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Bueno, esta vez nos estamos encontrando para indagar en los momentos centrales del libro de

Giorgio Colli El nacimiento de la filosofía. Giorgio Colli fue un filósofo italiano, filólogo, e
historiador de la filosofía, que vive en pleno siglo XX, especialista en la obra de Nietzsche,
traductor de sus obras completas al italiano y al francés.

Colli enseña filosofía antigua en la universidad de Pisa durante 30 años, y la figura de Nietzsche
fue muy influyente en su filosofía, aunque también se permite discutirlo en algunos aspectos
centrales. El libro que nos convoca es, entonces, El nacimiento de la filosofía, un tema
fundamental, dado que, como es sabido, la filosofía no existe desde siempre, no es meramente
la "actividad de pensar", es una tarea muy específica, con ciertas características propias, y su
surgimiento, evidentemente, tiene que ver también con la historia. Como sabemos, hay
muchas teorías al respecto, como las que vimos en Mito y pensamiento en la Grecia antigua,
de Jean Pierre Vernant. Colli aborda una vez más este periodo crucial en Grecia, que fue la
transición del siglo VI al V antes de Cristo, y se va a interesar especialmente por la evolución de
lo que se denomina la "época de la sabiduría", dando paso al momento en el que surgen los
filósofos, y esa actividad peculiar denominada "filosofía”. Pero, vamos por pasos, recorriendo
lo central de cada capítulo. En el capítulo I, titulado, podríamos decir, casi provocativamente,
"La locura es la fuente de la sabiduría", comienza a Colli diciendo que los orígenes de la
filosofía y, por lo tanto, de todo el pensamiento occidental, son misteriosos. Según la tradición
erudita, dice, que sería la opinión más difundida, la filosofía nace con pensadores como Tales y
Anaximandro. Sin embargo, afirma Colli que, en realidad, la época de los orígenes de la
filosofía griega está más próxima a nosotros. Precisamente Platón, dice, llamará "filosofía", es
decir, "amor a la sabiduría" a su propia investigación, y a su actividad educativa, su "paideia",
ligada a una expresión escrita, es decir, a la forma literaria del diálogo. Y aquí Colli destaca algo
central a toda su argumentación: el propio Platón contempla con veneración el período que lo
antecede, por ser un mundo en el que habían existido los, así llamados, "sabios". Más aún,
Colli sostiene que "amor a la sabiduría", en rigor, no significaba, para Platón, la aspiración a
algo nunca alcanzado o inalcanzable. Si no, más bien, la tendencia a recuperar lo que ya se
había realizado y vivido en el pasado. Una vez sentado, nada menos, que ese comienzo, Colli
continúa su capítulo I explicando que la "era de la sabiduría" incluye la llamada, "época
presocrática", pero que su origen más remoto se nos escapa. Por lo que, en rigor, esta "era de
la sabiduría" tendría sus orígenes ya en la tradición más antigua de la poesía -como con
Homero y Hesíodo- y de la religión griega. Es aquí, entonces, donde Colli introduce la figura de
Nietzsche, y señala que, así como Nietzsche, en El origen de la tragedia, se propuso hipotetizar
acerca de dicho surgimiento, el propio Colli intentará hacer lo mismo, en primer lugar, sobre el
origen de la sabiduría. Como es sabido, dice Colli, Nietzsche parte de las imágenes de dos
dioses griegos fundamentales: Dionisos y Apolo. Sin embargo, Colli entiende que es preciso
modificar la caracterización que Nietzsche hizo sobre esos dos dioses. Y fundamentalmente
hay que conceder la preeminencia a Apolo, dice. Así Colli confirma, contundente, que, si acaso
hay que atribuir a un dios el dominio sobre la sabiduría, ha de ser, dice, al de Delfos, es decir, a
Apolo. Collí pasa entonces a explicar que, en el oráculo de Apolo en Delfos, se manifiesta
claramente la inclinación de los griegos hacia el conocimiento. Para aquella civilización arcaica,
dice, lo más propio de la sabiduría era, en particular, el conocimiento del futuro del hombre.
