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Entre gardenias -Mariana Travacio-

Mi madre llegaba, sus arrugas estiradas, los pies cansados, y se ponía a cocinar, como si
cocinar le significara tapar un agujero urgente, gigante, porque nada la contenía,

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

mientras yo le hablaba y el aceite rugía en la olla, pfiss, pfiss, rugían los huevos, rugían las
papas, pfiss, rugía el arroz. Después ella me daba los huevos, las papas, el arroz,

– Comé, Adelaida, comé

y yo comía el silencio, el resquicio, el desquicio, mientras ella llegaba exhausta, redonda,


las arrugas estiradas, sin facciones, los tobillos hinchados, y cocinaba, pfiss, y era el olor del
aceite sobre la cocina, del aceite estallando en la olla, el olor de los huevos, pfiss, y yo le
hablaba del colegio, de esa compañera, de la maestra y ella

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

y la comida, pfiss, y mis palabras silenciadas de eso urgente que ocurría en la olla, que
siempre me acallaba de urgencia, hasta que ya no supe hablar, solo silencios, solo comer,
porque de eso se trata, de comer hasta reventar, porque las palabras no salen, no dicen, no
rellenan agujeros, la comida sí,

– Comé, Adelaida, comé.

Mi padre llegaba tarde, silencioso, delgado, debía tener otros agujeros, distintos, agujeros
que no se rellenan de papas, de fideos, de arroz; llegaba y lo recibía solo el silencio, el
desquicio, el desprecio, y yo lo veía en la penumbra, en puntas de pie, en la rendija de la
puerta, aferrarse al silencio para sacarse los zapatos, aferrarse al marco para sacarse las
medias, entre saltitos un poco ridículos, cuando se desaferraba un poco, dos o tres, y
sacarse el pantalón, en puntas de pie, y acostarse al lado de mi madre gorda, que roncaba
a esa hora, y yo, que miraba por la hendija de la puerta ese rectángulo de luz azul, que
daba saltitos un poco ridículos, al sacarse los zapatos, o las medias, antes de acostarse al
lado de mi madre gruesa y roncar con ella esa canción de desquicio, de resquicio, de
intersticio,

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

entonces yo me abrazaba a la almohada, en esa lumbre de luz azul, y hablaba sola, en el


silencio que ya era solo mío, solo mío mientras mamá roncaba su gordura en pausa y papá
daba sus saltitos de luz azul.

A los quince vino Pedro, acaso le gustaran las gordas, lo pienso ahora, me buscaba a la
salida del colegio, me perseguía su sombra, él tenía dieciocho, pasaba el día en el billar, se
despertaba al mediodía para buscarme con su voz melosa, ronca, cavernosa, a veces creo
que él la volvía gruesa para mí, un ramo en las manos, a veces un chocolate, o las manos
vacías y los ojos de inquisición, y yo que creía que era una burla, por mis muslos troncos,
mis pies macetas, mi cara estirada, mi abdomen hinchado de papas, de fideos, de arroz, a
pesar de la firmeza de mi carne de entonces, que no se dignaba a estirarse tanto, pero se
estiraba, obligada, y era una masa compacta, rígida, dura, de carne, gorda, y él con ese
ramo en la puerta, y yo descreyéndole, riéndome, desmintiéndome,
– No te oigo, Pedro, no te oigo

y Pedro

– Sos el amor de mi vida

y yo escuchando la burla sobre mi abdomen hinchado de papas, mis muslos compactos de


arroz, mis nalgas redondas de aceite, rellenas, rotundas, mirando el suelo, las baldosas
cuadradas, de ballenitas amarillas, ese amarillo tenue, arrastrando el alma, redoblando la
burla de mis compañeras, el sarcasmo de la maestra, esa risa atenuada de todos, en
sordina, como si me quisieran ahorrar una parte del escarnio, de la injuria, del sarcasmo,

– Comé, Adelaida, comé

pero no soy tonta, puedo parecerlo, pero no, le digo a Pedro que se vaya, que deje de
perseguirme, que me ahorre las rosas de burla, los chocolates de vicio, las manos vacías de
amor, que llego a casa y me calmo sola, la lata de galletitas solo mía, o voy al almacén y
compro medio kilo de bizcochos y medio de surtidas, o voy a la panadería y compro una
docena de medialunas y me relleno el resquicio, el desquicio, el esquicio,

– Basta, Pedro, ya

y Pedro insistente, volviendo, indignándome, burlándome,

– Sos el amor de mi vida

y yo que un día ya no aguanto y le pego, cierro el puño, lo lleno de silencio, lo cierro otra
vez, lo lleno de arroz, lo cierro otra vez, lo lleno de escarnio, y se lo dirijo directo a la nariz,
con todas mis fuerzas, con todas las fuerzas de mi vientre abultado, del pecho en jirones, de
los fideos y de los huevos, y se lo estampo en la cara magra, ovalada, no redonda, ovalada,
y le sangra un poco la nariz, y me mira raro, como con desilusión, desasosegado, perplejo,
con un poco de estupefacción, recoge el ramo, y se va solo, tambaleante, dando saltitos un
poco ridículos, agarrándose la nariz, mirando el piso, solo, un resquicio de maledicencias
que merezco solo yo, son todas mías, de mi yo inflado, de mi yo gordo, poderoso,
humillado. No volví a escuchar que yo fuese el amor de la vida de alguien. Algunas noches
sueño con aquella voz enronquecida para mí, gruesa por mí, que me dice,

– Sos el amor de mi vida, Adelaida

y se me aparece mi madre, justo antes de morir,

– No quiero, Adelaida, no quiero

que no le amputaran los dedos, pero era ineludible, ella se negaba, pero no se podía evitar,
renegaba, pero eran los dedos o la pierna, le amputamos los dedos, en la clínica, ella
estaba en la clínica entonces, yo la visitaba dos veces por semana, cuando cerraba el
negocio los miércoles, y los domingos, que eran días de nada, de empanadas, de
panadería, días de buñuelos, de televisión,

– Comé, mamá, comé


la visitaba, le llevaba bizcochos, o medialunas, sí, yo le llevaba, porque sabía que le
gustaban,

