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Por otro lado, existe una estrecha relación entre la concepción de ética actual y
la función que cumple el Estado frente a las garantías y la preservación de los
Derechos Humanos (DDHH). Por otro lado, los Derechos Humanos han sido
definidos como aquellos derechos inherentes a la persona, es decir, aquellos que
son irrevocables, inalienables, intrasmisibles e irrenunciables. Derechos universales
e igualitarios que se constituyen en garantes de las libertades democráticas y que
certifican una vida digna sin distinción de raza, credo, religión, etnia, color, sexo,
idioma, opinión política, nacionalidad, posición económica o de cualquier otra índole.
Están plenamente determinados en tratados, leyes, estatutos y normativas
internacionales tales como Los Pactos Internacionales de los DDHH, la Declaración
Universal de los DDHH, Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos, entre otros. Estos derechos son una idea de fuerza
moral, se extienden más allá del derecho y conforman una base ética y moral que
fundamenta y regula el orden geopolítico contemporáneo. Podría afirmarse que los
DDHH son la afirmación progresiva de las individualidades: en la Grecia antigua no
se logró conceptualizar una noción de dignidad humana que pudiera expresarse en
forma de derecho y que abarcara al conjunto de la sociedad; por otro lado, la
sociedad Romana consideraba la razón humana dentro de la divinidad, lo que
permitía concebir al hombre en el marco lógico de una concepción universal que
superaba las barreras de la polis. El Cristianismo medieval consideraba que la
igualdad teológica era compatible con la desigualdad social, no existía una
concepción explícita referente a los DDHH, aunque se reconocían las exigencias de
justicia como concepción judía. Si se presentaba un conflicto entre lo social y lo
individual en este mundo material, debería prevalecer el interés común; si el
conflicto afectaba la fe humana y, por ende, su salvación, debería prevalecer el bien
individual frente al interés social. Esta concepción, diseñada por Tomás de Aquino,
perduró más allá de toda la Edad Media y ratificó el concepto de dos reinos, el
material y el espiritual.