En efecto, la Colli, entraña el conocimiento del futuro y la manifestación y comunicación de
dicho conocimiento. Y eso se produce, dice, a través de la palabra del dios, por medio del
oráculo. Así, la forma, el orden, la conexión en que se presentan las palabras, revela que no se
trata de palabras humanas, sino de palabras divinas. Pero, precisamente a eso se debe la
ambigüedad del oráculo, lo difícil de descifrar, la incertidumbre que lo rodea.
De modo que el dios conoce el porvenir y lo manifiesta al hombre. Pero -y ahí está la clave-,
parece no querer que el hombre lo comprenda. Hay un ingrediente de perversidad, de
crueldad, en la imagen de Apolo, que se refleja en su forma de comunicación de la sabiduría.
Es aquí donde Colli menciona a Heráclito como representante característico de este periodo de
los sabios, cuando dice: "El señor a quién pertenece el oráculo que está en Delfos, no afirma ni
oculta, sino que indica". Por lo que Colli se permite corregir la interpretación que Nietzsche ya
había hecho de Apolo, al presentarlo de manera muy unilateral. Es que, en efecto, según
Nietzsche, Apolo es el símbolo del mundo como "apariencia". De modo que la obra de Apolo
sería, para Nietzsche, esencialmente el mundo del arte, entendido como una forma posible,
aunque irreal ilusoria, de liberación del dolor humano. Y, a su vez, Nietzsche presenta
Dionisos, dice Colli, como el dios del "conocimiento y de la verdad”, entendido
específicamente como la intuición de ese dolor y de esa angustia radical. Por eso afirma, aquí,
Colli que esa es una interpretación injustificada de las cosas, que Nietzsche habría tomado
específicamente de Schopenhauer, pero que no se condice con otros datos de la investigación
histórica al respecto. Tal como él lo ve, como Collie lo ve, por el contrario, Dionisos está
conectado, más bien, con el misterio, con las visiones místicas de beatitud y purificación. Pero
eso no es conocimiento, dice Colli. En cambio, para él, como para otros investigadores, el
conocimiento y la sabiduría se manifiestan mediante la palabra de Apolo y, en el caso del
oráculo, a través de la sacerdotisa la pitia o pitonisa, que transmite a los seres humanos su
palabra en el oráculo. Así, al trazar el concepto de apolíneo, dice Colli, Nietzsche habría tenido
presente solamente al "señor de las artes", al dios luminoso del esplendor solar, aspectos
auténticos de Apolo, pero parciales, unilaterales. Por el contrario, otras facetas del dios
amplían su significación y la ponen más en conexión con la esfera de la sabiduría. La propia
etimología de Apolo, nos recuerda Colli, según los griegos sugiere el significado de "aquel que
destruye totalmente", con sus flechas y, por lo general, de manera diferida, a través de la
enfermedad. También se lo conoce como "Aquel que hiere desde lejos” o "Aquel que actúa
desde lejos". De este modo, para fortalecer su argumento, afirma Colli que un pasaje decisivo
de Platón nos aclara esto. Se trata del discurso sobre la "manía", la forma en que los griegos
denominaban a la locura, que Platón pone en boca de Sócrates en el Fedro. En ese pasaje se
contrapone la locura al control de sí, y en una inversión paradójica, casi, para nosotros, los
modernos, se exalta esa locura como superior y divina. Según Platón, entonces, se trata de la
locura profética de Apolo, la principal de las locuras, la propia de la "mántica" o "arte de la
adivinación". Apolo no sería, entonces, el dios de la mesura, de la armonía, sino de la
exaltación, de la locura. Nietzsche, en cambio, considera que la locura corresponde
exclusivamente a Dionisos, y además se limita a definirla como "embriaguez”. Así se llega Colli
a su segundo capítulo, titulado "La señora del laberinto", en el que esta vez va a poner el
acento en la figura de Dionisos. Cinco siglos antes de que el culto a Apolo se instalara en
Delfos, dice, es decir, hacia el 1300 a. C., se introduce culto a Dionisos en el legendario mundo
minoico-micénico, extendido hacia la isla de Creta. Para esta primera tradición griega, dice,
Dionisos es el personaje central detrás del célebre "Mito del laberinto”. Recordemos entonces
brevemente el mito al que Colli va a aludir constantemente en este capítulo, pero que no
desarrolla en forma completa. Como es sabido, según uno de los relatos más antiguos de
Grecia, el rey de Atenas estaba obligado a entregar anualmente un tributo de catorce jóvenes,
siete de cada sexo, a su homólogo el rey Minos de Creta. Los catorce jóvenes eran destinados a
ser alimento del Minotauro, una monstruo mitad hombre, mitad toro, que habitaba en el
laberinto, construido por Dédalo, o un habilísimo arquitecto y escultor. Teseo, hijo del rey de
Atenas se ofrece como voluntario para ir a Creta como uno de los catorce jóvenes del tributo
anual, con la intención de matar al Minotauro y liberar a su patria del odioso tributo.
