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INTRODUCCIÓN
El jansenismo puede ser considerado, por una parte, como la reacción contra el laxismo teórico y práctico del siglo XVII, y por otra,
como la exasperación de las controversias sobre la gracia, tan vivas entre los siglos XVI y XVII.
Durante todo el antiguo régimen podemos decir que la Europa de la fe era una Europa laxa, con una gran corrupción de sus
costumbres en un sector muy notable de entre los fieles, y sobre la vida más bien tibia de muchos eclesiásticos. Por el contrario, el
ejemplo venía de la parte de los mejores calvinistas con su vida austera y su moral más bien rígida.
Existía un movimiento de pensamiento moralista desarrollando un probabilismo que defendía que no se puede imponer una
obligación cuya existencia no conste con certeza. Las tendencias de la época van dando una larga casuística a este principio. Y de aquí
se daba el salto a pensar en sutiles hipótesis que hacían normal o lícito ciertas acciones que condenaban el buen sentido cristiano. Los
gustos del siglo XVII, las diferenciaciones sociales y los privilegios concedidos a los nobles y todos los abusos de ahí derivados,
acababan por encontrar una justificación y una legitimación. Hasta opiniones que carecían de fundamento sólido se daban por válidas,
con el fin de asegurar una certeza práctica y hacer lícita en la praxis concreta una acción determinada. El elenco de las proposiciones
condenadas por Alejandro VII en 1665-66, por Inocencio XI en 1679 y por Alejandro VIII en 1690, da una idea clara de la crisis: licitud,
en ciertos casos, del duelo y del aborto y hasta del homicidio, reducción al mínimo y prácticamente a la nada de la obligación de la
limosna…
El concilio de Trento ni había podido ni había querido resolver todos los problemas que se vertían sobre el tema de la gracia y se había
limitado a ratificar dos puntos principales: la libertad del hombre y la gracia divina. Su conciliación mutua seguía siendo un misterio,
que siguieron tratando de explicar en la medida de lo posible las distintas escuelas teológicas. El tema estaba de permanente actualidad
dada la creciente difusión del luteranismo y del calvinismo y la oportunidad constante de refutar de forma positiva sus afirmaciones.
En Lovaina, Michel de Bay (Miguel Bayo) expuso después de 1550 algunas tesis que no distaban demasiado de la doctrina de Lutero y
de Calvino: negaba el carácter sobrenatural de la condición original del hombre en el paraíso terrenal y de ahí deducía lógicamente su
corrupción total después del pecado original, la pérdida del libre albedrío y la imposibilidad de resistir a la gracia. Bayo creyó obviar
las condenas formuladas por Trento admitiendo en el hombre la libertad de coacción externa que, según él, sería suficiente para salvar
en el hombre una auténtica responsabilidad sobre sus acciones, aun persistiendo dentro de él una determinación intrínseca que le lleva
necesariamente a obrar en un determinado sentido. Esta distinción era demasiado sutil, y Bayo fue condenado en 1567 por Pío V y
nuevamente en 1580 por Gregorio XIII. Tras largas alternativas se sometió. Pero la bula de condenación de Pío V contenía una
ambigüedad en un punto importante: las proposiciones condenadas ¿lo habían sido por su significado en sí y de por sí,
independientemente de cualquier contexto, o precisamente por el significado que le atribuía Bayo y dentro del contexto en que las
incluía? La curiosa falta de una coma en el documento original daba pie a cualquiera de las dos interpretaciones. Y así fue como, por
falta de una coma (el famoso comma pianum), se siguió discutiendo sobre las tesis de Bayo.
A finales del siglo XVI una nueva y áspera controversia dividió a dominicos y jesuitas: los primeros, con Bañez a la cabeza, situaban la
eficacia de la gracia en la misma naturaleza intrínseca y en la predeterminación física que la acompaña; los otros, con Molina (1600), la
explicaban mediante el consentimiento libre del hombre, previsto por Dios independientemente de la decisión de otorgar esta gracia y
en virtud de la misteriosa presciencia que él tiene de los actos libres que el hombre realizaría puesto en una situación determinada. En
1607 ambas partes recibieron la orden de no calificar negativamente sus respectivas ortodoxias y quedaron en libertad para defender y
enseñar cada cual su sistema.
