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Jesús descubre el paraíso que llevas adentro

Jesús se detenía y observaba. Miraba el corazón del hombre.


Comía con los pecadores y veía en ellos el reflejo de Dios, su luz,
su amor.

Jesús hacía lo que describe Miguel Ángel: «Vi el Ángel en el


mármol y tallé hasta que lo puse en libertad. En cada bloque de
mármol veo una estatua tan clara como si se pusiera delante de
mí, en forma y acabado de actitud y acción. Sólo tengo que labrar
fuera de las paredes rugosas que aprisionan la aparición preciosa
para revelar a los otros ojos como los veo con los míos».

La mirada de Jesús descubría al hombre que hay en nosotros. Y así podía tallar el bloque de mármol, porque
lograba ver el ángel en su interior. Nunca vio masas a su alrededor. Vio al que tenía hambre, al que tocaba su
manto, al que lo observaba desde lejos algo incrédulo, al ciego que lo necesitaba.

Tenía la capacidad de ver el ángel encerrado en el mármol de nuestro cuerpo. Tenía el don de descubrir nuestra
belleza tantas veces cubierta de barro. Lo hizo en su vida entre los hombres. Lo sigue haciendo hoy cuando nos
mira.

Para Jesús no somos nunca parte de un grupo, tenemos nombre propio y apellidos. Nos enseña lo importante, no
podemos amar una masa de personas, amamos sólo cuando lo hacemos individualmente. Amamos al hombre, a
cada hombre, así lo hace Dios.

Jesús usaba su lupa para ver el corazón, para descifrar los enigmas del alma humana. Así, uno por uno, habitando
en cada persona, acariciando sus miedos, despertando sus sueños.

Una lupa nos permite observar lo que sucede con detalle. Con la lupa vemos lo que de verdad ocurre, lo que
vivimos. Miramos y vemos debajo de la superficie.

Como esos niños curiosos que quieren conocer el secreto de la vida. Encontrar tras la pintura el alma de las
cosas. La huella del artista. El sueño del creador. La magia escondida. El secreto bien guardado, oculto,
misterioso. Nos gusta ver si las cosas tienen verdad, si son auténticas.

Desentrañamos las entrañas de la tierra, jugando con los sueños, acariciando lo sagrado. Es lo más importante,
saber lo que se esconde bajo la superficie del mundo. Llegar más hondo. Ver más allá de la apariencia.

Ahondar en el cauce, sumergirnos en la vida escondida. Bañarnos en esa agua profunda y llena de vida. Mirar
más allá de lo visible. Ver con el alma, con el corazón apasionado.

La apariencia a veces nos engaña. Si nos quedamos en ella el mundo puede ser gris, todo igual, todo monótono.
No queremos pasar de largo ante la vida. No queremos pasar nada por alto. Nos detenemos con nuestra lupa, con
nuestra mirada. Lo observamos todo.

Mirar con lupa la vida es fundamental. Para no perdernos lo importante. Para no juzgar la realidad sin conocerla
bien. La lupa nos permite conocernos mejor también a nosotros mismos. Es fundamental.

Saber quién soy yo, qué talentos ha puesto Dios en mi corazón, para qué sirvo, para qué estoy recorriendo este
camino. En ese lugar Dios quiere habitar, en mi historia, en mi tierra. En ese espacio sagrado que tan bien conoce
Él.

Ese espacio santo en el que muchos hombres van a conocerlo a Él. Allí brilla mi ideal personal, el ángel escondido
en la roca, ese sueño que Dios dibujó al crearme y que ahora duerme, ese canto que compone con mis pobres
notas algo desafinadas, ese paisaje grabado con su pincel preciso y oculto bajo mis borrones.
El camino que en parte ya poseo y en parte anhelo, sueño y vislumbro; ese camino en parte hollado y en parte aún
deseado, desconocido y hallado. Ese ideal es el nombre de mi propio templo, de mi corazón, de mi vida sagrada,
tocada por Dios.

El nombre con el que resuena todo mi ser, las fibras más profundas. Allí donde lo conozco a Él y me reconozco
a mí mismo. Allí, oculto en mis entrañas estamos los dos creando, construyendo. Él habita en lo más sagrado
de mi vida.

Pero muchas veces no lo busco, no lo encuentro, desaparezco de su lado. ¿Lo conozco? ¿Cómo construyo
yo mi vida, mi casa, mis sueños?¿Construyo sobre Él, con Él? ¿Quién soy yo, en realidad?

Queremos construir sobre la roca más honda de nuestra alma. A veces nos quedamos anclados en la superficie. Y
la corriente de la vida nos lleva. En lo más hondo de mi ser soy yo mismo. Allí todo tiene una resonancia
especial, resuena con fuerza, todo vibra.

Es ese espacio santo sobre el que hay que construir. Allí donde la vida cobra un color más hondo y auténtico.
Allí donde estoy yo solo con Dios, sin tener que defenderme de nadie.

