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Clase 4 – Estructura finalista de la vida humana

Aristóteles (2014), Ética a Nicómaco (I 1, 7). Trad. Julio Pallí Bonet. Gredos.
[1094a] Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen
tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo
que todas las cosas tienden 1. Sin embargo, es evidente que hay algunas diferencias entre los
fines, pues unos son actividades y los otros obras aparte de las actividades; en los casos en
que hay algunos fines aparte de las acciones, las obras son naturalmente preferibles a las
actividades2. Pero como hay muchas acciones, artes y ciencias, muchos son también los
fines; en efecto, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de
la estrategia, la victoria; el de la economía, la riqueza. Pero cuantas de ellas están
subordinadas a una sola facultad3 (como la fabricación de frenos y todos los otros arreos de
los caballos se subordinan a la equitación, y, a su vez, ésta y toda actividad guerrera se
subordinan a otras diferentes), en todas ellas los fines de las principales son preferibles a los
de las subordinadas, ya que es con vistas a los primeros como se persiguen los segundos. Y
no importa que los fines de las acciones sean las actividades mismas o algo diferente en
ellas, como ocurre en las ciencias mencionadas.
(…)
[1097a] Pero volvamos de nuevo al bien objeto de nuestra investigación e indaguemos qué
es. Porque parece ser distinto en cada actividad y en cada arte: uno es, en efecto, en la
medicina, otro en la estrategia, y así sucesivamente. ¿Cuál es, por tanto, el bien de cada
una? ¿No es aquello a causa de lo cual se hacen las demás cosas? Esto es, en la medicina, la
salud; en la estrategia, la victoria; en la arquitectura, la casa; en otros casos, otras cosas, y
en toda acción y decisión es el fin, pues es con vistas al fin como todos hacen las demás
cosas. De suerte que, si hay algún fin de todos los actos, éste será el bien realizable, y si hay
varios, serán éstos. Nuestro razonamiento, a pesar de las digresiones, vuelve al mismo
punto; pero debemos intentar aclarar más esto. Puesto que parece que los fines son varios y
algunos de éstos los elegimos por otros, como la riqueza, las flautas y, en general, los
instrumentos, es evidente que no son todos perfectos, pero lo mejor parece ser algo
perfecto. Por consiguiente, si hay sólo un bien perfecto, ése será el que buscamos, y si hay
varios, el más perfecto de ellos.
Ahora bien, al que se busca por sí mismo le llamamos más perfecto que al que se busca por
otra cosa, y al que nunca se elige por causa de otra cosa, lo consideramos más perfecto que

1
Como es costumbre en Aristóteles, el autor empieza este tratado determinando, ante todo, el objeto de su
investigación. Apoyándose en textos de Platón, establece una clasificación de las acciones morales, para
llegar a la afirmación general de un fin supremo de la vida humana.
2
Aristóteles se esfuerza en esclarecer que una cosa es la acción, otra la actividad y otra la producción. En
general, el producto es mejor que la actividad, pues ésta tiene como fin a aquél.
3
O capacidad de actuar, referido, quizá, más bien a la ciencia práctica.

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a los que se eligen, ya por sí mismos, ya por otra cosa. Sencillamente, llamamos perfecto lo
que siempre se elige por sí mismo y nunca por otra cosa.
[1097b] Tal parece ser, sobre todo, la felicidad 4, pues la elegimos por ella misma y nunca
por otra cosa, mientras que los honores, el placer, la inteligencia y toda virtud, los
deseamos en verdad, por sí mismos (puesto que desearíamos todas estas cosas, aunque
ninguna ventaja resultara de ellas), pero también los deseamos a causa de la felicidad, pues
pensamos que gracias a ellos seremos felices. En cambio, nadie busca la felicidad por estas
cosas, ni en general por ninguna otra5.
Parece que también ocurre lo mismo con la autarquía 6, pues el bien perfecto parece ser
suficiente. Decimos suficiente no en relación con uno mismo, con el ser que vive una vida
solitaria, sino también en relación con los padres, hijos y mujer, y, en general, con los
amigos y conciudadanos, puesto que el hombre es por naturaleza un ser social 7. No
obstante, hay que establecer un límite en estas relaciones, pues extendiéndolas a los padres,
descendientes y amigos de los amigos, se iría hasta el infinito. Pero esta cuestión la
examinaremos luego. Consideramos suficiente lo que por sí solo hace deseable la vida y no
necesita nada, y creemos que tal es la felicidad. Es lo más deseable de todo, sin necesidad
de añadirle nada; pero es evidente que resulta más deseable, si se le añade el más pequeño
de los bienes, pues la adición origina una superabundancia de bienes, y, entre los bienes, el
mayor es siempre más deseable. Es manifiesto, pues, que la felicidad es algo perfecto y
suficiente, ya que es el fin de los actos.
Decir que la felicidad es lo mejor parece ser algo unánimemente reconocido, pero, con
todo, es deseable exponer aún con más claridad lo que es. Acaso se conseguiría esto, si se
lograra captar la función del hombre. En efecto, como en el caso de un flautista, de un
escultor y de todo artesano, y en general de los que realizan alguna función o actividad
parece que lo bueno y el bien están en la función, así también ocurre, sin duda, en el caso
del hombre, si hay alguna función que le es propia. ¿Acaso existen funciones y actividades
propias del carpintero, del zapatero, pero ninguna del hombre, sino que éste es por
naturaleza inactivo? ¿O no es mejor admitir que así como parece que hay alguna función
propia del ojo y de la mano y del pie, y en general de cada uno de los miembros, así
4
Pero, ¿en qué consiste la felicidad, la eudaimonía? Tal es, en rigor, el tema de la ética aristotélica. Todos,
nos dice el autor, estamos de acuerdo en que necesitamos la felicidad, pero discrepamos en cuanto al concepto
y cuál es el mejor camino para alcanzarla. Los rasgos más importantes del concepto de felicidad son que la
elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa y que consideramos la felicidad como algo que se
basta a sí mismo y que incluye en sí todo lo deseable en la vida. Según el autor, la felicidad es una actividad
del alma de acuerdo con la virtud perfecta (É. N. 1102a4). La cuestión será analizada de nuevo en el libro X
para llegar a la conclusión de que la felicidad suprema radica en la vida contemplativa, la cual tiene por objeto
las realidades más sublimes.
5
El problema que se suscita aquí es el de si hay un fin que se persiga por sí mismo y no esté subordinado a
otro. En este caso, sería un fin completo frente a los otros, incompletos.
6
Una de las acciones centrales de la moral aristotélica. La felicidad es el bien que, cuando lo poseemos, nos
hace independientes, y el hombre es independiente cuando posee todo lo necesario para su felicidad.
7
Propiamente, «animal político» (cf. Política I 2, 1253a2-3), es decir, hecho para vivir en una pólis, en una
ciudad. El solitario es, para Aristóteles, un desgraciado.

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también pertenecería al hombre alguna función aparte de éstas? ¿Y cuál, precisamente, será
esa función? El vivir, en efecto, parece también común a las plantas, y aquí buscamos lo
propio. Debemos, pues, dejar de lado la vida de nutrición y crecimiento. [1098a] Seguiría
después la sensitiva, pero parece que también ésta es común al caballo, al buey y a todos
los animales. Resta, pues, cierta actividad propia del ente que tiene razón. Pero aquél, por
una parte, obedece a la razón, y por otra, la posee y piensa. Y como esta vida racional tiene
dos significados, hay que tomarla en sentido activo, pues parece que primordialmente se
dice en esta acepción. Si, entonces, la función propia del hombre es una actividad del alma
según la razón, o que implica la razón, y si, por otra parte, decimos que esta función es
específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como el tocar la cítara es propio de
un citarista y de un buen citarista, y así en todo añadiéndose a la obra la excelencia queda la
virtud (pues es propio de un citarista tocar la cítara y del buen citarista tocarla bien), siendo
esto así, decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del
alma y unas acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y
hermosamente, y cada uno se realiza bien según su propia virtud; y si esto es así, resulta
que el bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes
son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera 8. Porque
una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un instante
bastan para hacer venturoso y feliz.
Sirva lo que precede para describir el bien, ya que, tal vez, se debe hacer su bosquejo antes
de describirlo con detalle. Parece que todos podrían continuar y completar lo que está bien
bosquejado, pues el tiempo es buen descubridor y coadyuvante en tales materias. De ahí
han surgido los progresos de las artes, pues cada uno puede añadir lo que falta. Pero
debemos también recordar lo que llevamos dicho y no buscar del mismo modo el rigor en
todas las cuestiones, sino, en cada una según la materia que subyazga a ellas y en un grado
apropiado a la particular investigación. Así, el carpintero y el geómetra buscan de distinta
manera el ángulo recto0: uno, en cuanto es útil para su obra; el otro busca qué es o qué
propiedades tiene, pues aspira a contemplar la verdad. Lo mismo se ha de hacer en las
demás cosas y no permitir que lo accesorio domine lo principal. [1098b] (…) Por tanto,
debemos intentar presentar cada uno según su propia naturaleza y se ha de poner la mayor
diligencia en definirlos bien, pues tienen gran importancia para lo que sigue. Parece, pues,
que el principio es más de la mitad del todo0, y que por él se hacen evidentes muchas de las
cuestiones que se buscan.

8
El autor excluye de la felicidad al niño y al adolescente. Sólo la edad adulta es capaz de poseerla con el
ejercicio de las virtudes.
0
En efecto, al carpintero le basta el uso correcto del ángulo recto y nada añade a su oficio el conocimiento de
la definición y propiedades del ángulo recto.
0
HESÍODO, Trabajos y Días 40.

19
Alfredo Cruz Prado (2022). “¿Qué deseamos verdaderamente?” En El sentido
de la moral. Eunsa. pp. 47-55.
[p. 47] Si el apetito es lo que nos mueve a obrar, y la acción buena –buena en su sentido
primero y radical– es la acción verdaderamente deseable, la que es conforme con el apetito
y lo realiza, entonces, la acción mala –cuya existencia forma parte de nuestra experiencia
moral– solo puede ser una acción equivocada, un error práctico: la realización de lo que en
verdad no deseamos. No es posible sostener sólidamente que una acción mala es solo mala
para los demás, para los que la sufren, pero no para el mismo que la realiza, para el cual esa
misma acción sería buena y deseable. Afirmar esto, afirmar que uno hace siempre es buena
para uno mismo, implica contradecir nuestro más elemental sentido moral y nuestra más
espontánea experiencia moral.
Cuando juzgamos la acción de alguien como mala, no queremos decir que sea mala para los
demás aunque pueda ser buena para él. Si estuviéramos diciendo esto, ¿qué razón o
fundamento tendríamos para exigirle que no hiciera tal cosa, que hiciera lo que los demás
desean y lo que él no desea, que hiciera algo bueno para otros y malo para sí?
Por otra parte, todos nos hemos arrepentido alguna vez de lo que hemos hecho. El
arrepentimiento forma parte de nuestra [p. 48] experiencia moral. Pero arrepentirnos –
arrepentirse de verdad– significa lamentar y repudiar la acción cometida, reconocer con
tristeza que lo que hicimos no es en verdad lo que queremos, que esa acción ha sido mala,
primero y principalmente –y quizá exclusivamente– para nosotros mismos: que con ella nos
hemos hecho daño a nosotros mismos y hemos frustrado nuestro verdadero deseo.
Una acción mala solo puede ser una acción que es mala, primera y fundamentalmente, para
el que la lleva a cabo. Una acción mala es, en su sentido más propio y radical, la realización
de lo que en verdad no se desea. Pero, sin embargo, como es el deseo lo único que nos
mueve a obrar, también la acción mala tiene que deberse a algún deseo. Por lo tanto, la
acción mala, que es una acción equivocada, un error práctico, tiene que deberse a un error
en la razón o a un error en el apetito, a un conocimiento incorrecto o a un apetito
equivocado.
Pero, si la causa de una acción mala –de haber realizado lo que en verdad no se desea– es
solo y propiamente un error en la razón, no cabe, propiamente, arrepentimiento, sino simple
lamento o protesta. Si compramos lo que en verdad no queríamos comprar, porque la
etiqueta del producto no era correcta, no nos arrepentimos sino que nos enfadamos. El error
no ha sido culpa nuestra. Solo cuando el error es culpable cabe arrepentimiento por la
acción realizada a causa del error en la razón; solo entonces podemos reprocharnos lo que
hemos hecho. Pero el error en la razón es culpable cuando la causa de este error es un error
en el apetito, es un apetito equivocado. Si hemos comprado lo que no queríamos porque no
hemos leído con atención la etiqueta a causa de la prisa que teníamos, es decir, a causa del
deseo que teníamos de realizar la compra en poco tiempo, tenemos motivos para

20
arrepentirnos, pues hemos sido culpables del error que nos ha llevado a hacelo que en
verdad no queríamos. La causa del error en la razón ha [p. 49] sido un apetito equivocado,
incorrecto, pues el deseo de rapidez es un deseo erróneo en quien lo que quiere de verdad es
comprar algo concreto y preciso. Desear rapidez cuando lo que se quiere es comprar con
pleno acierto, es no saber querer lo que de verdad se quiere, es querer equivocadamente.
La causa última y decisiva de las acciones malas en el error en el apetito. De la corrección o
incorrección del apetito depende la corrección o incorrección de la razón que importa
moralmente. Hay error en el apetito cuando uno es movido a la acción por un apetito
equivocado, engañoso, falso. Y el problema que representa la posibilidad de incurrir en este
error, es lo que verdaderamente interesa desde el punto de vista moral. Un apetito
incorrecto, erróneo o falso es un apetito que no es conforme –que no está en línea, podemos
decir– con otro apetito más profundo, abarcante y duradero, que el sujeto también posee, y
que representa lo que en el fondo y en verdad desea. Un apetito recto, acertado, verdadero
es un apetito que apunta en la misma dirección que otro apetito más profundo y auténtico;
es un apetito que constituye una acertada particularización de lo que se desea en el fondo,
que corrobora este deseo en lugar de falsearlo.
Si a veces actuamos mal, no es porque en esas ocasiones actuemos por apetito en lugar de
actuar por la razón; y si otras veces actuamos bien, no es porque en estos casos actuemos
por la razón y al margen de los apetitos, como vienen a pensar quienes tienen una
mentalidad kantiana. Actuamos siempre por apetito: actuamos bien cuando el apetito que
nos mueve es bueno, recto, verdadero; actuamos mal cuando el apetito que nos mueve es
malo, desviado, falso. Cuando el apetito es bueno, actuar por este apetito, realizarlo y
satisfacerlo, es estar realizando mediatamente lo que uno apetece en el fondo y
auténticamente, es llevar a cabo una acción verdaderamente deseable, obrar lo que
verdaderamente se quiere. Un apetito recto o bueno es el apetito de los medios que [p. 50]
de verdad corresponde a otro apetito, que es apetito del fin. Por el contrario, un apetito
malo es un apetito que, cuanto más lo satisfago, más frustro mi más profundo y auténtico
deseo, y más indeseable es en verdad la acción que realizo.
Contra lo que pueda parecer, es esto mismo lo que estamos significando en el fondo cuando
decimos –quizá con algún resabio kantiano– que hay que hacer lo que se debe y no lo que
apetece. Lo que en verdad estas palabras significan es que, para hacer lo que de verdad
queremos, es necesario no dejarnos llevar por lo que nos apetece momentáneamente,
coyunturalmente, pues lo que deseamos profunda y definitivamente puede ser muy distinto
e incompatible con lo que apetecemos ocasionalmente.
Obviamente a la vista de todo esto es inevitable preguntarse ¿qué es lo que apetecemos
verdaderamente? ¿Cuál es nuestro más auténtico, radical e irrenunciable deseo?
Efectivamente, esta es la cuestión moral fundamental. La moral –como reflexión o como
práctica, como filosofía moral o como vida moral– no tiene otro objetivo que responder a
esta pregunta. Pero la respuesta real y acabada a esta pregunta no es la que puede provenir
21
de la filosofía moral, sino aquella que solo la vida moral puede proporcionarnos, pues esta
respuesta no es una respuesta teórica, no es un contenido mental, sino que es una respuesta
práctica, un modo de obrar y vivir. Saber de veras qué es lo que deseamos verdaderamente,
es saberlo en la práctica, es practicarlo y realizarlo.
Y estamos ante una cuestión moral –cabe precisar– porque para responder acertadamente a
esta cuestión, hace falta poseer un determinado modo de ser. Para identificar y reconocer
eficazmente y en la práctica nuestro más auténtico deseo, para movernos coherentemente y
decididamente por él, hace falta estar libre de apetencias engañosas y episódicas, que
enturbian la vivencia de ese deseo, y lastran su fuerza motiva. Y esta libertad es lo que
llamamos “virtud”.
[p. 51] Tanto Aristóteles como Santo Tomás comienzan su filosofía moral planteándose
esta cuestión fundamental, preguntándose si hay algo que todo ser humano desea por
encima de todo, algo que todos deseamos de forma radical y constitutiva y que no podemos
dejar de desear. La respuesta de ambos es bien conocida: la felicidad. Todo ser humano
desea ser feliz. Este es el deseo fundamental, definitivo e insuprimible en nosotros. La
felicidad es lo que apetecemos en definitiva, en último extremo, y es el motivo por el que
apetecemos cualquier cosa concreta que podamos apetecer. El apetito de felicidad es el
apetito fundamental, universal y necesario, que se determina y materializa –acertada o
equivocadamente– en los apetitos particulares y contingentes que podemos poseer cada
uno.
Pero, ¿en qué consiste la felicidad; en qué se concreta para cada uno; cómo se alcanza?
Saber que todos deseamos ser felices no es mucho si no sabemos nada acerca de qué es la
felicidad y cómo se logra. Como reconoce Aristóteles, todos desean la felicidad, pero no
todos están de acuerdo acerca de en qué consiste, y vemos que unos la ponen en las
riquezas, otros en los honores, otros en el conocimiento, otros en los placeres, etc. (EN
1095b-1096a).
La pregunta por la felicidad, por lo que todos deseamos verdaderamente, es la pregunta con
la que comienza la ética, porque es la pregunta que, en el fondo, nos estamos haciendo cada
uno en todo momento en que nos proponemos actuar. En cualquier ocasión en la que nos
disponemos a tomar una decisión –más importante o más intrascendente–, lo que nos
preguntamos es, en el fondo, qué es lo que verdaderamente quiero en este momento; y para
que podamos respondernos con sentido y verdad, hace falta que esta pregunta nos la
planteemos en el marco de otra más amplia y radical: qué es lo que quiero real y
globalmente en mi vida.
Para que nuestra vida sea auténticamente humana, racional; para que podamos tener y dar
razones de lo que hacemos, es necesario [p. 52] que nuestras acciones no sean como átomos
completamente desconexos entre sí, sino pasos sucesivos, realizaciones parciales
encadenadas de un mismo deseo fundamental, de un apetito comprehensivo e integrador de