2.- JANSENISMO
En el primer libro resumía Jansenio la controversia pelagiana; en el segundo negaba la posibilidad del estado de naturaleza pura y en
el tercero exponía su concepción sobre la gracia eficaz.
Jansenio durante sus estudios en París, conoció a Jean Du Vergier, que llegó a ser abad de Saint-Cyran, nombre con el cual se le llegó a
designar. Los dos amigos se completaban a las mil maravillas. Jansenio era el hombre de pensamiento, el teórico puro que traza un
plan. Saint-Cyran era el hombre de acción, que lleva a la práctica el plan trazado.
Saint-Cyran se propuso explicar el verdadero pensamiento de Agustín que nadie había comprendido de verdad, fundando una nueva
teología y liberando a la antigua de las superestructuras del molinismo y del racionalismo, había dicho Jansenio.
Saint-Cyran se hizo enseguida con dos colaboradores de alto valor: Antonio y Angélica Arnauld. Antonio fue el mejor colaborador y
continuador de Saint-Cyran. Fue un hombre con una vasta erudición, de formidable dialéctica y fácil pluma, cosas que puso al servicio
del jansenismo, al cual defendió durante más de cincuenta años. Su obra más famosa tal vez fuera De la fréquente communion (1643), en
la que tras exponer la costumbre de la iglesia antigua de no conceder a los pecadores la comunión, sino después de cumplir una larga y
severa penitencia, defiende la necesidad de volver a esta práctica, ya que la Iglesia ha errado en su praxis pastoral de los últimos siglos.
La eucaristía no es un remedio para los débiles y los que tratan de purificarse, sino un premio para los santos. La excesiva práctica de la
comunión es causa de graves males de los que son responsables los jesuitas por su pastoral laxista.
Angélica, hermana de Antonio, ingresó a los siete años en el monasterio de Port-Royal-des-Champs, que se convirtió en el centro
espiritual del jansenismo. Sus monjas “puras como ángeles y soberbias como demonios”, terminaron por acercarse raramente a la
comunión y ella misma optó en 1636-37 por no comulgar ni siquiera por Pascua. La hermana de la madre Angélica, Juana, o madre
Inés, escribió un folleto que si no puede considerarse como el símbolo del espíritu general de Port-Royal, expresa con claridad algunas
tendencias características de aquel ambiente. Se trata del Rosario secreto del Santísimo Sacramento, que exaltaba varios atributos de la
eucaristía: la incomprensibilidad, la inaccesibilidad, la inconmensurabilidad… el sacramento del amor se convertía en el sacramento
del temor…
Ochenta y ocho obispos pidieron a la Santa Sede que se revisaran las cinco tesis que según ellos se contienen en el Agustinus, y que
resumían la doctrina. Tras dos años de examen, el 31 de mayo de 1643, condenó Inocencio X como heréticas las cinco tesis. Las tesis
censuradas se referían sólo al aspecto dogmático del jansenismo que, por otra parte, era la raíz y fundamento de la moral y, al menos
indirectamente, del aspecto disciplinar. Los jansenistas, lejos de someterse, buscaron diversas escapatorias. Así Antonio Arnauld dirá
que la Iglesia es infalible cuando condena como herética una proposición, no cuando afirma que esa proposición está en un libro y
pretende aclarar el sentido objetivo expresado por el autor. El Papa Alejandro VII en octubre de 1656 declaró por medio de la
constitución Ad Sanctam Petri sedem que efectivamente las cinco proposiciones estaban contenidas en el Agustinus y que habían sido
condenadas en el sentido en que las entendía el autor.
El año siguiente la asamblea del clero galicano impuso a los reacios la firma de un formulario en que se hacía constar explícitamente la
adhesión a los decretos romanos. Alejandro VII en 1665, a ruego de Luis XIV, repitió la orden de firmar un formulario de adhesión a la
condenación.
