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Jaime Sanín Echeverri, escritor y

patriarca antioqueño

Por Hernando García Mejía

L a tercera novela que leí en la que con el tiempo sería la más ávida e
insaciable carrera de tragalibros, fue Una mujer de cuatro en
conducta, del escritor antioqueño Jaime Sanín Echeverri (Rionegro
–Antioquia– 1922, Bogotá, 2008). Las primeras habían sido Los doce pares
de Francia y El mártir del Gólgota, esta última del español Enrique Pérez
Escrich. Los tres volúmenes, anecdóticamente antitéticos, me habían
seducido por igual, pero el del antioqueño tenía un no sé qué que me
aproximaba y solidarizaba con el tema. Trataba, además, de Medellín,
ciudad en la cual vivían todos mis parientes paternos, de Santa Elena, de
Coltejer, de muchas cosas más que en cierta forma comenzaban a serme
verbalmente familiares.

Además, la novela, sencilla y periodística, ahondaba en el tema seductor de


los antiguos y famosos lupanares del barrio Lovaina, que a un mozalbete
inocentón y curioso como el que leía tenía que sorprender, por lo menos.

Tres asuntos, pues, iniciaron al muchacho en la pasión devoradora de


libros: el épico de Roldán y su prodigiosa espada Durandal, el religioso y
cristiano, igualmente épico, de la vida de Cristo desde sus más lontanos
orígenes raciales y patrios hasta su crucifixión, y el de la modesta
muchachita antioqueña que, saliendo del jardín bienoliente pero
paupérrimo de Santa Elena, fue obrera de la ya mencionada factoría textil,
sirvienta expoliada, estrella refulgente de prostíbulo y, por último, en una
metamorfosis un poco insólita pero conmovedora, miembro de una
congregación religiosa.

Las tres obras me habían sido prestadas por cierto campesino inolvidable
que, después de consumir el día en los más duros quehaceres, leía por la
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noche, a luz de vela, libro tras libro. Por entonces, los domingos, llegaba a
la placita empedrada del pueblo caldense un librero de viejo, extendía su
encerado en cualquier parte y sacaba montones de libros de todo género y
especie. Desde hagiografías de San Luis Gonzaga, patrono de la pureza,
hasta las novelas de Vargas Vila, perseguidas todavía acremente por
clérigos intransigentes. Alejandro Dumas, Xavier de Montepín, Victor
Hugo, Arturo Suárez –por esa época el escritor colombiano más leído– eran
otros de los autores que suscitaban la apetencia desde el encerado
dominguero. El librero anticuario, antioqueño raizal, no solamente vendía
sino que también cambiaba lo ya leído, mediante la encima de unas pocas
monedas. Así había llegado a las manos de mi amigo campesino la novela
de Sanín Echeverri, que tan vivamente sacudió la flor de mis años mozos.

Pasado el tiempo, y cuando en 1960 emigré a Medellín, en busca de


mejores horizontes y posibilidades, lo que más lejano tenía de la
imaginación era la idea de que la suerte me depararía muy pronto la
oportunidad de conocer personalmente al autor de la novela.

Así fue, sin embargo.

Después de casi un mes conociendo la ciudad, andando por todas partes,


especialmente por el centro y por Guayaquil, algunos de cuyos teatros
frecuentaba hasta en tres sesiones cinematográficas diarias, decidí empezar
a buscar trabajo. La tía con la cual vivía me dijo una tarde que una vecina
suya, que estudiaba en el Sena, conocía al doctor Sanín Echeverri, gerente
por entonces del Instituto.

–Yo he leído su novela Una mujer de cuatro en conducta –comenté de


inmediato–. Me gusta mucho.

La tía me ojeó con admiración.

–¿Y no quisiera conocerlo, mijo? –inquirió, agregando: –Es de Rionegro y


parece que se trata de la persona más sencilla y querida del mundo. Al
menos eso dice mi vecina. Ella me sugirió que le dijera a usted que fuera a
pedirle una recomendación para trabajar. Si una persona tan distinguida
como él lo recomienda, cualquiera lo emplea. No cabe la menor duda, mijo.
Además, es colaborador de El Colombiano. ¡Imagínese su prestigio! Y,
como por otra parte, usted también es escritor...

