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Argumentación

Múltiples factores han contribuido en nuestros días a renovar el interés por la teoría y el
análisis de la argumentación, no sólo en los discursos institucionales, sino también en el
lenguaje de la vida cotidiana.
Podemos aludir, en primer término, al hecho de que nuestras sociedades secularizadas y
pluralistas ya no reconocen verdades y valores absolutos, y se han convertido en gigantescos
"mercados simbólicos" donde las más diversas y encontradas propuestas ideológicas compiten
entre sí por mantener o conquistar adherentes. Esta situación conduce naturalmente a una
especie de debate social permanente y generalizado, en que las armas de la argumentación
desempeñan un papel de primer plano.
Mencionaremos también el hecho de que nuestras sociedades son sociedades invadidas por
los medios masivos de comunicación. Estos se caracterizan, como es sabido, por desarrollar
una peculiar retórica publicitaria que combina en diferentes proporciones la argumentación
(entimemática) con las técnicas de manipulación y seducción. Frente a esta "violencia simbólica"
generalizada que tiende a imponer (por vía de argumentación persuasiva) productos de
consumo, visiones del mundo y modelos de comportamiento, se plantea la necesidad de
desarrollar un pensamiento crítico que permita decodificar las operaciones retórico-publicitarias y
sirva de antídoto contra la manipulación de opinión.
Giménez, Gilberto: "Discusión actual sobre la argumentación" en Rev."Discurso". UNAM, México.

1. ¿Por qué, según el autor se ha renovado actualmente el interés por la teoría y el análisis de la
argumentación?
2. ¿Qué valor le asigna al desarrollo del pensamiento crítico?
3. Sugiere estrategias para evitar la manipulación de la opinión.

Idiomas

El pensamiento dominante entiende el lenguaje como entidad exterior al pueblo, gobernado por reglas
que hay que respetar y sólo modificable por la Real Academia Española. Según Wikipedia, esta institución
se dedica a la “planificación lingüística mediante la promulgación de normativas dirigidas a fomentar la
unidad idiomática dentro y entre los diversos territorios; garantizar una norma común, en concordancia
con sus estatutos fundacionales”. Sin embargo, no tienen en cuenta que la gran riqueza de los pueblos es
su diversidad y no la uniformidad.
En realidad, el lenguaje no es algo exterior al hombre, que puede ser administrado por unos pocos, ya
que se desarrolla en forma permanente entre los hombres, es decir, es una construcción colectiva cuyo
alcance y devenir son inconmensurables. Su sentido es en función de su uso, de su intercambio, lo cual
genera una modificación constante. Ese uso está atravesado por ideologías, cosmovisiones y
necesidades. Obviamente, como toda relación entre hombres, va a estar atravesada por relaciones de
poder. A modo de ejemplo: la cosmovisión y el lenguaje de los pueblos originarios fueron intencionalmente
invisibilizados. Esto no es casual, porque el lenguaje es parte de los lentes con los cuales leemos el
mundo. En algún punto, modificarlo contribuye a modificar las lecturas que podamos hacer de la realidad,

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porque no hay cultura ni política sin lengua, y en la lengua es donde se cocina el pasado y el futuro, es
decir se hace memoria del futuro.
Como dijo Adolfo Colombres en el II Congreso de las Lenguas: “La aventura humana no se funda en la
escritura sino en la palabra. La lengua determina la estructura misma del pensamiento. Se piensa porque
se habla y no al revés. Quien pierde sus propias estructuras de pensamiento y de aprehensión simbólica
del mundo ha perdido el alma de su cultura”.
En ese marco es que a partir de las luchas colectivas se están construyendo nuevos discursos más
inclusivos. Recientemente la comunidad mapuche Manke y Maripil, de El Huecú, Neuquén, cuenta con su
radio. Es la cuarta emisora perteneciente a un pueblo originario desde la aplicación de la Ley de Servicios
de Comunicación Audiovisual.
En ese mismo sentido, en la Escuela Nº 23 del distrito escolar 11 de la Ciudad de Buenos Aires, se
busca integrar en el lenguaje una mirada intercultural colaborando en la construcción de nuevos discursos
y por lo tanto en formas más inclusivas de vernos. Así el pasado 23 de abril, transformaron el tradicional
Día del Idioma. “Mari Mari peñi, mari mari limgen”, saludó el director. “Mari Mari peñi”, contestaron
trescientos niños en mapuche. “Ama sua, Ama llulla, Ama quella”, les dijo, y ellos respondieron al saludo
incaico. “¿Kamisaki?” les preguntó en aymara. “Waliki”, “Bien gracias”, le contestaron.
Momentos después descubrieron un enorme cartel con el nombre de la biblioteca escolar votado por
los niños: “El lugar de los sueños”, “Kerâ oî hape” (guaraní).
Saludaron en mapuche, guaraní, quechua y en aymara en primer lugar porque son nuestros idiomas,
porque así se escribieron las Actas de la Asamblea del Año XIII y la Declaración de la Independencia en el
Congreso de Tucumán. Pero además porque somos un país multicultural, pluriétnico y multilingüe y los
pueblos originarios tienen derecho a preservar y fortalecer sus pautas culturales, su lengua y su
cosmovisión e identidad étnica.

Enrique Samar y Roberto Samar


en Página 12, julio de 2012.

La diversidad lingüística en peligro

¿A dónde habrán ido a parar los sonidos del chané, el vilela, el selkman, el haush, el teushen, el
gününa küne, el allentiac y el millcayac? Nadie lo sabe. Pero los lingüistas están seguros por lo menos de
algo; ninguna de esas ocho lenguas indígenas que se hablaban desde Salta hasta Tierra del Fuego ya se
escuchan, y su desaparición advierte sobre el futuro de la diversidad lingüística del país.
Pero bien, para advertir el futuro hay que volver al pasado, justo antes de la llegada del “hombre
blanco” a estas tierras. En ese entonces se calcula que se hablaban –sólo en el territorio argentino-
aproximadamente veinte lenguas –algunos lingüistas arriesgados estiman que hasta veinticinco-,
pertenecientes a siete familias lingüísticas distintas. Tantas dudas y desacuerdos se deben a que estas
lenguas son ágrafas, es decir, no quedaron registradas por escrito –salvo en los casos en que misioneros
religiosos o viajeros redactaron gramáticas y diccionarios-. A lo cual se agrega que el conocimiento de
algunas de ellas no permite diferenciar si se trata de lenguas o de dialectos.
Además hay otro asunto más importante: de todas las lenguas que todavía se hablan, ¿cuántos
hablantes quedan? Y aquí también hay discrepancias, porque el único censo sobre hablantes de lenguas
indígenas se realizó en 1965 y no fue muy preciso, ya que “no se hizo con la intención de saber si la gente
que decía ser hablante de una determinada lengua podía expresarse de forma fluida”, opina Ana
Fernández Garay, especialista en lenguas indígenas del Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía
y Letras de la UBA. A su vez, muchos aborígenes ni siquiera aclaraban para no ser estigmatizados.

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Pero más allá de estas salvedades, se ha detectado que las lenguas que corren más riesgo de
extinción son el tehuelche, con sólo cinco hablantes, en Santa Cruz, y el chorote, en Salta, con sólo
cuatrocientos hablantes aproximadamente.
Las demás, como el mapuche, el toba (con quince mil hablantes), el wichí, el mataco, el pilagá, el
mocoví, el quechua (más de sesenta mil hablantes en la Argentina), el chiriguano-chané (quince mil
hablantes) o el guaraní, no pasan por una situación tan grave, pero tampoco se las puede descuidar.

El retroceso lingüístico
A pesar de que lo que pasó con el indio desde la llegada del “blanco” en adelante es historia bastante
conocida y lamentable, poca atención se le prestó además a la supervivencia de sus lenguas: la primera
ley de educación de 1884 sólo reconoció el castellano como lengua oficial, y la Lingüística recién empezó
a estudiar las lenguas indígenas en los años 60 de este siglo, pues antes se pensaba que no merecía ser
estudiadas. Desde entonces, los especialistas se preguntaron por qué se dejaban de hablar. “El retroceso
de las lenguas indígenas comenzó principalmente con la Conquista del Desierto y del Chaco durante el
siglo XIX, cuando los indios fueron sometidos por los blancos y aprendieron el castellano –explica
Fernández Garay-. En realidad no les queda otra salida si querían seguir viviendo”.
En algunos casos, esta imposición del castellano en el siglo pasado se sumó a un hecho anterior.
Algunos grupos indígenas habían sojuzgado a otras comunidades y les impusieron el uso de su lengua,
como ocurrió con el caso de los chané, en la provincia de Salta, que dejaron de utilizar totalmente su
idioma porque así lo dispusieron los indios chiriguanos. O también sucedió con grupos tehuelches, que
primero fueron derrotados por mapuches, y poco después no les quedó otro remedio que hablar el
español. Por eso se entiende que hoy sólo queden cinco hablantes de tehuelche, lengua que, según
advierte Fernández Garay –que recopiló leyendas, mitos y diálogos de estos últimos hablantes en su libro
Testimonios de tehuelches-, ya no se podría evitar. En otras palabras, la lengua tehuelche tiene los días
contados. “Y la pérdida de un idioma da mucha lástima, porque junto a la lengua se pierden también los
mitos, los rituales, los personajes que hacen a la identidad cultural de cada comunidad indígena”.

El suicidio mapuche
La lengua de los mapuches o “gente de la tierra” tampoco pudo escapar al retroceso experimentado
por las otras lenguas y eso que eran indígenas provenientes de Chile que fueron capaces de cambiar el
panorama lingüístico y etnográfico de la Patagonia. Es que, en parte, la marcha atrás se debió al “suicidio
mapuche”, como se llamó a la decisión de los indígenas que hoy tienen más de sesenta años de no
transmitir su idioma a las generaciones siguientes porque pensaban que los marcaba como algo
étnicamente diferentes ante una sociedad homogeneizada por el castellano. “Aunque al principios del 80
la actitud de muchos indígenas era `yo no hablo esa lengua, no la conozco` -recuerda la lingüista-, hoy la
postura ha cambiado bastante. Mucha gente jove, mapuche y de otras etnias, empieza a sentirse
orgullosa de su lengua materna, quiere revitalizarla y hasta valorar a sus ancestros”.
Por lo visto, y antes de que sea demasiado tarde, no es poco lo que queda por hacer o, mejor, por
hablar. Porque según recomienda uno de los más importantes sociólogos del lenguaje del mundo, Joshua
Fishman, cuando un idioma no tiene demasiada vigencia se debe comenzar con la transmisión
intergeneracional durante todos los momentos del día. Recién después los más chicos podrán ser
alfabetizados en su lengua materna. Aunque vale aclarar que, según Fernández Garay, la recuperación
de cada lengua indígena debe ser emprendida en principio por el interés de cada comunidad: “No sirve de
nada que se lo impongamos desde afuera; no hay que olvidar que nosotros, `los blancos`, ya hicimos
bastante daño”.
Valeria Román
Página/12, agosto de 1997

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No quiero ser modelo

Hay una frase de Sting que tengo muy presente: “Sé vos mismo, no importa lo que digan”. La canta en
“Inglés en Nueva York”, y es sobre lo que siente alguien cuando sabe que es distinto. Creo que en nuestra
sociedad hay una fuerte presión para homogeneizarnos, para que todos seamos flacos, bonitos y no
pensantes, sobre todo lo último.
He llegado a equiparar el pensamiento y la angustia, como si la reflexión no pudiera servirme para
estar mejor. Pero voy a sentirme mal mientras no pueda pensar algunas cosas: ¿por qué tengo que ver la
diferencia como un castigo?, ¿por qué no tender puentes a partir de ella?, ¿a quién quiero parecerme y
para qué?
Mis relaciones se vuelven más difíciles cuando intento ser lo que no soy. Hay demasiados mitos en el
medio, demasiadas imágenes falsas. Y el miedo a que me rechacen si me dejo ver es duro de soportar.
Pero quizá sea peor vivir en una ficción.
Podemos ser muchas cosas. Pero si no nos decidimos nunca sabremos lo que pudimos ser. Como esa
gente que dice “yo podría escribir pero no lo hago porque…” Y después sigue una lista de excusas. Ante
nosotros y los demás sólo somos lo que somos.
No creo que una vida mediocre sea la solución a la falta de opciones. Todavía es posible elegir,
siempre es posible pero hay que combatir al miedo. Ese que nos dice que no lograremos ser felices, que
es mejor convertirnos en momias. Ese que nos convence de no arriesgarnos por nada, cuado debería ser
al revés, como proponía Cortázar: “…Y juegue mi vida mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el
diario a la esquina”.
Me pregunto en qué me ayudaría parecerme a la modelo que actúa en TV, además de seducir y ganar
dinero. Sospecho que mi futuro no está en la pasarela. Prefiero dedicarme a escribir. Cada uno tiene lo
suyo. Y si pierdo el tiempo tratando de imitar modelos inalcanzables, no haré mi propia experiencia. Pero
cuesta: estamos acostumbrados a recibir órdenes en todos los ámbitos. El que se aparta de lo común es
visto como un extraño, incluso como un peligro.
La difícil tarea de modelarnos a nosotros mismos no la haremos escuchando al maestro con los ojos
cerrados. Al contrario, es con los ojos abiertos como se puede aprender, y aceptando que no estamos
terminados. Pero tampoco el que nos habla lo está.
Y los que comparten nuestra búsqueda también tienen algo qué decir, no sólo los que “saben”. Hay
rechazo al aprendizaje democrático en el que todos tienen derecho a debatir. Prefiero la polémica al
silencio, que me recuerda al de los cementerios. Si estamos vivos, deberíamos agitarnos.
Lo que duele es elegir, siempre hay que renunciar a algo para tener otra cosa. Y a veces estoy
disconforme con mis elecciones porque no me dan lo que esperaba. Pero equivocada o no, soy yo la que
decido. En este país donde otros deciden por mí en temas fundamentales, tengo que hacerme cargo de
las cuestiones “personales”: un amplio territorio que incluye familia, amigos, pareja y todo lo que me
impulsa a ser auténtica. Vestirme como quiero, hablar de lo que pienso, juntarme con la gente que me
ayuda a crecer. Hay una actitud que me parece funesta, es el “peor es nada”.
Conozco ciertas personas que viven de acuerdo con esa “petición de principios”. Están mal con ellos
mismos, con su pareja y su trabajo pero se consuelan diciendo que eso es mejor que otra cosa. ¿Cómo
pueden saberlo si el terror al cambio los mantiene ciegos?
Lo ideal sería encontrar la fuerza y el coraje necesarios para no ceder a las presiones sociales, que me
llevan a hacer lo que no quiero en momentos que no son los míos. Pero para eso necesito tener la cabeza
fría y no dejarme invadir por los mensajes que me vende la publicidad.
En “Aguafuertes porteñas”, Arlt le contesta a un hombre que le pide la fórmula de la felicidad: “No mire
lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo que opine el prójimo. Sea usted, usted mismo
sobre todas las cosas, sobre el bien y sobre el mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la

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muerte. Usted y usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio entonces. Fuerte a pesar de todos y
contra todos”. Si eso no es la felicidad, es lo más parecido que conozco.
Gabriela Lotersztain
Diario Clarín, 1992

Escrito a mano

¿Cuánto hace que no experimentamos el placer de recibir una carta manuscrita en letra cursiva? La
caligrafía es una habilidad humana en rápida extinción, porque ya casi no se enseña en las escuelas.
Cuando se emplea una lapicera, en general se lo hace para escribir con letra de imprenta. Stefano
Bartezzaghi y María Novella de Luca, periodistas italianos interesados en el tema, se preguntan si la
preocupación por el ocaso de la escritura cursiva responde a la nostalgia o constituye una emergencia
cultural. Muchos expertos se inclinan por la última alternativa. En Inglaterra se vuelve a usar la
estilográfica para que los estudiantes aprendan la grafía. En Francia también se considera que no se debe
prescindir de esa habilidad, pero allí el problema reside en que ya no la dominan ni los maestros. Aunque
el mundo adulto no está aún preparado para recibir las nuevas inteligencias de los niños producto de la
tecnología, la pérdida de la habilidad de la escritura cursiva explica trastornos del aprendizaje que
advierten los maestros e inciden en el desempeño escolar.
En la escritura cursiva, el hecho de que las letras estén unidas una a la otra por trazos permite que el
pensamiento fluya con armonía de la mente a la hoja de papel. Al ligar las letras con la línea, quien
escribe vincula los pensamientos traduciéndolos en palabras. Por su parte, el escribir en letra de imprenta,
alternativa que se ha ido imponiendo, implica escindir lo que se piensa en letras, desguazarlo, anular el
tiempo de la frase, interrumpir su ritmo y su respiración.
Si bien ya resulta claro que las computadoras son un apéndice de nuestro ser, hay que advertir que
favorecen un pensamiento binario, mientras que la escritura a mano es rica, diversa, individual, y nos
diferencia a unos de otros. Habría que educar a los niños desde la infancia en comprender que la escritura
responde a su voz interior y representa un ejercicio irrenunciable. Es ilógico suponer que la tendencia
actual se revertirá, pero al menos los sistemas de escritura deberían convivir, precisamente por esa
calidad que tiene la grafía de ser un lenguaje del alma que hace únicas a las personas. Su abandono
convierte al mensaje en frío, casi descarnado, en oposición a la escritura cursiva, que es vehículo y fuente
de emociones al revelar la personalidad, el estado de ánimo. Posiblemente sea esto lo que los jóvenes
temen, y optan por esconderse en la homogeneización que posibilita el recurrir a la letra de imprenta.
Porque, como lo destaca Umberto Eco, que interviene activamente en este debate, la escritura cursiva
exige componer la frase mentalmente antes de escribirla, requisito que la computadora no sugiere. En
todo caso, la resistencia que ofrecen la pluma y el papel impone una lentitud reflexiva. Muchos escritores,
habituados a escribir en un teclado, desearían a veces volver a realizar incisiones en una tableta de
arcilla, como los sumerios, para poder pensar con calma. Eco propone que, así como en la era del avión
se siguen tripulando barcos a vela, sería auspicioso que los niños aprendieran caligrafía, para educarse
en lo bello y para facilitar su desarrollo psicomotor.
Como en tantos otros aspectos de la sociedad actual, surge aquí la centralidad del tiempo. Un artículo
reciente en la revista Time, titulado “Duelo por la muerte de la escritura a mano”, señala que es ése un
arte perdido, ya que, aunque los chicos lo aprenden con placer porque lo consideran un rito de pasaje,
"nuestro objetivo es expresar el pensamiento lo más rápidamente posible. Hemos abandonado la belleza

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por la velocidad, la artesanía por la eficiencia. Y, sí -admite su autora, Claire Suddath-, tal vez seamos
algo más perezosos. La escritura cursiva parece condenada a seguir el camino del latín: dentro de un
tiempo, no la podremos leer". Abriendo una tímida ventana a la individualidad, aún firmamos a mano. Por
poco tiempo.
Guillermo Jaim Etcheverry
La Nación [27-09-2009]

Botella al mar para el dios de las palabras

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba
me salvó con un grito: «¡Cuidado!»
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la
palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de
Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el
imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al
contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y
albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por
la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la
televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o
susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen
ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas
se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un
lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un
derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad,
su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito
propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con
razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en
servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga
54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual
masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún
no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a
cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un
cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de
toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable,
nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no
hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que
sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su
pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus
fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería
a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por
simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto

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debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los
neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón
con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo
presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o
el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano
desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y
pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde
diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que
los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le
lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros
terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta
providencial de mis 12 años.
Gabriel García Márquez
Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española

¿Se cayó o se calló?

García Márquez (¿o debería poner, de acuerdo con su sugerencia, garsia markes?) planteó un tema
que vuelve cada tanto: el de la reforma ortográfica del castellano, que consistiría básicamente en una
reducción del alfabeto.
No estoy de acuerdo con esta propuesta. Los que la sustentan argumentan que suprimiendo las letras
que comparten la misma sonoridad, se escribiría con menos errores. Pero también es probable que el
nuevo sistema dificulte la lectura. Cuando leemos, nuestro ojo no ve todas las letras, sino que selecciona
algunas en función de las cuales anticipamos lo que se encuentra próximo. Un sistema con pocas marcas
demanda mayor esfuerzo por parte del lector. Así desaparecerían los parónimos, con lo cual, si dice “la
señora se cayó”, tendríamos que apelar al resto del texto para saber si cerró la boca o aterrizó al suelo.
Por último, los que proponen simplificar la ortografía están sugiriendo, para decirlo en forma sencilla,
“escribir como suena”. Pero… ¿Cómo suena dónde? ¿Conservamos una z y una s para los madrileños?...
¿Se trataría de adoptar las distintas ortografías en función de las pronunciaciones locales? Eso dificultaría
enormemente la comunicación escrita entre hispanohablantes.
Sería conveniente utilizar el enorme esfuerzo que demandaría esa reforma en investigar por qué los
niños tienen tantas dificultades ortográficas, cuál es la responsabilidad de la sociedad y de la escuela en
ese problema y cuál sería la mejor manera de resolverlo.
Ana María Kaufman en Clarín.
9 de abril de 1997.

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Un escritor y la hache

La propuesta de García Márquez tiene repercusión porque quien la formula es un Premio Nobel y un
gran escritor, pero no me parece destinada a influir en el desarrollo de la lengua. Mucho más
modestamente, hace ya varios lustros que Juan Ramón Jiménez, también Premio Nobel y notable
escritor, intentó unificar en la j los sonidos afines, y es obvio que no logró contagiar al lenguaje esa
obsesión personal.
Las lenguas sufren constantes modificaciones, pero sólo cuando provienen de la sociedad hablante y
escribiente. No obstante, debo reconocer que la forma o el aspecto de la palabra no tiene la misma
importancia para el prosista que para el poeta, y yo creo que en su sorpresivo alegato García Márquez
muestra su “hilacha” de prosista.
Para el ensayista, el periodista o el narrador, la palabra es sobre todo concepto y su morfología no es
tan importante. Para el poeta, la palabra es, además, imagen escrita, y allí no es lo mismo “humo” que
“uno”, “hogar” que “ogar”.
En un poema, el espíritu de la palabra puede constituir una metáfora, pero el cuerpo de esa misma
palabra también constituye una imagen.
No está mal transgredir a veces las normas gramaticales. Desde Vallejo 1 a García Márquez, todos lo
hacen (lo hacemos), pero lo atractivo y experimental es que la transgresión sea la excepción y no la regla.
De todas maneras, y aparte de estas sutilezas, me parece que los cambios propuestos pueden llevar a
evidentes confusiones. No es lo mismo (y estos ejemplos incluyen el problema de la hache y de los
acentos) “hábito” que “habito”, “húsar” que “usar”. Creo, además, que en materia de lenguaje, hay
problemas más urgentes y globales. O sea, que más importante que la supresión de la hache, me parece
la eliminación del analfabetismo.
Esto sea dicho, sin perjuicio de reconocer el ánimo lúdico de García Márquez. Si una vez hizo levitar a
Remedios la Bella2, ¿por qué no puede hacer que levite Hace la Muda?
Mario Benedetti3 en Clarín.
11 de abril de 1997.

Veinticuatro toneladas de fuego y memoria

Hoy, 26 de junio, hacen exactamente 33 años del día en que la dictadura ordenó quemar millones de
libros del Centro Editor de América Latina.
Ese 26 de junio de 1980 está en la memoria más horrible de la Argentina y escribo esto pensando una
vez más en todo el dolor que todavía nos deben.
Propongo recordar lo sucedido. Propongo que imaginemos aquel 26 de junio de aquel 1980. Día frío y
gris, pero no llueve. La acción en Sarandí, partido de Avellaneda, provincia de Buenos Aires. A corta
distancia de lo que entonces se llamaba Capital Federal, vemos que de un gran depósito sobre las calles
O’Higgins y Agüero (hoy Crisólogo Larralde) entran y salen camiones cargados de libros. Son veinticuatro

1
César Vallejo: poeta y escritor1 peruanoconsiderado entre los más grandes innovadores de la poesía del siglo XX.
2
Remedios la Bella: es un personaje de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
3
Mario Bendetti: escritor y poeta uruguayo. Su prolífica producción literaria incluyó más de 80 libros, algunos de los cuales
fueron traducidos a más de 20 idiomas.