Con el nombramiento de Clemente IX, tras difíciles negociaciones presididas por el nuncio Bargellini, se llegó a un compromiso al
menos externo y aparente: los obispos que se habían negado a firmar el formulario enviado desde Roma por Alejandro VII, aceptaron
aquel documento, pero simultáneamente y en un protocolo secreto expresaron su convicción íntima, fiel a la tesis del silencio
obsequioso. Clemente IX, a pesar de las dudas sobre la sinceridad de este acto, no quiso provocar ulteriores dificultades y acabó por
aceptar este tipo de sumisión declarando en enero de 1669 su alegría por la reconciliación lograda (pax clementina).
Mientras tanto Quesnel publicó a finales del siglo XVII una obra sobre los evangelios titulada Reflexiones Morales, que a pesar de estar
impregnadas de ideas jansenistas obtuvo la aprobación del obispo de París, Noailles. Clemente XI, en 1708, prohibió la obra. El
arzobispo se negó a aceptar el decreto y en 1713 la bula Unigenitus, censuraba en bloque más de cien proposiciones extraídas de las
Reflexiones Morales. El nuevo documento recoge de modo sistemático los diversos aspectos del jansenismo, condenando de forma
definitiva e inequívoca la teoría de la predestinación de Jansenio, el rigorismo de Saint-Cyran y las tendencias reformadoras
heterodoxas de todos los epígonos de Port-Royal.
Noailles y otros obispos opusieron aún resistencia, alentados por la debilidad de la monarquía durante la regencia de Felipe de
Orleáns. Cuatro de ellos apelaron contra la bula al futuro concilio y el arzobispo de París, y otros colegas le imitaron en su gesto.
Francia quedó dividida en dos facciones: los apelantes y los que habían aceptado la bula. Ante el peligro inminente de cisma, Clemente
XI, con la bula Pastoralis officii, excomulgó en 1718 a los apelantes y confirmó todos los documentos publicados contra el jansenismo.
Noailles intentó resistir, pero la muerte de Quesnel había dejado al Jansenismo sin su cabeza visible. El propio gobierno de Francia hizo
registrar la bula Unigenitus como ley del estado para eliminar el problema. Los últimos focos quedaron en las casas privadas donde
tenían lugar fenómenos de histerismo colectivos, que acabaron por desacreditar por completo a la secta. Así agonizaba el jansenismo
como movimiento dogmático y moral.
No podemos ignorar realmente los méritos del Jansenismo. Mientras que en el terreno dogmático significó un estimulo que reavivó el
sentido del misterio, una exaltación de la omnipotencia divina ante la cual la postura más espontánea es la de la adoración silenciosa,
representó en moral una reacción contra la tibieza y los compromisos de no pocos cristianos. En Port-Royal se propugnaba un culto
más puro, alimentado en unas fuentes más sólidas y se suspiraba por una mayor interiorización de conciencia. Aun hoy día conservan
su validez estas enseñanzas.
Ahora bien, no podemos obviar los aspectos negativos que el jansenismo trajo consigo. En el campo moral, al exaltar la dignidad y la
excelencia de la eucaristía, impuso condiciones tan duras y tan severas para poder acercarse a ella, que terminó por alejar a los fieles de
la frecuencia de los sacramentos, privándoles de la gracia, tan necesaria.
El rigorismo teórico y práctico, exaltando la eficacia de la gracia hasta el punto de desvalorizar los demás elementos de la vida
cristiana, y proponiendo a la vez a los fieles un ideal arduo y difícil de alcanzar, se convirtió fácilmente en motivo de desánimo y
pretexto cómodo para renunciar a la lucha contra las pasiones, huyendo de la responsabilidad propia y desistiendo de cualquier
intento serio de renovación interior. Si todo depende de la gracia, si nos falta la auténtica libertad interior ¿para qué sirven nuestros
esfuerzos? En realidad el rigorismo teórico, como tantas veces ha sucedido, nos ha llevado a un laxismo práctico y la tibieza.
