Y mientras garabateo estos párrafos, como hojas sacudidas
por el viento, vienen a mi memoria algunos fragmentos de recuerdos como lector y mis angustiosas búsquedas: historietas, revistas y libros me descubrieron la posibilidad de otros mundos y me enseñaron los secretos del lenguaje, sus posibilidades, su magia y el ejercicio de la imaginación; los libros que me conmovieron, los que me inspiraron, los que me ayudaron a hacer menos difíciles los días de aquellos años; lecturas y relecturas que fueron fundacionales en mi vida; mis primeros pasos, mis primeros pensamientos y lo que hoy significan para mí esas experiencias. Descubrir el mundo de la literatura fue una luz. ¿Cuántos libros se requieren haber leído para descubrir eso? En mi opinión, no muchos. Con cada libro tuve un diálogo silencioso, un encuentro íntimo. Como si entrara a un templo, abría el libro con devoción, casi temblaba cuando comenzaba a hojear sus primeras páginas. Comenzaba viendo las ilustraciones (si las tuviera), y me sumergía en la lectura escarbando entre las palabras, buscando ese “algo” que muchas veces se resistía a mi comprensión. Otras veces, me encontré con libros que me atraparon de entrada, que no requirieron de explicación, como si su lenguaje hubiera sido para mí y los hice míos inmediatamente. Los leí con amor y muchas veces lloré con ellos. Leía siempre al final de las tardes. Las horas del día las invertía en el trabajo cotidiano, algunas veces dentro de la casa, tejiendo o cosiendo en una vieja máquina Singer, o en el terreno, sembrando maíz, deshierbando o recogiendo la cosecha, dependiendo de la época. En mis primeros años, en casa no teníamos luz eléctrica y cuando mis lecturas se prolongaban, yo leía con la luz del fogón de nuestra cocina, con luz de ocote o con la luz de un viejo candil alimentado con kerosene. Paso a paso, descubrí que los libros tienen muchas lecturas y cada una es un amanecer diferente. Es sorprendente y asombroso descubrir que, en las relecturas, aparecen cosas que uno no vio en la primera lectura. Los libros tienen ese encantamiento, siempre esconden algo que se reservan, tal vez, para sorprendernos. No todos los libros son para todos los momentos ni todos los contenidos pueden interesarnos, pero siempre habrá un libro para cada necesidad, lo sé por experiencia propia. Desde el día que tomé contacto con el primer libro, ese día cambió mi vida, porque mis inseguridades fueron desapareciendo. Cuánto le debo a los libros. Fueron mi socorro en momentos de desesperación. Fueron remanso de paz, fueron mis críticos, mis consejeros. Cargar un libro siempre me dio la sensación de seguridad para no temer ni temerle a nada ni a nadie. Mis dudas las consultaba en las páginas de un libro. Es increíble cómo para cada necesidad siempre había una respuesta. Los diversos autores que han existido en este mundo, en algún momento de su vida pasaron por las alegrías o las oscuridades por las que uno pasa, y encontrarse con ellos es un alivio, se siente comprendido, correspondido, amado y la vida se ve desde otra perspectiva. Un libro siempre será una luz en la oscuridad. Y así, entre lectura y lectura, la poesía se me fue metiendo en el alma como si hubiera sido impulsado por un torrente de luz a otra fase de mi vida. Y ahora que lo veo a la distancia, yo mismo me sorprendo porque, a medida que me esforzaba por comprender lo que leía, me esforzaba por comprenderme a mí mismo. Meterme en un libro era meterme dentro de mí.
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La poesía fue mi refugio, el camino por donde canalicé mis
desesperanzas. Esa fue la vía por la que encontré la libertad. De allí que andar con un libro bajo el brazo me daba seguridad, y no era por presumir, sino porque todos los momentos los aprovechaba para leer. En mis días de obrero, leía en el bus urbano camino al trabajo y, de regreso a la covacha donde vivía, aprovechaba algunos minutos después de comer. Como siempre fui un solitario, cuando salía a caminar, cansado de andar de un lado a otro, me sentaba en alguna de las bancas de algún parque y, aparte de mirar a las personas que circulaban, me ocupaba en leer un par de páginas. Así que, buscando un asidero para no sentirme un nadie, fui gestando en serio la idea de escribir y el camino se me dio por la poesía. Y en ella estoy, en ella ando… En un principio, cargaba un cuaderno donde apuntaba las ideas que se me ocurrían, pero siempre fui descuidado, nunca pude llenar un cuaderno, los dejaba a medias, otras veces se me olvidaba llevarlos y, cuando eso ocurría, echaba mano de lo que encontrara: pedazos de papel botados en las calles, esquinas de hojas de periódicos, el reverso de los tickets de camionetas e incluso hojas secas de árboles cuando no encontraba nada inmediato. Nunca manché un libro, aunque lo tuviera a mano, siempre los respeté. Prefería hacer mis apuntes sobre lo que fuera menos en las páginas de un libro. Luego, opté por usar libretas de notas, pero, al igual que los cuadernos, nunca llené una, todas se quedaron a medias.