– Comé, mamá, comé

pero al final ella comía menos; murió gorda igual, pero comía menos, porque estaba un
poco vieja, y un poco desvaída, y un poco le daban esa comida sin sal, que no le gustaba,
así que las arrugas se le empezaron a notar un poco más, no mucho, murió con el rostro
estirado igual, porque ella nunca le dio espacio a los silencios, a los intersticios, no, no le dio
lugar,

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

así que murió con la cara redonda nomás, en la clínica de la alameda Santos, al cuidado de
esas enfermeras tan caritativas, tan bondadosas

– Coma, doña Eugenia, coma

cuidándola como si fuera su madre,

– Pórtese bien, doña Eugenia, vamos a la diálisis

como si fuera una santa,

– Trate de hacer pipí, doña Eugenia, hacer pipí le hace bien

y mi madre obediente, a la diálisis, a la chata, a la comida, mirándome con los ojos de


siempre

– No te oigo, Adelaida, no te oigo

clamándome que no le amputaran los dedos, y yo explicándole

– No te oigo, mamá, no te oigo

y asintiendo, porque no quedaba otra, y papá con esa cirrosis que le impedía visitarla, la
visitaba yo, y la cuidaban las enfermeras de siempre, tan caritativas, tan meticulosas

– No me moje la sábana esta noche, doña Eugenia, que para eso está el timbre

tan aplicadas, resignadas, cuidándola,

– Coma, vieja de mierda, que no tengo todo el día

tan cuidadosas que si no fuera por ellas no sé qué hubiera sido de mi madre,

– Comé, mamá, comé

por suerte estuvo en buenas manos hasta que me llaman de la clínica, su madre ha
fallecido, me dicen, y se me viene encima el aceite, pfiss, de la papa, de los huevos, pfiss,
del arroz, y sus manos saturadas,
– No te oigo, Adelaida, no te oigo

y su urgencia por rellenar tanto agujero, tanto intersticio, tanto desquicio,

– Comé, Adelaida, comé

pero un día muere,

– Ha muerto su madre, Adelaida.

Voy al entierro; vamos despacio, ella y yo, y el director de la clínica, que siempre acompaña,
porque es una clínica buena, el director acompaña y después se va, entonces me quedo a
solas con mi madre, mi madre que ya no dice No te oigo, Adelaida, que ya no dice Comé,
Adelaida, entonces le puedo contar, le cuento de Pedro, de la maestra, del escarnio, de mis
compañeros, de las burlas, de mi gordura tan grande, de mis nalgas voraces, porque ahora
la veo más calmada, o me amordaza menos, y creo que puede escucharme, porque ya no
está como antes, tan ensimismada; ahora no cocina, no me empava, no me pfissa, solo
escucha, parsimoniosa, desde la tierra fría, entre gardenias.

NINFAS DE OTRO MUNDO Melina Torres

Sabemos que hay una zanja repleta de agua estancada, hedionda y densa. Sabemos que
hay un perro flaco que ni fuerzas para ladrar tiene. Sabemos que es verano y que Dios no
anduvo por estas tierras. Sabemos que cerca hay un basural y sabemos que hay infinitas
formas de morir pero esta, sin duda, no le queda bien a Loris. Si entre libertad y libertinaje
hay un par de letras de diferencia, Loris no las notaba ni en sus sueños. Tenía como meta
retocarse las tetas en el invierno, pero antes de que terminara el otoño se había tomado la
mitad de sus futuros implantes. Loris portaba sesenta kilos de carne lujuriosa alojada en
gran medida en las caderas, un pelo negro azabache hasta la cintura y la mirada verde
empañada a veces por la noche, otras por un mal amor. Cuando la encontraron, tirada al
lado de un tapial que tenía pintadas las iniciales “RC” cerca de la cancha de Rosario
Central, no había ni un signo del glamour del que hacía acopio. Nada de esto escribió la
oficial Silvana Aguirre, que resumió la escena en tres palabras: "travesti brutalmente
asesinada”.
-Pfiu —silbo Sosa—, esta nena se portó mal.