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toneladas de libros. En silencio, suboficiales, soldados y policías vacían lentamente el depósito bajo las
escrutadoras severas miradas de oficiales del Ejército Argentino, algunos muy jóvenes.
El depósito –un amplio galpón– y todos los libros pertenecen a la conocida editorial Centro Editor de
América Latina, una de las más prestigiosas y originales casas editoras de libros del país y el continente,
fundada y dirigida por Boris Spivacow, un respetado matemático de 65 años, hijo de inmigrantes rusos.
Entre 1958 y 1966 había sido gerente general de Eudeba (la Editorial de la Universidad de Buenos Aires)
y la había colocado en el pináculo de la consideración pública por sus colecciones de extraordinaria
calidad y cuidado a precios populares. Hasta que la tristemente célebre Noche de los Bastones Largos, el
29 de julio del ’66, junto con centenares de profesores e investigadores, Spivacow fue forzado a
abandonar Eudeba y la universidad.
Inmediatamente empezó a soñar con una empresa independiente y autosuficiente. Y así, con toda la
experiencia acumulada, fundó la editorial Centro Editor de América Latina, que llegó a convertirse en una
de las más fuertes editoriales del continente, y sus colecciones fueron formadoras de ciudadanía y fuente
de conocimiento en todas las disciplinas.
Las fuerzas armadas de la época tenían a Spivacow, como se decía entonces, “marcado”. La
supervivencia casi milagrosa de la editorial durante los primeros años de la dictadura tenía, por lo tanto,
los días contados. Y el final fue ese día, ese 26 de junio del año ’80, en que llegaron las tropas en sus
camiones y empezaron a cargar libros, paquete por paquete, y en sucesivos viajes llevaron 24 toneladas
de cultura y conocimiento desde el depósito de Agüero y O’Higgins hasta un baldío que había entonces a
muy pocas cuadras, en la calle Ferré, entre Agüero y Lucena.
Allí, una vez descargados los libros –posiblemente un par de millones de ejemplares– un valiente
oficial habrá dado la marcial y ceremoniosa orden de prenderles fuego. “Procedan”, habrá dicho con
firmeza y yo imagino que sin inmutarse, sin culpa alguna, sin siquiera darse cuenta de la atrocidad que
cometía en ese instante miserable.
Así se quemaron esos libros, aquel 26 de junio de 1980, y con ellos se quemaron años de saber, de
cultura, de investigaciones, de sueños y ficciones y poesías. Y se quemó una parte esencial de la
Argentina más hermosa, incinerada por la Argentina más horrenda y criminal.
El expediente judicial –informan ahora amigas y amigos que han guardado intacta la memoria de esa
jornada ominosa– dice que aquel día estuvieron presentes allí algunas personas de la editorial: el
fotógrafo Ricardo Figueiras, Amanda Toubes, Alejandro Nociletti, Hugo Corzo y el propio Boris Spivacow.
Me cuesta imaginarlos, ahora. Pero no los veo llorando sino concentrados y serios, dignos y
elocuentes en su silencio atronador. Los veo observando con dolor a las bestias de uniforme que
cumplían esa orden infame que algún oficial de alta graduación, algún oscuro dictador habría dispuesto en
algún oscuro lugar del poder. Pero no veo que ninguno de ellos baje o desvíe la mirada. Como si supieran
que algún día y en una democracia, aunque plena de imperfecciones, esos libros amados iban a renacer
de entre las cenizas.
Y eso es lo que sucede hoy, 26 de junio de 2013 y en Democracia: amigos de la Biblioteca Nacional
informan que hoy por la mañana se hará el primer acto simbólico en el mismo lugar de la quema, ahí en
Sarandí. Lamento estar tan lejos, pero simbólicamente voy a hacer con mi hija una casita de libros en el
jardín de nuestra casa. Y le voy a explicar cómo es que el fuego destruye todo, libros incluidos, pero
nunca puede destruir los sentimientos, el saber y la memoria.
Mempo Giardinelli en Página 12.
Contratapa del día 26 de junio de 2013.

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La máquina de leer

Leer: una de las operaciones más complejas. No es sorprendente que adquirir un manejo de la
máquina de leer sea difícil y, en períodos de mutación cultural, se corra el riesgo de perder la máquina y
la destreza para manejarla. Para decirlo con algunas comparaciones evidentes: es más difícil aprender a
leer que aprender a conducir un coche o una bicicleta, jugar al tenis, cocinar comida china, andar a
caballo o tejer. Por supuesto, aunque vale la pena recordarlo, es más difícil aprender a leer que a mirar
televisión.
En lo escrito hay una clave de bóveda del mundo. Todavía no se ha inventado nada más allá: los
hipertextos, Internet, los CDROM y los programas de computadora suponen la lectura, obligan a la lectura
y no son más sencillos que los libros tal como los conocimos hasta hoy. Quien afirme algo diferente nunca
vio un CDROM ni un programa de hipertexto, o quiere engañarnos haciendo barato populismo
tecnológico. Si el futuro son las computadoras, la lectura es indispensable. Téngalo en cuenta quienes
profesan la optimista superstición del futuro.
Pero no querría hablar del futuro, porque ya los suplementos de ciencia de los diarios exaltan
suficientemente el mundo maravilloso que nos espera. Querría hablar del pasado y del presente. La
lectura opera con una máquina del tiempo que hasta hoy no ha igualado ninguna otra máquina: bajo la
forma de página impresa o de pantalla de computadora que imita o perfecciona la página impresa, están
el mundo que fue y el mundo que es. Hasta hoy, nuestra cultura (quiero decir la cultura llamada occidental
en sus diversas versiones) es visual y escrita. Esto no la hace superior a las grandes culturas orales del
pasado: simplemente, marca su diferencia y el ser de su diferencia. Se puede valorar la oralidad, pero no
se puede volver a ella como instrumento básico de la continuidad cultural. Se podrá prever un futuro
donde la lectura resigne su hegemonía frente a otras formas de transmisión, pero ese futuro todavía no ha
llegado y, si llega, llegará por la lectura y no a pesar de ella.
Es indiferente el soporte material de la lectura: ¿una página impresa, un microfilm, la pantalla de
una computadora, un holograma? En el límite, todos exigen esa capacidad infinitamente difícil: interpretar
algo que ha sido escrito por otro. Leer es, siempre, de algún modo, traducir.
La máquina de leer pide ser accionada con sutileza. Pero admite que se la ponga en marcha en las
condiciones más libres. Difícilmente pueda ponerse en otra máquina que sea, a la vez, tan complicada en
su manejo y tan abierta a los usos más personales, secretos, innovadores, transgresivos. La máquina de
leer nos permite prácticamente todo.
La máquina está allí: mucho menos servil que un televisor, mucho más compleja que una
computadora, pero también más esquiva porque exige más de quien la opera. La máquina de leer,
instalada en la larga duración de la historia, sigue funcionando cuando otros instrumentos hoy sólo
pueden ser vistos como curiosidades en los museos de la técnica. La máquina de leer: una hipermáquina,
una nave espacial, una cápsula de tiempo, un espejo, un Aleph.”

Beatriz Sarlo
En Clarín, Cutlura, 1997.

10 POLITECNICO
Publicidad sexista y prehistórica

A lo largo de sus seis años de existencia, el Observatorio de la Discriminación en Radio y Televisión ha


procurado revelar cuáles son las características que prevalecen en las publicidades que se consideran
sexistas en nuestro país. El informe realizado el año pasado concluyó que, también en 2013, un gran
porcentaje de los comerciales ejerció violencia mediática y simbólica hacia las mujeres. Esto sucede a
pesar de que la Ley 26.485 de Protección Integral de las Mujeres da cuenta de los alcances de esa
violencia, y de que la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual retoma dichos postulados.
Entonces, es evidente que, si bien hoy contamos con un vasto marco legal para abordar estas
problemáticas, una gran parte de quienes construyen los discursos publicitarios desconocen o no se
interesan demasiado por cumplir con la ley.
Por lo tanto, se continúa asistiendo a interminables imágenes de cosificación porque «el target lo
exige» o se sigue apelando a sonrisas impostadas de mujeres que, radiantes, limpian y refriegan sus
modernos hogares (en comerciales que también invisibilizan a las amas de casa humildes, así como a las
trabajadoras que a menudo son quienes realmente hacen tales tareas en las casas en las que trabajan;
en rigor, en el espectro de esos spots entran sólo mujeres de clase media, flacas y dichosas).
No obstante, en este último informe, el Observatorio destacó positivamente publicidades como la
de una marca de chicles donde una chica toma la iniciativa a la hora de abordar al chico que le gusta o la
de una de mayonesa que quiebra la imagen de la madre abnegada cuando comunica a su familia que ese
día no lavará los platos para ver el capítulo final de su serie favorita.
Otro informe que tuvo gran impacto fue el que se hizo sobre dos spots de la cerveza Schneider
porque a partir de su publicación, la empresa decidió quitar esos comerciales de circulación para no
quedar asociada a un discurso sexista. Sin embargo, la firma reincidió tiempo después a través de una
campaña en vía pública que decía: «Perdón por buscar el roce arriba del bondi». Un grupo de personas
produjo para repudiarla una página de Facebook que recibió más de 1000 visitas en un día. Y tras la
gestión del observatorio, los representantes de la empresa volvieron a quitar los avisos cuestionados
expresando que lamentaban su error.
Es absolutamente necesario —y parte del negocio— que las agencias y empresas que deseen
promocionar sus productos conozcan las leyes vigentes. No es posible que, para hablar de playas
seguras, deban apelar a los glúteos de una mujer. Eso no es nuevo ni canchero: es un recurso que se usa
desde la prehistoria de la publicidad, sólo que entonces las mallas traían más tela. Entonces, si todo
cambia, es hora de que la publicidad cambie realmente.

Myriam Pelazas,
Diario Tiempo Argentino, 03-01-2014 (adaptación)

POLITECNICO 11
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Delito, pobreza e invisibilización

La discriminación de la pobreza incide en las coberturas periodísticas de dos maneras: por un lado, se
asocia la pobreza con la criminalidad y, por el otro, se invisibiliza a esos grupos cuando ocupan el lugar de
víctimas.
Kevin Molina fue asesinado el sábado 7 de septiembre por un balazo, durante el enfrentamiento entre
dos bandas. En medio del dolor, hubo serias denuncias de los vecinos de que existió una zona liberada
por las fuerzas de seguridad. Ahora bien. ¿Viste a la familia de Kevin hablando en la tele? ¿El caso fue
tapa de los medios hegemónicos? No. Porque Kevin era de Zavaleta, no vivía en Barrio Norte. Las
víctimas pobres son invisibles. La militante trans de la zona de Constitución Yhajaira Falcón fue acusada
de robar 150 pesos a un taxista con una tijera. En la investigación no apareció la tijera, no hay testigos y
no se supo del taxista. Sin embargo, estuvo varios meses detenida. Esta situación de abuso, producto de
su vulnerabilidad, sólo fue noticia para Página/12 y Tiempo Argentino.
Las víctimas no son iguales. La mirada del periodismo, de los medios, de grandes sectores de la
sociedad y del Estado se sensibiliza cuando afecta a ciertos sectores sociales e ignora a otros.
Pero los pobres se vuelven visibles a la hora de criminalizarlos. En ese sentido, el libro de Buenas
Prácticas en la Comunicación Pública, del Inadi, sostiene que “el caso prototípico de la estigmatización de
la pobreza es el que la asocia a la delincuencia. El prejuicio más común, utilizado de manera recurrente
por los medios de comunicación, es que las personas en situación de pobreza salen a robar desde
asentamientos, villas o barrios populares y que esto se vincula directamente con los crímenes y
homicidios ligados a la idea de “inseguridad”.”
Para tomar dimensión del problema, según una encuesta sobre percepción de prácticas
discriminatorias del Inadi del año 2008, la principal causa de discriminación en Argentina es la pobreza.
Como decíamos anteriormente, este imaginario social criminalizador atraviesa los distintos sectores
sociales, así como también los poderes del Estado. En ese sentido, el joven pobre que responde al
estereotipo del “delincuente” tiene más posibilidades de ser denunciado por vecinos, de ser para la policía
el primer sospechoso de un delito y de recibir del Poder Judicial una prisión preventiva hasta que finalice
el proceso.
Por el contrario, si la seguridad es un servicio público, el Estado debe garantizarla para todas y todos,
pero sobre todo para los sectores más vulnerables, ya que cuentan con menos herramientas para ejercer
sus derechos. Es decir, si queremos construir una sociedad más segura e inclusiva, debemos desarrollar
discursos e imaginarios sociales que desasocien la pobreza de la criminalidad. Paralelamente, en materia
de seguridad se deben desarrollar políticas activas que pongan el eje no sólo en los grupos hegemónicos
de la sociedad, sino sobre todo en los sectores históricamente vulnerados. Una política que haga visible a
Kevin y a Yhajaira.
Roberto Samar en Página 12.
13 de noviembre de 2013.

12 POLITECNICO
Recordemos qué es la argumentación y cómo se organiza:

Desde que nos despertamos por la mañana hasta que conciliamos el sueño por la noche
podemos encontramos con muchas y variadas situaciones en las que tenemos necesidad de
argumentar o razonar. A veces de una forma consciente y otras no, de una manera obligada y
espontánea damos, y también exigimos, explicaciones sobre diversos temas.
En el texto argumentativo, además de afirmar o negar algo, damos las razones que nos
llevan a poder mantener tal declaración. La argumentación consiste, pues, en defender
razonadamente una idea, con frecuencia, en oposición a otra.

Recursos argumentativos

El emisor en un texto argumentativo puede hacer uso de diferentes recursos


argumentativos para defender su tesis o para refutar posibles ideas contrapuestas. Estos
pueden ser:

Planteo de causa-consecuencia: se plantean relaciones de razón-consecuencia entre ideas


o hechos, para que su opinión sea una conclusión lógica, no su propio punto de vista.

Analogía o comparación: este recurso permite al emisor aclarar conceptos o ideas


estableciendo una relación de semejanza o diferencia con otras ideas conocidas por el receptor.

Cita de autoridad: es la incorporación de una voz autorizada o respetable que se suma a la


del emisor para defender la tesis. Además pueden incorporarse estadísticas y resultados de
investigaciones.

Ejemplificación: el emisor demuestra la validez de su argumentación introduciendo en el


texto una situación que ilustre su opinión o punto de vista. Se brinda al lector u oyente un caso
particular y concreto de una idea más general.

Concesión: el autor acepta parcialmente la idea de otra persona, pero no comparte algunos
aspectos de la misma y lo dice explícitamente.

Refutación: el autor incorpora ideas que se oponen a su tesis para contradecirlas y


discutirlas.

Pregunta retórica: son preguntas que no exigen una respuesta sino que la incluyen o
sugieren. Permiten que el lector siga el desarrollo argumentativo.

Ironía: es una burla fina y disimulada, con la cual se da a entender exactamente lo contrario a
lo que se está diciendo.

POLITECNICO 13
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Hipérbole: consiste en una exageración intencionada, que aumenta o disminuye


excesivamente aquello de lo que se habla, con el objetivo de plasmar en el interlocutor una idea
o una imagen difícil de olvidar.

Conectores

Los conectores y los marcadores textuales son palabras que especifican la relación entre una
idea y la siguiente (o la anterior) y van uniendo lógicamente las diferentes partes de un texto.
Según su significado y sus funciones los podemos clasificar del siguiente modo:

Clasificación y significado Conectores

Adición: indica que lo que se diga a Además, también, igualmente, del mismo
continuación debe ser sumado a lo que se dijo modo, asimismo, a esto se suma, no sólo…
antes. sino también, tal… como

Causalidad: indica que lo que se diga a Porque, a causa de, gracias a, ya que, puesto
continuación es la causa de lo dicho que, debido a que, dado que
anteriormente.

Consecuencia: (inversa a la anterior) indica por esta razón, por lo tanto, por eso, por ende,
que lo que se diga a continuación es la así pues, entonces, de modo que, en
consecuencia o el efecto de lo dicho consecuencia, por consiguiente, como
anteriormente. consecuencia

Ejemplificación: introduce un caso concreto Por ejemplo, tal es el caso de, a modo de
de alguna idea general mencionada ejemplo, como ser
anteriormente.

Oposición: indica que la idea que se diga a Pero, sin embargo, no obstante, por el
continuación se opone (totalmente o en parte) contrario, no… sino que
a la idea mencionada anteriormente y
prevalece sobre ella.

Concesión: indica que la idea que se diga a Aunque, por más que, a pesar de que, aun
continuación da por válido algún aspecto de la cuando, si bien es cierto que… también es
idea mencionada anteriormente, pero presenta cierto que,
objeciones respecto a otros aspectos de esa
idea.

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Marcadores que organizan un texto

Clasificación y significado Marcadores

Iniciadores Para empezar, antes de, antes que nada

Distribuidores Por un lado, por el otro, por una parte, por otra
parte

Enumeradores En primera instancia, en segundo término, en


tercer lugar, por último

Conclusivos En conclusión, para finalizar, para terminar

Aditivos Además, también, en el mismo sentido, del


mismo modo

De cambio de tema Por otra parte, en otro orden de cosas, ahora


bien, con referencia a, en lo que respecta a,
en cuanto a

De evidencia Evidentemente, en efecto, como es evidente,


es indudable, está claro que, seguramente,
como se puede observar, como se deduce de

De jerarquización En particular, especialmente, sobre todo, en


especial, precisamente, fundamentalmente

De puntos de vista Según…, a nuestro parecer, personalmente,


en mi opinión, algunos autores formulan que,
de acuerdo con,

POLITECNICO 15
Hacia la identidad
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La argumentación es un discurso que busca convencer al receptor, es decir, producir una


modificación en sus puntos de vista o sentimientos respecto de un fenómeno o idea. Para ello,
el emisor presenta su idea o tesis y una serie de razones o argumentos que la sostiene para que
el destinatario lo comprenda y comparta su opinión.

Argumentar intención: convencer, persuadir

Tener en claro las propias ideas y definir cuál es la tesis que se


Estrategias va a sostener frente a un tema polémico.
de
Buscar los argumentos para sustentar la tesis y los datos,
elaboración ejemplos o citas con la que se va a reforzar.

Ordenar las ideas y enunciarlas a través de los recursos


argumentativos, utilizando conectores para encadenarlas.

Estructura u organización del texto argumentativo

Parte del texto Funciones


 Conseguir una disposición favorable del auditorio o los lectores
Introducción  Presentar el tema a tratar.
 Resaltar la importancia de ese tema.
 Legitimar la autoridad del enunciador.
Tesis  Expresar directa o indirectamente la opinión del enunciador.
 Presentar el conjunto de argumentos que sostienen la tesis.
Argumentación  Desplegar los recursos argumentativos.
 Recapitular, resumir.
 Recordar lo más importante.
Conclusión  Insistir en la posición argumentativa.
 Incluir nuevas llamadas al receptor (propuestas y sugerencias).
 Construir un final impactante.
 Mostrar consecuencias que se deriven de la tesis.

16 POLITECNICO
Reflexiones en torno a “la identidad

“Yo tengo muy poco de mí. Tengo mucho más de los otros. Mucho más es lo que tengo de mis ancestros,
de mis padres, de mis maestros, de mis compañeros de juego, de pillerías, de trabajo, de lucha, de mis
libros, de mis películas; es mucho más lo que tengo de los otros que lo que tengo de mí mismo. La
identidad cultural es lo que yo comparto con ustedes y con todos los otros que integramos los treinta
millones de argentinos en la Identidad Cultural Argentina y con los cuatrocientos millones de nuestra
Patria Grande o nación sudamericana.”
Guillermo Magrassi
Conferencia del 25/5/1988 en General Madariaga.

La construcción de la identidad
Así como las personas, a pesar de que pueden parecerse muchísimo entre sí, tienen distintos
rasgos que las diferencian unas de otras y que hacen que sean individuos, cada comunidad
tiene características culturales propias que le dan un particular modo de sentir y de ver el
mundo, es decir, una singular cosmovisión. Y como todo objeto cultural, la identidad es una
creación.
La identidad es la representación de quiénes somos (cómo hablamos, cómo nos vestimos, en
qué creemos, etc.) y de cuál es nuestra comunidad o nuestra cultura. Adquirimos esta identidad
por un proceso de construcción y de aprendizaje social, mediante una toma de conciencia.
Tenemos a la vez muchas identidades, de acuerdo al contexto en que nos situamos: como
individuo, como grupo, incluido en una clase social, en una comunidad religiosa o étnica, como
nación, como civilización.
Cuando estamos entre gente que comparte los mismos códigos culturales, es más difícil
percibirlos, porque los consideramos “normales” o “naturales”. En cambio, cuando nos
encontramos fuera de nuestro ambiente (por ejemplo en el exilio o al emigrar a otro territorio) las
diferencias son más visibles: llegamos a sentirnos extraños y a extrañar esas cosas que antes
eran habituales o “normales”.
Asimismo, cuando una comunidad tiene muchos años de historia o está relativamente
aislada, cuando es más pequeña en cantidad de habitantes y sus rasgos culturales son más
homogéneos (es decir no existen tantas disparidades entre sus miembros) o sus objetos
culturales son bastantes diferentes de las otras, nos resulta más fácil caracterizarla, y también
resulta más sencillo que sus integrantes definan su identidad. En cambio, cuando una sociedad

POLITECNICO 17
Hacia la identidad
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es más extensa y, por consiguiente, tiene mayores diferencias culturales entre sus miembros, o
cuando es más reciente, y sus integrantes tienen diversos orígenes (y por eso es probable que
practiquen distintos credos religiosos o compartan diferentes tradiciones, es decir que su cultura
es más heterogénea) no es tan simple reconocer una identidad cultural.
Entre los elementos que ayudan a constituir una identidad se encuentran la historia de los
miembros de la comunidad, el o los idiomas en los que se expresan, la o las religiones, las
tradiciones y las costumbres. Pero la historia también es una construcción: una construcción
deliberada del pasado del grupo, que tiene intencionalidades y olvidos. Si bien historia es todo lo
que pasó, la narración de lo que sucedió corre por cuenta de individuos que toman algunos
datos como importantes y descartan otros, muchas veces condicionados o influidos por quienes
están en el poder y tienen un interés particular en que la historia se escriba de determinado
modo. Por eso, la memoria colectiva también funciona como historia: aunque los historiadores la
consideran “no científica”, es válida para mucha gente que siente que la historia oficialmente
narrada no constituye toda la verdad sobre su pasado. Esos recuerdos, a veces parciales y
fragmentarios, también son importantes para la conformación de la identidad de un pueblo.
De este modo, aunque un pueblo tenga una identidad cultural frente a otras comunidades,
esto no significa que tenga uniformidad con sus expresiones. Existen numerosas producciones
regionales que pueden o no seguir las tradiciones locales, que suman a lo antiguo nuevos
aportes creativos o que abrevan de otras fuentes y se arraigan firmemente en determinados
grupos, más o menos amplios de población. Quienes descartan sus obras, pretendiendo erigirse
en guardianes de la identidad, clasificando qué es realmente lo auténtico y qué no, están
ejerciendo un poder autoritario que no beneficia a la creación. Y justamente es la creación
humana lo que define a la cultura.

La cuestión del “otro”


Cuando un pueblo llega a otros territorios por medio del comercio o la conquista, puede tener
varias actitudes con respecto a la diferencia cultural: aceptarla como válida para esa sociedad,
despreciarla como inferior, o tratar de destruir las características culturales consideradas como
negativas para el pueblo conquistador.
Si el descubrimiento se produce con respeto por el otro, con valoración de la cultura y sus
habitantes, es probable que cada comunidad tome de la otra los elementos que le resulten

18 POLITECNICO
útiles: se trata entonces de un encuentro que trae como consecuencia una transculturación, un
intercambio de elementos culturales que transforme en cierta medida a ambas culturas
Muchos han catalogado la llegada de los españoles, portugueses y demás europeos a las
tierras americanas como “encuentro de culturas”. Sin embargo, por las particularidades del
sometimiento impuesto a las distintas culturas aborígenes, por su desprecio general como
inferiores y por el intento de destruir sus características culturales acusando a sus diferentes
religiones, tradiciones y expresiones artísticas como “demoníacas”, más que de “encuentro”
habría que hablar de “choque de culturas”.
Aunque se hable en general acerca de que el hombre es biológicamente el mismo (a pesar
de tener piel de distinto color, distinta altura, distinto peso, distinto pelo), que sufre, siente y ama
igual que cualquier otro ser humano, lo cierto es que éste tiene distintas claves para aproximarse
al mundo y a los otros seres según el contexto cultural, social e histórico en que se encuentre.
Es decir, que cada persona interpreta el mundo siempre desde su propia cultura; y eso lo hace,
de algún modo, diferente a otros.
Por eso, tratar de entender cómo viven y cómo piensan otras sociedades, puede ayudar a
comprender a los distintos grupos humanos que conforman la humanidad. No podemos decir
que las costumbres diferentes a las nuestras estén “bien” o “mal”; no se trata de juzgar. En todo
caso, se trata de abrir los ojos, tener alerta los oídos, agudizar el sentido crítico y tener siempre
presente el respeto y la tolerancia hacia los demás.

