Está en la página 1de 44

La periferia es nuestro centro

Apuntes sobre política, cultura, territorios y experiencias

1
Raúl O. Artola

Al cumplir cuarenta años con el periodismo, Raúl Artola nos ofrece una selección de
textos publicados durante los cinco años últimos en la revista-libro “El Camarote”, de
arte y cultura desde la Patagonia, junto con otros trabajos que tuvieron cabida en diarios
regionales, páginas virtuales y medios de su pueblo natal, Las Flores, en la provincia de
Buenos Aires.
El espectro de temas y enfoques de “La periferia es nuestro centro” es casi tan
abarcativo como los intereses de su autor, que ha publicado tres libros de poesía, uno de
narrativa breve y un manual para periodistas. Tiene en preparación nuevas obras en cada
uno de esos géneros, si esta palabra no se hubiera tornado harto discutible.
También compiló los dos volúmenes de “Poesía/Río Negro. Antología consultada y
comentada” (Fondo Editorial Rionegrino, 2007 y 2009) y ha participado en varias
antologías poéticas publicadas en el país y en el extranjero, al igual que en las revistas
“Arquitrave”, de Colombia, y “Fórnix”, de Perú.
Artola está radicado en Viedma, Río Negro, desde 1975. Su correo electrónico es
artolaster@gmail.com.

2
3
De origen urgente

El exilio interior, por el que muchos optamos para sobrevivir a la Triple A de López
Rega y luego a la dictadura militar, me trajo al norte de la Patagonia y aquí convertí al
periodista que era en el escritor que soñaba ser.
Pero el periodismo no es una profesión ocasional si se la ejerce desde las vísceras.
Cuando la fragua de las redacciones nos demuestra que podemos usar el lenguaje en
función estética -con mayor eficacia informativa y rigor expresivo- aportándole la
subjetividad de nuestra mirada, trasponemos las lábiles fronteras de los géneros sin
abandonar ninguna matriz, sin perder el ambicioso corazón de los grumetes.
Dice Italo Calvino en su libro Seis propuestas para el próximo milenio que “la excesiva
ambición de propósitos puede ser reprobable en muchos campos de actividad, no en
literatura”. Y pocos renglones después se pregunta: “¿Qué somos, qué es cada uno de
nosotros sino una combinatoria de experiencias, de informaciones, de lecturas, de
imaginaciones? Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos
donde todo se puede mezclar continuamente y reordenar de todas las formas posibles.”
Será por eso que, habiéndome dedicado intensamente a la poesía y a la narrativa, a la
edición de libros, a estimular la pasión por la escritura en mis talleres, siempre encontré
tiempo y espacio para notas periodísticas que a veces asumían el carácter de la crónica,
otras el del análisis histórico-político, o la autobiografía o la reseña crítica o la
entrevista o una semblanza de personaje, conocido o solo intuido. Y en ocasiones,
también, la diatriba, porque de nada ha de privarse el escritor.
Buena parte de los textos que aquí se incluyen, con un aparente y deliberado desorden,
fueron publicados en la revista-libro “El Camarote – Arte y cultura desde la Patagonia”,
creación de mi hijo Ignacio, cuya dirección me otorgó a partir de 2004.
Y aprovecho para decir ahora que hacer los quince números que se editaron hasta 2009
es una de las experiencias más felices que he tenido en mis 35 años en la Patagonia.
Tomarle el pulso a una región tan vasta y de ribetes legendarios, con poblaciones muy
distantes entre sí aun dentro de una misma provincia, de variadísimas realidades
sociales, raíces étnicas y expresiones culturales, obliga a ejercer una humildad que no
tenemos, una apertura que creíamos mezquina y una calidad de percepción que
admiramos en otros.
El periodismo cultural en la Patagonia tiene una rica historia (ver “El Camarote” N° 8,
dossier “Tercas luces de papel”), animada por poetas y escritores de obra destacada,
4
como Juan Carlos Moisés, Elpidio Isla, Anahí Lazzaroni, Jorge Spíndola, Alberto Fritz,
Cristian Aliaga, Andrés Cursaro, Rubén Gómez, Sergio De Matteo, Carlos Espinosa y
muchos otros, multiplicados ahora por las publicaciones en soportes virtuales.
A ese linaje pueden adscribirse los textos de este libro, que abarcan quince años de
trabajo en distintos medios gráficos que se editan en la Patagonia y fuera de ella,
además de un par de comentarios para libros de queridos amigos. Se reproducen sin
correcciones, con la esperanza de que el paso del tiempo no haya enfriado totalmente la
temperatura de su origen urgente.
R.O.A.

5
La literatura siempre es un desierto a conquistar
La Patagonia, más acá del mito y de postales exóticas

El mito sobre la Patagonia se nutre de las crónicas de los viajeros de los siglos XVIII y
XIX, actualizado por astutas obras de ficción y mercantilizado por las imágenes de
ballenas y lobos marinos sobre su dilatada costa marítima, los majestuosos glaciares en
peligro, lagos y montañas de evocación europea, y un cordero exquisito. A los seres
fabulosos que algunos creyeron ver en tiempos remotos se agregaron luego las riquezas
del subsuelo, reales y codiciadas, que alentaron aventuras de variado porte y amenazas
siempre latentes. La historia oficial cuenta fríamente, con óptica positivista, la conquista
blanca de ese alegado “desierto” y la inevitable represión del campesinado sureño por
los militares, fieles custodios del latifundio, nacional o extranjero. Algunos bandoleros
famosos y el extraño color de las culturas nativas, apenas sobrevivientes, completan el
estático friso que la cabeza de Goliat concibe con pereza y miopía como la
representación acabada del “flanco más vulnerable de nuestra soberanía”, según el
florido decir de los sociólogos nacionalistas.
Salvo excepciones tan escasas como para no modificar el imaginario colectivo –
el cine ha aportado Mundo grúa, de Pablo Trapero, e Historias mínimas, de Carlos
Sorín-, las producciones culturales de toda índole que nacen de esta visión esquemática
de la Patagonia refuerzan el mito y postergan una mirada sobre los hombres y las
mujeres que trabajan, sueñan y crean en el sur.
Cada tanto, desde el atalaya porteño de algún medio, con su horizonte de brumas
y antenas satelitales, despega algún “paracaidista” fletado para colorear páginas insulsas
o se le ofrece espacio editorial a turistas profesionales, ávidos de oxígeno, para que
brinden su “testimonio” del paso por algún rincón patagónico. Estas operaciones no son
inocentes. Todo el mundo sabe que Roberto Arlt no ha resucitado para retratar
magistralmente vida y milagros de la Patagonia,. por caso, como lo hiciera en las
aguafuertes rescatadas por Sylvia Saítta en En el país del viento (Simurg, 1997).

Un desierto muy poblado


La literatura que se produce en la Patagonia dista mucho de identificarse con las
tradiciones indígenas, aunque despunta una generación de escritores comprometidos con

6
los pueblos originarios, cuyo más claro y destacado exponente, de este lado de la
cordillera, es Liliana Ancalao, de Comodoro Rivadavia.
En líneas generales la búsqueda es tan personal como la de cualquier escritor,
sea cual fuere su cultura de origen y el lugar donde viva, de modo que materia y forma
se funden en expresiones donde la vida y la muerte, el amor y la frustración, la soledad
y el desarraigo, son ejes insoslayables. La resonancia del ámbito, no obstante, es muy
fuerte, sin que el gesto suene impostado en el mejor de los casos.
Ramón Minieri, poeta, historiador, narrador y docente rionegrino, ha
desarrollado en un libro inédito la tesis de que para comprender quiénes somos los
patagónicos (el texto enfoca particularmente a sus comprovincianos) debemos estudiar
sus migraciones internas, los movimientos poblacionales y las huellas que dejan. Así, la
literatura que se viene produciendo en la región es tan diversa, dispar e inclasificable
como heterogénea es la conformación de su geografía y aluvial el devenir histórico de
cada una de sus regiones y pueblos.
Un recorrido rápido por los nombres y trayectorias de los creadores más
productivos en la actualidad arroja un resultado previsible: la mayoría no nació en la
Patagonia y de esa parcialidad un alto porcentaje se radicó en las décadas del ’60 y del
’70, años del nacimiento de las provincias y del exilio interior, respectivamente. Por lo
tanto, la mirada de esos poetas y narradores, hoy plenamente sureños en sus
circunstancias y decisión de vida, se formó en otros paisajes y ese cuño, impostergable,
se advierte claramente en sus textos, como afirma el poeta, ensayista y dramaturgo Juan
Carlos Moisés, chubutense nativo, de Sarmiento, y una de las mayores voces de la
Patagonia.
Una actualización honesta y urgente nos hace contabilizar a una camada de
poetas jóvenes nacidos en la región o criados en ella, en gran parte mujeres, que
enriquecen con sus voces la ya diversa polifonía preexistente, con lo cual la ecuación
histórica entre nativos y radicados comienza a balancearse.
Esos movimientos, crecientes en intensidad y altura, se proyecta a las demás
artes y alcanzan mayor concentración en Neuquén capital y el Alto Valle rionegrino;
Bariloche y El Bolsón, la comarca Viedma-Patagones; Puerto Madryn, Trelew y
Comodoro Rivadavia, en Chubut, por mencionar los polos del norte patagónico que
mejor conocemos.
En esta ciudad se escribirá una novela, decía hace unos años en Ushuaia la
fueguina Anahí Lazzaroni desde el título de un texto bello, provocador y estimulante. Y
7
la suya parece una profecía válida para todos los rincones de la Patagonia, cruel y
acogedora, tierra mítica de lejanas tradiciones, agua que se escurre fuera de cauce,
madre que nos pare todos los días, que expulsa y retiene a la vez, incansable.

(Nº 3 de “El Camarote”, junio 2004)

El arte: ¿creación o negocio?


“Cuando una obra artística se transforma en mercancía, el concepto de obra de arte
no resulta ya sostenible en cuanto a la cosa que surge.”
Bertolt Brecht
(Der Deirgroschen-prozess)

El poeta y amigo Rubén Gómez planteaba, en el número anterior de “El Camarote”,


agudas preguntas acerca de la función del arte, el papel del artista, su representación
simbólica y social, cortes y recortes de un debate que nunca se cierra, afortunadamente,
y por lo tanto siempre debe recomenzar.
El aspecto más delicado se rozó con el interrogante “¿Por qué extraña razón está
atado el arte a la gratuidad?”, que es casi tautológico. Si algo caracteriza al arte es,
precisamente, su gratuidad, su inutilidad, en sentido estricto. El arte no necesita nada
para ser. Nadie reclama su existencia, salvo su propia, imperiosa, fuerza para surgir. “El
arte sucede”, decía Borges que decía Whistler. El arte siempre ha estado contra los
rígidos esquemas sociales, al margen de los designios políticos, por encima de las
pautas culturales consagradas. En cualquier tiempo y lugar. El arte, para serlo, debe ser
vanguardia, si renuncia previamente al gesto vanguardista: todo a priori lo condena a la
impostación, a la fatuidad. Lo que equivale a ponerse en cualquier lado, menos en el
campo del arte.
Otra cosa es la vida del artista, su condición de persona, su derecho a vivir como
todos los demás, con las “necesidades básicas satisfechas” (¿recuerdan esa frase?). Y en
ese terreno, todas las preguntas de Rubén Gómez están en pie, nos interpelan e
interpelan a la sociedad.
*
Cuando pedimos materiales de diversos géneros (esa definición cada vez más
conflictiva y lábil) a escritores amigos o desconocidos, tratamos de buscar algunos
equilibrios. Verbigracia, la cantidad de textos poéticos y narrativos, la extensión de

8
ensayos y artículos, la discutible “representación” regional o local que cada uno
encarnaría, el sexo de los autores (sin incurrir en el posmoderno y “políticamente
correcto” nuevo encasillamiento, sí, de “género”, y otra vez la palabreja).
Todo cálculo, lo sabemos, se muerde la cola y da por tierra con las mejores
intenciones. Y termina, muchas veces, produciendo efectos no deseados, pero no
fatalmente peores. Sólo diferentes a los previstos.
Por eso, este camarote trae un bloque poético de mujeres y otro de narrativa
masculina. ¿Será así? ¿Cómo lee cada uno? La impronta sexual (o genérica), ¿es tan
notable? Si no supiéramos el nombre de autor/a, ¿siempre acertaríamos después de leer
un texto? Ejercicio para el hogar.