-Sosa, metete las opiniones en el orto que seguro te entran -le dijo Aguirre ; quiero que
hables con gudo para que redacte un informe completo de la hora en la que murió, cómo
murió y si hay huellas del asesino. Y no quiero que salga de acá adentro. La prensa puede
hacer puré con esto. Aguirre dio un portazo y salió de la morgue del departamento de
policía de Rosario. Al otro día Sosa le pasó los primeros datos del forense: —me dijo Agudo
que la muñequita se trató de defender, hay marcas de uñazos por todo su cuerpo. Silvana
Aguirre llevó el informe de la morgue a su despacho y empezó a analizar los datos con los
que contaba. Fabián Rodríguez, alias La Loris, veinticuatro años, oriunda de Ceres,
trabajaba como acompañante sexual en la discoteca Rouge. Vivía en la zona sur de la
ciudad de Rosario, y tenía un par de entradas por tenencias de estupefacientes y por
exhibicionismo en la vía pública. “En qué te metiste”, pensó en voz alta Aguirre. Enseguida
agarró el teléfono y marcó el número de la morgue, necesitaba escuchar la opinión de
Agudo:
—¿Qué pensás de todo esto? —Que alguien que se pone unos zapatos con tacos de
veintidós centímetros, tiene el concepto de comodidad un poco alterado.
— Dale Agudo, te hablo en serio.
Yo también, Silvana. O vos creés que un monje Zen se va a meter a caminar por los prados
con esos tacos. No, el tipo se rapa, así no tiene que dar explicaciones de su futura calvicie y
además anda en patas. Eso es ser precavido y encima vive sin culpa. Por eso el tipo es feliz
y nosotros dos creemos que porque hoy no dejamos de fumar vamos a morir pasado
mañana de cáncer de pulmón. Vemos gente descuartizada, desmembrada, asesinada y
nuestro problema es el cáncer de pulmón. Dejate de joder, Silvana.
Auirre sabía que para obtener las impresiones de Agudo necesitaba antes tener que
escuchar lo que él pensaba de la vida, lo que él sabía de la vida y lo que él nunca iba a
cambiar.
-Bueno, pero más allá del monje, ¿tenés algún presentimiento que quieras compartir?
—Sí, que conocía a su asesino o asesina. Porque no tiene signos de ataduras en las
muñecas. Eso sí, hay marcas de uñas por todo el rostro, que te aseguro que son postizas,
por lo que deduzco que deben ser de ella misma tratando de defenderse. Pero ya sabés,
todas las pruebas me van a tomar tiempo, el ADN y esas cosas. Y con este comentario
lacónico el forense dio por cerrada la conversación. Aguirre dudó antes de marcar el
número de Ulises Herrera que se había pedido unos días de vacaciones. Estaba segura de
que el caso le iba a interesar de sobremanera, pero por otro lado no quería interrumpir el
descanso bien merecido de su compañero de ruta.
-Buen día, Herrera, ¿sabés cómo un trolo se saca un forro? —Tirándose un pedo, Aguirre
— le contestó Herrera del otro lado — Es un clásico, Silvana. No me digas que me estás
llamando para contarme chistes viejos.
-Bueno, quería alegrarte la mañana y saber si estás descansando.
-Sí, algo — le respondió Herrera—. Ayer descubrí que el panadero de acá a la vuelta me
mira con ganas de regalarme bizcochos de grasa y meterme baguetes por cada agujero de
mi cuerpo.
—¿Vos decís que se dio cuenta que sos gay? —La palabra gay no te pega, Aguirre.
Contame algo divertido. -Lo mismo de siempre, Uli —suspiró forzadamente Aguirre, un
asesinato y esas cosas. Encontramos el cuerpo de una travesti hermosa en Arroyito, cerca
de la cancha de Rosario Central. Hoy voy a ver si me doy una vuelta por Rouge y veo algo
que me llame la atención.
-Perra, sabés que ahora mismo se me está haciendo agua la boca. Te acompaño y que el
panadero se quede con las ganas. Después de una larga charla los policías acordaron
encontrarse esa misma noche en la puerta de la discoteca. Rouge fue el primer boliche gay
de Rosario y es la antesala de la exuberancia y parada obligatoria de las travestis. Quizás
sea el frenesí de los movimientos de esos cuerpos apenas vestidos o el vaho a copias de
perfumes caros lo que le da a Rouge una impronta que resiste el paso del tiempo y la
llegada del imperialismo reggaetonero. Avanzada la noche y los excesos, la pista arde como
fiebre uterina de vírgenes rabiosas y un par de tacos carcomidos adornan una coreografia
mal aprendida. En Rouge los maquillajes baratos mezclados con tetas perfectamente
calculadas forjan ninfas de otro mundo cuyas fronteras se desdibujan lábiles.
-¿Qué andan oliendo por acá, Silvanita Aguirre? - le preguntó el encargado del boliche —
¿Estás trabajando o buscando una conchita? -Mirá Chentorky, te puedo cerrar el negocio
ahora mismo. Busco datos de la travesti que mataron el fin de semana, seguro te enteraste.
-Sí, sí. Acá estamos todos acongojados dijo Chentorky. -Dejá las ironías y canta. -Mirá
Silvanita, sólo porque te tengo cariño y porque sé que detrás de ese cuerpito tortillero hay
una nena en busca de justicia, te voy a tirar unos datos: ves la rubia que está sentada allá,
al lado del dogor de camisa azul —dijo señalando con la cabeza— Esa es La Brasil, la ex
mejor amiga de La Loris. Y aquella que se está empolvando la nariz es Griselda, que dicho
sea de paso es la mejor chupavergas de toda la ciudad.
—¿Sabés si las travestis tienen algún fiolo? preguntó Aguirre.
—No. Creo que no. Ojo que La Brasil no es trabuco, se monta solamente los fines de
semana. Capaz es tu verdulero y ni te diste cuenta.
-Eso no me interesa, qué tipo vulgar que sos, Chentorky.

Justo en el momento en que Aguirre se dirigía hacia las travestis para interrogarlas, se
apagaron las luces de la discoteca y Brasil camino hacia el centro del escenario ahora
tenuemente iluminado. Unos tacos rojos eran la base de la gloria. El punto desde donde
empezar a recorrer la perfección de unas piernas eternas, bronceadas, libidinosas, que
terminaban en una cadera esculpida por el mismísimo Da Vinci y que daban paso a un par
de tetas redondas, tan irreprochables como los labios rojos pulposos desde donde emanaba
una voz que poco a poco iba hechizando los cuerpos y las mentes de cada uno de los
presentes. Micrófono en mano y con una voz ronca y sensual que erizaba cada una de las
miradas, cantó: —Fue tanto lo que amé y no sabía, que poco a poco io, io te perdía... io chi
amo. Acaban de escuchar Eu chi amo de Groverto Carjlo —dijo Brasil, con un acento
portugués que calentó aún más la pista. Cuando terminó el show, Aguirre se acercó a ella.
-Buenas noches le dijo y se notó inexplicablemente nerviosa- Mi nombre es Silvana Aguirre
y soy la inspectora a cargo del asesinato de Fabián Rodríguez, alias La Loris.
-Ay, nena, qué tragedia dijo la rubia—. Vení, vamos afuera, si querés llamo a las demás
chicas y hablamos. Del encuentro con las travestis, Aguirre y Herrera supieron que Brasil y
Loris eran amigas pero que se pelearon por un concurso que organizó Rouge.
También que Loris no tenía enemigos, y que tampoco tenía deudas. Lo que sí tenía era un
amante, “un tipo que no era del ambiente" pero al que todas conocían. El amante de Loris
era el mismo que les conseguía a las travestis aceite industrial que hicas se inyectaban en
los glúteos y provocaba que estos queden duros y parados por un tiempo. Una operación
estética casera difundida en el ambiente. A la salida de Rouge, Aguirre y Herrera fueron a la
cafetería de una estación de servicio a sacar sus conclusiones y delimitar el rumbo a tomar.
A esas horas quedaba claro que Herrera había dado por acabadas sus pequeñas
vacaciones.
-Roberto Carlos me trae el recuerdo de Rosita, la voz del sur dijo Herrera con ánimo de
empezar a contar una de esas tantas historias que acaparaban toda la atención de Aguirre.
“Es inútil explicar la soledad. Hay una barrera que impide la búsqueda de palabras justas
para definir la sensación de soledad, el sentimiento de soledad, la certeza de estar solo.
Únicamente quien cruza la frontera puede entender lo que estoy tratando de decir". Algo así
decía Rosita continuó Herrera.
- ¿A quiénes? No entendiendo —lo interrumpió Aguirre. -A ellos, a los presos. Y porque
ellos sabían lo que era cruzar la frontera es que entendían a la perfección el mensaje oculto
detrás de las palabras enroscadas de esa mina. Y Rosita, los viernes a la medianoche era
la voz de la verdad, Aguirre.
-A que Rosita es una de esas tantas evangelistas que van a la cárcel a conseguir público.
-No te adelantes, Silvana, nada que ver. Rosita era la locutora de una FM trucha de zona
sur. Entre pensamiento y pensamiento, Rosita mezclaba una canción del Paz Martínez con
otra de Roberto Carlos, lo que hacía de esas dos horas y media que estaba al aire un
terremoto de sensaciones. Las cartas desde adentro de la cárcel empezaron a llegar a la
dirección de la radio, y así fue como comenzó el mito de Rosita la rompecorazones. Yo lo sé
porque muchas veces autoricé la salida de esas cartas. Todos soñaban con ella y le
dedicaban alguna que otra tocada nocturna. A lo mejor fue por eso que Eugenio Dalmia
decidió ir a esperarla a la puerta de la radio en su primera salida transitoria.
-¿Eugenio Dalmia? Me suena el nombre —dijo Aguirre — no es el pibito que... —Sí, es ese.
Bueno la cuestión es que ahí estaba Dalmia en su primera transitoria con el pelo peinado
con gel, las zapatillas blancas limpias y mucho olor a desodorante Axe que había logrado
canjearle al gordo Garibaldi por tres atados de cigarrillos. La esperó las dos horas que duró
el programa y cuando faltaban cinco minutos para que terminara, cuenta la historia, que a
Dalmia se le empezó a fruncir el culo como... si hubiera visto a Brad Pitt.