La pregunta por la identidad argentina

Ser o no ser
“No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles.
Americanos por nacimiento y europeos por derecho, nos hallamos en el conflicto de disputar a los
naturales títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los
invasores, así nuestro caso es el más extraordinario y complicado”
Bolívar, 1819

La pregunta “¿quiénes y cómo somos los argentinos?” se ha planteado desde comienzos del
s. XIX, paralelamente a las luchas por la independencia de España.
Por un lado, tenemos en Europa el origen de una parte importante de nuestro ser; por el otro
lado, por nuestras características mestizas (mezcla de distintas fuentes étnicas, especialmente
culturales) y por nuestra historia somos latinoamericanos. Esto quiere decir que nuestra cultura

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Hacia la identidad
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es mestiza. Mestizo significa que es producto de una mezcla, cruza, combinación. Y es mestiza
por muchos motivos, no sólo por ser amalgama de español e indígena.
En primer lugar, no existe en nuestro país una sola cultura indígena, sino muchas. Además, la
palabra “indio”, producto de varios equívocos, fue mal aplicada por los españoles para designar
a los pueblos aborígenes americanos, pensando que habían arribado a “Las Indias”. Los
colonizadores englobaron, en el término “indio”, una multiplicidad de culturas, desconociéndolas
y negando la riqueza de cada una de ellas. Los latinoamericanos tenemos dentro de nuestro
patrimonio esa herencia cultural de distintas civilizaciones americanas que han sobrevivido,
mezclándose muchas veces entre sí, entre otras cosas por causa de la misma conquista que
trasladó poblaciones para trabajar en las minas o radicó forzosamente a pueblos que resistieron
a la dominación española. Por ejemplo, la palabra “pampa” es de origen quechua, porque los
conquistadores que vinieron desde el norte tuvieron como guías (forzados) a aborígenes de
nuestro norte, que conocían el quichua porque antes habían sido dominados por el imperio
incaico. “Pampa” quiere decir “llanura”, y “china”, como se llamaba a la mujer del gaucho, en
quechua significa “mujer del pueblo”.
En segundo lugar, nuestra cultura es mestiza también por los aportes africanos: cuando los
europeos llegaron a América, con ellos trajeron numerosos grupos de cautivos de ese origen.
Esclavizados a miles de kilómetros de sus hogares, estos trabajadores forzosos trasplantaron a
estas tierras jirones de sus culturas. Acá se reunieron por naciones de origen y crearon una
cultura nueva, la afroamericana, que también se fue mestizando en América Latina con la criolla.
De hecho, la palabra “tango” es de origen africana, y sin embargo se utiliza para nombrar un tipo
de música considerada profundamente rioplatense; lo que demuestra que en verdad, el tango es
un producto del mestizaje cultural.
En tercer lugar, durante fines del s. XIX y comienzos del s. XX, Argentina recibió gustosa la
llegada de miles y miles de inmigrantes europeos (predominantemente españoles e italianos,
pero también franceses, turcos, polacos, árabes, griegos, etc.) quienes trajeron consigo sus
propias lenguas, religiones, costumbres, oficios, expresiones artísticas, etc. Todo lo cual, le
confirió a la cultura argentina una gran vitalidad y heterogeneidad.

20 POLITECNICO
Identidad latinoamericana y literatura

La identidad americana y la identidad argentina se constituyen como verdaderos mosaicos.


La integración entre culturas diversas es, desde los orígenes, la característica distintiva de
nuestra cultura y aunque parezca paradójico, la noción de identidad americana encuentra sus
orígenes en los cronistas extranjeros.
Desde sus inicios y a lo largo de su historia, la literatura latinoamericana refleja esos
conflictos de identidad social y cultural. Esta es una constante en el desarrollo de la literatura del
continente: la identidad americana se constituye a partir de la diversidad, de la fusión entre lo
típicamente americano y lo europeo. Ulrico Schmidl4 narró la fundación de Buenos Aires en
lengua alemana. Los autores posteriores, desde el siglo XVI hasta hoy, lo harán en otro idioma
extranjero para los habitantes nativos de estas tierras que será, sin embargo, la lengua
predominante en América del Sur: la española. Así las crónicas de Indias (relatos escritos por
los conquistadores, que se refieren al descubrimiento, conquista y colonización de América)
muestran el asombro y la incomprensión del español o europeo ante la naturaleza y el hombre
americano.
Lo que, durante muchos años, se consideró “literatura latinoamericana” fue la escrita en
español a partir de la llegada de los conquistadores al continente. Tal es el caso de Critóbal
Colón, el primer cronista de Indias, quien intentó hacer –sin lograrlo– una descripción objetiva de
lo que encontró en el territorio americano. Su visión de la realidad estaba teñida por sus
creencias basadas en textos religiosos, como la Biblia o en autores de la Antigüedad clásica. Sin
embargo, en esa concepción de la “literatura latinoamericana” se olvidó la literatura que habían
producido los aborígenes y que expresaba su realidad y problemática. La producción literaria de
las principales culturas aborígenes es conocida como “literatura precolombina”, esto significa,
anterior a la llegada de Colón. Entre estas obras, cabe destacar la poesía azteca, los relatos
maya y el teatro inca. Uno de los tópicos de estas literaturas son las cosmogonías (relatos que
tratan sobre el nacimiento del mundo) como el Popol Vuh de los mayas.

4Ulrico Schmidl: Viajero alemán que acompañó a los grandes navegantes en sus viajes a América. Fue testigo de la fundación de
Buenos Aires y ha narrado con prosa eurocéntrica momentos importantes del encuentro de culturas que significó la Conquista.

POLITECNICO 21
Hacia la identidad
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Literaturas precolombinas
La noción de “Literaturas precolombinas” es ciertamente confusa. En sentido estricto remitiría a textos
escritos originalmente en lenguas aborígenes americanas. De todos los pueblos americanos que
construyeron algún tipo de cultura sólo se sabe que tuvieran escritura los mayas y los aztecas.
De los incas, por el contrario, se sabe que no tuvieron escritura. Las escrituras precolombinas
utilizaban jeroglíficos, de modo que los textos escritos en lengua indígena pero utilizando el alfabeto latino,
son tardíos. Muchas veces, por lo tanto, se consideran textos “precolombinos” a aquellos que en un
sentido o en otro den cuenta de las culturas precolombinas, independientemente de las lenguas en que
fueron escritos. Muchos textos clásicos (el caso del Popol Vuh) fueron adaptados y traducidos al español
en versiones que se parecen tanto a la Biblia que su autenticidad es, por lo menos, sospechosa. Otros
textos, escritos en español, son interesantes porque muestras la influencia lingüísticas de las lenguas
americanas, como el caso particularísimo de Felipe Guamán5.
Naturalmente todo esto hace que los textos precolombinos sean difíciles de datar y que manifiesten
todo el tiempo un rasgo que probablemente sea uno de los más permanentes en la cultura americana: la
mezcla ideológica. Escritos en español por nativos que dominan mal la lengua, o escritos por españoles
que conocen mal la cultura, o traducidos por españoles a quienes no les interesa demasiado la integridad
cultural de los pueblos aborígenes, los “pocos” textos americanos que conocemos son un muestrario
espléndido de contradicciones y reelaboraciones de mitos que supuestamente, organizaron las culturas
náhuatl, quiché y quechua de los pueblos mayas, aztecas e incas que dominaban América cuando la
conquista.
Daniel Link
Literator V. La batalla final. 1994

5
Felipe Guamán Poma de Ayala: Historiados peruano descendiente de pobladores jarovilcas. Encarcelado por
reclamar su cacicazgo, escribió un apasionado alegato contra el sistema colonial.

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Literatura argentina

Escenas de la conquista

Contratapa de Misteriosa Buenos Aires (Editorial Losada)

Editada en 1950, Misteriosa Buenos Aires contiene cuarenta y dos cuentos sobre Buenos Aires y sus
personajes, desde la hambruna en el villorio de Pedro de Mendoza (1536) hasta la época de Rosas y la
organización nacional. El ciclo termina en 1904, con la historia de una arruinada señorona. Desfilan en
esta obra costumbres, leyendas, hechos históricos, superstición, hechicería, historias de seres humanos
con sus sufrimientos y sus pecados. Es una obra de arqueología literaria en la que la narración se torna
tensa y dramática, y que demuestra un trabajo de investigación por parte del autor combinado con una
escritura elegante y moderna.

El hambre (1536) – Manuel Mujica Láinez

Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios
chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles,
apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del
viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en
las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la
lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del
Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de
allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los
navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita;
pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de
Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una
marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del
crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que
llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la
harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon
desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las
estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su
choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de
los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago,

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Hacia la identidad
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aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de
viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se
aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y
sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa.
Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la
de su hermano don Diego, ultimado por los indios querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces,
más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus
cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas,
nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más
fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en
el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber
hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les
devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos
de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se
muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos
donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde. Baitos, el
ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el
Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas
arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene,
le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra
como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque
creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó!
España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos
se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios.
Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para
él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le
asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia ¡Ah, cuánto, cuánto les odia,
con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan
cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira,
mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las
ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!,
¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su
hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar.
Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un

24 POLITECNICO
bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y
en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado,
porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse
en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios
deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará
ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los
cuerpos y entonces... Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los
fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha
amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe
de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin
brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el
ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro
hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando,
Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén;
Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo
cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la
muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y
tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San
Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una fl or en el
lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le
envanece tanto.
A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando
embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él
se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y
que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo,
encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en
que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De
verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía
a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de
oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo
de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone
de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…

POLITECNICO 25
Hacia la identidad
Idioma Nacional

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven
con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de
los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño
afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros
redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente
desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a
apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó
pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por
una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de
Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el
mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad.
Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de
ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los
centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en
forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que
siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese
brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación... Si el genovés se fuera de una
vez por todas... de una vez por todas... ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez
por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo
sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar
así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad...
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura
afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias!
¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha
logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y
siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca
el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que
merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un
brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el
hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la
pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al
corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el

26 POLITECNICO
anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas
pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse.
El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de
sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de
las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

Escenas de la colonia

La pulsera de cascabeles (1720) – Manuel Mujica Láinez

Por el ventanuco enrejado, Bingo espía a los negreros ingleses. Sus figuras se recortan en la barranca
del Retiro, con fondo de crepúsculo, más allá de las higueras y de los naranjos. Fuman sus largas pipas
de tierra blanca, con los sombreros echados hacia atrás, y sus casacas color pasa, color aceituna, color
miel y color tabaco se empañan y confunden sus tonos frente al esclavo que llora. Bingo vuelve los ojos
hacia su hermana muerta, que yace junto a él sobre el suelo duro. A lo largo de la habitación, apíñanse
los cuerpos sudorosos. Hay treinta o cuarenta negros, hombres y mujeres, los unos sobre los otros, como
fardos. Su tufo y sus gemidos se mezclan en el aire que anuncia el otoño, como si fueran una sola cosa
palpable.
En la barranca, los ingleses de la South Sea Company pasean lentamente. Rudyard, el ciego, tantea la
tierra con su bastón. Ríe de las bromas de sus compañeros, con una risa pastosa que estremece sus
hombros de gigante. Se han detenido frente a la fosa que cavan los africanos, más allá de la huerta. Ya
sepultaron a doce apestados. Basta por hoy.
Bingo salmodia con su voz gutural, extraña, una oración por la hermana que ha muerto. Su canto repta
y ondula sobre las cabezas de los esclavos como si de repente hubiera entrado en la cuadra una ráfaga
del viento de Guinea. Incorpóranse los otros encarcelados y mientras la noche desciende suman sus
voces a la melopea dolorosa.
Pero a los empleados de la South Sea Company poco les importan los himnos lúgubres. Están
habituados a ellos. Tampoco les importa la peste que diezma a los cautivos. Mañana fondeará en el
Riachuelo un barco que viene de África con cuatrocientos esclavos más. Los negocios marchan bien, muy
bien para la Compañía. Hace siete años que adquirió el privilegio de introducir sus cargamentos en el Río
de la Plata, y desde entonces más de una fortuna se labró en Londres, más de un aventurero adquirió
carroza y se insinuó entre las bellas de Covent Garden y del Strand, porque en el otro extremo del mundo,
en la diminuta Buenos Aires, los caballeros necesitan vivir como orientales opulentos, dentro de la
sencillez de sus casas de vastos patios.

POLITECNICO 27
Hacia la identidad
Idioma Nacional

Rudyard, el ciego, muerde la pipa blanca. Pronto llegará la hora de buscar a su favorita, a Temba, la
muchachita frágil que lleva en la muñeca su pulsera de cobre con tres cascabeles. Ignora que Temba ha
muerto también. Ignora que en ese mismo instante Bingo, su hermano, la está despojando del brazalete.
Desnúdase la noche, velo a velo. El edificio de la factoría comienza a fundirse con las sombras. Los
negreros se enorgullecen de él. Es uno de los pocos de Buenos Aires que cuenta con dos pisos. Se
levanta en las afueras de la ciudad, entre enhiestos tunales, en un solar que antes perteneció al
gobernador Robles, al general don Miguel de Riglos y a la Real Compañía portuguesa, y que se extiende
con más de mil varas de frente, sobre el río, y una legua de fondo, hacia la llanura.
A esa casa regresan los ingleses. Junto a la fosa, sobre la tierra removida, las palas quedaron
espejeando, abandonadas a la luz de las estrellas. En la galería los hombres se separan de Rudyard.
Ríen obscenamente porque saben a dónde va. Palmean las anchas espaldas del ciego, quien se aleja,
vacilando, hacia la cuadra hedionda.
Su mujer de la pulsera... su mujercita de la pulsera... Bajo los ojos incoloros, inmóviles, terribles,
apagados para siempre por la enfermedad cruel de Guinea, se le frunce la nariz y le tiembla la papada
colgante. Esto de la pulsera de cascabeles es invención suya, sólo suya. Cuando descargan en el Retiro
una remesa de África, Rudyard anda una horaentre las hembras, manoseándolas o rozándolas apenas
con las yemas sutiles. Hasta que escoge la preferida y le ciñe, para reconocerla entre el rebaño oscuro, la
pulsera de cobre. Nunca se equivoca en la elección. Sus compañeros lo comentan chasqueando la
lengua, maravillados. Ni tampoco osará la mujer quitarse la ajorca. Una lo hizo y recibió cien azotes, a la
madrugada. Había muerto ya cuando iban por la mitad de la cuenta. Su cabeza pendía a un costado,
como una gran borla crespa, y seguían azotándola.
El ciego palpa los muros. Titubea su bastón. Su mujercita de la pulsera, miedosa, fina... Será su última
noche, porque mañana aparecería por la factoría, después de atravesar la ciudad por el camino del bajo,
desde la barraca del Riachuelo, la caravana de carne nueva.
Descorre el cerrojo y empuja la puerta. Su enorme masa ventruda bloquea la entrada. Llama,
impaciente:
-¡Temba! ¡Temba!
En el rincón le responde el son familiar de los cascabeles, asustado. El ciego sonríe. Noche a noche
repite la escena que le divierte. Se hace a un lado para que la muchacha pase. La cazará al vuelo, al
cruzar la puerta, como si fuera un pájaro veloz, y la arrastrará al jardín.
Bingo se alza y toca en silencio la mejilla de su hermana. Sesenta ojos están fijos en él. Brillan en la
inmensa habitación, como luciérnagas. Sólo los ojos de Rudyard, espantosamente claros, no
relampaguean. Todo calla en torno suyo. Se oyen las respiraciones jadeantes. El olor es tan recio que,
con estar acostumbrado a él, el inglés se lleva una mano al rostro.
El negro es elástico, delgado y pequeño como su hermana. Se le señala el esqueleto bajo la piel.
Avanza encorvado hacia el enemigo y a su paso los cuerpos de ébano se apartan, sigilosos.
-¡Temba! ¡Temba!

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Temba descansa para siempre, rígida, y Bingo levanta en la diestra, como una sonaja de bailarín, la
pulsera de cobre. Sólo tres metros le separan ahora del gigante ciego. Calcula la distancia y de un brinco
salta por el vano de la puerta. Rudyard le arroja el bastón entre las piernas, pero yerra el golpe. Las
sonajas cantan su victoria afuera, en la galería.
Rudyard asegura los cerrojos y se echa a reír. Arriba, los negreros ríen también, borrachos de gin,
acodados sobre la mesa como personajes de Hogarth. Escuchan los trancos inseguros del ciego, los
choques de su bastón contra las columnas, la vocecita de los cascabeles.
-¡Temba! ¿Dónde estás?
Temba está en la cuadra, con los brazos sobre los pechos de mármol negro. Los esclavos no osan
acercarse. Se acurrucan en los rincones. Hoy no podrán dormir. Escuchan, escuchan, como sus amos, el
claro repiqueteo de las bolas de cobre.
Bingo baila, enloquecido, alrededor del hombracho. El inglés no para de reír y revolea su rama de pino.
Han dejado el corredor y van el uno detrás del otro, hacia el declive de la barranca: el que huye, ágil como
un simio; el perseguidor, pausado, macizo como un oso. Y todo el tiempo cantan los cascabeles. Hasta
que Rudyard, fatigado, termina por enfurecer. Fustiga los limoneros, los perales. Embarulla los idiomas:
-¡Temba! ¿Dónde te escondes? ¿Where are you, tigra?
Sus botas destrozan las coles de la huerta, las cebollas, los ajos, las lechugas.
Han alcanzado el lugar en el cual fueron sepultados los negros. Bingo salta sobre la fosa y hace sonar
los cascabeles. Es como si una serpiente llamara entre las tunas, con sus crótalos, con su tentación.
El ciego da un paso, dos, tres, balanceándose pesadamente, y su capuchón se derrumba en la
humedad del hoyo. El negro no le concede un segundo de respiro. Levanta la pala como un hacha y, de
un golpe, le parte el cráneo. Luego, sin un instante de reposo, empieza a cubrirlo de tierra. La pulsera de
cascabeles lanza por última vez su pregón al aire, cuando cae en la fosa, sobre la casaca color aceituna.
En la factoría roncan los ingleses su borrachera, y los esclavos despiertos se abrazan, tiritando de frío.

POLITECNICO 29
Hacia la identidad
Idioma Nacional

Expresión de libertad
Desde la llegada española se fue produciendo en América una toma de conciencia muy
notoria sobre los principios de autonomía, independencia de países, búsqueda de raíces y por lo
tanto, de identidad y cambios profundos en los modos de encarar la relación con España en
principio y con otros países luego.
En la Argentina esa idea se manifiesta en nuestro Himno Nacional cuya letra fue encargada
por la Asamblea General Constituyente a Vicente López y Planes. El catalán Blas Parera se
encargó de la música. La primera vez que se escuchó fue el 25 de mayo de 1813 en la casa de
Mariquita Sánchez de Thompson, entonado por Remedios de Escalada.
Un himno es una celebración, un canto festivo que habla de una gesta de vida, de proyecto
de independencia, de libertad. Está formado por nueve octavas de versos decasílabos y un coro.
Durante la presidencia de Julio A. Roca (1880-86) se decretó no cantar el himno completo ya
que algunos versos podían molestar a los españoles.
El Himno nacional argentino consta de 76 versos y abunda en recursos estilísticos: anáforas,
personificaciones, metáforas, metonimias, onomatopeyas e interrogaciones retóricas. Hay
alusiones mitológicas a hechos históricos que marcaron caminos en la liberación del país.

Lee y luego resuelve:


1) Señala los aspectos históricos mencionados en su contenido.
2) Subraya las frases con que Vicente López y Planes nombra a los españoles y explícalas.
3) Reconoce algunos de los recursos expresivos que aparecen (Comparación - Metáfora -
Personificación - Enumeración).

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Himno Nacional Argentino

l
¿No lo veis sobre el triste Caracas
Oid, mortales, el grito sagrado:
luto, y llantos, y muerte esparcir?
libertad, libertad, libertad.
¿No los veis devorando cual fieras
Oid el ruido de rotas cadenas,
todo pueblo que logran rendir?
ved en trono a la noble Igualdad.
Se levanta a la faz de la tierra
V
una nueva y gloriosa nación,
A vosotros se atreve, argentinos!,
coronada su sien de laureles,
el orgullo de vil invasor;
y a sus plantas rendido un león.
vuestros campos ya pisa, contando
tantas glorias hollar, vencedor.
II
Mas los bravos que unidos, juraron
De los nuevos campeones los rostros
su feliz libertad sostener,
Marte mismo parece animar,
a estos tigres sedientos de sangre
la grandeza se anida en sus pechos,
fuertes pechos sabrán oponer.
a su marcha todo hacen temblar.
Se conmueven del Inca las tumbas.
VI
Y en sus huesos revive el ardor,
El valiente argentino a las armas
lo que ve renovando a sus hijos
corre ardiendo con brío y valor,
de la Patria el antiguo esplendor.
el clarín de la guerra, cual trueno,
en los campos del Sud resonó.
III
Buenos Aires se pone a la frente
Pero sierras y muros se sienten
de los pueblos de la ínclita Unión,
retumbar con horrible fragor;
y con brazos robustos desgarran
todo el país se conturba por gritos
al ibérico altivo león.
de venganza, de guerra y furor.
En los fieros tiranos, la envidia
VII
escupió su pestífera hiel;
San José, San Lorenzo, Suipacha,
su estandarte sangriento levantan,
ambas Piedras, Salta y Tucumán,
provocando a la lid más cruel.
la Colonia y las mismas murallas
del tirano en la Banda Oriental,
IV
son letreros eternos que dicen:
¿No los veis sobre Méjico y Quito
“Aquí el brazo argentino triunfó,
arrojarse con saña tenaz?
aquí el fiero opresor de la Patria
Y cual lloran bañados de sangre
su cerviz orgullosa dobló”.
Potosí, Cochabamba y la Paz?

POLITECNICO 31
Hacia la identidad
Idioma Nacional

VIII
La Victoria al guerrero argentino, y de América el nombre enseñando
con sus alas brillante cubrió, les repite: “Mortales, oid!
y azorado a su vista el tirano Ya su trono dignísimo abrieron
con infamia a la fuga se dio. las provincias unidas del Sud”;
Sus banderas, sus armas se rinden y los libres del mundo responden:
por trofeos a la libertad, “Al gran pueblo argentino, salud”
y sobre alas de gloria alza el pueblo
trono digno a su gran majestad. CORO
Sean eternos los laureles
IX que supimos conseguir
Desde un polo hasta el otro resuena coronados de gloria vivamos,
de la fama el sonoro clarín, o juremos con gloria morir.

32 POLITECNICO
Historia de opuestos

Sarmiento define el modo de ser argentino como una lucha de opuestos planteados desde el
subtítulo: civilización y barbarie. La antinomia también se expresa mediante otros pares
contrarios: unitarios y federales, Europa y America Latina, gaucho y hombre culto, ciudad y
campaña. Este enfoque se inspiró en una corriente historiográfica que interpretaba determinados
procesos históricos sobre la base de antinomias como campiña-ciudad, asimilando a cada uno
de estos términos a los de feudalismo y burguesía, respectivamente. El primero, campesino,
resultaba derrotado frente al avance del progreso burgués urbano. Sin embargo, este sistema de
análisis no es estrictamente aplicable a la Argentina del siglo XIX, ya que en ella existía un
vínculo estrecho entre la ciudad comerciante y la pampa ganadera. Además, los grandes
propietarios provenían de las ciudades, en ellas se habían enriquecido, y esto les había
permitido comprar tierras. Pertenecían por origen a la ciudad y, por elección al campo.
Por eso, a lo largo de Facundo, las antinomias que plantea Sarmiento se desplazan y así se
relativizan o anulan. Por ejemplo, si bien los federales son los representantes de la campaña y
por lo tanto de la barbarie; y los unitarios, de la ciudad y por ende de la civilización, Sarmiento
reconoce que hay unitarios en las provincias y federales en las ciudades. Más aún, la irrupción
de Rosas en el gobierno significa el trastocamiento de la teoría: él es un hombre de Buenos
Aires, pero representa al campo –la barbarie- y su estilo de gobierno no es federal sino unitario,
en tanto centraliza el poder en Buenos Aires y su persona. Buenos Aires no simboliza el
progreso sino el atraso. Quiroga, el bárbaro interior, resulta ser constitucionalista y, por esto,
opositor a los planes de Rosas.
Finalmente, la antinomia sobreviviente es económica: Buenos Aires, poderosa y rica, se
aprovecha de un interior empobrecido y aislado. En lugar de enfrentar Buenos Aires–interior,
Sarmiento opuso Rosas–interior. De esta manera desvirtuó el problema, que pasó a ser
circunstancial y solucionable con la caída del gobernante.
Sin embargo, el problema central queda claro: es el desequilibrio de poder entre el interior y
Buenos Aires que, según Sarmiento, se resolvería en el momento en que las provincias se
desarrollaran, cuando se les permitiera comunicarse, cuando llegaran a ellas la educación y los
beneficios del comercio. Sarmiento explicita esta idea al plantear el modo en que deberá
conducirse el “Nuevo gobierno”. Sólo con el desarrollo equilibrado entre las provincias y Buenos
Aires se lograría, para él, la unidad nacional.
Pero el de Sarmiento no es un programa, sino una suma de expresiones de deseo, y la
verdadera antinomia que parece no atreverse a pronunciar (Buenos Aires dueña del poder

POLITECNICO 33
Hacia la identidad
Idioma Nacional

económico vs. interior dependiente) resulta ser, a lo largo de la historia del país, una marca
permanente.