*
Quedó en el tintero aludir a la etimología de la palabra “negocio”, que proviene
del latín negotium, adversativo de otium, que significa reposo. Y aunque el arte
demande una dedicación, un verdadero trabajo, no es menos cierto que proviene del tan
mentado “ocio creador”, del reposo de las ideas que germinan en la ejecución de una
obra. Por lo tanto, el dilema planteado en la tapa nos parece pertinente e insoluble.
Donde el negocio es el eje, la razón de ser, de una actividad, nunca se encontrará
cómodo el arte, no estará en su casa. Todo argumento para cerrar esa brecha será una
falacia. Lo que no avalará la excusa de suponer que los artistas viven sólo del aire que
respiran. Aunque sea cierto, inclusive.
(Editorial del Nº 4 de “El Camarote”, septiembre 2004)

La periferia es nuestro centro

Los límites de este espacio de literatura y arte se expanden casi por decisión autónoma.
A la necesidad de ofrecer estudios sobre producciones marginales, minoritarias o
desvalorizadas como las que se incluyen en este número –un movimiento que intenta
demostrar que la periferia es en realidad el centro-, le sucedió el rescate de autores que
no son patagónicos, aunque algunos ubican en la región sus textos, o, por el contrario,
escritores que vivieron en la Patagonia y hoy están radicados muy lejos.
Nos fuimos dando cuenta, sobre la marcha, que una publicación que intente
reflejar las culturas de una región lo peor que puede hacer es reducirse a mirar el propio
ombligo, so pena de incurrir en provincianismo. Ninguna cultura nació ex nihilo; es

9
más, una aproximación sencilla al concepto de cultura es precisamente la de mixtura, la
de amasijo de influencias en el espacio y en el tiempo, la de fermentación y
sedimentación de esas fuentes en un cauce nuevo, con una impronta reconocible.
*
No necesitamos recurrir a teóricos europeos para sacar estas conclusiones, que
saltan a la vista. Así de claras estaban las cosas hace más de treinta años, cuando
llegamos a la Patagonia, y si hubo un proceso interesante en el crecimiento de los
pueblos, en su organización social, en sus manifestaciones colectivas y en sus
expresiones individuales, ninguno de esos aportes han logrado moldear una fisonomía,
una idiosincrasia que permita identificarnos entre nosotros y hacernos distinguibles
frente a los demás. Se trata, obviamente, de una larga y trabajosa construcción. Quizá,
también inútil o excesivamente pretenciosa, voluntarista, como veremos.
El caso de la Patagonia es tan extraordinario que no es posible pensarlo con
cabezas ajenas. Buscar herramientas, arsenal intelectual, en elaboraciones concebidas
fuera del propio territorio, mirando a Europa –acto reflejo de casi todas las generaciones
argentinas, desde antes de 1810-, es un ejercicio necesario pero condenado de antemano
a la insuficiencia, a la pobreza. Así nos fue, así estamos como país, por haber
importado, en todos los terrenos, recetas extranjeras para trasplantarlas acríticamente en
nuestra todavía indiscernible realidad. El único camino, el que transitaron los pueblos
que cimentaron culturas fuertes y perdurables, es construir categorías de análisis
apropiadas para cada lugar y su circunstancia.
*
Y decimos que el de la Patagonia es un caso extraordinario porque el concepto
de “región” que se maneja en el resto del mundo no es aplicable a nosotros. Lo que
geógrafos, etnógrafos, antropólogos, sociólogos, etc., llaman región, por extensión,
características, tradiciones e intereses comunes, en la Patagonia sería apenas una zona,
una comarca. Si quisiéramos aplicarlo aquí, veríamos que la Patagonia es un “país” de
numerosísimas regiones de muy diferentes rasgos, en todos los planos que se
consideren. Este solo planteo demuestra la necesidad de formular las propias categorías
para estudiar nuestro “fenómeno”. La ciencia, históricamente, siempre lo hizo; ante lo
distinto, lo no asimilable a los esquemas conocidos, debió forjar nuevos recursos de
análisis.
Por otra parte, creemos que la importación de modelos no es otra cosa que una
operación de intelectuales colonizados, formados (¿o formateados?) en las
1
universidades de la dictadura o ahora en las vasallas del pensamiento único que impera
en el mundo desde la caída del muro de Berlín. De esto sabían mucho Franz Fanon,
Arturo Jauretche, Darcy Ribeiro, por ejemplo, pero, claro, ellos eran intelectuales
“nacionales” que lucharon con sus propias ideas contra la dependencia de los países del
Tercer Mundo (¿hay alguien que recuerde de qué trataba el asunto?).
*
El ajedrecista argentino Miguel Najdorf, que jugó brillantemente hasta pasados
los 80 años, tenía una bella y sabia explicación para sus muchas victorias frente a los
grandes maestros norteamericanos, soviéticos y yugoslavos, quienes se apoyaban en una
bibliografía completísima y equipos de analistas rigurosos. Decía don Miguel: “Ellos
saben mucho, conocen toda la teoría, pero en cuanto puedo los saco de los libros y los
obligo a jugar con su propia cabecita”. Una lección válida en todo tiempo y para todos
los órdenes.
(Editorial del Nº 5 de “El Camarote”, marzo 2005)

La esterilidad no es invencible

Una tradición incomprensible condena a los estudiantes de Letras a egresar sin haber
practicado la escritura más que en monografías que nunca alcanzan el género
ensayístico, por limitaciones de su propia naturaleza. Esta aberración, afortunamente, no
se extiende al resto de las Bellas Artes (¿alguien recuerda que la literatura es una de
ellas?). En las carreras universitarias respectivas, en pintura se pinta, en escultura se
esculpe, en música se leen partituras y se ejecutan instrumentos, en danza se baila, en
teatro se actúa, en cine se filma. El aprendizaje de las habilidades propias de un arte no
sólo integra esencialmente la formación del artista sino que su entrenamiento es la
materia viva y permanente que permite comparar, definir, elegir y adoptar los caminos
de la creación más adecuados a los dones e inclinaciones personales.
*
Lo contrario ocurre en ese engendro extrañísimo que son las carreras de Letras
en nuestro país. Los futuros profesores, mutilados a priori, por plan y por programas,
del ejercicio de su repertorio expresivo durante el cursado de los estudios, se tornan
arrogantes dictadores al consagrar y descalificar autores, propiciar unas lecturas y
descartar otras, bendecir patrones críticos y cerrar debates, sustentando su poder en

1
saberes meramente teóricos. Que equivale a decir fríamente teóricos, sin el respaldo
sensual de la escritura como oficio, que aporta sabiduría al conocimiento racional.
Estos profesores también incurren a menudo en otros extravíos: en tesis de
doctorado atribuyen la ideología de un personaje al escritor que lo creara, confundiendo
narrador con autor; forjan, en altísimos seminarios regionales, la categoría de “literatura
de creación” para destinar el nombre de literatura (a secas) a sus trabajos de
investigación sobre aquélla, subsumiéndola sin ruborizarse; organizan encuentros de
escritores con historiadores, periodistas, filósofos, sociólogos, psicólogos y otros
profesionales, invitándolos a hablar en paneles sobre temas que nunca rozan la
literatura, aunque algunos de esos mismos participantes sean autores de obras de
narrativa o de poesía; y hasta leen textos poéticos con el arsenal blindado que les presta
algún extranjero prestigioso, forzándolo a decir lo que no dice mediante el
procedimiento típico de la hipérbole de inferencias, cultismo para designar la estafa
intelectual.
*
Días antes de morir, Isidoro Blaisten nos dejó su testamento literario, su única
novela, “Voces en la noche”, donde el protagonista intenta descubrir al “desconocido
dispuesto a arruinar la literatura para todas las generaciones”, proponiéndose la misión
indelegable de eliminarlo para impedir su horroroso cometido.
Desde su atalaya porteño de San Juan y Boedo, el lúcido y corrosivo poeta que
era Blaisten estaba enfocando su mirada, indudablemente, hacia la calle Puán y
similares enclaves de todo el país. El recuerdo de su personaje Ardúa Thonet, el
catedrático que mata al carnicerito genial escritor, aclara su última metáfora.
*
Este trastocado panorama fue advertido hace muchos años por Borges, nada
menos. En el prólogo general a los 86 tomos de su colección Biblioteca Personal -una
opinión repetida 86 veces- dice: “Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se
interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el
prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector.”
La contundencia de la frase y el magisterio de su autor nos ahorran cualquier
disquisición.
*
Las obras de Cortázar, Piglia, Veiravé, Jitrik, Sarlo, Iparraguirre, Monteleone y
muchos más, inclusive de la Patagonia (con Irma Cuña al frente), adquieren una
1
dimensión mayor, si fuera posible, al considerar que surgieron a pesar de los diplomas y
no por ellos. Demuestran que la pandemia de esterilidad creativa que campea en los
claustros académicos no es invencible.
(Editorial del Nº 6 de “El Camarote”, julio 2005)

La literatura “light” indigesta

Hace poco, un médico nos decía: “Pruebe de poner al fuego una leche descremada y
verá que no hierve nunca, aunque la deje el tiempo que quiera”. Y agregaba que eso
demuestra lo que nadie dice, que esos productos son inertes, no tienen vida. Por evitar
que no nos hagan daño, quitándoles las grasas –pero también las calorías y las
proteínas-, muchos alimentos tampoco nos hacen bien, o sea que no nos nutren.
Hombres y mujeres de treinta y más años se quejan recíprocamente: ¿Dónde hay
una mujer/un hombre? Quieren decir, claro, alguien con quien pasarla bien algo más
que una noche, una persona dispuesta a comprometer algo más que la piel por un rato,
en el juego erótico sin consecuencias.
¿A qué sabe una manzana, hoy? La mayor parte de las veces a papa, perdido su
perfume y sabor mediante el sistema de “atmósfera controlada”, eufemismo técnico para
disimular los efectos de la refrigeración. ¿Alguien, algo, puede salir indemne de una
cámara frigorífica?
Estas tres pinceladas dan cuenta del estado de las cosas, en el orden de nuestros
días domésticos, a esta altura de los tiempos –posmodernos para una parte del planeta,
modernos para otros y medievales o peor para el resto- en que afectos y alimentos no
resultan confiables, dan mucho menos de lo que necesitamos y nos agrisan la mirada.
*
Y en el mercado literario, ¿qué? El fenómeno del “bestsellerismo” es viejo pero
cabalga más raudamente que nunca, se producen seudonovelas y seudoensayos à la
carte para estar a tono con la pereza e inercia mental que promueve la televisión, dueña
y señora de la escena social al punto de que se ha convertido en la escuela, la religión y
la ideología de la mayor parte de la población.
Los buenos escritores que desean seguir publicando, salvo que se trate de autores
consagrados y exitosos, deben someterse a la regla no escrita pero de implacable
vigencia de usar lo que ha dado en llamarse un castellano “neutro”, que equivale a un
lenguaje descafeinado, descremado, sin las modulaciones propias de un tiempo y lugar

1
determinados, que es donde vivimos. En un tiempo y en un espacio históricos, en una
cultura, inmersos en valores, costumbres y tradiciones propias, que se expresan en un
dialecto particular de la lengua madre.
Se terminó aquella máxima de “pinta tu aldea y serás universal”, atribuida a
Tolstoi. Ahora, si alguien quiere pintar su aldea debe pedirle prestados los colores a la
megaeditorial que quizá le publique su obra.
*
¿La literatura ha muerto, acaso? No, afortunadamente no. Se sigue cultivando
fuera del esquema globalizador y sus circuitos, se refugia en las pequeñas y medianas
editoriales nacionales y regionales, y en las revistas literarias que gozan de excelente
salud en nuestro país. A pesar de que los apoyos financieros del Estado y del sector
privado no alcanzan para sostener las publicaciones periódicas, los lectores crecen
porque sus páginas tienen un sabor reconocible y provocan una conmoción estética que
pocas veces se puede experimentar en los libros muy publicitados y que trepan en las
listas de los más vendidos. Y esas sensaciones provienen de la verdad de los textos, de
su autenticidad indudable y de la voluntad de sus autores de dejar testimonio de una
mirada propia sobre el lugar y la época en que les toca vivir.
Mal que les pese a su majestad el mercado, a los idiotizados por sus vidrios de
colores y a los que confunden tener con ser.
(Editorial del Nº 8 de “El Camarote”, diciembre 2005)