Así, según narra el mito, al llegar Creta, Teseo se enamora de la princesa Ariadna, hija del rey
Minos, y ésta le proporciona los medios para que, después de matar al Minotauro, gracias a un
ovillo de hilo o de lana, según las versiones, pudiera encontrar el camino de regreso dentro del
laberinto. Teseo mata, entonces, al Minotauro y regresa vencedor a Atenas, llevándose
consigo a Ariadna. Pero el barco hace escala en la isla de Nexos y Ariadna se queda dormida en
la playa. Es en este momento, justamente, en que Atenea le ordena a Teseo que leves anclas y
siga, sin demora, su camino Atenas. Teseo cumple la orden y Ariadna se despierta
desconsolada viendo cómo se aleja el barco de su amado. De este modo, un elemento central,
aquí, es el laberinto, cuyo arquetipo tiene una importancia simbólica típicamente griega, dice
Colli. Este autor precisa, entonces, que el laberinto había sido construido en la ciudad cretense
de Cnosos, al servicio de Dionisos, con una complejidad inextricable, mezcla de juego y
violencia. Como dijimos, era obra de Dédalo, un brillante ateniense, artesano, artista, a quien
la tradición atribuye la fundación de la escultura y de la sabiduría técnica. La forma geométrica
del laberinto, entonces, con su insondable complejidad, creada a través de un juego extraño y
perverso del intelecto, alude a una perdición, a un peligro mortal que acecha al hombre, pero,
quizás sorprendentemente, Colli señala que, como arquetipo, como fenómeno primordial, el
laberinto prefigura, a su vez, el "logos", la razón, ya que, dice, ¿qué otra cosa, sino el logos, es
un producto del hombre, en el que el hombre se pierde se arruina? Entonces, aunque primero
Colli acentuó las cercanías entre Apolo y Dionisos en cuanto a la locura, la manía, aquí los
distingue. Y parecería, en principio, que Apolo queda sometido a Dionisos, dado que el
ambiente es de cruda animalidad. Pero marcando la complejidad de todo este entramado
mítico, Colli nos dice que Teseo vence al Minotauro y supera el desafío del laberinto, gracias al
"hilo del logos”, un logos que, en este caso, tendría un sentido positivo. Y eso parece
constituir, esta vez, un triunfo de Apolo sobre Dionisos. Lo cierto es que, tanto en los juegos de
Apolo con los enigmas del oráculo, como en los de Dionisos con su laberinto, de lo que se trata
siempre es de un desafío trágico de los dioses para con los hombres, un peligro mortal, del que
solo pueden salvarse, dice Colli, las figuras del sabio y del héroe. Así llega Colli al capítulo
tercero, titulado "El dios de la adivinación”. En este capítulo, el autor destaca que, en el caso
de Apolo, su lado más oscuro es el de ser quien envía la palabra profética con la predicción,
muchas veces, de un escabroso futuro. Pero, por otro lado, es el dios que se manifiesta en la
magia del arte. Dice entonces Colli que esa doble faz de Apolo, el mito griego la representa con
dos símbolos que reflejan esos dos atributos del dios: el arco, que designa su acción hostil, y la
lira, que alude a su acción benévola. Pero como procedente de un mismo dios, expresan una
idéntica naturaleza divina. Precisamente, su palabra, la respuesta del oráculo, sube desde la
oscuridad de la tierra y se manifiesta en la exaltación de la pitia, en su desvarío inconexo. Sin
embargo, sorprendentemente, ¿qué sale de ese magma interior, de esa posesión inefable? No
palabras confusas, dice, ni alusiones desordenadas, sino preceptos tales como "Nada en
exceso", o "Conócete a ti mismo". De manera que el mismo dios que le muestra al hombre que
la esfera divina es ilimitada, insondable, caprichosa, insensata, carente de necesidad, azarosa,
arrogante, cuando da orientaciones en la esfera humana, suena como una norma imperiosa de
