del Mundo3, ordenada
o jerarquizada, ese concepto fue recuperado por la «oferta pública
de adquisición»4 , por decirlo de algún modo, del proyecto técnico-
científico de un capitalismo «dominante y seguro de sí mismo»:
nuestra experiencia cotidiana es in-formada y normalizada a priori
por el imaginario social y el discurso que ese capitalismo engendra
y promueve. En resumen, por todo lo que implica, la categoría de
«cuerpo» regula y gobierna la complejidad, la contingencia y la fu-
gacidad aparentes de nuestra experiencia más trivial.

Ahora bien, se diría que el advenimiento del Arte5 contemporáneo,


en particular el vuelco profundo que ha introducido y provocado en
el modo de comprender y elucidar el proceso de creación, contribu-
ye a cuestionar tal hegemonía mediante una deconstrucción del mo-
delo que la ejerce y que obtiene de ella su beneficio. Como intenté
mostrarlo en la segunda parte de mi comunicación en Montreal,
tanto las visiones y reflexiones de grandes artistas de disciplinas dife-
rentes, por ejemplo, Paul Klee y John Cage, como las consideracio-
nes fenomenológicas de Merleau-Ponty, las psicoanalíticas de Anton

3
  Con mayúscula en la versión original en francés. N. del T.
  En francés, O. P. A., sigla de la expresión  offre publique d’achat,  que en español
4

significa «oferta pública de adquisición». N. de T.


5
  Con mayúscula en la versión original en francés. N. del T.

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Ehrenzweig, o las estético-filosóficas de Deleuze y Guattari, o de


Lyotard, nos han revelado que el acto creativo no es ni el resultado
ni el privilegio del poder inherente a un «cuerpo» entendido como
estructura orgánica, permanente y significante, sino más bien el re-
sultado del trabajo de una red material y energética, móvil e inesta-
ble, constituida por fuerzas pulsionales y por interferencias de inten-
sidades dispares que se cruzan. Para comprobarlo basta con recordar,
por un lado, que en su libro Lo visible y lo invisible Merleau-Ponty
(1964) muestra que la categoría «cuerpo» de hecho cubre y disimula
el extraño y singular funcionamiento de un «tejido» o de una « ur-
dimbre» de múltiples sensaciones, distintas y reversibles, a la vez pa-
sivas y activas, que en su juego de correspondencias «por quiasmos»
constituyen lo que él llama «la carne». Por otro lado, cabe también
recordar que, según la hipótesis formulada por Ehrenzweig (1974)
en El orden oculto del arte, si todo acto de creación se efectúa por
medio de un «escaneo» o barrido inconsciente de estructuras que
la conciencia percibe como separadas en un nivel superficial, ese
proceso implica de por sí la implimentación de un modelo del cuer-
po como espectro sensorial heterogéneo, modelo que es también
reticular, y que es trabajado por un doble mecanismo antinómico de
diferenciación y desdiferenciación o «secuenciación». Por último,
tercera confirmación de la deconstrucción estética del concepto tra-
dicional de «cuerpo», el enfoque rizomático propuesto por Deleuze
y Guattari (1980), según el cual el cuerpo organismo cotidiano no
sería más que “un estrato en un ‘cuerpo sin órganos’, es decir, escri-
ben los autores, un fenómeno de acumulación, de coagulación, de
sedimentación que le impone formas, funciones, enlaces, organiza-
ciones dominantes y jerarquizadas, trascendencias organizadas que
pueden dar lugar a un trabajo útil” (p. 197). En resumidas cuentas,
más allá de esta normalización del trabajo, «el cuerpo sin órganos»
se define como un mero campo de intensidades, una conexión de
fuerzas múltiples y heterogéneas, carentes de significación, es decir,
según su terminología, «un rizoma». Ya no se postula pues ningún
ser corporal en sí, sino un devenir energético, perverso y polimorfo,
parecido a esa gran capa efímera que Lyotard (1974) describe tan

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bien al inicio de su Economía libidinal, la cual toma la apariencia


de simulacros de cuerpos permanentes, voluminosos y organizados.

Así, a pesar de o más allá de las diferencias de aproximación, los fi-


lósofos y pensadores contemporáneos del campo de la estética coin-
ciden en subvertir radicalmente la categoría tradicional de «cuerpo»
y en proponernos una visión nueva y al mismo tiempo plural, diná-
mica y aleatoria, que corresponde a un juego inestable de quiasmos,
de fuerzas intensivas o de vectores heterogéneos. Para designar tanto
la maleabilidad energética y formal como la contingencia de esa ur-
dimbre, me ha parecido pues necesario recurrir al vocablo más abs-
tracto y genérico de «corporeidad», tomando no obstante la precau-
ción de despojarlo de las connotaciones cognitivas y, a mi modo de
ver, un tanto idealistas de su acepción husserliana o fenomenológica
en general, es decir, subrayando su textura exclusivamente material.