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todas esas acciones. De lo contrario, nuestra vida carecería de sentido y dirección, no sería
más que una sucesión de reacciones arbitrarias y caprichosas a las diversas circunstancias
que nos fueran saliendo al paso. Esta imagen de la vida humana, que parece reflejarse en
quienes dicen conformarse con “ir tirando” o “vivir el día”, es la imagen de una vida
amoral, en la que las acciones no pueden ser verdadera y seriamente ni buenas ni malas,
pues en ellas no hay nada serio en juego, ningún deseo o propósito abarcante que esté
siendo realizado o frustrado.
Esto mismo es lo que Aristóteles está indicando cuando habla de la necesidad de un fin
último en el hombre (EN 1094a). Si todo agente obra por un fin, es decir, si siempre
actuamos porque apetecemos o tendemos a algo, es necesario que exista un fin último, algo
que deseemos por sí mismo y no por otra cosa –algo que sea puro fin y no también medio
en algún sentido–, porque, de lo contrario, si todo fin fuera a su vez medio para un fin
ulterior, es decir, si todo lo que deseamos lo deseáramos por otra cosa, nunca acabaríamos
de poder justificar una sola de nuestras acciones, nunca tendríamos razón suficiente para
realizar un deseo.
La racionalidad práctica –la racionalidad del obrar– es ordenación de medios a fines.
Razonar prácticamente, razonar para obrar, es dotar de concreción práctica a un fin
mediante la determinación de sus medios. Pero si el fin siempre se encuentra entre los
medios de otro fin, nunca llegamos a saber cuáles son en verdad los medios adecuados para
el fin, porque, en el fondo, nunca llegamos a saber verdaderamente cuál es el fin.
Cabría pensar que no es necesario que exista un fin último, porque lo que existe es una
pluralidad de fines distintos e independientes entre sí, de los que unos individuos tienen
unos, y otros [p. 53] individuos otros, y cada sujeto usa su razón en cada momento para
realizar alguno de los fines que posee. Esto viene a ser lo que Hume afirmaba: los apetitos
son todos empíricos y contingentes –se tienen los que se tienen, y se puede tener unos o se
puede tener otros–, y la razón no es más que un instrumento al servicio de la satisfacción de
los apetitos que se tengan, cualesquiera que sean estos: la razón no es más que la “esclava
de las pasiones”.
Pero si esto fuera así, y cada individuo tuviera varios fines o apetitos, no habría ninguna
razón para satisfacer un apetito en comparación con otros en cada momento. Pero esa
intensidad dependería de circunstancias y estímulos externos. De nuevo, nuestra vida
carecería de racionalidad por nuestra parte, y no seríamos más que títeres de lo que
ocurriese a nuestro alrededor. ¿Qué sentido y valor podrían tener nuestros juicios morales?
Para que con nuestra razón podamos distinguir entre apetitos buenos y malos, rectos y
desviados, importantes y fútiles, y para que, en consecuencia, podamos justificar el realizar
unos en lugar de otros, es necesario que con nuestra razón podamos comparar cada apetito
particular con otro apetito, más profundo y abarcante, y comprobar así si ese apetito

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particular es o no una particularización acertada y válida de este otro apetito, si corresponde
o no corresponde a lo que en el fondo estamos apeteciendo.
Al final, este apetito más profundo y abarcante no puede ser otra cosa que un apetito
natural, un apetito que no tenemos ni por circunstancias exteriores ni por libre elección,
sino por necesidad: por ser nuestra naturaleza la que es. Se trata, pues, de un apetito que ya
no puede calificarse ni como bueno ni como malo –o, al menos, que no puede ser bueno o
malo como lo son los demás apetitos–, porque no es comparable con otro apetito más
radical y englobante, respecto del que pudiera ser una particularización [p. 54] acertada o
equivocada. Propiamente, este apetito no es ni bueno ni malo, ni verdadero ni falso: es,
sencillamente, natural, el que poseemos por ser lo que somos. Nuestra naturaleza no es ni
buena ni mala: es, sencillamente, la que es.
Para que nuestro obrar sea racional, es necesario que haya en nosotros un apetito natural,
necesario, que estemos apeteciendo algo de manera no racional –no por alguna razón–, sino
natural: por ser el tipo de ser que somos. Dicho de otro modo, para que seamos agentes
racionales, hace falta que exista en nosotros un fin último, un fin que es fin en sí mismo y
absolutamente, es decir, que ya no se justifica por ninguna razón. Ya lo veamos como
apetito o como fin, se trata de una realidad que no la pone en nosotros la razón, sino la
naturaleza, y que precede a todo ejercicio de la razón.
Santo Tomás afirma que “el primer acto de la voluntad no procede del ordenamiento de la
razón, sino del impulso de la naturaleza o de una causa superior” (ST, I-II, q.17, a.5, ad.3),
y esta causa superior solo puede ser la causa de la naturaleza, es decir, Dios. (cfr. ST, I-II, q.
9, aa. 4 y 6). Ese primer acto o movimiento de la voluntad no es el primero en sentido
cronológico o biográfico, sino el primero en sentido estructural: toda acción humana, toda
acción real o concreta incluye, como fundamento y punto de partida, un primer acto de la
voluntad –un primer apetecer, desear o querer– que es anterior a toda intervención de la
razón en esa misma acción; un acto de la voluntad que es natural y que es la condición de
posibilidad de que la razón práctica entre en acción.
Que nuestra naturaleza pone en nosotros un apetito, es decir, que por naturaleza tendemos a
un fin, significa que nuestra naturaleza –como toda naturaleza, en verdad– no consiste solo
en un conjunto de facultades, de capacidades, sino también en una forma de tender, en un
modo de estar tensado hacia una meta o fin. Ser humano, tener naturaleza humana es ser
tendiente o desiderante [p. 55] de una forma determinada, estar apeteciendo o tendiendo de
un modo característico. La naturaleza –la naturaleza de todo ser que la tiene– suele
definirse como principio interno de operación, como lo que hace que un ser opere de sí
mismo y de la manera que opera. Una planta tiene naturaleza porque crece de sí misma, y
no tirando de ella hacia arriba. Pero si la naturaleza es principio de operación es porque ella
es ya, de algún modo, movimiento, dinamismo, y no solo pura capacidad o potencia de
moverse. Si fuera pura potencia de moverse, tendría que ser puesta en acto, en movimiento
desde fuera, y no sería, por tanto, naturaleza. La naturaleza humana es estar ya en tensión
24
hacia algo, es estar apeteciendo de un modo específico. El hombre es un ser vectorial. Por
esto, como hace Santo Tomás de Aquino, cabe hablar de una voluntad natural –voluntas ut
natura–, que, en el fondo, no es otra cosa que la naturaleza como voluntad –natura ut
voluntas–.
Conviene subrayar que el fin último no es último en el sentido de ser aquel fin que busca
“por último”, “al final”, después de haber buscado y logrado otros fines anteriores. El fin
último es la “ultimidad” de todo fin, es lo que en el fondo y en última instancia estamos
persiguiendo al perseguir cualquier fin, y la razón última de perseguirlo. De aquí la
racionalidad de nuestro obrar, su acierto y bondad, radique en que perseguir los fines
concretos que perseguimos sea verdaderamente un modo de perseguir lo que
verdaderamente, en última instancia, perseguimos: la felicidad.

Lecturas sugeridas
García-Huidobro, J. (2016). “¿Existe un fin del hombre?”, El anillo de Giges, pp. 55-65.
Tomás de Aquino, Suma de Teología, BAC. Ia IIae q.1.
Rhonheimer, M. (2007). Le perspectiva de la moral. Rialp. pp. 46-62.
Vigo, A. (2022). Aristóteles: una introducción. IES. pp. 250-268.

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Clase 5 – Felicidad: ¿todos queremos ser felices?
Aristóteles (2014), Ética a Nicómaco (I 4-5). Trad. Julio Pallí Bonet. Gredos.
4. Divergencias acerca de la naturaleza de la felicidad
[1095a] Puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, volvamos de
nuevo a plantearnos la cuestión: cuál es la meta de la política y cuál es el bien supremo
entre todos los que pueden realizarse. Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo,
pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y
obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo
explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que es alguna de las cosas
tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los honores; otros, otra cosa; muchas
veces, incluso, una misma persona opina cosas distintas: si está enferma, piensa que la
felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; los que tienen conciencia de su ignorancia
admiran a los que dicen algo grande y que está por encima de ellos. Pero algunos creen que,
aparte de toda esta multitud de bienes, existe otro bien en sí y que es la causa de que todos
aquéllos sean bienes0. Pero quizá es inútil examinar a fondo todas las opiniones y basta con
examinar las predominantes o que parecen tener alguna razón.
No olvidemos, sin embargo, que los razonamientos que parten de los principios difieren de
los que conducen a ellos. En efecto, también Platón suscitaba, con razón, este problema e
inquiría si la investigación ha de partir de los principios o remontarse hacia ellos, así como,
en el estadio, [1095b] uno ha de correr desde los jueces hacia la meta o al revés. No hay
duda de que se ha de empezar por las cosas más fáciles de conocer; pero éstas lo son en dos
sentidos: unas, para nosotros; las otras, en absoluto. Debemos, pues, quizá, empezar por las
más fáciles de conocer para nosotros. Por esto, para ser capaz de ser un competente
discípulo de las cosas buenas y justas y, en suma, de la política, es menester que haya sido
bien conducido por sus costumbres. Pues el punto de partida es el qué, y si esto está
suficientemente claro no habrá ninguna necesidad del porqué. Un hombre así ya puede
adquirir los principios. Pero aquel que no posee ninguna de estas cosas, escuche las
palabras de Hesíodo0:
El mejor de todos los hombres es el que por sí mismo comprende todas
las cosas; es bueno, asimismo, el que hace caso al que bien le aconseja;
pero el que ni comprende por sí mismo ni lo que escucha a otro retiene en
su mente, éste, en cambio, es un hombre inútil.

5. Principales modos de vida


Pero sigamos hablando desde el punto en que nos desviamos. No es sin razón el que los
hombres parecen entender el bien y la felicidad partiendo de los diversos géneros de vida.

0
Alusión a las Ideas de Platón que existen por sí mismas y sirven de modelos a las cosas particulares.
0
Trabajos y Días 293 ss.

26
Así el vulgo y los más groseros los identifican con el placer, y, por eso, aman la vida
voluptuosa —los principales modos de vida son, en efecto, tres: la que acabamos de decir,
la política y, en tercer lugar, la contemplativa—. La generalidad de los hombres se
muestran del todo serviles al preferir una vida de bestias, pero su actitud tiene algún
fundamento porque muchos de los que están en puestos elevados comparten los gustos de
Sardanápalo0. En cambio, los mejor dotados y los activos creen que el bien son los honores,
pues tal es ordinariamente el fin de la vida política. Pero, sin duda, este bien es más
superficial que lo que buscamos, ya que parece que radica más en los que conceden los
honores que en el honrado, y adivinamos que el bien es algo propio y difícil de arrebatar.
Por otra parte, esos hombres parecen perseguir los honores para persuadirse a sí mismos de
que son buenos, pues buscan ser honrados por los hombres sensatos y por los que los
conocen, y por su virtud; es evidente, pues, que en opinión de estos hombres, la virtud es
superior. Tal vez se podría suponer que ésta sea el fin de la vida política; pero salta a la
vista que es incompleta, ya que puede suceder que el que posee la virtud esté dormido o
inactivo durante toda [1096a] su vida, y, además, padezca grandes males y los mayores
infortunios; y nadie juzgará feliz al que viva así, a no ser para defender esa tesis. Y basta
sobre esto, pues ya hemos hablado suficientemente de ello en nuestros escritos
enciclopédicos0. El tercer modo de vida es el contemplativo, que examinaremos más
adelante. En cuanto a la vida de negocios, es algo violento, y es evidente que la riqueza no
es el bien que buscamos, pues es útil en orden a otro. Por ello, uno podría considerar como
fines los antes mencionados, pues éstos se quieren por sí mismos, pero es evidente que
tampoco lo son, aunque muchos argumentos han sido formulados sobre ellos. Dejémoslo,
pues.

Joaquín García-Huidobro (2016). “El desafío del relativismo ético y el origen de


la filosofía moral”. En El anillo de Giges. Res Publica. pp. 30-40
(Se retoma la lectura de la Clase 2)
[p. 30] LA COMPARACIÓN ENTRE CULTURAS
§8. El relativismo admite diversas formas. Una de ellas consiste en sostener que lo bueno y
lo malo dependen completamente del sujeto. [p. 31] Cuando Glaucón relata a historia de
Giges, el pastor que, gracias al anillo que lo torna invisible, se transforma en tirano, le pone
delante el siguiente problema:
Si existiesen dos anillos de esta índoles y se otorgara uno a un hombre
justo y otro a uno injusto, según la opinión común no habría nadie tan
íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el
abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos cuando podría tanto
0
Monarca Asirio, famoso por llevar una vida de placeres sensuales. La Antología Palatina (VII 325) nos ha
conservado un epitafio sobre la tumba de este rey que hace referencia a su género de vida disipada. Quizá se
trate de Asurbanipal, rey de Nínive (667-647).
0
No está claro si se refiere a escritos de vulgarización, o bien a verdaderos debates filosóficos. Quizás, la
expresión tiene un alcance más general e indica, simplemente, que estaba en circulación.

27
apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar
en las casas, acostarse con la mujer que prefiera, y tanto matar a unos
como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como
si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto el hombre justo no
haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo
camino. E incluso se diría que esto es una importante prueba de que nadie
es justo voluntariamente, sino forzado […]. En efecto, todo hombre
piensa que la injusticia le brinda muchas más ventajas individuales que la
justicia, y está en lo cierto, si habla de acuerdo con esta teoría. 0

Esta es, por decirlo así, una forma extrema de relativismo, que piensa que el bien y el mal
se determinan, en último término, de acuerdo con el capricho individual: lo bueno, en suma,
es lo que a mí me parece bueno. Lo dice Trasímaco, en la República:
La injusticia, cuando llega a serlo suficientemente, es más fuerte, más
libre y de mayor autoridad que la justicia; y tal como dije desde un
comienzo, lo justo es lo que conviene al más fuerte, y lo injusto lo que
aprovecha y conviene a uno mismo.0

Son pocos los que sostienen este relativismo. Lo más habitual es una forma moderada, que
afirma que los criterios morales dependen de la cultura, del medio social, de la época en
que se vive o de otras causas semejantes. Como se ve, no es un relativismo radical, porque
admite que, dentro del ámbito de que se trata, existen parámetros que son comunes para
todos los que participan de ese ámbito (incluso podría considerarse como una forma de
objetivismo, en la medida en que se aceptara la validez universal del principio “se debe
seguir las prácticas [p. 32] de la propia sociedad”). No debe entenderse, entonces, como una
consagración del capricho individual. Lo que niega es, simplemente, que existan principios
morales de valor universal o supracultural. Además, muchas veces el relativismo se conecta
con el empeño por mostrar que la diversidad supone un valor en una sociedad, es decir,
algo positivo, y que los pueblos mantienen legítimamente costumbres muy distintas. Los
relativistas ponen de relieve un hecho importante: no hay un modo unívoco de ser
humanos. Sin embargo, de allí derivan una conclusión muy discutible, el relativismo, es
decir, la negación de la existencia de normas morales que posean un valor universal.
§9. Aunque importante, el tema de los principios supraculturales no es sencillo. De partida,
si por “principios supraculturales” se entienden criterios de acción que no están incluidos
en ninguna cultura, la conclusión obvia es que no existen tales principios. Pretender algo así
sería como intentar que hubiese un lenguaje que no fuera ni castellano ni alemán, ni latín,
sino lenguaje puro. Esto no es posible. El lenguaje vive en un idioma, aunque sea este muy
rudimentario. Algo parecido pasa con los principios morales. Resulta notorio que ellos
siempre residen en una cultura determinada. La pregunta es si todo su valor deriva del
hecho de que esa cultura los acepte o si, por el contrario, tienen una validez supracultural.
0
Rep. II 360b-d.
0
Rep. I, 344c.