Cuarenta años después
En aquellos años, al final de mi niñez, sentía que tenía un
cúmulo de cosas en la cabeza y quería escribirlas, contarlas, y a la hora de sentarme a escribir se me acababan las palabras y terminaba escribiendo cosas que no eran las que tenía en el corazón. Me asustaba y a veces hasta me agarraba miedo, era como si alguien viniera a robármelas en el momento de sacarlas de mi cabeza para pasarlas al papel o me moviera la mano para confundirme. Ya en plena adolescencia, elucubraba ideas, cosas, me creaba desilusiones, rompimiento de relaciones sentimentales, imaginaba traiciones, engaños. En fin, escribí cosas basadas en esas divagaciones, por supuesto que después me daban vergüenza y las arrojaba al fuego. Luego, cuando me enamoré y fui rechazado de verdad, no pude escribir nada. Y cuando fui correspondido, tampoco pude escribir nada. Escribía mucho sobre otras cosas, pero nunca estaba satisfecho. Mi lenguaje era demasiado reducido y por más que me esforzaba, no podía darles forma escrita a mis sentimientos. En esos años, sufrí porque en el pueblo no tenía con quién compartir mis inquietudes y yo terminaba monologando. Desde allí, me comenzó esta costumbre de hablar solo (por eso alguna gente me cataloga de loco). Es verdad que me gustaba leer poesía y recitarla. Memoricé poemas de Juan de Dios Peza, Gustavo Adolfo Bécquer, Rubén Darío, Manuel Acuña, Amado Nervo, Antonio Machado, Pablo Neruda y otros. Después me fui acercando a la novela. El jugador y Crimen y castigo de Fedor Dostoievsky, Carta a una desconocida de Stefan Zweig (este escritor fue fundamental en mis lecturas), La dama de las camelias de Alejandro Dumas, Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra, Madame Bovary de Gustave Flaubert, fueron como un toque de fuego porque de repente sentí que no estaba leyendo sino escuchando la voz de los novelistas y, luego, ya ni los escuchaba, sino que caminaba con ellos dentro del libro. Sufrí con ellos, lloré entre sus páginas y esa experiencia me aclaró el camino y regresé a los libros de poesía. Me fui metiendo entre los versos y encontré lo que, según yo, era la razón de esa poesía o, por lo menos, comencé a hacer mi propia lectura de los poemas y mis propias interpretaciones. Luego, vendrían La Ilíada y La Odisea de Homero, La Divina Comedia de Dante Alighieri, los cantos de Petrarca, el corpus catuliano de Gayo Valerio Catulo, Bebiendo solo a la luz de la luna de Li Po, los haikus de Matsuo Basho, la poesía mística de Jalalud-Din Rumi, las Rubaiyat de Omar Khayyam, La conferencia de los pájaros de Farid ud-Din Attar, Canto a mí mismo de Walt Whitman, El cuervo de Edgar Allan Poe, Las flores del mal de Charles Baudelaire, La balada del ahorcado de François Villon, Poemas saturnianos de Paul Verlaine, Una temporada en el infierno de Arthur Rimbaud, Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke, la poesía completa de Constantino Kavafis, Vida de un hombre de Giuseppe Ungaretti, los poemas de Emily Dickinson, Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik, Diario de Giovanni Papini y otros… Con esta lista de libros parecería que yo fuera un erudito, pero no es así. No es la cantidad de libros que uno lea lo que cuenta, sino de cómo lo dejan a uno. Jamás hubiera podido escribir estas páginas, aun con sus deficiencias, si no hubiera leído un poco porque, antes de nada, yo era como el asno en la era, dando vueltas alrededor de lo mismo. Los libros me sacaron de ese círculo y me enseñaron a caminar hacia adelante. Al ver mi propia lista, siento miedo o vergüenza porque estoy consciente de que, después de cada libro leído, sé menos. Parece irónico, sin embargo, es tan vasto lo que hay que saber que uno se siente pequeño frente a cualquier biblioteca. Los años fueron transcurriendo, mis lecturas fueron au- mentando y cada una de ellas me ayudaba a esclarecer mi propio mundo. Dejé de ver hacia afuera y comencé a ver dentro de mí, a escuchar a la gente de la calle, a recordar las voces de mis abuelos, de mis padres, a observar los rostros de los ancianos y sus maneras de comportarse. Los recuerdos comenzaron a recorrer la casa de mi infancia y allí encontré las palabras, las imágenes, lo necesario para comenzar a escribir lo que en verdad me quemaba, lo que sinceramente sentía y así, paso a paso, fui vertiendo mi alma en los primeros poemas. Y me río de mí mismo porque es hasta ahora que comienzo a escribir los poemas que quise escribir hace cuarenta años. Por eso, cuando hablo de mis ejercicios poéticos, inconscientemente hablo como si tuviera veinte o veinticinco años o como si fuera un niño. Creo que el poeta que habita en mí es joven. Cuando me veo en el espejo, veo a otro, no a mí, sino a ese que vive en mí. Es como si este cuerpo adulto solo le prestara ojos, pies, cabeza, corazón y lágrimas al poeta que recién ha llegado cargando sus recuerdos, al poeta que, después de un largo camino, por fin llega al lugar donde el eco es la respuesta a sus preguntas y donde la noche espera para entablar con él un diálogo de imágenes y de sueños.