Recuperando Ideales

El Romanticismo en el Río de la Plata y la generación de 1837


El Romanticismo expresó los ideales de los jóvenes pertenecientes a la burguesía mercantil y
portuaria y a la élite intelectual del interior nacidos durante el primer decenio del siglo XIX y
formados en las instituciones educativas creadas durante el gobierno de Rivadavia. Ante la
lucha que había dividido a los hombres de la generación anterior en unitarios y federales,
quisieron superar esa antinomia de sangrientas consecuencias. Se postularon como “las voces
de la civilización y del progreso” y aspiraron a ser, al menos en un primer momento, el brazo
intelectual del poder de Rosas.
Se nuclearon alrededor de algunos maestros. Alberdi, Echeverría, Juan María Gutiérrez,
fueron en un comienzo los más escuchados y aglutinantes. Circularon por distintas tertulias y
grupos de lectura en los que se discutían y difundían las ideas del romanticismo social francés y
se proponían las soluciones para la organización definitiva de la nación. Esta generación de
1837 fue importante porque pensó y definió el país en términos que permanecieron vigentes por
más de un siglo.

El Salón Literario
Marcos Sastre ofreció un salón de su librería para que allí se efectuaran las reuniones de uno
de estos grupos de lectura y discusión. La sesión inaugural se realizó en junio de 1837. A ella
fue invitado el políglota napolitano Pedro de Angelis, representante de Rosas. Los discursos
inaugurales (leídos por Marcos Sastre, Juan María Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi) permiten
conocer los conceptos básicos que cohesionaron al grupo:
 Necesidad de reflexionar sobre los acontecimientos políticos del pasado para actuar sobre
el presente.
 Retorno a los ideales de la Revolución de Mayo, de la que se consideraban hijos y
sucesores.
 Creación de una literatura nacional, unida al medio geográfico y social, que atendiera “al
fondo más que a la forma del pensamiento, a la idea más que al estilo, a la belleza útil más
que a la belleza en sí” (Alberdi); que “armonice con la virgen y grandiosa naturaleza

34 POLITECNICO
americana” (Echeverría). Los modelos literarios serán los ofrecidos por el Romanticismo
europeo.
 Propuesta de un divorcio con respecto a los modelos literarios españoles y a la tutela
académica.
 Defensa de la libertad en el empleo de la lengua, aceptando las variantes del español
americano.

La construcción de la nación
Echeverría reconoció el conflicto que mantenía enfrentados a los argentinos y sostuvo la
necesidad de la unión. Rehusó alinearse en alguno de los bandos en lucha, unitarios y
federales, y propuso la creación de un orden nuevo que tomara lo mejor de cada facción. Sin
embargo, finalmente debió optar frente a la realidad que se le imponía: la fractura social. El de la
violencia, que expresó de manera brutal en el cuento, fue el único aspecto común a ambos
bandos y, en él, se centra temáticamente El matadero.
El otro gran tema que se manifiesta en la obra es el de la libertad como camino para la
construcción de la nación. Así, Echeverría elogia la independencia conseguida y critica el
autoritarismo imperante en su época, en sus dos vertientes: eclesiástica y política. La iglesia
aparece cuestionada, porque claramente se había embanderado tras la causa rosista. El
sistema de gobierno, por su parte, está representado por los personajes del matadero a quienes
se ve incapaces de ejercer su libertad responsablemente y de respetar la de los otros. Ambos,
iglesia y tiranía, al atentar contra la libertad individual, impedían la organización nacional sobre la
base del respeto a los derechos de todos los habitantes.
Los personajes, que aparecen tipificados, representan las facciones en pugna. Pero esta
tipificación no es solo literaria. Echeverría expresó el modo en que el sector al que pertenecía
veía a unitarios y federales en la vida y no solo en las letras. Así, Rosas era el antihéroe; sus
seguidores, una horda de brutos sin pensamiento propio y dueños de una fuerza y violencia
descontroladas; el pueblo era una masa manejable por el miedo o el hambre; y el unitario, el
representante de la libertad de ideas, el honor, el valor y la dignidad.
Además de lo ideológico, la obra adquiere identidad nacional por su carácter renovador y
particular en lo que se refiere al estilo. Es la primera manifestación del cuento en la Argentina;
introdujo el realismo como modo de representar la realidad. Las costumbres se describen, en
general, para enfatizar lo que debía superarse, pues eran expresión del atraso. Esta postura
crítica frente a lo popular se explica porque, en el cuento, el pueblo –con sus hábitos- es mucho

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Idioma Nacional

más que el grupo menos favorecido en lo económico y en lo cultural; es símbolo de la sociedad


según Rosas la concebía.
Otro gran logro estilístico fue, sin duda, la renovación en el plano de la lengua. Se incorporó
el sociolecto de la clase baja, con el uso de expresiones groseras y arcaicas, y un léxico de
origen latinoamericano. El habla del unitario, por otra parte, reflejó el sociolecto de la clase culta,
semejante al del narrador. Así la lengua alcanzó su forma propia y nacional mediante la inclusión
no solo de vocabulario y expresiones locales, sino de un tono particular, una manera dinámica y
vital de contar lo nacional.

Escenas del período rosista

El tapir (1835) – Manuel Mujica Láinez

Mister Hoffmaster no se ha quitado todavía la pintura del rostro. Brillan sus ojos de mico en la máscara
blanca, azul y roja que le retuerce los labios y le inventa unas cejas angulares. Al terminar la última
función, terció una capa sobre el traje de fantoche, ocultó bajo ella el bulto que tenía preparado y echó a
andar por los senderosdel Vaux-Hall. Ése es el nombre que le dan los europeos: Vaux-Hall, pero los
criollos prefieren llamarlo sencillamente Parque Argentino.
El frío de junio hace tiritar los árboles y las plantas, bajo un cielo fúnebre y unas estrellas que también
tiritan, casi celestes. Ya se despobló el jardín. El invierno no tienta a trasladarse desde el centro de la
ciudad hasta el parque de diversiones creado por Santiago Wilde donde fue la antigua quinta de Zamudio,
en la manzana comprendida por las calles Córdoba, Paraná, Uruguay y del Temple, frente a las tunas de
la quinta de Merlo. La función de adiós de la compañía contó con un público escaso, difícil de
entusiasmar. Sí: Mister Laforest tiene razón; lo mejor es irse a otra parte. Hace un año que trabajan allí y
Buenos Aires empieza a cansarse del espectáculo.
Mister Hoffmaster no se preocupa por estas cosas. Lo que ansía ante todo es que no le descubran a la
claridad de las linternas que mueve la brisa. Se esconde ahora detrás de un aguaribay y se hace más
pequeñito, él que es casi enano, porque los mulatos desafinadores de la orquesta atraviesan entre las
mesas abandonadas, con los bombos a la espalda y las cornetas erguidas como cuernos bestiales dentro
de sus fundas.
El payaso sigue su camino. Aquí está, en su jaula, el jaguar del Chaco. Mister Hoffmaster se detiene y
lo contempla. Siempre le pareció que el felino tenía los mismos ojos verdes de Mister Laforest, y que
cuando se desliza con sinuoso paso recuerda a Peter Smith, el rápido y grácil Peter Smith, orgullo del
circo. Pero él no ha venido a ver al tigre. El tigre es su enemigo, como lo son los bellos bailarines
ecuestres.

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La señora Laforest se aleja hacia su carromato por la avenida de paraísos. Camina canturreando el
aria de Rossini que tantos aplausos le valió. Y Mister Hoffmaster vuelve a emboscarse, temeroso de que
le encuentren. Sería muy grave que le descubrieran.
¡Qué hermosa es la señora Laforest! ¡Cómo espejea su traje de luces! En las pantomimas no hay
quien se le compare. Cuando representó la parte de Torilda en “Timour, el Tártard’, la concurrencia
alfombró la pista de flores. Ella lo hace todo bien: lo mismo emociona con una canción de Weber que
transporta con sus danzas. Mister Hoffmaster la prefiere en el ballet de “El tirano castigado o El naufragio
feliz”. Y su marido, Mister Laforest, es también insuperable cuando aparece en el ruedo guiando sus ocho
caballos de la Banda Oriental. Todos son insuperables en el Circo Olímpico de los ingleses. Peter Smith,
con sus audaces dieciocho años, se lleva las ojeadas y el corazón de las porteñas.
Este Peter Smith llega a realizar pruebas asombrosas. Una tarde, de pie sobre el lomo de Selim, el
mejor de los caballos, se despojó de nueve chalecos que, con ser tantos, apenas desfiguraban su
elegancia de junco. Luego se arrebujó en un manto de pieles y se puso un sombrero de mujer crepitante
de plumas sobre el pelo dorado. Todo ello sin que Selim parara de trotar. Mister Hoffmaster le perseguía
tropezando y cayendo, dando vueltas de carnero y pegándose unos golpes sonoros, porque así lo exige
su condición de clown. Cazaba al vuelo las prendas arrojadas por el muchacho con tan fina desenvoltura y
las revestía a su vez. El público rió hasta no poder más. Los negros pateaban en la galería llena del humo
de los cigarros. Hasta se esbozó una sonrisa sobre los labios de don Juan Manuel de Rosas, el
gobernador, en el palco ennoblecido por el oro de los uniformes.
Sale de su escondite, frente a la jaula del jaguar, y se dirige hacia el corral de troncos duros donde el
tapir le estará aguardando como todas las noches. El tapir es su amigo, su único amigo. Los demás no le
buscan más que para reírse.
Pero el payaso tiene que disimularse de nuevo en los matorrales. Aprieta, bajo la capa, el bulto que
envolvió tan cuidadosamente. Las linternas chinas le muestran a Peter que avanza del brazo de una
muchacha. Es una muchacha bonita, de ojos oscuros, y Mister Hoffmaster recuerda haberla visto muchas
veces, en uno de los escaños del circo, acompañando con la mirada anhelosa los brincos mortales del
adolescente. Van hacia el pórtico oriental de siete arcos. Detrás, en el palenque, los gauchos pobres atan
sus mancarrones (=Caballo viejo. Nota de Pablo) junto a los parejeros de los paisanos ricos y a los
caballitos nerviosos de los dandis. Mister Hoffmaster les oye partir al galope. Tendrán que aprovechar la
noche bien, porque es la última. Mañana el circo se irá, con sus carros, con sus toldos, con sus
gallardetes.
El payaso bordea el pequeño lago artificial donde la luna ascendente copia su mueca. Se asoma al
agua pacífica, entre los patos inmóviles y los flamencos de biombo, para observar su faz pintarrajeada,
blanca como la luna y como ella triste.
He aquí los troncos que limitan la morada del tapir. Dulcemente, el clown lo llama, y el animal acude a
su voz. Mister Hoffmaster le pasa la mano sobre el lomo áspero y lo contempla largamente. El tapir es su
amigo, su hermano.

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Hacia la identidad
Idioma Nacional

Cuando hace buen tiempo, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, en la azotea de la casa de don
Pablo Villarino, izan cuatro banderas, dos blancas y dos encarnadas, visibles desde muy lejos. Entonces
los porteños saben que hay función en el Parque; saben que podrán llegar hasta su Pórtico de siete arcos,
porque el agua turbia del Zanjón de Matorras no alcanza a cubrir el puente de ladrillo levantado por
Santiago Wilde. Señoras y señores hacen el viaje a caballo o en volanta. Muchos lo hacen a pie, saltando
los charcos entre grandes risotadas, para no enlodarse. El general Rosas fue así una vez desde el Fuerte,
con sus edecanes.
Mister Hoffmaster piensa en ese extraño general Rosas, mientras acaricia el lomo del tapir. Dijérase
que el payaso trata de que otros pensamientos le distraigan del que esta noche le guía hasta el corral.
Piensa en Rosas presidiendo el palco del Gobierno, en el circo, el día en que asumió el mando por
segunda vez. Le rodeaban unos militares, unos perfiles de litografía enmarcados por las patillas crespas.
Al mirarles desde la pista, deslumbrantes de alamares y charreteras, áureos, escarlatas y azules, tuvo la
curiosa sensación de que no eran hombres sino imágenes esculpidas, íconos terriblemente quietos, y
aunque no los había, se le antojó que la luz surgida de sus rostros y de sus bordados procedía de
centenares de cirios que temblaban alrededor. Ahora el retrato del Héroe del Desierto pende sobre la
entrada del circo.
¡Cuánta gente desfiló por allí desde que iniciaron las funciones hace un año! Iban a admirar los
terciopelos y las fosforescencias del tigre y a burlarse del tapir, que es una caricatura de animal, un poco
jabalí y un poco rinoceronte, con algo de mulo y algo de cebú. Iban a admirar el ritmo majestuoso de
Selim, de Bucephalus, de Poppet, de los caballos de larga cola y revueltas crines; a admirar la destreza
con que Mister Laforest dibuja arabescos en el aire, restallante el látigo sutil: a admirar a Peter en el
cuadro del regreso de Napoleón de la Isla de Elba, en el que treinta y un corceles relinchan entre nubes
de polvo. Iban a pasmarse con los gorgoritos de la señora Laforest, que cuando canta crispa los dedos en
que chispean las piedras falsas, sobre el pecho redondo. E iban a reír hasta las lágrimas de Mister
Hoffmaster, el clown. Mister Laforest siempre inventaba algo nuevo, ingenioso, para que el payaso lo
hiciera. Una vez el mamarracho debió vestirse de mujer, coronarse con el enorme peinetón de moda, y así
ataviado sentarse en la cazuela entre las damas. ¡Cómo reían! Le palmeaban y él repetía en su castellano
tartamudo la frase que le enseñara Mister Laforest:
-¿Cómo está, compadre? ¿Cómo está, comadre?
Otra vez le hicieron trepar a la punta de una barra larguísima, colocarse allí de cabeza, con los pies en
alto, y aguardar para descender a que se encendieran las ruedas de fuegos de artificio ubicadas en la
parte inferior. Pero las ruedas no se encendían. Mister Laforest arrimaba una antorcha, guiñando un ojo al
público, y luego la apartaba. La gente enronquecía de reír. Y él, allá arriba, esperaba, muerto de miedo,
muerto de miedo.
No se elige. El tapir hubiera preferido ser jaguar; tener una piel como el manto de un príncipe, en lugar
de su cuero; tener una cabeza fina y astuta como la del tigre, en lugar de la que prolonga su trompa
grotesca. Y él también, él hubiera preferido ser esbelto como Peter; hubiera preferido no embadurnarse la

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cara. Hubiera querido revestir una malla de lentejuelas y no el levitón disparatado que destaca su ridícula
pequeñez. Hubiera querido... Sobre todo hubiera querido no provocar la risa todo el tiempo, no hacer reír
con cualquier gesto, con cualquier ademán, aun los más naturales, los más simples, los que no persiguen
la carcajada. Pero no se elige. Quien elige es el destino.
Y Mister Hoffmaster piensa que el tapir es su hermano, su único hermano. Por eso, noche a noche, ha
acudido a verlo, a consolarlo. Le hablaba a media voz, mientras se extinguían las postreras linternas
sobre los canteros diseñados al modo inglés. Así le habla ahora, quedamente. Le dice que el circo se irá
mañana. Le dice que el jaguar y él permanecerán en el Vaux-Hall, el uno para entusiasmar con su
soberbia afelpada, el otro para que la concurrencia, después de estallar en carcajadas rotundas o de
aguzar la risa hasta el silbido, declare, meneando la cabeza:
-Es un monstruo. Este animal es un monstruo.
¿Será un monstruo él también? Mister Hoffmaster se palpa la nariz respingada, los pómulos
manchúes, la boca cuyo carmín le pinta las yemas. Se toca las canillas, el pecho hundido, los hombros
desiguales. Súbitamente ese impulso trae a su mente otro similar que tuvo hace muchos años, quizás
treinta.
Fue en Stratford-on-Avon, su ciudad natal. Vivía en una casa vieja, revieja, en Henley Street, casi
frente a la morada donde Shakespeare vio la luz. De niño soñaba con ser poeta. Vagaba cerca del río
Avon y sus cisnes, y recitaba los versos de Hamlet. A los catorce años se enamoró de una niña del
vecindario, rubia como Peter Smith. Juntos paseaban por las calles torcidas. A veces se asomaban a las
ventanas de la casa del bardo, para espiar su interior, y creían adivinar al espectro del gran Will en la
penumbra, cerca de la chimenea, volcado sobre el jubón el cuello de encaje isabelino, con un libro en la
mano, la alta frente iluminada por el fuego.
Una tarde le declaró su amor a la mocita y le rogó que huyera con él. Ella se echó a reír con la
crueldad inocente de los chicos.
-¡Mi pobre Harry -pudo entenderle-, estás loco! ¿Nunca te has mirado bien?
Y Harry Hoffmaster, como hoy ante el tapir, deslizó sus dedos sobre su cara, sobre sus bracitos, sobre
su pecho magro. Al día siguiente escapó solo de Stratford. Unos saltimbanquis le recogieron en Warwick y
le llevaron con ellos. Desde entonces pasó de un circo al otro, sin cesar, y siempre haciendo de payaso,
siempre con la cara pincelada de blanco, de amarillo, de azul.
El tapir entrecierra los ojos tímidos bajo la presión que se demora sobre su pelambre. A la distancia,
Mister Hoffmaster oye a Mister Laforest que le está llamando. Tendrá que ir a ayudarle a embalar las
ropas de las pantomimas; los trajes de “La batalla de Montereau”, la plumajería de “Los caciques rivales”,
a la cual la lisonja británica agregó una que otra divisa punzó. ¡Bah! que le ayude Fay, el pintor de
telones... él tiene otras cosas de que ocuparse.
Se pone de hinojos y deshace el envoltorio. Saca de él una barra de hierro y un cuchillo filoso, grande,
y entra resueltamente en el corral del tapir. De un golpe en la nuca, derriba al confiado animal. Luego le

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hunde entre las vértebras la hoja fría. Es tan duro el cuero, que debe afirmarse con ambas manos para
que el facón penetre. La sangre mana a borbotones y mancha el levitón del payaso.
Ya no tornarán a hacer mofa del tapir. Ha regresado a sus bosques verdes, donde lo aguardan los
papagayos relampagueantes, como él quisiera regresar a Stratford-on-Avon, a sus cisnes melancólicos, a
lo que fue de niño, cuando recorría las calles medievales entre las enseñas antiguas que el viento hacía
chirriar, rumbo a la casita de Anne Hathaway, la mujer del poeta; ha vuelto como él quisiera volver a lo
suyo, lejos de este mundo de generales impávidos y de muchachas que ríen sin fin.
Mister Hoffmaster, el diminuto clown, está llorando en la soledad de la noche. Limpia el cuchillo en las
hierbas que el rocío abrillanta; alza la muerta cabezota horrible, la besa con sus labios pintados y
murmura:
-Alas, poor Yorick!
Después corre hacia el circo, donde los hombres robustos como gladiadores empaquetan las
armaduras de latón.

Panorama de la Argentina en el siglo XIX


La literatura gauchesca nació y evolucionó en el espacio histórico que abarca desde las
luchas intestinas posteriores de la declaración de la independencia, en 1816, hasta la
consolidación definitiva del Estado liberal en 1880. Coincidió, así, con el momento en que el
debate entre lo autóctono y lo europeo marcó los caminos por seguir, en una constante
búsqueda de cómo debía ser la identidad argentina, más que en una observación de cómo
realmente era. El comienzo de este período desembocó en el predominio de la figura de Juan
Manuel de Rosas.
El gobierno de Rosas, con una retórica federal, solidificó el poder económico y político de
Buenos Aires a través de un régimen centralista. A partir de su derrota en la batalla de Caseros,
en 1852, y tras el breve liderazgo de Justo José de Urquiza, la hegemonía de Buenos Aires se
acentuó, a medida que se afianzaba la política económica liberal que terminó por destruir la
industria local y regional.

La organización nacional
Tras la Batalla de Pavón, en 1861, se impusieron los ideales civilizadores de los liberales
porteños. Bartolomé Mitre subió al poder y, con él, se comenzó a luchar contra los montoneros
en el interior y contra los indios en la frontera. El desarrollo del ferrocarril, establecido en 1857, la
pacificación en el interior y el restablecimiento de las comunicaciones entre las provincias a

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través de caminos y postas, la difusión de la enseñanza, el telégrafo, la inmigración y la
centralización del poder fueron los principales factores que transformaron el país.
A Mitre lo sucedió Sarmiento, cuya presidencia, además de estar signada por numerosas
medidas progresistas en materia de comunicaciones, educación, navegación fluvial y desarrollo
de las ciencias, se vio sacudida por la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay. La acción
de Brasil, la Argentina y Uruguay estaba apoyada por Gran Bretaña, que quería acabar con la
política proteccionista del Paraguay. Fue un enfrentamiento largo y sangriento, que sumió a los
países participantes en una grave crisis económica y social. La participación forzada en esta
guerra, la lucha contra los malones en la frontera y las epidemias diezmaron a los habitantes de
la campaña, los gauchos.
Así, el gaucho se transformó de hombre libre en peón asalariado de un terrateniente, en
franca competencia con el inmigrante para el trabajo agrícola. En su defecto pasó a ser soldado
en la frontera o en la guerra para sufrir aún más en carne propia su condición de marginado
social. De las dicotomías que rigieron la definición de nación en el siglo XIX -unitarios vs.
federales, ciudad vs. campo, Europa vs. América, civilización vs. barbarie- triunfaron los
primeros elementos de los pares, gracias al sacrificio y a la transformación de patrones
culturales que, sin embargo, continuaron actuando y, paradójicamente, se convirtieron en
símbolo de la identidad argentina.

La vinculación del gaucho con los proyectos políticos


El gaucho se vinculó con los proyectos políticos alternativos hegemónicos de diferentes
maneras.
Durante el predominio del proyecto unitario, fue marginado como consecuencia de la
dificultad de su incorporación al modelo económico. En especial durante el período rivadaviano,
fue confinado a la defensa de la frontera sur de la provincia de Buenos Aires. Esta decisión del
gobierno tuvo su apoyatura legal en la llamada Ley de Vagos. La definición de “vagos” era muy
amplia, y podía incluir tanto a personajes cercanos a la criminalidad como a trabajadores que no
tenían empleo fijo e intentaban sobrevivir ocupando pedazos de tierra fiscal, y, también, a
arrendatarios y mano de obra estacional. El juez de paz cumplía funciones de policía, y decidía
el reclutamiento según su voluntad: las pulperías, centros de la vida social de entonces, eran el
ámbito adecuado para estas redadas.
Durante el predominio del proyecto federal, el gaucho participó como base social del modelo
político. Los caudillos representaban sus intereses, que se podían sintetizar en la defensa de

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Hacia la identidad
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sus libertades frente a toda forma de dominación. Ramírez en Entre Ríos, López en Santa Fe y
Rosas en Buenos Aires los incorporaron a la lucha contra el partido unitario.
El triunfo de Rosas y la creación de la Confederación Argentina iniciaron una etapa positiva
para los gauchos. Rosas se apoyó en ellos como sustento indiscutible de su poder y contó con
esa fuerza leal para enfrentar a sus opositores internos y externos.