28
Quienes admiten esos principios supraculturales no sostienen, tampoco, que hay ciertos
principios que de hecho son necesariamente reconocidos por todas las culturas. Puede que
los haya, pero eso solo implicaría una constatación fáctica, se trataría de la circunstancia
meramente empírica de que una convicción o costumbre está muy extendida, y no afectaría
a la obligación moral de seguir esos principios. Además, todos reconocemos el caso de
culturas que ignoran algunas cosas tan elementales como que no hay que hacer trabajar a
los menores de edad en tareas que afecten su integridad física, o que los sacrificios
humanos no son una manera adecuada de rendir culto a la divinidad. De hecho, las culturas
presentan diferencias muy importantes. Ya lo vieron los sofistas, y es algo que está al
alcance de nuestros ojos. La duda es si esas diferencias impiden realizar juicios acerca de
prácticas que se dan en culturas distintas de la propia. De este modo, cuando decimos “los
sacrificios humanos son malos” ¿solo estamos diciendo: “los aztecas realizan sacrificios
humanos, nosotros no; mirados desde nuestra cultura los sacrificios humanos son
inaceptables; por tanto, si los aztecas quisieran [p. 33] incorporarse a nuestra cultura, no
podrían continuar con esas prácticas”? Pero si existen esos criterios universales de
valoración, entonces podemos juzgar el valor de las prácticas vigentes en diversas
sociedades, incluida la nuestra. De lo contrario tendríamos que limitarnos simplemente a
constatar diferencias, como se constata que los loros son verdes y los cisnes, por lo general,
blancos.
Es preciso, además, tener en cuenta que en la tarea de comparar culturas hay que adentrarse
en ellas. Salvo en el caso de prácticas muy chocantes y crueles, es posible que un juicio
negativo acerca de una cultura sea solo la consecuencia de no conocer las razones que están
detrás de ella. Así, es posible que dos prácticas a primera vista muy diferentes no sean más
que aplicación de un mismo principio. Yendo atrás en la historia, el propio Heródoto, un
relativista, se ocupa especialmente de hacer notar las divergencias de las costumbres de
diversos pueblos respecto de las que practican los griegos. Así señala que
Si a todos los hombres se les diera elegir entre todas las costumbres,
invitándoles a escoger las más perfectas, cada cual, después de una
detenida reflexión, escogería para sí las suyas; tan sumamente
convencido está cada uno de que sus propias costumbres son las más
perfectas. […] Y que todas las personas tienen esa convicción a propósito
de las costumbres, puede demostrarse, entre otros muchos ejemplos, en
concreto por el siguiente: durante el reinado de Darío, este monarca
convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó que por
cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos
respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto seguido Darío
convocó a los indios llamados Calatias, que devoraban a sus progenitores,
y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación
por medio de un intérprete, que por qué suma consentirían en quemar en
una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron
a vociferar, rogándole que no blasfemara. Esta es, pues, la creencia

29
general; y me parece que Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es
la reina del mundo.0

Con esto parece mostrarse que no hay cosas que sean justas por naturaleza. Sin embargo, el
ejemplo puesto por Heródoto cuando narra la historia del rey Darío y las diversas formas de
tratar a los padres difuntos, no es suficiente para justificar el relativismo moral. Como lo [p.
34] ha señalado Guthrie, tanto quienes comían como quienes cremaban a sus progenitores
“coincidían en el principio moral fundamental de que los padres deben ser honrados en vida
y en muerte: la disputa giraba solamente en torno a los medios para realizarlo”. 0 La historia
que nos narra Heródoto es dramática no porque las dos partes estén en desacuerdo, sino
precisamente porque están absolutamente de acuerdo en que existe el principio “hay que
respetar a los muertos” y que este tiene un carácter sagrado. El problema se da porque, en
opinión de cada grupo étnico involucrado, este principio que ambos comparten resulta
violado por el proceder del otro.
El ejemplo muestra que no es fácil emitir un juicio de comparación y que, junto con
diferencias muy chocantes, hay también coincidencia de fondo entre las culturas. Además,
nos hace ver que no basta con que las partes coincidan en aceptar el mismo principio, pues
hay realizaciones de él que son mejores o más acertadas que otras. Es el caso de la
superioridad que nos parece advertir entre expresar el respeto a través de la cremación o
mediante el recurso de comerse los cadáveres. Pero esta materia entra ya en las cuestiones
éticas particulares y, por lo tanto, va más allá de lo que estamos tratando.
§10. Por otra parte, sin pretender negar las diferencias, también es conveniente
preguntarnos por el valor y alcance de dicha variedad. Robert Spaemann ha hecho ver que
la alegada diversidad de opiniones éticas se funda en un equívoco. Efectivamente, nos
llaman la atención las diversas concepciones morales de los pueblos, como sucedió, por
ejemplo, a los españoles al ver que los aztecas ofrecían sacrificios humanos. Pero esa
diversidad nos sorprende precisamente porque es excepcional. No nos llama la atención, en
cambio, el amplio campo en que las diversas culturas convergen. En la generalidad de los
pueblos se considera que los padres tienen ciertos deberes respecto de los hijos y que los
hijos los tienen con relación a sus progenitores; todos están convencidos de que la valentía
debe ser una cualidad del guerrero y la imparcialidad debe presidir las decisiones de un
buen juez0. Esto no significa negar que existan comportamientos divergentes, sino solo que
las personas razonables estarán de acuerdo en estimar que [p. 35] esas conductas son
reprobables, si bien su acuerdo se referirá solo a cosas fundamentales, como, por ejemplo,
considerar que la traición no es buena, o que no representa un ideal de vida el dedicar la
propia existencia a la explotación de menores. Todo esto tiende a relativizar un tanto la

0
Heródoto, Historia III [Talía], 38 (trad. de Carlos Schrader) (Madrid, Gredos, 2000), p. 87.
0
W. K. C. Guthrie, Historia…, 28 nt. 5.
0
Cf. R. Spaemann, “Was ist philosophische Ethik?”, en íd. (ed.) Ethik-Lesebuch. Von Platón bis heute
(München, Piper, 1987), pp. 13 ss.

30
alegada diversidad, a ponerla en su sitio y a no utilizarla como una premisa capaz de
fundamentar conclusiones como la del completo relativismo moral.
PUNTOS DÉBILES DEL RELATIVISMO
§11. Decíamos que el relativismo mitigado sostiene que los criterios morales son función
de la cultura o el medio en que se vive. En esto hay mucho de verdad, porque la educación
recibida y los ejemplos de los demás influyen en el hecho de que cumplamos o no con
ciertas normas morales. Sin embargo, está lejos de solucionar el problema del alcance y
valor de las normas éticas. Esto sucede, entre otras razones, porque las costumbres de una
sociedad distan de ser uniformes. Particularmente en nuestros días, resultaría una
ingenuidad apelar a las prácticas o convicciones sociales cuando vemos que tenemos
diferencias muy importantes en nuestros juicios acerca de lo que es la familia, de las
obligaciones de padres e hijos, del papel de los padres y el Estado en la tarea educativa, del
aborto, el divorcio y la eutanasia, etc. Si alguien dijese que en una materia hay que
comportarse del modo que establece la sociedad o la cultura, uno de inmediato podría
contestar: ¿a qué sociedad y a qué cultura se refiere?, ya que en los pisos de un mismo
edificio o en un mismo curso de una Universidad podemos encontrar actitudes y diferencias
morales tan importantes como las que se daban entre las culturas (aparentemente más
homogéneas) de la Antigüedad. Además, el recurso a los usos sociales o culturales deja en
pie la cuestión de por qué estamos obligados a seguirlos. Es muy bueno que una cultura
recoja ciertos principios morales, que los exprese en su arte y ponga como modelos a
quienes mejor los han encarnado, pero resulta difícil lograr una unidad de juicio en esas
materias y, aunque se lograra, su fuerza obligatoria no parece derivar del simple hecho de
que la mayoría, o los más influyentes, los proclamen. El relativismo mitigado, entonces, no
logra dar un fundamento suficiente para la existencia de las normas morales y su
obligatoriedad.
[p. 36] §12. Aunque el relativismo extremo está menos difundido, es posible que tenga más
fuerza desde el punto de vista intelectual. Al menos no se ve enfrentado a las múltiples
objeciones que derivan del hecho de tener que seguir los criterios vigentes en una sociedad.
Más coherentemente, entonces, resulta negar la existencia de esos principios intersubjetivos
y decir que nuestras opiniones morales dependen solo de nuestros intereses. Es lo que hace
el relativismo radical. A eso probablemente apuntaba Glaucón cuando, tras narrarle a
Sócrates la historia de Giges, le plantea la objeción que ha oído a los sofistas, que dice que
nadie es justo de manera voluntaria, sino solo por temor al castigo, y que de poseer el
mágico anillo todos nos comportaríamos de la misma manera. 0 Si apelamos a normas
morales es porque, en ese momento, ellas resultan útiles para nuestra conveniencia. Dados
ciertos intereses, elegimos o creamos los principios que lo justifican. Pero los principios
son solamente un disfraz que hace mejor parecidos a los intereses.

0
Rep. II 360b-c.

31
Este argumento tiene fuerza retórica, pero juega con un concepto unívoco de interés. Como,
hagamos lo que hagamos, siempre tenemos un interés de por medio, es fácil decir entonces
que se actúa no por motivos morales que en realidad no existen, sino por interés. Pero los
intereses pueden ser tan distintos como alcanzar la vida eterna o lograr el dominio político
del planeta.
La reducción de la moral al interés olvida el hecho de que nosotros muchas veces
decidimos en contra de nuestros intereses, porque pensamos que no es justo satisfacerlos.
Así, pagamos los impuestos o realizamos ciertas actividades de solidaridad, aunque nos
quiten tiempo y dinero. Alguien podría decir que aunque sacrificamos nuestro interés
económico sin embargo estamos buscando otro interés, de naturaleza distinta. Pero esto
parece que es jugar con las palabras, pues si realmente es tan distinto entonces no podemos
decir simplemente que actuamos por interés. Tendríamos que emplear palabras distintas
para designar esas motivaciones tan heterogéneas y, en esa misma medida, ya no cabría
aplicar el principio general de que es el interés lo que nos mueve. Y si no son tan distintos,
entonces es efectivo que sacrificamos nuestro interés por otras cosas que nos parecen más
valiosas. Del hecho de que los hombres tengan intereses, que actúen con interés, no se
puede deducir que actúen por interés. No se puede negar por principio la posibilidad [p. 37]
de que los hombres actúen buscando primeramente el bien en sí y no el bien para sí
mismos. La circunstancia de que piensen que la búsqueda del bien en sí pueda, a mediano o
largo plazo, traer consigo un estado de bienestar mayor que el que se conseguiría con un
modo de vida egoísta, no cambia el centro de la cuestión. Si los hombres están hechos para
los grandes bienes, es razonable que su consecución traiga consigo un mayor desarrollo
humano y consecuentemente una mayor felicidad. Pero esta felicidad viene por añadidura,
de manera indirecta.
SUPUESTOS DEL RELATIVISMO
§13. Detrás del relativismo moral parece haber dos afirmaciones que no son acertadas. La
primera es que, del hecho de que las opiniones morales sean diferentes, cabe sostener que la
moral es relativa. Sin embargo, no hay una relación estricta entre ambas cosas. Es
perfectamente posible que las opciones sean relativas y la moral no, ya que son justamente
dos cosas distintas, correspondientes, respectivamente, al campo del conocimiento y al del
ser. Así pasa, por ejemplo, con las opiniones acerca de la astronomía, que han cambiado
mucho a lo largo de la historia, mientras que las órbitas de los planetas y su relación con el
sol han permanecido inalterables. Como se dijo, la cuestión de si existen o no distintas
opiniones éticas se sitúa en el campo del conocimiento, mientras que la pregunta acerca de
si los principios morales son o no relativos está en el orden del ser. No corresponde pasar
de uno a otro campo sin tomar ciertas precauciones. Alguien podrá decir que el ejemplo de
la astronomía no es adecuado, pues los juicios acerca de ella son juicios de hecho, o sea,
objetivos, mientras que los que se refieren a materias morales son juicios de valor y, por
tanto, subjetivos y relativos. Pero, sin perjuicio de las limitaciones del ejemplo, esa radical

32
diferencia de estatutos es precisamente lo que el relativismo debe demostrar, y no es
admisible darla a priori por probada.
La segunda convicción que subyace al relativismo es sorprendente. Consiste en suponer
que la ética tiene que ser una tarea sencilla. En efecto, ¿cómo justificar que alguien se
extrañe de la diversidad de opiniones éticas y derive de allí el relativismo? Solo es factible
explicarlo porque parte de la base inconsciente de que la ética debe ser algo sencillo, fácil
de conocer y explicar. Al relativismo le sucede lo que a la zorra de la fábula, que como no
puede alcanzar las uvas termina por decretar que están verdes. Si partiera de un supuesto
distinto, es decir, si pensara [p. 38] que el conocimiento de lo bueno y lo malo es una tarea
lenta, laboriosa y que requiere el trabajo conjunto de muchos, entonces las variaciones le
parecerían explicables0. Es más, se sorprendería del hecho de que, a pesar de las notables
dificultades de esa tarea intelectual, se produjera tantas coincidencias.
EXIGENCIAS DEL DIÁLOGO
§14. Como se dijo antes, los animales no tienen el problema de poner límites a sus
acciones. Las fronteras de lo que puede hacer un león están dadas solo por el alcance de sus
fuerzas, y por las circunstancias de hecho que lo rodean. Si fracasa su intento de cazar una
gacela, tampoco se reprocha nada. Aparte de la molestia de tener el estómago vacío, está en
perfecta paz consigo mismo, porque carece de una instancia que le permita desdoblarse,
observarse desde afuera y someterse al propio juicio o al de los demás. El león no se
reprocha ni pide disculpas por sus fracasos en la casa ni se pregunta cómo podría haberlo
hecho mejor. Los hombres, en cambio, requieren justificarse, ya sea ante los demás, ante
Dios o ante sí mismos. Necesitan encontrar razones de por qué han hecho o van a hacer
algo, y de ordinario no basta con que digan simplemente que es eso lo que quieren. Desde
el momento mismo en que los hombres distinguen entre el bien y el mal, y reconocen que
está a su alcance el hacer el primero y omitir el segundo, son conscientes también del
carácter dialógico de la moral, es decir, de la necesidad de dar razones que sean aceptables
para las otras personas.
Cada vez que los hombres dialogan, están suponiendo que existe una fuente externa a sus
deseos y preferencias que permite contrastar si lo que dicen es acertado o no. 0 La misma
actividad científica carecería de sentido si no se piensa que existe alguna verdad a la que
podemos aproximarnos, aunque nunca lleguemos a poseerla plenamente. Sucede algo
semejante al caso de la curva asintótica, que nunca llega a tocar la recta, pero solo podemos
llamarla así si sabemos que existe una recta a la que se aproxima gradualmente sin llegar a
alcanzarla. Otro tanto sucede en materias morales. Si no se supone la existencia de una
verdad, [p. 39] el diálogo carecería de sentido, sería mera propaganda para convencer a otro
o, en el mejor de los casos, algo parecido a un recíproco análisis de las preferencias de cada

0
Cf. § 98.
0
Para lo que sigue, cf. Ch. Taylor, La ética de la autenticidad (Barcelona, Paidós, 1994), pp. 67-76.

33
uno, donde los interlocutores se limitan a señalar cuáles son las emociones o movimientos
del espíritu que les parece que están experimentando en ese momento.
Por otra parte, los hombres no sentimos la necesidad de justificar cualquier cosa, sino solo
aquellas que nos parecen relevantes. No justificamos por qué nos pusimos primero el
calcetín del pie izquierdo hoy en la mañana. Y lo relevante o irrelevante no lo
determinamos nosotros caprichosamente, sino que depende de ciertas circunstancias
externas, que constituyen como el horizonte donde nuestras acciones se observan y
adquieren significado. Es posible que en algún caso sea relevante el ponerse primero el
calcetín izquierdo, por ejemplo, porque es parte de una obra de teatro destinada a mostrar el
papel del lado izquierdo en la vida de los hombres. Pero, de nuevo, eso no es algo que se
determine caprichosamente o que dependa de cada individuo en particular. Si nosotros
fuésemos capaces de dar, de modo pleno y absoluto, el significado último de nuestros actos
y establecer su valoración definitiva, entonces el diálogo perdería toda su razón de ser. Es
lo que le ocurre a Alicia en su encuentro con Humpty Dumpty:
“Cuando yo uso una palabra, dijo Humpty Dumpty en un tono bastante
despectivo, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más
ni menos.
La cuestión es, dijo Alicia, si puede hacer que las palabras signifiquen
tantas cosas diferentes.
La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién es el amo, eso es todo”. 0

En este caso, las relaciones de comunicación se transforman en las relaciones de


dominación. Ya no hay auténtico diálogo.
§15. Cuando discutimos con otra persona porque nos ha hecho algo malo, no estamos
diciendo simplemente que no nos gusta lo que hizo, sino que afirmamos que ha incumplido
un principio que él mismo conoce (“no mentir”, “no robar”, u otro por el estilo) y que,
además, puede cumplir. Y la respuesta de la otra persona normalmente no va [p. 40] en la
dirección de negar la norma. Más bien, “casi siempre trata de demostrar que lo que ha
estado haciendo no va contra la norma, o que, si lo hace, hay una excusa especial para
ello”.0 Lo mismo sucede con experiencias como la indignación moral. Si no existen algunos
criterios intersubjetivos de valoración, y si no admitimos la posibilidad de conocerlos, la
indignación moral tiene tanto alcance como la decepción del veraneante cuando se levanta
y ve que el día está nublado.
Es un hecho que no termina de sorprender el que, en nuestra época, muchas personas
adhieran al relativismo moral y, al mismo tiempo, defiendan con ahínco ciertos derechos
que consideran inalienables o reprochen con todas sus fuerzas determinadas prácticas o
situaciones que lesionan la dignidad humana. Esto muestra que, en el campo de la praxis,
0
L. Carrol, Through the looking-glass, and what Alice found there (Chicago, Homewood Publishing
Company, 1902), p. 95.
0
C. S. Lewis, Mero cristianismo (Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1994), p. 17.

