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Mis primeras lecturas

Humberto Akabal

Y mientras garabateo estos párrafos, como hojas sacudidas


por el viento, vienen a mi memoria algunos fragmentos de
recuerdos como lector y mis angustiosas búsquedas:
historietas, revistas y libros me descubrieron la posibilidad de
otros mundos y me enseñaron los secretos del lenguaje, sus
posibilidades, su magia y el ejercicio de la imaginación; los
libros que me conmovieron, los que me inspiraron, los que me
ayudaron a hacer menos difíciles los días de aquellos años;
lecturas y relecturas que fueron fundacionales en mi vida; mis
primeros pasos, mis primeros pensamientos y lo que hoy
significan para mí esas experiencias.
Descubrir el mundo de la literatura fue una luz. ¿Cuántos
libros se requieren haber leído para descubrir eso? En mi
opinión, no muchos. Con cada libro tuve un diálogo
silencioso, un encuentro íntimo. Como si entrara a un templo,
abría el libro con devoción, casi temblaba cuando comenzaba
a hojear sus primeras páginas. Comenzaba viendo las
ilustraciones (si las tuviera), y me sumergía en la lectura
escarbando entre las palabras, buscando ese “algo” que
muchas veces se resistía a mi comprensión.
Otras veces, me encontré con libros que me atraparon
de entrada, que no requirieron de explicación, como si su
lenguaje hubiera sido para mí y los hice míos
inmediatamente. Los leí con amor y muchas veces lloré con
ellos. Leía siempre al final de las tardes. Las horas del día las
invertía en el trabajo cotidiano, algunas veces dentro de la
casa, tejiendo o cosiendo en una vieja máquina Singer, o en
el terreno, sembrando maíz, deshierbando o recogiendo la
cosecha, dependiendo de la época. En mis primeros años, en
casa no teníamos luz eléctrica y cuando mis lecturas se
prolongaban, yo leía con la luz del fogón de nuestra cocina,
con luz de ocote o con la luz de un viejo candil alimentado
con kerosene.
Paso a paso, descubrí que los libros tienen muchas
lecturas y cada una es un amanecer diferente. Es
sorprendente y asombroso descubrir que, en las relecturas,
aparecen cosas que uno no vio en la primera lectura. Los
libros tienen ese encantamiento, siempre esconden algo que
se reservan, tal vez, para sorprendernos. No todos los libros
son para todos los momentos ni todos los contenidos pueden
interesarnos, pero siempre habrá un libro para cada
necesidad, lo sé por experiencia propia.
Desde el día que tomé contacto con el primer libro, ese
día cambió mi vida, porque mis inseguridades fueron
desapareciendo. Cuánto le debo a los libros. Fueron mi
socorro en momentos de desesperación. Fueron remanso de
paz, fueron mis críticos, mis consejeros. Cargar un libro
siempre me dio la sensación de seguridad para no temer ni
temerle a nada ni a nadie. Mis dudas las consultaba en las
páginas de un libro. Es increíble cómo para cada necesidad
siempre había una respuesta. Los diversos autores que han
existido en este mundo, en algún momento de su vida
pasaron por las alegrías o las oscuridades por las que uno
pasa, y encontrarse con ellos es un alivio, se siente
comprendido, correspondido, amado y la vida se ve desde
otra perspectiva. Un libro siempre será una luz en la
oscuridad.
Y así, entre lectura y lectura, la poesía se me fue
metiendo en el alma como si hubiera sido impulsado por un
torrente de luz a otra fase de mi vida. Y ahora que lo veo a la
distancia, yo mismo me sorprendo porque, a medida que me
esforzaba por comprender lo que leía, me esforzaba por
comprenderme a mí mismo.
Meterme en un libro era meterme dentro de mí.

*****

La poesía fue mi refugio, el camino por donde canalicé mis


desesperanzas. Esa fue la vía por la que encontré la libertad.
De allí que andar con un libro bajo el brazo me daba
seguridad, y no era por presumir, sino porque todos los
momentos los aprovechaba para leer. En mis días de obrero,
leía en el bus urbano camino al trabajo y, de regreso a la
covacha donde vivía, aprovechaba algunos minutos después
de comer. Como siempre fui un solitario, cuando salía a
caminar, cansado de andar de un lado a otro, me sentaba en
alguna de las bancas de algún parque y, aparte de mirar a las
personas que circulaban, me ocupaba en leer un par de
páginas. Así que, buscando un asidero para no sentirme un
nadie, fui gestando en serio la idea de escribir y el camino se
me dio por la poesía. Y en ella estoy, en ella ando…
En un principio, cargaba un cuaderno donde apuntaba
las ideas que se me ocurrían, pero siempre fui descuidado,
nunca pude llenar un cuaderno, los dejaba a medias, otras
veces se me olvidaba llevarlos y, cuando eso ocurría, echaba
mano de lo que encontrara: pedazos de papel botados en las
calles, esquinas de hojas de periódicos, el reverso de los
tickets de camionetas e incluso hojas secas de árboles
cuando no encontraba nada inmediato. Nunca manché un
libro, aunque lo tuviera a mano, siempre los respeté. Prefería
hacer mis apuntes sobre lo que fuera menos en las páginas
de un libro. Luego, opté por usar libretas de notas, pero, al
igual que los cuadernos, nunca llené una, todas se quedaron
a medias.

