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Oración continua

San Benito nunca habla en su Regla de la “oración continua”. Lo más que se acerca es
cuando dice: “Orationi frecuenter incumbere” (RB 4, 56). Sólo nos habla muy escuetamente
de oración, que ha de ser, nos dice:
“con lágrimas”
“en la compunción de las lágrimas”
“la pureza del corazón” y
“la “intentio cordis” (RB 20,3 y 52,4)

Por lo demás, sus referencias a la oración son esporádicas y casi ocasionales, más que
tratados ex-professo. Se comprende, ya que escribe una Regla, no un tratado de espiritualidad,
y esto para cenobitas. Así, por ejemplo, encontramos algunas referencias, que podemos califi-
car de ocasionales:
“Imprimis, ut quidquid agendum inchoas bonum, ab eo perfici instantissima oratione
deposcas” (RB Pr 4)
O lo que que es más notable y parece ir en contra de una oración continua, cuando nos dice:
“In conventu omnino brevietur oratio” (RB 20,5)
O bien en el capítulo 52, cuando nos dice:
“Terminada la Obra de Dios, salgan todos con sumo silencio” (RB 52,2), como
si tuviese prisa porque los monjes salieran del oratorio.
Y lo que es aún más significativo, aunque a primera vista parezca lo contrario, cuando
afirma en el capítulo 43: “No se anteponga nada a la Obra de Dios” (RB 43,3)

Como dicen los expertos, estos silencios u omisiones de RB desmuestran la necesidad


de completarla con la tradición monástica, donde tiene sus fuentes y a cuya luz podemos com-
prender su verdadero sentido. Ahora bien, los monjes desde sus orígenes tuvieron muy claro
este principio: “que el monje ha de buscar el vivir en una oración continua”, conforme al
ejemplo y al mandamiento del Señor: “Para que supieran cómo tenían que orar sin desfalle-
cer, les dijo esta parábola” (La del juez inicuo y la pobre viuda: Lc 18,1; O bien la recomen-
dación de San Pablo: “Orad sin cesar” 1Tes 5,17)

En función de este precepto del Señor, los monjes organizaron su vida. De muchos de
ellos se nos dice que pasaban la noche orando. De San Arsenio, que, al ponerse el sol, se po-
nía de espaldas al mismo en oración y así permanecía hasta que, al salir al día siguiente le he-
ría con sus rayos en las pupilas. Y mucho otros ejemplos que podríamos espigar. Oraban
mientras trabajaban, y trabajaban mientras oraban

Pero lo que no interesa considerar ahora es que el O.D entre los monjes, no el Oficio
canonical, se establece en función de la oración continua para sostenerla y facilitarla, en nin-
gún caso para suplantarla o hacer sus veces. Luego ha venido toda la historia hasta nuestros
días, cuando el Oficio se celebraba en una lengua desonocida de la mayoría, y la implantación
de la oración mental y el recurso a otras prácticas sustitutorias. Un gran paso han dado las
Constituciones, que en esto como en tantas cosas nos están pidiendo una profunda renova-
ción. Fijaros que en la C. 20 El recuerdo de Dios (La memoria Dei), nos dice:
“Los hermanos, fomentando constantemente el recuerdo de Dios, prolongan el Opus
Dei a lo largo del día. Vele, pues, el Abad para que cada uno disponga ampliamente
de tiempo libre para dedicarse a la lectura y a la oración”
Y lo que es más significativo, no hablan en ninguna parte de ¾ h o de un tiempo determinado.

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Lo mismo podríamos decir de la renovación de la Liturgia, del Opus Dei. Pero no es
esto de lo que quisiera hablaros ahora, sino de la misma oración continua, como una llamada
y exigencia de nuestra vida monástica

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La vida (Matta El-Maskine) en su sentido más profundo se reduce a dos realidades su-
mamente sencillas: la primera es el amor, del que Dios es la fuente, y la segunda, la adora-
ción, que es el acto o la actitud propia de la creación. La primera está expresada en las pala-
bras de 1 Jn 4,16: “Dios es amor”, y por el amor simplemente ha creado todo y lo sostiene
todo en el ser. Y la segunda, él la ve en la cita de sal 108, 4: “Yo soy todo plegaria”. “Mien-
tras yo rezo“, dice nuestra versión; pero otras, por ejemplo, la de Bover Cantera, y la de Jeru-
salén, dicen: “Yo soy todo plegaria”, que quizá podamos traducir así: “Mientras yo no hago
más que rezar” De todos modos, no nos hace falta mucho esfuerzo para ver y aceptar, desde
nuestra fe y nuestro humilde conocimiento teológico, que Dios es la fuente de todo; que todo
tiene en El su consistencia, y todo tiene en El su sentido, y el ser de Dios es el amor, y en ese
amor tiene sentido y fundamento todo lo que hace Dios, y por otra parte, que el ser de los se-
res, visto en su profunda realidad, está clamando por Dios, y en El tienen su sentido y consis-
tencia. Es lo que decía S. Agustín: “No somos nosotras. El es el que nos ha hecho” (Conf X).
Y visto desde otra perspectiva, que nos da la Palabra de Dios, los seres, todas las criaturas, en
su dimensión escatológica, es decir, cuando llegan a su madurez, libres de todas las cadenas
que impone este mundo, no hacen más que alabar y adorar a Dios. Esa es la visión del Apoca-
lipsis, tanto de los 24 Ancianos, como de los 144.000 rescatados, como de la muchedumbre
inmensa, o la de los degollados por el nombre de Jesús, que han lavado sus vestidos en su san-
gre: no hacen más que alabar y adorar incesantemente al Cordero y al que está sentado en el
Trono.
Son dos actos que no aditen interrupción alguna: Dios no cesa de amar a la creación, y
la creación no cesa de adorar a Dios. Podríamos recordar las palabras de Jesús: “Os digo la
verdad: si ésto se callasen, las piedras gritarían” (Lc 19,40). Todos los actos y las ocupacio-
nes de esta vida, por las que nos afanamos día tras día, y que parecen ofuscarnos como si fue-
se la realidad misma, todos ellos pasarán, y nos merecerán premio o castigo, según haya sido
nuestro comportamiento respecto a los mismos. Lo que no pasará será el amor de Dios por
nosotros y nuestra alabanza y adoración a Dios.
Esta adoración ha sido puesta por Dios en el corazón del hombre, a fin de que sea feliz
al adorar la fuente de la verdadera felicidad. Esto, dice el mismo Matta El-Maskine y creo que
nosotros podemos corroborarlo en mayor o menor medida según el grado de nuestra vida de
oración, lo hemos experimentado y tocado tantas y tantas veces, de modo que hemos podido
llegar a la certeza de que la adoración y la oración son fuentes de felicidad constante. ¿Cómo
podremos llegar a conseguir una oración y adoración continua, poner a Dios en el centro de
nuestro pensar; hacer que todos nuestros actos graviten en torno a El; vivir en su presencia
constantemente?
La verdad es que algo tan grande no se consigue de la noche a la mañana, y así por las
buenas. Requiere por nuestra parte estar muy decididos a ello, la perseverancia en el intento y
poner toda la atención para conseguirlo. Pero hay que tener pesente que es algo que Dios lo
está deseando más que nosotros, que corresponde a sus planes sobre nosotros, y que, por con-
siguiente, podemos estar seguros de contar con su ayuda.

Intentando resumir lo esencial de este ejercicio, podemos señalar los puntos siguien-
tes:

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1º. Objetivos de la oración continua

1º Vivir constantemente en la presencia de Dios. Oración cintinua no es lo mismo que


estar siempre en la iglesia, ni estar constantemente rezando. Sí que es vivir siempre en la pre-
sencia de Dios, de modo que todos nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras acciones
los realicemos en su presencia, mirándole a El, buscando su agrado. Y eso de día, y de noche;
trabajando, leyendo, en medio de nuestras actividades, y también durmiendo. Podemos recor-
dar lo del Cantar de los Cantares: “Yo duermo y mi corazón vela”. O lo del salmo 62,7: “En
el lecho me acuerdo de tí, y velando medito en ti”. O en el slamo 15,7: “Hasta de noche me
instruye internamente”. Y como estos, muchos otros.

Es lo que San Benito nos recuerda en el grado 1º y el 12º. de humildad, ambos propios
de San Benito y el Maestro: El primer grado de humildad es “huir del olvido”; tener siempre
presente a Dios: en nuestros pensamientos, en lo que hablamos, en lo que pensamos, en lo que
deseamos, en nuestras acciones, en lo que hacemos o por donde andamos. Dios está siempre
presente; “mirándonos”, dice, y además los ángeles están siempre dándole cuentas. De modo
que, en cualquier parte donde esté el monje, en el Opus Dei, en el oratorio, en la huerta, en el
campo, sentado o andando o de pie, es consciente de estar siempre en la presencia de Dios.
Ciertamente que la expresión de San Benito en este punto supone una visión muy ne-
gativa, quizá valedera para su tiempo, pero no en el nuestro: parece un Dios - Juez que está
observándolo todo para pedirnos cuenta, y por si fuese poco, los ángeles, en vez de estar de
nuestra parte para ayudarnos, son unos chivatos, que van a contárselo todo a Dios.
Tenemos que trascender esta visión negativa, que no es necesariamente la única, en
una visión teologal y mejor aún cristológica, la del Cristo que, según la misma Regla de San
Benito lo llena todo en la vida del monje y es el sentido de su vocación. Jesús que en todo
momento está en la presencia del Padre, con el Padre: en sus vigilias y en su ministerio; su
gran pasión es hacer la voluntad del Padre; y con El se siente siempre resguardado; en los mo-
mentos de gozo y en los momentos de prueba, también en la Cruz. “Llega la hora -ya ha lle-
gado- en que os disperseéis cada por su lado y a mí me dejéis solo. Más Yo no estoy solo,
pues el Padre está conmigo” (Jn 16,32). Mucho podríamos decir de esto, pero no podemos
extendernos. Os lo dejo como un punto pra reflexionar en vuestra oración.

Volviendo a San Benito, a su vida, recordemos algunos puntos. El motivo de su vida


monástica, según S. Gregorio fue ése: “soli Deo placere desiderans” (II D pr.), y después de
aquella mala experiencia de Vicovaro, recordad que dice S. Gregorio: “Ad locum dilectae so-
litudinis rediit et solus in superni spectaoris oculis habitavit secum” (II D 3).

2º. Con ese, pues, vivir continuamente en la presencia de Dios va el meter a Dios en
todo lo que hacemos, que es un segundo punto o aspecto para vivir una oración continua, des-
de las cosas más sencillas y habituales, el despertar, el dormir, el comer, el lavarnos, el pasar
frío o calor, andar o sentarnos, por decir algunas, a las opciones fundamentales e importantes
que tenemos que tomar en nuestra vida

3º. Llegar a una vida de gozo, acercándonos a la fuente misma de la felicidad, que es
Dios, y gozar de su amor, sería un tercer punto. Recordad que el gozo es uno de los frutos del
Espíritu, Gal 5,22, que San Pablo recuerda con tanta frecuencia a los “santos” de sus comuni-
dades como un mandato, una obligación: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: es-
tad siempre alegres” (Fil 4,4), o en 1 Tes 5, 16: “Estad siempre alegres”, y de sí mismo de-
cía: “sobreabundo, desbordo de gozo, en medio de mis tribulaciones”. Y recordad también la
promesa y el don de Jesús: “Que mi gozo en ellos llegue a su plenitud” (Jn 17, 13) “Vuestro

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gozo nadie os lo quitará” (Jn 16,22 ). También sería otro punto para reflexionar en este día de
retiro. Muchas más cosas se podrían decir al respecto. ¿Vivimos realmente en el gozo del Es-
píritu?