34
estamos suponiendo ciertos parámetros que no dependen de lo que diga la legalidad vigente
o la voluntad de los poderosos. Cuando los hombres exigen un respeto absoluto para ciertos
atributos o prerrogativas de la persona no siempre son conscientes de que un respeto
absoluto requiere, al mismo tiempo, de un fundamento que tenga el mismo carácter. Las
razones por las que puede producirse esa disociación entre lo que se niega en teoría y lo que
se admite en la práctica son muy variadas y no es del caso tratarlas aquí. Sin embargo, a
buena hora se produce esa incoherencia, porque, aunque el reflexionar acerca del
fundamento teórico de las acciones tiene importancia, lo decisivo en el campo de la ética es
lo que se hace.
Es suma, aunque la difusión del relativismo sea explicable por diversos factores, entre los
que se cuenta el desconcierto que produce la diversidad de opiniones éticas, hay buenas
razones para no caer en él. Entre ellas, algunas de carácter negativo, como la dificultad del
relativismo para fundamentar la obediencia a las leyes, y otras de índole positiva, como el
hecho de que una serie de actividades nuestras, entre ellas el diálogo y la exigencia de un
respeto absoluto de ciertos derechos humanos, suponen la existencia de una verdad a la que
se trata de acceder.

Lecturas sugeridas
Aristóteles. Ética a Nicómaco, Gredos. I 7-12.
Platón, “Gorgias”, en Diálogos I, Gredos.
Tomás de Aquino, Suma de Teología, BAC. Ia IIae q.2-3.

35
Clase 6 – Felicidad y libertad
Alfredo Cruz Prado (2022). “La vida como proyecto”. En El sentido de la moral.
Eunsa. pp. 97-100.
[p. 97] Como hemos visto, cuando la intención de la acción está en línea con la intención
con la que se realiza la acción, la acción puede definirse igualmente por la primera
intención o por la segunda, pues la primera no es más que una determinación o especie de
la segunda. Esto es lo razonable y normal en el obrar humano, pues, cuando actuamos,
realizamos una acción y la realizamos con alguna intención, y nuestro obrar es racional en
la medida que lo que hacemos es congruente con la intención con la que lo hacemos. Pero,
al mismo tiempo, en la medida en que se da esta congruencia, la intención con la que
realizamos la acción deja de ser pura intención con la que, y se convierte en la misma
intención de la acción, vista en una medida mayor de su alcance. Esto significa que la
intencionalidad de la acción se amplía y enriquece, apunta más lejos y abarca mayor
contenido. En la medida en que se perfecciona la racionalidad de la acción, se perfecciona
su intencionalidad.
Por lo tanto, cuanto de más largo alcance sea la intención con la que la acción es
congruente, más racional será la acción y más perfecta será su intencionalidad. Cuando de
un delantero que regatea a un defensa contrario podemos decir que su acción es [p. 98]
intentar meter un gol, intentar ganar el partido, intentar ganar el campeonato… o intentar
hacer felices a los seguidores de su equipo, lo que estamos pudiendo decir es que su acción
es perfectamente racional y perfectamente intencional como acción de un futbolista: que es
la acción perfecta, buena de un futbolista en cuanto futbolista, es decir, que es la acción en
que consiste buscar la felicidad por parte de un futbolista.
Nuestras acciones son racionales e intencionales en la medida en que se insertan en una
intención que apunta más allá del mismo momento de la acción. Esta intención de largo
alcance consiste en una especie de elección fundamental o global acerca de nosotros
mismos, de lo que deseamos ser y de cómo deseamos vivir, que proporciona a nuestra vida
el sentido de un proyecto: el proyecto que tenemos acerca de nosotros mismos. Se trata de
una elección porque consiste en una primera determinación –genérica, imprecisa,
orientativa– de lo que deseamos finalmente, de la felicidad; y se trata de una elección
necesaria porque la felicidad sólo podemos perseguirla según alguna caracterización y
particularización posible de la felicidad.
Esta elección fundamental habrá de ser progresivamente corregida, precisada, materializada
mediante nuestras elecciones particulares y sucesivas, pero de esa elección fundamental
depende la plenitud del sentido moral de nuestras elecciones particulares. Quien no tuviera
una idea global e incipiente de lo que es una vida buena y feliz, del género de vida que
desea para sí, carecería de un proyecto para sí mismo, por lo que no podría vivir sus
acciones según el pleno sentido moral de estas. A sus ojos, sus acciones serán buenas o

36
malas solo momentáneamente, en tanto que satisfagan o no las exigencias del momento –
entre las que también puede haber exigencias que él reconozca como exigencias morales–,
pero no serán acciones que representen la realización o la frustración de un proyecto
personal y vital, la fidelidad o la traición a un proyecto [p. 99] así; ni serán acciones que
importen por el modo de ser que impriman en su sujeto, pues no habiendo proyecto, poco
importa el carácter que se vaya adquiriendo.
Pero una cosa es no ser consciente del pleno sentido moral de nuestras acciones, y otra que
nuestras acciones dejen de actuar sobre nosotros mismos como corresponde a su carácter
moral. El que, por llevar una vida sin sentido de proyecto, se limita a un mero “ir tirando”,
a un simple pasar de situación en situación, conformándose con “salir del paso” y sin hacer
daño a nadie, también acaba haciendo de sí mismo y de su vida algo concreto e irrepetible,
pero algo de lo que no ha sido consciente ni protagonista, y que muy probablemente le
decepcionará. Llevar esta clase de vida es vivir permanentemente en el instante, es “caer en
el presente” (Alejandro G. Vigo, “Incontinencia, carácter y razón según Aristóteles”,
Anuario Filosófico, 32 [1999], p. 91) una vez tras otra, pues en un planteamiento vital así,
el ahora no es un presente sobre sí mismo, del que se sale solo para caer en el siguiente.
La experiencia de la vergüenza y, especialmente, la del arrepentimiento testimonian la
presencia de alguna forma de elección fundamental en la vida de una persona. Sentimos
vergüenza cuando una acción nuestra puede llevar a otros a tomarnos por la clase de
persona que no deseamos ser. La vergüenza es la agresión que al ideal que tenemos sobre
nosotros mismos constituye la clase de persona que otros nos imputan a la vista de nuestra
acción.
Pero la vergüenza no es todavía arrepentimiento. El arrepentimiento solo es posible cuando,
a nuestros propios ojos, nuestra acción no solo nos ha jugado una mala pasada, nos ha
hecho pasar de mala manera por el instante anterior, sino que nos ha apartado de nuestro
proyecto, lo ha traicionado y frustrado de momento, lo cual significa que dicha acción no
representa lo que de verdad queremos. Nos arrepentimos, repudiamos lo que hemos hecho
cuando [p. 100] reconocemos honestamente que no es eso lo que, en el fondo, queríamos y
queremos.
Si nuestra acción ha traicionado nuestra elección fundamental, si no hemos hecho lo que de
verdad queremos, es que algo “ajeno” a nosotros nos ha dominado momentáneamente y nos
ha hecho renunciar a nuestro auténtico proyecto. Algo perteneciente a las circunstancias ha
despertado en nosotros un apetito que no apunta en la misma dirección que nuestro
proyecto personal, y que nos ha llevado a una elección particular que no es una
determinación acertada de nuestra elección general: es decir, nos ha llevado a una mala
elección. Un apetito desviado, falso y engañoso nos ha conducido a una mala elección, a
una elección mal realizada y no deseable verdaderamente; y la presencia en nosotros de un
apetito desviado testimonia nuestra falta de virtud. La intencionalidad de la acción se ha
reducido en la medida en que hemos sino menos libres en la acción. Al depender nuestra
37
acción de factores circunstanciales, la intención de la acción sólo mira a lo que nos plantean
esos mismos factores, y queda desconectada de nuestra intención de mayor alcance.
Se produce así la “caída en el presente”. Perdida la referencia a una intención de largo
alcance, suspendida en la práctica la idea de la vida propia como un todo deseable y
perseguible (finis totius vitae) sólo queda el presente –clausurado y opaco– como fuente de
orientación para nuestra acción. Para que sea posible y tenga sentido independizar nuestro
actuar de las circunstancias del momento, hace falta que dispongamos de otro criterio para
nuestra acción que las mismas circunstancias. En la acción, libertad e intencionalidad se
sostienen mutuamente, y crecen o menguan a la par. Cuanto más se amplían, más acción es
la acción –más perfecta y buena es–, y la ampliación de la libertad y de la intencionalidad
depende de la virtud.

María Alejandra Carrasco (2021). “La libertad, la veleta y la estatua de la


responsabilidad”. En Valera y Carrasco (eds.). Manual de Ética Aplicada: de la
teoría a la práctica, Ediciones UC. pp. 131-144.
[p. 131] RESUMEN
Los seres humanos somos libres y por eso debemos dar cuenta de nuestras acciones.
Podemos elegir cómo actuar. Según como sean nuestras elecciones, iremos construyendo
un tipo de vida y un tipo de persona. Nuestras elecciones impactan de modo directo en
nuestra autorrealización (nuestra felicidad). Pero no solo en la nuestra. Nuestras elecciones
también pueden, sin que nosotros nos demos cuenta, obstaculizar y hasta impedir la
autorrealización de muchas personas más.
Última hora del último día del último año de colegio. La profesora de matemáticas trata
infructuosamente de dar unos tips finales para la prueba de admisión a la universidad, pero
en el ambiente hay una tensión casi eléctrica, esperando la última campana…
Apenas empieza a sonar, los treinta, cuarenta o cincuenta alumnos saltan como resortes de
sus sillas: abrazos, cantos, gritos y según las tradiciones de distintas escuelas, canciones,
challas, repollitos con los cuadernos, firmarse las camisas, salir a desordenar el resto del
colegio. Y esa palabra que se repite en la garganta de los ex escolares: LIBERTAD. Viene
el inspector, pero su voz y amenazas ya no significan nada para estos adolescentes; ni el
portero les puede prohibir salir ni los profesores obligar a que se callen. Ya son libres del
colegio y lo sienten. Se ríen, se desordenan, corren y dejan un caos.
La libertad tiene su raíz en lo más profundo de la persona humana y empapa todos sus
actos. Sin embargo, este “sentido eufórico” de la libertad, [p. 132] que medio embriaga a
los estudiantes de último año, es muy distinta a la verdadera libertad. De hecho, pueden
hasta entenderse como inversamente proporcionales. Así lo explica Leonardo Polo (1991,
p. 219):

38
La consciencia de la libertad es a veces más aparente que real, porque la
vivencia de la libertad, en tanto se hace consciente, puede ser exultante y,
sin embargo, trivial […] Acudiremos a un ejemplo de Max Scheler: la
vivencia de la libertad de una jovencita sana y rica. La jovencita se
levanta por la mañana, todo lo ve color de rosa, sale a la calle y prevé un
amplio abanico de posibilidades a su alcance; entonces dice: “¡Qué libre
soy!”. Scheler sostiene que esa señorita se engaña: no es libre, no sabe
por qué actúa. No hay que confundir el sentimiento eufórico de nuestra
libertad con la verdadera libertad, porque ese sentimiento puede reflejar
una libertad muy pequeña.

Cuando se actúa presa de esa sensación eufórica de libertad, se opera por impulso, pero no
por una libre determinación de la voluntad. La persona “se siente libre” pero no sabe por
qué actúa. Cree que “ser libre” es no estar determinado a nada, poder hacer cualquier cosa,
no estar sujeto a norma o límite alguno. Pero eso no es posible para el ser humano. Ser libre
no es estar “indeterminado” (siempre y necesariamente estaremos determinados), sino estar
“autodeterminados”. Es decir, que yo elija mis fines, que yo decida hacia dónde quiero ir,
que yo defina el tipo de persona que quiero ser y el tipo de acciones que quiero realizar. La
persona libre es la que “se decide” a sí misma, es la que adhiere voluntariamente a
determinados fines, y ni los influjos de otras motivaciones ni circunstancias externas o
pasiones que le sobrevengan la harán cambiar. La veleta se mueve mucho, pero no es libre.
La persona libre es confiable.
1. ÉTICA Y LIBERTAD
Aunque la Real Academia Española de la Lengua define más de trece acepciones del
término libertad, la que aquí nos interesa es aquella que alude Viktor Frankl al que, tal
como existe la Estatua de la Libertad en la costa este de Estados Unidos, se debería
construir una Estatua de la Responsabilidad [p. 133] en la costa oeste0. La libertad que
importa en el ámbito de la ética es aquella que se asienta en el ejercicio de la voluntad y
permite al hombre realizar acciones voluntarias, esto es, acciones que tengan su principio,
su causa, en la misma persona que la realiza. Otras acepciones y distinciones de la libertad
pueden ser más adecuadas para comprender otras esferas del conocimiento y del mundo –
aunque de algún modo, naturalmente, todas apuntan al mismo fenómeno 0– pero en el
ámbito de la praxis, y específicamente de la ética aplicada, la tensión debe concentrarse en
la acción libre o, lo que es igual, en la acción de una persona libre.

0
“La libertad, sin embargo, no es la última palabra. La libertad es solo una parte de la historia y la mitad de la
verdad. La libertad no es más que el aspecto negativo de todo el fenómeno cuyo aspecto positivo es la
responsabilidad. Es por eso que recomiendo que la Estatua de la Libertad en la Costa Este se complemente
con una Estatua de Responsabilidad en la Costa Oeste” (Frankl, 2015, p. 126).
0
Hay distinciones clásicas, como la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos” (Benjamin
Constant), distinción que sirve para darse cuenta cómo ha ido variando la comprensión que se tiene de la
libertad a lo largo de la historia; o de la “libertad negativa” y “libertad positiva” (popularizada por Isaiah
Berlin en su aplicación al ámbito político), relacionada también con la “libertad de” y “libertad para”, que se
utiliza más en la esfera psicológica.

39
Cuando una rama de árbol cae sobre sobre una fina figura de porcelana y la quiebra, el
dueño de la figura no puede culpar al árbol, ya que este no causó la caída sino el viento;
aunque el viento tampoco sopló porque quiso, sino por las diferentes temperaturas entre
masas de aire, y así todo en una cadena de causas naturales. Si la rama cayera sobre el
jardinero y por el golpe este cayera sobre la porcelana y la quebrara, el dueño no puede
culpar al jardinero. El jardinero no quebró, propiamente hablando, la porcelana, sino que su
cuerpo fue impulsado por la fuerza de la rama, contra su voluntad, sobre la porcelana. El
jardinero tuvo la mala suerte de estar justo en el lugar para formar parte de esta cadena de
causas naturales. La porcelana quebrada se explica por leyes físicas, nada más.
Muy distinto es el caso si yo estoy enojada con mi marido, y como sé que le gusta mucho
esa porcelana la tomo, la elevo, y la arrojo contra el suelo. La porcelana se cayó y se
quebró. Pero esta vez no se rompió por el curso natural de los acontecimientos; sino porque
alguien (yo) interrumpió el curso natural de los acontecimientos (que llevaba a que la
porcelana permaneciera en su lugar) y dio inicio a una nueva cadena causal. Yo quebré
propiamente hablando, [p. 134] la figura. Fui causa, con una causalidad distinta a la natural,
pero igualmente eficiente. La porcelana quebrada se explica, esta vez, por mi voluntad.
Una acción libre, entonces, es una acción voluntaria: aquella de la que soy dueña, de la que
soy causa, y de la que soy –por lo mismo– responsable. Si yo decido dar inicio a una nueva
cadena causal, si yo elijo originar un nuevo estado del mundo, debo ser capaz de dar cuenta
de mis acciones, hacerme responsable de ellas. Por eso Frankl recomendaba complementar
la Estatua de la Libertad, pues el poder que da actuar libremente tiene consecuencias en los
otros y en el mundo que son demasiado grandes como para usarlo con frivolidad.
De acuerdo con la definición tradicional, una acción voluntaria se define como aquella que
procede de un principio intrínseco y en la que hay conocimiento formal del fin. “Proceder
de un principio intrínseco” significa que yo soy quien la origina, a diferencia, por ejemplo,
del jardinero que quiebra la porcelana por haber sido empujado por la rama. Y que haya
“conocimiento formal del fin” significa que, al realizarla, sé qué es lo que estoy haciendo.
Por ejemplo, si jugando a hacer experimentos mis niños ponen veneno en la botella de
aceite y yo luego cocino creyendo que era aceite, y enfermo a toda mi familia, no los
“envenené voluntariamente”, puesto que no sabía que todo eso era veneno. Yo buscaba
nutrirlos, no enfermarlos.
En este punto cabe hacer una acotación importante, ya que solo las acciones voluntarias son
moralmente imputables, es decir, solo somos responsables de las acciones voluntarias, solo
estas son libres y solo de estas debemos dar cuenta. Entonces, como bastaría que una de las
dos condiciones de voluntariedad no se cumpliera para librarnos de la responsabilidad,
podría ser muy conveniente la “ignorancia”. Si no me sé las leyes del tránsito, podría
explicar al policía que no era mi intención usar un estacionamiento para discapacitados,
solo que desconocía el significado de ese símbolo; o que no quería ir tan rápido, pero no
sabía que había velocidades máximas; o en una prueba decirle al profesor que no quería
40
hacer nada malo, pero no sabía que copiar no estaba permitido… Naturalmente, esas
excusas no sirven. Antes de actuar, es un deber adquirir los conocimiento requeridos para
actuar en ese ámbito. Por eso el policía tiene todo el derecho a cursarme la infracción, pues
mi ignorancia es culpable: si voy a conducir en una ciudad, debo conocer sus leyes del
tránsito. Lo contrario se llama negligencia y soy responsable de ella.
2. [p. 135] LA IMPORTANCIA DE LA LIBERTAD: DE ADENTRO HACIA AFUERA
El hombre es libre desde lo más profundo de su ser. La voluntad (que le permite ser libre)
no es una facultad más, que se suma a las otras, sino que es una facultad que –si se pudiera
decir así– le permite dar un salto cualitativo en la escala de los seres, de manera que él no
es solo el protagonista de su vida, sino también quien va escribiendo el guion. Otros seres
vivos, como los gomeros o las mariposas, protagonizan sus vidas en cuanto se mueven
desde sí mismos hacia donde les resulta más conveniente para su supervivencia y plenitud
de desarrollo. Sus vidas pueden ser complejísimas y maravillosas, como más de una vez lo
hemos visto en NatGeo, Animal Planet o Discovery Planet. Pero la vida de todos los
gomeros y de todas las mariposas es igual. Ellos protagonizan su vida, pero no la deciden.
Su vida viene escrita en sus genes.
Con el ser humano es distinto. Nosotros somos seres libres y la libertad no es una
característica de nuestros actos, sino de nuestro ser: somos libres desde lo más profundo de
nuestro ser y esto explica, como veremos en la próxima sección, la importancia ética y
social de nuestras decisiones. Para entenderlo bien, conviene distinguir algunas
dimensiones de la libertad: hablaremos de la libertad constitutiva, la libertad electiva, la
libertad moral y la sociopolítica.
A. LIBERTAD CONSTITUTIVA
Al hablar de “dimensiones” y no de “tipos”, se quiere dar a entender que la libertad es solo
una, pero que se nos aparece de diversos modos según el contexto en el que se la está
describiendo. En primer lugar, la dimensión más interna de la libertad es precisamente la
libertad constitutiva (también llamada interior, fundamental o trascendental).
La persona es libre desde lo más profundo de su ser: somos libres porque somos una
intimidad libre. Esto quiere decir que los seres humanos tenemos un espacio interior donde
nos encontramos a disposición de nosotros mismos. Un espacio donde nadie puede entrar si
no lo dejo, un “dentro” inviolable donde puedo mantener una creencia, un amor, un sueño,
sin que nadie tenga cómo saberlo si yo decido no comunicarlo. Esta es la “intimidad”, el
“dentro libre” que caracteriza a los seres racionales y que, en última instancia, significa que
me encuentro a disposición de mí misma, que me poseo en el origen, que soy dueña de mí y
de mis propias manifestaciones.
[p. 136] Entonces, en este espacio interior solo mío, en este ámbito protegido de miradas
extrañas, de censuras o necesidad de aparentar, yo decido mis fines, yo elijo qué quiero
hacer con mi vida, yo diseño mi proyecto de vida, mi conducta, según el tipo de persona