Falsa alarma de algunas “crónicas”


Lo único que tienes que saber es si mientes o tratas de decir
la verdad, ya no te puedes permitir equivocarte en esta distinción…
John Berger

Los vínculos entre mercado y academia son más estrechos y fraternales de lo que suele
suponerse. La reciente moda de la crónica refuerza esta sospecha y su influjo, como
tantas otras veces, sirve para perpetrar algunos crímenes de lesa literatura. Llaman
crónicas a textos que no lo son, inventan colecciones editoriales de abigarrados títulos y
promueven autores que todavía adeudan muchas horas de buena lectura.
Producto típico de esta operación es el libro Falsa calma, de María Sonia
Cristoff, una patagónica que creyó conjurar sus recuerdos de infancia volviendo al
territorio para “descubrir” los freaks que todos conocemos y, para peor, no son
exclusivos de la región. Además de carecer del rigor investigativo para ser consideradas

1
crónicas periodísticas (hay datos que asombran por su inexactitud o anacronismo) y de
la calidad estética –gramática y sintaxis desprolijas, ripiosas- para ingresar en el ámbito
de la literatura, los textos adolecen de fallas cardinales, como asentarse en visiones
prejuiciosas que no pueden disculparse a un escritor en tanto intelectual.
Algunas perlas de las primeras páginas: Cristoff descalifica por “sexista” (sic) al
antiguo e inofensivo silbido de admiración que un hombre suele tributar al paso de una
mujer espléndida. Y poco después se revela sexista ella misma al adjudicarle carácter
“algo maternal” a un personaje masculino que se destaca por su “preocupación
práctica”. Casi enseguida, un exceso de corrección política le hace encontrar parecido a
un “prócer alto-peruano” a un hombre que por su descripción es claramente boliviano o
hijo de bolivianos. Usa eufemismos el que tiene mala conciencia o ironiza con
refinamiento.
Falsa calma, salvo el testimonio personal que oficia de prólogo y los capítulos
ocho y nueve, de mejor nivel, incurre en la deshonestidad que Jorgen Leth endilga a
Lars von Trier en la película de ambos, Cinco obstrucciones: “Sólo viste lo que querías
ver.” Para eso, Cristoff debiera haberse quedado en las comodidades de Buenos Aires,
evitándonos sinsabores a lectores curiosos y confiados.
*
Hace poco, el poeta y sacerdote Hugo Mujica dijo que “la Iglesia no apoyó al
Proceso, fue ella misma el Proceso”, tajante sinceramiento acerca de las complicidades
directas y abiertas de la jerarquía eclesiástica argentina con la dictadura militar. Por
venir de quien viene, la declaración refuerza las serias (y nunca refutadas)
investigaciones de Horacio Verbitsky acerca de esos vínculos, que anticipara en
“Página/12” y luego se convirtieran en los libros El silencio y, más recientemente,
Doble juego. La Iglesia Católica y Militar.
En este número, en un dossier exclusivo, ofrecemos el testimonio de un
argentino que integró el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo desde su
fundación en la década del ’60 y hasta su encarcelamiento en distintas prisiones de
nuestro país y posterior exilio en Francia, hace ya treinta años. Omar Dinelli es su
nombre, ha escrito varios libros –entre ellos una obra teatral en homenaje a las Madres
de Plaza de Mayo- y actualmente ejerce su doctorado en psicopatología clínica en un
pueblo del mediodía francés. Este militante social, que durante el gobierno de Alfonsín
intentó regresar a su patria pero fue rechazado de plano por los obispos a quienes pidió
ayuda, es otro ejemplo viviente de que la represión se ejerció, como siempre en la
1
historia argentina, con la espada y con la cruz, en alianza indestructible. Los pocos que
no la integraron fueron mártires (Angelelli, los palotinos, las monjas francesas y un
puñado más) o predicaron en el desierto (Novak, de Nevares, Hesayne).
(Editorial del Nº 9 de “El Camarote”, abril 2006)

Cuerpo y escritura

No conozco a Sandra Russo. No sé si tiene hijos. Sí conozco su obra periodística, las


crónicas de vida palpitante que publica en “Página/12”, la última de las cuales, “Esa
noche” (9 de agosto último), me obligó a escribir estas líneas.
Russo concibe sus textos mediante una extraña y sucesiva combinación. Parecen nacer
de la glotis (suenan originados allí, hablados, dichos en voz alta o, a veces, susurrados),
se expanden por el plexo solar, sede de las emociones y del coraje, y explotan,
deflagran, en su útero, órgano amable y violento de la creación más indudable.
No hay en la Argentina periodistas ni escritores como Sandra Russo. Los hay
excelentes investigadores, rigurosos, exhaustivos; severos e incorruptibles analistas de
la realidad; tenemos cronistas-pintores-dibujantes de gran ingenio y poder de
convicción, otros que usan con eficacia el humor, personal y colectivo, para dar cuenta
del estado de las cosas. Pero ninguno de ellos pareciera tener como preocupación central
de sus vidas la índole, la naturaleza maravillosa y esquiva, ambigua pero palpable, del
amor.
Es su amor por la verdad sin concesiones, el amor sin tregua ni discriminación
por sus semejantes, el que hace plantarse a Sandra Russo frente al asunto que la ocupa
partiendo del reconocimiento de una limitación, de un saber incompleto o inconcluso,
de un prejuicio recién descubierto, para sortear la tara como un cruzado en “avance
laborioso a través de la propia estupidez”, como enseñó Rodolfo Walsh. Y así iluminar
la escena de sus desvelos con una revelación insólita, regocijante, una epifanía que la
hace crecer años en instantes y provoca un salto cualitativo de conciencia en sus lectores
atentos y receptivos como no hubieran podido hacerlo solos.
Sandra Russo, como su maestro John Berger, nos hace poner en juego, al leerla,
todas las fibras de nuestro ser. No se puede hacer trampa, porque ella no la hace. Uno
lee a Sandra Russo, como a Berger, y termina casi siempre conmovido, genuinamente
emocionado. Cuando se conjugan lucidez, valentía intelectual y potente belleza de

1
expresión, desplegados en un friso de incertezas, de voluntad de indagarse a sí mismo a
la vista y oído de todos, se logra ese resultado. Solamente así se lo obtiene.
No creemos en los amores chirles, en las declaraciones fofas, en los
razonamientos impecables. Nos convencen aquellos que son capaces de echar, látigo en
mano, a los mercaderes de su propia casa. Después de ese gesto de amor beligerante, les
prestamos atención. Sería muy raro que nos defraudaran.
(Nº 10 de “El Camarote”, agosto 2006)

El hombre que sabía demasiado


(y escribió para contarlo)

Todo hombre tiene un corazón domesticado, salvo el gran hombre.


Djuna Barnes

Viedma, fin de semana, febrero de 1953, tiempo de Carnaval. Alma y Ricardo comen en
su casa, en un ambiente de tensión. Después de la comida, Ricardo llama por teléfono a
su hermano Javier. Ricardo va levantando el tono de su voz, se enoja, insulta a Javier de
manera insólita, dada la excelente relación que han mantenido siempre. Muy alterado,
Ricardo sale un rato después y su mujer se alarma al ver que lleva un revólver que está
en la casa sólo por precaución.
Alma no escucha entrar a Ricardo, por lo que supone que ha regresado muy
tarde. Al día siguiente, Javier se va de viaje a Trelew, para comprar repuestos
mecánicos, según dijo. Como lo hace habitualmente, alquila un Pipper del Aero Club de
Patagones. Cuando emprende la vuelta, se registra su paso por Puerto Madryn y Puerto
Lobos, pero nunca llega al destino previsto, Viedma. No había tormenta ni vientos
huracanados en la ruta del vuelo, sobre el Golfo San Matías, que el avezado piloto había
cruzado muchas veces.
Durante dos semanas se realiza un amplio e intenso operativo de búsqueda por
parte de la aviación civil y militar, unidades de la Armada y fuerzas terrestres. No se
encuentran rastros del avión ni del piloto. Ricardo participa activamente de la campaña,
agobiado por una congoja que no lo abandonaría nunca, cuenta Alma.
Hechas las denuncias y cumplidos los plazos legales, se encuadra el caso como
“ausencia con presunción de fallecimiento” de Javier Echarren, argentino, de 41 años,
vicepresidente del Concejo Municipal de Viedma, a cargo de la jefatura comunal de la
ciudad capital del Territorio Nacional de Río Negro.

1
En los años posteriores tampoco se recogieron vestigios de un posible accidente
ni hubo testimonios que pudieran corroborarlo.

Tres años antes de su misteriosa desaparición, Javier Echarren publicó un libro


titulado Tuya es tu vida, novela autobiográfica pero también ensayística o de tesis, que
firmó con el seudónimo Martín Arin. Pagó de su bolsillo la edición de quinientos
ejemplares, que se imprimió en San Miguel de Tucumán, donde vivía su hermano
Ricardo. Los originales fueron corregidos por Alma, su cuñada, que además se encargó
de contratar al ilustrador de la tapa y el trabajo de imprenta. Javier recibió en Viedma,
por ferrocarril, el envío de la tirada completa, que ocultó en una quinta que compartía
con Ricardo a pocos kilómetros de la ciudad, en camino al balneario El Cóndor. Tiempo
después, cuando algunos ejemplares circularon entre pocos amigos, en una reunión
familiar conminaron a Javier Echarren a quemar la totalidad de la edición. (La pira
inquisitorial fue ejecutada, en profético trío, por los protagonistas de la escena
culminante, narrada al comienzo.)
El contenido del libro fue considerado escandaloso y agraviante para varias
familias viedmenses que se sintieron aludidas, pese a que el autor no identificó a sus
personajes más que por algunos sobrenombres inventados por él.
La obra es una autobiografía novelada que da cuenta de las miserias e
hipocresías de la vida pública y privada de la Viedma aldeana de la década del ’40 y
denuncia los prejuicios de toda índole, la anomia social, la corrupción estatal y
empresaria, los privilegios de clase –políticos, funcionarios y eclesiásticos caen
fulminados por su pluma-, el control de las personas que se ejerce a través de la
institución familiar y esas otras instituciones, el chisme y la delación. Para Arin-
Echarren, la sordidez y cobardía de la mediocridad agrisa y achata el horizonte de una
sociedad que no se amalgama detrás de objetivos de progreso, ya sea material, espiritual
o intelectual. Fustiga acerbamente las tradiciones asentadas en valores arcaicos, en
costumbres sin razón “lógica”, en presuntos blasones, en glorias apolilladas. En esa
atmósfera opresiva, el autor sufre intentos de descalificación personal y profesional,
denuncias falsas que logra conjurar con pruebas irrefutables de su honestidad y
eficiencia.
Pero su flanco débil será siempre una vida libérrima en sus manifestaciones
afectivas, con multitud de relaciones amorosas fuera del matrimonio, que confiesa
abiertamente y defiende como la necesidad de un desahogo irrefrenable ante las
1
frustraciones domésticas y la incomprensión de la mayoría biempensante hacia sus
ansias de superación personal en el marco de un proyecto colectivo ambicioso.
A más de cincuenta años de su publicación, Tuya es tu vida es un tabú
inexpugnable para la sociedad comarcana. Los pocos ejemplares que pudieron haberse
conservado en Viedma o Patagones, escapando al implacable escrutinio realizado en su
momento, nunca estuvieron accesibles para quienes demostraron interés por su lectura.
Un colaborador anónimo, radicado en Buenos Aires y a través de un amigo en común,
nos facilitó una fotocopia del texto íntegro hace varios años. De la tapa, contratapa y
páginas preliminares pudimos hacer copia del ejemplar de Alma, que fue la única
persona que aceptó prestar testimonio sobre Echarren y su obra, en un par de entrevistas
que mantuvimos a mediados de la década pasada en su departamento de la calle Juncal
de Buenos Aires.
Ese libro, que tuvimos en nuestras manos como quien recibe una llave secreta,
tiene la siguiente dedicatoria, línea por línea: “A mi querida amiga/ y colaboradora
Alma García Varas/ como expresión afectuosa./ Javier Echarren/ (Martín Arin)/ 22-9-
50”. El pie de imprenta consigna: “Ed. La Raza, julio de 1950./ Las Heras 832. San M.
de Tucumán./ R.P. Intelectual: 17/5/49”.
El tabú impuesto al libro ha alcanzado, de férrea manera, a su autor. El nombre
de Javier Echarren no figura en ninguno de los libros y otras publicaciones donde se
reseña la historia local, cuando tuvo preponderante actuación pública durante los años
en que vivió en la comarca Viedma-Patagones.
Este dossier intenta reparar un silencio aberrante de más de medio siglo, rescatar
la figura de Echarren de la proscripción que se forjó sobre su prematura y trágica
desaparición –sin descartar que en lugar de accidente o suicidio se haya tratado del
cumplimiento cabal de su declarado propósito de abandonar la escena pero no la vida- y
mostrarlo en una de las facetas de su personalidad que iluminan las otras, las públicas y
polémicas, las de su entrega a un ideal de sociedad, y las oscuras y estigmatizadas por el
dolor que causaron a su familia y la indignación que sembraron entre muchos de sus
vecinos.
Si, como decía Borges, a un escritor hay que juzgarlo por lo mejor de su obra,
creemos que Javier Echarren se ha ganado, precisamente allí, en el campo de una
escritura sin concesiones, descarnada y hasta feroz consigo mismo y con los demás, la
reivindicación que buscó, por todos los medios de que dispuso, mientras vivió entre