3º. Con una vida de oración continua debemos llegar a alto conocimiento de Dios, de
su ser y de su misterio. No se trata de un conocimiento especulativo y frío, sino del conoci-
miento que va unido al amor; un conocimiento por connaturalidad. El conocimiento del que
Jesús decía: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero y al que Tú
enviaste, Jesucristo” (Jn 17, 3), el conocimiento del que Jesús decia: “Nadie conoce al Pa-
dre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo” (Mt 11,27). O del que San Pablo
decía: “El admirable conocimiento de Cristo, que supera todo conocimiento”

4º. Finalmente, una vida así que busca una oración continua nos pide un generoso
desprendimiento de nosotros mismo y de todas las cosas, que tendremos que ir aprendiendo,
realizando y pidiendo a Dios, ya que muchas veces experiemntaremos nuestra debilidad para
hacer lo que Dios nos pide.

2º. Unas orientaciones para vivir la oración continua

1º. Reavivar con frecuencia el sentimiento de la presencia de Dios, que ve todo lo que
hacemos y oye todo lo que decimos y conoce nuestros pensamientos y sentimientos más ínti-
mos. No debe ser una sensación angustiosa, sino la del salmo 138 “¿A dónde iré lejos de tu
alientos? ¿A dónde escaparé de tu mrada?”, que se resuelve en el sentiminto gozoso de estar
siempre en la presecia continua de Aquel que más nos ama y busca en todo nuestro bien. No
está encima de nosotros para expiar todo lo que hacemos y juzgarnos , sino para salvarnos,
aunque nosotros tropecemos una y otra vez. Pienso en la actitud del niño en brazos de su ma-
dre, que se siente bien protegido de todo peligro, y pienso sobre todo en la actitud de Jesús, en
toda su vida, pero sobre todo en los momentos más significativos, por ejemplo, en la huida a
Egipto, perseguido por Herodes o al llegar su “Hora”. “Nada podrías contra mí, si no te hu-
biese sido dado de lo Alto” (Jn 19,11). Y así muchos otros recuerdos, palabras o momentos
de la vida de Jesús que vosotras mismas podéis traer a la memoria gozando de ellos. Sus pala-
bras, todo lo que nos ha dicho y lo que ha hecho son un ejemplo para nosotros y tienen una
fuerza insuperable, la del Espíritu, para vivir nosotros lo mismo. Jesús no es un simple mode-
lo que se nos propone desde fuera, sino que vive en nosotros con toda la fuerza de su resurrec-
ción, de la que decía S. Pablo: “Constituído Hijo de Dios en poder según el Espíritu por su
resurrección de entre los muertos” (Rm 1,4), y también: “Conocerle a él y su poder por la
Resurrección de entre los muertos”

2º. Procurar hablarle de vez en cuando, es un medio que nos facilitará el vivir en la
presencia de Dios. Puede ser con jaculatorias o más sencillamente aún con frases cortas que
expresen el estado de ánimo en que nos encontramos

3º. Meter a Dios en lo que hacemos, pidiéndole que esté presente en nuestras activida-
des, dándole cuenta después de realizarlas. Si las hemos hecho bien, darle gracias por el éxi-
to, si mal, expresarle nuestro pesar, buscando las razones del fracaso. Quizá nos hayamos
apartado de El o no hayamos pedido su ayuda. Naturalmente, el éxito o fracaso tendremos que
aprender a juzgarlo desde una perspectiva más alta que la puramente humana. Dios nos pide
nuestra entrega generosa, nuestra colaboración, pero no nos pide el éxito. Es más, lo que con-
sideramos desde nuestro punto de vista como un fracaso, tendremos que aprender a descubrir-

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lo y mirarlo desde el punto de vista de Dios, que, en definitiva, es a través de la Cruz de Cris-
to, en la que nos ha dado la salvación.

4º. Estar atentos para percibir la voz de Dios en nuestra vida, en lo que hacemos y en
lo que nos sucede. Dios, que está muy cerca de nosotros, nos habla a través de los aconteci-
mientos, agradables o desagradables. Ya en el siglo IV Evagrio hablaba de la “contemplación
de la Providencia”, es decir, de las obras de Dios en la naturaleza que todo lo conduce para el
bien de los elegidos y juzga y condena el mal. Podíamos recordar a este respecto a San Pablo
en sus viajes, en su ministerio, cómo está a la escucha y descubre en los acontecimientos la
voz del Espíritu que le prohibe o le manda, o le abre una puerta para anunciar la Palabra, o le
va diciendo de ciudad en ciudad que le esperan cárceles en Jerusalén (Hech 20,22; 21,10-14),
y lo mismo podíamos recordar las palabras de Jesús: “hasta los cabellos de vuestra cabeza
están contados” (Mt 10, 30) y “ni uno sologorrión cae en tierra sin permiso de vuestro Pa-
dre” (Mt 10, 29). No se trata de esperar voces o visiones del cielo, sino simplemente de des-
pertar nuestra visión de fe, ese sexto sentido superior, sobrenatural, que ha de tener todo se-
guidor de Jesús, para descubrir la verdadera realidad de las cosas, que el hombre por su natu-
ral no puede en modo alguno alcanzar. Es el “nous” de Cristo, de que nos habla San Pablo. A
nosotros Dios nos lo ha revelado.

5º. En los momentos difíciles, cuando recibimos notocias que nos desconciertan y psi-
cológicamente nos hunden, o bien cuando sufrimos cualquier incomprensión, humillación tra-
to inconsiderado e injusto, en vez de cerrarnos en nosotros mismos, hundirnos o reaccionar
violentamente según el movimiento espontáneo natural, levantar nuestro corazón a Dios en
una sencilla oración pidiéndole luz que nos guíe para acoger la prueba y obrar como hijos de
Dios y superar la dificultad. En la prueba Él es el amigo más fiel y el mejor consejero, y no
dejará de enviarnos su rayo de luz. Naturalmente no es para quedarnos únicamente en esto,
pero sí con esto por delante.

6º. Cuando sintamos que nuestro interior se revuelve por tantos y tantos sentimientos
que nos han de asaltar en la vida y cada día: de tristeza, de rabia, de envidia mal escondida o
muy escondida, de juzgar y criticar, de venganza o rencor, etc. Todo ese mundo de negativi-
dad al que todos de un modo u otro o de muchos modos estamos expuestos, y que en gran me-
dida dirige nuestra vida. Es el mundo del que Jesús nos habla en el Evangelio: “Lo que sale
del hombre es lo que le contamina. De dentro, del corazón del hombre salen los malos pensa-
mientos: fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, dolo, etc.” (Mc
7,20-23). Las obras de la carne de que nos habla San Pablo (Gal 5,19-21), que no tienen cabi-
da en el Reino de Dios, nos hacen perder la paz y la gracia de vivir en la presencia de Dios, ya
que Dios no puede cohabitar con el mal. En esos momentos hemos de levantar nuestro cora-
zón a Dios antes de que estos sentimientos nos invadan. Naturalmente el resultado no será au-
tomático, sino que se impone una lucha. Es la parte de la purificación de nuestro camino espi-
ritual.

7º. En la medida de lo posible procurar no olvidarnos de Dios en nuestra vivir de


cada día. Es lo que San Benito nos dice en el premer grado de humildad: “ovblionem omnino
fugiat” (RB 7,10). El olvido de Dios es el pecado fundamental de Israel, olvido que no es
siemplemene de la memoria, como una simple falta de recuerdo aséptico, sino del corazón, de
la vida, de nuestras actitudes profundas.. Jesús nos lo recuerda en el Evangelio: “Donde está
tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6,21). Es el caso de los enamorados; no pueden dejar de
pensar en la persona amada. Para eso tenemos que educar nuestro corazón, y cuando nos da-

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mos cuenta de que andamos dando vueltas distraidos y olvidadizos, que suele ser la mayoría
de las veces, si no me equivoco, hemos de procurar volver nuestra mirada a Dios.

8º. No emprender un trabajo o dar una respesta sin pedir y recibir una respuesta o
moción de Dios. Estas llamadas o movimientos de Dios se hacen cada vez más perceptibles en
la medida en que hacemos de nuestra vida un caminar junto con El y estamos determinados a
vivir en su presencia.

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Seguramente que para muchos de nosotros nos parecerá que este camino es demasiado
alto. Pero creo que es el camino para todo el que se sienta llamado a vivir según la fe que reci-
bió en el Bautismo, y mucho más, si cabe hablar así, para nosotros los monjes, que estamos
llamdos a dar testimonio de la trascendencia de Dios en un mundo que no sabe por dónde
anda y que cada vez vive más a ras de tierra, aún los mismos cristianos. Hoy no se combate en
nuestras sociedades democráticas contra Dios ni contra los que le siguen abiertamente. Esto
no va con nuestros aires democráticos. Hoy sencillamente “se pasa de Dios”. Si se acepta la
Religión será una religión “light”, de coca-cola. Que no moleste.

Frente a ello, el monje está llamado a dar testimonio de los valores que no pasan; lo
que es la base y el sentido de la misma vida. En tu vida monástica abre tu corazón a la vida, al
amor, a la felicidad, a las que Dios te ha llamado. “Abiertos nuestros ojos a la luz deífica, es-
cuchemos atónitos que es lo que Dios nos dice: ¿Quién es el que quiere vivir y ver d
ías felices?” (RB pr 9 y 15).

Confíale todos tus negocios materiales y espirituales, toda tu vida; pon en Él toda tu
confianza. Él puede llevarlos todos. Tantas veces nos dice Jesús, y los salmos, y en tantos lu-
gares la Escritura: “Poned en Él todos vuestros afanes, que Él se preocupa de vosotros” (Y
Ped 1,6; sal 54, 23 ). “No os preocupéis por nada” (Fil 4,6). Ten presente que una vida con
Dios ha de pasar por todo: enfermedades, necesidades, humillaciones..., y no te sorprendas si
te vienen estas cosas de un modo u otro. El que se entrega a Dios ha de estar preparado para
pasar por la tentación (Tob ). Ten paciencia y verás que todas estas cosas se ponen de tu lado
para tu mayor bien.

Centra tu corazón en Dios y no dejes que los obstáculos y las dificultades de la vida,
que de todos modos hemos de pasar en esta vida, ya que es la suerte que nos toca simplemente
por vivir, por ser hombres, y cuando uno se entrega a Dios, más, aminoren o enfríen tu amor a
Dios. Por el contrario, acoge todo sufrimiento y contradicción que te venga sin amargura y
con dulzura con ese mismo amor que es más fuerte que todo, y que trasforma el sufrimiento
en felicidad.

Dichosos los que son juzgados dignos de sufrir por su nombre (Mt 5, 11), “en la medi-
da en que compartís los sufrimientos de Cristo, gozaos” (1 Ped. 4, 15), pues “ vosotros os ha
cabido esta suerte, no sólo de creer en Cristo, sino de padeder por Él”, y más dichosos aún
los que están prontos y desean sufrir por su nombre, “al cual, sin haberle visto, le amáis, pero
cuando le veáis os regocijaréis con un gozo indescriptible e inenarrable, consiguiendo vues-
tra salvación” (1 Ped 1,2)

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Para concluir, te propongo estas cuestiones que te pueden servir para tu examen perso-
nal:

1º. ¿Vives en el gozo del Espíritu? ¿Qué te lo impide? ¿Heridas no curadas? ¿No acep-
tar los planes de Dios en tu vida? ¿Aceptas de corazón tu comunidad, a la que Dios te ha lla-
mado y donde has de servir en la construcción del Reino de Dios? ¿Te aceptas y aceptas a las
hermanas?

