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Biblioteca particular
Yo fui un lector bastante precoz, quizá por eso no oficié demasiado pronto como
aprendiz de poeta: prefería leer antes que aspirar a ser leído. Recuerdo muy bien
aquellos años de adolescente y aquellas lecturas nunca olvidadas. Para muchos
escritores, las horas más emocionantes de la infancia remiten a ciertas lecturas
primerizas, al encuentro con algún libro que, luego, se convertiría en inolvidable porque
ese libro le proporcionó una especie de lección sobre la vida que hasta entonces
desconocía.
El acto de la lectura, el simple hecho de elegir un libro y aislarme con él para
compartir no sabía qué emociones, ya tenía algo de ceremonia particularmente
placentera. Nunca he olvidado a aquel incipiente lector un poco retraído, un poco
desconcertado, crecido en la hostilidad ambiental de aquellos años de la inmediata
posguerra y en las alarmas de un tiempo temible, cuando quizá buscara en un libro lo
que aquel infortunio histórico de la guerra, y de la inmediata posguerra, le impedía
alcanzar.
Recuerdo que empecé a pensar por cuenta propia sobre él -pienso ahora que lo
hice- porque, en contra de las advertencias docentes de que don Quijote era un loco, que
se había vuelto loco leyendo libros de caballería, a mí no me lo parecía, sino que me
parecía un verdadero héroe que había salido al camino a deshacer entuertos y a hacer
justicia, y eso me conmovía. Me producía realmente un atractivo que luego se fue
ampliando a otros aspectos, no de un modo concreto, sino por medio de alguna indirecta
sugestión, indiscreta también, que de alguna manera me hacía asociar la lectura a la
aventura, lo cual no deja de ser, me parece a mí, un método aceptable de enseñar
literatura, de enseñar a leer o de enseñar el amor al libro.
Quizá no pasara de un primer atisbo ese incipiente interés por la lectura, pero
tengo la impresión de que me sirvió de algo, aunque sólo fuera como un atractivo
limitado entonces al normal contagio de las novelitas de misterio al uso y los comics de
aquellos años, de los que fui un consumidor más bien pasajero y esporádico.
Entre los libros que fui encontrando de adolescente, de manera casual leí un día
uno que me sedujo de manera desusada: El rey del mar, de Salgari. Las hazañas
heroicas de Sandokán, los magníficos lances de aquel pirata justiciero, me parecieron
de lo más seductoras, tanto es así que yo recuerdo una serie que emitió Televisión
Española sobre él, Las aventuras de Sandokan, hace años, y que cuando terminó me
sentí completamente frustrado y dejé de ver la televisión durante mucho tiempo.
Esos consabidos conceptos de la libertad del navegante, del amor como destino
intrépido, se convirtieron en otros tantos nutrientes de mi fantasía, a la que tampoco era
ajena la figura de Espronceda, el cantor de la mar como única patria, sobre todo por su
ejemplo como hombre de acción, como luchador por una libertad de cuño romántico.
Todos sabemos que Espronceda murió con 33 años y le dio tiempo a hacer de todo. Fue
un republicano exacerbado, perseguido, encarcelado, sufrió exilios durante bastantes
años, volvió a España con una partida de guerrilleros (por cierto, este regreso a España
fue una odisea absolutamente fascinante), y luego fue guardia de corps, trabajó en la
legación de España en La Haya, fue diputado, etcétera. Y, por si todo esto fuera poco, le
dio tiempo para escaparse con la mujer de otro, Teresa. Y un día, paseando por la calle
Santa Isabel en Madrid, vio una ventana iluminada, se asomó, y allí estaba su amante
muerta: era el velatorio de Teresa, lo cual era el colmo del romanticismo. Y yo lo que
quise fue imitar a Espronceda, no en tantas y tan inalcanzables hazañas, sino por las
cosas que tenía más a mano: escribir poesía y llevar una vida licenciosa.
Estas lecturas de novelas de tema marinero se fueron ampliando bien pronto con
obras de Conrad, Melville, Stevenson. Ya se sabe que los libros se nutren de libros,
igual que el escritor se nutre de otros escritores preexistentes. Y a tanto llegó mi
devoción, que un día de pronto decidí estudiar náutica, para poder embarcarme como
piloto de altura y emular así las hazañas de esos héroes novelescos. Luego, todo eso se
vio frustrado, no por la dura realidad del oficio de marino, sino porque padecí una
afección pulmonar y acepté la evidencia de que mi salud no daba para muchas
navegaciones.
Me imagino que fue más o menos durante aquellos obligados meses de reposo
por aquí cerca, en la campiña de la Cartuja, cuando comprendí que, si quería ser
escritor, era porque mis lecturas me habían proporcionado también una querencia
poderosa: parecerme a quienes escribían los libros que más me gustaban. Esto es,
escribir historias a la manera de mis escritores predilectos. Supongo que fue entonces
cuando cambiaron de algún modo mis inclinaciones literarias. No es que seleccionara
con una mínima exigencia mis lecturas -que eso nunca ocurre-, pero sí debí de sacar
algunas conclusiones sobre mis gustos. Por lo pronto, me convencí de una vez por todas
de que un libro es un acompañante fiel y disponible -creo ahora que lo pensaba así de
verdad-, un confidente siempre dispuesto no ya a mostrarnos una y otra vez su
intimidad, sino a oírnos, porque su capacidad dialogante jamás se agota. Quien lee vive
más, nunca está solo.