1
nosotros. Por eso creímos justo recordarlo como él lo hubiera querido, como un hombre
“dramáticamente humano”. Nada más, ni nada menos.
(Nº 10 de “El Camarote”, agosto 2006)
De iconoclastas y criminales

Todo objeto de estudio, sabemos, tiene múltiples formas de abordaje, por más riguroso
y científico que se presuma un determinado enfoque. Y todos pueden tener similares
grados de validez, si el tratamiento es honesto y profundo, aunque sus conclusiones sean
divergentes. Esto suena a verdad de Perogrullo, si creemos en el pensamiento como
ejercicio básico de la libertad, pero resulta pertinente recordarlo en una época en la que
pululan ideas canonizadas sin demasiado sustento de verdad.
Son estos, por lo tanto, tiempos de revalorizar la propia subjetividad, la
capacidad personal de argumentar y proyectar, de observar y mensurar los fenómenos,
de interpretar los hechos del pasado y del presente, siguiendo la escuela de los
ensayistas de origen latino, fundada por Montaigne.
Lo dicho nos sirve para presentar el ensayo de este número, una reflexión sobre
la mentada y esquiva identidad de la Patagonia, multiforme y polémica, cuyo autor es el
viedmense E. Nelson Echarren. Un texto que en vez de sentar cátedra prefiere el
estímulo de la imaginación y el serio trabajo de repensarnos para llegar a ser aquello
que decíamos desear pero nunca nos esforzamos por lograr.

Todos los crímenes son abominables, pero el asesinato a mansalva y por la


espalda de un hombre indefenso, sin causa alguna, sólo se concibe en un ejecutor
particularmente perverso o en una maquinaria aterrorizante. O ambas cosas, que suelen
establecer una comunión perfecta. Es el caso de la muerte de Carlos Fuentealba, docente
neuquino que pasó a engrosar la larguísima lista de mártires de la Patagonia, cuyos hitos
más recordados son la matanza de obreros rurales en Santa Cruz en 1921 y los presos
fusilados en 1972 en la Base Almirante Zar de la Armada, en Trelew.
Nuestra condena y recordación quedan a cargo de Chelo Candia, artista visual y
diseñador gráfico de General Roca, en las páginas finales.

(Editorial Nº 11 de “El Camarote”, enero 2007)

2
Estética y política en América Latina

En este número, tal como prometiéramos en el editorial del anterior, empezamos a


preguntarnos qué es el arte en un dossier con tres visiones, dos de ellas muy abarcativas
y la otra más específicamente dedicada a la escritura a través del prisma del
psicoanálisis.
Creemos que resultará muy interesante al lector la propuesta conceptual de
Rodolfo Kusch rescatada por Luis Vía, su mirada sobre una estética americana singular
y viva sin tropezar con chauvinismos ni simples indigenismos. De similar manera en el
enfoque, Juan Pablo Montelpare revisa la historia del arte de los últimos siglos y
concluye, coincidiendo con el principio de incertidumbre de Heisenberg, en que la
función de espectador es anacrónica pues aún la participación más indiferente o pasiva
se integra a la obra, resignificándola.
Erica González, por su parte, establece que mediante el arte el hombre se recrea
y que el texto de su vida es pasible de una reescritura, dado que el vínculo entre sujeto y
objeto es dialéctico y puede burlar aparentes destinos de sufrimiento.
*
Mientras compaginábamos este número, dos hechos de gran significación
política ocuparon la atención de América Latina. El primero fue la invasión colombiana
a Ecuador, con el pretexto de eliminar a un grupo guerrillero de las FARC, generando
un conflicto regional que pareció resolverse en una ejemplar reunión de la Cumbre de
Río que todos pudimos ver por televisión y nos permitió apreciar conductas de
gobiernos, sus intereses y alineamientos.
El otro suceso tuvo en vilo a nuestro país: la protesta de los productores
agropecuarios por las retenciones a las exportaciones. Lo prolongado del lock-out y el
grado de violencia que alcanzó hizo recordar a las peores épocas de la historia
argentina, cuando al “disgusto” de algunos civiles con un gobierno le sucedía el
levantamiento militar que derrocaba las instituciones.
En ambos casos quedó demostrado que América Latina se encuentra en una
coyuntura de consolidación de sus estructuras políticas, creciente desarrollo económico
y la pendiente superación de sus enormes injusticias sociales. Aunque suene anacrónico,
2
es hora de que artistas, intelectuales y trabajadores de la cultura en general recordemos
que en toda sociedad hay fuerzas que pujan sólo por sus intereses, a cualquier costo para
el resto de los ciudadanos, mientras otros sectores, y en este caso encabezados por el
gobierno nacional, aún con contradicciones y errores parciales, luchan por ampliar los
márgenes de un poder popular que redistribuya la riqueza y haga más justa y digna la
vida de cada día para todos.
(Editorial Nº 13 de “El Camarote”, enero 2008)

Política británica en el Río de la Plata y en la Patagonia

Las peores relaciones internacionales que la Argentina ha mantenido en toda su historia,


y desde antes de ser libres, han sido y son con Gran Bretaña. La rivalidad de los ingleses
con la España imperial y colonialista por el dominio de los mares lo determinó desde el
comienzo, iniciándose en los hechos con las invasiones rechazadas en 1806 y 1807.
Luego vinieron el empréstito de la Baring Brothers pedido por Rivadavia, la ocupación
de las Islas Malvinas en 1833, el intento de incursión fluvial repelido por las fuerzas
nacionales comandadas por Rosas en la década siguiente y a partir de entonces la
constante penetración neocolonial, con el Foreign Office y la Bolsa de Londres
decidiendo nuestros negocios, poniéndole precio a la producción agroganadera e
incidiendo en la política interna mediante el servicio de los cipayos de cada época.
Coherente con ello, “empresarios” británicos recibieron el obsequio del gobierno
argentino de la Generación del ‘80 de un millón de hectáreas en la Patagonia (ver Ese
ajeno Sur, de Ramón Minieri, FER, 2007; anticipo en “El Camarote” Nº 7) y luego
hicieron y gerenciaron los ferrocarriles diseñados con destino a sacar la producción
primaria por el puerto de Buenos Aires, para propios y múltiples beneficios.
Más adelante, ya en el siglo XX, vino el pacto Roca-Runciman, un tratado para la venta
de nuestras carnes a precios y condiciones infames, al punto de que el negociador
“nacional”, el vicepresidente Julio A. Roca (h.) afirmó que la Argentina, “desde el
punto de vista económico, es una parte integrante del Imperio Británico” (sic).
Lo demás, reciente y conocido, tiene en la guerra por Malvinas de 1982 –
independientemente de las espurias motivaciones de la dictadura para decidir la
recuperación- su punto más candente y aún pendiente de reivindicación.
En medio de semejante historia conflictiva, hombres y mujeres de ambas nacionalidades
entrelazaron sus vidas aquí y allá, durante más de dos siglos. Y varios británicos fueron

2
patriotas argentinos, como Bynon, Cochrane y Brown, entre otros. Un tatarabuelo de
quien escribe, sir Richard O’Shee, de claro origen irlandés y procedente de Inglaterra,
asesoró en la fundación de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, en 1854. Casó con
una criolla y de ese mestizaje también descendemos.
*

Este marco histórico nos sirve para presentar el dossier de este número, donde
damos cuenta de los testimonios cruzados e íntimamente imbricados de una inglesa que
de niña vivió en estancias del sur rionegrino, Mollie Hobson (luego Robertson), y de
una argentina radicada en Bristol desde hace treinta años, Caroline Holder (nacida
Bridge), que descubrió el libro de memorias escrito por la primera, investigó su vida y
tradujo el texto para ofrecérselo a “El Camarote” como primicia en castellano.
Los dos relatos son apasionantes y aportan visiones sobre nuestro pasado y
presente en claves personalísimas, ajenas a posturas ideológicas previsibles, lo que nos
obliga a acomodar el foco de la propia mirada para aprovecharlos en toda su dimensión.
(Editorial Nº 14 de “El Camarote”, junio 2008)

El fin del disenso es la muerte de los sueños


“La censura del Estado no es necesaria cuando el totalitarismo
ideológico está garantizado por el sistema”.
Noam Chomsky

La caída del muro de Berlín y la consecuente homogeneización ideológica del mundo


han producido cambios profundos de todo orden en la sociedad, de los cuales los menos
comentados son de índole axiológica. A tal punto que la sola utilización de esta palabra,
referida a los valores, es casi un anacronismo.
El imperio de un pensamiento “light” que declara la muerte de las ideologías; el
cumplimiento de conductas “políticamente correctas” con un patrón establecido de
manera misteriosa; la patología de la “inhibición del deseo sexual” y el repliegue más
general de las manifestaciones apasionadas; la casi imposible distinción entre las
propuestas de gobierno del oficialismo y de la oposición; las dificultades de la familia
para discriminar los roles de padres e hijos; el relativismo moral en lo público y en lo
privado; la escasa seriedad y hasta la frivolidad con que se “analizan” diferentes
cuestiones presentadas como “problemas sociales”, cuando resulta evidente que es un