—¿Pero qué tiene que ver Brad Pitt, si Dalmia no es puto? -Aguirre, te lo estoy poniendo en
escena... qué sé yo, a mí se me frunciría. Bueno sigo, la cuestión es que ahí estaba Dalmia
con el ojete fruncido pero igual se acercó a la puerta de la radio y le preguntó al operador de
turno si podía llamar a Rosita. "Gorda, te buscan”, gritó el operador sin levantar la cara de la
consola. Fue ahí, justo ahí que Eugenio Dalmia se dio cuenta que el diminutivo Rosita en
ese pedazo de cuerpo quedaba desacompasado. Rosita era Rosa, como mínimo —dijo
Herrera—. Un cuerpo de más de 120 kilos que caminaban lentos, con el mismo erotismo
que... un tractor.
-No pensarás dejarme sin el final, Herrera -dijo Aguirre. -Es predecible Silvana, adiviná. -El
tipo dio media vuelta y se volvió a la cárcel. Antes se comió un pedazo de pizza en la Santa
María.
—No, Aguirre. Eugenio Dalmia se casó con la gorda Rosa. La hizo su esposa, si total a la
noche todos los gatos son pardos. El tipo apaga la luz y tiene a la mujer con la que tanto
soñó en sus noches adentro. Es amor, Aguirre. Es eso que vos y yo estamos condenados a
no tener. Al otro día Aguirre decidió visitar al amante de Loris. Esteban Prole era el que les
facilitaba a las travestis el culo a bajo precio y a un alto costo. Tenía cuarenta años, su
propio taller mecánico y la mirada inexpresiva. Cuando Aguirre entró al taller, vestida con
uniforme policial, a Esteban Prole le empezaron a temblar las manos
-Hola Prole, mi nombre es Silvana Aguirre y estoy al mando del caso de la travesti
asesinada la semana pasada. ¿Sabés algo?
-Inspectora, yo sé por qué está acá, pero le juro que no tuve nada que ver. Venga, vamos al
bar de la esquina y hablamos tranquilos. Cuando Prole y Aguirre salían del taller se escuchó
desde el fondo: mi amor, si salís acordate de mis naranjas. Aguirre asomo la cabeza y vio a
una mujer embarazada. Prole se acercó a la muchacha y le dijo: —voy con la señora al bar
de la esquina para darle detalles de un presupuesto. Aguirre y Prole se sentaron junto a la
ventana del bar, ambos pidieron café y un vaso de agua fresca.
-Mire inspectora, yo no tengo nada que ver con el asunto -dijo Prole, con los ojos
notablemente húmedos—. Yo la conocí cuando ella vino con un tipo a hacer arreglar un
auto, y de ahí que quedamos en buenas relaciones. Ella es de un pueblo cercano al mío
y nada más.
-Prole, decime, ¿vos me ves cara de pelotuda o creés que yo tengo ganas de cagarme de
calor viniendo a tu taller? Vos le vendés a las pibas líquido para el culo, y de paso te
culeaste a una para ver si el líquido es bueno o no. ¿Vos sabés cuántos años te podés
comer con esa venta ilegal? Prole hizo un gesto de negativa con la cabeza y con la voz
firme dijo: —yo vendo aceite que ellas me compran, no me importa para qué lo usan. Si
usted hoy me compra líquido para freno, yo se lo vendo, y si usted se lo quiere tomar es
problema suyo. Yo no me ocupo de lo que hacen los travestis con eso, lo que sí sé es que
yo no maté a nadie. Usted no puede acusarme sin pruebas, y no las va a tener, eso se lo
aseguro.