Además de esto, otro error, fue considerar a la iglesia como un pequeño cenáculo de elegidos, que pueden dar gracias a Dios, porque
no son como el resto de los hombres. Desde este punto de vista representa el jansenismo una nueva versión de la tentación, tantas
veces aparecida en la historia de la iglesia, de transformar la red que recoge los peces buenos y malos dentro de la cual la separación
vendrá sólo con la parusía, en un grupo moral e intelectualmente selecto, abandonando a las masas amorfas a su propio destino. Es la
misma tentación de Hipólito y Novaciano, la de los cátaros y la de los valdenses: convertir a la iglesia no en un rebaño inmenso, sino en
un pequeño rebaño.
Con el jansenismo se manifiesta un tipo de piedad y de devoción que da la preferencia a la adoración al Señor omnipotente,
incomprensible e inaccesible, que decide arbitrariamente la suerte de los hombres, sobre el amor hacia el Padre que ama, espera y
perdona. Las tendencias jansenistas quedaron reforzadas por influencias de la Ilustración y, queriendo combatir los abusos, cayeron en
el extremo opuesto: condena del rosario, de las novenas, de los cantos populares y de las devociones preferidas por el pueblo cristiano.
La oración no se concibe como un encuentro personal, confiado y amoroso con el Señor, sino que se reduce a una mirada fría sobre sí
mismo y a una reflexión científica sobre ciertas verdades de fe.
4.- MOVIMIENTO DE INTERIORIZACIÓN: EL QUIETISMO
En plena polémica entre jansenistas y jesuitas, se produjo la aparición de un movimiento espiritual caracterizado por la voluntad de
abandonarse a Dios hasta alcanzar la completa identificación con Él por medio de la pasividad total, en la que desaparece la
responsabilidad del hombre. La absorción en Dios hace inútil cualquier intento de vida moral y espiritual, de forma que el hombre
puede disfrutar, sin esfuerzo, de la paz de Dios: es el quietismo.
Quizás sea excesivo conceder toda la responsabilidad del quietismo al sacerdote aragonés Miguel de Molinos, que había adquirido en
Roma fama de un gran director de conciencias y resumido su experiencia en la Guía espiritual, un pequeño tratado publicado en 1675
que enseña un modo fácil de hacer oración a base de un abandono enteramente pasivo, a través de un itinerario hacia el
anonadamiento personal en la unión con Dios.
El quietismo, teniendo en cuenta el trasfondo de los conflictos religiosos de su tiempo, aparece como un retorno al primer intento de
reforma. Esta actitud de abandono favorecía una religiosidad en la que las mediaciones quedaban pospuestas, que no se podía conciliar
con la organización de la Iglesia visible y que no se cumple en la vida colectiva. El éxito de la obra y la fama de su autor como director
espiritual, especialmente en el mundo femenino, provocó una controversia literaria iniciada por el jesuita Segnieri que desembocaría en
la apertura de un proceso por parte del Santo Oficio que, en 1685, condujo a prisión a Miguel de Molinos y dos años más tarde
concluyó con la condenación de su doctrina, de la que se retractó, y la inclusión de su libro en el Índice. La sentencia reducía en tres
afirmaciones los motivos de su anatema:
1) El hombre puede llegar a la unión íntima con Dios por el camino del anonadamiento místico;
2) que una vez anonadado en quietud perfecta ya no tendrá que ejercitarse más
3) que en esta situación de quietud perfecta, si violentado por el demonio llegara incluso a la cópula, no pecaría.
Reducido el quietismo a estos tres principios, el quietismo implicaba para el poder civil y el eclesiástico la desintegración de las
estructuras sociales y morales. No es extraño que ambos procediesen contra los seguidores de Molinos y desarticularan el quietismo en
Italia. En España no prosperó, acosado por los celosos guardianes de la ortodoxia y combatido por una copiosa literatura antiquietista.
Lo verdaderamente novedoso, lo que indica que comienzan nuevos tiempos, será el concordato napoleónico, aunque sorprende que el
primer cónsul recurriera a la autoridad pontifica para acabar con el cisma pues, sin saberlo, acababa de asestar un golpe mortal a la
iglesia galicana. A partir de aquí la iglesia buscará su identidad en la sociedad profana y su libertad en ella.