Pienso que todo eso no fue más que el resultado de un largo proceso de
intuiciones, de sospechas, pero acabé convencido de que leer equivale a vivir una
aventura de múltiples compensaciones imaginativas, que te enriquece la imaginación, y
que esa variedad de sensaciones contribuía en definitiva a instalarnos en la cultura de la
libertad. Y si un libro no nos enseña algo, si no nos ayuda a vivir mejor, de otra manera,
o no nos agrada, o no nos divierte, siempre quedará la opción de elegir otro. Estaba
seguro de que habría muchas personas que, en el momento oportuno, escogerían un
libro como quien escoge el itinerario de un viaje y se internarían por él, sabiendo que
allí les aguardaba una aventura desconocida, un mundo cuya presunta fascinación ellos
podían encargarse de interpretar a su modo y asimilar como un espectáculo por ellos
mismos programado. Es como si el lector pudiera ir más allá que el autor, descubriendo
lo que este solo quizás esbozara. Sin esa contribución fructífera -lo he repetido más de
una vez-, ningún libro alcanzaría su más propio destino, el de servir de alianza entre
quien escribe y quien lee. De no ser así, el acto creador de la escritura quedaría
incompleto: el lector justifica la literatura. Es posible que todo esto, insisto, lo piense
ahora. Y lo que es seguro es que en aquella enfermiza etapa de reposo leyera de un
modo desordenado, como está mandado, y sin ninguna previa orientación selectiva.
Creo que eso suele ocurrir así.
La Odisea me sedujo desde un principio, sobre todo por los modales poéticos del
narrador de las aventuras de Ulises, un tono y un tema que me hicieron recuperar mi
precedente afición a la novela marítima, acrecentada ahora por la espléndida fantasía
homérica. Así, de la pretensión de emular a Sandokán, pasé a querer imitar a Ulises. Por
lo que se ve, tampoco me quedaba en las medias tintas.
Pero quiero recordar que antes de eso leí con fervor renovado las poesías del
siempre próximo Garcilaso, del espléndido Quevedo y de uno de los hechos
fundamentales de nuestra literatura clásica, San Juan de la Cruz. La aparente
simplicidad del Cántico espiritual queda vinculada al profundo secreto, a la exquisita
interiorización, a la delicadeza verbal de una experiencia que va más allá de su alcance
místico. Leer, releer esos poemas equivale a vivirlos cada vez con una nueva y rara
sensación de plenitud; eso es lo que me pasó hace medio siglo y lo que me sigue
pasando a estas alturas de la pérdida de la inocencia.
Luego, fui ampliando ese campo a la gran novela latinoamericana, que sigue
siendo para mí predilecta: Onetti, Rufo, Carpentier, Lezama Lima, Guimarães Rosa,
García Márquez, algo de Cortázar, casi todo Vargas Llosa. Una tradición a la que me
siento muy próximo, no ya porque mi padre fuera cubano y yo haya vivido tres años en
Bogotá y casi uno en la Habana, sino porque realmente algunos de mis primeros
contactos literarios fueron de verdad con estos escritores, entre los que me sentía muy a
gusto y con quienes se producía una especie de identificación estética.
Ahora ya con los años, me dedico a releer más que a leer, releo a los clásicos de
todo tiempo y lugar, de La Odisea de Homero al Ulises de Joyce, de Cervantes a
Shakespeare, de los barrocos castellanos a los simbolistas franceses, de Juan Ramón a
Valle-Inclán, de Flaubert a Proust, de Los placeres prohibidos de Cernuda al Llanto por
Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca. Decía Onetti que le gustaría padecer de amnesia para
leer de nuevo, como si fuese la primera vez, los libros que más le habían cautivado. No
es mala idea, no por la amnesia sino por el placer de volver a leer esos libros; y releer a
los grandes escritores universales me sigue pareciendo una inmejorable excusa para
sortear el peligro del desánimo.
Todos los escritores que he citado, o que he olvidado citar, siguen siendo
realmente los que más me ayudaron a escribir. Y a vivir, por lo tanto. Solo añadiré que
los autores que figuran en la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo
vienen a coincidir en muy buena medida con los más eminentes escritores de nuestros
últimos cinco siglos. Y son otras de mis lecturas predilectas Ramón Llull, Juan de
Valdés, Miguel de Molinos, Blanco White, los krausistas, etcétera. Ya dije antes, con
otras palabras, que los grandes escritores suelen ser también grandes heterodoxos; los
obedientes, los dóciles, suelen ser más bien escribanos. Y por ahí ando yo todavía a ver
qué pasa. Muchas gracias.