-Mirá, Prole dijo Aguirre mientras se levantaba de la silla, anda preparando lo que le vas a
decir a tu mujer cuando te meta preso por matar a la travesti con la que te acostabas. —
Sacó dinero del bolsillo, lo dejó sobre la mesa y se fue del bar. Ese día Aguirre volvió a
Rouge para hablar con las travestis. La noche era calcada a la anterior: Brasil susurrando al
micrófono una canción en portugués e hipnotizando al público. Mientras contemplaba la
escena se le acercó Chentorky y le dijo: - Brasil en homenaje al país donde nació Roberto
Carlos, tiene un pire bárbaro con el tipo. Está convencida de que va a viajar a Río de
Janeiro y lo va a conocer; por eso se peleó con La Loris. Eran íntimas, andaban todo el
tiempo juntas hasta que La Loris ganó el concurso que hicimos un fin de año por un viaje a
Río de Janeiro. La Brasil salió segunda, La Loris lo ganó y no era para menos. Ni Daniela
Mércury hubiera cantado mejor. Al final... lo que es la vida, La Loris pensaba viajar el mes
que viene. Aguirre volvió a su casa, estaba agotada. El caso era simple, el mecánico la
había liquidado, no le quedaba ninguna duda. Tenía que encontrar pruebas, sólo eso. Al día
siguiente llegó a la oficina un testigo: un canillita que estaba desde temprano cerca de la
cancha y que confirmó que había visto a la travesti pasar en auto con un hombre a las cinco
de la madrugada, dos horas antes de la muerte, según los resultados de las pericias. —Me
llamó la atención el pelo negro y largo del travesti, era como una actriz de cine. Iban muy
lento pero no miré mucho, estoy acostumbrado a esas escenas a esa
hora.
Mientras el testigo estaba declarando entró abruptamente un oficial a la oficina.
-Aguirre, tenemos el arma del crimen, encontramos cerca del estadio una llave cruz
ensangrentada, como esas que usan los mecánicos; hicimos las pruebas y efectivamente
es la sangre del muerto, bah de la muerta, qué sé yo.
—¡Te tengo, Esteban Prole! - grito Aguirre. Vamos, no perdamos tiempo. Fueron al taller y
ahí estaba Prole engrasado debajo de un auto. — Prole estás acusado por el homicidio de
la travesti Loris Rodríguez. Tenés derecho a un abogado y si no tenés plata te lo ponemos
nosotros. Dale, apurate que no tengo todo el día. La cara de Esteban Prole cambió a blanca
fantasmal. Mientras iba esposado en la parte trasera del auto del comando se acercó a
Aguirre y le dijo: —como voy a matar a la mujer que amo. Yo le dije que esperara que
naciera el pibe, pero ella era así, todo o nada. Discutimos y después... después me enteré
de eso. Prole lloraba como un niño y la mirada se le había perdido en algún momento de su
vida en la que fue feliz. Esa noche Aguirre volvió temprano a su casa. Antes había pasado
por una disquería y se había comprado los grandes éxitos de Roberto Carlos. Encendió el
aire acondicionado, puso el disco en la compactera, se sirvió un Gin Tonic y se sentó a
escucharlo. Estaba exhausta. Aunque el caso perfilaba a resolverse rápido había algo que
no le cerraba. "Groverto Carjlo”, dijo en voz alta tratando de imitar a Brasil. "Groverto Carlo,
Groverto Carjlo”. Agarró la caja del CD y vio en la portada una foto de Roberto Carlos con
ese corte de pelo eterno, una sonrisa amplia y generosa, un blazer con hombreras como
salido de alguna serie de los ochenta y las iniciales del cantante en letra grande: “RC”. Esa
imagen fue como un baldazo de agua fría, un golpe de realidad. Se abalanzó sobre el
teléfono y marcó el número del canillita testigo: —¿No hay ningún dato, por más tonto que
sea, que se olvidó de mencionar?

-No creo que aporte-dijo el testigo— pero del auto salía una música tipo brasilera. Silvana
Aguirre se odió por ser tan estúpida. El “RC” del tapial no era Rosario Central, sino Roberto
Carlos. Llamó rápidamente a Chentorky: —Soy Aguirre, dame el teléfono y la dirección de
Brasil.
-Te los doy pero no creo que la encuentres. Ayer a la noche me pidió el pasaje que La Loris
no uso y por lo que sé, consiguió un vuelo para hoy al mediodía. Te aseguro que ahora
mismo debe estar maquillándose para ir a conocer a Roberto Carlos. Aguirre colgó el
teléfono. Puso su cara entre las manos y cerró los ojos. Cómo no vio las evidencias que
pasaban delante de su mirada. La voz de Chentorky le empezó a retumbar en la cabeza:
"mirá que éste no es trabuco". La coartada perfecta de Brasil. Seguramente los uñazos que
Loris tenía en la cara no eran de sus manos sino de las de su asesino, que en un descuido
olvidó sacarse las uñas postizas. Brasil fue quien habló de Esteban Prole y contó que era el
amante de Loris. Afuera el viento cálido de la noche dejaba un sabor amargo que se
combinaba a la perfección con la voz de Roberto Carlos sonando desde los parlantes,
dando las respuestas ilógicas del amor: "Te amé sin más, enloquecí”. Aguirre subió el
volumen, dejando que la música se mezclara con el Gin Tonic a punto de acabar.

Agujeros negros -Samanta Schweblin-

El doctor Ottone se detiene en el pasillo y, muy despacio al principio, comienza a


balancearse sobre las plantas de sus pies, con la mirada fija en alguno de los azulejos
blancos y negros que cubren todos los pasillos del hospital, así que el doctor Ottone está
pensando. Después toma una decisión, vuelve a entrar al consultorio, prende las luces, deja
sobre el sillón sus cosas y busca, entre todo lo que hay en su escritorio, la carpeta de la
señora Fritchs, así que Ottone está ocupado con algún tema y se propone encontrar una
solución, una repuesta al menos, o derivar ese tema a otro doctor, por ejemplo al doctor
Messina. Abre la carpeta, busca una página determinada que encuentra y lee: “…Agujeros
negros, ¿me entiende? Usted está acá, por ejemplo, y de pronto está en su casa, en su
cama, con el piyama ya puesto, y sabe perfectamente que no ha cerrado el consultorio, ni
apagado las luces, ni recorrido lo que tenga que recorrer para llegar a su casa, es más, ni
siquiera se ha despedido de mí. ¿Entonces? ¿Cómo puede ser que usted esté en su cama
con el piyama puesto? Bueno, eso es un espacio vacío, un agujero negro como le digo, un
tiempo cero, como lo quiera llamar, ¿qué más si no?…”
El doctor Ottone guarda la carpeta, recoge sus cosas, apaga las luces, cierra con llave y se
dirige hacia el consultorio del doctor Messina, a quien está seguro de encontrar a esa hora.
Ottone efectivamente encuentra a Messina pero dormido sobre el escritorio y con una
estatuilla en la mano. Lo despierta y le entrega la carpeta de la señora Fritchs. Messina, un
poco dormido aún, se pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué se ha despertado con una
estatuilla en la mano. Con un gesto, Ottone responde que no sabe. Messina abre el cajón
de su escritorio y le ofrece una galleta a Ottone, galleta que Ottone acepta. Messina abre la
carpeta.

