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La universidad humanista1
Una reflexión sobre el estado actual de la educación superior en nuestro
país y el extranjero en una época signada por el mercado.
Miguel Giusti
1
Encontrado en https://elcomercio.pe/eldominical/universidad-humanista-noticia-478870-noticia/
universitaria, de modo tal que los profesores somos ahora “proveedores”; los alumnos,
“clientes”; las investigaciones, “resultados” o “productos”, y así sucesivamente.
¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre
todo, que esta haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido
con ella lo que con muchas otras instituciones sociales sometidas al proceso de
globalización: que los imperativos económicos y mercantiles del sistema han pasado
por encima de las instancias políticas o democráticas (es decir, lo han hecho
inconsultamente) para implantar la lógica del mercado y la gestión de sus intereses
como si estos fueran la clave del funcionamiento de la sociedad (y de la universidad).
Los profesores y los alumnos hemos visto, con tanta impotencia como desconcierto,
que se imponía sobre nosotros un orden de cosas indeseable y foráneo, con la fuerza
incontenible de un tsunami y como si fuese un proceso irreversible, aunque, claro está,
también ha contado con la complicidad de un buen número de autoridades locales
que, por razones varias, se han dejado seducir por los cantos de sirena del sistema.
Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables
procesos, reales o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una
igualmente abultada clase de funcionarios de la educación superior. Dentro de cada
universidad, en cada país y también en el plano internacional: una extensa red de
evaluadores, supuestamente expertos en gestión, encargados de la aplicación de los
indicadores cuantitativos que midan el funcionamiento de la máquina. Con ironía y
agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien fue víctima de los antepasados de estos
funcionarios, los llamaba “negociantes del conocimiento”: ellos no producen ni poseen
el conocimiento que producen y poseen los profesores, pero se las han ingeniado para
convertirse en funcionarios que imponen ahora a los profesores los parámetros de su
actividad académica, y han hecho de eso el negocio de su vida.
Esta evolución de la universidad, decía, es contraria a la cultura humanística, porque si
algo nos han enseñado las humanidades en la historia es que la creatividad y la
innovación del conocimiento tienen que nutrirse de las hondas raíces de la tradición,
desarrollarse en libertad, no admitir sometimiento alguno a los poderes temporales
(tampoco al del mercado), ampliar continuamente el sentido de lo humano,
interesarse por las creaciones de otras culturas, promover una conducta ética
solidaria, cultivar las artes; en una palabra, seguir labrando y renovando el ideal de
humanidad que se encuentra en la base de la fundación de la universidad.
El filósofo francés Jacques Derrida publicó el año 2001 un ya legendario ensayo
titulado “La universidad sin condición (gracias a las humanidades)”. Sostiene allí,
convencido de estar recogiendo la inspiración más profunda de la idea de universidad
en la historia, que a ella debería reconocérsele no solo la autonomía académica, sino
además una libertad “incondicional” de crítica y de producción de conocimiento sin
estar sometida a los requerimientos inmediatos o utilitarios del mercado. Y esto solo
es posible, piensa, gracias a las humanidades. Lo que ahora define la universidad, por
el contrario, es una inmensa red de condicionamientos cuantitativos con propósitos
utilitarios que ahogan el trabajo académico, banalizan la investigación y entorpecen la
búsqueda de la verdad.
En efecto, lo peor de todo es que el sistema burocrático no solo es contrario a la
esencia de la universidad, sino que además no funciona. Mejor dicho: es
contraproducente, obtiene lo contrario de lo que se propone. Eso lo percibimos a
diario los profesores, que advertimos claramente la falta de idoneidad de los criterios
cuantitativos; vemos cómo se manipulan las cifras para simular prestaciones y
producciones académicas, y perdemos además muchísimo tiempo en rellenar
formularios burocráticos. Pero no es solo nuestra percepción. También hay estudios
científicos que nos advierten sobre la existencia de este contrasentido. El sociólogo
Donald Campbell, por ejemplo, formuló a fines del siglo pasado, como resultado de sus
investigaciones empíricas, la siguiente tesis, conocida ahora como la ley de Campbell:
“Cuanto más se utiliza un indicador social cuantitativo para la toma de decisiones
sociales, mayor será la presión a la que estará sujeto y más probable será que
distorsione y corrompa los procesos sociales que supuestamente debe monitorear”
(Campbell, 1976). Esto es exactamente lo que está pasando con la cultura evaluativa
actual en las universidades: los indicadores cuantitativos introducidos con el fin de
mejorar la calidad de las actividades académicas están produciendo el efecto
contrario: su distorsión, su corrupción, su banalización, la disminución de la calidad.
Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo
la intención de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es
decir, que no admiten ningún control de calidad. Difícil imaginar una situación más
lamentable que la de nuestro país, donde se conjugan males muy diversos debidos a la
anarquía del sistema universitario, al abandono del Estado y a la proliferación
indiscriminada de negocios académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los
alcances o las deficiencias de la ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en
primer plano ha sido la tendencia general de la cultura evaluativa internacional y sus
efectos perniciosos, antihumanísticos, sobre el sentido del quehacer universitario.
¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido
de que sí la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros
universitarios de todo el mundo y que está llevando a muchos profesores a abandonar
la universidad. La resistencia es posible, en primer lugar, porque esta tendencia está
condenada al fracaso; tarde o temprano, las comunidades universitarias se
convencerán de que la burocracia de la educación superior está distorsionando, en la
teoría y en la práctica, la esencia de la universidad. Y lo es también, en segundo lugar,
porque lo que aquí llamamos “cultura humanística” no se restringe a un tipo
determinado de cursos o a una facultad en particular, sino concierne más bien a todos
los profesores de la universidad, de todas las facultades: es una convicción profunda
sobre el sentido mismo de nuestro trabajo y sobre la necesidad de defenderlo frente a
la mercantilización y la banalización de la cultura. Es una causa que ganará la adhesión
de muchos profesores y por la que vale la pena empezar a ofrecer resistencia.
Ejemplo de generalización e integración – selección
La universidad humanista2
Una reflexión sobre el estado actual de la educación superior en nuestro
país y el extranjero en una época signada por el mercado.
Miguel Giusti
2
Encontrado en https://elcomercio.pe/eldominical/universidad-humanista-noticia-478870-noticia/
centenares de indicadores y bajo una lógica evaluadora de tipo cuantitativo.
Contradiciendo abiertamente la naturaleza cualitativa de la generación del
conocimiento y de la creatividad científica, se pretende promover la “calidad” de las
actividades académicas por medio de instrumentos de medición y de parámetros
estandarizados de gestión. En este trasplante de la mentalidad gerencial a la vida
académica no ha habido siquiera la preocupación por respetar la nomenclatura
universitaria, de modo tal que los profesores somos ahora “proveedores”; los alumnos,
“clientes”; las investigaciones, “resultados” o “productos”, y así sucesivamente.
¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre
todo, que esta haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido
con ella lo que con muchas otras instituciones sociales sometidas al proceso de
globalización: que los imperativos económicos y mercantiles del sistema han pasado
por encima de las instancias políticas o democráticas (es decir, lo han hecho
inconsultamente) para implantar la lógica del mercado y la gestión de sus intereses
como si estos fueran la clave del funcionamiento de la sociedad (y de la universidad).
Los profesores y los alumnos hemos visto, con tanta impotencia como desconcierto,
que se imponía sobre nosotros un orden de cosas indeseable y foráneo, con la fuerza
incontenible de un tsunami y como si fuese un proceso irreversible, aunque, claro está,
también ha contado con la complicidad de un buen número de autoridades locales
que, por razones varias, se han dejado seducir por los cantos de sirena del sistema.
Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables
procesos, reales o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una
igualmente abultada clase de funcionarios de la educación superior. Dentro de cada
universidad, en cada país y también en el plano internacional: una extensa red de
evaluadores, supuestamente expertos en gestión, encargados de la aplicación de los
indicadores cuantitativos que midan el funcionamiento de la máquina. Con ironía y
agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien fue víctima de los antepasados de estos
funcionarios, los llamaba “negociantes del conocimiento”: ellos no producen ni poseen
el conocimiento que producen y poseen los profesores, pero se las han ingeniado para
convertirse en funcionarios que imponen ahora a los profesores los parámetros de su
actividad académica, y han hecho de eso el negocio de su vida.
