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2 julio, Vocación

Señor, tú me sondeas y me conoces;


me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.

No ha llegado la palabra a mi lengua,


y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco.

¿Adónde iré lejos de tu aliento,


adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;

si vuelo hasta el margen de la aurora,


si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha.

Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,


que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti,
la noche es clara como el día.

Tú has creado mis entrañas,


me has tejido en el seno materno.
Te doy gracias,
porque me has escogido portentosamente,
porque son admirables tus obras;
conocías hasta el fondo de mi alma,
no desconocías mis huesos.

Cuando, en lo oculto, me iba formando, 


y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían mis acciones,
se escribían todas en tu libro;
calculados estaban mis días
antes que llegase el primero.

¡Qué incomparables encuentro tus designios,


Dios mío, qué inmenso es su conjunto!
Si me pongo a contarlos, son más que arena;
si los doy por terminados, aún me quedas tú.

(…)

Señor, sondéame y conoce mi corazón,


ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno.

(Sl 138)

¡Mi vida! Dicen que lo que diferencia a un animal de un ser humano es la propia
conciencia de sí, el darse cuenta de la vida de uno. Es un descubrimiento que podemos
pensar como obvio, ¡pero nada más lejos de la realidad! Es un milagro. En algún
momento de la Historia un monillo pasó de vivir indiferente a descubrirse a sí mismo: el
que come, el que duerme, el que berrea y el que corre detrás del coco… ¡soy yo, y nadie
más! Puedo tocarme a mí mismo, mirarme, contemplarme, maravillarme… ¡estoy vivo!
Ningún animal puede hacer esto en modo alguno. Esto es lo que el famoso director
Stanley Kubrick quiso reflejar en la famosa escena de 2001: odisea en el espacio,
cuando el mono se queda pasmado ante su propia imagen reflejada… qué radical
diferencia entre el bicho y la persona. Si lo pensamos seriamente, descubrimos que el
vivir es puro regalo, puro don. El filósofo español Ortega y Gasset afirmaba que la
realidad radical del universo es… mi vida. Es la primera realidad radical que uno, si está
atento, encuentra en su vida. Quizás esto no lo valoramos porque… nacemos viviendo
ya, sin tener una preparación previa; sin explicación, casi de forma precipitada, nos
descubrimos gateando por debajo de la mesa del comedor en nuestras primeras
pesquisas científicas mientras nuestros padres tratan de que tomemos el biberón de una
santa vez. Como diría el alemán Heidegger, somos “arrojados al mundo”. Por eso, es
bueno que, en medio del ajetreo de mi vida, nos paremos, respiremos, y descubramos el
bien radical que supone vivir. Este ejercicio es recomendable también para los niños.

Como decíamos, nos encontramos ya viviendo. Y toda nuestra vida consiste en


una constante preocupación por qué haremos con esa vida que se nos ha concedido.
Adónde iremos, qué diremos, qué queremos ser. Ahora bien, si nosotros no nos hemos
dado a nosotros mismos la vida… entonces, ¿quién? Sí, ya sé que te sabes esta
respuesta: Dios. Efectivamente, el Señor tu Padre es tu Creador y Dador de vida. Y
como también conoces de sobra, Dios no produce sujetillos en masa, como si estuviera
jugando al Age of Empires. Dios te sueña, te desea, te ama… y entonces vives. Desde
las profundidades de la eternidad, como en una oscura cueva informe, Dios te llama a
la vida. Pronuncia tu nombre y brotas como un milagro en medio de la agitada Historia.
Tú eres un hermoso sueño del Creador, que por puro Amor quiere hacerte partícipe de la
grandeza de la vida, del vivir; de la grandeza de su Vida y Amor. Algo netamente
gratuito.
Es importante que entendamos bien este matiz. Es una llamada personal y por
amor. Esa llamada no se hace a la inmensidad, ni a los ecos del infinito: se te hace a ti,
persona concreta. Como diría genial y sencillamente J. H. Newman, es una llamada “de
corazón a corazón”. Un corazón enamorado que es el Llamador, y un corazón mendigo
de amor que es el llamado. Tú eres creado no por azar, sino para participar del amor. El
Llamador te quiere vivo, te quiere amado y amante. Insisto: esto es un regalo
absolutamente inconmensurable. Y esta es la vocación: la primera vocación es a vivir en
plenitud.