Dicho esto, desde que definí ese concepto en 1989 no he dejado de


hacerlo más preciso ni de conferirle mayor profundidad, analizando
justamente su núcleo y su motor primordial, cuya riqueza infinita,
aunque es revelada y explotada por el Arte6, también gobierna y de-
termina de hecho todos nuestros comportamientos y a fortiori las
actividades técnicas o no, a saber, la sensación. Por tal razón, me ha
parecido oportuno recusar las problemáticas que han sido las más re-
currentes hasta el momento, que yo califico de «extrínsecas», puesto
que interrogan, identifican y evalúan la sensación en relación con
algún otro asunto que se considera más fundamental y que remite a
una temática distinta, es decir, resumiendo, problemáticas que están
inmersas en una investigación más vasta en la que el concepto de
sensación, por mucha importancia que tenga, solo constituye una
pieza, un eslabón o un momento cuya finalidad desborda el mero
propósito de aclarar el proceso del sentir en sí mismo. Por mi parte,
distingo cuatro categorías principales que, por razones diferentes y
en grados variables, tendrían que ser o bien dejadas de lado o bien

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  Con mayúscula en la versión original en francés. N. del T.

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rectificadas y planteadas de otra manera: la primera y la más antigua


es sin duda alguna la problemática ontológica, tal como la encon-
tramos sobre todo en la obra de Platón, y particularmente en Repú-
blica y Teeteto, donde la sensación es reducida a una aprehensión
deficiente y equívoca del ser; si bien el empirismo de Aristóteles
corrigió esta problemática, no es menos cierto que haya preservado
también el propósito ontológico. Por su intención crítica, la segunda
categoría es una prolongación de la anterior, pero invertida: es la de
las problemáticas epistemológicas que se centran precisamente en
la naturaleza del sentir y en el grado de conocimiento que pone en
juego. Esta categoría abarca el cuestionamiento filosófico de Des-
cartes y de sus discípulos, el de Kant y su filiación criticista e incluso
el idealismo hegeliano, y también las problemáticas de las ciencias
neurobiológicas y psicológicas. En realidad, al margen de sus dife-
rencias o divergencias de apreciación, todas estas teorías derivan de
un mismo postulado, a saber, que la sensación no es más que un ma-
terial y un tipo de actividad cognitiva. Este es el postulado que preci-
samente Erwin Straus (1989) pone al descubierto en su célebre obra
Del sentido de los sentidos, en la cual propone una tercera categoría
de problemática que yo calificaría de «fenomenológico-existencial»:
de manera opuesta a la tradición cartesiana y kantiana, para él la
sensación no es un modo de conocimiento, ni a fortiori, como lo
cree Husserl, el descubrimiento de una esencia, sino un modo de
comunicación de carácter vital, inmediato, salvaje e irracional, o
sea, resumiendo, «una empatía» con el medio. Ahora bien, sabemos
que tal concepción inspira la reflexión de Merleau-Ponty, que de
alguna manera la sustituye pero desplazándola y modificándola: por
un lado, gracias a la consideración del aporte estructural de la Ges-
taltthéorie y, por otro lado, de acuerdo con su proyecto de describir y
analizar fenomenológicamente la génesis misma de esa experiencia
primordial de comunicación. De este modo, aborda ese vínculo ori-
ginario entre lo sintiente y lo sentido como si fuera un tejido que, a
la manera de un quiasmo, entrelaza no solo las diversas modalidades
sensoriales de cada quien —su dimensión intrínseca ambivalente,
activa y pasiva, sus relaciones con las otras corporeidades—, sino
también la experiencia global del sentir en relación con la fonación

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y el lenguaje. Esta urdimbre constituye lo que Merleau-Ponty (1964)


llama «la carne», “un prototipo del Ser, escribe, del que nuestro
cuerpo, el sintiente sensible, es una variante muy notoria” (p. 179).