moderación, de control, de límite, de racionalidad, de necesidad Y es ésta la idea que continúa
Colli desarrollando en el capítulo cuarto, titulado "El desafío del enigma”. Aquí el autor
recapitula esta inquietante conclusión, al decirnos que, entonces, el dios Apolo, que impone al
hombre la moderación, es, por su parte, inmoderado. Lo exhorta a controlarse mientras que él
se manifiesta mediante un "pathos", una pasión, una exaltación, mediante emociones
incontroladas. Entonces, dice este autor, con eso mismo el dios desafía al hombre, lo provoca,
lo instiga a desobedecerle. Y así, semejante ambigüedad, convierte la palabra del oráculo en
un enigma, que marca claramente, dice Colli, la diferencia entre el mundo humano y el mundo
divino. Es por eso, entonces, que el enigma tiene una gran importancia en la civilización arcaica
de Grecia. Colli comenzará a desarrollar, a partir de aquí, toda la evolución que va a terminar
conduciendo a lo que buscamos en este libro, en definitiva, el nacimiento de la filosofía. Pero
volvamos a la era arcaica, dice Colli, y menciona, entonces, una importante evolución, que
habría tenido la humanización del enigma en la tradición que está analizando. Primero el dios
inspiraba una respuesta en forma de oráculo y el profeta o los profetas, los sacerdotes del
oráculo, eran simples intérpretes de la palabra divina. Todo eso pertenecía, todavía,
completamente a la esfera religiosa. En segundo lugar, el dios impone un enigma mortal,
como, por ejemplo, el que ofrece la esfinge a Edipo, y es ese hombre particular quien debe
resolverlo o de lo contrario perderá la vida. En tercer lugar, dos adivinos luchan entre sí por un
enigma. Ya no interviene el dios, queda todavía el fondo religioso, pero interviene un elemento
nuevo, el "agonismo", la competencia, que todavía, en este caso, es una lucha por la vida y la
muerte. Cuarto: un paso más, cae el fondo religioso y ocupa el primer plano el agonismo, la
competición, la lucha de los hombres por el conocimiento. Pero que ya no son adivinos, son
sabios o, mejor dicho, dice Colli, combaten por conquistar el título de "sabio”. Collí llega así el
capítulo quinto, al que denomina "El pathos de lo oculto”. Comienza el capítulo, entonces,
mencionando un relato antiquísimo, atestiguado por numerosas fuentes que, para él,
constituye el documento fundamental sobre la conexión entre sabiduría y enigma. Se trata de
una fuente, dice, que habla sobre Homero, y cuenta que el oráculo le advirtió que se cuidara
del "enigma de los hombres jóvenes". Y esa advertencia se concreta, para Homero, cuando,
estando a orillas de una playa, él interroga a unos jóvenes pescadores acerca de si tenían algo,
si traían algo. Y ellos le contestan en lo siguiente: "Lo que hemos tomado, lo hemos dejado, lo
que no hemos tomado, lo traemos”. Pero entonces, ¿de qué se trataba este enigma? Señala la
tradición, que la respuesta era más sencilla de lo que parecía. Los pescadores, en realidad,
aludían a los piojos en sus ropas. Entonces, la resolución dice Colli, del enigma, quedaba así:
"Lo que hemos tomado, lo hemos dejado, significaba que los piojos que habían encontrado en
sus ropas, los sacaron, y por lo tanto los dejaron en el lugar. Mientras que "Lo que no hemos
tomado, lo traemos", quería significar que los que no vieron ni pudieron tomar los llevaban
con ellos todavía. Sin embargo, narra la historia que Homero, al no ser capaz de resolver el
enigma, murió de aflicción. Dice entonces Colli que lo que maravilla al instante en este tipo de
relato es el contraste entre la futilidad, la banalidad, del contenido del enigma y el desenlace
trágico que se da por no habérselo resuelto. Pero para el sabio el enigma es un desafío mortal.