2
mero ejercicio de distracción, son escenas de un drama que pareciera no tener
protagonistas en un sentido cabal.
Los individuos, los ciudadanos, las personas, han dejado de ser los sujetos de la
historia, en tanto no pueden, por su voluntad, fuerza y determinación, cambiar el curso
de los acontecimientos sociales. Inclusive se torna escabroso el gobierno de nuestras
propias vidas si lo planteamos con las exigencias que implican la libre elección y la
plenitud de conciencia. Nunca como ahora sonó tan utópica la frase “forjarse el propio
destino”, porque para acceder a alguna alternativa es enorme el grado de dependencia
respecto de los ámbitos o estructuras laborales, políticas y económicas en las que cada
uno se desenvuelve. De este nivel de alienación dan fe la cantidad de consultas
terapéuticas originadas en el deseo frustrado de “cambiar de vida”, con datos
confluyentes: un trabajo más creativo –o conseguir uno, cualquiera-, otro lugar donde
radicarse, un modo diferente de vincularse afectivamente, combatir la soledad, luchar
contra adicciones, bancarse un “afuera” hostil, pétreo.
Hay quienes piensan que el siglo anterior, aun con lo espectacular de sus
novedades, fue un período fallido de la civilización humana. Motivos tienen: los
avances tecnológicos y sociales, la celeridad de las comunicaciones, el nuevo lugar que
ocupa la mujer, la atención que se presta a la ecología, no contribuyeron a consolidar
relaciones efectivamente democráticas en el diario vivir de nuestras sociedades
particulares. En este principio del tercer milenio se sigue penando severamente, con
eficaz batería coercitiva, el pensar distinto, no plegarse a la feria social de vanidades,
cuestionar a las instituciones -no sólo a sus personeros o a sus metodologías,
vilipendiadas a diario con pobres resultados- por la habitual y tolerada transgresión de
los valores en que dicen sustentarse. Allí es donde cierran filas sus integrantes más
conspicuos y aparece el famoso “espíritu de cuerpo”, que de sólo recordar que el
concepto proviene del lenguaje militar debería corrernos un frío de muerte por la
espalda, pues de él y de la pirámide jerárquica se desprenden la “obediencia debida” y
su secuela de impunidades.
Cuando digo instituciones no me refiero solamente a las del sistema político sino
que lo hago en el sentido más amplio, porque no conozco ninguna que practique de
verdad, sin burdos simulacros, la democracia interna, que exprese o represente el interés
general y a la vez respete las opiniones minoritarias, que no descalifique al que se atreve
a pensar con su propia cabeza y no con ideas dictadas, prestadas o copiadas. Esto
incluye a los organismos del Estado, a los partidos políticos, a los grupos económicos
2
nacionales y transnacionales, a las corporaciones empresariales y profesionales, a las
iglesias mayoritarias, a los medios de prensa, sean conscientes o no de sus prácticas. Es
decir, hablo de los poderes, que son los mismos en la era de la globalización aunque
más sofisticados, algunos al borde de la esclerosis por el pánico que suscita la
incertidumbre y obligados a abroquelarse detrás de viejos y exitosos esquemas.
Este panorama conduce al marasmo, a la clausura del debate profundo, al fin del
disenso. Los límites para expresarse contra la corriente están implícitos y los conocen
muy bien aquellos que han intentado trasponerlos en cualquiera de los entes reguladores
de la ideología autoritaria y masificadora: viven en los márgenes, son los nuevos
exiliados internos, los “ninguneados”, los inadaptados. Se los puede reconocer porque
cuando entablan conversación con alguien suele escapárseles alguna que otra palabra
que ha pasado a integrar un índex virtual. Igualdad, por ejemplo; justicia, acaso;
indignación, muchas veces; sueños, otras. Podría decirse que son los que resisten al
proyecto de decretar la muerte de los sueños, porque todavía albergan esperanzas. O
sea, los que se niegan a suicidarse, porque sin sueños y sin esperanzas, como sin amor,
seríamos meras cosas, detritus.
Algunos podrán coincidir con este boceto si lo ubican en el contexto mundial o
nacional. Es más fácil, menos inquietante. Les propongo que acerquen la imagen y la
comparen con la realidad de la ciudad de cada uno y, por qué no, de la propia casa. La
sensación ya no será tan tranquilizadora, pero quizá sea más provechosa.

(Diario “Río Negro”, 12 de agosto de 1999)

Ante la muerte de Adolfo Bioy Casares


Un autorretrato involuntario

El hombre que acaba de morir pertenecía a una aristocracia en aparentes vías de


extinción: la del buen gusto en los modales, la tolerancia en las ideas, la templanza ante
el dolor, la humildad de mirarse al espejo y no sentirse más ni menos que cualquier otro
ser sobre la tierra.
Ejerció estos atributos en los ambientes muy heterogéneos que frecuentó durante
toda su vida. Su mejor amigo era quince años mayor que él; su mujer, más de diez.
También lo superaba en edad el empleado que custodiaba sus tierras bonaerenses, a
quien llamó “mentor y amigo” al dedicarle uno de sus libros.

2
No temía a las influencias, como los débiles de espíritu; antes bien las buscaba
para alimentarse de experiencia y sabiduría.
Adolfo Bioy Casares vivía en una vieja residencia de la zona más rica y
tradicional de Buenos Aires pero se sentía muy cómodo en el campo que heredó de sus
padres, asimilado al paisaje y a los valores que cultivaban sus hombres, en especial el
coraje callado de los que mueren en soledad. Como le tocó hacerlo a él, habiendo
perdido en los últimos tiempos a su mujer y a su única hija.
El hombre que acaba de morir necesitó ayuda económica, hace pocos años, para
superar un trance judicial y la obtuvo sin pedirla. Con el mismo “bajo perfil”, como
llaman algunos ahora a la falta de egolatría y de frivolidad, con que construyó una obra
literaria que no se propuso a designio pero que no pudo impedir que surgiera de su
profusa imaginación por el placer que le producía consumarla.
En su libro más breve y menos difundido, Memoria sobre la pampa y los
gauchos, este inventor de mundos estableció los “caracteres ilustrativos de la
idiosincrasia del gaucho”, encarnados, según él, en la persona de un viejo criollo del
pago de Las Flores. Así lo dijo: “...esa delicada variedad del énfasis que consiste en
decir menos de lo que es; una deferente disposición a restar importancia a dificultades e
infortunios; el descreimiento sin terquedad; la ironía respetuosa; el vocabulario preciso,
con su dejo arcaico; una suavidad en el modo, como si nunca fuera necesario levantar la
voz; la tranquila resignación que conoce el abatimiento, y una distinción personal que
ninguna circunstancia perturba”.
El hombre que acaba de morir no sabía, al hacer esa descripción, que estaba
escribiendo su autorretrato. Y no hubiera aceptado, con el austero ademán de la cortesía,
que alguien lo sugiriera. Por eso hubo que esperar a que él ya no estuviera entre
nosotros para poder decirlo.
(Diario “Río Negro”, 14 de marzo de 1999)

Una mirada sobre "Siempresombra"

De las varias definiciones -y funciones- que pueden atribuirse al arte, una de las más
indiscutibles es la de ser una forma de representación del mundo.
Y cuando decimos mundo nos estamos refiriendo tanto a la conciencia personal del
autor de una obra, a sus vivencias, obsesiones, visiones, como a su realidad exterior, el
escenario de las relaciones sociales, en su intrincado andamiaje histórico.

2
Por eso resulta particularmente lograda aquella realización estética en la que se
conjugan esas dos vertientes con una armonía tal que no pueda distinguirse, de una sola
mirada, el hilván que las une.
Una experiencia de esa naturaleza puede disfrutar quien se entrega con todos los
sentidos a participar de "Siempresombra", la propuesta de "Purogrupo", de Viedma,
seleccionada para representar a la provincia de Río Negro en el Encuentro Nacional de
Teatro a celebrarse este mes en Paraná, Entre Ríos.
Inspirada en textos de Gabriel García Márquez y Eduardo Galeano -quizá los cronistas
latinoamericanos más universales-, "Siempresombra" es una obra de creación colectiva
que se funda en personajes de ficción de fuerte carnadura, conmovedoras criaturas que
vibran al pulso de sus pasiones, de sus mezquindades y limitaciones, de sus miedos y de
sus sueños.
No resulta forzada, sin embargo, la transmutación de estos seres en sus dobles
metafísicos, como es el caso de Dámaso-Jesús, ni que las historias individuales de
soledad e incertidumbre se vean, naturalmente, como el equivalente de la marginalidad
social, el desvalimiento de muchos frente a los poderosos. En la escena culminante de
esa síntesis, Dámaso cae con los brazos en cruz y exclama: "¡Llámenme...! ¡Que alguien
pregunte por mí!" y en esa frase condensa la angustia existencial del hombre de nuestro
tiempo, pero también es sutil paráfrasis del "Dios mío, por qué me has abandonado",
dicho por Cristo antes de expirar.
La obra no tendría esta eficacia si todos los componentes de la puesta no cumplieran
estrictamente con una función narrativa cabal, en bella y coherente sintaxis. Nada es
azaroso, decorativo o enfático: los ambientes, los variados recursos escenográficos,
luces, sonidos, ritmos, superposición o ajustada sincronización de voces, los aromas, la
ubicación de los espectadores en virtual intimidad con la acción. Los actores, como
coautores que son, junto al director Hugo Aristimuño, demuestran consustanciación con
el texto y sus metáforas y en algunos casos alcanzan verdaderas creaciones con sus
personajes.
Los que somos refractarios al pintoresquismo, a la intrusión del color local, al
regionalismo como sustento principal de las obras artísticas y a la asimilación más o
menos abrupta del llamado "realismo mágico" latinoamericano, sentimos que esos
elementos pocas veces son auténticos y suelen encerrar una intención demagógica,
consciente o no. Esa desconfianza también puede ser resultante de un obstinado sentido
nacional, con la conocida paradoja de que ese "nacionalismo" está cargado de la visión
2
porteña, que siempre tuvo a Europa como modelo. Además, sin duda, se basa en las
peculiaridades argentinas que nos diferencian en buena medida del resto de América
Latina y que abonan numerosos rasgos propios, únicos.
No obstante, hoy estamos en un momento de inflexión en la historia de la cultura de
esta parte del mundo, que pareciera resolver definitivamente la falsa antinomia entre
"nacionales" y "latinoamericanos", con la poderosa ayuda del modelo socioeconómico
que nos hermana cada día con su planificado empobrecimiento de las mayorías.
"Siempresombra" es una clara muestra de ese punto de convergencia de los signos de
identidad y de sus lenguajes artísticos. Dámaso (Carlos Irazusta) bien representa a un
venezolano, a un brasileño, a un argentino o a un cubano; la Cuentacuentos (Silvia
Gentile) y el Loquito (Jorge García) también son arquetipos versátiles en tiempo y
espacio, por citar solamente a los personajes de presencia más fuerte en escena. La otra
actriz, Alejandra Lehner, acompaña con su Ana en la misma línea conceptual.
Las mixturas, las fusiones, las integraciones culturales se producen desde abajo,
"crecen desde el pie", como insistía Alfredo Zitarrosa. No es desdeñable el logro de que
en la sala "El Tubo" la voz de Chavela Vargas, desde la grabación, suene como si fuera
nuestra. (¿Y no lo es, acaso?)

(“Río Negro”, 23 de octubre de 1996)

Con el aura del arte genuino

Cuenta María Teresa Andruetto en un poema que su madre no permite que se hable mal,
en nada, de la Argentina. Siempre interpone una frase: “¡Este país generoso recibió a tu
padre!”
Otra amiga recuerda que, recién llegada de Chile con su madre, Perón agonizaba a fines
de junio del ’74. “Vaya y rece por él; es el Presidente que nos abrió las puertas”, le dijo
su madre, y ella creyó que tenía razón.
Los que buscan un lugar en el mundo, su mínimo solar donde reconstruirse y prosperar,
generan vínculos singulares con la nueva tierra, manteniendo fuertes y ambiguos
sentimientos con su patria natal. (Algo del infamante destierro que los griegos imponían
como máxima pena a sus ciudadanos se filtra aún en la conciencia de los inmigrantes,
cualquiera sea el motivo imprevisto de su viaje).

2
Este fenómeno, universal y eterno, vasto y complejo, rico hasta sabérselo inabarcable,
ha sido tema de innumerables abordajes por medio del arte, sobre todo en teatro y en el
cine. La creación colectiva “Salitre, una danza migratoria” amalgama con rara
perfección el espectro variadísimo de vivencias que laten, capa sobre capa de la
memoria familiar, en los hijos y nietos de los que llegaron a nuestro país desde remotas
procedencias.
Con los recursos austeros que aconsejaba el núcleo dramático, tanto la coreografía y el
vestuario como la escenografía, luces y sonido fueron engarzados en una estructura de
secuencia impecable, sostenida tensión y crescendo envolvente y arrollador. Así, la
puesta adquiere el carácter de obra, convoca a la emoción sin efectismos y conmueve
como sólo lo hace el arte genuino.
¿Y qué de los actores y de las actrices? En función danzante –salvo un par de canciones
casi sobre el final-, lógicamente limitados al instrumento de sus cuerpos, dieron vida a
personajes emblemáticos lejos de todo estereotipo. Sus desplazamientos y gestualidad
tuvieron siempre el carácter expresivo que la narración exigía, sin desbordes ni
lucimientos personales.
Cuando es casi imposible distinguir excelencias por separado, cuando el todo se impone
sobre cada una de las partes en virtud de una armoniosa sintaxis, el resultado es
inmejorable. La búsqueda estética de Hugo Aristimuño, su afán de investigación, su
solidez conceptual y docente, alcanzan en este trabajo una cima creativa que el mundo
merece ver.
(“Río Negro”, 23 de diciembre de 2006)