No obstante, es precisamente en un intento por superar esa visión


fenomenológica, a su juicio todavía demasiado cargada de ontolo-
gía, que Deleuze y Guattari proponen una cuarta categoría de pro-
blemática que ellos mismos denominan «rizomática». Según estos
dos autores, “la carne no es la sensación, si bien contribuye a su
revelación” (Deleuze y Guattain, 1991, p. 169). La sensación está
constituida por un devenir cósmico radical, o más exactamente, por
una disposición o una conexión de fuerzas variables, múltiples y he-
terogéneas, o de intensidades sin significación, que recorren y ani-
man la totalidad del mundo vivo y material, orgánico e inorgánico, o
sea, resumiendo, un rizoma (Cfr. Deleuze y Guattari, 1980, p. 292).
Dicho de otro modo, la sensación solamente designa un juego in-
cesante de variaciones intensivas, una dinámica «vibratoria» y «elás-
tica» de cambios de niveles, de órdenes, de umbrales y de ámbitos
(Deleuze, 1981, p. 33).

Así, como vemos, esta cuarta categoría de problemática se inscribe


también, al igual que las tres anteriores, en un proyecto en el que la
sensación se deduce o es derivada de un cuestionamiento filosófico
más vasto y fundamental: en este caso, el del devenir en general. En
el tercero caso, el cuestionamiento se refiere a la relación existencial
con el mundo o, como dicen los fenomenólogos, con el Dasein.
En el segundo, se refiere a la constitución del conocimiento. Y en
el primero, a la distinción entre el ser y la apariencia. Se trata pues
de problemáticas que bien podríamos llamar «extrínsecas», en la
medida en que el proceso inmanente y concreto de la sensación no
es cuestionado ni analizado radicalmente, es decir, con un énfasis
en sí mismo.

De allí surge mi intento de proponer una problemática puramente


intrínseca, es decir, enteramente centrada en el fenómeno sensorial
en sí mismo, y que por lo tanto ayude a seguir circunscribiendo,

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y sobre todo produndizando, los conocimientos más interesantes y


fecundos de las problemáticas anteriores. Ahora bien, considero que
las aproximaciones de Merleau-Ponty y de Deleuze-Guattari, que
con seguridad son las que han abordado este fenómeno de manera
más atenta y perspicaz, nos abren algunas pistas fructíferas que sería
conveniente explotar a tope hasta llevarlas a su último límite. Entre
estas distingo tres principales que por supuesto se articulan entre
sí lógicamente: la primera es el reconocimiento de la naturaleza
fundamentalmente dinámica de la sensación, pues como Deleuze
y Guattari lo han señalado, se manifiesta siempre como un proce-
so de cambios indefinido, un poder ilimitado de variabilidad y de
mutabilidad, o, si se prefiere, un juego de distorsiones múltiples y
heterogéneas que, por ende, no puede evitar engendrar, según la
intuición de Merleau-Ponty, una especie de temporalidad inmanen-
te: por más sencilla que sea, cualquier visión o audición implica la
experiencia temporal de pasar subrepticiamente de una intensidad a
otra, e implica por lo tanto un movimiento oculto.

No obstante, y esta es la segunda pista esencial, ese movimiento


oculto no es neutro: tiene una orientación y una cualification, por
así decirlo, funcional. Como lo supone y lo expone Merleau-Ponty,
obedece a un funcionamiento por quiasmos generalizado que rige
la totalidad del sistema sensorial. En mi opinión, visto más de cerca,
ese funcionamiento comprende cuatro tipos de quiasmo que ponen
de manifiesto, cada uno a su manera, una dimensión particular del
proceso del sentir y también de la naturaleza de la corporeidad: el
primero, que llamo «intrasensorial» por ser inherente al mecanismo
de la sensación en sí misma, designa la bipolaridad reversible o la
reversibilidad bipolar entre su modalidad activa y su modalidad pa-
siva. Todo sentir es un volver a sentir, nos recuerda Henri Maldiney
(1973) después de Erwin Straus (1989): así, según el célebre ejemplo
de Merleau-Ponty (1964)(Cfr. p. 183), ver es ser vidente-visto; tocar
es ser tocante-tocado… etc. Para cada uno de los sentidos hay pues
una bivalencia cualitativa que inscribe en nuestra corporeidad la
efigie afectiva, a la vez activa y pática, dinámica y estática, de una al-
teridad: toda sensación hace surgir en su propio seno una especie de

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reflejo virtual, un simulacro de sí misma que lleva consigo un cierto


goce; en pocas palabras, a la manera de «un negativo» o de una
«mise en abyme», produce o genera dentro de nuestra corporeidad la
presencia gratificante de un doble ficticio y anónimo. Por ejemplo,
cada vez que mi mano recorre la superficie material, cualquiera sea,
orgánica o no, de un «cuerpo» extraño o de mi propia corporeidad,
superficie que pretende descubrir y dar a conocer en su objetividad
por medio de esa exploración, produce y dibuja simultáneamente el
bosquejo en filigrana de otra mano imaginaria —«sentida» esta—,
que se impone afectivamente y ya no solo cognitivamente, es decir
que no solo revela objetos identificados. En resumen, el quiasmo in-
trasensorial nos revela que hay un proceso de desdoblamiento virtual
y cualitativo que anima y trabaja cualquier sensación.