2º. ¿Estás atenta cada día a la Palabra de Dios? ¿Creces en el sublime conocimiento de
Cristo?

3º. ¿Procuras vivir en la presencia de Dios a lo largo del día? ¿Y durante la noche?
¿En los acontecimientos difíciles o penosos es tu oración de acogida y de alabanza, de peti-
ción?

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“Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”

Creo que estos días de retiro para nosotros, que vivimos una vida ya “retirada” deben
ser días de oración, de escucha más intensa de su Palabra en lo que es un tesoro especial de la
vida monástica, la Lectio Divina, para estar más atentos a lo que Dios nos pide en nuestro ca-
minar hacia él, y un revivir más profundamente nuestras certezas de fe. En definitiva, un en-
cuentro privilegiado con el Señor, que es el don de cada día y de toda la vida. A veces quizá
en la sequedad y el vacío.
Reflexionando sobre qué podía hablaros, ya que tengo que hablaros, no por propia
elección, ni para deciros nada nuevo, sino para reflexionar con vosotras, orar con vosotras, y
buscar con vosotras lo que es el objeto, la ambición de nuestra vida, el rostro del Señor, he
pensado recordaros esta nota o valor tan importante de nuestra vida monástica, que de algún
modo, vale para toda vida cristiana, pero muy especialmente para la vida monástica: vivir una
vida oculta con Cristo en Dios. De algún modo resume la vida monástica, y sin duda es la
nota específica de la misma: la soledad.
Para dar fruto, el grano de trigo tiene que caer en tierra, tiene que quedar oculto, tiene
que morir. A veces la monotonía de la vida, la cotidianidad, la simplicidad de la vida, pueden
hacer pesada la vida o producir crisis de identidad, de pertenencia, o de enojo y ansiedad. Es
quizá el momento de ahondar las raíces, de arraigarse y afirmarse en la entrega, de crecer en
la fidelidad, en la pureza de corazón, de hacer más pura la búsqueda de Dios y la opción pre-
ferencial únicamente por Cristo, si, lejos de cerrarte en ti mismo, abres tu corazón al amor;
amor a Dios y a los hermanos.
En definitiva, es pasar por la muerte, participar en la muerte de Cristo, para tener par-
te, ya ahora, en su Resurrección. La vida común, a la que te llama tu vida monástica, y en la
que has de buscar a Dios en la soledad auténtica y verdadera en la medida en que te entregas
totalmente a Dios y a los hermanos no se medirá por las apariencias, sino por el amor, el ser-
vicio, el olvido de ti mismo.
Recordáis lo que dice S. Benito en el octavo grado de humildad: “Consiste en que el
monje no haga sino lo que persuade la regla común y el ejemplo de los mayores”. Ciertamente
que tal como suena va contra nuestra cultura. Expresado así requiere o induce a una pasividad
o ahogamiento de toda iniciativa. Hoy S. Benito no hablaría de este modo. Seguro. Diría lo

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mismo, pero de otro modo. Sin pretender, por supuesto, corregir la plana a S. Benito, ni erigir-
me en intérprete auténtico de la Regla, os propongo mi modo de interpretarlo como un aceptar
y vivir contento con una vida oculta en la Comunidad. Eso, como todo lo que requiere una re -
nuncia, sólo se puede vivir cuando se descubren y te llenan otros valores. En definitiva, el
amor. Amor a Dios, y amor a Cristo, y amor a los hermanos. De lo contrario, sería frustrante.
Pero el amor verdadero requiere un aprendizaje, es un don.
El ocultamiento, el vivir una vida oculta, no es algo exclusivo de S. Benito. Más bien
es algo común a toda vida monástica. Era como un principio implícitamente aceptado por to-
dos los monjes, que el grado de perfección, o digamos más exactamente, de autenticidad de
vida monástica estaba en función de su grado de soledad. Esto al menos entre los monjes del
desierto. Es el caso de S. Antonio, según la narración de su vida hecha por S. Atanasio, el
gran amigo de los monjes. Primero como novato, vive en los alrededores del pueblo, luego se
interna en el desierto, en la tumba paterna, después en una fortaleza, y finalmente en lo alto
del Monte S. Antonio. Siempre buscando una soledad más profunda. Lo mismo S. Benito,
como sabéis, según nos narra S. Gregorio en su vida, primero en Efide, luego en el Sacro Spe-
co, en Subiaco, que aún hoy día nos puede dar una idea de la profundidad de aquella soledad.
Pero no ha sido exclusivo de los monjes. Antes que ellos los profetas, y los hombres
escogidos por Dios, como Abrahán, Moisés, Elías, Amós, y sobre todo S. Juan Bautista, pasa-
ron por esa experiencia profunda del desierto, la xeniteia, o peregrinación, para seguir a Dios,
lo dejaron todo para buscarle, para seguir su llamada, sin saber adónde iban, o qué les espera-
ba el día de mañana, contando sólo cada día con lo que Dios les iba dando, y fiándose única-
mente de su palabra.
No son sólo los profetas, ni ciertos hombres escogidos por Dios, sino el mismo Jesús,
y sobre todo Jesús, quien ha vivido una vida oculta, tanto en sus largos años de Nazaret junto
a María, su Madre, y bajo su autoridad, como el tiempo que pasó en el desierto antes de empe-
zar su ministerio. Los evangelistas, todos, pero sobre todo Lucas, nos hablan de esos frecuen-
tes retiros de Jesús, a la soledad, en la montaña, antes de amanecer, o durante toda la noche,
para estar, para orar a su Padre. Él, que era el Hijo de Dios, y quizá más por eso, lo necesita-
ba. Sus discípulos tampoco tienen que recurrir a la oración para hacer saber a Dios lo que ne-
cesitan. “Vuestro Padre sabe bien lo que necesitáis antes que se lo pidáis”. Es una necesidad,
digamos, “ontológica”, que dimana del mismo ser de hijo de Dios, lo mismo que una pareja
que se aman necesitan estar juntos, simplemente para estar juntos; porque se quieren. Por eso
la vida oculta es incomparable, porque es para vivirla en Dios y con Dios.

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Lo que cuenta en nuestra vida de cada día es lo que ocurre dentro de nosotros en ese
ocultamiento, en la soledad. Ahí es donde está el verdadero valor de la vida de un monje/a.
Cómo vive esa vida en Dios y con Dios. Sólo en la soledad y el silencio se podrá alcanzar la
autenticidad de la vida del monje, y sólo de ahí brotarán las raíces para la verdadera comunión
con los hermanos. Incluso si uno llega a recibir cargos brillantes dentro del ministerio monás-
tico, por no hablar del “hacer carrera”, que nos recordaba Juan Pablo II en la Carta de clausura
del Gran Jubileo como posibilidad de una pérdida lamentable de la vida ya para un eclesiásti-
co, y no digamos nada para un monje, que todo puede darse. La realidad más profunda, la au-
tenticidad de la vida de un monje/a se medirá por el modo de vivir en lo oculto, cómo vive sus
relaciones con Dios.
El valor, la calidad de una vida monástica no se miden por la notoriedad, sino que está
en lo oculto, en la lucha contra las fuerzas del mal, el combate que lleva en lo profundo del
corazón, y que le puede asaltar de muchos modos. “Mira que Satanás ha pedido el poder za-
randearos como al trigo”, “el espíritu es fuerte, pero la carne débil”, advertía Jesús a Pedro
y a sus Apóstoles. El valor de la vida del monje/a está sobre todo en su diálogo con Dios, la
oración incesante, la compunción de las lágrimas, la intención del corazón, los gemidos en la
búsqueda de Dios, la continua alabanza, y eso aunque todo ello quede oculto a los demás. La
mirada del Padre será la mejor recompensa: “Cuando vayas a orar, cierra la puerta de tu
cuarto, y allí, en lo secreto, ora a tu Padre, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensa-
rá” ¿Qué mejor recompensa que su mirada, el don del Espíritu, que ora en nosotros? La medi-
da que usará Dios para evaluar la fidelidad del monje a la vida monástica dependerá ante todo
de la autenticidad de su vida oculta vivida en unión con Cristo.
Sin duda, esta vida oculta, como lo sabéis bien por experiencia, es penosa, ya que no
es gratificante, como puede ser el apostolado, por lo demás muy digno y valioso, cuando ver-
daderamente se busca el Reino de Dios y no “el hacer carrera”. En la soledad y en la vida
oculta se prueba sobre todo la impotencia, la pobreza, más que la fuerza o la virtud. Hay que
aprender a aceptar el trabajo y la esterilidad de la oración. Palpar que somos vasos de barro,
que no obstante, están destinados a contener tesoros inestimables. Llegar a ser conscientes que
no somos capaces de hacer oración; que la oración no es obra nuestra, sino del Espíritu de
Dios en nosotros. En definitiva, palpar, y aceptar, y estar contentos con nuestra pobreza.
Aprender a vivir en la pura fe. Sólo por ese camino, en la soledad, la vida oculta, aprendere-
mos las lecciones necesarias para nuestra vida cristiana: estar siempre a la espera del Señor
con el corazón vigilante, aceptar con paz nuestras limitaciones, y aprender a vivir contentos
con el pan que Dios nos da cada día.

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Como también sabréis por experiencia, esta vida oculta no pasa sin sufrir graves tenta-
ciones, o como decimos ahora con términos más psicológicos, crisis. Crisis de identidad, cri-
sis que nos pueden hacer pasar por la angustia, la sensación del vacío, de la nada. No es nin -
guna novedad. Ya en su tiempo los monjes del desierto lo experimentaron muy al vivo, como
lo describe tan finamente Evagrio Póntico al tratar del demonio de medio día, es decir, la ace-
dia. Un demonio, nos dice, que es malísimo. Puede experimentarlo el novicio, después de
unos meses en el monasterio. Y creo que pocos son los que se libran de esta tentación. Pero
puede experimentarlo más profundamente el monje, la monja después de vivir años su vida
monástica. Es una crisis o tentación muy penosa, muy dura. Pero, si se persevera, purifica el
corazón en lo más profundo, y al final Dios hace brillar su sol, llenando el vacío de la soledad
con su presencia.
Finalmente creo que al hablar de la soledad a monjes/as cenobitas, que siguen la Regla
de S. Benito, no se puede dejar de referirse a este otro aspecto cenobítico. Como ha dicho el
Abad General, nosotros somos cenobitas que viven en soledad. Eso puede acarrear, y de he-
cho acarrea la renuncia que supone el llevar la vida en común, que conocéis bien por expe-
riencia. Pero también lleva consigo el gozo de vivir juntos, y de buscar a Dios en unión con
los hermanos. S. Benito era muy consciente de ello, y sobre todo el segundo S. Benito, o la re-
lectura que hizo el mismo S. Benito de la Regla lo resalta muy vivamente. El monje en el mo-
nasterio vive “con el gozo, la satisfacción, de vivir con muchos”, “multorum solatio”, que se
suele traducir por “la ayuda de muchos”, y me parece una traducción muy pobre. “Solatium”
no es sólo ayuda, sino “descanso, gozo”, o lo que decimos muy bien en castellano, “solaz”. La
presencia del otro, o de los otros, de muchos, es un descanso, un gozo, un solaz, y por eso es
una ayuda, y no al revés. Igualmente es un consuelo, “alterius consolatione”. Al escribir esto,
quizá se acordase S. Benito de los años pasados en la cueva de Subiaco. Su vida eremítica no
le había endurecido el corazón, pero descubrió lo que era el encuentro con el otro, la vida en
común. Por eso le salió espontáneamente del corazón cuando le dijo aquel cura que le había
llevado la comida que era Pascua: “Estoy seguro de que es Pascua, porque he merecido ver tu
rostro”
Recuerdo a este respecto, lo que contaba el P. Fernando de su hermano, el Beato Rafa-
el. Cuando le visitó a finales de marzo de 1938, un mes antes de morir, cuando Rafael estaba
pasando una de sus crisis más profundas de decepción por “su Trapa”, y Fernando le dijo:
¿por qué no te vas a otro sitio, a una Cartuja, donde nadie te molestará?, Rafael le contestó
con su lenguaje directo: “Mira, yo necesito ver caras, aunque me hagan sufrir”.