Cuarenta años después

En aquellos años, al final de mi niñez, sentía que tenía un


cúmulo de cosas en la cabeza y quería escribirlas, contarlas,
y a la hora de sentarme a escribir se me acababan las
palabras y terminaba escribiendo cosas que no eran las que
tenía en el corazón. Me asustaba y a veces hasta me
agarraba miedo, era como si alguien viniera a robármelas en
el momento de sacarlas de mi cabeza para pasarlas al papel
o me moviera la mano para confundirme.
Ya en plena adolescencia, elucubraba ideas, cosas, me
creaba desilusiones, rompimiento de relaciones
sentimentales, imaginaba traiciones, engaños. En fin, escribí
cosas basadas en esas divagaciones, por supuesto que
después me daban vergüenza y las arrojaba al fuego. Luego,
cuando me enamoré y fui rechazado de verdad, no pude
escribir nada. Y cuando fui correspondido, tampoco pude
escribir nada. Escribía mucho sobre otras cosas, pero nunca
estaba satisfecho. Mi lenguaje era demasiado reducido y por
más que me esforzaba, no podía darles forma escrita a mis
sentimientos. En esos años, sufrí porque en el pueblo no
tenía con quién compartir mis inquietudes y yo terminaba
monologando. Desde allí, me comenzó esta costumbre de
hablar solo (por eso alguna gente me cataloga de loco).
Es verdad que me gustaba leer poesía y recitarla.
Memoricé poemas de Juan de Dios Peza, Gustavo Adolfo
Bécquer, Rubén Darío, Manuel Acuña, Amado Nervo, Antonio
Machado, Pablo Neruda y otros. Después me fui acercando a
la novela. El jugador y Crimen y castigo de Fedor
Dostoievsky, Carta a una desconocida de Stefan Zweig (este
escritor fue fundamental en mis lecturas), La dama de las
camelias de Alejandro Dumas, Don Quijote de la Mancha de
Miguel de Cervantes Saavedra, Madame Bovary de Gustave
Flaubert, fueron como un toque de fuego porque de repente
sentí que no estaba leyendo sino escuchando la voz de los
novelistas y, luego, ya ni los escuchaba, sino que caminaba
con ellos dentro del libro. Sufrí con ellos, lloré entre sus
páginas y esa experiencia me aclaró el camino y regresé a
los libros de poesía. Me fui metiendo entre los versos y
encontré lo que, según yo, era la razón de esa poesía o, por
lo menos, comencé a hacer mi propia lectura de los poemas y
mis propias interpretaciones. Luego, vendrían La Ilíada y La
Odisea de Homero, La Divina Comedia de Dante Alighieri, los
cantos de Petrarca, el corpus catuliano de Gayo Valerio
Catulo, Bebiendo solo a la luz de la luna de Li Po, los haikus
de Matsuo Basho, la poesía mística de Jalalud-Din Rumi, las
Rubaiyat de Omar Khayyam, La conferencia de los pájaros de
Farid ud-Din Attar, Canto a mí mismo de Walt Whitman, El
cuervo de Edgar Allan Poe, Las flores del mal de Charles
Baudelaire, La balada del ahorcado de François Villon,
Poemas saturnianos de Paul Verlaine, Una temporada en el
infierno de Arthur Rimbaud, Cartas a un joven poeta de
Rainer María Rilke, la poesía completa de Constantino
Kavafis, Vida de un hombre de Giuseppe Ungaretti, los
poemas de Emily Dickinson, Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik,
Diario de Giovanni Papini y otros…
Con esta lista de libros parecería que yo fuera un
erudito, pero no es así. No es la cantidad de libros que uno
lea lo que cuenta, sino de cómo lo dejan a uno. Jamás
hubiera podido escribir estas páginas, aun con sus
deficiencias, si no hubiera leído un poco porque, antes de
nada, yo era como el asno en la era, dando vueltas alrededor
de lo mismo. Los libros me sacaron de ese círculo y me
enseñaron a caminar hacia adelante. Al ver mi propia lista,
siento miedo o vergüenza porque estoy consciente de que,
después de cada libro leído, sé menos. Parece irónico, sin
embargo, es tan vasto lo que hay que saber que uno se
siente pequeño frente a cualquier biblioteca.
Los años fueron transcurriendo, mis lecturas fueron au-
mentando y cada una de ellas me ayudaba a esclarecer mi
propio mundo. Dejé de ver hacia afuera y comencé a ver
dentro de mí, a escuchar a la gente de la calle, a recordar las
voces de mis abuelos, de mis padres, a observar los rostros
de los ancianos y sus maneras de comportarse. Los
recuerdos comenzaron a recorrer la casa de mi infancia y allí
encontré las palabras, las imágenes, lo necesario para
comenzar a escribir lo que en verdad me quemaba, lo que
sinceramente sentía y así, paso a paso, fui vertiendo mi alma
en los primeros poemas. Y me río de mí mismo porque es
hasta ahora que comienzo a escribir los poemas que quise
escribir hace cuarenta años. Por eso, cuando hablo de mis
ejercicios poéticos, inconscientemente hablo como si tuviera
veinte o veinticinco años o como si fuera un niño. Creo que el
poeta que habita en mí es joven. Cuando me veo en el
espejo, veo a otro, no a mí, sino a ese que vive en mí. Es
como si este cuerpo adulto solo le prestara ojos, pies,
cabeza, corazón y lágrimas al poeta que recién ha llegado
cargando sus recuerdos, al poeta que, después de un largo
camino, por fin llega al lugar donde el eco es la respuesta a
sus preguntas y donde la noche espera para entablar con él
un diálogo de imágenes y de sueños.

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