Ahora bien, este proceso se confirma y de cierto modo se enriquece


con el segundo quiasmo que yo llamo «intersensorial», porque su-
braya la correspondencia cruzada de todos los sentidos entre sí. En
efecto, por medio de este cruce, las ficciones que se producen en
cada órgano sensorial no solo repercuten en las que surgen en los
otros órganos, sino que además modifican la naturaleza o la moda-
lidad de estas con el fin de crear una especie de «metaficción». Así,
retomando aquí el famoso ejemplo de la expresión de Paul Clau-
del «el ojo escucha», pienso que sería conveniente interpretarlo no
como el reconocimiento de una simple interferencia, influencia o
perturbación externa de la audición en la actividad de la visión, sino
más bien como el reconocimiento de que en el seno de la sensación
visual misma se produce un simulacro distinto, híbrido y singular,
determinado por el proceso imaginario específico de la recepción
auditiva, la cual es a la vez más difusa, más evanescente o fugaz, más
sutil y, sobre todo, está completamente sometida a la temporalidad:
al ser irrigada por esta temporalidad auditiva, mi mirada aprehende
el espacio por medio de y gracias a un simulacro que la deconstru-
ye, que quiebra su continuidad y su fijeza aparentes, mediante el
juego frágil e inestable de la discontinuidad de la materia sonora.
De cierto modo, en su propio trabajo de simulación interna, el ojo
es subvertido por una oreja virtual que le impone la nueva y extraña

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ficción de un visible insólito que paradójicamente ha de ser oído.


Resumiendo, todas nuestras sensaciones no solo no se limitan a res-
ponderse ni a resonar las unas sobre o dentro de las otras, sino que
también tejen entre sí una textura corporal ficticia, móvil e inestable
que habita y duplica nuestra corporeidad aparente.

Dicho esto, considero que ese desdoblamiento ficticio de la corpo-


reidad que resulta de los dos primeros quiasmos encuentra su fun-
damento último y su verdadero motor en un tercer quiasmo que
yo califico de «parasensorial»: a diferencia de los anteriores, este va
más allá del juego sensorial para articularlo y cruzarlo con el poder
de enunciación lingüística mismo, o mejor, entrelaza el sentir y el
decir. En este sentido, constituye una tercera pista, a mi modo de
ver, la más fecunda desde el punto de vista filosófico, para aclarar
y caracterizar el mecanismo de la sensación y al mismo tiempo la
naturaleza profunda y específica de nuestra corporeidad. Apenas en-
trevisto por Merleau-Ponty, y por el contrario muy bien señalado,
aunque muy brevemente para mi gusto, por un comentario sutil de
Michel de Certeau (1982) sobre aquel filófoso, este quiasmo mues-
tra una identidad estructural y funcional entre el acto de ver y el
acto de hablar o de escribir y, siendo más rigurosos, de enunciar.
Efectivamente, la enunciación se hace posible gracias a un proceso
paradójico de proyección (shift out) que los lingüistas, en particular
Greimas y Courtes (1979) en su Diccionario razonado de la teoría
del lenguaje, traducen habitualmente por el término poco elegante
de «desembrague»: ese proceso consiste en emitir y disponer unida-
des lingüísticas fonéticas o escriturales en enunciados que pueden
hacerse acreditar como «realidades-sustitutos» de su emisor, de sus
acciones, de su medio material, de los otros, así como también del
espacio y del tiempo en los que vive el emisor y más aun de todo
cuanto este puede imaginar: en pocas palabras, se trata de enun-
ciados que son simulacros creíbles. Así, el acto de enunciación im-
plica una creencia semejante a la de la fe perceptiva original que
Merleau-Ponty (1964) pone de realce en Lo visible y lo invisible y,
añadiría yo, semejante a la que hace posible la actuación teatral: en
este sentido, el enunciado es el arquetipo y el prototipo de los simu-

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lacros y también, por consiguiente, de la escena teatral primordial,


el modelo teatral originario.