41
que quiero ser. Todos los seres vivos se autorrealizan, tienden hacia su plenitud. Los
animales irracionales lo hacen siguiendo ciegamente lo que mandan sus instintos; los
animales racionales lo hacemos determinando, primero, cuál es mi plenitud, cuáles son los
fines a los que yo quiero tender, dónde está mi felicidad; y, segundo, buscando los medios
para alcanzar dichos fines0. Hay fines específicos (de la especie a la que pertenecemos),
pero la gran mayoría son fines individuales, personales; yo libremente elijo mis fines: yo
soy un fin en sí mismo0.
Con todo, no basta un proyecto para ser feliz. Nadie puede vivir dentro de la maqueta de su
casa. La libertad quiere realizarse y debemos ir cumpliendo, en el tiempo, con nuestros
fines. La felicidad, la plenitud, la autorrealización, dependen de las decisiones y acciones
que vayamos haciendo cada día. Por eso se dice que la libertad constitutiva es “inclinación
a la autorrealización”, es inquietud de libertad, es tendencia a la acción.
Finalmente, tras constatar la grandeza del ser humano en cuanto intimidad libre, tras darnos
cuenta de que yo dependo de mí, que mi destino y mi felicidad están en mis manos, es
importante reconocer que nuestra libertad, a pesar de la profundidad que alcanza, no es sin
embargo infinita. La libertad humana es una “libertad situada”, pues se sitúa en un contexto
que limita y condiciona nuestros proyectos vitales. Así, por ejemplo, nuestra libertad está
limitada por las leyes físicas: yo no puedo optar por salir a sobrevolar Santiago en esta tibia
mañana de invierno porque, por más que aletee con mis brazos, no me elevaré ni un
centímetro del balcón y, por el contrario, la ley de gravedad me atraerá con su implacable
aceleración de 9,8 metros por segundo al cuadrado (es decir, con bastante rapidez) hacia la
calle. Y eso, a pesar de mi libertad… Por otro lado, así como estamos insertos en un
universo con [p. 137] sus propias leyes físicas y es en ese cosmos donde ejercemos nuestra
libertad, debemos contar también con que nuestra libertad es una libertad encarnada. Somos
seres racionales, pero también somos un cuerpo y en nuestro ser hay realidades que tienen
su propia legalidad. Yo no puedo medir más de lo que mido, ni hacer que mi pelo deje de
crecer solo por un acto de la voluntad. Asimismo, y muy importante, somos una “libertad
creada”, es decir, nosotros no nos dimos la existencia, no elegimos existir. Ninguno de
nosotros estaba aburrido “en la nada” y pensó “qué entretenido sería existir” y apareció.
Eso es contradictorio: si “estaba” aburrido, entonces ya existía. Nosotros aparecimos,
fuimos “arrojados a la existencia”, como afirma la célebre frase del existencialismo
contemporáneo. Aparecimos en el mundo sin buscarlo, sin elegirlo. Y aparecimos como
seres humanos, no como gomeros ni mariposas. Nada de eso dependió de nuestra libertad.

0
Naturalmente, como miembros de una especie, también hay ciertos fines específicos que debemos cumplir;
aunque nuestra libertad llega a tal punto que incluso hay algunos de ellos que podemos decidir no cumplir
(por ejemplo, hacer una huelga de hambre y dejar de alimentarnos).
0
La libertad constitutiva fundamente y nos permite hablar de la dignidad de las personas, ya que, entendiendo
lo que ella significa, se comprende que cada uno es fuente de su propio actuar. Desde aquí se suelen justificar
los derechos humanos.

42
Hay, por último, un contexto o situación que condiciona de modo importante la libertad y
que merece un párrafo aparte puesto que, quizás, no es tan obvio como los demás. Me
refiero a la realidad social. Los humanos somos una especie gregaria, vivimos en
sociedades y desarrollamos culturas. En ellas nacemos, ahí somos socializados y
aprendemos a ver el mundo de cierto modo, a seleccionar ideales, a discriminar entre lo
bueno y lo malo. La cultura conforma en gran parte nuestra identidad. Es verdad que
nosotros podemos influir y cambiar la cultura, pero es ingenuo creer que la cultura no
influye en nosotros. Incluso el lenguaje, el idioma que hablemos, tiene sesgos que nos
hacen ver y comprender el mundo de cierto modo y no otro 0. El lenguaje es logos,
pensamiento; y como sea el lenguaje será nuestro pensamiento. Las personas no partimos
de cero. Somos una intimidad libre, pero estamos “situados” en un universo con sus propias
leyes físicas, en un cuerpo que no decidimos. Pertenecemos a una especia con todas sus
ventajas y desventajas y en el marco de una realidad social que también pone ciertos
límites, y muchos condicionamientos, a los proyectos que podamos siguiera imaginar para
nuestra vida0.
[p. 138] ¿Significa eso que no somos libres? Por supuesto que no. La libertad no es
absoluta, pero tampoco es inexistente. Dentro de límites muy amplios, podemos y debemos
determinar nuestros fines; podemos y debemos decidir nuestras vidas; podemos y debemos
definir qué clase de persona queremos ser.
B. LIBERTAD ELECTIVA
Si la libertad constitutiva es la inclinación a la autorrealización, con la libertad electiva (o
también llamada libre arbitrio) empezamos a ejecutar nuestro proyecto. Muchos, al pensar
en la libertad, creen que la libertad es solo esta: solo capacidad de elegir entre una cosa y
otra. Naturalmente esto no puede ser todo: ¿por qué, o con qué criterio elegiríamos si no
conocemos nuestro fin, si no sabemos lo que queremos? Elegir a ciegas, como en un
concurso de televisión, puede ser divertido para la tele, pero nadie querría dirigir así su
vida. Sería, de hecho, lo más opuesto a “ser dueño de uno mismo”.
La libertad electiva es una libertad acerca de los medios. El fin al que todos tendemos,
hacia el que se encamina nuestra vida, es el bien, la plenitud. Así como la razón humana
está determinada hacia la verdad, la voluntad humana está determinada al bien. Por eso, si
de algún modo fuese posible que en este mundo se nos presentara el bien absoluto, infinito,

0
Al respecto, son muy interesantes los estudios del llamado “relativismo lingüístico” del antropólogo Edward
Sapir, quien afirma –tal vez con demasiada radicalidad– que el lenguaje determina (no solo condiciona) el
pensamiento y la percepción.
0
Si a los 20 años un joven decide ser pianista profesional pero nunca en su vida ha estudiado música, es
probable que ese proyecto esté vedado para él, por la educación que (no) recibió. Si una joven de la alta
aristocracia inglesa del siglo XVII quería ir a la universidad, aunque se disfrazara de hombre, su circulo social
no aceptaría que una dama se dedicara a esos quehaceres. O si una niñita del Chile de los años setenta quería
ser futbolista, pues sentía que era su vocación más profunda, tampoco tenía la posibilidad social ni la
aceptación cultural para lograr ese fin.

43
total, tenderíamos necesariamente hacia él. Pero, como eso no sucede, solo se nos presentan
bienes parciales, bienes finitos, y nuestra voluntad puede optar entre ellos.
En definitiva, si podemos autodeterminarnos y elegir entre distintos bienes (una y otra
oferta de trabajo; un u otro curso de acción; un u otro ideal de vida; una u otra estrategia,
una u otra actitud), es porque todos son o nos parecen “en algo buenos” 0, y como no
podemos tenerlos todos (a menudo, son excluyentes) nos corresponde optar por alguno. Y
son o nos parecen buenos, ¿para qué? Son buenos para cumplir los fines que nos hemos [p.
139] propuesto, son “buenos medios” para nuestros fines, para aquel proyecto de vida, para
aquel ideal de carácter, para aquel tipo de persona que yo, en el fondo, en mi intimidad
libre, quiero ser.
C. LIBERTAD MORAL
Tanto la libertad constitutiva como la libertad electiva las tenemos por el simple hecho de
ser personas. La libertad moral, en cambio, debemos conquistarla: pertenece al ámbito de lo
que podemos denominar praxis o “vida lograda” (en oposición a vida malograda) y la
obtenemos según vayan siendo nuestras propias decisiones. En definitiva, la libertad moral
nace del buen uso de mi libertad electiva, Como acabamos de decir, la libertad electiva
consiste en la posibilidad de optar entre diversas alternativas. Yo ejerzo esa libertad tanto si
voto por el candidato A como si voto por el candidato B; tanto si elijo defender al anciano
que está siendo discriminado como si elijo permanecer en silencio; tanto si elijo estudiar
para la prueba como si elijo copiar. Sin embargo, algunas de esas opciones son buenas y
otras, menos buenas o definitivamente malas (aunque en algún aspecto se nos aparezcan
como buenas). ¿Cuál es el criterio? También lo dijimos antes: mi fin, mi felicidad, mi
plenitud0.
En consecuencia, nuestra libertad electiva puede ser bien o mal usada. Solo cuando la
usamos bien (elegimos el bien) va engendrando la libertad moral, que consiste entonces en
el fortalecimiento y la ampliación de la capacidad humana. Para entender bien esto, hay que
recordar la noción de virtud0, que son hábitos adquiridos por medio de la repetición de
actos buenos que fortalecen nuestras disposiciones facilitando su operación para conseguir
fines arduos. Cada vez que elegimos el bien, vamos consolidando en nuestro carácter la
disposición para volver a elegirlo y se nos va haciendo cada vez más fácil acertar. La
contraparte son los vicios. Cada vez que elegimos [p. 140] lo malo, incorporamos en
0
Quizás hay que subrayar el “nos parecen”. Existen “bienes aparentes”, es decir, aparecen como buenos, pero
en el fondo no lo son. También existe el “autoengaño”, como cuando estamos tan empeñados en ver algo
como bueno que terminamos creyendo sinceramente que lo es, cuando no es el caso. Y, así, muchas
complejidades de nuestra psicología.
0
Aristóteles, en el primer libro de la Ética Nicomaquea, señala que todo hombre desea por naturaleza ser
feliz. Ese es el fin que todos compartimos, nuestro fin-final. Naturalmente, en mi proyecto de vida, concreto
un poco más ese fin. Pero ¿para qué quiero eso? Para ser feliz. Actualmente, en la universidad, no quiero
reprobar ningún ramo. ¿Por qué? Para egresar a tiempo, para ser arquitecto, para ser excelente, para ser feliz.
Así, nuestros fines van tendiendo todos al mismo fin: alcanzar la plenitud como personas, ser felices.
0
Ver, en la Primera Parte, capítulo 2, acerca de la ética de la virtud; y más adelante, capítulo 11, dedicado
exclusivamente a las virtudes.

44
nuestro carácter la facilidad o mayor tendencia a elegir mal, debilitamos nuestra voluntad, y
se nos vuelve cada vez más difícil cambiar y elegir bien.
En términos de libertad electiva, elegir el bien o elegir el mal da lo mismo, pues en ambos
casos se está actualizando la capacidad de elegir. En términos de libertad moral, en cambio,
es totalmente distinto, ya que la virtud lleva a un rendimiento positivo de la libertad. Para
entender esta relación entre virtud y libertad, es importante no reducir la noción de virtud a
su relación con las normas morales, sino entenderla descriptivamente, como lo que son: las
virtudes son excelencias del carácter, hábitos que consolidan nuestras disposiciones de
manera que estas cumplan del mejor modo sus fines, que son precisamente los fines
humanos. Las virtudes entonces nos hacen mejores personas: personas más fuertes, serenas,
amables, leales, perseverantes, etc.
Entendido así, a nadie le puede extrañar que las virtudes morales impliquen una ganancia
de libertad, en el sentido de una expansión de nuestra capacidad operativa. Pongamos un
ejemplo: un par de gemelos, muy talentosos, buenos para el deporte, artistas y excelentes
alumnos en el colegio. Ninguno de los dos sabe qué estudiar en la universidad. Les gusta la
Medicina, la Ingeniería, pero también les apasiona la actuación y varias cosas más. Uno de
ellos, Pedro, aunque se sabe inteligente, asume que debe estudiar para mantener un
promedio que le permita entrar a Medicina, si esa fuera su opción al terminar el colegio. El
otro, Pablo, piensa lo mismo. Sin embargo, el carácter de estos hermanos es un poco
distinto. Pablo es un “tentado” y cuando lo llaman los amigos para una pichanga, no se
aguanta y va. Pedro se queda estudiando, pero Pablo piensa que finalmente él es bien
inteligente, ha puesto atención en clases, y mañana puede levantarse más temprano para
repasar todo antes de la prueba. Van al mismo preuniversitario el sábado temprano. Pedro
decidió que no saldría los viernes por la noche, porque no podría levantarse a tiempo el
sábado. Pablo también lo decidió, pero justo este año lo invitaron a unas fiestas demasiado
importantes y, aunque se propuso volver temprano, todo ha sido tan entretenido, lo ha
pasado tan bien, que muchas veces siguió de largo hasta el sábado… Finalmente, llega el
día de la prueba de admisión a la universidad. Pedro tiene un muy buen promedio de notas,
y en la prueba le va excelente. Pablo, un promedio regular, y en la prueba le va pésimo.
Conclusión: Pedro y Pablo son igual de inteligentes, pero uno hizo un buen uso de su
libertad electiva (Pedro eligió los medios que mejor le conducían [p. 141] a su fin, en este
caso, poder elegir qué estudiar) y adquirió virtudes que lo ayudaron a potenciar más y más
sus fortalezas. El otro hizo un mal uso de su libertad electiva y cada vez le resultó más
difícil rechazar lo que lo alejaba de sus fines. Cuando aparecen los resultados, Pedro
pondera un puntaje que le permite elegir lo que quiera: Medicina, Ingeniería, Artes, Teatro,
cualquier cosa. Pablo, por el contrario, ni siquiera alcanza el puntaje para postular: Queda
fuera de la universidad, no puede elegir nada. Pedro, con sus acciones, fue ganando
libertad: él se abrió un abanico de opciones, él puede ahora decidir lo que más le guste.