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Terminemos este largo relato, que os ofrezco por si os puede servir para descubrir un
poco más el rostro del Señor y del hermano/a, y vuestro propio corazón. Os recuerdo la Pala-
bra de Dios: “Abre tu boca que te la llene”. Son días para la oración. Son días para abrir tu
corazón al Señor. Si te pueden servir, yo te ofrezco estas reflexiones: ¿Vives en el gozo de la
presencia de Dios? ¿Si el Señor quieres purificar tu corazón, ¿aceptas tu pobreza, el no saber
orar, el esperarlo todo de Dios y de su Espíritu? ¿Vives en el gozo de vivir sólo para Dios en
comunión con las hermanas?

- soledad y desierto, Oseas, 2: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón.


- desierto y desposorios: “La cortejaré; me desposaré contigo....” (Ib)
- vida de la Iglesia y desierto (Rudolph Otto)

Alloz
06 de julio de 2002

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“No apaguéis el Espíritu. Orad sin cesar
Dad gracias a Dios en todo, porque tal es su voluntad en Cristo Jesús (1Tes 5, 18)

Varias veces, cuando he tenido que hablaros en estas circunstancias: para serviros con
ocasión de un retiro, os he hablado de lo mismo. Quizá no acierto a transmitiros lo que preten-
do. No diré que lo vivo, pero sí que creo que todos, especialmente nosotros que por nuestra
vocación de monjes tenemos un compromiso y unas condiciones favorables especiales parra
una vida de oración. No quisiera cansaros, pero me parece que es una materia que tenemos
pendiente.
Quizá no insistimos más porque no está señalada, o al menos resaltada en la misma
Regla de San Benito. Él, como sabéis, nos propone este Instrumento de las Buenas Obras:
“Orationi frecuenter imcumbere”, es decir: “darse con frecuencia a la oración”. Pero no ha-
bla de esas “oraciones” que han de hacer los que van de viaje, o los que trabajan lejos, como
ordena la misma Regla del Maestro, o las Reglas de Pacomio: cuando van al refectorio, o van
a su celda, o van o vuelven de la iglesia, si van en barco, o están en el monasterio, en el cam-
po o de viaje, o en cualquier oficio, no se olviden de la oración (Regula Pachomii 142). Quizá
sea debido a la evolución propia de la Regla de San Benito en la que claramente el tono e inte-
rés se pone sobre todo en el Opus Dei. Sea como sea, el hecho es que no resalta este interés
por la oración continua, que sin duda es algo que tenían muy claro y pretendían los antiguos
monjes, y que siempre ha estado grabado en el corazón de los monjes, al menos los de Orien-
te.
En todo caso, en esto como en tantas cosas creo que es una fortuna el que nuestras
Constituciones hayan recuperado las raíces de la mejor tradición monástica cuando nos re-
cuerdan cómo “la Palabra de Dios instruye al monje en la disciplina del corazón y de la as-
cesis” Const 3. 2, (según se ha traducido. El texto original dice “actionis”, que, opuesto a co-
razón sería más exacto traducir por disciplina interior y exterior, o si se prefiere, del corazón
y de la vida).
Me gustaría recordaros las sugerencias tan interesantes que os hizo el P. Agustín en
los Ejercicios que os dirigió recientemente: cómo “el corazón”, “la espiritualidad del cora-
zón”, que es tan profundamente bíblica y a la que Jesús tantas veces dirige nuestras miradas a
ese modo de conocer y de amar que no viene de los sentidos ni de la inteligencia, lo que nues-
tros Padres, siguiendo a San Pablo, llamarían “el hombre animal”. La espiritualidad del cora-
zón, el conocimiento del corazón es un conocer por el amor, la espiritualidad de un corazón

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purificado por el amor, por el Espíritu, por la Palabra de Dios. Y de la que San Pablo nos dice:
“El hombre animal no conoce las cosas del Espíritu de Dios; son para él una locura y no
puede entenderlas, porque hay que juzgarlas espiritualmente” (1 Cor 2, 14).
De este modo, sigue el mismo número 3, 2 de las Constituciones, dóciles al Espíritu
Santo, pueden alcanzar la pureza de corazón y el recuerdo constante de la presencia de
Dios”. A mí modo de ver ha sido una lástima cómo se ha cambiado sin saber por qué este tex-
to, que originalmente, tal como salió de Holyoke decía: “Spiritus Sancti instintui
oboeuntes...”, que traducido sería: obedeciendo al instinto del Espíritu Santo...Dejando de
lado esta cuestión, lo que quiero es señalar cómo hace una llamada y nos señala el camino
para “el recuerdo constante de Dios”, la “memoria Dei”, el recuerdo constante de la presencia
de Dios, que está en la entraña de toda la tradición monástica.
Otras constituciones vuelven a tratar más ampliamente sobre la misma cuestión: la 20,
El recuerdo de Dios; la 22 De intentione cordis, traducida por La atención del corazón. Se lo
recuerdo únicamente para notar cómo las Constituciones afortunadamente recalcan este “de-
ber” o misión del monje; nuestra misión: “Los monjes..., estando en la tierra, viven con su es-
píritu en el cielo y suspiran por la vida eterna con todo el ímpetu espiritual” (Cst 22), porque
“a nada aman más que a Cristo” (RB 5,2).
Me he detenido en estas citas para recordar que es nuestro deber. Pero no quisiera mi-
rarlo simplemente como una obligación, sino como algo que va especialmente con nuestra vo-
cación, y por lo tanto que debemos considerarlo como una llamada de Dios. Nosotros no po-
demos dedicarnos a obras de misericordia, de las cuales, dice Jesús, que seremos juzgados a la
hora de la verdad, cuando nos encontremos con Él en el último día; a ayudar a los pobres, a
las misiones, al apostolado en sus múltiples facetas. Pero sí que tenemos esta responsabilidad
muy grave en la Iglesia: continuar la oración de Jesús, y es algo muy serio y costoso. Recor-
dad la vida del P. Pío. Aparte de que él tuvo otros carismas, vivió muy intensamente el de la
oración, llevando ante Dios el peso de tantos hombres y de toda la humanidad, como Jesús
llevó ante el Padre el peso de toda la humanidad. Nosotros, todo cristiano, tenemos que “com-
pletar lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1, 24). En ese sentido San Benito, como
sabéis, nos recuerda que el monje “ha de participar por la paciencia en la pasión de Cristo
para merecer también acompañarle en su Reino”, o más exactamente ser “consortes suyos”,
ahora participando de su pasión, y después en su Reino. Una vida monástica que sólo estuvie-
se centrada en sí mismo, en la propia perfección y santidad, caería en el egoísmo y la esterili-
dad.

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En esta línea quisiera reflexionar junto con vosotras sobre la oración, en la que debe-
mos llevar a Dios cada día el peso de nuestra vida y la de nuestros hermanos, la de tantos que
viven alejados de Dios. Con ellos tenemos que hacer la historia, este retazo de historia que
nos toca a nosotros.
La naturaleza del hombre, todo hombre, es la oración entendida no como un acto o
muchos actos de oración sino como un estado de oración en una actitud de apertura y de súpli-
ca, de alabanza y de adoración. Descubrir esta vocación, esta “naturaleza”, aquello para lo que
hemos sido creados, supone una conversión. Por nuestra condición de pecado que llevamos
impresa desde los orígenes, ordenamos todo en nuestra vida, en nuestras opciones, proyectos
y aspiraciones, nuestro modo de pensar y actuar alrededor de nosotros mismos. Dios no entra
en nuestros proyectos. Nos ponemos nosotros en lugar de Dios. Es la ilusión de Adán, la que
le sugirió la serpiente, “Seréis como dioses”. Queremos ser nuestros propios creadores. Es,
como veis sin duda muy claro, el proyecto, la orientación, el sentido del hombre de hoy y de
siempre. Por el pecado el hombre se ha hecho incapaz de verdadero encuentro con Dios y con
sus hermanos. Tampoco consigo mismo, con su ser profundo.
Cuando el hombre se “convierte” se hace capaz de mirar el rostro de Dios y el de sus
hermanos, y entonces encuentra su verdadera naturaleza que es ser oración de alabanza y de
petición, de adoración. Vuelve a ser el hombre nuevo que sale de las manos de su Creador y
vuelve a encontrar su primera vocación: puesto en medio y en la cumbre de toda la creación,
su vocación es dar sentido a toda la creación en un himno de alabanza. Por eso, cuando el
hombre se cierra en sí mismo, se olvida de Dios y usa de las cosas sin darles su último senti-
do, que sólo él puede darles, hace un daño incalculable a la creación. Recordáis el pasaje de S.
Pablo: “Todas las criaturas están sometidas a la vanidad, no de grado, sino por el que las ha
sometido con la esperanza de que también ellas serán liberadas de la servidumbre de la co-
rrupción para participar en la gloria de los hijos de Dios” (Rm 8, 20-21)
Toda la creación, todos los seres no tienen sentido si no es para el hombre. No son
para Dios, ya que no pueden llegar, dirigirse ni acoger a Dios. No son para sí mismos, ya que
todos son momentos fugaces de una serie. Sólo en la persona humana tienen sentido, razón de
ser. Pero no para adueñarse de ellos egoístamente sino para darles su verdadero sentido, es de-
cir, devolverlos a Dios en un himno de alabanza y adoración. Por eso el hombre es el sacerdo-
te de toda la creación. Dios colocó al hombre en medio del Edén para “cultivarlo”, es decir,
para hacer de su vida un culto espiritual. El verdadero yo del hombre es un yo litúrgico. Toda
su vida ha de desarrollarla como un culto espiritual. Todas nuestras actividades, las más senci-
llas y rutinarias o las más importantes y extraordinarias han de ser un culto espiritual. Y no

