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Pese a que el futuro reformador llevaba madurando su idea desde hacía años,
según su propio testimonio fue en 1515 y 1516 cuando concretó su
descubrimiento. En uno de los cursos impartidos en la Universidad de
Wittenberg, Lutero interpretó la Epístola de los Romanos de san Pablo en un
sentido revolucionario. Esta obra supuso, según Atkinson, la “Constitución de la
Reforma”, la obra básica de la futura teología de Lutero. En la afirmación “el
justo vivirá por la fe”, contenido en el capítulo 1, versículo 17, Lutero creyó
sinceramente vislumbrar un significado nuevo que le permitía interpretar todas
las Sagradas Escrituras bajo una nueva mirada. Si antes Dios se le presentaba
al joven profesor como un ser todopoderoso, ominoso y severo en sus juicios,
propio del Antiguo Testamento, a partir de ahora su imagen se acercará más a
la ofrecida por el Nuevo Testamento: un Dios bondadoso, indulgente y
misericordioso, que prefiere el perdón al castigo y que ama tanto a los hombres
que les entregó a su único hijo para redimir sus pecados.
Lutero defendía que las obras buenas eran innecesarias para conseguir la
salvación porque la naturaleza pecadora del hombre, que arrastraba la dura
carga del pecado original, le hacía incapaz de producir cualquier bien o de
colaborar positivamente en la obra de Dios. El ser humano ni era bueno por
naturaleza, ni podía serlo por su esfuerzo y voluntad, por lo que no podía llevar
a cabo esas obras que, en teoría, el cristiano debía realizar para salvarse. Para
tal fin, el creyente no podía hacer nada por sí mismo. Tan solo aquel que se
tragara su soberbia y que reconociera horrorizado su condición pecadora y su
incapacidad de existir sin Dios podría residir en el cielo. Sólo aquel que se
entregara plenamente y sin condiciones al Creador podría salvarse y ello
requería necesariamente el tener una fe completa. Sólo abandonándose a la
voluntad de Dios y renegando de sus supuestas virtudes era capaz el fiel de
ser “re-creado” por Cristo para obtener la tranquilidad en el presente. Según
Atkinson, cuando la voluntad del fiel se quiebra por la certidumbre terrorífica de
la realidad de Dios como juez y por la experiencia de su ira, su alma grita a
Dios implorando su auxilio. En este momento, el fiel es verdaderamente un
creyente porque se ha abandonado plenamente al arbitrio de Dios. El hombre
sólo puede ser justificado por la gracia de dios (“sola gratia” diría el
reformador). Dicha gracia sólo puede ser obtenida mediante la fe (“sola fide”),
por la confianza en la Palabra de Cristo y en la misericordia de Dios. Y, para
acceder a ella, era preciso que el creyente accediera individualmente a las
Escrituras para poder así leer directa, libre y personalmente la Palabra de Dios,
evitando todo tipo de intermediarios provistos por la Iglesia católica romana
(“sola scriptura”). Este abandono era fruto de la auténtica humildad que sentía
el creyente. La humildad del fiel que reconoce todas sus imperfecciones, que
sabe que no puede evitar incurrir en el pecado y que confía ciegamente en la
gracia de Dios. Era la espera pasiva del Señor, el desprendimiento de la
justicia propia y la captación de la pobreza de su miseria y de la justicia de
Dios.