45
Pablo, en cambio, fue cerrándose alternativas, fue debilitándose, fue poniendo obstáculos
cada vez más grandes para lograr sus fines, su felicidad.
Entonces, desde la perspectiva de la propia vida, la libertad moral es la realización de la
libertad fundamental a lo largo del tiempo. Nosotros tenemos la tarea de vivir nuestra vida,
configurar nuestra biografía e identidad, y lo hacemos por medio de nuestras decisiones,
cuyos resultados se van incorporando en nuestro carácter. Los proyectos que hemos forjado
se deben encarnar en acciones. Ahí se juega la libertad moral: en tratar de realizar nuestros
ideales, llegar a ser quien uno quiere ser.
D. LIBERTAD SOCIAL Y POLÍTICA
La libertad social o política es la más externa de las libertades, pero no por ello es menos
importante. Consiste en la liberación de los obstáculos que impiden que las personas
puedan realizar su proyecto vital. La libertad, el proyecto o ideal de vida que cada cual ha
definido para su felicidad, exige ser realizado, ejecutado en el tiempo. Para que ello suceda,
se requiere de una sociedad que lo permita, que dé la posibilidad a los ciudadanos de
cumplir con sus metas.
Esta libertad se puede impedir de muchas maneras y frustrar, así, la autorrealización de las
personas. Incide en ello la falta de oportunidades económicas, de libertad política, de
trabajo, de posibilidades educativas, de poder generar lazos afectivos, etc., es decir, todo lo
que obstaculice que las personas puedan desenvolverse naturalmente, sembrando y
cosechando el fruto de su esfuerzo. Cuando falta esta libertad, se habla de una situación de
“miseria”, que puede ser la miseria económica, pero también existe la miseria política, o
moral o afectiva. Si en el Reino Unido se creó en el 2019 el Ministerio de la Soledad,
entendiendo que este era un grave problema [p. 142] de salud pública y que aumentaba
considerablemente el riesgo de suicidio de los adultos mayores, significa que hay algo en la
sociedad que está impidiendo que las personas sean felices. Si Pedro se hubiera graduado
con la nota máxima de la educación escolar y, a pesar de su esfuerzo y estudio, le hubiera
ido muy mal en la prueba de admisión a la universidad, significa que en su sociedad hay
miseria educacional: no todas las personas tienen la posibilidad de educarse bien, condición
fundamental para lograr sus metas y autorrealizarse. Si con buena educación y puntaje no
hubiera podido estudiar porque todas las universidades cobraban aranceles desmedidos, y
no había posibilidad alguna de créditos o becas, es miseria económica, que impide a
amplios sectores de la sociedad desarrollarse como ellos han elegido. Si la cultura no
presenta ideales que valgan la pena y reduce todo al consumismo y la superficialidad, o si
las redes sociales censuran las opiniones diferentes, nos condenamos a la miseria moral, a
ser hombres-masa, pobres tontos, objetos de manipulación.
3. CONCLUSIÓN. LIBERTAD: DE AFUERA HACIA ADENTRO
En las secciones anteriores hemos subrayado la importancia de la libertad a partir de la
libertad constitutiva, que nos permite decidirnos, diseñar nuestro proyecto de vida para,
luego, haciendo uso de la libertad electiva, elegir las acciones que –en el caso de que
46
hagamos buen uso de esta– lo van ejecutando. Como solo de nosotros depende qué acción
elijamos, somos responsables de ella y de sus consecuencias. Por eso Frankl abogaba por la
Estatua de la Responsabilidad en la otra costa de EE. UU. El mero uso de la libertad no
basta para hacer de un país (o de un ser humano) próspero y feliz. Pedro y Pablo actuaron
libremente, uno triunfó en su vida y el otro fracasó 0, y ambos por propia responsabilidad.
En el uso que hagamos de nuestra libertad, en las acciones que realicemos, nos jugamos al
final de cuentas, nuestra propia felicidad.
Pero en estos últimos párrafos quisiera destacar otro aspecto. Si en el país de Pedro y Pablo
los educadores, o los profesores de su escuela, hubieran [p. 143] hecho mal su trabajo –les
daba flojera pasar toda la materia, les era más fácil dejar a los alumnos irse más temprano,
no ponían malas notas para no tener problemas, etc.–, a Pedro no le podría haber ido bien
en la prueba de selección y no habría podido concretar su proyecto de vida. Las malas
decisiones de esos profesionales habrían quitado libertad a esos jóvenes, y los habrían
condenado a una situación de miseria. O si los gobernantes de ese país solo velaran por sus
intereses y no promovieran la creación de empleos; o si los jueces abusaran de su poder y
mantuvieran por desidia al padre de los gemelos detenido; o si la psicopedagoga se hubiera
querido ir antes a casa y pasó por alto el déficit atencional de alguno que habría podido
superarlo; o si el ingeniero hubiera calculado mal el puente y este se hubiera desplomado
matando a la mitad de la familia de los gemelos, se abortan también los sueños de Pedro.
Pablo, es cierto, perdió su libertad por su propia responsabilidad, por sus malas decisiones y
acciones, por ser una veleta. Pero lo hizo todo bien, pero las decisiones y acciones de otros,
la responsabilidad de otros, podrían haber abortado su autorrealización y su proyecto de
vida.
No es verdad que mi libertad termina donde empieza la libertad del otro, como se repite sin
pensar mucho. El uso que doy a mi libertad, mis acciones libres, construyen mi vida y
construyen mi sociedad. Por tanto, mis elecciones buenas me autorrealizan y posibilitan la
autorrealización de los demás. La libertad no separa a las personas, nos hace
interdependientes. La libertad, la decisión ética, debería siempre conjugarse en plural.

Lecturas sugeridas
Carrasco, M. A. (2011). “Relativismo, tolerancia y libertad”, en Problemas
contemporáneos de antropología y bioética. Instituto de Estudios de la Sociedad.
Widow, J. L. (2009). Manual de ética. Globo editores. pp. 157-159.

0
Obviamente fracasar en un examen no significa fracasar en la vida. Como este es solo un ejemplo, se
caricaturiza la situación para explicar cómo el buen uso de la libertad abre opciones, mientras que el mal uso
las va cerrando.

47
Clase 7 – Los bienes humanos
Gómez-Lobo, A. (2006). “Principios Complementarios de la Racionalidad
Práctica: Los Bienes Humanos Básicos”. Los bienes humanos. Mediterráneo.
pp. 20-37.
[p. 20] En el esfuerzo por iniciar esta conversación llamada “filosofía moral” ya hemos
dado un primer paso: Estamos de acuerdo en un Principio Formal de racionalidad en la
acción, y lo estamos porque nos parece que hay razones para pensar que es verdadero.
Analizando el significado de sus términos nos convencimos de que el PF no puede ser
falso; pues si utilizamos el término “bueno” para designar aquello que conviene tratar de
obtener, no puede ser falso que, en cuanto seres racionales, tenemos una justificación para
perseguirlo.
Tras este acuerdo, sin embargo, empezarán a surgir espontáneamente muchas preguntas:
¿Qué cosas son buenas? ¿Cómo se puede distinguir entre algo bueno y algo malo? Y
también: ¿Bueno para quién?
Éstas son preguntas difíciles de responder. Ya en tiempos de Sócrates o incluso antes se
debatían intensamente. Todos queremos saber lo que es o resultará ser bueno para cada uno
de nosotros. Si supiéramos de antemano que un viaje va a ser desastroso, obviamente no lo
emprenderíamos. Si supiéramos cuál va a ser el número ganador de la lotería, iríamos
directo a comprarlo (y en cada uno de estos casos estamos ajustando nuestros actos al PF,
naturalmente).
Un primer obstáculo que hay que enfrentar en la identificación de los bienes, entonces, es
nuestra ignorancia sobre lo que ocurrirá en el futuro. Podemos apostar por ciertos
resultados, podemos proyectar en base a la experiencia pasada, podemos preocuparnos de
seguir todos los pasos prescritos para lograr el fin que deseamos, pero nunca podremos
estar totalmente seguros.
Otro obstáculo que se presenta en nuestro camino ya fue mencionado antes: estamos
rodeados de una gran cantidad de bienes. De hecho, casi todas (o tal vez todas) las cosas
tienen algún aspecto bueno. Siempre hay algo que las hace atractivas, aunque esa atracción
termine a veces siendo sobrepasada por los inconvenientes que le siguen, como quien se
enferma del estómago tras un suculento almuerzo. Otras veces las cosas son derechamente
engañosas, como esa “pomada” que me intentan vender: un vistoso y elegante automóvil
rojo que se me desarmará antes de la primera cuadra.
Por tanto, muchos bienes son sólo “bienes aparentes”: su aspecto atractivo esconde sus
defectos. Pero nosotros buscamos bienes reales, bienes que no sólo parezcan buenos, sino
que verdaderamente lo sean.

48
[p. 21] La distinción entre los bienes reales y los aparentes se opone de lleno a una tesis
muy popular en nuestros días, aunque ya era conocida por los griegos antiguos. Me refiero
a una posición que anuncié en el primer capítulo. En relación con los bienes, la Tesis
Subjetivista se formularía así:
(TS) Si a un individuo A le parece que X es bueno, entonces X es bueno
(beneficioso) para A.

A primera vista esta posición resulta atractiva, pues se centra primordialmente en lo que a
cada cual le concierne, y da la impresión de preservar también la valiosa autonomía
individual. Por “autonomía” entenderé aquí el privilegio que tienen los individuos de
determinar y elegir por sí mismos su bien, sin la interferencia paternalista de otros.
Más adelante analizaré el aspecto “electivo” de la autonomía (“capacidad de elegir por sí
mismos…”), ya que la TS sólo alude a su aspecto “determinativo” (“capacidad de
determinar por sí mismo su propio bien”): yo determino lo que es bueno para mí, y tú
determinas lo que es bueno para ti. “No quiero que nadie me imponga lo qué es bueno para
mí” es una expresión que escuchamos (o decimos) con frecuencia. Y aunque quizás suene
como una aconsejable máxima individualista, la verdad es que no lo es. Puesto que no soy
infalible y puedo equivocarme, no todo lo que me parece bueno para mí es necesariamente
bueno para mí. En efecto, uno de los ámbitos donde el autoengaño es más notorio es
precisamente el ámbito del propio bien. Cuando deseo con gran vehemencia alguna cosa no
me cuesta nada autoconvencerme de que es para mi propio bien. Basta mirar la cantidad de
personas que tiende a comprar cualquier “pomada” que le vendan.
Es cierto que en muchos casos los demás pueden estar en una peor posición que yo para
determinar lo que es bueno para mí. Puede ser que, en general, yo sea el mejor situado para
emitir este tipo de juicios. Sin embargo, cualquiera que admita que su propia opinión puede
estar equivocada (es decir, que lo que a alguien le parece bueno para sí no es siempre
necesariamente lo que de verdad es bueno para él), ya ha admitido, en la práctica, la
falsedad de la TS.
Todavía se podría señalar con una cierta actitud de autosuficiencia que aunque me
equivoque en mi juicio, al menos será mi equivocación. Pero lo que la racionalidad me pide
es que busque lo que es bueno, no lo que parece bueno. Por eso es que una vez que admito
que me puedo equivocar, comprendo que la racionalidad exige que busque y corrija
cualquier error que pueda estar cometiendo.
¿Qué puedo hacer para evitar los errores en este ámbito tan importante de la vida? ¿Cómo
puedo discernir entre el bien real y el bien sólo aparente?
Lo que necesitamos es un “criterio”, y uso esta palabra como metáfora para referirme a
cualquier cosa que haga las veces de cedazo o de colador, es decir, que [p. 22] funcione

49
como esos instrumentos que sirven para separar lo pequeño de lo grande o lo líquido de lo
sólido.
¿Será realista confiar en encontrar un criterio (y sólo uno) para distinguir las cosas buenas
de las malas, especialmente tomando en cuenta que estas últimas a veces también aparentan
ser buenas? Ciertos autores han dicho que sí, y han propuesto algún candidato. El filósofo
británico Jeremy Bentham, por ejemplo, sostuvo que el placer en sí mismo era el único
bien, y que por tanto era también el criterio adecuado para determinar qué otras cosas
podían, derivadamente, ser buenas. Así, para Bentham, si X es en sí mismo placentero, o si
es causa o instrumento de placer, entonces, y sólo entonces, X es bueno o valioso.
Esta concepción, sin embargo, tiene que enfrentar varios problemas, el más importante de
los cuales tiene que ver con el concepto mismo de placer. Más adelante abordaremos de
lleno este tema. Ahora sólo quiero sembrar cierta duda acerca de la posibilidad de encontrar
un criterio único de bondad. Si miramos alrededor nuestro, vemos que hay muchas cosas
buenas y que son bastante distintas entre sí. Hay autos buenos, clases buenas, amigos
buenos, vacaciones buenas y museos que también son buenos. Al decir que estas cosas son
buenas expresamos nuestra aprobación respecto de ellas. Pero si nos preguntaran por qué el
Museo de Arte Románico de Barcelona es un buen museo, o por qué un Mercedes-Benz es
un buen auto, nuestras respuestas serían muy diferentes. Decir que son buenos porque nos
dan placer es una respuesta demasiado vaga e insatisfactoria. En el primer caso
posiblemente mencionaríamos algunas de las colecciones que allí se exponen, y en el
segundo, la calidad de su motor. El sentimiento placentero que experimentan quienes
visitan el museo o quienes conducen el auto no nos dice en forma específica en qué consiste
la bondad de éstos.
Los criterios de bondad (nótese ahora el plural) difieren ampliamente entre una clase de
objetos y otra. No existe un criterio único de bondad para todo tipo de objeto. Por lo
mismo, no hay tampoco ninguna razón para suponer que los bienes humanos fundamentales
puedan descubrirse aplicando un único criterio. De aquí que mi estrategia de argumentación
será asumir primero que hay una pluralidad de criterios, y sólo en un segundo momento
cuestionaré la postura que dice que todos ellos se pueden reducir a uno.
Habitualmente los criterios se articulan en proposiciones generales que sirven como
premisas para hacer inferencias. Por ejemplo, “Todo número divisible por 2 es un número
par”. Esta proposición sirve como punto de partida para la siguiente inferencia: “El número
6 es un caso particular de un número divisible por 2; por lo tanto, el 6 es un número par”.
Propongo adoptar un patrón similar para los criterios que nos permitan distinguir los bienes
reales de los aparentes. Este patrón o Criterio General será el siguiente:
(CG) X es un bien humano básico, y si Y es una instancia o caso
particular de X, entonces Y es un bien real.

50
[p. 23] El desafío será encontrar los sustituciones apropiadas para X. Tendrán que ser
términos generales que denoten aquellas cosas que consideramos componentes esenciales
de la felicidad o plenitud humana. Un bien humano básico es a la vida buena o plena algo
así como las pastas a la comida típica de Italia. La pasta es un ingrediente clave, y puede
aparecer de distintos modos en los distintos platos: como spaghetti, fettucine, tortellini, etc.
Pero tal como una comida sin pastas no puede ser un plato típico de Italia, una vida sin
bienes humanos básicos tampoco puede llamarse una vida plena o de alta calidad.
Iré presentando mis candidatos a bienes básicos, y cada uno verá si está o no de acuerdo
con mi lista. Ofreceré razones para que haya acuerdo, como lo exige la naturaleza de la
filosofía moral entendida como una discusión racional entre iguales. Las razones no serán
del todo fáciles de encontrar, puesto que, en la mayoría de los casos, no es posible apelar a
algo más universal que estos bienes básicos. Ocasionalmente acudiré entonces a la noción
habitual de “prosperar” o “medrar”, aunque procuraré no hacerlo en los casos más
controvertidos o cuando no sea esperable un asentimiento generalizado.
Por otra parte, y a diferencia de la justificación dada para el PF, invocar ahora el significado
de los términos para probar la verdad de los principios sería claramente ilegítimo. La
situación vuelve a ser como la de la mujer en la fiesta. Ella sabía, por el significado de los
términos, que un soltero es un hombre no casado. Pero para tomar una decisión entre sus
tres candidatos requería de otra premisa, como por ejemplo: “Este hombre encantador que
me está ofreciendo un trago es soltero”. Esta afirmación puede ser o no verdadera, pero si
efectivamente lo fuera, ciertamente no lo sería en virtud del significado de las expresiones
“soltero” y “este hombre encantador que me está ofreciendo un trago”. Las razones para
creer en la verdad o falsedad de la nueva premisa tienen que ser extralingüísticas. Tal vez
es el único de los tres sin anillo matrimonial, o quizás un amigo común le aseguró que éste
no estaba casado. En cualquier caso, aquí no basta con el mero significado de las palabras.
Ya sabemos, entonces, cómo no debemos argumentar. Cómo sí debemos hacerlo se
mostrará mejor haciéndolo. Empecemos por algo verdaderamente fundante:
(P.1) La vida es un bien humano básico.

Por “vida” entiendo aquí la vida humana a nivel biológico, la que se manifiesta en las
funciones típicas de un organismo humano como la nutrición, división celular, crecimiento,
etc. Que un organismo sea humano, por su parte, dependerá de que tenga el conjunto
completo de los cromosomas humanos normales, o bien alguna desviación de éste que se
considere una anormalidad genética humana, como la trisomía que causa el síndrome de
Down. Un óvulo o un espermatozoide, por sí solo, no constituye un organismo humano.
Ninguno de ellos, como sabemos hoy, posee el conjunto completo de cromosomas. Otro
requisito para que sea humano es que sea un organismo completo y no sólo una parte de un
organismo. Un dedo, un tumor o [p. 24] algunas gotas de sangre tienen células humanas
con el conjunto requerido de cromosomas, pero no constituyen un organismo completo.