Prólogo para un libro oracular

Todos los tiempos de una vida, traídos al presente por el azar del recuerdo y el albedrío
de la imaginación; todos los rincones de un lugar, propio y de multivagos seres,
luminosos y reales, de la niebla o de la noche; la flora colorida del río y de las bardas;
los perfumes naturales y los afeites de muchachas; el paso lento y a veces tortuoso de
los días; las marcas culturales que incitan e inhiben y confunden; las voces íntimas y las
populares, el clamor de las calles y el miedo que imponen las violencias.
Tal caleidoscopio gira y abre, gira y muestra, gira y oculta en su pantalla de
sensaciones directas, en la superficie de la piel y en los pliegues del alma que visten y

2
animan el mundo de Negra Garrafa, niña y señora del río y sus secretos, de las retamas
y rejas y almendros de su pueblo, del amor y el desamor de sus criaturas.
Este libro desmesurado y apolíneo –la paradoja es aquí una orfebrería- se
constituye así en un texto oracular, transitable con los recursos que nos pide: los
sentidos muy alertas, alta la percepción, abierto el corazón y sus arterias. En cualquier
página, la voz de una mujer nos cantará una canción o nos contará un cuento, el modo
más eficaz y perdurable de hacer huella en la memoria. Y allí, espejado en el canto o en
la historia, el lector tendrá ocasión, templado su instrumento, de recrear el poema que lo
indaga.
Perplejo, me pregunto qué rasgo o noticia o venero o instante o repliegue o
atisbo no fue rozado en estas páginas. La respuesta no puede ser indudable. Porque
hasta el porvenir se cifra, quizás, en los espacios que median entre verso y verso, de
palabra a palabra, en el mar de azules y de sombras, de umbrales y de hamacas que unas
mágicas sandalias han sabido recorrer aludiendo el misterio, sin cometer nunca el
pecado de la revelación.
La poesía es la única forma del arte que puede abrazarlo todo con su gesto, el
noble artificio de palabras. Y en Calcé las sandalias azules lo que se abraza desborda
los límites de un mapa reconocible y querido, desde aquella aldea a la ciudad actual,
para tornarse reflejo de otros mundos posibles, como quiere la máxima de Tolstoi.

(En Calcé las sandalias azules, de Yolanda I. Garrafa, El Camarote Ediciones, 2008)

Blues del Centenario (y después…)

Los chicos florenses de 1956 reflejaban su inocencia en la blanca palabra callejera del
“Loco” Peña, ser mágico, casi sobrenatural, que nos salvó buena parte de la infancia.
Otro asombro lo producían unas cabezas –pico ávido y ojos enormes- asomadas por las
rejas de la Escuela Normal: la pareja de ñandúes que desconcertaban el césped de su
jardín perimetral con zigzagueantes carreras.
La vida era tan luminosa y tan sórdida como ahora. Los diferentes éramos
nosotros, recién salidos del cascarón. Fue entonces cuando aprendimos, sin saberlo
claramente, que para estar bien despierto hay que soñar. Pero los propios sueños, los
que fuéramos capaces de imaginar sin copiar frisos ajenos.

3
En aquel segundo grado de 1956, una maestra suplente, por sensatez o fatalidad,
acercó un dato cardinal para conjurar la fábula deshonesta de la cigüeña. En clase de
botánica buscamos la definición de la palabra “ovario” y la curiosidad nos abrió el
camino de la naturaleza, obturado en su anchura y esplendor por el oscurantismo
religioso.
Frente a la escuela, en la Plaza Italia, la abrumadora fragancia de la magnolia era
un apunte de futuras experiencias, mientras a pocos metros sangraba todavía el muñón
del monumento a Evita, arrancado brutalmente unos meses antes. ¿Qué les habría hecho
el “hada buena” a esos hombres desencajados?
A media cuadra de allí, en Las Heras 528, el piano de mi abuela amortiguaba
esas dudas acuciantes con tangos de Roberto Firpo, pero al lado de su casa la devoción
peronista de Marcela Del Val, querida vecina, clavaba nuevos interrogantes.
Fuera ya de mi barrio, el pueblo esparcía otros misterios. En 25 de Mayo y
Harosteguy, en los altos de la farmacia de Fíngolo, estaba la Biblioteca Popular “25 de
Mayo”, salón de lectura, escuela de ajedrez y lugar de cita con amores imposibles. Más
adelante, en la esquina con General Paz, de madrugada podía escucharse un bandoneón
canyengue en el boliche del “Gordo” Moyano, donde alguna noche de alcohol los
cuchillos dirimieron una bronca.
Cerca, hacia Rivadavia, había un tinglado para caballos de carrera que un peón
silencioso vareaba a horas inciertas por calles suburbanas de San Martín al fondo, en
inmediaciones del hospital.
El Parque Plaza Montero tenía aún su laguna intacta y en la pista de tierra
asentada con aceite quemado derrapaban los “bólidos” de la Mecánica Nacional, mucho
antes del furor por los clubes con pileta y los autódromos pavimentados.
Ese ambiente aldeano, sin embargo, ya albergaba el embrión de los grandes
cambios que vendrían en la década siguiente. Llegó gente nueva -Carlos Labolita y
Nieves Alonso a la Escuela Normal, Omar Dinelli a la Parroquia, por nombrar a los más
emblemáticos- y circuló un aire fresco, encontramos otro sentido a muchas palabras:
libertad, por ejemplo, que fue bajada de palcos y de púlpitos para usarla como una
camisa arremangada.
Si hasta entonces intuíamos que la cultura de un pueblo se forja en la cocina de
todas las casas, supimos que se completa y consagra en las plazas de las voluntades
comunes. La sangre derramada no hace más que confirmarlo; aunque parezca, aunque
sea, una paradoja.
3
(“La Gaceta” de Las Flores, edición especial conmemorativa, marzo de 2006)

Memoria de oficios y compañías

Suelo decir que las dos cosas más importantes las aprendí entre los cinco y los seis años:
leer y escribir, por lo menos sus rudimentos. Y son las más importantes porque nunca he
dejado de practicarlas. (De paso, recuerdo que Petrarca le decía a Bocaccio: “Ya que
debo morir, espero que la muerte me encuentre ocupado: leyendo o escribiendo.”)
A partir de entonces la palabra aburrimiento desapareció para siempre de mi
lenguaje coloquial. Mi padre y mi abuela materna, polos del poder familiar entre los que
debíamos oscilar para no ser aplastados en el medio, tenían sendas bibliotecas, bien
diferenciadas, que fueron mis fuentes de placer y aprendizaje, refugios ante el oleaje
interior y las mareas exteriores. Salgari, Verne, Conan Doyle, Mark Twain, Zola,
Espronceda, Bécquer, Amado Nervo, Almafuerte, Guido y Spano, Alfonsina Storni,
enciclopedias, diccionarios, manuales de anatomía, botánica y zoología, la historia
antigua y sus mitos, fábulas de Esopo y Samaniego, Las Mil y Una Noches, Corazón de
De Amicis, integraron el primer arcón de lecturas, que con pocas variantes me nutrió
hasta la adolescencia.
Mis primeros textos fueron intentos de salir de los moldes escolares, a pura
intuición, precisamente dentro de la educación formal, en clases de lengua e iniciación
literaria. Allí fue decisiva la sutil inteligencia y el entusiasmo de una profesora, Nieves
Alonso, que me enseñó a los grandes españoles y latinoamericanos: García Lorca,
Machado, Miguel Hernández, Vallejo, Nicolás Guillén, Arlt, Cortázar, Quiroga, Borges,
Sábato, Rulfo, Onetti…
Casi enseguida descubrí a Hermann Hesse y Walt Whitman, Poe y Kafka, pero
también a Susana Esther Soba, la poeta de Saladillo, cuyos libros circulaban de mano en
mano (el inolvidable Militancia del corazón fundía, para mi asombro y gusto, dos
movimientos del alma que parecían contradictorios en aquella época). Y le siguieron
Montale, Pessoa, Pavese, Raúl Gustavo Aguirre, Huidobro, Rilke, César Fernández
Moreno, Artaud, Baudelaire, Trakl, Pizarnik, Nalé Roxlo, Olga Orozco, Elizabeth
Azcona Cranwell, Jaime Sabines, Rafael Cadenas… (con música de fondo de Gershwin
o Piazzolla, Bach o Falú, según los días).
En cuanto a escribir con la conciencia de estar usando un instrumento, el
lenguaje, y con la definida intención de buscar una expresión que conjugara verdad y
3
belleza, creo que fue por los 21 años, en algunas crónicas de sucesos de mi pueblo, Las
Flores, en la provincia de Buenos Aires. Por eso digo que para mí la primera estructura
textual fue la del periodismo, un género en sí mismo –si es que todavía podemos hablar
de géneros- que además puede ser el banco de pruebas para forjar una escritura literaria,
artística. Después vinieron algunos relatos y un premio con jurado de lujo: Bioy
Casares, Silvina Ocampo y María Elena Walsh, que tuvo sabor agridulce porque entendí
que habían distinguido al menos malo de los textos, no al mejor. Eso era en 1972.
Recién en la primavera de 1974, a salvo de las balas de la Triple A en La Plata y
recobrando aliento en un campo bonaerense, se hizo presente la poesía, en una irrupción
tan violenta que me sorprendió y conmovió para siempre. Fue como una revelación; en
el momento en que sucedió yo no sabía lo que estaba pasando. Recuerdo que disfrutaba
viendo a mi hijo mayor, Ignacio, de tres años, correr sin alcanzar a don Miguel, un
hombrón que surcaba la tierra con arado a mancera en la huerta familiar. A contraluz,
recortadas las figuras en el horizonte cercano, me atravesó un rayo de ternura que se
transformó en palabras en el papel donde pensaba hacer la lista de las compras. Supuse
que mi mano escribía por un extraño conjuro, como si no la condujera yo, ajeno a las
emociones conocidas, transido de un espíritu nuevo y oficiante de un rito que creía
prestado. Lo cuento ahora y me conmuevo como entonces. Hoy sé que cuanto más
somos nosotros mismos, menos creemos ser. Estar totalmente afuera, en esa “intemperie
sin fin” que es la poesía, según Juanele Ortiz, es habitar nuestra esencia más íntima e
impostergable.
Debe de ser por eso que hoy tengo la confianza de que las voces que suelen
visitarme y que se abren paso en forma de poema o de relato ya no habrán de
abandonarme. Aprendí a escucharlas y a obedecerlas.

No puedo decir si hay un asunto o varios que me ocupen con preferencia, pero
en todo caso confluyen en un punto: el amor. Cuando algo se mueve en el mundo, es el
amor (o su contracara, el odio) quien lo impulsa; y vale especialmente para todas las
manifestaciones del arte. Onetti dijo: “Escribir es para mí un acto de amor; y no me
pregunte en qué sentido. Tómelo como quiera”. Y Onetti era uno de los tipos más
ásperos de la historia de la literatura, pero también uno de los más inteligentes, lúcidos y
sensibles, por lo que podemos suponer que sabía de lo que hablaba.
3
En cuanto a contenido y forma, estoy convencido de que una idea, una obsesión,
adquiere cuerpo, se materializa con felicidad si el ejecutante opera según las reglas del
arte, de su arte. Y encuentra la matriz textual propia de las imágenes que lo acosaban al
punto de vencer su natural desconfianza o sabia paciencia. De manera que si hay una
primera frase que dice, por ejemplo, “Me viene, hay días, una gana ubérrima, política”,
el resultado será seguramente un poema y si surge algo como “El tape Burgos era un
troperito que se había conchabado en Tapalqué”, lo más probable es que sea el
comienzo de un cuento o de una novela. (Sé que estoy parafraseando a Abelardo
Castillo, que lo ha dicho antes y mejor).

