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Si bien la comunidad científica es prácticamente unánime en recomendar la

inmunización obligatoria vía vacunación –lo que implica movilizar los recursos del
Estado– existe una fracción no insignificante de la ciudadanía que se opone. La
pregunta, realmente, no es si acaso estos grupos tienen razón. Existe demasiada
evidencia de que no la tienen. La suya no es una posición científicamente
respetada, tal como le ocurre a los creacionistas o en cierta medida a los
negacionistas del cambio climático. La pregunta políticamente relevante es si
acaso la oposición de estos grupos es atendible, digna de una excepción o de un
régimen especial.

Usualmente damos por descontado el sitial de privilegio epistémico de la ciencia


en las sociedades contemporáneas. Sus métodos y conclusiones no nos parecen
discutibles. La ciencia dice cómo son las cosas. Nos cuidamos de no darle a la
ciencia propiedades normativas o moralizantes. En ese sentido decimos, en
terminología liberal, que son neutrales. No le pertenecen a ningún colectivo
identitario particular. Todos debiésemos captar su radical capacidad de generar
conocimiento útil y confiable. Son recursos de la razón pública, diría Rawls.

Pero, en la práctica, no todos son de la misma idea. La ciencia recibe dos tipos de
ataque que es preciso distinguir. Uno de estos apunta en contra de particulares
conclusiones del método científico. Personas que leyeron en ciertas plataformas
de difusión que, por ejemplo, las vacunas eran peligrosas. Su problema no es
contra el edificio cognitivo de la ciencia. Ellos creen, de hecho, que la buena
ciencia está de su lado. Citan Journals y ponen sobre la mesa lo más parecido que
tienen a una evidencia. No desmerecen el proyecto histórico, sino su específica
aplicación en ciertos casos. El otro ataque se encuentra en un nivel superior: es
una crítica a la hegemonía epistemológicocultural de la ciencia. Es el caso de
ciertas denominaciones religiosas. Les parece, por decirlo de alguna forma, que
los presupuestos naturalistas del método desequilibran la cancha de tal manera
que sus conclusiones ontológicas resultan irremediablemente materialistas.

Predominantemente, así se reconstruye la demanda creacionista de incorporar


alternativas nomaterialistas a Darwin en la clase de biología. El caso de los
testigos de Jehová es interesante. No se niegan a las transfusiones de sangre
porque crean que el procedimiento es médicamente errado. Saben que aquella
transfusión puede salvarle la vida a su hijo, como lo saben los personajes de The
Children Act, la novela de Ian McEwan. Se resisten a ella por mandato
aparentemente divino: Dios no querría en tu cuerpo la sangre de otra persona.

Como fuere, en todos estos casos se suelen generar problemas políticos


considerables. La razón es similar: no quieren seguirle la corriente a lo que ordena
el consenso científico, y por extensión no quieren someterse a la coerción del
gobierno. En muchos casos, por lo mismo, se sienten luchando una batalla épica.
La complicación fundamental de la mayoría de estos casos es que involucran
menores de edad. Es decir, se opone el derecho de los padres a decidir por sus
hijos, con el deber social –encarnado en la compulsión estatal– de velar por los
derechos de esos niños. Los padres tienen el derecho preferente de criar a sus
niños como estimen conveniente, pero el reverso de ese derecho es la obligación
fiduciaria de hacerlo pensando en los mejores intereses del niño. Y aunque la
mayoría de las veces ese derecho se ocupa correctamente, otras veces no es el
caso. Por supuesto, los padres pueden insistir: que no vacunarse ahorra
enfermedades, que la narrativa bíblica sobre los orígenes de la vida es la correcta,
que si se resiste a la transfusión será recompensado por Jehová. En todos estos
casos, el Estado se arroga la autoridad de ignorar esa insistencia.

No es extraño que varias de estas demandas sean apoyadas por grupos


libertarios. Son los mismos que defienden la educación en el hogar, extendiendo al
máximo el ámbito de atribuciones paternas y minimizando la intervención social.
Es su versión radical, una forma de propietarismo filial: los hijos le pertenecen a
los padres. El liberalismo igualitario, en cambio, considera que los derechos de
esos niños –a recibir la debida inmunización, a aprender la verdadera historia de
nuestros orígenes, a continuar viviendo gracias a un oportuno procedimiento
médico– prevalecen en consideración de igual capacidad moral.

Le interesa asegurar, por lo bajo, que puedan desarrollar ciertas formas de


autonomía y que tengan competencias cívicas y de urbanidad social decentes.
Muchas de estas se dan en el ámbito educativo –como el caso del alfabetismo
científico– pero otras ocurren en hospitales y consultorios. El desafío del
liberalismo es extender esa protección igualitaria, pero hacerlo con una narrativa
legítima respecto de su epistemología preferida, de aquella ciencia que identifica
con razón pública. De ahí la pregunta inicial: cómo justificar a todos lo que para
algunos es controvertido, como para los grupos antivacunas. Estamos
acostumbrados a que las doctrinas controvertidas sean morales o normativas,
pero también pueden serlo las epistemológicas. A la ciencia hay que defenderla
explicándola, no dándola por descontado.

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