En ese lugar santo me encuentro con mi verdad y con la verdad de Dios sobre mi vida. Con su aceptación y
respeto. Allí me siento amado en lo que siento y decido, en lo que vivo y sueño, en lo que amo y
proyecto. Es el lugar en el que Jesús es la roca sobre la que se asiente mi vida.

En ese lugar santo habitamos Dios y yo. Allí, mirando por mi lupa, veo mucho más de lo que intuyo. Allí me veo y
veo el rostro de Jesús. Su rostro que me mira. En mí, en lo más hondo de mi alma, está escondido su rostro,
la huella de Dios.

En mí hay un lugar de paraíso, de cielo, donde Dios habita y donde muchas veces yo no estoy. Porque me
ausento buscando en la corriente de la vida vestigios de eternidad. Queriendo retener torpemente los minutos con
mis dedos.

Es necesario que vuelva a Él. Somos de Dios. Pero a veces se pierde el ancla y nos dejamos llevar por la
corriente. En mi alma, mirando con lupa, está Dios. Allí vuelvo. Allí descanso y vuelvo a echar el ancla.
"Solo semillas"
Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida,
cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina
se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras
los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio
asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿ qué
venden aquí ustedes?» «¿Aquí? —respondió en ángel— . Aquí
vendemos absolutamente de todo». «¡Ah! — dijo asombrado el joven—.
Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas
toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión
entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos...»
Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y
le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.»

En los mercados de Dios (y en los del alma) siempre es así. Nunca te venden amor ya fabricado; te ofrecen una
semillita que tú debes plantar en tu corazón; que tienes luego que regar y cultivar mimosa-mente; que has de
preservar de las heladas y defender de los fríos, y que, al fin, tarde, muy tarde, quién sabe en qué primavera,
acabará floreciéndote e iluminándote el alma.

Y con la paz ocurre lo mismo. Hay quienes gustarían de acudir a un comercio, pagar unas cuantas monedas o
unos cuantos millones y llevarse ya bien empaquetaditos unos kilos de paz para su casa o para el mundo. Claro
que a la gente este negocio no le gusta nada. Sería mucho más cómodo y sencillo que te lo dieran ya todo hecho
y empaquetado. Que uno sólo tuviera que arrodillarse ante Dios y decirle: «Quiero paz» y la paz viniera volando
como una paloma. Pero resulta que Dios tiene más corazón que manos.

Bueno, voy a explicarme, no vayan ustedes a entender esta última frase como una herejía. Sucedió en la última
guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la
catedral. Y una de las «victimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó literalmente destrozado. Al
concluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo
bombardeado, y, pegando trozo a trozo, llegaron a formarlo de nuevo en todo su cuerpo... menos en los brazos.
De éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo para siempre, mutilado
como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar
de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía:

«Desde ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros.»

Y allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes. Bueno, en realidad, siempre ha sido
así. Desde el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio precisamente para suplir
los suyos, para que fuéramos nosotros quienes multiplicáramos su creación con las semillas que Él había
sembrado.

José Luis Martín Descalzo, "Razones para la esperanza"


"Solo semillas"
Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida,
cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina
se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras
los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio
asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿ qué
venden aquí ustedes?» «¿Aquí? —respondió en ángel— . Aquí
vendemos absolutamente de todo». «¡Ah! — dijo asombrado el joven—.
Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas
toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión
entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos...»
Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y
le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.»

En los mercados de Dios (y en los del alma) siempre es así. Nunca te venden amor ya fabricado; te ofrecen una
semillita que tú debes plantar en tu corazón; que tienes luego que regar y cultivar mimosa-mente; que has de
preservar de las heladas y defender de los fríos, y que, al fin, tarde, muy tarde, quién sabe en qué primavera,
acabará floreciéndote e iluminándote el alma.

Y con la paz ocurre lo mismo. Hay quienes gustarían de acudir a un comercio, pagar unas cuantas monedas o
unos cuantos millones y llevarse ya bien empaquetaditos unos kilos de paz para su casa o para el mundo. Claro
que a la gente este negocio no le gusta nada. Sería mucho más cómodo y sencillo que te lo dieran ya todo hecho
y empaquetado. Que uno sólo tuviera que arrodillarse ante Dios y decirle: «Quiero paz» y la paz viniera volando
como una paloma. Pero resulta que Dios tiene más corazón que manos.

Bueno, voy a explicarme, no vayan ustedes a entender esta última frase como una herejía. Sucedió en la última
guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la
catedral. Y una de las «victimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó literalmente destrozado. Al
concluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo
bombardeado, y, pegando trozo a trozo, llegaron a formarlo de nuevo en todo su cuerpo... menos en los brazos.
De éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo para siempre, mutilado
como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar
de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía:

«Desde ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros.»

Y allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes. Bueno, en realidad, siempre ha sido
así. Desde el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio precisamente para suplir
los suyos, para que fuéramos nosotros quienes multiplicáramos su creación con las semillas que Él había
sembrado.

José Luis Martín Descalzo, "Razones para la esperanza"

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