Es que, para esta cultura griega, quien sobresale por el intelecto debe de mostrarse invencible
en las cosas del intelecto. En este caso, entonces, la formulación del enigma es de dos pares de
determinaciones contradictorias, dice Colli, unidas a la inversa de lo que podía esperarse. Ellas
son: "hemos tomado"- "no hemos tomado”, frente a "hemos dejado" o "traemos”. Estos pares
de determinaciones aparecen conectados de modo inverso a como era de esperar. Porque
esto sería: "Lo que hemos tomado, lo traemos" y "Lo que no hemos tomado, lo hemos
dejado”. El sabio que domina la razón debería haber logrado "desatar" ese nudo. Heráclito, por
su parte, confirma la perversidad del enigma, y el hecho de que un sabio no debe dejarse
engañar. Pero, más aún, según Colli, Heráclito hace de toda su filosofía la tarea de resolución
del enigma de la realidad. Es que, así como Homero fue engañado por el enigma, Heráclito
considera que los hombres también lo son en cuanto a su consideración de todo lo que
perciben en la realidad. Citando, entonces, la misma estructura que no pudo resolver Homero,
dice Heráclito enigmáticamente: "Las cosas manifiestas, que hemos tomado, las dejamos."
Entonces Colli se anima a especular sobre lo que está queriendo decir Heráclito, y afirma que
esta frase puede significar, en él, que la aprehensión sensible consiste, en realidad, en una
serie de sensaciones, pero que somos nosotros quienes las transformamos en algo estable,
como si existiera fuera de nosotros, de manera permanente. Por eso no se podía "entrar dos
veces en el mismo río" porque tenemos innumerables sensaciones instantáneas, parciales,
particulares, de ese supuesto río, pero no se puede afirmar que "hay algo estable" detrás. En
realidad, entonces, si queremos considerar que “hay un río", en rigor, lo único que nos consta,
según Heráclito, es que se trataría, cada vez, de un nuevo río, dice, pero no, "las cosas
manifiestas", que son series de sensaciones, "las dejamos caer” en nombre de lo estable. Y
para la segunda parte del enigma de Homero, tendríamos: "las cosas ocultas, que no hemos
visto ni tomado, las traemos". Y entonces dice Colli que, en Heráclito, se estaría aludiendo,
aquí, al "pathos de lo oculto”. Sería la unidad, la idea de que a la naturaleza le gusta ocultarse,
el alma, que está oculta, los confines del alma. Todo eso no lo vemos ni tomamos, pero lo
llevamos dentro nuestro. De este modo, Heráclito no sólo utiliza el enigma en la formulación
antitética de la mayoría de sus fragmentos, sino que sostiene que el propio mundo que nos
rodea es un tejido ilusorio de contrarios. La propia realidad sería, para él, un tejido de enigmas
cuya unidad el dios. Por eso Colli y finaliza este capítulo citando Heráclito cuando esté
sentencia: "El dios es día - noche, invierno - verano, guerra - paz, saciedad - hambre”. En el
capítulo sexto, denominado por Colli "Misticismo y dialéctica”, el autor se hace la siguiente
pregunta: si el origen de la sabiduría griega está en la manía, en la locura, como dijimos al
comienzo, ¿cómo se explica, entonces, el paso de ese fondo religioso a la elaboración de un
pensamiento verdaderamente abstracto, racional, discursivo, como se supone que es el propio
de la filosofía? Afirma Colli, entonces, que ya en la fase madura de aquella era de los sabios,
comenzamos a encontrar una razón formada, articulada, una lógica no elemental, no básica,
un desarrollo teórico de alto nivel. Y señala Colli que lo que hizo posible todo eso fue la
"dialéctica", con el significado originario, en los griegos, de "el arte de la discusión", de una
discusión real, entre dos o más personas vivas, no creadas por una invención literaria, como las
de Platón. En este sentido, la dialéctica es uno de los fenómenos culminantes de la cultura