–Lea la página quince –dice Ottone.

Messina busca, encuentra y lee, todo cuidadosamente, la página quince. Ottone espera
atento. Cuando termina su lectura, Ottone le pide una opinión.

–¿Y usted cree en esto, Ottone?

–¿En agujeros negros?

–¿De qué estamos hablando?

Así que Ottone recuerda el vicio de Messina de responder sólo con preguntas y eso lo pone
nervioso.

–Hablamos de agujeros negros, Messina…

–¿Y usted cree en eso, Ottone?

–No, ¿Y usted?

Messina abre otra vez su cajón.

–¿Quiere otra galleta, Ottone?

Ottone agarra la galleta que Messina le ofrece.

–¿Cree o no cree? –insiste Ottone.

–¿Yo conozco a esta señora…?

–…Fritchs, la señora Fritchs. No, no creo que la conozca, sólo vino a verme dos veces y es
su primer tratamiento.
Alguien toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone reconoce al portero y pregunta:

–¿Qué necesita, Sánchez?

El portero explica con sorpresa que la señora Fritchs espera al doctor Ottone en la sala de
ese piso. Messina recuerda al portero que son las diez de la noche y el portero explica que
la señora Fritchs se niega a irse.

–No quiere irse, está en piyama, sentada en la sala y dice que no se va si no habla con el
doctor Ottone, qué quiere que le haga yo…

–¿Por qué no la trajo, entonces? –pregunta Messina mientras mira la estatuilla.

–¿La traigo acá? ¿A su consultorio? ¿O al del doctor Ottone?

–¿Que le pregunté yo a usted?

–Que por qué no la traje.

–¿No la trajo a dónde, Sánchez?

–Acá.

–¿Dónde es acá?

–A su consultorio, doctor.

–¿Entiende ahora, Sánchez? ¿A dónde tiene que traerla entonces?

–A su consultorio, doctor.

Sánchez se inclina levemente, saluda y se retira. Ottone mira a Messina, la mandíbula de


Messina que oprime la fila de dientes superior con la inferior, así que Ottone está nervioso y
aún espera una respuesta de Messina, doctor que comienza a guardar sus cosas y a
acomodar papeles del escritorio. Ottone pregunta.

–¿Se va?

–¿Me necesita para algo?


–Dígame al menos qué opina, qué cree que conviene hacer. ¿Por qué no la ve usted?

Messina, ya desde la puerta del consultorio, se detiene y mira a Ottone con una leve,
apenas marcada, sonrisa.

–¿Qué diferencia hay entre la Señora Fritchs y el resto de sus pacientes?

Ottone piensa en contestar, así que su dedo índice empieza a subir desde donde reposa
hacia la altura de su cabeza, pero se arrepiente y no lo hace. Queda entonces el dedo
índice de Ottone suspendido a la altura de su cintura, sin señalar ni indicar nada preciso.

–¿A que le tiene miedo, Ottone? –pregunta Messina y se retira cerrando la puerta, dejando
a Ottone solo y con su dedo índice que baja lentamente hasta quedar colgado del brazo. En
ese momento entra la Señora Fritchs. La señora Fritchs lleva un piyama, celeste, con
detalles y puntillas blancas en cuello, mangas, cinto y otros extremos. Ottone deduce que
esta señora está en un estado nervioso considerable, y deduce esto por sus manos, que
ella no deja de mover, por su mirada y por otras cosas que, aunque comprueban esos
estados, Ottone considera que no necesitan ser enumeradas.

–Señora Fritchs, usted está muy nerviosa, va a ser mejor si se calma.

–Si usted no me soluciona este problema yo lo denuncio doctor, esto ya es un abuso.

–Señora Fritchs, tiene que entender que usted está haciendo un tratamiento, los problemas
que tenga no se van a solucionar de un día para el otro.

La Señora Fritchs mira indignada a Ottone, rasca el brazo derecho con la mano izquierda y
habla.

–¿Me toma por estúpida? Me está diciendo que tengo que seguir dando vueltas por la
ciudad en piyama, piyama en el mejor de los casos, hasta que usted decida que el
tratamiento está terminado. ¿Para qué pago yo ese seguro médico, a ver?

Ottone piensa en el doctor Messina bajando las escaleras principales del hospital y esto le
provoca diversas sensaciones, sensaciones en las que no va a profundizar ahora.

–Mire –dice Ottone con paciencia, empezando a balancearse, lentamente al principio, sobre
las plantas de sus pies–, cálmese, entienda que usted está con problemas psicológicos,
usted inventa cosas para ocultar otras cosas más importantes. Todos sabemos que usted
no pasea en piyama por el hospital.

La señora Fritchs desenrosca pliegues de las puntillas de su camisón, así que Ottone
entiende que la charla será larga.
–Siéntese por favor, relájese, vamos a hablar un rato –dice Ottone.

–No, no puedo. Va a llegar mi marido a casa y yo no voy a estar, tengo que volver, doctor,
ayúdeme.

Ottone desarrolla rápidamente la primera de las sensaciones postergadas de Messina


bajando las escaleras. Aire entrando por las costuras del abrigo, entonces frío, un poco de
frío.

–¿Tiene dinero para regresar?