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sólo lo que hacemos, nuestra actividad, sino la realidad misma de nuestro ser, nuestras opcio-
nes y nuestra persona han de ser un culto espiritual. Así dice S. Pablo: “Os exhorto, herma-
nos, por la misericordia de Dios a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva,
santa agradable a Dios. Tal será vuestro culto espiritual” (Rm 12, 1), es la verdadera adora-
ción.
Recordad que ésta fue la razón de la liberación de Egipto del pueblo elegido: “para
que me den culto”, “para que me ofrezca sacrificios” (Ex 5, 1). Es el sentido, la razón de ser
del pueblo de Dios. “Yo me consagro, me santifico por ellos para que ellos sean consagra-
dos, santificados en la verdad” (Jn 17, 19). Y es que esta “consagración”, santificación” en la
verdad es la recuperación de la libertad verdadera, de nuestro verdadero ser; aquel ser en el
que y para el que Dios nos ha credo: ser hijos de Dios, recibirlo todo de Él y volverlo todo a
Él .
Presentimos en qué consistían los privilegios de Adán y Eva: en la posibilidad de orar
con facilidad y de amarse y de amarse unos a otros. En ciertos momentos de nuestra vida ora-
mos con facilidad y nuestra vida entonces como que toma otro color y otra consistencia. Pero
cuando estamos cerrados en nosotros mismos por el sufrimiento o por el pecado entonces pa-
rece que la oración se hace difícil y nos sentimos vacíos, si no frustrados y desgraciados. Je-
sús no sufrió el aguijón del pecado, pero sí el del sufrimiento y la noche oscura hasta verse
aplastado por el dolor, y sin embargo, entonces perseveraba en la oración, seguramente muy
árida y sin consuelo alguno, repitiendo las mismas palabras: “Padre, si es posible, pase de mí
este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Cuando nos dice: Entra en tu cuar-
to y ora a tu Padre”; “Es necesario orar en todo momento y no desfallecer” (Lc 18,1); “ve-
lad y orad”, sabía bien cuánto cuesta a veces orar. Y San Pablo más de una vez les dice a sus
fieles: “O exhorto, hermanos, a que luchéis conmigo en vuestras oraciones a Dios por mí”
(Rm 15, 30); “”Ayudándonos vosotros con la oración a favor nuestro”(2 Cor 1, 11). Hay días
en los que quisiéramos orar y no podemos. Seguramente que en esos momentos la humilde
perseverancia; la fe que acepta y espera es el acto más agradable a Dios.
Por el pecado el hombre ha querido y quiere dominar al mundo, dominar a los demás,
para ser su dueño y avasallarlo. Así ha sido siempre la historia, y así es en nuestros días. ¿Qué
significa la bomba atómica sino la desintegración de la materia y de todo el cosmos, un signo
de la decadencia y de la desintegración profunda del hombre? ¿Y qué significan las manipula-
ciones genéticas de la naturaleza sino la lucha del hombre contra sí mismo, volver el mundo al
revés? Y podíamos mencionar tantas y tantas pobrezas del hombre de nuestro tiempo olvida-
do de Dios, y tan vacío de sí mismo: la droga, el alcohol, el sexo, etc.

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Por eso se necesitan otros hombres que sean sacerdotes del mundo, para no llegar a la
desintegración del cosmos y del hombre. Hombres y mujeres que quieran seguir a Jesús, el
Hombre Nuevo, en el que Dios ha querido recapitular, rehacer a la humanidad, reconstruir la
creación, que le había sido arrebatada por el pecado. Y Dios la reconquista desde dentro,
cuando María con su “fiat” acoge los planes de Dios sobre ella.
Dios ha buscado siempre “adoradores en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23), pero lo que
ha encontrado son corazones de piedra, cerrados a cal y canto. A pesar de todo, en esa lucha
incesante entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás, el Espíritu ha suscitado a lo largo de la
historia verdaderos adoradores en su pueblo, sobre todo entre los pobres y humildes.
Pero para adorar es preciso percibir, o siquiera haber entrevisto o presentido de algún
modo la belleza infinita del rostro de Dios. Es preciso haber sido atraído, seducido, cautivado
por ese rostro, y sobre todo dejarse poseer por él. Hemos sido creados para la adoración y la
alabanza, pero para que haya una verdadera adoración es preciso que podamos cantar las ma-
ravillas de Dios con alegría, y para eso no basta la razón, el entendimiento, el conocimiento,
se necesita el amor.
El hombre ha salido de las manos de Dios a su imagen y semejanza, y Dios ha puesto
en su corazón ese amor para alabarle, ofrecerse, adorarlo y perderse en Él. Es lo que dice San
Pablo: “El que se une, o más exactamente, el que se adhiere al Señor se hace un espíritu con
Él” (1 Cor 6, 17). Y San Pablo lo dice para reprobar los abusos de la fornicación y de la pros-
titución, que en aquella sociedad degradada y permisiva de Corinto debía ser muy común, y
los cristianos que venían de aquellos ambientes no acababan de comprender y desprenderse de
las malas costumbres. Habla de lo más alto y sublime, “la unión”, lo que podríamos llamar el
matrimonio con Dios, y no duda en poner como ejemplo lo más bajo e indigno: la fornicación,
la unión con una meretriz.
Sin duda que de algún modo, en alguna ocasión, o muchas veces, en nuestra experien-
cia de vida monástica, hemos sentido en nosotros la experiencia del amor de Dios, de la co-
munión con Dios. No está en nuestras manos, es un don de Dios, pero debe ser lo más normal
en una vida cristiana auténtica. La vida cristiana no se basa en el conocimiento y en la profe-
sión de unas verdades conocidas intelectualmente, por muy claras que sean. Es una vida de
amor, de comunión, de experiencia de Dios. Es la que tuvo San Pablo en el camino de Damas-
co, en la que pudo conocer a Jesús a quien perseguía encarnizadamente, y entonces cambió su
vida, y ¡a qué alturas llegó en su conocimiento del misterio de Cristo!, como él mismo dice.
Nos ha hablado como nadie del misterio de Cristo. Y sabéis bien lo que supuso para su vida:

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“para mí la vida es Cristo”; “lo que tenía por ganancia ahora me parece una pérdida” (una
pérdida de tiempo, de la vida).
No está en nuestras manos la experiencia de Dios. Pero Dios ha puesto su amor en el
corazón del hombre que lo mueve a la alabanza, a la búsqueda, a la entrega, a perderse en él.
“Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, como de-
cía San Agustín, y él, como sabéis, lo había probado todo. Parece el loco sabio del Eclesiastés.
Más allá y más profundamente que nuestro egoísmo, hay en nosotros una fuerza, que es como
una tendencia ciega al éxtasis, a salir de nosotros mismos y nos empuja hacia el otro, a fundir-
nos con él. ¿Qué es lo buscan los drogadictos cuando quieren “hacer el viaje”, sino experi-
mentar el paraíso de salir de si mismos sin saber adónde los lleva ni lo que buscan?
Aún en el infierno Satanás tiene esta sed porque la lleva en su naturaleza. Y en reali-
dad, como dicen algunos biblistas, ésta es la pena más terrible del infierno y realidad misma
del fuego del infierno: el mismo amor de Dios, la sed de Dios, que por su condición de pecado
lo rechaza. San Bernardo lo define muy bien con aquella imagen suya que es todo un tratado
de teología cuando define a la condición del hombre que vive en la región de la desemejanza
como una “natura curva”; el hombre que está encorvado, cerrado en sí mismo. En cambio en
el amor el hombre está abierto y se deja llevar por este movimiento espontáneo de la oblación,
de la entrega en la alegría de la plenitud de su ser.
De este modo, si el hombre deja hablar a su corazón tal como Dios lo ha creado, su
vida se llena de alegría y se convierte en un sacrificio de alabanza impulsado por el deseo de
perderse en Dios. De ahí esa definición tan hermosa de la vida del cristiano que da San Pablo
y que es su tarea, como un inicio de la vida en el cielo: “En todo dad gracias a Dios” (1 Tes
5, 17-18); y no sólo en la Liturgia, sino en toda nuestra vida, con todas nuestras fuerzas ofre -
cidas para que se gasten y se consuman en la llama del amor de Dios. En la medida en que
uno vive entregado a Dios y a los hermanos se convierte en un canto de alabanza a Dios y su
vida se hace una oración continua.
Esta oración intenta actualizar la gracia bautismal, es decir, nuestra inserción en el
cuerpo resucitado de Jesús. Como dice San Pablo: “nos despojamos del hombre viejo y nos
revestimos del hombre nuevo, creado en justicia y santidad” (Ef 4, 22-24). Así volvemos a
encontrar nuestra condición paradisíaca, tal como Dios nos había creado, y somos reconcilia-
dos con Dios, con nosotros mismos y con nuestros hermanos. Por eso San Pablo invita a vivir
en una continua acción de gracias, en una eucaristía incesante: “Todo cuanto hagáis de pala-
bra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios
Padre” (Col 3, 17).

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De este modo, en la profundidad siempre santa e incandescente de la Iglesia, que es el
Cuerpo del Señor resucitado y glorioso, el Espíritu, “Señor y Dador de vida”, nos abre a cada
uno el camino para la deificación. Como decían los Padres: “Dios se ha hecho hombre para
que el hombre pueda llegar a ser Dios”. El humanismo total y verdadero sólo se da cuando el
hombre es transfigurado por el Espíritu. Si nos habíamos alejado de Dios por el pecado y no
teníamos salvación posible por el “fiat” de María y la entrega obediencial de Cristo: “Aquí es-
toy para hacer tu voluntad” (Heb 10, 9) el abismo inaccesible vuelve a nosotros como una re-
novación, un rejuvenecimiento de nuestra naturaleza. Y por eso, cuando invocamos el nombre
de Jesús salvador hacemos memoria de Jesús como recuerdo vivo y actual de su presencia sal-
vadora.
Los judíos no se atrevían ni se atreven a pronunciar el nombre de Yahvé. El Sumo
Sacerdote sólo lo pronunciaba una vez al año el día del gran perdón. Para nosotros Dios nos
ha revelado su nombre propio, que es su naturaleza, su ser, en Jesús. Y para revelárnoslo, por
decirlo así, Dios ha tenido que salir de sí mismo, de su trascendencia; ha tenido que anonadar-
se. En la cruz Jesús nos revela realmente el rostro de Dios; su naturaleza: Amor hasta el extre-
mo. Para nosotros Dios tiene un nombre, un rostro; el de Jesús, es decir, el de Dios Salvador
Invocar el nombre de Jesús es hacer memoria de Jesús en el sentido eucarístico de la
anámnesis. Cada vez que invocamos el nombre de Jesús en la oración, actualizamos su pre-
sencia, entramos en su Eucaristía e invocamos la parusía. Toda Eucaristía, a la vez que es un
anuncio de la muerte del Señor y una proclamación de su Resurrección tiene una proyección a
la Parusía, ya que en Jesús Dios, como dice San Pablo, lo ha recapitulado todo (Ef 1, 10). Él
es el alfa y la omega, y así, al hacer la anamnesis del Señor, celebramos la anamnesis del ori-
gen y del final de la humanidad y de todo lo creado. Como dice San Máximo el Confesor: “Él
es el principio, él es el medio y es el fin de todas las cosas, y en primer lugar de nuestra exis-
tencia humana”. De este modo, nuestra vida diaria e histórica vuelve a encontrar su vocación
original; aquello para lo que hemos sido creados: “para alabanza de su gloria” (Ef 1,
12.14).Así entramos en “la gran alegría” de que nos habla San Lucas, que abre el evangelio
con esta buena noticia: “os anuncio una gran alegría” (Lc 2, 10) y lo cierra con esta otra: “se
volvieron a Jerusalén llenos de gozo” (Lc 24, 52), es decir, participamos cada vez más del
cuerpo humano y divino de Jesús resucitado, en el que se realiza sin cesar un nuevo Pentecos-
tés, el Hombre Nuevo.