griega, y uno de los más originales. ¿Dónde hay que buscar su origen? Colli señala que ya el
joven Aristóteles sostenía que Zenón Elea fue el inventor de la dialéctica. Aunque dice Colli que
parece inevitable admitir, ya en Parménides, su antecesor, un mismo dominio dialéctico de los
conceptos más abstractos, de las categorías más universales. Pero, ¿no sería posible, quizás,
atribuir al propio Parménides, entonces, la invención de un bagaje teórico tan imponente
como el uso de los llamados "primeros principios" aristotélicos, como el de "no contradicción",
o "tercero excluido", la introducción de categorías que permanecerán ligadas para siempre al
lenguaje filosófico? Sería más natural, dice incluso Colli, pensar en una tradición dialéctica que
se remonta a una época anterior a Parménides, que se origina, precisamente en aquella era
arcaica de Grecia de la que hemos hablado. Es que esta dialéctica nace, precisamente, en el
terreno del agonismo. Es decir, del certamen, de la competencia. Cuando el fondo religioso se
ha alejado, dice Colli, y el impulso cognoscitivo ya no necesita del estímulo del desafío de un
dios, cuando una lucha por la sabiduría entre hombres ya no requiere que éstos sean adivinos,
entonces aparece un agonismo exclusivamente humano. Un hombre desafía a otro hombre a
que le responda en relación a un contenido cognoscitivo cualquiera. Y discutiendo sobre esa
respuesta, se verá cuál de los dos posee un conocimiento más sólido. El interrogador, dice
Colli, propone una pregunta en forma de alternativa, es decir, presentando las dos opciones de
una contradicción. El interrogado hace suya una de ellas, es decir, que afirma con su respuesta
que "ésa es la verdadera", elige. Esa respuesta inicial se llama, entonces, "tesis de la
discusión". La función del interrogador será demostrar, deducir la proposición que contradice
esa tesis, de modo que consigue la victoria porque, al probar que es verdadera la proposición
que contradice esa tesis, demuestra, al mismo tiempo, la falsedad de ésta, es decir, refuta la
afirmación del adversario. Así, para alcanzar la victoria, hay que desarrollar la demostración,
pero ésta no es anunciada unilateralmente por el interrogador, sino que se articula a través de
una serie larga y compleja de preguntas cuyas respuestas constituyen los eslabones
particulares de la demostración. En la dialéctica, entonces, no son necesarios jueces que
decidan quién es el vencedor. La victoria del interrogador es consecuencia de la propia
discusión, ya que es el interrogado quien primero afirma la tesis y después se contradice y, por
tanto, la refuta. Eso significa, para Colli, que el enigma, al humanizarse, da lugar a la dialéctica
que surge de este agonismo. El enigma era ya una prueba, un desafío, al que el dios exponía al
hombre. Ahora se habla de "problema", pero ese núcleo sigue vivo ocupando una posición
central en el lenguaje dialéctico. Por consiguiente, el misticismo y el racionalismo, dice Colli, no
fueron algo antitético en Grecia. Más que nada, habría que entenderlos como dos fases
sucesivas de un fenómeno fundamental. Por lo que el "perfecto dialéctico”, que guía la
interpretación, se parece a Apolo, dice Colli, que "hiere de lejos". Es que éste, sabiendo que va
a vencer, saborea por anticipado la victoria. Hay una crueldad mediata, disfrazada, frente a un
público silencioso que espera como la celebración de un sacrificio. Dice entonces Colli, para
cerrar este capítulo, que es muy posible que los grandes sabios nunca hayan sido vencidos de
esta manera. En el capítulo séptimo, denominado “La razón destructiva", dice Colli que muchas
generaciones de dialécticos elaboraron en Grecia un "sistema de la razón", del logos, como