51
No soy biólogo, y estas definiciones son probablemente vagas e inadecuadas para un
estudio científico riguroso, sin embargo bastan para entender qué pasa cuando alguien
muere. En ese momento cesan las funciones biológicas básicas del individuo, y como
consecuencia de ello cesan también todas las funciones superiores. Nuestra vida humana
está sustentada sobre un maravillosamente complejo (y frágil) sistema de funciones
corporales, que en su mayor parte se realizan sin que siquiera nos demos cuenta.
Todas estas afirmaciones son descriptivas y, por lo mismo, no son estrictamente parte de la
filosofía moral. Para transitar hacia ella debemos situar estas mismas consideraciones bajo
los conceptos de bueno y malo.
¿Aceptaría usted –ahora, mientras lee esta página– que le quitaran la vida? Presumo que no.
Es posible que piense, como yo, que la muerte es algo horrible, tanto su propia muerte
como la de su novio, novia, esposo, hijo, madre o… la lista puede ser interminable. Tal vez
estaremos de acuerdo en que incluso la ejecución de un asesino es algo terrible; y en caso
de estar a favor de la pena de muerte usted agregará que algo tan terrible es exactamente lo
que un sujeto como ése se merece. La muerte, con su natural implicancia de nuestra
disolución final, es el mayor mal, aquello que más ardientemente deseamos evitar.
En contraste con ella, la vida se nos aparece como un bien digno de ser disfrutado y
celebrado, como lo demostramos cada vez que festejamos un cumpleaños, sea el nuestro o
el de otros.
La vida no es el único bien (podemos tener muchos otros bienes aparte del mero estar
vivos), pero es sin duda el primero. Sin ella no podemos gozar de ningún otro bien. En este
sentido, la vida es el bien fundante, es el fundamento de los demás bienes. Pero su valor no
es sólo instrumental, la vida es también valiosa por sí misma: es bueno estar vivo. En este
sentido la vida es como la salud: No estar enfermos es bueno porque nos permite perseguir
otros bienes, sin embargo estar sanos es también un bien en sí mismo. En otras palabras,
reconocer el valor instrumental de un bien no implica negar su valor intrínseco.
Estoy seguro de que muchos presentarán aquí la objeción –muy popular en Estados Unidos
porque permitiría justificar la eutanasia voluntaria y al suicidio asistido– de que hay
personas para quienes la vida es simplemente un mal. Más adelante exploraremos la
moralidad de la eutanasia. Por ahora lo que importa es establecer si es que es verdad que la
vida es un bien, aunque haya unas pocas personas para quienes parezca ser un mal.
¿Por qué esas personas ven su vida como un mal? ¿Por qué hay gente que desea la muerte?
Una vida puede ser mala por diversas razones, entre ellas: una enfermedad [p. 25] crónica,
un dolor físico permanente, pobreza extrema o indigencia, soledad y abandono por parte de
familiares y amigos, la toma de conciencia de que se ha cometido un crimen horrible (como
Edipo, quien mató a su padre y se casó con su madre), un amor no correspondido o una
depresión severa. Una o más de estas razones, o cualquier otra que se quiera agregar,
podrían volver indeseable una vida.
52
Pero aunque esta lista no es exhaustiva, es necesario hacerla, pues sin la referencia explícita
a este tipo de hechos no se podría entender cómo es que alguien puede ver su vida como un
mal. Si tuviéramos una varita mágica y elimináramos la enfermedad, el dolor, la pobreza,
etc., que afectan a una persona ¿sería sensato seguir diciendo que la vida en sí misma es un
mal para ella? Obviamente no, porque, en rigor, no es la vida la que es mala (salvo que
“vida” se entienda en forma distinta y no en sentido estrictamente biológico), sino la
enfermedad, el dolor, la pobreza, etc. La vida como tal es algo distinto de esos males, por lo
que no es lícito deducir de ellos que la vida, por sí misma, sea un mal.
Pero quizás la vida no sea más que algo neutral cuyo valor o disvalor depende totalmente
de otros bienes. Si quisiéramos probar que B tiene un valor derivado o instrumental, habría
que mostrar primero que B es un medio para obtener A y que A tiene valor intrínseco.
Supongamos, por otra parte, que B es también un medio para la obtención de C. Si C es
malo, B sería en este caso instrumentalmente malo. En consecuencia, B sería tanto
instrumentalmente bueno como instrumentalmente malo, aunque en sí mismo no sería
ninguna de estas dos cosas. Esto es exactamente lo que “neutral” significa.
Ahora bien, ¿cómo se puede persuadir a alguien de que algo tiene valor intrínseco? Si
tenemos razones para admitir que G es intrínsecamente bueno, y que D, E y F no son
extrínsecos ni instrumentalmente conducentes a G, sino que son constitutivos internos de G,
entonces tenemos razones para pensar que también son intrínsecamente valiosos. Sin duda
todos estamos de acuerdo en que la felicidad o la vida buena es el fin último del ser
humano, es decir, aquello que valoramos por sí mismo y no porque nos conduzca a otro
bien. La vida ciertamente no es ni externa ni instrumental respecto de la vida buena. La
vida buena no es un producto ni una consecuencia de la vida, sino la misma vida
plenamente realizada. De aquí que la vida, como un componente clave aunque no el único
de la vida buena, sea valiosa por sí misma. La vida no es neutral, como la muerte tampoco
lo es. La muerte es totalmente incompatible con el fin último de los seres humanos.
Por lo demás, la creencia de que la vida es un bien humano básico subyace a muchas de
nuestras convicciones morales ordinarias, tales como que el asesinato es el crimen más
grave, independientemente de quién o cómo sea la víctima. De hecho, desde siempre y
hasta nuestros días, el valor de la vida ha sido históricamente la piedra angular de todos
nuestros valores.
Esta visión de las cosas está bastante extendida. Vivimos rodeados de instituciones,
edificios, vehículos e instrumentos que sólo se pueden entender sobre la [p. 26] base de una
convicción colectiva de que la muerte es el mal extremo para cualquiera, y de que la vida es
el primer bien. Si no fuera así, ¿qué sentido tendrían los servicios de urgencia en los
hospitales, las ambulancias, los helicópteros de rescate, los tubos de oxígeno y todas esas
cosas?

53
Como acabo de mencionar, hay un bien que está estrechamente unido a la vida y en cierto
modo es análogo a ella: el bien de la salud. Este bien, a su vez, se manifiesta en valiosas
operaciones físicas tales como percibir, sentir, y la capacidad de moverse por sí mismo.
No obstante, el bien de la salud no tiene el rol de fundamento que tiene la vida. Se puede
estar enfermo y disfrutar de otros bienes, como por ejemplo de la amistad de aquellos que
nos cuidan con devoción y cariño. Pero no hay duda, tampoco, de que una vida vivida con
buena salud será siempre mejor que otra con largos periodos de enfermedad. Para la
mayoría de las personas, que la salud sea algo bueno es una verdad axiomática. Por
“axiomática” quiero decir “similar a los axiomas de la geometría”, esto es, aquellas
proposiciones que se aceptan como verdaderas sin necesidad de demostración.
En efecto, antes de introducir el Principio Formal de la racionalidad práctica en el primer
capítulo, apelé a las intuiciones comunes respecto de la salud y la enfermedad. Es tan
evidente que la enfermedad causa impedimentos, disgustos, gastos y otros problemas, que
cualquier persona razonable concederá que, al menos por su valor instrumental, se está
mejor cuando se está sano.
Pero también parece haber un cierto valor intrínseco, difícil de negar, en la salud. Ella, por
sí misma, es ya un componente valioso de la vida plena. Podemos apuntar nuevamente a las
facultades de medicina, los hospitales, las farmacias o las prohibiciones de fumar, para
mostrar el compromiso social que existe por el bien de la salud.
Cercano a la salud y en parte coincidente está también el bien de la integridad física, ese
bien que es violado cuando alguien golpea, hiere o abusa del cuerpo de una persona. Es
bueno vivir libre de este tipo de interferencias o agresiones.
Por otra parte, y más allá de la preservación de la vida, de la promoción de la salud, y del
resguardo de la integridad física, casi todos estarán de acuerdo en que la transmisión de la
vida es también algo valioso. La realización de este bien nos lleva entonces a un segundo
elemento en nuestra lista de bienes básicos:
(P.2) La familia es un bien humano básico.

Ahora entramos en un tema complejo y controvertido. La familia se ha vuelto una cuestión


problemática por la impresionante cantidad de matrimonios que actualmente fracasa.
También se la acusa de ser una institución patriarcal, inevitablemente dominada por el
hombre en detrimento del bienestar de la mujer, y que puede ser [p. 27] perfectamente
reemplazada por un nuevo tipo de organización como la de los hogares uniparentales o
abiertamente homosexuales. También oímos con cierta frecuencia de padres que han
sufrido mucho por causa de sus hijos y de hijos que han sufrido bastante por causa de sus
padres. ¿Cómo puede la familia, entonces, ser un bien?
También se puede desafiar desde otro ángulo la idea de poner a la familia entre los bienes
básicos. Existe mucha gente que, de hecho, no tiene una familia, y sin embargo parece ser

54
razonablemente feliz. Hay religiosos católicos, hombres y mujeres, que a pesar de aceptar
una ética perfectamente compatible con la que aquí presento, renuncian voluntariamente a
formar una familia.
Pero no perdamos de vista nuestra estrategia, y hagamos las preguntas evaluativas, no sólo
las fácticas. ¿Es mejor que un niño se críe en un orfanato o en una familia? ¿Está mejor un
adulto que se casa con alguien que lo quiere, con quien lleva una vida sexual activa, tiene
hijos, compañía, se divierte y hace proyectos, o es mejor estar solo? ¿Es mejor para una
anciana tener una hija cariñosa que la lleve a la quimioterapia, o tener que ir por sus propios
medios a pesar de los dolores y las náuseas?
Lo que hace que la familia sea un bien básico es que en la hipotética ausencia de estos lazos
–cuando se carece del amor de un cónyugue o de padres o de hermanos o de parientes
cercanos, en el caso de una vida que comienza en un orfanato y termina en la soledad de un
asilo– difícilmente puede hablarse de una vida plena. Lo que hace que la familia sea un
bien básico, entonces, es su contribución a la vida buena. Y tal como el hecho de que a
veces estemos enfermos no contradice el que la salud sea un bien básico, el fracaso en la
vida familiar o simplemente no tenerla (sea por elección o por las circunstancias de la vida)
no significa que no sería bueno haberla tenido.
La reflexión acerca de los fracasos familiares descubre otro aspecto importante de este bien
que analizamos. La vida familiar fracasa cuando otros bienes faltan, especialmente cuando
falta aquella excelencia propia de las comunidades que Aristóteles llamó philia, “amistad”0.
Si los esposos no son buenos amigos y amantes; si los padres no son buenos amigos de sus
hijos y los hijos de sus padres, o si los hermanos y hermanas no lo son entre sí, la familia
termina por quebrarse. La amistad familiar es a la familia lo que la salud al cuerpo. Se
puede sobrellevar la enfermedad o la falta de amor, pero sin duda se estaría mejor en las
circunstancias opuestas a éstas.
La familia, entonces, con sus ingredientes de amor, vida sexual, procreación, maternidad,
paternidad, interacción con los parientes y apoyo mutuo, es un bien básico a cuya posesión
todos tenemos buenas razones para aspirar.
Sin embargo, no vivimos sólo en familia. Cuando una persona de provincia, por ejemplo,
parte a la universidad, deja a su familia e ingresa a otro tipo de comunidad o [p. 28] de
comunidades. Dejar la casa, naturalmente, no es rechazar a la familia. El estudiante de
provincia, la becada en el extranjero o el profesional joven que decide empezar a vivir por
su cuenta, siguen siendo miembros de su familia; todos seguimos formando parte de
nuestras familias aunque estemos en el otro extremo del mundo. ¿Y qué pasa si todos
nuestros parientes mueren? Sería una experiencia sumamente dolorosa, pero nos ayudaría a
darnos cuenta de la importancia de otro bien humano: la amistad.
Por lo tanto, el próximo principio que propongo es éste:
0
Aristóteles, Ética Nicomáquea, Libros VIII y IX.

55
(P.3) La amistad es un bien humano básico.

Este bien, como ya hemos visto, inevitablemente comparte fronteras con el anterior, pero
ahora transcendemos explícitamente los angostos confines familiares.
Por lo general en la universidad la gente se inscribe en algún equipo deportivo, trabaja en
voluntariados, participa en trabajos de verano o desarrolla proyectos con compañeros de la
misma carrera. Todas estas actividades, que son esenciales en la vida universitaria, son
asociaciones o comunidades unidas por un objetivo común.
¿Cómo se está mejor, dentro o fuera de estos grupos? Depende. Habría que examinar en
cada caso cuán dedicado se está al grupo y cuánto a los estudios, pues a veces la búsqueda
de un fin determinado exige postergar o renunciar a otros fines. Por eso es que hay que
examinar todo el contexto, ya que puede haber muchos otros bienes reclamando
simultáneamente nuestro tiempo. Saber discernir entre ellos es también un bien que más
adelante estudiaremos.
Por ahora, y para situarnos sobre un terreno más seguro, consideremos una forma más
estrecha de relación personal: aquella que coincide con lo que entendemos por amistad en
un sentido más preciso. Me refiero al tipo de relación que se desarrolla entre una persona y
un número limitado de otras personas, con las cuales le gusta verse a diario y salir juntas; a
las cuales está dispuesta a ayudar, y a quienes acude cuando necesita ayuda. Con estas
personas nos abrimos; compartimos nuestra intimidad; les contamos lo qué nos pasa, y las
llamamos cuando tenemos una buena noticia. Éstas son las personas a las que de verdad
llamamos “amigos” o “amigas”.
Este tipo de relación tiene tres ingredientes centrales. En primer lugar, tiene que haber
afecto (aunque no un afecto erótico e intenso). A uno le tienen que gustar esas personas,
uno tiene que sentirse bien con ellas. Luego, tiene que haber reciprocidad. A mí me puede
caer bien alguien pero si esa persona no me presta atención o no está dispuesta a pasar un
rato conmigo o no me cuenta sus cosas, difícilmente podré decir que es mi amiga. Por
último, los amigos son individuos que se desean mutuamente lo mejor y que apuntan en
definitiva al bien del otro. Pedir favores y no retribuirlos, o tener francamente mala
voluntad hacia la otra persona son signos inequívocos de que la amistad ya no existe o de
que tal vez nunca la hubo.
[p. 29] Este tercer elemento permite que el acuerdo en que la amistad es un bien humano
sea mucho más fácil de obtener que en los demás casos. Si un amigo es quien me desea lo
mejor, quien quiere que yo obtenga lo bueno y no me pase nada malo, ¿cómo negar que la
amistad es un bien para mí? Además, ¿cómo podría no ser bueno tener amigos,
simplemente porque son amigos, incluso si no tienen muchas oportunidades para hacerme
el bien que desearían? ¿Es posible pensar por un momento en la amistad, y negar que es
tanto intrínseca como instrumentalmente buena? Los amigos son un componente decisivo

56
de la vida plena, y son también un recurso importante para asegurar algunos de nuestros
fines más inmediatos.
Dado que la amistad requiere más de una persona e implica una buena voluntad mutua, se
sigue que la amistad es también un bien para toda la comunidad. Las formas y los rituales
de la amistad pueden variar de una cultura a otra (por ejemplo, hay lugares en que se
requiere una declaración formal para el establecimiento de una nueva amistad), pero su
efecto benéfico es común a todas ellas.
Sin amistad, las relaciones dentro de la comunidad descenderían al nivel de la mera justicia,
es decir, al estricto respeto por los derechos del otro y sin gran entusiasmo por su bienestar.
La pérdida del afecto implícito en la amistad es la pérdida de algo importante. Cuando hasta
la justicia se pierde –cuando el engaño, la traición, la rivalidad, la discriminación, la
voluntad de dominio o el odio son lo que prevalece– las comunidades tienden a
desintegrarse y sus miembros salen dañados. Esto es distinto de la disolución de una
comunidad cuando la meta común ya no se busca activamente. Un club de tenis puede
liquidar sus activos si los socios ya no quieren seguir jugando, pero a veces una comunidad
se destruye a pesar de que sus miembros siguen interesados en la meta común. Un exitoso
estudio de abogados, por ejemplo, cuyos socios quisieran seguir juntos, se disuelve por una
disputa entre algunos de ellos.
En su acepción más estrecha, entonces, la amistad es indudablemente un bien. Pero también
nos beneficiamos cuando la amistad prevalece dentro de las comunidades más amplias en
que participamos, incluso en la comunidad política (los griegos pensaban que la pérdida de
la amistad cívica era uno de los peores males de su tiempo.) Y, en esta misma línea, habría
que incluir también a la comunidad internacional, pues las guerras, lo diametralmente
opuesto a las relaciones amistosas entre países, no son un bien para nadie (ni siquiera, yo
diría, para quienes se hacen ricos fabricando armas).
Las comunidades también se relacionan con otros dos bienes básicos que pueden
considerarse en conjunto:
(P.4) El trabajo y el juego son bienes humanos básicos.

Por “trabajo” me refiero al conjunto de actividades mediante las cuales los seres humanos
producimos bienes y servicios, y nos ganamos así la vida. El trabajo, en nuestra cultura y en
todas las demás, puede tomar una gran variedad de formas. El [p. 30] mendigo que pide
limosna en la esquina no está trabajando, pero la niña que toca guitarra puede estarlo. Si su
música es buena, la gente que pasa le dará algunas monedas: ella presta un servicio y los
transeúntes lo retribuyen.
A menudo el trabajo no es muy placentero. Muchas personas incluso odian su trabajo.
Algunos trabajos son mal pagados y uno quiere encontrar otra cosa. Casi todos añoramos

57
las vacaciones. ¿Cómo se puede calificar al trabajo, entonces, como un bien humano
básico?
Tal como con los otros bienes, conviene examinar este asunto desde el extremo opuesto.
¿Es bueno para alguien ser despedido o estar mucho tiempo cesante?
En la mayoría de los casos el desempleo implica dejar de tener ingresos. Eso es ya algo
malo, pues los seres humanos necesitamos de una buena dosis de cosas materiales para
vivir, sin hablar siquiera de comodidades. Si uno es soltero y asceta militante, igual necesita
dinero para el transporte y la comida, y no tenerlo será malo. Pero si uno tiene una familia
que mantener, carecer de lo mínimo y ver sufrir a los seres queridos es realmente terrible.
Si esto es así, el verdadero mal pareciera ser más bien la pérdida de ingresos que el
desempleo mismo. En un país donde hay subsidios de cesantía (no son muchos los países
donde existen), ¿será mejor estar cesante que trabajando? No me parece. El ingreso es
importante, pero no es el factor decisivo. Todos hemos oído o leído de las fuertes
depresiones que afectan a millonarios, que no tienen ninguna necesidad de trabajar, y que
por lo mismo no están obligadas a buscar una actividad significativa.
El elemento clave que hace que el trabajo (y el estudio, por cierto) sea un bien humano, es
la experiencia de logro y de autorrealización que constituye su núcleo central. El trabajo
actualiza al menos algunos de nuestros talentos, y eso ya es una fuente de satisfacción
personal. Como el trabajo voluntario también contribuye de este modo a la autoestima, se
puede decir que la remuneración no es algo esencial para la bondad del trabajo, aunque para
la mayoría de los mortales el cheque a fin de mes sin duda que lo es.
Otro aspecto importante del trabajo es que nos vincula con nuestras comunidades. No
trabajamos solos. Casi todos los empleos se insertan dentro de instituciones –empresas,
reparticiones públicas, pequeños negocios, equipos de fútbol profesional o facultades de
filosofía–, y hasta el artesano más solitario tiene que venderle sus productos a alguien. Sus
obras deben ser apreciadas por otros seres humanos. Así, el trabajo, nos pone en contacto
con distintas comunidades. Contribuimos a ellas y obtenemos algo a cambio: un sueldo,
honorarios o, al menos, gratitud y reconocimiento. Los “voluntarios” sólo reciben gratitud,
pero eso no los priva del aspecto nuclear del bien del trabajo.
Podemos estar de acuerdo en que el trabajo es bueno y el desempleo es malo. Sin embargo,
¿no es exagerado hacer del trabajo el valor supremo de nuestras vidas? [p. 31] ¿Debemos
acaso sentir admiración por los obsesivos y fanáticos trabajólicos? No lo creo.
También es valioso el esparcimiento, el hacer algo sólo por divertirse. La calidad de vida se
torna dudosa si uno nunca deja de trabajar, si no se da tiempo para juntarse con los amigos,
para ir al cine o a la playa, para elevar un volantín con un sobrino, para … la lista puede ser
muy larga. En todo caso, la idea que quiero capturar con ella la resumiré con el término
“juego”.