Reconozco influencias y hasta filiaciones bastante transparentes en lo que


escribo, sobre todo en poesía, con relación a los autores que fui leyendo y me
provocaron asombro, admiración y estímulo.
En los últimos veinte años hay poetas argentinos que uno necesita leer siempre,
como Hugo Diz, Giannuzzi, Teresa Andruetto, Gelman, Irene Gruss, Liliana Lukin,
Jorge Aulicino, Freidemberg, Szpunberg, Alejandro Schmidt, Graciela Cros, entre
muchos otros, y en particular Jorge García Sabal, muerto muy joven, y Juan Carlos
Moisés, de Sarmiento, Chubut. Para mí ellos dos han plasmado una obra de gran rigor,
precisión formal y capacidad de conmoción, voces claras sin pretensiones ni
altisonancias. Creo que una poesía así redobla su potencia y obliga al lector a indagarse,
a interpelarse sobre su destino y sus vínculos con el mundo. Un trabajo con la palabra
sin estereotipos ni concesiones a modas, capillas o ideologías, que necesariamente se
inscribe en el campo ontológico; poesía procede del griego póiesis, que significa
creación, en su sentido más abarcativo, más amplio.
Por eso cuando la poesía es realmente poesía y no meramente unos versitos más
o menos bien encolumnados, toca las profundidades del ser y nos conmueve y nos
modifica, al punto de que solemos sentir que ya no somos los mismos que antes de leer.
Y si bien esa poesía está “dentro del mundo”, no es cierto, como afirma Sergio
Raimondi, que no hay una poesía fuera del capitalismo, que esa sería “una empresa de
extraterrestres”. Confunde los paradigmas el poeta de Bahía Blanca, asimila conceptos
ónticos con el plano metafísico, ontológico, al que pertenece la poesía. Sería como si yo,
maliciosamente, le preguntara si el amor por sus hijos, en el caso de que los tuviera, se
3
inscribe dentro del capitalismo. Se pontifica muchas veces con ligereza desde presuntos
saberes indiscutibles, desde una erudición academicista, que no le ha aportado nada al
arte como tal y en tanto tal, como praxis irreductible a la lógica del positivismo, ya sea
en su versión liberal o en la del materialismo dialéctico.

La palabra es constitutiva del ser, ya lo dijo Heidegger. El hombre es palabra, es


juego y es risa. Es eros. Sin deseo no hay arte ni ninguna otra de las expresiones
culturales que nos distinguen de los demás seres vivos. En el arte está comprometida
toda la persona, mente, cuerpo y espíritu, y no sólo para quien ejerce, practica una
disciplina, sino inclusive para quien la degusta, la disfruta, se entrega a ella. La
contemplación de una pintura, la lectura de un libro o la escucha de buena música, nos
piden involucrarnos y completar así la tarea del autor, que necesita de las visiones de los
otros para confirmarse o cambiar de rumbos. Aunque esto sea discutible y a menudo no
se produzca, por la soledad de la creación y las dificultades para registrar el feed-back.
La busca de la palabra justa es una necesidad del escritor, aunque muchas veces,
más de las que solemos admitir, termine en el fracaso. Es nuestra utopía, y como
cualquier otro horizonte imposible, es el gran motor del trabajo.
Lo mejor del deseo no es que podamos de vez en cuando culminarlo, llegar al
clímax, si no su renovación imperiosa, su seguro y próximo acicate. Por eso es que hoy
el deseo está en entredicho, se habla con datos ciertos de una crisis de la gente con su
propio deseo, tanto por las interferencias o inhibiciones que sufre como porque la vida
en sociedad, con sus tentaciones vulgares de consumo, nos confunde y distrae del
propio camino o impide que lo encontremos. El hombre que consume, que muy pronto
sólo consume lo que le ofrecen y no lo que desea y necesita, está en las antípodas del
hombre que juega, que ríe y que vive por sus manos. Que construye su presente, y por
lo tanto su futuro, con la esperanza viva y cierta de lo que sus manos son capaces de
hacer.

Si nuestra patria es la infancia, como dicen que decía Baudelaire, nuestra casa es
el lenguaje, el propio idioma. A veces lo olvidamos y tendemos a hablar en jergas,
3
ajenas al patrimonio común del castellano. Esto no es una crítica a los acentos propios
del habla coloquial de los argentinos, que amamos y cultivamos, todo lo contrario. Lo
que intento decir es que una cosa es darle entidad y valor a las expresiones corrientes y
acendradas del castellano nacional, probadas por décadas y generaciones de argentinos,
ya sean criollismos, voces del lunfardo, asimilaciones de tantos idioas que los
inmigrantes trajeron, en fin, nuestro acervo en uso, y bien diferente es la aceptación
cómoda y esnob de neologismos sin gracia ni necesidad, extranjerismos ridículos como
decir “break” por pausa, intervalo, descanso, intermedio, como le escuchamos a una
profesora en un seminario… ¡de cultura y literatura! La misma que dijo que todos los
inscriptos recibirían sus “vouchers” al ingresar, en lugar de decir abonos, vales, pases,
una gran cantidad de palabras equivalentes y sencillas. Adecuarse al mundo globalizado
no debe implicar la pérdida de señas de identidad tan esenciales como la lengua madre.
(Nº 11 de “El Camarote”, enero 2007)

Las patrias de un escritor y la gestación cultural


Extrañamiento y pertenencia

Una frase muy conocida dice que “la patria es la infancia”. Y va camino de ser anónima,
por la vía más habitual: que se la atribuyan cada vez a más autores, hasta que sea
imposible dilucidarlo. Hoy, algunos creen que la acuñaron Baudelaire, Rilke, Saint-
Exupèry, Gabriela Mistral, Borges, Mishima, Jauretche, Proust, Alfonsina Storni,
Jacques Prévert, Juan Ramón Jiménez, Miguel Delibes y hasta Juan José Saer, entre
otros. El Google no me deja exagerar.
Si partimos de la verdad y fuerza que encierra esa aseveración, podemos
acercarnos a la conjetura de Juan Carlos Moisés, que en un ensayo dice: “Es posible que
las imágenes de la infancia sean las que marquen a fuego a una persona para toda la
vida”: Y agrega que si la persona deviene en poeta, “esas imágenes primerizas serán
definitorias”.1
Ya que estamos en esto, qué mejor que preguntarle a Pavese lo que opina. El
gran poeta dice en su trabajo “Estado de gracia” que “de cualquier individuo se puede
sostener que los símbolos no radican tanto en sus hallazgos librescos o académicos, sino
en los míticos y casi elementales descubrimientos de infancia, en los contactos
humildísimos e inconscientes con las realidades cotidianas y domésticas que lo

3
acogieron al principio: no la alta poesía sino la fábula, las rencillas, la oración; no la
gran pintura sino el almanaque y la estampa; no la ciencia sino la superstición”.2
Soy consciente de estar recorriendo, con estas citas y referencias, un camino de
indudable universalidad. Que he transitado muchas veces estos años, que conozco
conceptualmente bien, lo he aprendido. La novedad es que no lo había comprendido
hasta hace muy poco.
Llevo viviendo en la Patagonia más de 30 años, lo que equivale a más de la
mitad de mi vida. Durante este tiempo he viajado bastante por pueblos y ciudades de
varias provincias de la región, casi siempre para encontrarme con escritores, poetas y
otros artistas, en reuniones, ferias, certámenes, ocasiones de celebrar la palabra. En un
par de lugares me quedé hasta un año e hice amigos entrañables. En todos lados aprendí
de las más variadas clases de gente, anduve alerta, con los sentidos abiertos, igual que el
corazón. Me enriquecí con la única riqueza que no se esfuma con un golpe de mala
suerte, de adversidad climática o de gobiernos incompetentes o perversos: adquirí
conocimientos de vida, lenguajes nuevos, compartí alegrías y tristezas, tuve compañeros
de camino y amigas de entrecasa. Hasta donde me dio el cuero, no me privé de
experiencias.
Salvo los paréntesis aludidos, he vivido estos años en Viedma, capital de Río
Negro, casi en el límite norte de la región. Llegué mayor, no digo hombre hecho sino
más bien deshecho, pero ya de 27 años, con mi primer hijo y pronto a nacer el segundo.
El destino fue azaroso y necesario, casi como cerrar los ojos y tantear el mapa en un
terreno menos perforado por las balas y sembrado de muertos que la ciudad de La Plata
donde empezaba su corto reinado de terror la Triple A de López Rega y hacían su
bautismo criminal los comandos paramilitares, precursores de la dictadura instaurada
poco después.
Desde que me establecí en Viedma ejercí el periodismo en varios medios
gráficos, en radios y agencias de noticias. La literatura era un berretín de lector
empedernido, habiéndome atrevido a probar el cuento con rápida y engañosa fortuna un
par de años antes. Y la poesía, un sobresalto tan gozoso como liberador en medio de
trabajos y familia.
Todo lo que he publicado fue escrito mientras vivía en la Patagonia. Sin
embargo, nunca pude entender ni vencer la sensación de ser un extraño en tierras
extrañas. Aunque jamás añoré los viejos horizontes al punto de hacer planes concretos

3
de regreso. Es más: si he fantaseado con algún nuevo domicilio lo imaginé dentro de la
Patagonia.
Esa sensación encierra la paradoja de extrañamiento y pertenencia a la vez,
como la ha definido Diana Bellesi, en su caso para referirse a lo experimentado en sus
viajes por América Latina.3
Tal ambigüedad, por muchos años, no se reflejó en mi escritura o al menos yo no
la podía ni puedo detectar. Por más que relea textos de mis primeros quince años en la
Patagonia no encuentro motivos, palabras, giros lingüísticos que hagan suponer al
eventual lector un lugar de residencia determinado de su autor. A lo sumo, podrá
inferirse que se trata de un argentino, acá sí por múltiples marcas.
Con el tiempo, antes en la narrativa que en la poesía, aparecieron situaciones y
personajes ambientados en Río Negro, sobre todo entre Carmen de Patagones y Viedma,
siempre en el siglo XIX. Para urdir esas ficciones me había apoderado de retazos de
historia, o mejor dicho de grietas en la historia de la vida comarcana en las primeras
décadas desde su fundación. Me sorprendí mucho al haber encontrado este camino
narrativo, pues no lo planeé ni preví que eso sucedería alguna vez. Quizá porque creía
no haber acogido con suficiente fuerza, afecto ni autoridad el paisaje del lugar donde
vivo, lo mismo que su pasado y rasgos culturales.
Estos materiales, ingresados naturalmente entre mis recursos a mano para la
escritura, me resultaron gratos en su recreación y sirvieron para desmentirme un
desarraigo que consideraba fatal, irreversible.
Para la misma época mudé de casa, me afinqué en la zona sur de Viedma, a
muchas cuadras del centro, en un barrio popular recién inaugurado. Fue el cambio de
ambiente y vecindario más abrupto que afronté, simultáneo con una ruptura amorosa
que se llevaba toda mi energía. Supuse que la mudanza no hacía demasiada huella en mi
ánimo comparada con el desbarajuste emocional. Sin embargo, un año después me
encontré recopilando textos que aludían inequívocamente a mi nuevo entorno, poemas
del barrio de variados tonos y colores, muchas veces irónicos y hasta divertidos, con
descripciones un tanto bucólicas. Esta vez la satisfacción fue mucho mayor ante el
hallazgo: el lugar donde vivía había logrado conmoverme más allá de toda esperanza y
previsión.
Bien adaptado, entonces, para la escasa tolerancia que para lo social tiene un
solitario, poco asimilado a usos y costumbres, con un distante respeto por las tradiciones
y veneración de próceres locales y sus gestas, había al menos aprovechado algunas
3
historias para reescribirlas a mi modo y pude reflejar en varios textos el heterogéneo
barrio que me tocó en suerte.
En todo lo demás, seguía siendo el chico y el muchacho de la pampa bonaerense
que crió sus ojos en el horizonte verde y llano con molinos y aguadas constantes,
poblados próximos signados por ríos, arroyos y lagunas silvestres, patos silbones y teros
escandalosos, atardeceres mansos y rojos, arcoiris después de cada lluvia, los olores del
jardín familiar que perfuma todo el aire e inspira el croar de las ranas y el canto de los
grillos, con casas altas y antiguas como sólo tiene Carmen de Patagones, ciudad
hermana del Carmen de Las Flores, para reconfortar mis recuerdos. Desde hace más de
treinta años, cruzar en lancha de Viedma a Patagones, subir la cuesta de sus primeras
calles hasta el centro, pisar la Plaza 7 de Marzo y llenar mis pulmones con los aires
bonaerenses, es un placer tan hondo cual entrar en un oasis privado que no ha sufrido
mella con el paso del tiempo.
Estas reflexiones me han brotado a partir de una confesión inesperada y pública,
ocurrida en el mes de mayo de 2008.
Me tocaba coordinar una mesa sobre “Narración y Patagonia” en la Feria del
Libro en Buenos Aires, organizada por el suplemento cultural del diario “Jornada” de
Trelew. Mis compañeros de panel eran todos chubutenses nativos, aunque dos de las
escritoras viven desde hace años en Buenos Aires. Sobre el final de una larga
conversación, y animado por la inteligente pregunta de un joven estudiante de Letras
nacido en Madryn, me escuché decir: “Tengo una fuerte ambigüedad de sentimientos:
amo a la Patagonia pero me cuesta mucho decir que me sienta un patagónico. Vivo en
Viedma, donde asiento un pie firme, para nada vacilante, pero el otro planea entre Las
Flores y La Plata, donde nací y me crié, estudié, tuve militancia política y gremial y
fundé familia. Con esa dualidad convivo sin angustias pero con cierta perplejidad y no
puedo dirimirla ni resolverla en otro lugar, en otro plano, que no sea en el de mi
escritura. Y allí ya no puedo opinar; tendrán que hacerlo los lectores de mis textos”.
De esto deduzco que, como decía al comienzo, si bien la patria es la infancia por
imperio natural, en tanto sustrato sensorial, emocional y afectivo, para los que
construimos nuestro mundo interior, intelectual pero también afectivo, mediante la
palabra escrita, como lectores primero y luego como escritores y siempre lectores, la
patria elegida es el lenguaje, la lengua madre, la combinación permanente de unos
sonidos y sus significados, que dan sentido a nuestra vida.