El gaucho después de la organización nacional


Después de la organización nacional, el gaucho vivió su definitiva marginación. La nueva
Argentina adoptó un modelo económico liberal, que sólo necesitaba el acuerdo de los
terratenientes y los comerciantes ligados a la exportación de materias primas. Se utilizaron
nuevos métodos de trabajo rural, se impuso el alambrado para delimitar las grandes
propiedades y se consideró prioritaria la incorporación de nuevas áreas de cultivo y cría de
animales. Como resultado, se organizó la Conquista del Desierto, y el gaucho fue reclutado para
esa dura guerra contra el indio. Muchos gauchos murieron en el desierto o en la defensa de los
fortines. Otros perdieron sus escasas tierras, y la mayoría terminó en la pobreza absoluta. Las
tierras conquistadas aumentaron las propiedades de las familias latifundistas, de los jefes del
ejército y de los extranjeros deseosos de invertir en el país.
Los gauchos que protagonizaron los levantamientos del interior, conducidos por Peñaloza,
Varela y López Jordán, también fueron derrotados. La “civilización” se impuso sobre la
“barbarie”.

Testimonios sobre los gauchos:

“[...] gauderios. Estos son unos mozos nacidos en Montevideo y en los vecinos pagos. Mala camisa y
peor vestido, procuran encubrir con uno o dos ponchos en que hacen cama con los sudaderos del caballo,
sirviéndoles de almohada la silla [...] Se pasean a su albedrío por toda la campaña y con notable
complacencia de aquellos semibárbaros colonos, comen a su costa y pasan las semanas enteras tendidos
sobre un cuero, cantando y tocando”
Concolorcorvo. “Lazarillo de ciegos y caminantes”, 1773.

[...] Los llaman Gauchos, Camiluchos o Gauderios. Como les es muy fácil carnear pues a ninguno le
falta caballo, volas y lazo y cuchillo con que coger y matar una res, ó como cualquiera les da de comer

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de valde[...] trabajan únicamente para adquirir Tabaco que fuman o el Mate de la Yerva del
Paraguay[...]”(sic.)
Miguel Lastraría. “Memoria sobre las colonias orientales del río Paraguay,,o del Plata, l798”.

“El gaucho malo: éste es un tipo de ciertas localidades, un outlaw, un squatter, [...] La justicia lo
persigue desde muchos años su nombre es temido, pronunciado en voz baja, pero sin odio, caso con
respeto. Es un personaje misterioso, mora en la pampa, son sus albergues los cardales, vive de perdices
y mulitas: si alguna vez quiere regalarse con una lengua enlaza una vaca, la voltea solo, la mata, saca su
bocado predilecto y abandona lo demás a las aves montecinas. [...]
Este hombre divorciado de la sociedad, proscripto por las leyes, este salvaje de color blanco, no es en
el fondo un ser más depravado que los que habitan las poblaciones. [...] El gaucho malo no es un
bandido, no es un salteador, el ataque a la vida no entra en su idea[...] roba es cierto pero ésa es su
profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos. [...]
Domingo Faustino Sarmiento, “Facundo”

[...] los gauchos o campesinos son muy superiores a los que residen en las ciudades. El gaucho se
distingue invariablemente por su cortesía obsequiosa y su hospitalidad, jamás he tropezado con uno que
no tuviese esas cualidades. Es modesto [...] y a la vez animoso, vivaracho y audaz. Por otra parte, es
menester decir que también se cometen muchos robos y se derrama mucha sangre humana, lo que debe
atribuirse como causa principal a la costumbre de usar cuchillo.”
Charles Darwin “Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo en el navío de S.M. Beagle.”

“La guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay (1865-1870) fue buen pretexto para iniciar la
extirpación formal y material del gaucho, mediante conscripciones forzosas del elemento rural como
carne de cañón, pero las indiscriminadas “levas” no terminaron con las guerras; lejos de ello, se
intensificaron perfeccionando la crueldad de sus métodos. Si la defensa de la soberanía dio razón al
reclutamiento de gauchos a lo largo del quinquenio bélico, durante la paz exterior subsiguiente la razón
valedera sería, por curiosa paradoja, el afán civilizador cuyo norte era el progreso europeizante[...]
[...] Los contingentes de gauchos vuelcan en las unidades militares fronterizas a desgraciados que sólo
tienen dos caminos: morir en la lucha contra el indio o ser sableados impunemente por la “autoridad” bajo
la acusación de “vagos y malentretenidos”
A. J. Pérez Amuchástegui “Mentalidades argentinas 1860-1930”

“Ante el temor que sienten por las levas, a la opresión permanente, los gauchos cambian con
frecuencia de residencia esperando de esa manera superar los problemas de la represión organizada. El
nomadismo, una respuesta a la realidad, acentúase durante los meses o semanas en que las autoridades
salen a recorrer la campaña con un fin bien específico: reclutar, cazar vivos a los hombres”.

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R. Rodríguez Molas “Historia social del gaucho” 1982

“[...] Y el poema de José Hernández, inusitado en su monumentalidad, es un acto de merecimiento y


una invitación a la grandeza, cumplidos en el alborear de una patria que puede, quiere y debe merecer su
futuro.[...] Hay, pues, en el Martín Fierro, un mensaje lanzado a lo futuro. Más adelante se verá también
cómo el poema insinúa “una profecía” concerniente al devenir de la nación [...]
Entonces, ¿a quién va dirigido el mensaje de Martín Fierro?
Va dirigido a la conciencia nacional, es decir, a la conciencia de un pueblo que nació recién a la vida
de los libres, y que recién ha iniciado el ejercicio de su libertad.
Y, ¿por qué necesita un mensaje la conciencia de la nación?
Porque la nación, desgraciadamente, no se ha iniciado bien en el ejercicio de su libertad recién
conquistada y no se ha iniciado bien porque y en los primeros actos libres de su albedrío ha comenzado
la enajenación de lo nacional [...]
Por aquellos días el país cuenta con una clase dirigente y con una clase intelectual [...]. Con la acción
de aquellas dos clases (Marechal se refiere a Alberdi, Sarmiento, Mitre, etc.) se inicia ya la enajenación o
el extrañamiento del país con respecto a sus valores materiales y espirituales. Martín Fierro, pletórico de
su mensaje alarmado, sale recién a la imprenta y busca los horizontes de su difusión. Y entonces ¿qué
sucede?. Las dos clases de elite, a que acabo de referirme, o lo ignoran o lo aceptan como un “hecho
literario” que gusta o no gusta. [...]
¿Cuál era, pues, la única órbita de acción que a Martín Fierro le quedaba? La del pueblo mismo cuyo
mensaje quería transmitir el poema. Y entonces ocurre lo enigmático: el mensaje desoído vuelve al pueblo
de cuya entraña salió. [...]
Sus ediciones están en las pulperías, en los abigarrados almacenes, entre los tercios de yerba mate y
las bolsas de galleta dura [...]
[...] Martín Fierro es el ente nacional en un momento crítico de su historia es el pueblo de la nación
salido recién de su guerra de la independencia y de sus luchas civiles y atento a la organización de sus
fuerzas que ha de permitirle realizar su destino histórico.[...]
En la historia del segundo hijo de Martín Fierro hace su aparición un personaje novedosos, el viejo
Vizcacha [...que es] la expresión simbólica de aquella parte del ser nacional que, desertando su propio
estilo, se adapta cazurramente al estilo invasor y se hace su cómplice. La circunstancia de que el viejo
sirviese a la “autoridad” y se hiciera el menguado tutor del hijo de Fierro, su torpe filosofía de vencido, todo
ello parece confirmarlo.[...]
[...] la clave del Martín Fierro se oculta y se revela en su despedida[...]
[Partir a los cuatro vientos]. Trabajar por abajo, en el humus auténtico de la raza, con la raíz hundida
en sus puras esencias tradicionales, he ahí la metodología de su acción futura. Porque el humus de abajo
siempre conserva la simiente de lo que se intenta negar en la superficie.”
Leopoldo Marechal “Simbolismos de Martín Fierro”.

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Martín Fierro

¿Quién fue José Hernández?

Nació en la chacra de Pueyrredón, en San Isidro (Prov. de Buenos Aires) el 10 de noviembre


de 1834. La familia de su padre, Rafael Hernández, era rosista y la de su madre, Isabel
Pueyrredón, se oponía a Rosas. Junto a su hermana mayor, fue criado por su tía Victoria.
Debido a una amenaza de la mazorca rosista, sus tíos se trasladaron a Brasil y él quedó con su
abuelo paterno. Cursó estudios primarios con el maestro Pedro Sánchez .En 1843 falleció su
madre y en 1846 fue a vivir al campo junto a su padre. Allí se puso en contacto con las tareas y
costumbres rurales .Luchó en la acción de El Tala contra fuerzas federales .Al morir su padre en
1857 se trasladó a Paraná. Con el ejército de Urquiza actuó en Cepeda. Realizó tareas de
taquígrafo en el Congreso. Participó en la batalla de Pavón. En 1863 fundó y redactó el diario
”El Argentino” opositor del gobierno de Mitre y del gobernador de San Juan, Domingo F.
Sarmiento. Se casó en Paraná con Carolina González del Solar.
En 1871 tomó parte de la batalla de Naembé y se exilió en Santa Ana do Livramento (Rio
Grande do Sul) Al año siguiente, 1872, volvió a Buenos Aires y se hospedó en el Hotel
Argentino, muy cercano a la Casa de Gobierno. Allí se dice que compuso el Martín Fierro.
En 1878 adquirió una librería a la que llamó “Librería del Plata” En 1879 publicó “La vuelta de
Martín Fierro” y se incorporó como diputado a la Legislatura bonaerense. En 1880 fue elegido
vicepresidente de la Cámara de Diputados y más tarde ocupó distintos cargos en el gobierno
provincial.
Murió en 1886 debido a una miocarditis.
En 1872 Hernández escribió El gaucho Martín Fierro (la Ida) obra que consta de trece
“cantos” escritos en versos que narran la vida del gaucho en la estancia y luego en la frontera.
En 1879 se publicó La vuelta de Martín Fierro (la Vuelta) de treinta y tres cantos que cuentan la
vida del personaje en las tolderías y también el reencuentro con sus hijos.

El político detrás del poema


José Hernández nació el 10 de noviembre de 1834 en la chacra de Pueyrredón( en el actual partido bonaerense de
San Martín), hijo de Pedro Rafael Hernández y de Isabel Pueyrredón, dos estancieros.
La madre de Hernández muere cuando el chico todavía no ha cumplido 9 años. En 1846, a los 12 años, su padre lo
lleva a su campo en la provincia de Buenos Aires.
En 1853, Hernández forma parte de las fuerzas de Pedro Rosas y Belgrano, que combaten a Hilario Lagos. Tiene 19
años, pero una gran experiencia de vida. Casi sin estudios, a los 22 años empieza a colaborar en el periódico La
Reforma Pacífica.

POLITECNICO 45
Hacia la identidad
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Periodista, militar, escritor, también trabajó como taquígrafo en el Senado de la Confederación. En 1861 es
nombrado sargento mayor, después de participar en la batalla de Cepeda. Ese año ingresa a la masonería.
En 1863 se casa con Carolina González del Solar, madre de sus siete hijos. Nueve años después publica la primera
edición de Martín Fierro.
El mismo año en que es electo diputado por la provincia de Buenos Aires (1879), aparece Lavuelta de Martín
Fierro. Dos años después, es elegido senador bonaerense.
El 21 de octubre de 1886, poco antes de cumplir 52 años, Hernández muere de un ataque al corazón en su quinta de
Belgrano. “Esto está concluido”, le dijo a su hermano Rafael. Y después, sus últimas palabras: “Buenos Aires”.

Prólogo a El gaucho Martín Fierro


Carta: Del autor a don José Zoilo Miguens6

Querido amigo:
Al fin me he decidido a que mi pobre Martín Fierro, que me ha ayudado algunos momentos a alejar el
fastidio de la vida del Hotel, salga a conocer el mundo, y allá va, acogido al amparo de su nombre.
No le niegue su protección, Ud. que conoce bien todos los abusos y todas las desgracias de que es
víctima esa clase desheredada de nuestro país.
Es un pobre gaucho, con todas las imperfecciones de forma que el arte tiene todavía entre ellos y con
toda la falta de enlace en sus ideas, en la[s] que no existe siempre una sucesión lógica, descubriéndose
frecuentemente entre ellas apenas una relación oculta y remota.
Me he esforzado, sin presumir haberlo conseguido, en presentar un tipo que personificara el carácter
de nuestros gauchos, concentrando el modo de ser, de sentir, de pensar y de expresarse, que le es
peculiar; dotándolo con todos los juegos de su imaginación llena de imágenes y colorido, con todos los
arranques de su altivez, inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una
naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado.
Cuantos conozcan con propiedad el original podrán juzgar si hay o no semejanza en la copia.
Quizás la empresa habría sido para mí más fácil, y de mayor éxito, si sólo me hubiera propuesto hacer
reír a costa de su ignorancia, como se halla autorizado por el uso en este género de composiciones; pero
mi objeto ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos, sus hábitos
de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes: ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral
y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de
agitaciones constantes.
Y he deseado todo esto, empeñándome en imitar ese estilo abundante en metáforas, que el gaucho
usa sin conocer y sin valorar, y su empleo constante de comparaciones tan extrañas como frecuentes: en

6
Hernández acompañó con esta carta la primera edición de su poema. Es un documento de extraordinaria importancia para conocer el pensamiento
del autor sobre la vida del gaucho y valorar el esfuerzo de reflexión y estudio en la composición literaria del poema.

46 POLITECNICO
copiar sus reflexiones con el sello de la originalidad que las distingue y el tinte sombrío de que jamás
carecen, revelándose en ellas esa especie de filosofía propia que, sin estudiar, aprende en la misma
naturaleza; en respetar la superstición y sus preocupaciones, nacidas y fomentadas por su misma
ignorancia; en dibujar el orden de sus impresiones y de sus defectos, que él encubre y disimula
estudiosamente, sus desencantos, producidos por su misma condición social, y esa indolencia que le es
habitual, hasta llegar a constituir una de las condiciones de su espíritu; en retratar, en fin, lo más fielmente
que fuera posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan poco
conocido por lo mismo que es difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces y que, al paso
que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo.
Sin duda que todo esto ha sido demasiado desear para tan pocas páginas, pero se me puede hacer un
cargo por el deseo sino por no haberlo conseguido.
Una palabra más, destinada a disculpar sus defectos. Páselos Vd. por alto, porque quizá no lo sean
todos los que, a primera vista, puedan parecerlo; pues no pocos se encuentran allí como copia o
imitación de los que lo son realmente.
Por lo demás espero, mi amigo, que Vd. lo juzgará por benignidad, siquiera sea porque Martín Fierro
no va a la ciudad a referir a sus compañeros lo que ha visto y admirado en un 25 de mayo, u otra función
semejante(referencias algunas de las cuales, como el Fausto y varias otras, son de mucho mérito
ciertamente), sino que cuenta sus trabajos, sus desgracias, los azares de su vida de gaucho; y Vd. no
desconoce que el asunto es más difícil de lo que muchos se lo imaginaran.
Y con lo dicho basta para preámbulo[s], pues ni Martín Fierro exige más, ni Vd. gusta mucho de ellos,
ni son de la predilección del público, ni se avienen con el carácter de
Su verdadero amigo
José Hernández

Prólogo a La vuelta de Martín Fierro


Cuatro palabras de conversación con los lectores

Entrego a la benevolencia pública, con el título La vuelta de Martín Fierro, la segunda parte de una
obra que ha tenido una acogida tan generosa, que en seis años se han repetido once ediciones con un
total de cuarenta y ocho mil ejemplares.
Esto no es vanidad de autor, porque no rindo tributo a esa falsa diosa; ni bombo de Editor, porque no lo
he sido nunca de mis humildes producciones.
Es un recuerdo oportuno para explicar por qué el primer tiraje del presente libro consta de 20.000
ejemplares, divididos en cinco secciones o ediciones de 4.000 números cada una, y agregaré, que confío

POLITECNICO 47
Hacia la identidad
Idioma Nacional

en que el acreditado Establecimiento Tipográfico del señor Coni hará una impresión esmerada, como las
que tienen todos los libros que salen de sus talleres.
Lleva también diez ilustraciones incorporadas en el texto, y creo que en los dominios de la literatura es
la primera vez que una obra sale de las prensas nacionales con esta mejora. Así se empieza.
Las láminas han sido dibujadas y calcadas en la piedra por don Carlos Clerice, artista compatriota que
llegará a ser notable en su ramo, porque es joven, tiene escuela, sentimiento artístico y amor al trabajo.
El grabado ha sido ejecutado por el señor Supot, que posee el arte, nuevo y poco generalizado todavía
entre nosotros, de fijar en láminas metálicas lo que la habilidad del litógrafo ha calcado en la piedra,
creando o imaginando posiciones que interpretan con claridad y sentimiento la escena descripta en el
verso.
No se ha omitido, pues, ningún sacrificio a fin de hacer una publicación con las más aventajadas
condiciones artísticas.
En cuanto a su parte literaria, sólo diré que no se debe perder de vista al juzgar los defectos del libro,
que es copia fiel de un original que los tiene, y repetiré que muchos defectos están allí con el objeto de
hacer más evidente y clara la imitación de los que lo son en realidad.
Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a
servir de provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído,
debe ajustarse estrictamente a los usos y costumbres de esos mismos lectores, rendir sus ideas e
interpretar sus sentimientos en su mismo lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma general,
aunque sea incorrecta; con sus imágenes de mayor relieve, y con sus giros más característicos, a fin de
que el libro se identifique con ellos de una manera tan estrecha e íntima, que su lectura no sea sino una
continuación natural de su existencia.
Solo así pasan sin violencia del trabajo al libro; y solo así, esa lectura puede serles amena, interesante
y útil.
Ojalá hubiera un libro que gozara del dichoso privilegio de circular de mano en mano en esa inmensa
población diseminada en nuestras vastas campañas, y que bajo una forma que lo hiciera agradable, que
asegurara su popularidad, sirviera de ameno pasatiempo a sus lectores, pero:
Enseñando que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y bienestar.
Enalteciendo las virtudes morales que nacen de la ley natural y que sirven de base a todas las virtudes
sociales.
Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración hacia su Creador, inclinándolos a obrar bien.
Afeando las supersticiones ridículas y generalizadas que nacen de una deplorable ignorancia.
Tendiendo a regularizar y dulcificar las costumbres, enseñando por medios hábilmente escondidos, la
moderación y el aprecio de sí mismo; el respeto a los demás; estimulando la fortaleza por el espectáculo
del infortunio acerbo, aconsejando la perseverancia en el bien y la resignación en los trabajos.

48 POLITECNICO
Recordando a los padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus hijos, poniendo ante
sus ojos los males que produce su olvido, induciéndolos por ese medio a que mediten y calculen por sí
mismos todos los beneficios de su cumplimiento.
Enseñando a los hijos cómo deben respetar y honrar a los autores de sus días.
Fomentando en el esposo el amor a su esposa, recordando a ésta los santos deberes de su estado;
encareciendo la felicidad del hogar, enseñando a todos a tratarse con respeto recíproco, robusteciendo
por todos estos medios los vínculos de la familia y de la sociabilidad.
Afirmando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse del respeto que es debido a los
superiores y magistrados.
Enseñando a los hombres con escasas nociones morales, que deben ser humanos y clementes,
caritativos con el huérfano y con el desvalido; fieles a la amistad; gratos a los favores recibidos; enemigos
de la holgazanería y del vicio; conformes con los cambios de fortuna; amantes de la verdad, tolerantes,
justos y prudentes siempre.
Un libro que todo esto, más que esto, o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar su pretensión,
sin dejarla conocer siquiera, sería indudablemente un buen libro, y por cierto que levantaría el nivel moral
e intelectual de sus lectores aunque dijera naides por nadie, resertor por desertor, mesmo por mismo, u
otros barbarismos semejantes, cuya enmienda le está reservada a la escuela, llamada a llenar un vacío
que el poema debe respetar, y a corregir vicios y defectos de fraseología que son también elementos de
que se debe apoderar el arte para combatir y extirpar males morales más fundamentales y trascendentes,
examinándolos bajo el punto de vista de una filosofía más elevada y pura.
El progreso de la locución no es la base del progreso social, y un libro que se propusiera tan elevados
fines debería prescindir por completo de las delicadas formas de la cultura de la frase, subordinándose a
las imperiosas exigencias de sus propósitos moralizadores, que serían en tal caso el éxito buscado.
Los personajes colocados en escena deberían hablar en su lenguaje peculiar y propio, con su
originalidad, su gracia y sus defectos naturales, porque despojados de ese ropaje, lo serían igualmente de
su carácter típico, que es lo único que los hace simpáticos, conservando la imitación y la verosimilitud en
el fondo y en la forma.
Entra también en esta parte la elección del prisma a través del cual le es permitido a cada uno estudiar
sus tiempos, y aceptando esos defectos como un elemento, se idealiza también, se piensa, se inclina a
los demás a que piensen igualmente y se agrupan, se preparan y conservan pequeños monumentos de
arte, para los que han de estudiarnos mañana y levantar el grande monumento de la historia de nuestra
civilización.
El gaucho no conoce ni siquiera los elementos de su propio idioma, y sería una impropiedad cuando
menos, y una falta de verdad muy censurable, que quien no ha abierto jamás un libro siga las reglas de
arte de Blair, Hermosilla o la Academia.
El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y
majestuosos panoramas se extiende delante de sus ojos.

POLITECNICO 49
Hacia la identidad
Idioma Nacional

Canta porque hay en él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que domina en su
organización, y que lo lleva hasta el extraordinario extremo de que todos sus refranes, sus dichos agudos,
sus proverbios comunes, son expresados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados
con inflexible regularidad, llenos de armonía, de sentimiento y de profunda intención.
Eso mismo hace muy difícil, si no de todo punto imposible, distinguir y separar cuáles son los
pensamientos originales del autor, y cuáles los que son recogidos de las fuentes populares.
No tengo noticia que exista ni que haya existido una raza de hombre aproximado a la naturaleza, cuya
sabiduría proverbial llene todas las condiciones rítmicas de nuestros proverbios gauchos.
Qué singular es, y qué digno de observación, el oír a nuestros paisanos más incultos expresar en dos
versos claros y sencillos, máximas y pensamientos morales que las naciones más antiguas, la India y la
Persia, conservaban como el tesoro inestimable de su sabiduría proverbial; que los griegos escuchaban
con veneración de boca de sus sabios más profundos, de Sócrates, fundador de la moral, de Platón y de
Aristóteles; que entre los latinos difundió gloriosamente el afamado Séneca; que los hombres del Norte les
dieron lugar preferente en su robusta y enérgica literatura; que la civilización moderna repite por medio de
sus moralistas más esclarecidos, y que se hallan consagrados fundamentalmente en los códigos
religiosos de todos los grandes reformadores de la humanidad.
Indudablemente, que hay cierta semejanza íntima, cierta identidad misteriosa entre todas las razas del
globo que sólo estudian en el gran libro de la naturaleza; pues de él deducen, y vienen deduciendo desde
hace más de tres mil años, la misma enseñanza, las mismas virtudes naturales, expresadas en prosa por
todos los hombres del globo, y en verso por los gauchos que habitan las vastas y fértiles comarcas que se
extienden a las dos márgenes del Plata.
El corazón humano y la moral son los mismos en todos los siglos.
Las civilizaciones difieren esencialmente. "Jamás se hará, dice el doctor don V. F. López en su prólogo
a Las neurosis, un profesor o un catedrático europeo, de un Bracma"; así debe ser: pero no ofrecería la
misma dificultad el hacer de un gaucho un Bracma lleno de sabiduría; si es que los Bracmas hacen
consistir toda su ciencia en su sabiduría proverbial, según los pinta el sabio conservador de la Biblioteca
Nacional de París, en "La sabiduría popular de todas las naciones", que difundió en el nuevo mundo el
americano Pazos Kanki.
Saturados de ese espíritu gaucho hay entre nosotros algunos poetas de formas muy cultas y correctas,
y no ha de escasear el género porque es una producción legítima y espontánea del país, y que, en
verdad, no se manifiesta únicamente en el terreno florido de la literatura.
Concluyo aquí, dejando a la consideración de los benévolos lectores lo que yo no puedo decir sin
extender demasiado este prefacio, poco necesario en las humildes coplas de un hijo del desierto.
¡Sea el público indulgente con él! y acepte esta humilde producción, que le dedicamos, como que es
nuestro mejor y más antiguo amigo.
La originalidad de un libro debe empezar en el prólogo.