fenómeno vivo concreto puramente oral. Evidentemente, el carácter oral de la discusión es
esencial en la dialéctica. Por lo tanto, afirma, una discusión escrita, traducida a obra literaria,
como las que encontramos en Platón, es un pálido reflejo, dice Colli, del fenómeno originario,
ya sea porque carece de la más mínima inmediatez, de la presencia de los interlocutores, de
la inflexión de sus voces, de la alusión de sus miradas o bien porque describe una copia de esa
situación pensada por un solo hombre, por lo que carece del arbitrio de la novedad, de lo
imprevisto que puede surgir únicamente del encuentro verbal de dos individuos de carne y
hueso. Además, Colli avanza reconociendo que el resultado de la dialéctica es siempre
destructivo, ya que lo que será refutado es siempre la tesis contraria a la que el interrogado
eligió. Por lo tanto, dice este autor, las consecuencias de ese mecanismo son devastadoras.
Cualquier juicio, cualquier afirmación, en cuya verdad cría el hombre, puede ser refutado. De
ello se sigue que cualquier doctrina, cualquier proposición científica, estará igualmente
expuesta a la destrucción. Parménides ya temía que la destrucción dialéctica afectara también
al "origen oculto", del que derivan el enigma y la dialéctica. Su fórmula "El ser es", resuelve el
enigma. Es la solución ofrecida e impuesta por un sabio sin la intervención de la hostilidad de
un dios. En esta actitud de Parménides, dice Colli, que hay benevolencia hacia los hombres.
Más duro, en cambio, es Heráclito, que enuncia sus enigmas sin resolverlos. Zenón de Elea, por
su parte, se dio cuenta de que no se podía bloquear el desarrollo de la dialéctica y de la razón.
Para salvaguardar la matriz divina, para convocar a los hombres a ella, Zenón pensó, al
contrario, en radicalizar el impulso dialéctico hasta llegar a un nihilismo total, haciendo
comprender, así, que el mundo sensible, nuestra vida, en definitiva, es una simple apariencia,
un puro reflejo del verdadero mundo, el de los dioses. Se llega así, entonces, al capítulo octavo
del libro de Colli titulado, esta vez, "Agonismo y retórica". El autor pretende aquí aclarar un
equívoco que, a su juicio, siempre ha oscurecido la comprensión de la racionalidad griega. Los
sabios de aquella época arcaica -y esta actitud iba a durar hasta Platón, dice-, entendían la
razón como un discurso sobre alguna otra cosa. Un logos que, precisamente, lo único que
hacía, es decir, expresar, una cosa diferente a él heterogénea. Precisamente, ese impulso
originario de la razón se olvidó, dejó de comprenderse esa, su función alusiva, el hecho de que
a ella le correspondía expresar un “distanciamiento metafísico" entre el mundo de los dioses y
de los hombres. Posteriormente se siguió conservando el edificio siguiendo las normas del
logos primitivo que había sido solamente un medio, un arma agonística, un símbolo
manifestante que, de auténtico que era, pasó a ser, ya en aquella transformación, un "logos
espurio", dice Colli. Señala, entonces, que después de Parménides y de Zenón, la era de los
sabios va declinando. Y aquí Colli menciona a Gorgias. Gorgias no nos ofrece ningún resultado
teórico notablemente nuevo. Lo que, en cambio, impresiona en él, es la ausencia de fondo
religioso alguno. Gorgias no se preocupa de salvaguardar nada, al contrario, su famosa
formulación: "Nada existe, si existiera no sería cognoscible, y si fuese cognoscible no sería
comunicable", parece poner en duda, incluso, la naturaleza divina. Gorgias, entonces, tendría
una importancia central, al ser el sabio que declara acabada la era de los sabios, de aquellos
que habían puesto en comunicación a los dioses con los hombres. Es que, con la centralización
