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TRABAJO PRÁCTICO.

DOCENTE: Pra. Meyli Guardia.


ALUMNO: Pr. Roy Esteban Moreno
Guardia.
MATERIA: Teología Sistemática III.
LUTERO, JUSTIFICACIÓN POR LA
FE.

El principio fundamental de la doctrina reformista en un sentido genérico es la


idea de la justificación por la fe. Este concepto no puede entenderse sin
conocer el miedo que muchos cristianos sentían en la baja edad media: el
temor a no conseguir la salvación eterna tras la muerte. Según la interpretación
oficial escolástica, el creyente debía demostrar a lo largo de su vida que era
merecedor de la salvación mediante sus obras. Sólo aquellos que hubieran
realizado más obras buenas que malas podrían superar el juicio de Dios y
evitar la condenación perpetua del infierno. Sin embargo, el código de conducta
cristiana era tan estricto que la inmensa mayoría de los fieles se veían
incapaces de comportarse de forma adecuada para lograr su tranquilidad
personal. La invención del purgatorio (cuya existencia Lutero negaría) como
lugar donde las almas rendían cuentas de sus pecados durante siglos para
luego pasar al paraíso, respondía a este pavor pero el posible alivio que pudo
inspirar en los creyentes fue insuficiente. El propio Lutero sentía este pánico en
su día a día. La creencia en la presencia constante del Diablo, que con sus
ardides y tentaciones le exhortaba a incurrir en el pecado, era una
consecuencia de ello. La justificación por la fe fue el remedio que ideó para
sustituir este miedo del cristiano por la confianza plena en la indulgencia de
Dios.

Pese a que el futuro reformador llevaba madurando su idea desde hacía años,
según su propio testimonio fue en 1515 y 1516 cuando concretó su
descubrimiento. En uno de los cursos impartidos en la Universidad de
Wittenberg, Lutero interpretó la Epístola de los Romanos de san Pablo en un
sentido revolucionario. Esta obra supuso, según Atkinson, la “Constitución de la
Reforma”, la obra básica de la futura teología de Lutero. En la afirmación “el
justo vivirá por la fe”, contenido en el capítulo 1, versículo 17, Lutero creyó
sinceramente vislumbrar un significado nuevo que le permitía interpretar todas
las Sagradas Escrituras bajo una nueva mirada. Si antes Dios se le presentaba
al joven profesor como un ser todopoderoso, ominoso y severo en sus juicios,
propio del Antiguo Testamento, a partir de ahora su imagen se acercará más a
la ofrecida por el Nuevo Testamento: un Dios bondadoso, indulgente y
misericordioso, que prefiere el perdón al castigo y que ama tanto a los hombres
que les entregó a su único hijo para redimir sus pecados.

Lutero defendía que las obras buenas eran innecesarias para conseguir la
salvación porque la naturaleza pecadora del hombre, que arrastraba la dura
carga del pecado original, le hacía incapaz de producir cualquier bien o de
colaborar positivamente en la obra de Dios. El ser humano ni era bueno por
naturaleza, ni podía serlo por su esfuerzo y voluntad, por lo que no podía llevar
a cabo esas obras que, en teoría, el cristiano debía realizar para salvarse. Para
tal fin, el creyente no podía hacer nada por sí mismo. Tan solo aquel que se
tragara su soberbia y que reconociera horrorizado su condición pecadora y su
incapacidad de existir sin Dios podría residir en el cielo. Sólo aquel que se
entregara plenamente y sin condiciones al Creador podría salvarse y ello
requería necesariamente el tener una fe completa. Sólo abandonándose a la
voluntad de Dios y renegando de sus supuestas virtudes era capaz el fiel de
ser “re-creado” por Cristo para obtener la tranquilidad en el presente. Según
Atkinson, cuando la voluntad del fiel se quiebra por la certidumbre terrorífica de
la realidad de Dios como juez y por la experiencia de su ira, su alma grita a
Dios implorando su auxilio. En este momento, el fiel es verdaderamente un
creyente porque se ha abandonado plenamente al arbitrio de Dios. El hombre
sólo puede ser justificado por la gracia de dios (“sola gratia” diría el
reformador). Dicha gracia sólo puede ser obtenida mediante la fe (“sola fide”),
por la confianza en la Palabra de Cristo y en la misericordia de Dios. Y, para
acceder a ella, era preciso que el creyente accediera individualmente a las
Escrituras para poder así leer directa, libre y personalmente la Palabra de Dios,
evitando todo tipo de intermediarios provistos por la Iglesia católica romana
(“sola scriptura”). Este abandono era fruto de la auténtica humildad que sentía
el creyente. La humildad del fiel que reconoce todas sus imperfecciones, que
sabe que no puede evitar incurrir en el pecado y que confía ciegamente en la
gracia de Dios. Era la espera pasiva del Señor, el desprendimiento de la
justicia propia y la captación de la pobreza de su miseria y de la justicia de
Dios.

Como bien indica Febvre, la fe no era la acción del cristiano de creer en la


existencia de Dios sino el reconocimiento del pecador de la justicia de Dios, de
su incapacidad para presentarse como justo ante el Señor en base a sus
acciones. Esa fue precisamente la gran labor que realizó Cristo respecto a
todos los cristianos: murió para redimir todos los pecados, pasados y futuros,
de unos fieles que eran incapaces de evitar al pecado. Ahí radica la
importancia de la figura de Cristo en la teología luterana. Para que Dios
contemple como justo a un cristiano, éste debe examinarse a sí mismo de
forma severa para acabar siendo consciente de su miseria, detestando su
naturaleza humana débil y maligna, para así poder refugiarse plenamente en la
misericordia divina. Debe sentir en su interior, de forma constante, el mal activo
pero también a Dios. Sólo siendo consciente de que Cristo vive en nosotros
podremos ser justificados por nuestra fe. Este era el gran remedio que Lutero
daba con el problema del temor a la condenación. Y para que esta solución
fuera definitiva, Lutero la presentaba no como una interpretación personal, sino
como una revelación porque sólo así sería infalible y la verdad sería percibida
como universal, porque su origen no era humano sino sagrado. De este modo,
según Febvre, Lutero experimentó el orgullo tan humano de participar de la
majestad, la omnisciencia y la infalibilidad de Dios.

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