Para concluir:

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Todos creemos en la oración
Todos creemos que la oración es una tarea fundamental en nuestra vida, una misión
que tenemos que cumplir en la Iglesia y por la Iglesia, y por todos los hombres. Tarea de ado-
ración y de alabanza con Jesús en nombre de toda la humanidad y de toda la creación.
Creo que todos somos conscientes de que es una tarea ardua, que pide una lucha, que
tenemos que sostener día a día, junto con el gozo del encentro con el Señor.
Todos hemos de ser muy conscientes de que no es una obra nuestra, sino del Espíritu
de Dios en nosotros. “Nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu de Dios ora
en nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26).
Nosotros debemos disponernos por la purificación del corazón para recibir de Dios el
don de la oración pura y continua.
Así creceremos en el admirable conocimiento de Cristo, y en el amor de Dios, que es
Él mismo, su naturaleza.
Y así entraremos en el movimiento de retorno de toda la creación al Padre, que es
cuando alcanza su verdadero sentido.
Y finalmente, así entraremos en “la gran alegría” de la salvación, en el gozo mismo de
Jesús, como era su deseo: “Que mi gozo esté en vosotros y mi gozo en vosotros llegue a su
plenitud” (Jn 15, 11), el gozo del Espíritu derramado en nuestros corazones.

20
“Recibid el Espíritu Santo”

Señor resucitado, has prometido enviar sobre nosotros lo que tu Padre ha pro-
metido. Queremos permanecer en oración hasta que seamos revestidos del po-
der de arriba. No sabemos lo que hay que pedir para orar como es debido, pero
escucha la oración de María y de toda la Iglesia que ora con nosotros y por no-
sotros como la viuda del evangelio de la que hablas en el evangelio, que ruega
oportuna e importunamente y no cesa hasta conseguir lo que desea. Nosotros,
que somos malos, sabemos dar cosas buenas a los que amamos. ¡Cuánto más
nuestro Padre celestial, que es bueno, nos dará el Espíritu Santo, si nosotros se
lo pedimos con insistencia y perseverancia.
Al principio de las vigilias llamamos a tu puerta; en medio de la noche
buscamos tu rostro, y de mañana te pedimos tu Espíritu, Padre nuestro, en
nombre de Jesús, tu Hijo, el Amado. Envía un rayo de luz desde tu morada en
los cielos a nuestros corazones que se ven envueltos en las tinieblas; llénanos
de tu amor y fortifícanos en nuestra lucha diaria con tu vigor eterno.
Señor Jesús, tú nos has prometido rogar al Padre por nosotros para que
nos envíe otro Consolador. Sabemos que sigues intercediendo por nosotros y el
Padre no puede dejar de escuchar tu oración, tú que en tu caminar entre noso-
tros ofreciste oraciones y súplicas al que podría salvarte de la muerte al que po-
día salvarte de la muerte y fuiste escuchado por tu obediencia. Contigo quere-
mos elevar al Padre nuestras súplicas y pedir por todos nuestros hermanos, lo s
que ya te conocen y los te buscan sin conocerte, y sin haber oído hablar de ti en
la noche de su vida. No has orado sólo por tus discípulos, sino por todos aque-
llos por los que gracias a su palabra, creerán en ti.
Envíanos el Espíritu de la verdad y que él descorra de nuestros corazo-
nes el velo que nos impide verte presente en nosotros. Enséñanos a reconocer
tu acción en la ordinariez de nuestra vida y en todo lo que nos sucede y a dejar-
nos transformar por él. No nos dejes huérfanos sino a nosotros para que poda-
mos verte vivo en medio de nosotros como compañero de nuestro caminar, y
abre nuestro corazón para que entendamos las Escrituras. En tu bondad que no
tiene límites quebranta la torpeza de nuestra y la dureza de nuestro corazón
para que pueda arder al escuchar tu palabra, y parte para nosotros tu pan.

21
Enséñanos a guardar tu palabra y a observar tus mandamientos para
que permanezcamos contigo en el amor al Padre. Muéstranos el amor del Pa-
dre, derramando su Espíritu sobre nosotros, y haciendo de nuestros corazones
su morada, para que lleguemos a la unidad perfecta, y los hombres crean ver-
daderamente en ti, el enviado del Padre.

“Recibid el Espíritu Santo”, “y Jesús, inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn


19, 30)”. Nosotros hemos recibido ese Espíritu en nuestro Bautismo, en la Confirmación, en
la Eucaristía, y en todos los Sacramentos que se confeccionan con la fuerza y el poder del Es-
píritu Santo. Y toda nuestra vida cristiana, en la medida que es cristiana, es decir, en Cristo y
de Cristo, es obra del Espíritu.
De todo esto creo que estamos muy convencidos, pero siempre se nos pone la cues-
tión, ¿hasta qué punto vivimos realmente del Espíritu? ¿Por qué no vivimos realmente del Es-
píritu? Si vivimos de las normas, las leyes, la observancia, aunque vivamos fielmente, no vivi-
mos realmente en Cristo, la vida de Cristo, como cristianos. Viviremos una moralidad muy
buena, pero del Antiguo Testamento. “Los que se dejan mover por el Espíritu, esos son hijos
de Dios (Rom 8, 14), y “los frutos del Espíritu ya los conocemos: la caridad, el gozo, la paz,
la longanimidad, la afabilidad, la bondad, la mansedumbre” (Gal 5, 22-23)
Para volver a vivir el acontecimiento de Pentecostés, tenemos que volver a vivir la ac-
titud de los Apóstoles en el momento en que Jesús se separa de ellos: “Se volvieron a Jerusa-
lén con gran alegría, la gran alegría mesiánica de haber encontrado a Jesús, el Señor resucita-
do, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios”(Lc 24, 52), “orando con María, la
Madre de Jesús”, escogida por Dios para dar a luz al Salvador, y también la Madre de la Igle-
sia y de todos nosotros, como Jesús le encomendó desde la Cruz: “Ese es tu hijo”(Jn 19..).
Los Apóstoles obedecen sencillamente a lo que Jesús les ha mandado: “Voy a envia-
ros la promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis re-
vestidos de la fuerza de lo alto”. Siempre que habla S. Lucas del Espíritu Santo, recuerda su
poder. Así lo llaman los monjes antiguos, haciendo una referencia viva a su experiencia: la
Fuerza, el Poder, la Virtud, la Dûnamis de Dios. Así S. Ammonas, el Seudo Macario, S. Basi-
lio. Es lo que dice S. Benito tantas veces; algo que le es muy propio: “la sabiduría y la virtud”
(RB 21, 4; 64, 2), “la doctrina y la virtud” (RB 73, 9). No es fruto de la propia cosecha, de los
esfuerzos del monje, sino lo que Dios se digna conceder a su obrero purificado de los vicios y
pecados (RB 7, 68?).

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La presencia de María, la oración con María en la espera del Espíritu Santo es indis-
pensable, pues ella, la Madre de Jesús, escogida por Dios para acompañarle en su vida, es
también la escogida por Dios para formarle en nosotros hasta que llegue a su plenitud; la ma-
dre de la oración continua, que sostiene a los Apóstoles y les ayuda a perseverar en la fe, en la
oración de súplica. Juan Pablo II, al fin de la encíclica Redemptor Hominis invita a la Iglesia “
a una oración más grande, intensa y creciente” perseverando en ella “unidos con María, la
Madre de Jesús, al igual que los Apóstoles y los discípulos del Señor, después de la Ascen-
sión, en el cenáculo de Jerusalén (Hch 1, 13-14).
No se trata de una oración fugaz u ocasional, sino de una oración perseverante, como
la de la viuda del evangelio, aunque parezca que Dios no nos hace caso y que no somos capa-
ces de conseguirlo. Claro está que no somos capaces. Es quizá lo primero que tenemos que
convencernos: que no lo conseguiremos por nuestros méritos; que es todo obra del poder, del
amor, de la misericordia de Dios. Pero, Dios no puede dejar de escucharnos: ¿Dios no hará
justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aún cuando los haga esperar? Os digo
que hará justicia prontamente (Lc 18, 7). No se trata de una oración pasajera, sino de la ora-
ción que ha de llenar toda nuestra vida; de la oración continua. En medio de nuestra pobreza,
que no es ningún impedimento para orar, sino más bien el camino, la llave para entrar en ella.
En las alegrías y en el sufrimiento; en la luz y en la oscuridad; en el trabajo y en descanso, en
la comida o en el sueño.
Recordaréis que en los Ejercicios que os dio el año pasado D. Agustín Roberts, tan
buenos, os hablaba de la oración continua, que hemos de vivir nosotros, los que seguimos la
Regla de S. Benito. A mí me gustaron sus reflexiones, pues me iluminaron en un aspecto en
el que yo no había caído sobre la misma Regla; los grados primero y duodécimo de la humil-
dad, propios de S. Benito. Siempre los había entendido como una llamada a la vida de fe, la
presencia de Dios en toda nuestra vida, en lo que hacemos; los detalles más sencillos de nues-
tra vida y en las actitudes más profundas de nuestros pensamientos y del corazón, y en las lec-
turas o estudios sobre la Regla, era lo que siempre había encontrado. Pero no había pensado
nunca, ni había leído en ninguna parte que son una llamada a la oración continua. Así es como
los monjes, ¡tantos monjes! han llenado su vida con la presencia y la unión continua con Dios:
en el trabajo, en las alegrías y el sufrimiento; en el gozo de la experiencia de Dios y en los
días de oscuridad y cansancio, en la lectio divina y en el Oficio. Creo que es una actitud que
tenemos que fomentar en nuestra vida de monjes, y nos llenará de la alegría del Espíritu, de la
presencia de Dios; de ese gozo del que habla Jesús: “Que mi gozo esté en vosotros, y mi gozo

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en vosotros llegue a su plenitud”. El gozo, la alegría de su presencia, de la que tenemos que
ser testigos ante el mundo, y “que nadie nos podrá quitar”.
Esta oración perseverante, continua, con María, es la que nos capacita, nos prepara
para recibir el don del Espíritu. Es ya el mismo don del Espíritu, pues nosotros no podemos
orar si no es en el mismo Espíritu, que ora en nosotros con gemidos inenarrables.
Pentecostés no es simplemente un hecho del pasado, sino una realidad siempre nueva
y actual en la medida en que vivimos de la vida de Cristo resucitado, que está siempre con no-
sotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Es esa presencia de Jesús en medio de nosotros la
que tenemos que descubrir en nuestra vida de fe, de oración. Los evangelios, según los estu-
diosos, quieren hacernos caer en la cuenta precisamente, desde distintos aspectos, de esa reali-
dad. Nos transmiten la experiencia de las distintas comunidades primitivas cristianas, que re-
flexionaban y vivían esa experiencia de Jesús resucitado en medio de ellas.
Es la misma experiencia de S. Pablo, que descubre en su camino a Damasco. “Si he-
mos conocido a Cristo según la carne, ahora ya no así”. Es el Señor resucitado, señor de
todo. Mi vida está en dejar que él sea el “Señor de mi vida”: “vivo yo, pero ya no soy yo el
que vive. La realidad de mi vida es Cristo mismo”.
En la experiencia de Pentecostés hay viento fuerte, huracanado, lenguas de fuego; ha-
blar lenguas extrañas. Esos fenómenos pueden darse, y se dan aún hoy día. Pero no son indis-
pensables. La verdadera realidad de Pentecostés no es lo exterior sino ese acontecimiento mis-
terioso e invisible que penetra lo más íntimo del corazón. Es el misterio de la gracia que trans-
forma el corazón del hombre por el poder de la Resurrección de Cristo y nos hace vivir esa
vida nueva; la de Cristo resucitado.
Creo que es un don de Dios a su Iglesia en nuestros tiempos, que renueva los corazo-
nes desde lo más íntimo y de un modo insospechado. ¿Cómo podría mantenerse la Iglesia, si
no estuviese movida por esta Fuerza divina? ¿Qué sería la Iglesia sin el Espíritu, si no una
simple organización? Con la presencia y el poder del Espíritu es el Reino de Dios, la levadura
que transforma toda la masa; la semilla que se va desarrollando. La Vida Religiosa en nues-
tros días en general, y nuestra Orden en concreto sentimos el peso del secularismo, de la falta
de vocaciones, del envejecimiento, de la “precariedad” en muy distintos aspectos. Nos senti-
mos incapaces, y podemos caer en la tentación del desánimo, el desaliento, o el aburguesa-
miento; la tentación de la vida fácil.
Tenemos que luchar, estudiar el fenómeno, y buscar los medios que estén a nuestro al-
cance. Pero la mayor tentación, el mayor peligro, es la pérdida de fe, de ilusión. Dios ha pues-
to su Espíritu en nuestros corazones, y el Espíritu es poderoso para dar vida, para llamar a la