Considero pues que ese proceso de simulación que habita y anima


el acto de enunciación no es más que una prolongación, una in-
flexión y una modalidad del acto de la matriz vocal misma, el cual
es el soporte y el vector en caso del discurso, y además, tal como
intenté demostrarlo en mi tesis sobre «la expresividad del cuerpo»,
en virtud de un fenómeno que he llamado de «transvocalización»,
rige y da fundamento a la expresividad integral, diversa y plural, de
nuestra corporeidad. Dicho de otro modo, y este es el punto central
de mi teoría, toda sensación es necesariamente enunciativa y expre-
siva (en el sentido etimológico que doy a este término), en la medida
en que deriva de una misma dinámica inmanente de diferenciación
autoafectiva, o sea, de un mismo proceso corporal y singular de si-
mulación. El deseo de proyectarse en un «analogon» virtual mueve
y al mismo tiempo articula nuestros modos de sentir, de actuar, de
expresar y de decir: antes que oponerse o, incluso, que contradecir-
se, tales modos se nutren en la misma pulsión y ponen en marcha el
mismo juego corporal de proyección especular o de desdoblamien-
to ficticio: el que define o caracteriza nuestro «imaginario radical».
¿En el fondo, acaso no es esa la misma hipótesis que Deleuze (1988)
parece plantear cuando escribe, por un lado, en su interpretación de
Leibniz en «El pliegue», que “toda percepción es alucinatoria, por-
que la percepción no tiene objeto” (p. 125), y por otro lado, en Críti-
ca y clínica, que “el imaginario es una imagen virtual que se junta al
objeto real, y viceversa, para constituir un cristal de inconsciente”, y
también cuando escribe que, en definitiva, «la visión está hecha de
ese doblamiento o desdoblamiento, de «esa coalescencia»  (Deleu-
ze, 1993, p. 83). Así, en el interior de cualquier corporeidad hay una
intrincación o imbricación oculta, secreta y sutil, de la sensación,
de la acción, de la expresión y de la enunciación, puesto que una
misma fuerza las habita, las mueve y las atraviesa a las cuatro, una
fuerza singular y permanente de producción incesante de ficciones.

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De la corporeidad ficcionaria

No obstante, esa fuerza aumenta, se desmultiplica y se diversifica


hasta el infinito, precisamente cuando interfiere y se cruza con la de
otras corporeidades. De allí surge el cuarto quiasmo que podemos
llamar «intercorporal», ya que como afirma Merleau-Ponty (1964),
existe una «intercorporeidad natural» (p. 222). Pero, de manera
opuesta a su interpretación ontológica, según la cual la experiencia
del encuentro de mi cuerpo con el cuerpo del otro se reduce al en-
cuentro «de los dos lados de un mismo Ser7» (p. 278), o incluso, a
la realidad concreta de la textura sensible de «la carne» como una
especie de «cuerpo único» (p. 268), pienso que tal intercorporeidad
solo designa el cruce ilimitado de las virtualidades proyectadas por
las diversas corporeidades, es decir, la trama ficticia, dinámica y sin-
gular del imaginario inmanente a nuestras sensorialidades.

En resumen, la conjugación de los cuatro quiasmos avocados de


alguna manera constituye un quiasmo en el segundo nivel, me atre-
vería a decir «un metaquiasmo», cuyo motor y cuya significación
radican en un proceso común y autoafectivo de simulación o, si se
prefiere, en la proyección virtual de ficciones que genera el sentir
de cada quien. En contra de la simple «protetización» propuesta en
1996 por Bernard Stiegler, la cual implica a la vez la realidad del
modelo del cuerpo orgánico y la de la exteriorización de una adjun-
ción, considero que este proceso es puramente ficcionario: subraya
la dinámica creativa de proyección de ficciones que anima nuestra
corporeidad sintiente y también su articulación profunda, indisolu-
ble y, como tal, nuclear y esencial, con nuestro imaginario radical.

Por consiguiente, y esta será mi conclusión, el concepto de corporei-


dad tal como lo propuse en mi texto de 1989 adquiere ahora un sen-
tido aun más fundamental, ya que el espectro sensorial, heterogéneo
y aleatorio por el cual lo definía aparece ahora como la epifanía del
mero devenir, radical e incesante, de un imaginario inmanente a la
sensorialidad. Así, la corporeidad ya no conoce ningún límite: no

7
  Con mayúscula en la versión original en francés. N. del T.

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PENSAR EL CUERPO

solo, como lo dice Bergson (1946, p. 274), “va hasta las estrellas”,
sino que, según la expresión de Valéry se despliega en el “infinito
estético” (1960 , p. 1342) de nuestro poder de sentir.

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