CARACTERÍSTICAS DEL HUMANISMO
Esta evolución de la universidad, decía, es contraria a la cultura humanística, porque si
algo nos han enseñado las humanidades en la historia es que la creatividad y la
innovación del conocimiento tienen que nutrirse de las hondas raíces de la tradición,
desarrollarse en libertad, no admitir sometimiento alguno a los poderes temporales
(tampoco al del mercado), ampliar continuamente el sentido de lo humano,
interesarse por las creaciones de otras culturas, promover una conducta ética
solidaria, cultivar las artes; en una palabra, seguir labrando y renovando el ideal de
humanidad que se encuentra en la base de la fundación de la universidad.
El filósofo francés Jacques Derrida publicó el año 2001 un ya legendario ensayo
titulado “La universidad sin condición (gracias a las humanidades)”. Sostiene allí,
convencido de estar recogiendo la inspiración más profunda de la idea de universidad
en la historia, que a ella debería reconocérsele no solo la autonomía académica, sino
además una libertad “incondicional” de crítica y de producción de conocimiento sin
estar sometida a los requerimientos inmediatos o utilitarios del mercado. Y esto solo
es posible, piensa, gracias a las humanidades. Lo que ahora define la universidad, por
el contrario, es una inmensa red de condicionamientos cuantitativos con propósitos
utilitarios que ahogan el trabajo académico, banalizan la investigación y entorpecen la
búsqueda de la verdad.
CONSECUENCIAS DEL ENFOQUE MERCANTIL
En efecto, lo peor de todo es que el sistema burocrático no solo es contrario a la
esencia de la universidad, sino que además no funciona. Mejor dicho: es
contraproducente, obtiene lo contrario de lo que se propone. Eso lo percibimos a
diario los profesores, que advertimos claramente la falta de idoneidad de los criterios
cuantitativos; vemos cómo se manipulan las cifras para simular prestaciones y
producciones académicas, y perdemos además muchísimo tiempo en rellenar
formularios burocráticos. Pero no es solo nuestra percepción. También hay estudios
científicos que nos advierten sobre la existencia de este contrasentido. El sociólogo
Donald Campbell, por ejemplo, formuló a fines del siglo pasado, como resultado de sus
investigaciones empíricas, la siguiente tesis, conocida ahora como la ley de Campbell:
“Cuanto más se utiliza un indicador social cuantitativo para la toma de decisiones
sociales, mayor será la presión a la que estará sujeto y más probable será que
distorsione y corrompa los procesos sociales que supuestamente debe monitorear”
(Campbell, 1976). Esto es exactamente lo que está pasando con la cultura evaluativa
actual en las universidades: los indicadores cuantitativos introducidos con el fin de
mejorar la calidad de las actividades académicas están produciendo el efecto
contrario: su distorsión, su corrupción, su banalización, la disminución de la calidad.
Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo
la intención de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es
decir, que no admiten ningún control de calidad. Difícil imaginar una situación más
lamentable que la de nuestro país, donde se conjugan males muy diversos debidos a la
anarquía del sistema universitario, al abandono del Estado y a la proliferación
indiscriminada de negocios académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los
alcances o las deficiencias de la ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en
primer plano ha sido la tendencia general de la cultura evaluativa internacional y sus
efectos perniciosos, antihumanísticos, sobre el sentido del quehacer universitario.
¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido
de que sí la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros
universitarios de todo el mundo y que está llevando a muchos profesores a abandonar
la universidad. La resistencia es posible, en primer lugar, porque esta tendencia está
condenada al fracaso; tarde o temprano, las comunidades universitarias se
convencerán de que la burocracia de la educación superior está distorsionando, en la
teoría y en la práctica, la esencia de la universidad. Y lo es también, en segundo lugar,
porque lo que aquí llamamos “cultura humanística” no se restringe a un tipo
determinado de cursos o a una facultad en particular, sino concierne más bien a todos
los profesores de la universidad, de todas las facultades: es una convicción profunda
sobre el sentido mismo de nuestro trabajo y sobre la necesidad de defenderlo frente a
la mercantilización y la banalización de la cultura. Es una causa que ganará la adhesión
de muchos profesores y por la que vale la pena empezar a ofrecer resistencia.
CONSECUENCIAS DEL
ENFOQUE MERCANTIL es contraproducente,
obtiene lo contrario de lo
que se propone. los
indicadores cuantitativos
introducidos con el fin de
mejorar la calidad de las
actividades académicas
están produciendo el
efecto contrario:
Organizador visual
TENDENCIA A ELIMINAR EL HUMANISMO EN LA EDUCACIÓN SUPERIOR