Sonreí tímidamente. La ingenuidad de mi tía era enorme. ¿Escritor yo?


¿Cómo se le ocurría? ¡Si yo a duras penas estaba emborronando las
primeras cuartillas! ¡Si ni siquiera sabía escribir a máquina, a pesar de que
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ella misma acababa de regalarme una Underwood, comprada a un


peluquero de Guayaquil por $150.00!

–Mire, mijo –insistió la mujer, dulcemente–. Yo sé la dirección del Sena.


Por la tarde, a eso de la una, se va para allá y habla con el doctor. ¡Estoy
segura de que no se arrepentirá!

Naturalmente, no me quedaba más remedio que hacerle caso a la buena


mujer. Además, yo quería trabajar de veras, comenzar cuanto antes. O sea
que no era de aquellos simpáticos holgazanes que salen todos los días a
buscar empleo pidiéndole a Dios no encontrarlo.

Eché al bolsillo de mi “veintiúnico” Everfit el último texto que había


garrapateado y salí. El Sena quedaba entonces por Colombia abajo,
enseguida de la iglesia de San Juan de Dios. Preguntando aquí y allá
terminé por llegar, y ya en la oficina de la secretaria del gerente-escritor le
dije que deseaba hablar con él.

La mujer, mezcla de perro bravo y mina quiebrapata, me miró de arriba


abajo y detectándome, seguramente, el musgo y el capote campesinos, para
lo cual no se requería, ciertamente, ninguna particular agudeza, preguntó:

–¿Tiene cita?

Gagueé que no.

–Entonces el doctor no lo recibirá –advirtió–. Déjeme su nombre y su


teléfono y yo le avisaré cuándo puede ser recibido.

Dije que no tenía teléfono y que, de todas maneras, deseaba entrevistarme


con el señor gerente. Que no me importaba esperar. Agregué, además –
audacia inaudita posiblemente sembrada en mi inconsciente por la tía
generosa– que yo también era escritor.

Al oír esto la mujer me miró entre sorprendida y admirada, vaciló un


instante y, después, dijo:

–Voy a decírselo a ver qué resuelve.

No tardó en salir.

–Puede seguir –me indicó, mostrándome la puerta de la oficina siguiente.


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Detrás de un escritorio inmenso y reluciente estaba sentado un hombre


blanco, de aspecto noble, cuya edad frisaría a lo sumo en los treinta y ocho
años.

Me acerqué y le extendí la mano, que él estrechó con gesto benévolo y


mirada paternal.

Después, ya sentado y conversando tranquilamente, le hablé de su novela,


de mi reciente llegada a la ciudad en busca de trabajo, de mi afición
impenitente por la lectura, de las primeras cosillas que había pergeñado...

Escuchándome, con tanta atención como curiosidad, me preguntó si no


traía, por casualidad, alguno de mis escritos.

–Sí, señor –contesté–. Aquí tengo un cuento.

–Déjeme verlo.

Llamó a la secretaria, pidió un par de tintos y se concentró en la lectura. Al


terminar sacó una estilográfica y, corrigiendo algo en el manuscrito, dijo:

–Tiene buena madera, joven. Ahí le corregí un errorcito de ortografía.


Pintoresco es con ese y usted lo puso con zeta.

Como yo me consideraba un as para la ortografía, no tuve más remedio que


ruborizarme por la falta. Le hablé, después, de sus columnas de opinión y
él empezó a discurrir sobre literatura y periodismo y a darme algunos
consejos. Conceptuaba, con una autocrítica que entonces me sorprendió
pero que después admiraría, adoptándola como sistema personal de primer
orden y prelación absoluta, que su novela había sido perjudicada por la
prisa periodística. Literatura y periodismo, según creía, no hacían siempre
buen matrimonio, aunque en alguna forma los géneros confluyeran, se
alimentaran o se complementaran.