Por tanto, reflexionando desde aquí, analizando las cosas ordenadamente…


¿Cómo podemos llegar a pensar que Dios es enemigo de nuestra felicidad, de nuestra
libertad, en definitiva, de nuestra vida? ¡Si es el que te llama a la misma vida, quien te la
regala! A menudo somos como el niño pequeño que se revuelve ante su padre que trata
de enseñarle a vivir. La llamada de Dios, la vocación a la vida, es inseparable de
nuestra felicidad, del sentido de nuestra vida. Alejarse del Señor es alejarse de la luz y
entrar en el reino de la oscuridad y el sinsentido. Sólo desde el seguimiento de su
llamada a la vida que me regala puedo encontrar la plenitud, ser dichoso, pues Él es la
vida. Como dijo Juan Pablo II, no debemos tener miedo a entregar nuestra vida al
Señor, a ponerla en sus manos, pues Él no nos quitará nada, sino que nos dará la
verdadera felicidad.

Como vemos, la vocación no se resume en ser cura, monja, casado o tibetano.


Eso son consecuencias. En la catequesis de hoy es mejor ayudar a que los chavales
descubran en Dios a su Padre amoroso que sólo desea hacerlos auténticos y felices, y
que por tanto deben seguirle, fiarse de Él. A partir de ahí, cada cual construye su vida
junto con el Señor haciendo un camino personal… porque sí, exactamente, la vida, y
por tanto la vocación, es puro camino.

¿En qué consiste vivir? En caminar. Si algo caracteriza la vida es que no sólo es
un regalo, sino que en este mundo es temporal, y tiene una teleología, un destino. De lo
contrario, es un absurdo. Si te fijas, toda la vida me la paso proyectando quién voy a ser,
en función de la llamada a la vida. Pero no es una decisión instantánea, supone camino.
Supone ir definiéndome, eligiéndome, proyectándome en medio de las circunstancias.
Pero ¿Me elijo a la deriva, como un náufrago perdido? No, debo ir contrastándome,
poniéndome frente a la llamada de Dios: tratando de ser quien estoy llamado a ser por el
Señor. Ésa es la vocación: descubrirme a mí mismo. Descubrir que no estoy creado
azarosamente, y ya no me refiero sólo al hecho radical de mi vida, sino al cómo soy,
cuáles son mis cualidades, mis dones, y también mis debilidades. Todo eso lo tiene en
cuenta el Señor a la hora de llamarte: es más, te llama así, tal y como eres. Como dice la
canción “pescador de hombres”: “me has mirado (…), has dicho mi nombre”; “no has
buscado ni a sabios ni a ricos, tan sólo quieres que yo te siga”; “Tú sabes bien lo que
tengo, en mi barco no hay oro ni espadas… tan sólo redes y mi trabajo”. Por tanto, en
lugar de flagelarnos con nuestras debilidades, nuestras limitaciones… ¡mírate con los
ojos de Dios! Eres precioso a sus ojos, eres irrepetible y te ama infinitamente. Te quiere
así, y así eres llamado. No de otra forma. Y no sabrás quién eres realmente hasta que Él
te lo revele: estás toda la vida eligiéndote, fiándote de Él, creciendo por su gracia, para
descubrir lo que auténticamente estás llamado a ser:

“A los que salgan vencedores les daré a comer del maná que está escondido; y les daré también una
piedra blanca, en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce sino quien lo recibe” (Ap 2, 17).

Tolkien toca este tema de manera admirable en El Hobbit. Aunque sé que todos
os lo habéis leído, y más de una vez, me permito recordaros alguna cosa. Si os fijáis, el
protagonista de todo el libro (la película recorre un tercio del mismo) no es Thorin,
Gandalf, o Smaug… sino un puñetero hobbit. Bilbo Bolsón: externamente un hobbit
comodón, afincado en sus pequeños placeres. No hace mal, pero no es auténtico, porque
no vive lo que está llamado a ser: un hobbit casi legendario. Cuando otro le llama (el
ilustre Gandalf el gris), él está poco dispuesto a vivir. Prefiere comer pescadito frito con
limón. Qué tío… ¡como todos nosotros! Gandalf y los enanos le ponen delante una
aventura, es decir, la posibilidad de vivir auténticamente. Pero él muestra dos
cuestiones entrelazadas: su miedo, su sensación de que es muy pequeño
(“evisceración… ¡incineración!”, “no soy un saqueador… nunca he robado a nadie”); y
sus resistencias y amorcejos pequeños y limitados (“soy un Bolsón… de Bolsón
Cerrado). En cambio, Gandalf ve mucho más allá que todos… y que Bilbo mismo, pues
es (ojo con analogías) como el Llamador: -Gandalf: “si digo que Bilbo es un
saqueador… ¡es que es un saqueador! (…) Hay en él mucho más de lo que las
apariencias muestran, y tiene mucho más que ofrecer de lo que ninguno de vosotros
puede imaginar… ni siquiera él mismo.” Poco después, hablando con Bilbo
personalmente, le recuerda quién está llamado a ser: -“Has estado sentado demasiado
tiempo… ¿Desde cuándo te importa tanto la vajilla de tu madre? Yo recuerdo un joven
hobbit que siempre andaba buscando elfos en los bosques (…), un hobbit al que nada
le habría gustado más que investigar qué hay más allá de los límites de la Comarca. El
mundo no está en tus mapas y libros… está ahí fuera.” Bilbo irá descubriendo a lo largo
de la aventura quién está llamado a ser: se encontrará consigo mismo auténticamente, de
una forma totalmente inesperada y sorprendente. Ésta es la vida, amigos.