de la cultura en Atenas, dice Colli, que se produjo a partir de la mitad del siglo V a. C, se
habría manifestado en Grecia, la tendencia fatal a romper el aislamiento del lenguaje
dialéctico. En el ambiente ateniense, la atmósfera reservada de los diálogos de los elatas,
como Parménides y Zenón, es sustituida por el marco de intercambios dialécticos más
ruidosos, más frecuentados, dice Colli. La palabra va ahora dirigida a profanos, que no
discuten, sino que se limitan a escuchar. Así nace la retórica, que es también un fenómeno
esencialmente oral, en el que es uno solo el que se adelanta a hablar, mientras los otros
escuchan. El carácter agonístico se mantiene sólo en el sentido de que son los oyentes los que
deberán juzgarlo en comparación con lo que digan otros oradores. Para Colli, entonces, en la
dialéctica se luchaba todavía por la "sabiduría", mientras que en la retórica se lucha por una
sabiduría "dirigida al poder". Lo que hay que dominar, excitar, aplacar, son, simplemente, las
pasiones de los hombres. Es entonces cuando Colli introduce un factor al que le atribuye una
importancia central en toda esta evolución. Esto es, la "intervención de la escritura". En
efecto, la escritura, en su uso literario, se difunde después de la mitad del siglo VI a. C, y
permanece, ante todo, vinculada a la vida colectiva de la ciudad. Esa situación, dice entonces
Colli, en relación a la escritura, tuvo una influencia muy destacada en la aparición de un nuevo
género literario: la filosofía. Cuando el lenguaje literario se vuelve público, la escritura, de
instrumento mnemotécnico que era, para ayudar a la memoria en la conservación de las ideas,
va adquiriendo cada vez más una autonomía expresiva, dice Colli, y es así como llega al
capítulo noveno, último de su libro, denominado "Filosofía como literatura". En él advierte
Colli que, a través de las transformaciones culturales de las que hemos hablado, a través del
entrelazamiento de la esfera retórica con la dialéctica y, sobre todo, a través de la
generalización gradual de la escritura en sentido literario, fue modificándose paralelamente la
estructura de la propia razón, del logos. Platón inventó el "diálogo como literatura", como un
tipo particular de dialéctica y retórica escrita que, para Colli, se caracteriza en el hecho de que
"presenta en un cuadro narrativo los contenidos de discusiones imaginarias a un público
indiferenciado". El propio Platón llama a ese nuevo género literario con el nombre de
"filosofía". Así, en el período ateniense que señala el paso de una época a otra, el personaje
de Sócrates pertenece más al pasado que al futuro, dice Colli. Nietzsche consideró a Sócrates
como el iniciador de la "decadencia griega". Sin embargo, Sócrates es un sabio por su vida, por
su actitud frente al conocimiento. El hecho de que no haya dejado nada escrito, no es algo
excepcional conforme con "la rareza y anomalía de su personaje", como se ha pensado
tradicionalmente, sino que, al contrario, es precisamente lo que podemos esperar de un "sabio
griego". Por su parte Platón está dominado por el “demonio" (daimón) de su espíritu literario,
y tampoco hay que olvidar su finalidad educativa, su paideia, y sus ambiciones políticas. Collí
finaliza, entonces, su libro recordando una vez más lo que ha venido diciendo a lo largo de
todas estas páginas: que la filosofía, este vástago que acaba de nacer, es "hija" de la era de la
sabiduría, un período que, lejos de constituir el balbuceante antecesor de la era de la razón, se
presenta como el momento más pleno de fuerza vital de toda la historia del pensamiento
griego. Un período que el propio Platón contempla con sincera veneración.

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