3
De allí puede proceder ese raro extrañamiento respecto de la tierra, del lugar que
habitamos, que no nos colma, no termina de enamorarnos, nunca termina de ser
“nuestro” lugar. Creo que para el artista el sentido de pertenencia a la materialidad de un
espacio físico es ilusorio cuando no voluntarista, y hasta político en su sentido más
amplio, que es cuando adquiere entidad y potencia, en el mejor de los casos. Porque,
con más fuerza, quien trabaja con los lenguajes simbólicos del arte se remite
constantemente a ellos, sus herramientas son el único sitio seguro de referencia y cobijo,
de arduo placer, de trabajo en la vigilia y durante el sueño, de desvelo constante y
rumbo cierto.
Borges y Abelardo Castillo, por citar a los que tengo más a mano, identifican a
la literatura con la palabra destino. No destino con el sentido griego de fatalidad y
arbitrio de los dioses; destino como rapto de la imaginación cazada al vuelo en alguna
siesta de niñez o adolescencia; destino como determinación y voluntad, como trabajo y
reparación en un solo acto; destino como sendero apenas entrevisto que intuimos es
camino central; destino como el derrotero marcado en un boleto de ida; destino como
pasaje, rito y juego.
Por todas estas cosas, y por muchas más seguramente, de las que a veces
tomamos apuntes para intentar borradores de futuros textos, ha de ser que el tema de la
identidad regional es motivo de conversaciones, coincidencias y disensos, lo mismo que
origina facturas de distinto sabor a la hora de tejer un poema o esculpir un relato o
novelar personajes o investigar sucedidos.
El profesor Virgilio Zampini, en un libro que merece urgente reedición, definía:
“Habitar es dar sentido a un espacio. Es construir, por la palabra, un ámbito de
significados. Vivimos en los espacios que, de un modo peculiar, han creado los textos
literarios”, para concluir más adelante que “el espacio que hoy llamamos Patagonia es
también la resultante de una construcción literaria”.4
Dicho con otras palabras, tal vez valdría la pena preguntarse si antes que esperar
o aspirar a que una región produzca una prefigurada literatura, de colores, contornos y
perfumes más o menos previsibles, no sería saludable suponer que la literatura es la que
va generando la fisonomía, los rasgos y el carácter de la región desde la que se escribe.
Como todos los aportes que hace el arte para perfilar una cultura.

Notas
4
1. Moisés, Juan Carlos. “Escribir en la Patagonia”, revista-libro “El Camarote” Nº 3,
Viedma, junio/julio 2004.
2. Pavese, Cesare. El oficio de poeta, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1970.
3. Bellesi, Diana. Entrevista por Alicia Genovese y María del Carmen Colombo, en
Colibrí, ¡lanza relámpagos!, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1996.
4. Zampini, Virgilio. Construcción literaria del espacio patagónico, Ed. Biblioteca
Agustín Alvarez, Trelew, 1996.

(http://www.bastaraparasanarme.blogspot.com)

(Texto de la ponencia presentada en el XXVI Encuentro de Escritores Patagónicos de Puerto


Madryn, agosto 2008, en mesa compartida con Silvia Iglesias, Juan Carlos Moisés y Jorge
Spíndola, bajo el título “Cuatro voses”).

***

Mil palabras sobre el oficio de escribir

Tanto en narrativa como en poesía, más que ritos observo ritmos, períodos de trabajo en
los que la convocatoria procede de una determinación interior impostergable. A veces
esta disposición se origina en un objetivo marcado desde afuera, como por etapas suelen
ser los concursos literarios. Tener en el horizonte un compromiso de esa índole obliga a
poner en juego los espacios y los tiempos para cumplirlo.
En cuanto a instrumentos y circunstancias, hay pocos elementos constantes: nunca un
poema nace en el teclado de la computadora, lo que sí puede ocurrir con un relato; tengo
multitud de cuadernos y libretas y lapiceras a la mano en toda la casa, no sólo para
apuntar una idea, una imagen, un par de palabras interesantes y abruptas, sino para
anotar algo que escucho por la radio, que detecto en una película o que subrayo en los
libros que estoy leyendo. Hay una mesa preferida, la de la cocina, cerca del fuego,
pequeña y orlada con papeles, donde casi siempre me apoyo para escandir unos versos o
borronear párrafos de incierto destino. Ni la hora, ni la luz ni el bullicio eventual me
afectan demasiado; si voy a escribir me blindo en una cápsula de absoluta prioridad.
Esto, claro, me ha acarreado problemas socio-ambientales y psico-afectivos, que he ido
resolviendo con una progresiva y consistente soledad.

4
Escribo lo que surge de un-estar-atento a palabras -o imágenes destinadas a ser
transmutadas en palabras- que aparecen en la conciencia en la riquísima fragilidad del
instante. Darle sentido a esa fugacidad, a ese relámpago, eso es para mí la poesía. Con
otro volumen y densidad de discurso interior, vale lo mismo para la narrativa, para el
nacimiento de un personaje que va a decir algo, a hacer algo. O para dibujar una
situación que desembocará en una historia. Siempre cito a E. L. Doctorow: escribir “es
como conducir un auto en la noche; es imposible ver más allá de las luces altas, pero se
puede hacer todo el viaje de esa manera”. Lo que no quiere decir que no se sepa hacia
dónde vamos, pero a menudo al final del camino nos sorprendemos y en algunos casos
esa sorpresa es grata. No dimos en el blanco al que habíamos apuntado, pero quizás
hicimos centro en un blanco cercano.
Es muy raro que la composición de un poema me demande una investigación; a lo sumo
puedo necesitar un dato, la precisión de un nombre o de una fecha. Es más fácil que
suceda al revés: el acceso a información nueva me lleva al poema, como cuando vi un
documental sobre los nubas de Fungor, en Africa, y a los pocos días escribí un texto
inspirado en sus rituales con los cántaros para el agua en la ceremonia fúnebre de un
viejo hermano de la comunidad.
En narrativa sí es habitual un trabajo de rastreo, prolongado y minucioso, sobre
personajes, hechos y época que vamos a necesitar para darle verosimilitud y carnadura a
la historia que nos proponemos contar. Hay ocasiones en que esto lleva varios meses y
hasta años, como cuando nos resulta imprescindible leer un libro agotado y no
conseguimos en ninguna parte un ejemplar de viejas ediciones. Esto me sucedió con “La
luna y seis peniques”, de Somerset Maugham; hasta que no se reeditó en castellano no
pude continuar con un esbozo de relato. (Vale consignar que esto ocurre en provincias
con más frecuencia que en Buenos Aires, donde las fuentes de búsqueda son
inagotables).
El método, para mí, comienza con la corrección de los textos, que a veces son casi
completas reescrituras, aunque esto es menos común. Este trabajo es el de la verdadera
escritura, porque el primer texto es un pre-texto, siempre. Que si no pasa de esa
condición habrá sido un intento fallido, tal vez un mero apunte. Es cuando distingo dos
momentos. El de la corrección en la primera lectura es un repaso de sobrevuelo, que
sirve para emprolijar pero también para formarse una opinión, saber si le podemos dar
el “pase” para un futuro trabajo. Allí nos queda una impresión mensurable en grados de
interés, que nos mantendrá más o menos entusiasmados con la idea de retomar el texto.
4
El segundo momento será luego de un tiempo muy variable, que nos confirmará o no
aquella primera sensación en cuanto a la calidad y posibilidades de crecimiento (no
confundir con mayor extensión) del texto. En ese período de fermentación nosotros
cambiamos y el texto también, pues en la medida en que el contexto cambia, el texto no
puede permanecer idéntico. (Recordemos “Pierre Menard, autor del Quijote”, de
Borges). Es el momento de imprimir y ensuciar la página, de suprimir y condensar, de
ajustar y precisar, de dominar el ego y lo dionisíaco para que venzan el yo y lo apolíneo.
Es el momento del aprendizaje con nosotros mismos, de la artesanía, de la lucha con el
lenguaje, que es moldeable pero tiene los límites de todo código y trasponerlos implica
una decisión de alto riesgo. Riesgo que constituye una empresa de gran envergadura y
donde naufragan muchos intentos presuntamente vanguardistas.
Juan Carlos Moisés dice que la mirada del niño cría los ojos del poeta que será (o algo
parecido, cito de memoria). Y no puede menos que creerle quien supone haber visto con
sus propios ojos y no con miradas de préstamo o alquiler. A esta altura, como dice
Gelman, intento ser poeta. No es posible serlo todo el tiempo, vivir en estado de poesía
es un ideal precioso y arrogante que nuestra cuota de romanticismo acarició alguna vez.
Hoy creo con cierto realismo que el proyecto consiste en estar dispuesto, abierto y alerta
como para que la poesía me habite cada tanto y me use de medio para expresar, captar
una brizna de realidad –íntima o exterior, siempre propia- y convertirla en ese objeto
nuevo que es el poema. Una mirilla para atisbar un mundo otro, una forma de
conocimiento (y de autoconocimiento) que suele darse, también, como don de profecía.

(Para el blog de poesía “La infancia del procedimiento” -


http://www.lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com/)

Raúl Orlando Artola nació en Las Flores, provincia de Buenos Aires, en 1947 y vive en
Viedma, Río Negro, desde 1975. Es periodista, escritor, editor y docente.
En poesía publicó Antes que nada (Fondo Editorial Rionegrino-EUDEBA, 1987), que
recibió el segundo premio literario regional de la Secretaría de Cultura de la Nación
(1985-88); Aguas de socorro (Último Reino, 1993), segundo premio del Concurso
Patagónico de Poesía 1992, organizado por la Fundación Banco Provincia de Neuquén y
la Secretaría de Cultura de esa provincia, y Croquis de un tatami (Asociación Madres de
Plaza de Mayo, 2002; segunda edición por El Camarote, 2005; libro premiado en el
concurso internacional “25 Años de Lucha”). En narrativa publicó El candidato y otros

4
cuentos (Secretaría de Cultura del Chubut, 2006), segundo premio del XXIII Encuentro
de Escritores Patagónicos de Puerto Madryn, 2003.
Se han incluido textos suyos en las antologías Poesía y cuento patagónicos, editada por
la Fundación Banco Provincia del Neuquén y la Subsecretaría de Cultura de Neuquén
(1993), Abrazo austral. Poesía del sur de la Argentina y Chile, colección “Desde la
Gente” del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 2000, y en
Nueve monedas para el barquero, Verulamium Press, St. Albans, Inglaterra, 2005.
Ha compilado la antología consultada y comentada Poesía/Río Negro (volumen I), que
incluye a 23 autores y publicó el Fondo Editorial Rionegrino (2007). El volumen II está
en proceso de edición, con otros 21 poetas jóvenes de esa provincia.
Coordina talleres literarios desde 1995 y dirige la revista-libro “El Camarote – Arte y
cultura desde la Patagonia”, que lleva publicados catorce números desde 2004.
Tiene en preparación nuevos libros de poesía y narrativa, y una selección de trabajos
periodísticos publicados e inéditos en cuarenta años de profesión, iniciada en 1969 en el
diario “Progreso” de Las Flores.

También podría gustarte