–No, no llevo plata cuando ando en camisón por casa…

–Bueno, yo le presto para que vuelva a su casa y pasado mañana, en el horario que a usted
le corresponde, hablamos de estos problemas que tanto le preocupan…

–Doctor, yo le acepto el dinero si quiere, y vuelvo a casa, perfecto. Pero ya le expliqué,


sabe, dentro de un rato estoy acá de nuevo, y cada vez es peor. Antes pasaba cada tanto,
pero ahora, cada dos o tres horas, zas, agujero negro.

–Señora…

–No, escuche, escúcheme. Me recupero, o sea, vuelvo a donde estaba ¿Cómo le explico?
A ver, desaparezco de casa y aparezco en casa de mi hermano, entonces me desespero,
imagínese, tres de la mañana y aparezco en piyama, piyama en el mejor de los casos, en el
cuarto matrimonial de mi hermano. Entonces trato de volver, ¿Sabe doctor qué sufrimiento?
Hay que salir del cuarto, de la casa, todo sin que nadie se de cuenta, tomar un taxi, todo en
piyama, doctor, y sin plata, imagínese, convencer al taxista de que le pago al llegar. Y
cuando estoy por llegar, zas, fin del agujero y aparezco en casa otra vez.

Ottone aprovecha este tiempo para analizar la segunda sensación de Messina escaleras
abajo. Entrada a un auto, ambiente más agradable, alivio al dejar el peso del portafolio en el
asiento del acompañante.

–Aparte imagínese, andaba por casa siempre con dinero y un abrigo atado a la cintura del
camisón, no sea cosa. Pero ahora no, basta, cuando caigo en agujeros ya no vuelvo. Si
igual nunca llego, tomo taxis que casi nunca alcanzan a dejarme donde les pido. No, basta,
ahora me quedo donde esté hasta que pase el agujero y listo.

–¿Y cuánto tiempo tardan en pasar estos agujeros negros?

–Y, vea, yo no puedo decirle con exactitud, una vez fui y volví en el momento, sin problema.
Y otra estuve en casa de mi madre unas cuántas horas, diga que ahí sé donde están las
cosas, preparé unos mates y paciencia, tardó tres horas, doctor, una vergüenza.
Ottone piensa en cuántos minutos ya ha estado la señora Fritchs en el hospital y no
obtiene un número definido, quizás cinco, quizás diez, no sabe.

Sánchez toca la puerta del consultorio y se asoma. Ottone pregunta:

–¿Qué pasa, Sánchez?

–Lo busca el doctor Messina.

–Cómo ¿No se fue?

–Sí, se fue, pero al rato estaba acá de vuelta, me parece que el doctor está un poco
angustiado, anda a medio desvestir, o vestir, no sé decirle, doctor, y pregunta por usted.

–¿Qué pregunta, Sánchez?

–Si usted está, si puede usted hacerle el favor de ir a verlo. Me parece que está enojado,
doctor…

El doctor Ottone mira a la señora Fritchs, señora que rasca con la mano derecha su brazo
izquierdo y contesta la mirada de Ottone con un gesto recriminatorio.

–Va a tener que disculparme.

–No, lo acompaño.

–No, hágame el favor, señora, quédese acá. El doctor Messina enojado es ya de por sí todo
un problema.

Sánchez acompaña la opinión de Ottone con un movimiento de cabeza y se retira


caminando por el pasillo, pasillo que Ottone recorre ahora, unos metros detrás.

Se asoma Messina, minutos después, no sabe bien Messina después de qué, tras el
biombo de su consultorio, para descubrir a la señora Fritchs sentada en un sillón. Messina
mira su propia mano y se pregunta por qué tiene, otra vez, esa estatuilla. Mira
desconcertado el escritorio, el lugar vacío donde la había dejado un rato atrás. Luego mira a
la Señora Fritchs y la señora Fritchs, con las manos aferradas a los brazos del sillón, como
si fuese a caer hacia o desde algún lado, mira al doctor Messina.

–¿Y usted quién es? ¿Qué hace en mi consultorio?


–El doctor Ottone dijo…

–¿Por qué está en piyama?

–El portero y el doctor Ottone fueron a buscarlo al…

–¿Usted es la señora Fritchs?

–Usted también está en piyama –dice la señora Fritchs mientras observa asustada la
estatuilla en la mano del doctor.

Messina verifica su apariencia, plantea mentalmente distintas hipótesis sobre las razones de
su propio paradero actual, deja la estatuilla en su lugar y acomoda el cuello de su camiseta
hasta que éste queda centrado con respecto al eje del cuello, posición de camiseta que
hace de Messina un hombre más seguro.

–¿Usted es la señora Fritchs?

–El doctor Ottone dijo que lo esperara acá.

–¿Yo le pregunté algo sobre Ottone, señora?

–Sí, soy la señora Fritchs, espero al doctor Ottone.

–¿Le parece que éste puede ser el consultorio de un doctor como el doctor Ottone?

–No sé, me parece que no, yo solamente lo espero.

Compara Messina mentalmente la figura de esa señora con la de su mujer y no obtiene


ningún beneficio.

–¿Usted es la señora que tiene problemas con los agujeros negros?

–¿Usted no los tiene?

En ese momento Messina comprende algunas cosas, cosas de las que sólo rescata dos
como planteos pertinentes. Primero, lo que puede estar pasándole; segundo, que tras la
señora Fritchs se esconde una persona de suma inteligencia. Piensa una pregunta para
comprobar el segundo planteo:
–¿Por qué espera al doctor Ottone?

–Ottone y el portero fueron a buscarlo a usted al hall ¿Usted es el doctor…?

–¿Messina?

–Eso, Messina, necesito que alguien me ayude.

Messina busca y encuentra sobre su escritorio la carpeta de la señora Fritchs y, de


espaldas a esta señora, revisa el contenido, a la vez que relaciona ideas de agujeros
negros, gente en piyamas y estatuillas. Pregunta:

–¿Qué cree usted que nos esté pasando?

–A usted no sé doctor, pero a mí nada –responde Sánchez que entra por la puerta y le
alcanza un juego de llaves. Messina mira rápidamente el sillón vacío donde un segundo
antes estaba la señora Fritchs.