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existencia, para crear lo que no existe (Rom, Abrahán). Será necesario pasar por el vaciamien-
to, la “kenosis” de Cristo. Pero si tenemos fe, Dios nos conduce a la vida; nos da la vida, su
misma Vida. Creo que tenemos que avivar nuestra fe, y vivir ese don, la gracia, la experiencia
de la resurrección, ya desde ahora, así como vivimos la realidad de la muerte de Cristo. Es lo
que nos dice la Palabra de Dios por medio de S. Pablo: “hemos muerto con él, y hemos sido
resucitados con él”. Y con Él, por su Espíritu nos ha dado la vida, su misma vida, y la vida de
Dios es el “Amor”; porque “Dios es Amor” (I Jn 4). Si verdaderamente vivimos en el amor,
seremos testigos de que Jesús ha resucitado, que es el Señor.
En una de las primeras fichas que se nos han dado de cara a la Conferencia Regional,
y las Comisiones Centrales, y en definitiva al Capítulo General, supongo que os las habrán
dado a vosotras también, se nos pregunta: ¿Cómo crees que será significativa hoy nuestra
vida? Mi primera impresión al leerla ha sido el pensar si no estamos “rizando el rizo”. A mi
modo de ver, el valor que puede tener es el de reflexionar sobre el modo cómo puede y debe
ser significativa nuestra vida, y nuestro compromiso de vivir la vivir la vida monástica de un
modo responsable, o con otras palabras, nuestra responsabilidad como monjes de cara al mun-
do.
Me parece una cosa muy sencilla. Vivir con gozo y fidelidad los valores monásticos en
el amor; amor a Dios y amor a los hermanos, que son inseparables. Lo demás no tenemos que
preocuparnos. Pero, si por comodidad, abandono, aburguesamiento, dejadez nos amoldamos
al modo de vivir del mundo, no pensemos que vamos a ser “significativos”; que nuestra vida
va a decir algo al hombre de hoy; que va a tener sentido en la Iglesia, ni va a tener futuro. Se-
guramente que todos podríamos aducir testimonios.
“La carne, dice S. Pablo, tiene tendencias contrarias al Espíritu, y las del Espíritu son
contrarias a las de la carne. Andad, pues, en el Espíritu y no deis satisfacción a las tenden-
cias de la carne. Si os guiáis por el Espíritu no estáis bajo la Ley” (Gal 5, 16-18). Así hemos
de vivir ser fieles a nuestra vocación de monjes, de cristianos, que han descubierto que Jesús
es el Señor, “su” Señor. Muchas experiencias se podrían contar. La vida de los santos está
siempre dirigida, movida por el Espíritu. Y así tiene que ser la de todo cristiano. Os recuerdo
el testimonio de S. Maximiliano Mª. Kolbe ofreciéndose a ocupar el puesto de un condenado a
morir en las cámaras de gas en Auschwitz, donde nadie era capaz de compartir ni un mendru-
go de pan. Su sola presencia fue suficiente para que los demás prisioneros no se volvieran lo-
cos. El padre Kolbe incluso daba a los prisioneros conferencias sobre Dios, la Stmª. Trinidad,
la Virgen, la Inmaculada, de modo que con todos aquellos condenados a muerte, cantaban

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cánticos e himnos en condiciones tan atroces, en el momento de morir en vez de rebelarse. Su
vida sí que era y sigue siendo verdaderamente “significativa”.
Podríamos recordar igualmente a nuestro beato Hº. Rafael, más cercano a nosotros,
con su enfermedad, siguiendo obstinadamente a Jesús, a pesar de las pruebas, llorando de
hambre, sufriendo la soledad de la enfermería, y las pruebas y humillaciones de aquel enfer-
mo desquiciado; la incomprensión de su Maestro y de los confesores. En vez de cerrarse en sí
mismo, descubrió y amó la Cruz con pasión: “Saborear la Cruz..., vivir enfermo, ignorado,
abandonado de todos.... Sólo Tú y en la Cruz”. O la de la beata Gabriela entregando su vida
por la unidad de los Cristianos.
S. Benito no tiene teoría; tiene vida. Es el Señor el que te ha llamado. La vida monásti-
ca tiene pruebas, hay cosas duras y ásperas, pero siguiéndola fielmente, se corre con corazón
dilatado por el amor. Hemos de vivir, practicar el buen celo con “un amor ardentísimo”.
Amor a Dios, y amor a los hermanos en la obediencia mutua, el servicio, el olvido, la renuncia
de nosotros mismos, de nuestros intereses.
Naturalmente todo esto no lo vamos a conseguir con nuestros esfuerzos. Es fruto, don
del Espíritu; el Espíritu con el que “hemos sido sellados para el día de nuestra redención” (Ef
4, 30). Guardaos de entristecer al Espíritu”.

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Muerte
Señor, tú penetras con tu mirada divina hasta el fondo de nuestros corazones
y ves nuestro deseo de verdad, de pureza, de misericordia y de amor. Tú ves también
que no hay nada en nosotros que no esté viciado y pervertido por el pecado y el su-
frimiento del que no llegamos a descubrir bien nuestra responsabilidad.
Pero, Tú que eres capaz de traspasarnos hasta lo más profundo; puedes tam-
bién perdonarnos sin límites, pues tu amor es misericordia infinita. Tú lees en nues-
tro corazón, tú descubres en él la obra del Padre y tu propia imagen, que con amor
infinito grabaste en nosotros y nos has encomendado que la realicemos en nuestra
vida, y nos ofreces al mismo tiempo el amor del Espíritu. Tu misericordia es verda-
deramente un fuego devorador que nos conmueve. No permitas que resistamos a tu
mirada cerrando nuestro corazón con la dureza y la opacidad.
Tú que eres “la resurrección y la vida” y ofreces la vida, una vida que dura
para siempre a los que creen en ti, y que nos has prometido volver a buscarnos para
que donde estás Tú estemos nosotros para que veamos tu gloria, danos fe para se-
guirte y fidelidad para permanecer en tu seguimiento hasta que vengas a buscarnos,
y ya que te has dignado descubrirnos tu rostro y nos has llamado a tu seguimiento,
guárdanos siempre junto a ti, que nada ni nadie nos pueda separar. Envía a nuestros
corazones tu Espíritu que purifique nuestro corazón y nos dé la fuerza de tu amor to-
dopoderoso

Hablando con el P. Andrés de cómo podía enfocar el retiro y de qué podía hablaros,
me ha parecido que en estas circunstancias de coincidir con el 2 de noviembre, dedicado por
la Iglesia a conmemorar y orar por los difuntos, podíamos tomar a la muerte como punto de
nuestra reflexión.
Pero no temáis. Yo no quiero hablaros en esa perspectiva tremebunda con que habla-
ban los escritores ascéticos del siglo XIX y anteriores, como, por ejemplo, San Alfonso Mª.
De Ligorio en su libro Preparación para la muerte. Apenas has expirado y ya tus propios fa-
miliares buscan enterradores para que se lo lleven, etc. Por cierto, este fue el libro preferido y
elegido durante mucho tiempo. En S. Isidro... Y como ése, una de las prácticas espirituales
muy corrientes y estimada era la del “Ejercicio de preparación para la muerte”, que quizá ha-
yáis conocido. No pretendo con esto juzgarlos. Eran hijos de su época y tenían todo el dere-

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cho a buscar lo que según la cultura, los gustos, la antropología, etc., marcaban como orienta-
ciones ascéticas propicias para despertar y avivar la misma fe cristiana que todos profesamos.
A nosotros eso no nos va. Las orientaciones culturales y espirituales, y la antropología
de nuestro tiempo han cambiado. Yo quisiera más bien reflexionar sobre la muerte desde una
perspectiva pascual: Cristo ha resucitado; el Cordero degollado está en pie delante del trono
de Dios y tiene en su mano el libro sellado con siete sellos, es decir, los planes de Dios sobre
la historia, y que sólo él puede abrir; “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que
viene, el Todopoderoso”; “Estaba muerto, pero ya ves, ahora vivo por los siglos de los si-
glos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno” (Ap 1,8 y 18). Por eso como S. Pablo po-
demos y debemos pensar y decir: “Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia” (Fil 1,
21). En definitiva, si quiero hablaros de la muerte, es para hablaros de la vida, la vida verda-
dera que hemos recibido de Cristo y que hemos de desarrollar con la fuerza del Espíritu.
No hay duda que la muerte siempre ha sido temida, y para el hombre de nuestros días
la muerte se ha convertido en tema “tabú”, del que no se debe de hablar, ni aún en los Ejerci-
cios Espirituales, y desde luego mejor que no se hable como se hablaba. Parece como que con
no hablar de ella, desaparece. Como tantas cosas, se la trivializa, no se le da importancia.
Mientras tanto, que nos dejen vivir, un vivir que es en la superficialidad, el placer, que son los
valores que marcan a nuestra sociedad.
Y sin embargo, la muerte parece que está más presente que nunca: pensad en los acci-
dentes, que son el pan nuestro de cada día, por no hablar de las guerras, genocidios, catástro-
fes, etc., todo amasado y divulgado por los medios de comunicación actuales que hacen del
mundo una aldea, la globalización o mundialización. Como en tantas cosas, nuestra sociedad
vuelve la espalda a los valores fundamentales, proclama y vive de la superficialidad de los So-
fistas. Podría muy valer hoy el principio de los Epicúreos: “No hay que temer la muerte.
Cuando tú estás presente, ella no está; cuando ella está, tú no estás. Por tanto, ¿por qué te-
merla, ni preocuparse”. Así que “comamos y bebamos que mañana moriremos”.
Sin duda que la muerte es un trago amargo. Supone la demolición de nuestro ser con
las circunstancias amargas que la acompañan: el tener que dejar las relaciones queridas, la
profesión y los bienes que se tengan; todo hay que dejarlo, y normalmente acompañado del
sufrimiento de la enfermedad, y en definitiva, la soledad de pasar ese túnel uno sólo, sin saber
lo que vas a encontrarte al término del mismo.
Es la paga por el pecado. Aunque el hombre por naturaleza es mortal, Dios nos dotó
de lo que se llama los dones preternaturales, libres de la muerte. Sólo con el pecado vino la
muerte: “Si comes, morirás”. Es la muerte que llamaríamos espiritual, del alma, de la separa-