50 POLITECNICO
Nadie se sorprenda, por lo tanto, ni de la forma ni de los objetos que éste abraza; y debemos
terminarlo haciendo público nuestro agradecimiento hacia los distinguidos escritores que acaban de
honrarnos con su fallo, como el señor d. José Tomás Guido, en una bellísima carta que acogieron
deferentes La Tribuna y La Prensa, y que reprodujeron en sus columnas varios periódicos de la
República. -El doctor don Adolfo Saldías, en un meditado trabajo sobre el tipo histórico y social del
gaucho. -El doctor don Miguel Navarro Viola, en la última entrega de la Biblioteca Popular estimulándonos,
con honrosos términos, a continuar en la tarea empezada.
Diversos periódicos de la ciudad y campaña, como El Heraldo, del Azul; La Patria, de Dolores; El
Oeste, de Mercedes, y otros, han adquirido también justos títulos a nuestra gratitud, que conservamos
como una deuda sagrada.
Terminamos esta breve reseña con La Capital, del Rosario, que ha anunciado LA VUELTA DE
MARTÍN FIERRO, haciendo concebir esperanzas que Dios sabe si van a ser satisfechas.
Ciérrase este prólogo diciendo que se llama este libro LA VUELTA DE MARTÍN FIERRO, porque este
título le dio el público antes, mucho antes de haber yo pensado en escribirlo; y allá va a correr tierras con
mi bendición paternal.
José Hernández

El gaucho Martín Fierro:

1) ¿Qué tipo de versos predomina?


2) ¿Quiénes son los narradores a lo largo de los 13 cantos?
3) ¿En qué marco ubica Hernández las acciones?
4) Compara a Martín Fierro y Cruz.
5) Describe el contexto socio político en que se inspira José Hernández.

La vuelta de Martín Fierro:


1) Averigua qué cambios hubo en el país y explica de qué modo se reflejan en esta parte de
la obra.
2) Caracteriza al protagonista.
3) Compara la visión del indio que tiene el autor en esta parte con la de “La ida”.
4) Lee los consejos de Martín Fierro a sus hijos y los de Vizcacha, analiza la postura de cada
uno y elabora una conclusión.
5) ¿Qué es una “payada de contrapunto”? ¿Quiénes realizan la payada en la obra? ¿Qué
temas tratan?
6) Confronta ambas partes de la obra teniendo en cuenta los siguientes ítems:
 intencionalidad del autor
 temas
 personajes
 caracterización de: el gaucho, los indios, las mujeres, los gringos, la autoridad

POLITECNICO 51
Hacia la identidad
Idioma Nacional

En busca de la identidad

Borges y yo - Jorge Luis Borges

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya
mecánicamente para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo
y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de
arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el
otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.
Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil, yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda
tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas
válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizás porque lo bueno ya no es de nadie,ni siquiera del
otro, sino del lenguaje o de la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y
sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta
su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar
en su ser, la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí
(si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el
laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del
arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que
idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de
los dos escribe esta página.

Comprensión de texto
 Subraya las expresiones donde se manifiestan las características del Borges público (o el que se
muestra) y del Borges interior. Realiza una comparación.
 Explica el significado de “No sé cuál de los dos escribe esta página”.
 Producción: Realiza un texto donde se manifieste una característica que cada uno de nosotros
presenta “por fuera” y cuáles no manifestamos pero tenemos como propias. El título sería “El otro y
yo”.

"Epílogo" a El hacedor - Jorge Luis Borges (fragmento)

Un hombre propone dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de
provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de
instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente
laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

La crítica literaria, Beatriz Sarlo, en su libro Borges, un escritor en las orillas afirma que:

52 POLITECNICO
“No existe un escritor más argentino que Borges: él se interrogó, como nadie, sobre la forma de la
literatura en una de las orillas de occidente. En Borges, el tono nacional no depende de la representación
de las cosas sino de la presentación de una pregunta: ¿cómo puede escribirse literatura en una nación
culturalmente periférica? La obra de Borges no deja nunca de rodear este problema que pertenece al
núcleo de las grandes cuestiones abiertas en una nación joven, sin fuertes tradiciones culturales propias,
colocada en el extremo sur de los dominios de España en América, tierras finales que fueron la sede del
virreinato menos rico, que tampoco pudo exhibir, como otras naciones latinoamericanas, grandes
formaciones indígenas precolombinas.”

El diálogo con la tradición

El fin – Jorge Luis Borges


Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielorraso de junco. De la otra pieza le llegaba
un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente...
Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin
lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de
los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz
en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre.
Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor
era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro
forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera
de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar: acaso la derrota lo había
amargado. La gente se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería,
no olvidaría ese contrapunto: al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto
bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los
héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido
Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América.
Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de
la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los
ojos cerrados si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no: el negro no
contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro como si
ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el
horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo,
el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino

POLITECNICO 53
Hacia la identidad
Idioma Nacional

acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar,
apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
- Ya sabía yo señor, que podía contar con usted.
El otro con voz áspera, replicó:
- Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
- Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
- Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un
hombre que anda a las puñaladas.
- Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó
sin concluirla.
-Les di buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras
cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
- Hizo bien. Así no se parecen a nosotros.
- Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que
yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro como si no lo oyera, observó:
- Con el otoño se van acortando los días.
- Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
- Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
- Tal vez en este me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
- En el primero no te fue tan mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna
resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el
poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
- Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda
su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se
entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo: nunca lo dice o tal vez lo dice
infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como la música... Desde su catre,

54 POLITECNICO
Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se
tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó
a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón
ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de
justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un
hombre.

Comprensión de texto
1. Relee los Cantos 7 y 8 de El gaucho Martín Fierro y los Canto XXX de La vuelta de Martín Fierro y el
final en el canto XXXIII. ¿Cuáles son los indicios que evidencian la relación de intertextualidad con “El
fin”?
2. Menciona los personajes, caracterízalos y señala la función de cada uno en el texto.
3. ¿Qué espacios determina el narrador?
4. ¿Qué tratamiento hace del tiempo?
5. Explica el significado de los símbolos que aparecen en el texto: el laberinto, el cuchillo, la guitarra.
6. Enuncia el tema.
7. Explica el sentido de las dos últimas oraciones.

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829 - 1874) - Jorge Luis Borges

I’m looking for the face I had


Before the world was made.

El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur
para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a tres o
cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una pesadilla tenaz: en la penumbra
del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro
día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la persecución duró
nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un
sable de las guerras del Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el
nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo me interesa una
noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La aventura consta en
un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), pues es
capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han comentado, y son muchos,
la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a

POLITECNICO 55
Hacia la identidad
Idioma Nacional

él nacieron y murieron en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en
un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una
montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa
del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el cinto;
Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó ahí muchos días, taciturno,
durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá
de las palabras y aun del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones,
borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro
menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo
tendió de una puñalada. Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal; noches después, el grito de un chajá
le advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la
de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en
la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los dedos,
peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El
ejército, entonces, desempeñaba una función penal: Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte.
Como soldado raso, participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en
contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al
mando del sargento mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una
herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el
Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En 1869 fue
nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse
felíz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche
fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre. Bien
entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche,
porque los actos son nuestro símbolo). Cualquier destino por largo y complicado que sea, consta en
realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que
Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de
Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado
en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que debía dos
muertes a la justicia. Era este un desertor que en las fuerzas de la frontera Sur mandaba el coronel Benito
Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido
de Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años,
habíanse congregado los montoneros para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros;
de ahí salió Manuel Mesa, que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban
para que no se oyera su ira; de ahí el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja,
partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del

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lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a
caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo, lo acorralaron la noche del doce de
julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable; Cruz y los suyos, cautelosos y a
pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un
chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la
guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió, terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la
cara. Un motivo notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a
varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en
la oscuridad), empezó a comprender. Comprender que un destino no es mejor que otro, pero que todo
hombre debe acatar el que lleva adentro.
Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no
de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra
el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra
los soldados, junto al desertor Martín Fierro.

Comprensión de texto
1. ¿Por qué el cuento de Borges es una “biografía”?
2. Explica la siguiente expresión: ”Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche fundamental :la
noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa
noche agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos
son nuestro símbolo”
3. ¿Por qué el narrador afirma que: “Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario;
comprendió que el otro era él”...?

Hacia la identidad

Un modelo argentino: lo vernáculo y lo europeo – Victor Massuh

La primera dicotomía histórica por resolver es la del enfrentamiento entre lo vernáculo y lo europeo.
Con estos términos, se designan dos modalidades bastante arraigadas en el argentino. Una tiende a la
valorización de lo propio, lo comarcano, lo inmediato, lo que se tiene. La otra valoriza lo distinto, lo
europeo, lo que viene de los centros prestigiosos. En el primer caso, se piensa que la vitalidad natural es
una savia que asciende desde una raíz hundida en la tierra, en el pasado del indigenismo, del hispanismo
o del criollismo. En el segundo caso, la opción europeizante y cosmopolita asume la tarea cultural como
un trabajo asimilatorio o imitativo de pautas importadas. Una perspectiva mira hacia adentro, la otra hacia
fuera; una es tradicionalista, la otra es moderna; una es cerrada y desconfiada, la otra es abierta y
fuertemente repetitiva.

POLITECNICO 57
Hacia la identidad
Idioma Nacional

Estas dos actitudes marcaron al hombre argentino y sellaron su historia. Una propuesta nacional debe
resolver esta dicotomía que tuvo expresiones políticas, ideológicas, económicas y literarias desgarrantes.
Resolverlas implica comprender que estos dos movimientos deben mantenerse como alternancia
complementaria de una misma realización. Toda gran obra es un acto de fidelidad a la raíz, pero también
una incorporación de lo ajeno; es un adentrarse en el pasado para rescatar y continuar sus contenidos
valiosos, pero también una fecundación propia mediante el comercio con lo extraño y lo distante. Pero no
basta con complementar estas tendencias. Se trata de limpiar la actitud vernácula de su desconfianza por
lo europeo y la actitud europeísta de su afán por desvalorizar lo propio y lo comarcano. Detrás del énfasis
autóctono se esconde, con frecuencia, el simple temor a lo nuevo; detrás de la opción europeísta, un afán
repetitivo. ¿Cómo eliminar estos contenidos falseados?.
Es preciso un humilde acto de conciencia. La actitud vernácula es insuficiente cuando se hace de lo
indígena, de hispánico o de lo criollo, modelos que emplea para encubrir su temor a lo nuevo y lo
desconocido También es preciso desprendernos de un europeísmo imitativo. Europa ha dejado,
sencillamente, de ser el eje de la historia universal, ya no es sinónimo de universalismo. Menos se
justifica, entonces, la admiración bobalicona y obsecuente. Liberado del temor a lo nuevo y de la imitación
servil, el argentino puede percibir el sello de la universalidad tanto en una copla, un rito religioso arcaico,
una legislación colonial, una rebeldía caudillesca o el “Facundo “ de Sarmiento, como en los mosaicos de
Ravenna, la mezquita de Córdoba, el “Fausto“ de Goethe o la acción de Mahatma Gandhi.
Atrás tienen que quedar las cegueras del pasado: no todo lo vernáculo es “barbarie” ni lo europeo,
“civilización”. Una voluntad argentina puede superar estas dicotomías torpes, porque su óptica es la
universalidad. Desde esta perspectiva, se diluye la distancia entre lo vernáculo y lo europeo, porque
carece de sentido. Tal perspectiva es la que, felizmente, ya practicaron en nuestro país aquellos que
saben unir los vientos del mundo y los del propio suelo en un solo impulso de realización.

Comprensión de texto
1. ¿Cuáles son las dos posiciones que desarrolla el autor con respecto al “Ser argentino”?
2. Realiza un cuadro comparativo con las características de cada una de las posturas enunciadas.
3. ¿Cuál es la posición del autor al respecto? ¿Cómo lo manifiesta?

El escritor argentino y la tradición – Jorge Luis Borges

Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y
la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia
misma del problema. (…)
Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y soluciones más corrientes. Empezaré por una
solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que
afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los
procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un
punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común (...)

58 POLITECNICO
Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos; y creo con la
misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho,
nuestra Biblia, nuestro libro canónico. (…) La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos
diferenciales argentino y en color local argentino me parece una equivocación. (...)
Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos
diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la
idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. (...) El culto argentino del color local es un
reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.
He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede
prescindir del color local (…) Creo que los argentinos (…) podemos creer en la posibilidad de ser
argentinos sin abundar en color local.
Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora
felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires;
naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milongas, tapia, y
otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se
llama “La muerte y la brújula” que es una suerte de pesadilla, una pesadilla en que figuran elementos de
Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo
llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia,
mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de
Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había
abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano. (...)
Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente
argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si
los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.
Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores
argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco
menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele,
pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un
querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta:
entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un
gusto adquirido (…) por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban
como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad
argentina.
Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que
me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado;
que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa. (...)
Esta opinión me parece infundada. (…) En lo que se refiere a la historia argentina, creo que todos
nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la

POLITECNICO 59
Hacia la identidad
Idioma Nacional

sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la
independencia, todo está, en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta
pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a
esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. (…) Creo
que los argentinos, los sudamericanos en general (…) podemos manejar todos los temas europeos,
manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias
afortunadas. (...)
Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de
igual modo que el hecho de tratar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra
de Chaucer y de Shakespeare.(...)
Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo;
ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser
argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera
afectación, una máscara.
Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos
argentinos y seremos también, buenos o tolerables escritores.

La opción criollista

María Teresa Gramuglio, crítica literaria especializada en literatura argentina, resume lo que otros
críticos han planteado acerca de esta preocupación borgeana:
“Para Ricardo Piglia “la escritura de Borges se constituye en el movimiento de reconocerse en un linaje
doble”, y “el culto al coraje y el culto a los libros que dividen su obra a la vez temática y formalmente no
son otra cosa que la transcripción de ese antagonismo”. Tanto Jitrik como Piglia consideran que esas
discordias son expresiones de un conflicto tradicional de la literatura argentina, que Jitrik define como un
conflicto entre el pensamiento y la acción.

El sur – Jorge Luis Borges


El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de
iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal
en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco
Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de
Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica)
eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un
hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de
estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario,
pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una

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estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen de los
eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la
indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y
con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo en un sitio preciso de la llanura. En los últimos
días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había
conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de las Mil y una Noches de Weil; ávido de examinar ese
hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó
la frente un murciélago, un pájaro?. En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la
mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se
olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir pero a la madrugada estaba despierto
y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de las Mil
y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban con exagerada sonrisa le
repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de estupor y le maravillaba que no
supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se
presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era
indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de la plaza que lo llevó, pensó que en una
habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo
desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales en una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera
y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con
náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la
operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no
dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su
identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con
estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a
punto de morir de septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la
incesante previsión de las malas noches no le había dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte.
Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la
estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en
un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño,
después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la
fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la
noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con
felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las
esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas
las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una
convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche

POLITECNICO 61
Hacia la identidad
Idioma Nacional

buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el
íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que un café de la
calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la
gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la
endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el
negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados como por un cristal, porque
el hombre vive en el tiempo, en la asociación, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del
instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi
vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación,
el primer tomo de las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia su de desdicha,
era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas
fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de los jardines y
quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra
imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho
más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros
superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la
niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fueran dos hombres: el
que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en una sanatorio y
sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente
mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas
nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura.
También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo
conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce
del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era
distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo había atravesado y
transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra
elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de
alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era
perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa
conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la
estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió
una explicación que Dahlman no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos
no le importaba.)

62 POLITECNICO
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la
estación, que era poco más que un andén en un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que
tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlman aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero el
esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no
fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad
el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color
violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de
Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón;
luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre,
oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecha aquel día y para llenar ese
tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no
se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy
viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de
los hombres a una sentencia. El oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad.
Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de balleta, el largo chiripá y la bota de potro y se
dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que
gauchos de esos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. la oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y
sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro . El patrón le trajo sardinas y después carne
asada; Dahlman las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba
errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de querosén pendía de uno de los tirantes;
los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y
torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso
ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero
alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a el. Dahlmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió
el volumen de las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad . Otra bolita lo alcanzó a los pocos
minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un
disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió
salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras
conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara
accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a
un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

POLITECNICO 63
Hacia la identidad
Idioma Nacional

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a


gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era una
ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades tiró al aire un largo cuchillo lo siguió con los
ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba
desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón, el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era
suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que
Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que
ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría
para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos
los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el
filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
- Vamos saliendo -dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral,
que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una
felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Comentario
En el cuento “El sur”, Borges plantea una cuestión muy reiterada por su literatura: la de la búsqueda y
el encuentro de un hombre con su propio destino. El protagonista, Juan Dahlmann, un bibliotecario de
existencia pasiva y sedentaria, flluctúa entre los modelos vitales que le proponen dos antepasados
antagónicos: su abuelo paterno, un pastor protestante entregado a la vida contemplativa, y su abuelo
materno, un capitán criollo, de existencia activa, violenta y azarosa, muerto en un enfrentamiento armado
con los indios. Dahlmann se inclina simpáticamente por el modelo vital del capitán criollo, pero, en la
práctica, su vida transcurre con la placidez de la del antecesor religioso.
La composición de este cuento presenta características tales que el lector puede entender el relato de
dos maneras distintas: una que podría llamarse realista y otra que se podría denominar onírica. De
acuerdo con la primera, todos los acontecimientos vividos por Dahlmann se instalan en un mismo plano
de realidad; de acuerdo con la segunda, el cuento admite dos etapas: una integrada por hechos que
realmente acontecen al personaje; otra integrada por hechos alucinatorios que la mente del protagonista
forja ante la inminencia de la muerte, como realización extrema del destino personal. El punto de fractura
coincide con el abandono del sanatorio por parte de Dahlmann.

64 POLITECNICO
La opción universalista

Otra crítica literaria, Ana María Barrenechea, nos recuerda lo siguiente:


“La búsqueda de lo argentino: Con la independencia política de las colonias hispanoamericanas, nació
el deseo y el programa de independencia literaria, que cada generación renovó. Los escritores argentinos,
en busca de un arte que reflejara más fielmente a América, fueron elaborando dos grandes temas: la
pampa y Buenos Aires. Primero surgió la llanura, creación del paisajismo romántico, y, más tardíamente,
Buenos Aires. (…)
Borges ha insistido a menudo en los dos tópicos (...) Si valora la literatura gauchesca (…) advierte al
mismo tiempo las limitaciones de ese mundo poético (…) y propugna para el arte argentino un porvenir
abierto a las incitaciones de la literatura universal. (…)
Por eso pide escritores que verdaderamente “amillonen” el idioma, que lo ensanchen, y ensanchen la
literatura, moviéndose con toda libertad. (…) contra el localismo estrecho (sea español o americano),
defiende las formas más universales de pensamiento y lenguaje...

El aleph – Jorge Luis Borges


O God!, I could be bounded in a nutshell,
And count myself a King of infinite space… (Hamlet, II, 2)

But they will teach us that Eternity is the


Standing still of the Present Time, a
Nunc-stans (as the Schools call it); which
Neither they, nor any else understand, no
More than they would a Hic-stans for an
Infinite greatness of Place. (Leviathan, IV, 46)

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no
se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza
Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí
que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie
infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana
devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también
sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle
Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés,
irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo
estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con
antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto
Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con

POLITECNICO 65
Hacia la identidad
Idioma Nacional

Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz,
de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a
justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar,
para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un treinta de abril sin volver a su casa.
Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más
tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a
comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con
un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y
vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron * es tolerable) una
como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de
rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es
autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no
salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana
sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda
en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos
hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la
idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas de Francia", repetía con fatuidad. "En vano te
revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El treinta de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino
lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.
-Lo evoco -dijo con una animación algo inexplicable- en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la
torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de
radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de
boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había
transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora, convergían sobre el moderno
Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné
inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo
había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto
Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame,
sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad.
Primero, abría las compuertas a la imaginación; luego, hacía uso de la lima. El poema se titulaba La
Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y
el gallardo apóstrofe.

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Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo
de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con
sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
no corrijo los hechos, no falseo los nombres,
pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.

-Estrofa a todas luces interesante -dictaminó-. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del
académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el
segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al
padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la
enumeración, congerie o conglobación; el tercero -¿barroquismo, decadentismo; culto depurado y fanático
de la forma?- consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto, francamente bilingüe, me asegura el apoyo
incondicional de todo espíritu sensible a los desenfadados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara
ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo!, acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas
que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a laOdisea, la segunda a los Trabajos y días,
la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano... Comprendo una
vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra
Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso. Nada
memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían
colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores.
Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la
poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otros.
La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, trasmitir esa
extravagancia al poema.
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa
epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la
historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es
menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la
redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de
un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la
parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre,
en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó
ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos
carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:
Sepan. A manderecha del poste rutinario
(viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)

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se aburre una osamenta -¿Color? Blanquiceleste-


que da al corral de ovejas catadura de osario.

-Dos audacias -gritó con exultación-, rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito. Lo admito, lo admito.
Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas
pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureadoDon Segundo se atrevieron jamás
a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmose aburre una osamenta, que el melindroso
querrá excomulgar con horror pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso,
por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el
lector; se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y
qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor
importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del
boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y
negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me
propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el
progresismo de Zunino y de Zungri -los propietarios de mi casa, recordarás- inaugura en la esquina;
confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil
encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis
previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por
Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz
(que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado
principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba enazulino, azulenco y
hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero
de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego,
más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de
prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar
a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la
donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la
nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó
que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación
telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado:
Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar en el epíteto al calificar de sólido
el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me
empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía
que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese

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dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa
verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino
el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas,
pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía
comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que
antes de abordar el tema del prólogo, describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por
Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con
Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría
nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía
y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese
instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las
inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente, nada ocurrió -
salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y
luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo;
no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri,
so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! -repitió, quizá olvidando su
pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un
símbolo detestable del pasaje del tiempo; además, se trataba de una casa que, para mí, aludía
infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino
y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por
daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial.
Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dijo que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y
con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar
el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph
es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
-Está en el sótano del comedor -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío: yo lo
descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían
prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a
un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al
abrir los ojos, vi el Aleph.
-¿El Aleph? -repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A
nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese

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privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no.
Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph,
ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en
el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido
hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás... Beatriz (yo
mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella
negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación
patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos
habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre,
en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal
que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una
desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy
Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento
que de la perdición del Aleph.
-Una copita del seudo coñac -ordenó- y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es
indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el
piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la
trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El
microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás
entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera,
tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos
cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la
acomodó en un sitio preciso.
-La almohada es humildosa -explicó-, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te
quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a
una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había
dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo

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terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía
que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un
narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo
lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores
comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los
místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un
pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas
partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al
Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna
relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente,
pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es
irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto
millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el
mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que
transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable
fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los
vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el
espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era
infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el
alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en
un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las
mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve,
tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de
arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer
en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de
Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada
letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se
mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en
Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un
gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin
arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los
sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja
española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos,
bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un
cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había
dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que

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deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y
la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra
vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis
ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún
hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman -dijo una voz aborrecida y jovial-.
Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable,
che Borges!
Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a
levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿Lo viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo,
agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la
casa para alejarse de la perniciosa metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con
suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son
dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las
caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la
impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.

Posdata del primero de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle
Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado
una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el
Segundo Premio Nacional de Literatura. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario
Bonfanti; increíblemente, mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la
incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que
pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a
versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste,
como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi
historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad;
también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo
inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números
transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos
Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de

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los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca, yo creo que hay (o
que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio
de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba
sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zú al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En
su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres -la séptuple copa de
Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano
de Samosata pudo examinar en la luna (Historia verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro
del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlin, "redondo y hueco y semejante a
un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores
(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la
mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas
de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la
superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... La mezquita data del siglo VII; las
columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En
las repúblicas fundadas por nómadas es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea
albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?
Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de
los años, los rasgos de Beatriz.