–¿Qué hace acá, Sánchez? ¿No tiene nada mejor que hacer?

Sánchez, brazo extendido hacia Messina con llaves enganchadas al extremo del dedo
índice, habla:

–Acá tiene las llaves doctor. Yo me voy.

–¿A dónde se va usted? ¿Dónde está la Señora Fritchs?

–Mi horario termina a las diez, ya son diez y media, yo me voy.

–¿Dónde está la señora Fritchs?

–No sé, doctor, por favor tome las llaves.

–¿Y Ottone? ¿Donde está Ottone?

–Lo está buscando a usted, doctor, yo me voy.

Messina sale de su consultorio sin tomar las llaves y recorre el pasillo de azulejos blancos y
negros hasta el hall, donde encuentra a Ottone. Pliega Ottone los dedos de su mano
derecha hasta obtener un puño cerrado, sin aire en el interior, para luego forzar estos dedos
con la mano izquierda, lo que produce una serie de crujidos en los nudillos, así que Ottone
ha visto a Messina, está sumamente angustiado, y le desagrada ver a este doctor, el doctor
Messina, a medio vestir, o desvestir, Sánchez no ha sabido decirle y él no alcanza ahora a
elaborar una definición correcta.

Messina va a preguntarle algo pero descubre en su propia mano la estatuilla, así que se
pregunta, o le pregunta a Ottone, por qué tiene esa estatuilla en la mano. Ottone, con un
gesto, responde que no sabe. Messina abre el cajón de su escritorio y le ofrece una galleta
a Ottone. Galleta que Ottone acepta sin preguntarse por qué ambos, Ottone y Messina, ya
no se encuentran en el hall, sino en el consultorio del segundo de los doctores
mencionados.

Y aunque Messina piensa en decirle algo a Ottone, decide que será mejor no hacerlo y
simplemente deja la estatuilla sobre una mesada del hall, porque, en efecto, ya están otra
vez en el hall y no en el consultorio del doctor Messina.

–¿Está usted bien? –pregunta Ottone.

–¿Usted cree que yo puedo estar bien en el estado en que me encuentro?

Observa Ottone la camiseta desarreglada de Messina.

–¿Que opina ahora de esto, Messina?

–¿De qué?

–De los agujeros negros.

–¿Dónde está la señora Fritchs?

–Está en su consultorio.

–¿Me está cargando, Ottone? ¿No se da cuenta de que yo vengo de ahí?

Piensa Ottone en algo que no explica, y cuando ve a la señora Fritchs, corriendo, lejos, de
un pasillo a otro, propone a Messina ir a buscar a esta señora. Abre grandes los ojos
Messina y se acerca a Ottone como quien piensa en contar un secreto. Ottone escucha:

–¿No se da cuenta de que ella sabe?

–¿Que sabe qué cosa?


–¿Por qué cree usted que corre así la señora?

Amaga Ottone un nuevo crujimiento de sus dedos, pero Messina reacciona rápido, toma
fuerte su muñeca, y dice:

–¿No se dio cuenta?

–¿De qué?

–¿No se dio cuenta de lo que pasó la última vez que usted crujió sus dedos?

–¿Estuvimos ahí?

–¿En un agujero negro?

–¿Sí?

–¿Hace falta que le responda?

Interrumpe la conversación el sonido de las llaves de la puerta, colgadas del dedo de


Sánchez a la altura de la frente de ambos médicos. Sánchez:

–Las llaves, yo me voy.

Propone Messina a Sánchez:

–¿Por qué antes de irse no nos va a buscar a la señora?

A lo que asiente Ottone, contento, y agrega:

–Sí, traiga a la señora y le aceptamos las llaves.

Messina le señala a Sánchez los pasillos por donde, salteadamente, cruza la señora Fritchs,
a veces caminando preocupada, a veces con paso presuroso. Da Messina unas palmaditas
en la espalda de este Sánchez a quien Ottone sonríe y dice alegre:

–Vaya, Sánchez, vaya y traiga a la señora.


Mira Sánchez hacia los pasillos y ve un par de veces a la señora Fritchs cruzar de una
puerta a otra. Luego mira al doctor Messina, al doctor Ottone, deja las llaves sobre la
mesada del hall y explica a estos doctores:

–Yo soy el portero, mi turno terminó a las diez. Veo que tienen algunos problemas, pero yo
no tengo nada que ver, no sé si me interpretan… –y se retira.

Messina mira las llaves que han quedado al lado de la estatuilla y luego, desesperanzado,
mira a Ottone, doctor que a la vez mira a Messina, aunque sus percepciones tienen que ver
ahora con otras cosas, cosas como Sánchez bajando las escaleras, Sánchez sintiendo el
aire frío de la calle en la cara, Sánchez pensando en que siempre está más desabrigado de
lo que debería, y que todo es culpa de su madre que, a diferencia de otras madres, nunca le
recuerda las cosas. Piensa entonces Messina en Sánchez subiendo al colectivo ciento
treinta y cuatro, ramal dos, o tres, los dos van, y cuando está a punto de pensar en Sánchez
abriendo la puerta de su casa, casa lógicamente de este mismo Sánchez, lo que ve es a la
señora Fritchs, o mejor dicho, no la ve, o más bien la ve desaparecer ante sus ojos.
Entonces dice Messina al doctor Ottone:

–¿Vio eso, Ottone?

–¿Ver qué?

–¿No vio eso?

Ottone está a punto de responder, y este inminente momento se deduce por su dedo índice
que, lentamente, comienza a ascender hacia la altura de su cabeza, pero cuando lo hace,
cuando este dedo llega a la altura citada y Ottone enuncia sus primeras palabras, entonces
este Doctor, el doctor Ottone, se encuentra no con el doctor Messina, sino con Clara, es
decir su esposa, en su casa, los dos en piyama.

En un pasillo del hospital, ahora aún más lejos de su consultorio, Messina se pregunta, una
vez más, qué hace ahí a esas horas de la noche, a medio vestir, o desvestir, con una
estatuilla en la mano y, cuando va a preguntarse eso pero en voz alta, lo que queda ahora
es, simplemente, el pasillo del hospital, vacío.

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