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Como se había anunciado, el viernes fue inaugurada la exposición Puente para las
rupturas, con la presencia de destacas personalidades de la cultura y un numeroso
público. Las palabras inaugurales estuvieron a cargo de la Licenciada Hilda María
Rodríguez Enríquez, Profesora Adjunta de la Facultad de Artes y Letras de la
Universidad de La Habana quien ha desarrollado también una importante labor
como crítica de arte, curadora, artista plástica e investigadora de arte asiático
contemporáneo.
La década del 70 fue, sin dudas, un lapso histórico bien distintivo. Inaugurada con
la zafra de los diez millones, se caracterizó por un espíritu emprendedor, pero
también triunfalista. Época de metas, consignas, institucionalización y eventismo,
especialmente en el campo de la creación artística, sentó las bases para privilegiar
la competencia.
En relación con las artes plásticas, fue una década muy ponderada, pero sobre todo
en el decenio siguiente, fue también muy criticada, llevada y traída, pero no
siempre entendida, aunque curiosamente fue censurada por muchos de los que
también la legitimaron.
Ciertamente no fue una época prodigiosa para las artes visuales. Como
consecuencia de las condiciones del contexto, predominó una percepción sobre un
progreso aparentemente sin conflictos, lo cual no propició el cuestionamiento, ni la
interacción. Ello se tradujo en una producción simbólica arquetípica en la mayoría
de los casos, en una iconografía estereotipada.
Gran parte del periodo se convirtió en un “puente” con pilares que también fueron
protagonistas de cambios asumidos progresivamente, en un proceso orgánico de
continuidad, que al negarse a sí mismo se superó. A fin de cuentas, como bien
expresó Carlos Rafael Rodríguez “…toda ruptura es una continuidad.”
La exposición entonces intenta connotar una arista diferente que estaba presente y
que no ha sido vindicada, aquella que sin representar el “verbo grave”, discurre
sobre vivencias legítimas, personales, evoca historias íntimas, aunque no falta el
comentario social, aún en tonos menores, las referencias al sexo, ya despojadas de
gratuidades de extremos o falso moralismo. De hecho la muestra no exhibe
versiones apologéticas, ni una impostada búsqueda de raíces traducidas en postales
folklóricas, ni discursos grandilocuentes o interpretaciones oficialistas de pasajes y
figuras de épica.
Los hilos del tejido curatorial en esta muestra operan en virtud de las de las
relaciones no detectadas a fuerza de tanta sentencia. En verdad en 1980, la crítica
más prestigiada dejaba claro y acuñado como legítimas la valía y distinción del
fotorrealismo insular y el lugar de obras como Todo lo que usted necesita es amor,
Retrato de Antonia Eiriz. Había ponderado el contenidismo de Flavio Garciandía, la
interpretación del informalismo en Tomás Sánchez, la gravedad de sus
crucifixiones, el virtuosismo y espiritualidad de sus paisajes, así como los aportes
de la “semiótica” de Frémez, la autenticidad y la frescura de la obra de Mendive, en
su constante exploración de lo mítico y lo popular. Destacaba el probado oficio y el
lirismo sui géneris de Gory o la versatilidad en los tanteos creativos polisémicos de
Cuenca, por mencionar algunos de los incluidos en la singular nómina de este
puente.