58
Si las formas de la amistad pueden variar de una cultura a otra, las de los juegos muchísimo
más. La variedad de juegos que ha inventado la raza humana es de verdad impresionante.
Algunos implican competencia, otros no; algunos están estrictamente reglados (como el
ajedrez), otros dejan gran espacio a la espontaneidad; algunos son serios, otros implican
humor y risa. Toda persona que realice con placer algo de suyo improductivo (un grupo de
vecinos montando una obra de teatro o compañeros de oficina bailando salsa) está,
propiamente, “jugando”.
Pero esa enorme variedad de formas no debe desviarnos de lo esencial: que el juego es un
bien humano básico, que representa un aspecto importante de la plenitud humana. Aunque
el juego pareciera oponerse al trabajo, termina siendo su complemento natural. Una vida de
trabajo sin juego no es una vida atractiva. Pero otra de juego sin trabajo, tampoco lo es. Sin
trabajo, el juego probablemente pierde su función de esparcimiento, de relajación, y pierde
con ello una razón fundamental para querer jugarlo.
Hay quienes en su trabajo y en su juego aspiran a un objetivo que nos lleva al siguiente bien
humano básico: la producción de belleza.
(P.5) La experiencia de la belleza es un bien humano básico.

Nuevamente nos encontramos frente a un dominio muy amplio. Existe, por cierto, la
producción activa de belleza (encargada primordialmente a los artistas) y el goce pasivo de
la experiencia estética (una actividad abierta a cualquiera).
La belleza aparece de tantas maneras, tanto en la naturaleza como en las obras humanas,
que es simplemente imposible revisar todas sus manifestaciones. En realidad, cualquier
objeto, gesto, colorido o melodía puede ser bello, aunque muchas veces no lo descubramos
sino tras una segunda mirada. En este sentido, la historia del arte es como un progresivo
descubrimiento de belleza allí donde antes nadie la había visto. Por ejemplo, hasta que los
primeros fotógrafos empezaron a mostrar las sorprendentes cualidades estéticas del
cemento y las máquinas, las tuberías y las torres de alta tensión, casi todo lo que había
producido la revolución industrial se consideraba feo. Algo similar se puede decir de la
música: de la clásica a la romántica o a la contemporánea, del jazz al rock, etc. (El “etc.” en
este caso revela mis limitaciones en el área, pero el lector sabrá sin duda reemplazarlo por
sus ritmos y grupos favoritos).
[p. 32] Como las posibilidades en este campo son infinitas, mi invitación respecto de la
belleza es simplemente acordar que la vida se enriquece con la experiencia de la belleza (en
cualquiera de sus manifestaciones), y que sin ésta se vuelve menos deseable.
A veces la experiencia estética se obtiene casi en el nivel de la mera percepción, como
cuando viajamos en auto y de pronto, tras una curva, aparece un valle maravilloso. Es
difícil no sentir una satisfacción inmediata al contemplarlo. Otras veces, sin embargo, la
experiencia estética requiere de un arduo trabajo previo. Llegar a gozar con Homero en

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griego, con Dostoievski en ruso o incluso con Cervantes en su español algo distante al
nuestro, sólo es posible para quienes han invertido tiempo y energía en el estudio y
ejercicio que les permitirá capturar la belleza de la obra de estos genios.
Saber más de un idioma, entonces, también parece ser un bien, en cuanto nos posibilita el
acceso al bien de la experiencia estética. Pero no es necesario llegar a tanto detalle. Casi
todos tenemos ya suficiente belleza que experimentar en nuestra propia lengua. Sin
embargo, ¿se puede tener una vida plena sin poseer algún tipo de conocimiento?
Como siempre, comenzaré con una generalización y después intentaré justificarla.
(P.6) El conocimiento es un bien humano básico.

El fin que persigue la investigación y, en general, el conocimiento es la verdad. Si usted


está leyendo este libro con ojo crítico –si busca errores, si quiere saber si lo que afirma es o
no verdadero– ya está concediendo que la verdad es valiosa, que es un bien.
Los estudiantes son una especie de buscadores profesionales de la verdad. Pero no todo el
mundo tiene la suerte de poder estudiar, y para los que no lo hacen, ¿tiene alguna
importancia el conocimiento y la verdad?
Quizás no tengan ningún interés en comprender una abstrusa teoría matemática o en lo que
tal profesor dice sobre la política exterior de Francia o de Irán. Pero esto no significa que no
les importe en absoluto el conocimiento o que éste no tenga ningún valor para ellos.
Debemos recordar que, tal como en la discusión previa de los otros bienes, estamos
hablando en un alto nivel de generalidad. Que el trabajo, el juego y la belleza sean bienes
en cualquier cultura implica que no hemos puesto restricciones respecto de las formas que
éstos pueden tomar. El trabajo y el juego pueden ser totalmente distintos para un campesino
del Tíbet y para un joven programador recién egresado [p. 33] del Politécnico de
Monterrey. El punto es simplemente que ambos viven mejor cuando dedican parte de su
tiempo al trabajo y parte de su tiempo al juego.
En relación con el conocimiento, y aunque podemos llegar a saber muchas cosas
(especialmente tras la explosión informática de nuestra era tecnológica), no estamos
igualmente interesados en todos los temas posibles. Deseamos saber más sobre algunas
cosas que sobre otras. Pero si intentáramos identificar aquello que más nos interesa a todos,
probablemente diríamos que es saber qué es bueno y qué es malo para nosotros. Una vez
más, este interés es claramente transcultural.
La razón por la que todos consideramos valioso saber qué nos beneficia y qué nos daña es
que los seres humanos somos “agentes”: actuamos. No podemos sentarnos y no hacer nada.
Tenemos que hacer cosas, y tenemos que elegir entre hacer X o hacer Y. Además, como
hemos visto, nuestras elecciones serán racionales en la medida en que elijamos aquello que
hayamos correctamente identificado como un bien para nosotros.

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Puesto que nos podemos equivocar y sufrir las consecuencias de nuestro error, nos interesa
saber si efectivamente X (o Y) es bueno para nosotros. Este conocimiento de los bienes en
vistas de la acción, expresado mediante proposiciones evaluativas, es lo que se llama
“conocimiento práctico”. Por consiguiente, ya podemos afirmar justificadamente que:
(P.6a) El conocimiento práctico es un bien humano básico.

Éste es un bien volcado hacia otros bienes. Razonamos con la razón práctica para
identificar el resto de los bienes humanos, tanto en general como en particular, y para
desarrollar estrategias tendientes a obtenerlos. Un ejemplo de conocimiento práctico podría
ser el darse cuenta de lo importante que es la amistad en la vida, y desarrollar un “buen ojo”
para elegir a los amigos verdaderos de entre la multitud de nuestros conocidos. Mantener
una amistad ya existente también requiere de algún tipo de política, como estar dispuesto a
posponer las gratificaciones inmediatas cuando un amigo nos necesite. Comprender esto, y
actuar consecuentemente, también es tener inteligencia práctica.
Pero a veces queremos saber cosas que no se relacionan directamente con nuestras
decisiones. Sería bueno saber más sobre la historia de la India, o sobre los últimos
descubrimientos en biología molecular (quizás no particularmente para mí, pero sí en
general.) Al mismo tiempo sé que siempre va a haber muchas ciencias y teorías que estarán
definitivamente fuera de mi alcance, sé que el campo del saber teórico es prácticamente
infinito. Por ello volveré a utilizar mi estrategia de comenzar el análisis desde el extremo
opuesto: ¿Estaría mejor como persona si fuera ignorante, si mis ideas del mundo, sus
estructuras básicas y su gran variedad de manifestaciones fueran todas falsas? ¿El
conocimiento teórico (tenga o no un impacto posterior en la tecnología) no es acaso algo
que da plenitud a los seres humanos? Si así fuera, entonces: [p. 34]
(P.6b) El conocimiento teórico es un bien humano básico.

Este postulado, como todos los anteriores, es bastante general. Entendemos aquí el
conocimiento teórico de un modo amplio y en oposición al práctico, incluyendo todo tipo
de conocimientos descriptivos, desde el de los hechos particulares hasta el de las ciencias
más abstractas. La clave para distinguirlo del conocimiento práctico es que el teórico lo
queremos por sí mismo, mientras que el otro lo queremos para actuar. Comúnmente las
proposiciones teóricas nos dicen algo acerca de cómo es el mundo, mientras que las
prácticas incluyen componentes evaluativos o normativos (expresados por términos como
“bueno”, “correcto”, etc.) que son los que les dan la fuerza requerida para dirigir la acción.
Ahora bien, no todas las instancias de conocimiento teórico serán, para mí, un objeto o fin
razonable de prosecución, pues dado el poco tiempo de que dispongo y la escasez de mis
recursos puede haber otros bienes, más urgentes, que me reclamen. A veces tendré que
contentarme con saber que sería bueno conocer cosas que nunca llegaré a conocer (como
los últimos descubrimientos en astrofísica).

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¿Y si alguien negara que el conocimiento (el teórico, al menos) es un bien humano? Esa
persona estaría atrapada en una paradoja, pues si niega que el conocimiento es un bien,
afirma que el conocimiento no es un bien. Y esto implicaría que no le interesa la verdad ni
desea salir del error, pues valorar la verdad más que al error es, precisamente, creer que el
conocimiento es bueno. De hecho, cualquier juicio veritativo que uno haga (juicio en el que
se afirme que yo estoy en lo correcto y el otro está equivocado), es una afirmación que
supone la bondad del conocimiento.
Un desafío más serio a mi posición es el de quienes admiten que en general el conocimiento
es bueno, pero que existen casos concretos en que es mejor no saber que saber, pues el
conocimiento sería doloroso. Un caso típico es el del médico que descubre la enfermedad
terminal de un paciente: ¿es bueno que se lo diga o no? Mi opinión es que saber que uno
está enfermo, y tener también algún conocimiento de los diversos aspectos y etapas de la
enfermedad, es siempre mejor que la ignorancia. Y no sólo porque se satisface la
curiosidad, sino sobre todo por sus implicancias prácticas. Si conocemos nuestra
enfermedad tendremos menos miedo que si permanecemos en la incertidumbre. Tendremos
también tiempo para revisar y dejar dispuestas muchas cosas: hablar con ciertos amigos,
limar diferencias, buscar reconciliaciones. El conocimiento teórico o descriptivo de la
enfermedad hace posible la realización de todas estas cosas que, a mi entender, son bienes
para el ser humano.
Otro caso típico en el que se prefiere no saber es el del amigo o amiga, o el esposo o esposa
engañada. Nuevamente, sugiero que a pesar del sufrimiento y el dolor, siempre se estará
mejor conociendo la verdad de los hechos que permaneciendo en total oscuridad. Si uno
sabe que fue engañado, puede volver a empezar. Es cierto que los engaños tienden a
envenenar las relaciones, y también que en estos casos es muy común no querer saber nada
del tema y autoengañarse. Sin embargo, [p. 35] paradójicamente, el deseo de no saber la
verdad procede de esa misma verdad. Para no querer saber algo específico, se debe al
menos tener una sospecha o una intuición acerca de lo que está pasando. Si así no fuera,
¿qué razón habría para querer permanecer ignorante de ese evento o esa serie de eventos?
¿No sería mejor enfrentar los hechos en vez de renunciar a la propia integridad fingiendo
no saber lo que, en el fondo del corazón, uno sabe?
Por consiguiente, este conocimiento no-evaluativo de hechos, eventos, objetos y aspectos
del mundo, parece ser bueno tanto en sí mismo como por sus consecuencias. Pues aunque
no todos los temas posibles de conocimiento teórico sean igualmente valiosos (en general y
en relación con cada uno), sí es claro que los estados de ignorancia y de error, como tales,
no son deseables; como tampoco lo es una vida comunitaria donde no se valore la verdad.
Es bueno saber, incluso en caso de que uno no vaya a actuar sobre la base de ese
conocimiento, en qué están nuestros políticos, cuál será el precio del cobre, qué pasó la
noche en que tal persona fue asesinada. El público no siempre logra saber la verdad, pero
reconocer ese fracaso equivale a afirmar el valor de aquello que no se consiguió.

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Tal como existe el autoengaño a nivel individual, puede haber también una tendencia
colectiva a no querer ver la verdad. Son múltiples los ejemplos de gente que cierra los ojos
ante hechos que pasan frente a sus narices: el genocidio sistemático, la tortura, la
discriminación o la violencia doméstica. La descripción de los hechos los obligaría a
admitirlos y a emprender algún tipo de acción. Y eso es precisamente lo que esa gente trata
de evitar. El autoengaño es un índice de falta de integridad, porque se fracasa en la
unificación de lo que uno pretende no saber y lo que uno, de modo velado, sí sabe.
La referencia al autoengaño nos conduce a un nuevo elemento de nuestra lista pues nos
llama la atención sobre una discordancia entre la acción y un bien que debería conducirla
pero que en cambio es relegado a una posición inferior. Se produce una falta de armonía
dentro de la persona y eso no es bueno.
(P.7) La armonía interior es un bien humano básico.

Lo que este principio intenta identificar es un meta-bien, un bien que consiste no en una
actividad más sino en la coordinación, dentro de uno, de la búsqueda y apropiación de los
diversos bienes. La persona que no permite que sus pensamientos, actitudes, deseos,
emociones, dichos o acciones vayan en direcciones opuestas, sino que los unifica en forma
consciente, posee este bien.
La armonía interior es el resultado de la aplicación del conocimiento práctico a nuestras
elecciones concretas. El mero darse cuenta de que sería bueno, por ejemplo, renunciar a un
aumento salarial para poder estar más tiempo con la familia, no basta para generar una
armonización de los bienes en la propia vida. Hay que actuar en consecuencia. Por su
misma naturaleza el conocimiento práctico exige actuar, de modo que difícilmente diríamos
que una persona alcanza una armonía real si es capaz [p. 36] de hacer la lista completa de
las cosas buenas para ella, pero se concentra en unas y deja otras de lado otras, sin nunca
llegar a realizar éstas.
Tal como hicimos en el caso de los demás bienes, aludimos a la armonía interior en forma
muy general pues no existe una manera única de alcanzarla. No sólo hay muchas
realizaciones posibles de los bienes sino que también hay una gran variedad de talentos y
de rasgos personales que determinan por su parte variadas formas de autorrealización. En el
próximo capítulo volveremos sobre este tema.
Con esta breve referencia al bien de la armonía interior cerramos la lista de los bienes cuyas
instancias particulares constituyen una vida de buena calidad, una vida lograda y feliz.
Hay sin embargo pensadores dentro de la tradición que exponemos que sostienen que se
debe agregar otro bien a la lista de bienes humanos básicos: la religión.
Quienes incluyen a la religión entre los componentes de una vida plena, suelen apoyarse en
el pensamiento de Cicerón y de muchos autores medievales que, dentro de la historia de la

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filosofía, pertenecen a una época anterior a la crítica moderna de la posibilidad de probar
racionalmente la existencia de Dios.
Es alguiAhora bien, si Dios no existiera, entonces la religión –a pesar de los beneficios
psicológicos que tiene la esperanza de la salvación y la alegría de compartir actos
comunitarios– sería un bien ilusorio. En su núcleo contendría la promesa de algo que no
puede cumplir. Además, hay una corta distancia entre esta idea y la de afirmar que en
realidad la religión es más bien perjudicial para los seres humanos, porque tiende a generar
fanatismo, intolerancia e hipocresía.
Por otra parte, si Dios sí existe pero no hay argumentos satisfactorios para probarlo, se
estaría todavía lejos de poder mostrar en forma auto-evidente que la religión es un bien
humano básico. Hay que recordar que en el punto de partida los bienes fundamentales
deberían ser auto-evidentes, es decir, que deberían aceptarse tal como aceptamos, sin más,
que la amistad es un bien básico. Nos basta con recurrir a nuestra experiencia y a un
análisis simple de su naturaleza para afirmar que efectivamente la amistad es un
componente insustituible de una vida plena.
La falta de auto-evidencia no cambiaría incluso si se encontrara una demostración racional
de la existencia de Dios, pues ésta consistiría en un argumanto metafísico de alta
complejidad que demandaría para su comprensión una avanzada formación profesional,
sobretodo en lógica y teoría de la probabilidad. Sus conclusiones difícilmente serían
accesibles para todos, y por ende la bondad de la religión sería más oscura, para la mayoría
de las personas, que la demostración metafísica misma. En este sentido el bien de la
religión sería distinto del resto de los bienes de la lista, porque esperamos que ellos puedan
ser admitidos por cualquier [p. 37] persona que los considere atentamente, sin necesidad (ni
posibilidad) de recurrir a pruebas metafísicas.
Naturalmente alguien podría decir que la fe es la que garantiza la existencia de Dios y por
ende la bondad de la religión. De acuerdo, pero ese postulado sitúa nuestra discusión fuera
de los límites de la filosofía moral. Sería una incursión en la teología, un área del
conocimiento cuyas premisas no son accesibles a todo el mundo.
Por consiguiente, haremos bien en considerar la armonía interior de las personas humanas
como el último componente de nuestra lista de bienes básicos, aquellos que cualquier
persona puede aceptar tras un mínimo de reflexión.

Lecturas sugeridas
Arancibia, F. (2021). “Los valores y los bienes humanos. ¿Qué se ama cuando se ama?”. En
Valera y Carrasco (eds.), Manual de Ética Aplicada: De la Teoría a la Práctica.
Ediciones UC. pp. 169-185.
Widow, J. L. (2008). Introducción a la Ética. Globo editores. pp. 81-104.

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