En esto consiste la vida: en hacer un camino siguiendo la llamada a la vida, la


vocación personal. Ahora bien, no pienses que toda la vocación y la vida consiste en
quedarse mirándose uno el ombligo, admirado: ¡Mira cómo sube! ¡Mira, mira cómo
baja… impresionante! Todo descubrimiento personal supone una apertura a Dios, a los
demás. Supone la entrega, el don de sí. Paradójicamente, el descubrirse a uno mismo se
da cuando nos entregamos por amor al prójimo en Dios. Julián Marías así lo decía: sólo
me conozco en los demás, por tanto la vocación de toda persona, en sus circunstancias
diversas, significa amar radicalmente. En sus circunstancias y de forma personal: siendo
hijo, siendo padre, siendo profesor, alumno, tenista, golfista, charcutero, sacerdote,
misionero, abuelo, amigo, vecino, monja, bailarín o idiota perdido. En cualquier caso, la
llamada de Dios supone participar de su amor, y por tanto un amor que es entrega. No
nos podemos quedar en Bolsón Cerrado comiendo queso, cerdo curado y leyendo libros
en el sillón, arropado por la cálida lengua de fuego de la chimenea, mientras el mundo
de ahí fuera languidece y se extingue bajo la zarpa de un terrible dragón escupe-fuego.
Al contrario, en la vocación descubrimos el amor y la apertura al mundo, como Bilbo:
“Sí, es verdad, echo de menos Bolsón Cerrado. Echo de menos mis libros, y mi sillón, y
mi jardín. Es el lugar al que pertenezco, es mi hogar. Y es por eso por lo que vuelvo,
porque vosotros no tenéis un hogar. Os lo arrebataron, pero yo os ayudaré a
recuperarlo si puedo”.

De forma también radical eres libre. Una libertad que no consiste en poder hacer
lo que me salga del mismísimo y santo… pie, sino en elegirme. En toda circunstancia
elijo si quiero ser auténtico a mi vocación, o un perezoso y plúmbeo hobbit. Si quiero
VIVIR, si estoy dispuesto a VIVIR, o prefiero quedarme refocilando en mi charca de
miedos y egoísmos, en mi agujero hobbit. Está en tu mano. Gracias a Dios, y esto lo
veremos en sucesivas catequesis, en la vida Dios nos otorga la posibilidad de perdón, de
redención: de volver a empezar cuantas veces haga falta. Lo importante es que yo no
deje de palpitar y luchar por vivir, por ser auténtico a mi vocación, por darle mi vida a
Dios, mi Padre y Creador.

La vocación se vive en lo cotidiano. Se construye en el día a día, en las pequeñas


decisiones de todos los días. A veces podemos sentirnos un poco desorientados,
perdidos, en un mar de dudas. Entre otras cosas, para eso Dios se encarnó: para
mostrarnos cómo debemos ser, a qué estamos llamados como personas, todos y cada
uno. Jesucristo es el modelo de ser humano pleno, que siendo verdadero Dios llega a ser
verdadero hombre. ¡Mirémonos en Él diariamente! Pues como Él mismo dice: “Yo soy
el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino es por mí” (Jn 14, 6). Como
discípulos suyos, debemos imitarle… ¡Y pedirle ayuda constantemente! Porque Él no te
pedirá nada para lo que no hayas sido creado, sería una contradicción brutal. Lo que
ocurre es que a nosotros nos cuesta verlo, nos cuesta fiarnos de lo que nos pida, y nos
cuesta llevarlo a término. Por eso, pégate a Su Sagrado Corazón: ya sabes, comparte tu
camino con Él “de corazón a corazón”. Él te enseñará tu camino, tu vocación, tu yo, tu
plenitud en el amor. Así te enfrentarás al dragón por amor a los enanos y descubrirás el
sentido de tu vida.

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