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García Márquez y yo

Extraños fueron los caminos que me llevaron hacia la gloria. Ahora que repaso mi vida puedo
apreciarlo con claridad. El día que yo cumplía veintitrés años, en un bar del Callao, una gitana
circunspecta y de carnes enjutas me leyó la suerte en las cartas. Luego, con tono solemne, me dijo
que yo haría algo muy importante en la vida; “algo grandioso”, fueron sus palabras.

Y mientras llegaba el momento esperado, me desempeñaba como corrector de textos en una


editorial de libros de teología.

Cuatro años después, partí del Callao en un barco carguero que me llevó por varios puertos de
Sudamérica. Así inicié un periplo que duró más de diez años.

El año más importante de mi vida fue 1967, que me halló viviendo en Buenos Aires. No pasaba nada
especial en mi vida, y ya empezaba a dudar de mí mismo. Hasta que cuatro meses y medio después
de haber entrado a esa editorial, llegó a mis manos un texto grueso en un sobre manila.

Hojeé sin ganas las páginas yo había leído antes algo de ese autor, unos cuentos, creo; pero esa
novela, que en la primera página anunciaba Cien años de soledad, era, definitivamente, una obra
notable y original.

Cada frase llamaba a la siguiente con naturalidad, engarzándose como en una gran joya de finos
arabescos. Y me acordé de lo que me dijera la gitana.

Yo avanzaba la lectura de la novela sin hallar ninguna falta. Hasta que, un poco después de la mitad,
hallé algo que me sobresaltó: un vocativo sin su coma. El autor, el maestro, se había equivocado.

Que Dios me perdone, pero confieso que me alegré de esa circunstancia, pues para entonces estaba
convencido de que esa novela haría historia. Claramente sentí en ese instante que una voz me
llamaba desde arriba y, con tono exhortativo, me indicaba que había llegado el momento. Mi
momento.

Volví a mirar el vocativo, que parecía como abandonado, inerme, sin su coma. Y, entonces, ya no me
quedaba más que cumplir con mi labor, hacer mi aporte. Así es que tomé mi gruesa pluma de tinta
líquida y puse la coma: un punto grueso con una colita hacia abajo, como mandan los cánones, tanto
en la versión de la digitadora como en la del autor. Eso fue todo.

El resto es historia. La novela prácticamente instauró una nueva manera de narrar, se realizaron
varias ediciones de ella y se vendieron millones de ejemplares.
Mi vida después ha consistido en mantenerme atento al derrotero editorial de la obra. Ahora que mi
modesta pensión de jubilado no me permite comprar las nuevas ediciones algunas notablemente
lujosas, solamente puedo dedicarme a admirarlas. Entro en esos elegantes recintos de libros del
centro, sorteo al vendedor que me mira con gesto despreciativo, ubico la nueva edición, llego hasta
la página indicada que varía según la editorial y las picas y veo mi coma. Y cuando leo el párrafo
pertinente y recuerdo todo el reconocimiento que ha obtenido la obra, que ha contribuido a ganar el
Nobel para su autor, yo también siento orgullo y se me hincha el pecho de emoción. En esos
instantes percibo claramente cómo el aliento de la gloria me roza la cara y revuelve mis cabellos
canos, y me siento orgulloso muy orgulloso por esa novela que hace mucho, en un tiempo ya lejano,
escribimos García Márquez y yo.

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