Al cabo de un rato volvió a llamar a la secretaria y le dijo que iba a dictarle


una carta de recomendación para mí. Ella tomó el dictado taquigráfico y al
momento regresó con el texto pulcramente mecanografiado. Sanín lo leyó
con cuidado, firmándolo con la estilográfica.

Tres días después, al solicitar trabajo en la Editorial Bedout y negárseme en


primera instancia, saqué orgullosamente la recomendación y dije, todavía
influido por la tía:
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–Soy escritor y quiero trabajar en esta editorial. Además, traigo una


recomendación nada menos que del doctor Jaime Sanín Echeverri, director
del Sena.

Naturalmente, el papel hizo el milagro y, media hora después, Francisco


Moreno Rendón, sobrino de Pacho Rendón, amigo y coterráneo de Tomás
Carrasquilla y autor de las novelas Sol e Inocencia, me estaba enseñando a
corregir pruebas en una ruidosa oficina, en donde, coincidencialmente, por
esos mismos días se estaba adelantando, para Aguirre Editor, la primera
edición de otra novela de mi patrocinador: Quién dijo miedo.

Seguí leyendo al escritor en sus colaboraciones periodísticas hasta que se


marchó a Bogotá, en donde apareció, poco tiempo después, dirigiendo la
Revista Arco, una excelente publicación que aglutinaba a los mejores
ensayistas, poetas, narradores y comentaristas del país.

Pasaron los años y, entretanto, el muchacho de la recomendación andaba


metiéndole el diente seriamente a la literatura y había empezado a publicar
notas en los periódicos, entre ellos en El Colombiano. Había descubierto,
además, el filón de la literatura infantil, tan inexplorado como despreciado
en Colombia después de Rafael Pombo. Su primer libro del género, Cuento
para soñar, andaba por la segunda edición cuando en 1974 leyó,
precisamente en Arco, la convocatoria que Seguros Médicos Voluntarios
hacía para el Premio Nacional Rafael Pombo de Literatura Infantil. El
jurado, compuesto por el académico Rafael Torres Quintero, por el
novelista Manuel Zapata Olivella y por el crítico Eduardo Pachón Padilla,
me llamó la atención por su seriedad y opté por enviar al concurso mi
cuento La estrella deseada. Meses después, una mañana cualquiera, de
camino al trabajo, me encontré en un diario la corresponsalía de una
agencia bogotana que anunciaba los ganadores del certamen. Y allí, en un
primer premio compartido, me vi al lado de Fanny Buitrago y de ¡Jaime
Sanín Echeverri! La emoción no es para descrita, pero, indudablemente,
más que el premio en sí mismo, me regocijaba con creces el hecho de tan
querida compañía. El cuento de Sanín se titulaba La mosca y la estrella –
¡qué misteriosa coincidencia!– y desarrollaba el tema poético de la
transformación de la mosca en cocuyo.

La noche de la premiación, sentados a manteles en Bogotá, el muchacho le


recordó al escritor, con gratitud, la recomendación. Durante toda la cena no
paramos de hablar. Al despedirnos me pidió que lo visitara al día siguiente
en las oficinas de Arco y allí fui por la tarde y seguimos hablando. Me
pidió que colaborara en la revista. Le envié un poema extenso titulado Por
la señal de la luz, que posteriormente daría origen a mi libro homónimo, y
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él no vaciló en dedicarle doce páginas enteras del No. 172 de la revista,


correspondiente a la entrega del mes de mayo de 1975.

Desde entonces continué colaborando en Arco, con poemas y ensayos de


diversa naturaleza, hasta su deplorable desaparición.

No veía al escritor desde que, Álvaro Uribe, siendo gobernador de


Antioquia, lo condecoró en una ceremonia sobria y hermosa. Allí me
presentó a Noemí...

Jaime Sanín Echeverri, modelo de escritor y de periodista, gran patriarca


antioqueño, pero, por sobre todo, paradigma singular de sencillez y de
bondad. ¿Acaso no lo comprueba la forma tan gentil y generosa como trató
a un pobre muchacho desconocido, que llegaba del campo a la ciudad sin
más equipaje que sus sueños de escritor?

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