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ción de Dios, de las relaciones amistosas con Él, la participación de su vida, pues lejos de
Dios nosotros no somos, no tenemos consistencia, nuestro ser no se puede mantener; nos falta
la vida. Y si Dios no fuese misericordioso, volveríamos a la nada. Nuestra situación sería el
infierno, que es ser y no ser, la rebelión contra Dios. Odiar al amor; una existencia en el odio.
La fe no nos libra de este trance, de esta condición. Pero nos da una visión, un sentido
completamente nuevo, que llena de paz y de esperanza nuestra vida cristiana. “La vida de los
que en ti creemos no termina, se transforma”, y al término de nuestra vida no nos encontra-
mos solos. Jesús, el Señor resucitado, que tiene las llaves de la muerte y del abismo, no nos
deja solos, él que está siempre con el que le sigue.
El pensamiento de la muerte –el sano pensamiento de la muerte, se entiende, pues
Dios nos libre del pensar morboso en la muerte como si fuera el mal de los males, pensamien-
to que paraliza todo ímpetu espiritual y aún humano, y atrofia todo gozo pascual en el que he-
mos de vivir habitualmente como cristianos- abre horizontes ante uno mismo como los abrió
la muerte del Señor: el cumplimiento de la voluntad del Padre, realizar su proyecto, su misión,
el amor a los hombres, conseguir nuestra salvación, a pesar de las condiciones de dolor y su-
frimiento insuperables. Era bueno porque el Padre lo quería. De este modo, lo que es fruto del
pecado se convierte en un plan de Dios que hemos de acoger con amor, y por lo tanto desearlo
con las condiciones y circunstancias que él tenga previstas.
Para nosotros, los que creemos en Cristo, como toda nuestra vida, es comunión con él,
participar de su misma suerte. Como dice San Benito en una frase, que le es muy peculiar y es
muy significativa, y no obstante, habitualmente se pasa por alto, o no se recapacita en ella, en
el Prólogo de la Regla en el versículo 50: “Merezcamos ser consortes con Cristo, en sus pa-
decimientos y después en su Reino”, es decir, tener la misma suerte que Cristo, o si aceptáis
una lectura más profunda, “ser consortes”, una unión esponsalicia con Cristo.
Así lo vivía San Pablo, como hemos ya recordado: “Para mí la vida es Cristo y morir
una ganancia”. “Hemos muerto con Cristo, y hemos sido sepultados con él, y hemos resuci-
tado con él”. Y así lo vivieron los mártires: ¡Qué fe, qué ilusión, qué gozo tan increíble e in-
comprensible para el que no conoce a Cristo! Recordad el martirio de las santas jóvenes ma-
dres Perpetua y Felicidad, que uno no puede leer sin emocionarse. Ni el anciano padre que le
pide de rodillas, ni el niño recién nacido, ni la desgracia sobre la familia; nada la puede apar-
tar de confesar a Cristo. Y lo mismo Felicidad, su compañera. Se queja en la cárcel por los do-
lores de parto, y el carcelero le dice: “Si ahora te quejas por los dolores de parto, ¿qué será
mañana en el martirio?” “Ahora sufro yo sola, le responde, mañana Otro sufrirá por mí, por
quien yo sufriré”. Lo mismo el de Santa Bladina, mártir de Lión. ¿Y qué decir de S. Ignacio

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de Antioquia? “Soy trigo de Cristo. He de ser molido por los dientes de las fieras para llegar
a ser pan puro”. “Cuando el mundo ya no vea mi cuerpo, entonces seré verdaderamente dis-
cípulo de Cristo”.
Y lo mismo hemos de recordar el testimonio de nuestros hermanos de Tiberine, que
conmovió al mundo entero. El de los monjes de la Virgen del Puello. Los milicianos, que no
podían entender su alegría cuando los llevan a fusilar, en su lenguaje grosero comentan:
“Iban a la muerte como a una juerga”, y el de tantos cristianos que han dado testimonio de
su fe con sus vidas en España y en todo el mundo en nuestro siglo señalado por tantos gobier-
nos absolutistas, nazis, comunistas, fundamentalistas.
Fue una gracia. No todos estamos llamados a ella. Sí que todos los cristiano estamos
llamados al seguimiento de Jesús, y también hoy Jesús nos dice: “el que no deja padre o ma-
dre, o hermanos, y hasta su misma vida no es digno de mí; no puede ser mi discípulo”. No só-
lo los mártires, que han teñido de púrpura el vestido de la Iglesia, han seguido a Jesús, han
dado testimonio de él, han entregado su vida por él. Tantos cristianos, “una multitud que no se
puede contar” han pasado por “la gran tribulación y han lavado sus vestidos en la sangre del
Cordero”. Con su entereza y fidelidad han sostenido a la Iglesia.
Sabéis que los monjes aparecen cuando cesan las persecuciones y con el deseo de se-
guir su ejemplo, y también como reacción a la molicie y relajamiento de costumbres que se
apoderaba de la misma Iglesia. Creo que hoy, cuando la nota más destacada de la sociedad en
que vivimos, y a veces se vive la vida cristiana es un estilo de vida “light”. Una fe, un Dios
que no nos complique la vida. Nosotros, los monjes, ayer y hoy, pero hoy de un modo acen-
tuado hemos de dar testimonio de nuestra fe con una vida monástica auténtica. En este sentido
hemos de vivir en una contracultura.
Recordaréis que San Benito tiene un Instrumento de las Buenas Obras, el 47, que dice:
“Tener siempre presente la muerte ‘suspectam’”. Es difícil encontrar un término apropiado al
traducir al Castellano esta palabra. Literalmente sería “sospechosa”. Es decir, que puede venir
en cualquier momento. Aunque difícil traducir el término “suspectam”, sin embargo creo que
es de mucha importancia, ya que nos da su verdadero sentido.
Recordar la muerte, tenerla siempre presente para San Benito, lo mismo que para los
monjes antiguos no era un recuerdo morboso, o esas prácticas un poco espeluznantes de tener
en la mesa una calavera; el “hermano, morir habemos”, “ya lo sabemos” atribuido por Cha-
taubriand a los Trapenses. El cavar cada día un poco la propia fosa; el “hoy a mí, mañana a
ti”, o las costumbres que de hecho se dieron entre los Trapenses y otros religiosos en esos si-
glos de reacción a la Ilustración. La nota de “suspectam”, sospechosa, que se atribuye a la

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muerte, y que de hecho la tiene, hemos de leerla, como hacían los monjes, como hacía San
Benito en el trasfondo de la Palabra de Dios, que hemos leído no ha mucho en el evangelio de
S. Lucas: “Comprended que si el dueño de casa supiera a qué hora viene el ladrón, no le de-
jaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados porque a la hora que menos lo
penséis viene el Hijo del Hombre” (Lc 12,39-40). Por eso “Tened ceñida la cintura y encen-
didas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda
para abrirle, apenas venga y llame” (Lc 12, 35-36).
No es una actitud ansiosa, de miedo, de angustia, ansiedad o tremebunda. Al contrario
es la actitud diligente, siempre llena de gozo como el novio espera a la novia, aguardando el
feliz momento del encuentro. Para nosotros, “nuestro bien es el Señor”. Por eso, como decía
S. Pablo, “Cupio disolví et esse cum Christo”. Estoy deseando verme desatado de las cadenas
de este cuerpo para estar con el Señor, procurando que todo esté a punto.
El monje, el cristiano que lo es de verdad, sabe, desde luego, que la muerte puede ser
para él, como fue para el Señor, un trance muy amargo, puesto que es una ruptura inevitable
que nos separa de personas y cosas muy queridas, y porque puede ir acompañada de dolores y
angustias muy grandes (H. Plácida: “cuánto cuesta morirse”). Más, a pesar de todo eso ve la
muerte iluminada por la clara luz de la Pascua, y sabe muy bien que traspuesto el umbral de la
eternidad, el Señor le premiará con “aquella recompensa que ni ojo alguno vio, y ningún oído
oyó, lo que no le ha pasado por la mente a hombre alguno; lo que Dios tiene reservado para
los que le aman” (I Cor ,9).
La muerte no entraba en los planes de Dios, pero Dios la ha integrado en sus planes.
El israelita poco a poco fue descubriendo y afianzándose en la seguridad de que Dios no pue-
de abandonar para siempre al que en toda su vida le ha seguido fielmente: “No dejarás a tu
fiel conocer la corrupción” (Sal. 15), no es posible que me dejes para siempre en el Sheol, en
poder de la muerte, sino que “me enseñarás el sendero de la vida y me saciarás de gozo en tu
presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante”.
¿Qué podemos sacar como orientación para nuestra vida después de estas considera-
ciones en un día de retiro? La realidad de nuestra muerte da profundidad y dimensión a nues-
tra vida. ¿En qué sentido? Porque es un hecho ineludible de nuestra existencia. Podemos si-
tuarnos ante ella de distintas maneras, y de hecho cada uno se sitúa a su modo, que en definiti-
va expresa su ser, cómo se realiza en su vida. Podemos adormecernos, intentando no verla u
olvidarnos de la realidad, pasando la vida en la inconsciencia. Podemos rebelarnos contra esta
realidad, o podemos aceptarla sabiamente, viendo en ella la mano de Dios, que nos hiere y

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castiga para sanarnos y llevarnos a la vida por Cristo. Es la actitud evangélica, la Buena Nue-
va de la vida y la salvación.
Así la han visto y vivido los amigos de Dios. Hemos hablado antes de la actitud llena
de gozo de los mártires ante el martirio. No sólo ellos; es la actitud de tantos y tantos cristia-
nos que vive con sencillez y gozo, en la alabanza su vida. Recordad a un Francisco de Asís,
con la enfermedad y rodeado de miseria canta el Himno de las Criaturas: “Alabado sea mi Se-
ñor en el hermano sol y en la hermana luna, y en la hermana muerte”. O a S. Juan de la Cruz:
“Rompe ya, si quieres, la tela de este dulce encuentro”, o Santa Teresa: Ansiosa de verte, de-
seo morir”, “Tan alta vida espero, que muero porque no muero”(Poesías). O la de nuestro
Beato, el Hermano Rafael: “Mi alma sufre de verse privada de tus amores, sufre de verse en
el encierro de este cuerpo” (20 de marzo de 1938).
Ninguno somos tan necio que pensemos que eso no va con nosotros. Sí que es fácil
echarlo al cajón del olvido para que no nos moleste y mientras tanto seguir nuestra vida. Una
actitud cristiana, que en el fondo creo que la tenemos todos, pero quizá no siempre asumida
conscientemente, es la de la aceptación humilde y agradecida de los planes de Dios. Y haría-
mos muy bien en un día de Retiro hacerlo en nuestra oración de un modo consciente, acogien-
do los planes de Dios. A la hora de la muerte sea muy difícil reflexionar, tener nuestra mente
suficientemente lúcida para hacerlo conscientemente.
Dios ha querido ocultarnos el día y la hora, pero en cualquier momento, “a la hora
que menos lo pensemos, viene el Hijo del Hombre” (Lc 12,40). Jesús conocía el futuro de do-
lor y amargura que le esperaba y en una actitud de obediencia acogió los planes del Padre para
su vida y para su muerte, que iba a ser dolorosísima. El “bautismo por el que tenía que pa-
sar”, y lo acogió y aceptó con gran amor y deseo: ¡qué angustia hasta que se cumpla! no por-
que Jesús estuviese deseando la muerte, sino porque era la voluntad del Padre, y el camino de
su entrega por la salvación de todos los hombres.
Desde esta actitud, que es totalmente evangélica, como cristianos, como monjes he-
mos de dar testimonio a un mundo tan despistado y materialista, que no encuentra sentido a la
vida, porque en los derroteros que lleva de vida materialista y de confort no puede encontrar-
lo. Nosotros hemos de dar testimonio de que creemos en la vida. Que la vida para nosotros es
una persona, en la que creemos, Jesús, “el camino, la verdad y la vida”, y el que cree en Él, y
porque creemos en Él tenemos ya la vida, la que no se acaba, la vida eterna, la misma vida de
Dios. Por eso acogemos con paz la muerte, porque “En la vida y en la muerte somos del Se-
ñor”

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