La muerte y la brújula – Jorge Luis Borges


A Mandie Molina Vedia
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño - tan
rigurosamente extraño, diremos - como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la
quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró
impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto
asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red
Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su
honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un
Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen
el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la
numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de
diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de
barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua
resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión

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y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el
Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad,
ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz.
(Así lo declaró elchauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos
A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo
hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no
lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas
después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot
debatían con serenidad el problema.
–No hay que buscarle tres pies al gato–decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro–.Todos
sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá
penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
–Posible, pero no interesante–respondió Lönnrot–. Usted replicará que la realidad no tiene la menor
obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no
las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto;
yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
–No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este
desconocido.
–No tan desconocido–corrigió Lönnrot –. Aquí están sus obras completas–. Indicó en el placard una fila
de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una
traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los
Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del
Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
–Soy un pobre cristiano–repuso–. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder
en supersticiones judías.
–Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías–murmuró Lönnrot.
–Como el cristanismo–se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy
tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de
papel con esta sentencia inconclusa
La primera letra del Nombre
ha sido articulada.
Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con
los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a
estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la
secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios;
otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de
cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia), su noveno atributo, la eternidad, es decir, el

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conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición
enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico
temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre. El Nombre
Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este
quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró
en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para
dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó.
Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro,
publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos
suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas
soledades vio en el umbral de una antigua pintorería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro
estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre
los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde,
Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y derecha del automóvil, la
ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de
ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar
de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simó
Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a
guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les
pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el
manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras en tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre
ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la
oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba
Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos
de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del
delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en
carnaval), Treviranus indagó que le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de
Toulon –esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de
biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi
anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un
inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida al Liverpool
House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado pieza en los altos del
bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan
(que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo;
Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su

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cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un
cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos
recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie
pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de
Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad;
cambiaron unas palabras en yiddish –él en voz baja, gutural, ellos con las voces falsas, agudas– y
subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante,
parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines
enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces
tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los
tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura
obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:
La última de las letras del Nombre
ha sido articulada.
Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en
los rincones, restos de cigarrillo de marca húngara; en un armario, un libro en latín –el Philologus
hebraeograecus(1739), de Leusden– con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e
hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a
los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon,
cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
–¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación
trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei
sequentis. Esto quiere decir –agregó–, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente
anochecer.
El otro ensayó una ironía.
–¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
–No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las
contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Erns Palast, en El Mártir,
reprobó "las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para
liquidar tres judíos"; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, "aunque
muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio"; el más ilustre de los pistoleros
del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de
culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una
carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker.
La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la

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taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran "los vértices perfectos de un triángulo equilátero y
místico"; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación
ese argumento more geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot, indiscutible merecedor de
tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de
diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio también... Sintió, de pronto, que estaba por
descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la
palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
–Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el
problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
–Entonces, ¿no planean un cuarto crimen?
–Precisamente, porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos.
–Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la
quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas
barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio donde, al amparo de un
caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado –Red Scharlach–
hubiera dado cualquier cosa por conocer su clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach;
Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó...
Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos,
caras, trámites judiciales y carcelarios) apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de
tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un
triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó
de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. El aire de la turbia llanura era húmedo y
frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, v io
un caballo plateado que bebía del agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador
rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó
que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo
separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado.
Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el porton infranqueable, metió
la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió.
Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de
cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a
una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se
reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Lönnrot rodeó la casa como
había rodeado la quinta. Todo lo examinó: bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.

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La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sotano. Lönnrot, que ya intuía las
preferencias del arquitecto, adivino que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los
encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos
fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por ante comedores y galerías salió a patios iguales y repetidas
veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se
multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo
desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas
embaladas en tarlatán. un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana;
al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció
infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos,
los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas;
eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña
estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad
y le dijo:
–Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.
–Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano
para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño
del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
–No– dijo Scharlach.- Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un
garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis
hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en
esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las
auroras daban horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos
ojos, dos manos, dos pulmones, son tan mostruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a
la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi
delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir,
pues todos los caminos, aunque fingieran ir al Norte o al Sur, iban realmente a Roma, que era también la
cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por
el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno
del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un
heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de
una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas- entre
ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el
dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió;

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hacia las dos de la madrugada irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomio, se
había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios;
había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio;
Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio
una sola puñalada en el pecho.Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado
que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en
los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los
Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que
ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto,
habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían
sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la del tres
de enero. Muró en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo
fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el
plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos
de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro.
Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenua
barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron.
Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido
articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin
embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que
es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el
Sur; el Tetragrámaton –el nombre de Dios, JHVH– consta de cuatroletras; los arlequines y la muestra del
pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje
manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las
muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que
usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar
donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las
soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente
amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche;
desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema
de las muertes simétricas y periódicas.
–En su laberinto sobran tres líneas –dijo por fin–. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única,
recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach,
cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B,
en 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los

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dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D,


como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
Para la otra vez que lo mate –replicó Scharlach–, le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea
recta y que es indivisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

Emigración e identidad

El escritor como operario – Roberto Arlt

Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el escritor es un señor que
tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de
casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después... después que el fabricante de casas
no es tan vanidoso como el escritor.
En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión
pública, consciente o inconscientemente. No revisa sus opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por
el hecho de haberlo escrito él. El es el centro del mundo. La gente que hasta experimenta dificultades
para escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de sus semejantes y está
equivocada respecto a los libros y respecto a los autores. Todos nosotros, los que escribimos y firmamos,
lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en
afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el cinismo de
reírnos y de creernos genios...

La mula de lo gauchesco – Roberto Arlt [1932]

Yo, de buena fe, ignoro si han existido gauchos. Al menos no los he visto. Recuerdo, sí, que en mi
angélica infancia me detuve más de una vez, asombrado, frente a cuadernillos que costaban diez
centavos, escritos en décimas y titulados “El gaucho Hormiga Negra” o “Juan Moreira” y representando
a los susodichos con calzones puntilludos y facón negro en duelo con unos polizontes que tenían rostro
colorado y patillas a la zanahoria.
Han pasado, de entonces ahora, buena purretada de años; la suficiente para hacerme perder a mí y a
todos los de mi generación cualquier nota angélica que tuviéramos; y si he de ser sincero, los únicos
gauchos que vimos en aquella época y veíamos en el arrabal y entre gente que desenvainaba con más
facilidad un cuchillo que un breviario, fueron los gauchos de carnaval.
De manera que hace años, el gaucho era un mito. Un mito tan pasado que sólo el carnaval podía
resucitarlo. Existían, sí, no lo negaré, truculentos malandrines que se pasaban el día glosados a un

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despacho de bebidas y que robaban lo que les venía a manos; pero éstos no eran gauchos sino
sinvergüenzas, que en todos los países florecen en los barrios bajos.
En el campo estos gauchos tampoco se conocían para entonces. Se daba el caso del hombre de
estancia, criollo que se ganaba la vida como resero o domador; y el otro, más fiacún, que ni para domar el
caballo que montaba servía. Pero de cualquier modo, el gaucho era un producto del recuerdo. Y si había
pasado por la Pampa, todo el mundo agradecido de que el spécimen hubiera desaparecido para dejar
lugar al hombre que produce y vive honestamente y no molesta a sus prójimos con paradas de bravucón.
Y cuando todos creíamos que el gaucho estaba enterrado y embalsamado por 'secula seculorum', he
aquí que nos lo resucita el ambiente moderno ¡y con qué intensidad!...
Le dejaré la palabra a mi amigo, el poeta Novillo Quiroga, de quien es lo que va a continuación:
Se está incurriendo en un lamentable abuso del calificativo 'gaucho". Se le aplica con ligereza y
arbitrariedad desconcertantes. Así, gaucho es cualquiera en nuestra peregrina Babel, aunque su apellido,
su físico o su actividad trasciendan a cosa absolutamente inversa.
Por ejemplo, leemos, a ocho columnas, en los más importantes rotativos: 'Nuestros polistas gauchos
hicieron esto o aquello..." (Tales gauchos se llaman Mr. Miles, Mr. Lacey, Mr. Harrington, Mr. Nelson, etc.).
Es por demás frecuente, también, escuchar a locutores radiotelefónicos que anuncian: 'Ahora el
gaucho Tal, al frente de su típica sinfónica, ejecutará el tango Cual...' (El gaucho Tal se llama Cattaruzzo,
Nijisky, Duprot o Muller. La típica sinfónico no ejecuta bailable criollo alguno, y el tango transmitido -
música del arrabal ciudadano, por otra parte- se titula 'Morfate los macarrones').
Gauchescas se denomina también a las danzas rusas, húngaras o napolitanas que al compás de "La
condición" o 'Lazamba' realiza la niña cursi X en el transcurso del beneficio Z.
Gaucho se califica también al cantor de tangos, valsecitos, rancheros u otras piezas que nada tienen
que ver con lo gauchesco.
En cuanto a los espectáculos gauchos que los radioteatros propalan, moverían a risa si no suscitaran
la indignación de quienes, como el que habla, son precedidos de cuatro generaciones de criollos
auténticos. Es también innegable la confusión introducida entre lo gauchesco y lo indígena. Así se
entiende por poesías gauchescas a las producciones de ambientes indígenas debidas a Zerpa, Gigena
Sánchez o Caminos.
Y como corroboración final de los disparates en que se incurren con la aplicación del calificativo
gaucho, va la siguiente anécdota: tras una lúcida actuación en partidos internacionales, regresaba al país
un team de fútbol. Los diarios, a grandes titulares, referían el coraje 'criollo', el entusiasmo 'gaucho' o la
técnica 'pampeana' de los jugadores. Un teatro de la capital les ofreció una función de homenaje.
Terminado el espectáculo, y ante los requerimientos insistentes del público, adelantóse hasta las
candilejas el as del equipo y con acento netamente "criollo' confesó textualmente: "¡Mi sun imbatatato!"
Eso no es nacionalismo sino carnavalismo
La única explicación que tiene el calificativo de lo gauchesco se explica en este afán de nacionalismo
al cuete, fomentado en las actividades que tienen menos que ver con el gauchaje o con lo gaucho. Sería

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buena hora de que se terminara con el gaucho. El gaucho, en realidad, según entendemos muchos
argentinos, no ha sido, sino el elemento retrógrado, enemigo de la civilización, del progreso y del trabajo.
Poltrón por sus siete costados, camorrero, compadrito, individualista y, por consiguiente, anarquista hasta
decir basta, el gaucho no ha servido nunca para nada, como no sea para dejarse utilizar por el caudillo,
desbaratar elecciones o formar en una montonera, lo cual le alegraba porque allí se podía comer carne
gorda.
Los únicos gauchos que han pasado a la historia y ¡cuán injustamente! debieron ser ahorcados cien
veces por los delitos que cometieron. Esto es lo que nos demuestra la documentación de la existencia de
un Juan Moreira y otros malandrines como él.
De allí que sería buena hora de terminar con esta rémora fantasmal de una época en que la gente se
bañaba una vez cada diez años y que para hacer un viaje de la Aduana a Liniers hacía testamentos.

Algo más sobre el gaucho - Roberto Arlt

La nota sobre el gauchismo que publiqué días pasados, ha originado un montón de protestas… y
varios elogios.
Los elogios, los dejamos en casa, y vamos a las protestas.
Muchos lectores se han creído obligados a salir en defensa de algo que no existe, en nombre de lo que
pasó… es decir, reprocharme, en nombre de un nacionalismo a la violeta y por demás ingenuo, la
afirmación de que el gaucho era un tipo haragán, individualista y anárquico. A propósito de anárquico, una
señorita del interior se creyó en el caso de enviarme una disertación sobre las ventajas del individualismo,
citando a los ingleses que eran individualistas… y por consiguiente parecidos al gaucho. Si esto no es
buscarle cinco pies al gato, poco le falta. Menos mal que la ocurrencia es de una señorita…
Otro, en cambio, para convencerme de las excelencias del gaucho, me envió unos versos… buena la
forma y pueril el contenido, sin darse cuenta que con versos no se convence a nadie. Otro, me habló de la
conquista del desierto llevada a cabo por los gauchos. ¡Cómo se conoce que este buen señor no ha
estado en los museos para examinar los cepos con que se le adornaban los pies a los gauchos remisos a
conquistar el desierto…! ¡Cómo se conoce, también, que este mismo señor ignoraba los tiempos de
barbarie, en que la barbarie de los más era explotada por la codicia de los menos!
Los gauchos de salón
Lo que ocurre en estos benditos días de ignorancia elevada al cubo es lo siguiente:
Todos los países, me refiero a los europeos, por su antigüedad de cultura han tenido a su disposición
un material mitológico para proporcionarle a sus artistas motivos de arte por lujo. En el nuestro, país
reciente, lo único que se ofrecía era el gaucho o las guerras civiles. El elemento indígena y sus leyendas
carecían de interés. O faltó el artista que supiera explotarlo. La generación de escritores del año 1921
empezó con una revista: Martín Fierro (donde se ensalzaba a la nueva sensibilidad ¡y qué distante está
esto del gaucho!) a remover los escombros de una tapera ha mucho tiempo desmoronada. Luego

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Guiraldes, con Don Segundo Sombra y Larreta con Zogoibi hicieron circular esa desvalorizada moneda
del gaucho, y los eternos imitadores, la cáfila de escritorzuelos desocupados, recitadores de radio,
compositores de tango y declamadores profesionales, hicieron el resto. A lo cual, por no ser menos, se
sumó la arquitectura colonial; consecuencia que nos pone ahora frente a esta formidable contradicción:
Gente que viaja en automóvil, que tiene heladera eléctrica, visita Europa y se desvanece escuchando a
Stravinsky, ha dado con la moda del gaucho. Y gaucho viene y gaucho va.
Y a desenterrar al gaucho que es casi lo mismo que exhumar las polvorientas momias de Tichanuaco,
aunque estas últimas son casi cien veces más interesantes que aquellos.
Lo más divertido del caso, es que el noventa y nueve por ciento de los defensores del gaucho son
excelentes ciudadanos que si los suben a un caballo de pisar barro, se caen para el otro lado, y que si les
entregan unas boleadoras se rompen la cabeza con ellas, con lo cual, sea esto dicho en confianza, ni el
país ni la civilización perderá nada.
Pero como se ha puesto de moda el gaucho, ellos insisten. Como por otra parte son lo suficientemente
indiferentes para no enterarse de anda que les exija un esfuerzo mental, lo que menos hacen es ir a los
libros de historia nacional. Informarse qué pito tocó el gaucho en la formación de nuestra cultura
(suponiendo que ella exista), es mucho trabajo. Mejor es entusiasmarse al cuete. La frase ha corrido. Se
hace nacionalismo con el gaucho, con el mismo criterio que un pobre quiere hacer elegancia con trajes
que se han tirado por viejos. Eso es ridículo, lo cual no impide que sea muy nuestro. Tan nuestro que en
cuanto se trata de informarse qué diablos es lo que ha hecho el gaucho, qué rieles ha tendido en la
Pampa (que no es hermosa, sino terrosa), qué postes telegráficos ha colocado, qué usinas construyó… se
encuentra usted con el vacío perfecto.
Indolente por naturaleza, incapaz de inventar la silla (se sentaba en una cabeza de buey), atrasado a
punto de no efectuar cultivos, dejando que la naturaleza buenamente lo proveyera como a los pajaritos,
haciendo trabajar a su compañera y, al mismo tiempo que él contemplaba el vuelo de los mosquitos,
vendiendo sus derechos por una copa de caña; introduciendo el desorden en una comunidad primitiva,
fácil para ciertas guerras, porque las montoneras de aquellos tiempos eran de robo, degüello y violación,
el gaucho histórico constituye el elemento más sombrío que ha producido nuestra civilización; tan
perjudicial para la policía, que obedecía órdenes superiores de sus jefes, los políticos criollas, se
apresuraban a exterminar a este elemento en cuanto les molestaba mucho.
¡Y si fuera esto solo!
Pero su haraganería alcanzaba tal profundidad que si no podemos pretender que inventara la silla, al
menos se le pudiera exigir que absorbiera los elementos de civilización que aportaba el extranjero…
Ni eso.
Los haraganes de otras razas han creado cuando menos un arte regional. Una música propia. Nuestro
gaucho… las mejores composiciones gauchas son obra de señores que si no gastan levita y bastón, usan
cuello palomita y fuman cigarrillos turcos…

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Idioma Nacional

Y conste que el autor de esta nota no hace más que esbozar un ensayo de análisis. Si se fuera al
fondo de la cuestión, a las cifras, a las citas de los historiadores argentinos (no extranjeros), se descubriría
que el elogio que se hace del gaucho, obedece quizás a la intensa alegría que esta langosta humana ha
producido al desaparecer de la campaña, con su rancho piojoso, sus perros flacos y pulguientos y sus
malas artes de desocupado sempiterno, que en tiempo de elecciones se mataba por cualquier caudillo
que le pagara unos pesos con que jugar a la taba.
Disculpen si no estoy de acuerdo con todos ustedes. Pero no me nieguen lo único que pongo en mis
notas, porque tengo de sobra: la sinceridad.

El “furbo”- Roberto Arlt

Del diccionario italiano español y español–italiano:


Furbo: engañador, pícaro.
Furbetto, Furbicello: picaroncito.
Furberia: trampa, engaño.

El autor de estas crónicas, cuando inició sus estudios de filología "lunfarda", fue víctima de varias
acusaciones entre las que las más graves le sindicaban como un solemne macaneador. Sobre todo en la
que se refería al origen de la palabra “berretín”, que el infrascripto hacía derivar de la palabra italiana
“berreto” y de la del “squenun”, que desdoblaba de la “squena” o sea de la espada en dialecto lombardo.
Ahora, el autor triunfante y magnificado por el sacrificio y el martirio a que lo sometieron sus
detractores, aparece en la liza como dicen los vates de los Juegos Florales, en defensa de sus fueros de
filólogo, y apadrinando la formidable y bronca palabra “furbo” que no hay malandrín que no la tenga veinte
veces al día en su bocaza blasfema.
Yo insistía en los estudios anteriores que nuestro caló era el producto del italiano aclimatado, y ahora
vengo a demostrarlo con esta palabra.
Como se ve, la palabra “furbo”, en italiano, expresa la índole psicológica de un sujeto y se refiere
categóricamente a esa virtud que inmortalizó a Ulises, y que hizo se le llamara el Astuto o Sutil. Hoy
Ulises no sería el astuto ni el sutil, sino que lo llamaríamos sintéticamente “un furbo”. Vemos en él
simbolizadas las virtudes de esa raza de vagos y atorrantes, que se pasaban el día pleiteando en el
ágora, y que eran unos solemnes charlatanes. Porque los griegos fueron eso. Unos charlatanes. Se
caracterizaban por la vagancia disciplinada y por la pillería en todos sus actos. Malandrines de la
antigüedad, infiltraron la estética en los países sanos, y como la manzana podrida, descompusieron el
robusto y burgués imperio romano. Y ¿saben ustedes por qué? Porque los griegos eran unos “furbos”.
Originaria de las bellas colinas del Lacio, como dirían los Gálvez y los Max Rhode, vino a nuestra linda
tierra la palabra furbo. Fresca y sonora en los labios negros de “chicar” toscanos, de los robustos
inmigrantes que se establecerían en la Boca y en Barracas.

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La escucharon de sus hercúleos progenitores todos los purretes que se pasaban el día haciendo
diabluras por los terrenos baldíos, y bien sabían que cuando el padre se enteraba de alguna barbaridad
que no le enojaría, les diría medio grave y satisfecho:
-¡Ah!, furbo…
Insistimos en el matiz. El padre decía sin enojarse: “!Ah!, furbo”, y la palabra emitida de esta manera
adquiría en los labios paternos una especie de justificación humorística de la pillería, y se robusteció en el
sentido dicho. El furbo era en la imaginación del pebete un género de astucia consentida por las leyes
paternas, y por consiguiente loable, siempre que saliera bien. Y así quedó fijada en la mente de todas las
generaciones que vendrían.
Y la prueba de la existencia de ese matiz, magistralmente descubierto por nosotros, está en el
siguiente fenómeno de dicción:
Nunca se dice de un hombre con cuyas pillerías no se simpatiza, que es un “furbo” y sí en cambio se
agrega la palabreja, aun cuando se refiere a un jovial vividor:
-¿Ése?... ¡ah!, ése es un “furbo”.
Y la palabra furbo viene a mitigar lo duro de la palabra pillete, amengua lo grave de la acusación de
engañador o de astuto, y disfraza, melifica la condición, con el sonido melifluo que alarga la virtud
negativa.
Un pillete, estableciendo con exactitud matemática el valor de la frase, es un hombre perseguido por
las leyes. Un “furbo” no. El “furbo” vive dentro de la ley. La acata, la reverencia, la adora, violándola
setenta veces por día. Y los testigos de este quebrantamiento de las leyes experimentan regocijo, un
regocijo maligno y colmado de asombro, que se traduce en esta admirable expresión:
-Es un “furbo”.
En resumen, el “furbo” es el hombre que quebranta todas las leyes, sin peligro de que éstas se vuelvan
contra él, el furbo es el jovial vividor que después de haberos metido en un lío, saqueando las escarcelas,
os da unos palmetazos amistosos en la espalda y os invita a comer un “risotto”, todo entre carcajadas
bonachonas y falsas promesas de amistad.
En nuestra ciudad se reconoce como típico ejemplar del “furbo”, el rematador por ocasiones, el
corredor de venta de casa a mensualidad, el comerciante que siempre falla y arregla el “asunto” en el
“concordato”. Típicamente está encuadrado dentro del orden comercial, sus astucias engañadoras se
magnifican y ejercitan dentro del terreno de los negocios. Así el “furbo” venderá una casa asentada en
barro y construida con pésimos materiales, por “buena”; si es rematador, sólo intervendrá en tratos
equívocos; si es comerciante, desaparecerá un día, dejando una enorme cantidad de deudas pequeñas
que suman una grande, pero que en resumen no alcanzan individualmente la importancia necesaria para
hacerlo procesar, y por donde vaya, entre amigos y enemigos, entre conocidos y desconocidos, hará
alguna de las “suyas”, sin que la gente alcance a irritarse al grado de tratar de romperle el alma, porque
en medio de todo reconocerá sonriendo que “es un furbo”. Y qué se le va a hacer…

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Hacia la identidad
Idioma Nacional

El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular - Roberto Arlt

Ensalzaré con esmero el benemérito "fiacún".


Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún", a
establecer el origen de la "fiaca", y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del
término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme
muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me levantarán una estatua.
No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:
-Hoy estoy con "flaca".
O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no dijera:
-¡Tengo una "fiaca"!
De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención
de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o
un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.
Y sin embargo a primera vista parece 'que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y
rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de
filología lunfarda.
Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en
el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.
La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgano físico originado por la falta de alimentación
momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca
paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de
años.
Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando
observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la 'fiaca' encima, tiene". Y de inmediato le
recomendaban que comiera, que se alimentara.
En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos,
pero hace quince y veinte años, la profesión de almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era
desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el
mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella
Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió.
Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo
mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la lo-
llia", o sea "darse cuenta".

86 POLITECNICO
Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que
vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rosto".
¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rosto"? Pues hacer el rosto, en genovés,
expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y
la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus
condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rosto",
es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.
Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán
haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, dos
metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una
media tricolor, y medio zonzos y brutos.
Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico",
algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos grandotes que no
hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un gesto huido, estos "largos" que se
pasaban la mañana sentados en una esquina. o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén,
fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el término.
Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho
grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo
que se siente con pereza.
Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no
encuadra una actitud definitiva como la de "squenun", sino que tiene una proyección transitoria, y
relacionada con este otro acto. En toda oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro
idioma, y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:
-¿Estás con "fiaca"?
Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto
supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento
constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con
premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.

El divertido origen de la palabra “squenun” - Roberto Arlt

En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra "squenun".


¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades psicológicas es el
mencionado adjetivo? Helo aquí:

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Hacia la identidad
Idioma Nacional

En el puro idioma del Dante, cuando se dice "squena dritta" se expresa lo siguiente: Espalda derecha o
recta, es decir, qué a la persona a quien se hace el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la
espalda derecha; más ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se
mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada; más sintéticamente, la
expresión "squena dritta" se aplica a todos los individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.
Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola excesivamente larga, la
redujo a la clara, resonante y breve palabra de "squenun".
El "un" final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da categoría de adjetivo
definitivo, y el modo grave "squena dritta" se convierte en esta antítesis, en un jovial "squenun", que
expresando la misma haraganería la endulza de jovialidad particular.
En la bella península itálica, la frase "squena dritta" la utilizan los padres de familia cuando se dirigen a
sus párvulos, en quienes descubren una incipiente tendencia a la vagancia, es decir, la palabra se aplica a
menores de edad que oscilan entre los catorce y diecisiete años.
En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra "squenun" se aplica a los poltrones mayores
de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir, tiene su exacta aplicación cuando se refiere a un
filósofo de azotea, a uno de esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al
almacén a comprar un atado de cigarrillos, , y vuelven luego a su casa para subir a la azotea donde se
quedarán tomando baños de sol hasta la hora de almorzar, indiferentes a los rezongos del "viejo", un viejo
que siempre está podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un carro.
En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del "squenun", del poltrón filosófico, que ha
reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca
Roja y de la Casa Sempere.
Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para un atado de
cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo "squenun".
Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden de las
murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres ancianas, mientras zurcen
el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué ese "muchacho tan inteligente" no quiere trabajar a
la par de los otros?
El "squenun" no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan extraordinaria que no hay
madre en el barrio que no le tenga odio... ese odio que las madres ajenas tienen por esos poltrones que
pueden enamorarle algún día a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas
sienten curiosidad por esos "squenunes" que les dirigen miradas tranquilas, llenas de una sabiduría
inquietante.
Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el "squenun" no es un
producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la española, sino de la auténticamente italiana,
mejor dicho, genovesa o lombarda. Los "squenunes" lombardos son más refractarios al trabajo que los
"squenunes" genoveses.

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Y la importancia social del "squenun" es extraordinaria en nuestras parroquias. Se le encuentra en la
esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning, en todos los barrios ricos en
casitas de propietarios itálicos.
El "squenun" con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca "Florencio Sánchez" o
"Almafuerte"; el "squenun" es quien en la mesa del café, entre los otros que trabajan, dictará cátedras de
comunismo y "de que el que no trabaja no come"; él que no ha hecho absolutamente nada en todo el día,
como no sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre albedrío y del
determinismo; en fin, el "squenun" es el maestro de sociología del café del barrio, donde recitará versos
anarquistas y las Evangélicas del latero de Almafuerte.
El "squenun" es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio social.
Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los ladrillos de una
"casita", parece que trae en su constitución la ansiedad de descanso y de fiestas que jamás pudieron
gozar los "viejos".
Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil maneras, él es el único
indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le interesa ni importa nada. Lo único que pide es que no
lo molesten, y lo único que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros
veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace soñar horas y horas atornillado a la
mesa.
Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a cuestas un cansancio
enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el padre y la madre tuvieron de un domingo
perenne, estuviera arraigado en sus huesos derechos de "squena dritta", es decir, de hombre que jamás
será agobiado por el peso de ningún fardo.

El idioma de los argentinos - Roberto Arlt

El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de Chile, nos
alacranea de la siguiente forma:
"En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a su gramática.
El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos... La moda del `gauchesco' pasó; pero ahora
se cierne otra amenaza, está en formación el `lunfardo', léxico de origen espurio, que se ha introducido en
muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital
argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores
intelectuales argentinos".
¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final
de su reportaje, es decir, a esa frasecita: "Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan
empeñados altos valores intelectuales argentinos", me he echado a reír de buenísima gana, porque me
acordé que a esos "valores" ni la familia los lee, tan aburridores son.

POLITECNICO 89
Hacia la identidad
Idioma Nacional

¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre- que escribe en
purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y
nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: "y llevó a su boca un emparedado de jamón". No me
haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere; insisto: no los lee ni la familia. Son señores
de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la gramática como un bastón, y su erudición como un
escudo contra las bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se
apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos
estudiando la diferencia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros
forman una colección pavorosa de "engrupidos" -¿me permite la palabreja?- que cuando se dejan retratar,
para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para que se
compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus cuerpos.
Querido señor Monner Sans: La gramática se parece mucho al boxeo. Yo se lo explicaré:
Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña
el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos
del pugilismo exclaman: "¡Este hombre saca golpes de `todos los ángulos'!" Es decir, que, como es
inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo. De más está decir que
éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de "todos los ángulos", le rompe el alma al
otro, y de allí que ya haga camino esa frase nuestra de "boxeo europeo o de salón", es decir, un boxeo
que sirve perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos frente
a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores.
Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se perpetúan
en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros
extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan
palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de
boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno
suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista. Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten.
Tienen derecho a ello, ya que nadie les lleva el apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento
pedagógico de no darse cuenta de que, en el país donde viven, no pueden obligarnos a decir o escribir:
"llevó a su boca un emparedado de jamón", en vez de decir: "se comió un sandwich". Yo me jugaría la
cabeza que usted, en su vida cotidiana, no dice: "llevó a su boca un emparedado de jamón", sino que,
como todos diría: "se comió un sandwich". De más está decir que todos sabemos que un sandwich se
come con la boca, a menos que el autor de la frase haya descubierto que también se come con las orejas.
Un pueblo impone su arte, su industria, su comercio y su idioma por prepotencia. Nada más. Usted ve
lo que pasa con Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con leyendas en inglés, y muchos términos
ingleses nos son familiares. En el Brasil, muchos términos argentinos (lunfardos) son populares. ¿Por
qué? Por prepotencia. Por superioridad.

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Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre nuestro idioma, que todos
los macaneos filológicos y gramaticales de un señor Cejador y Frauca, Benot y toda la pandilla polvorienta
y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único que hacen es revolver archivos y escribir memorias,
que ni ustedes mismos, gramáticos insignes, se molestan en leer, porque tan aburridas son.
Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una
gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le
va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: "te voy a dar un puntazo en la persiana", es
mucho más elocuente que si dijera: "voy a ubicar mi daga en su esternón". Cuando un maleante exclama,
al ver entrar a una pandilla de pesquisas: "¡los relojié de abanico!", es mucho más gráfico que si dijera: "al
socaire examiné a los corchetes".
Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros
tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado al idioma
aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de
las cavernas. Su modesto servidor.
Q. B. S. M.

El placer de vagabundear - Roberto Arlt

Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de
soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines destartalados,
pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife, y el vagabundo bien vestido,
soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame
Máximo Gorki, o Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín
escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean
la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable
distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué
se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para
ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la
ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas
de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta
canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que
parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de

POLITECNICO 91
Hacia la identidad
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imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus tra-
pacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas
no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos.
Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como
aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto que los mueve
a través de la vida como fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su
suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en
la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina,
mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra
asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las
tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una
arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un
escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los
endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres
aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas
de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio
infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y
regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor
universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que
aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle ori-
ginal en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es
ciego en Madrid o Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean
como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la
escuela de la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello
que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse
unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y
más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica
indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con
los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

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El hombre de la camiseta calada - Roberto Arlt

Yo lo llamaría el Guardián del Umbral. Cierto es que los que se dedican a las ciencias ocultas
entienden por Guardián del Umbral a un fantasma recio y terribilísimo que se le aparece en el plano astral
al estudiante que quiere conocer los misterios del más allá. Pero mi guardián del umbral tiene otra
catadura, otros modales, otro “savoir faire”.
¿Quién no lo ha visto? ¿Cuál es el ciego mortal que no lo ha advertido al guardián del umbral, al
hombre de la camiseta calada? ¿Dónde pernocta el ciego mortal que no ha notado todavía al ciudadano
que plancha el umbral, para que yo se lo muestre vivo y coleando?
Es uno de los infinitos matices ornamentales de nuestra ciudad; es el hombre de la camiseta calada.
Dios hizo a la planchadora, y en cuanto la planchadora salió de entre sus manos divinas con una cesta
bajo el brazo, Dios, diligente y sabio, fabricó, a continuación, al guardián del umbral, al hombre de la
camiseta calada.
Porque todos los legítimos esposos de las planchadoras usan camisetas caladas. Y no trabajan. Cierto
es que buscan trabajo. Y que ellas se acostumbran a que él trabaje en el trabajo de buscar trabajo: pero el
caso es este. Usan camiseta calada, y hacen la guardia en el umbral.
¿Quién no lo ha visto pasar?
Por lo general las planchadoras viven en esas casas que en vez de tener un jardín al frente, tienen un
muro, disfraz de tapial y conato de medianera, donde se puede leer: “Taller de lavado y planchado”. Luego
una escalerita de mármol sucio, y en el último peldaño, solitario, en mangas de camiseta calada, erguidos
de mostachos, cetrina la facha, renegrida la melena, agria la pupila, calzando alpargatas, está sentado el
guardián del umbral, el legítimo esposo de la planchadora.
¡Cuándo aparecerá el Charles Lous Phillie que describa nuestro arrabal tal cual es!. ¡Cuándo
aparecerá el Quevedo de nuestras costumbres, el Mateo Alemán de nuestra picardía, el Hurtado de
Mendoza de nuestra vagancia!
Entretanto démosle a la Underwood.
La planchadora se casó con el hombre de la camiseta calada cuando era joven y linda. ¡Qué guapa y
qué linda era entonces! Labios como flor de granada y trenza abundosa. Bajo el brazo la cesta envuelta
en media sábana.
Él también era un guapo mozo. Tocaba la guitarra que era un primor. Vivían en el conventillo. El mozo
pensó bien antes de decidirse: La madre de la muchacha tenía el taller. Pensó tan bien que después de
un amorío con guitarra y versitos del extinto Picaflor Porteño, se casaron como dios manda. Hubo baile,
felicitaciones, regalos de bazar, y la “vieja” enjugó una lágrima. Cierto es que el muchacho no es malo,
pero le gusta tan poco trabajar... Y las viejas que hacían círculo en torno de la damnificada comentaron:
-¡Qué se le va a hacer, señora! Los jóvenes de hoy son así...
Y sí, son tan así que a la semana de haberse casado, el hombre de la camiseta calada empezó a
alegar que a él los jefes le tenían envidia y que por eso no se mantenía fijo en ningún trabajo, y luego le
espetó a la suegra que el trabajo que le querían dar no estaba en consonancia con su “abolengo”; y la

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vieja, que se moría por lo del abolengo, porque había sido cocinera de un general de las campañas del
desierto, le aceptó, refunfuñando al principio, y así, un día y otro, el hombre de la camiseta calada le fue
esquivando el cuerpo al trabajo, y cuando se acordaron madre e hija ya era tarde; él se había apoderado
del umbral. ¿Quién lo sacaría de allí?
Había tomado jurídica y prácticamente posesión del umbal. Se había convertido automáticamente en
guardián del umbral.
Desde entonces, todas las mañanas de primavera y de verano se le pudo contemplar sentado en el
escalón de mármol o de tierra romana del conventillo, impasible, solitario; el ala del sombrero
sombreándole la frente, el torso convenientemente ventilado por los agujeros de su camiseta calada, el
pantalón negro sostenido por un cinturón, las alpargatas aplastadas por los calcañares.
Mañana tras mañana. Crepúsculo tras crepúsculo ¡Qué linda vida la de ese ciudadano! Se levanta por
la mañana tempranito y le ceba un mate a la damnificada, diciéndole: “¿Te das cuenta qué buen marido
que soy yo?”. Luego de haber mateado a gusto, y cuando el solicito se levanta, va al almacén de la
esquina a tomar una cañita, y de allí tonificado el cuerpo y entonada el alma, toma otros mates, pulula por
el taller de lavado y planchado para saludar a las “oficialas”, y más tarde se planta en el umbral.
A la tarde duerme su siestecita, mientras su legítima esposa se desloma en la plancha. Y bien
descansado, lustroso, se levanta a las cuatro, toma otros mates y vuelta al umbral, a sentarse, a mirar
pasar la gente y a darse esos interminables baños de vagancia que lo hacen cada vez más silencioso y
filosófico.
Porque el hombre de la camiseta calada es filósofo. Bien lo dice su mujer:
-Tiene una cabeza... pero... –Ese “pero” lo dice todo. Nuestro filosofante es el Sócrates del barrio. El es
el que interviene cuando se producen esos líos descomunales; él es quien consuela al marido burlado con
dos frases de un Martín Fierro de leyenda, él es quien convence a un calabrés de que no cometa un
homicidio complicado con el agravante del filicidio; él es quien, en presencia de una desgracia, exclama
siempre patéticamente:
-Hay que resignarse, señora. La vida es así. Tome ejemplo de mí. Yo no me aflijo por nada.-Habla
poco y sesudamente. Tiene la sabiduría de la vida y la sapiencia que concede la vagancia contumaz y
alevosa, y por eso es en todo barrio, con su camiseta calada y su guardia en el umbral, el matiz más
pintoresco de nuestra urbe.

Silla en la vereda - Roberto Arlt


Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de sus casas;
llegaron, las noches del amor sentimental de "buenas noches, vecina", el político e insinuante "¿cómo le
va, don Pascual?". Y don Pascual sonrie .y se atusa los "baffi", que bien sabe por qué el mocito le
pregunta cómo le va. Llegaron las noches...

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Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna
los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos
este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus
viejos, siempre iguales y siempre distintos también. Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión
baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la
misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos
yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran
las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del "te quiero". Fulería poética, eso y
algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja
cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres
propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que
larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a
tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana
oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos
que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio- de Bach o
de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos
metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el "jovie". Silla simbólica,
silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece considera-
ción, mientras que la madre o el padre dice:
-Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de
urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es
candidato para ennoviar; silla que la "nena" sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para
demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa "linuya", en
una charla agradable, mientras "estrila la d'enfrente" o murmura "la de la esquina".
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al
transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: "¡Pero, hija! ocupás toda la vereda".
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad ciudadana.
En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer; silla
engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para a saludar?
¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le
ofrecen una silla. Usted dice: "No, no se molesten". Pero, ¿qué? ya fue volando la "nena" a traerle la silla.
Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.

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Silla engrupidora, silla atrapadora.


Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones? En
el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si
al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar! Tenga cuidado_ Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de "jovies" tanos y galaicos; silla esterillada de paja
gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de
camiseta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados. Un bandoneón
rezonga broncas carcelarias en algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón de
Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los "jovies", funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la lata sobre "eregoyenisme".
Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro
pedazo del barrio nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los
corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada con paja
brava del Delta: los corazones son los mismos...

El lugar de Saer – María Teresa Gramuglio

Para terminar algo más sobre las "influencias" y sus efectos. Borges y el objetivismo francés son, en la
narrativa de Saer, dos de las más significativas. (…) Borges: la mezcla de tradición y vanguardia, el
criollista cosmopolita, propagandista y ejecutor de una poética antirrealista y antipsicológica que exalta el
artificio y el relato donde "profetizan los pormenores". Y la novela objetivista francesa: descomposición
detenida de los gestos y del ver, énfasis en la no naturalización del relato, trabajo experimental con las
categorías narrativas: personajes, espacio, tiempo. (...)
Ambas elecciones, además, están marcadas por los signos del vanguardismo y la renovación técnica
con respecto a dos centros diferentes: el nacional (Borges, pero no Cortazar) y el europeo. La
combinación diseña una relación también atípica entre tres términos, vanguardismo, cosmopolitismo y
nacionalismo, que siempre se hallan en tensión cuando se trata de la literatura argentina (y también de la
latinoamericana). Pues si en una simplificación que no carece de fundamentos empíricos el
cosmopolitismo ha tendido siempre a ser identificado con la actitud vanguardista, renovadora, mientras
que al nacionalismo literario se le ha asignado el poco lucido papel de anquilosarse en los temas
regionales y en las poéticas conservadoras, los cruces entre ambas vertientes no han sido infrecuentes, y
en tal sentido Borges constituye uno de los puntos más altos y originales de la mezcla. En el interior de
esas líneas de conflicto puede pensarse la flexión original que introduce la narrativa de Saer, al trabajar
sobre un material que (...) se halla ligado, por un lado, a la experiencia (...) y por el otro a una zona

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geográfica relativamente marginal y atrasada, semirrural, sin que ello implique ni recuperaciones de mitos
arcaicos ni la adscripción a modelos congelados, sino, por el contrario, la apelación directa a
procedimientos y temas emparentados con las formas más vivas y prestigiosas de la gran literatura
europea y norteamericana contemporánea.(...)
Borges como mediación, pero no Buenos Aires. Sanfe Fe y Europa, o, en la biografía, Colastiné y París.
Estamos hablando de nuevo del lugar, pero ahora desde otra perspectiva. El alejamiento de la zona y el
paso a Europa se convierte en un núcleo productivo (…)

El río sin orillas - Juan José Saer

Espanto y vulgaridad son el patrimonio principal de los aviones. No contentos con colocarnos, a toda
velocidad, de la tierra firme en que estábamos, a diez mil metros de altura, poniendo a prueba la paciencia
de sus motores, los profesionales de lo aéreo agravan la situación creyéndose obligados a munirnos de
un entorno agradable, que para ellos se encarna en todos los lugares comunes que ha concebido la
cultura del ocio: sonrisa estereotipada de las azafatas, voz melosa en dos o tres idiomas del steward, free
shop donde se vende a precio ventajoso lo superfluo, visión obligatoria del film que hemos evitado
cuidadosamente en los últimos meses, bombardeo, por suerte casi inaudible, en nuestros auriculares de
plástico, con las "mercancías musicales" cuyos mecanismos falsamente artísticos ya desmanteló Adorno
hace varias décadas en "Quasi una fantasía". En, como se dice, dos patadas, los cuatrocientos pasajeros,
orgullosos de adherir a un sistema que preserva la iniciativa individual, arracimados en la cabina decorada
según las reglas más pequeñoburguesas del gusto moderno, pasan a ser la materia prima con la que el
reino de la cantidad amasa sus acontecimientos descabellados. En los largos vuelos intercontinentales, a
estas calamidades hay que agregar la diferencia horaria, el cambio de clima, la fatiga nerviosa, el
hartazgo.
Desde 1982, o sea después de la Guerra de las Malvinas y de la declinación del poder militar en la
Argentina, vengo sometiéndome, una o dos veces por año, a esa gimnasia. Es sabido que el mito
engendra la repetición y que la repetición la costumbre, y que la costumbre el rito y que el rito el dogma; y
que el dogma, finalmente, la herejía. El mito de reencontrar los afectos y los lugares de mi infancia y de mi
juventud me incitó a efectuar esos viajes repetidos que se han transformado, después de casi una
década, en una costumbre, lo bastante monótona como para generar, desde el punto de vista del placer,
una ambivalencia notoria. Al igual que las sacerdotisas de Delfos, es por medios artificiales que debo
incentivar, antes de la partida, el entusiasmo. Cada vez, los actos acostumbrados han ido haciéndose, a
causa de su invariabilidad, más y más inexorables y típicos, hasta adquirir la rigidez obsesiva de un ritual,
en cuya observancia puntillosa las compañías comerciales de transporte aéreo y yo colaboramos en igual
medida. Así, entre el almuerzo de despedida en París que se prolonga hasta bien entrada la tarde, y el
asado de bienvenida en Buenos Aires al día siguiente, despegues, aterrizajes y escalas, siempre los
mismos, producen en mí las mismas sensaciones, los mismos estados de ánimo, las mismas

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asociaciones e incluso los mismos pensamientos que más de una vez me han parecido novedosos hasta
comprobar que ya los había consignado en mi libreta de apuntes en algún viaje anterior. A la excitación de
la partida, van sucediendo, al cabo de las horas, la irritación a causa del encierro y de la proliferación de
banalidad, el mero sueño del que nos saca alguna que otra turbulencia, en la negrura amenazante de la
noche y del océano, hasta que el alba despunta en Río de Janeiro, con el último despegue y, antes de la
impaciencia final, se instala en mí una especie de somnolencia nerviosa, un marasmo vagamente
hormigueante.
Entre Río de Janeiro y Buenos Aires, el avión se vacía de esos brasileños vistosos que, como si se
tratara de una hazaña inesperada del piloto o de un suplemento de espectáculo que no estaba incluido en
el precio del billete, aplauden los aterrizajes con tanto entusiasmo que los argentinos, un poco más
escépticos y aprensivos, nos miramos con inquietud disimulada, preguntándonos si al piloto, embriagado
por el éxito popular de su maniobra, no le vendrá la idea, común en todo artista festejado, de hacer un bis
para halagar a su piloto. Modernidad y oscurantismo conviven bien en los aviones: también ejecutivos y
top models se persignan durante las turbulencias.
Una mañana, de primavera como corresponde, a mediados de la década pasada, una mañana en que
veníamos con atraso, hubo un momento mágico en el avión semivacío. Ya íbamos llegando, y aunque
debíamos haber aterrizado en Buenos Aires a las siete y media de la mañana, ya era cerca de mediodía.
Desde hacía un buen rato, el avión había iniciado las maniobras de aterrizaje en un cielo tranquilo, claro y
despejado. Yo me dejaba estar en mi asiento, observando a los grupitos que conversaban y se reían,
hombres en general, deshilvanando charlas de café cordiales e intrascendentes, bajo la mirada escéptica
de sus mujeres acurrucadas bajo las mantas. El ronroneo constante de los motores apagaba un poco las
voces, en las que por el acento y la entonación de las frases más que por el significado de las palabras,
me parecía distinguir, distante y fragmentario, algún sentido. Calma y viaje dichoso, el título de una
composición de Mendelssohn, con el que desde hacía años había tratado infructuosamente de escribir un
poema, se presentó de inmediato en mi memoria, y me di cuenta de que esas conversaciones apagadas
que oía desde mi asiento, me recordaban las conversaciones de adultos que, antes de dormirse, los
chicos oyen desde la cama. Hay un estado de la fatiga que puede ser delicioso, cuando dejamos de
luchar contra ella y la tensión se relaja, induciéndonos al abandono y a la irresponsabilidad —ese
momento que puede ser también, según Freud, la hora del lobo, en la que, descuidando la vigilancia de
las asociaciones inesperadas, de las emociones ocultas y de lo arcaico. De pronto dejé de estar en el
avión para encontrarme en alguna remota mañana de Serodino, en mi Pueblo, una de esas mañanas
soleadas y desiertas de los pueblos de la llanura, de modo que me vino, durante varios minutos, una
impresión de unidad, de intemporalidad y de persistencia; Durante esos instantes el ritual, desgastado por
la costumbre, recuperó, en la situación más adversa, el mito inextinguible.
Fue en ese mismo instante cuando, desde la cabina de comando, el piloto nos acordó, por los
altoparlantes, en los tres idiomas habituales, castellano, inglés y francés, una gracia suplementaria. (…)
nos informó que a nuestra derecha podíamos contemplar, si lo deseábamos, "el punto en que confluyen el

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río Paraná y el río Uruguay para formar el Río de la Plata”. (…) Lo cierto es que los que nos asomamos a
las ventanillas de la derecha pudimos admirar, con la nariz pegada al vidrio para abarcar el campo visual
más amplio posible, el famoso punto de confluencia.
(…) Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias. Habiéndolo dejado por
primera vez a los treinta y un años, después de más de quince de ausencia, el placer melancólico, no
exento ni de euforia, ni de cólera ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado
específico, una correspondencia entre lo interno y lo exterior, que ningún otro lugar del mundo podía
darme. Como a toda relación tempestuosa, la ambivalencia la evocaba en claroscuro, alternando comedia
y tragedia. Signo, modo o cicatriz, lo arrastro y lo arrastraré conmigo dondequiera que vaya. Más todavía:
aunque trate de sacudírmelo como a una carga demasiado pesada, en un desplante espectacular, o poco
a poco y subrepticiamente, en cualquier esquina del mundo incluso en la más imprevisible, me estará
esperando. (…)
(…) el sabor del mundo, dulce o amargo, lo experimenté primero en esas regiones, que son mi
referencia empírica y le dan a todo lo vivido después de haberme ido de ellas, la mundanidad de un tanteo
comparativo. A pesar de su superioridad cultural, económica y técnica, después de veintidós años Europa
sigue siendo para mí un continente vagamente irreal, del que se me escapan un poco tanto los actos
como las intenciones que los dirigen. Todo esto, desde luego, es de orden psicológico y no implica
ninguna actitud valorativa. Muy por el contrario: en cierto sentido, la vida en Europa ha sido para mí más
gratificante que los años pasados en la Argentina, pero todas las ventajas objetivas que he podido
obtener, de lo más módicas por otra parte, es como si hubiesen beneficiado a algún otro, un usurpador no
muy convencido de que, tarde o temprano, no tendrá que rendir cuentas, a tal punto al verdadero, el que
nació y se crió en la llanura austera, se había preparado a un porvenir menos confortable.(…)
El alba rosa nos despidió en Río de Janeiro, adonde habíamos llegado al final de la madrugada. Y por
fin, en la mañana fresca de primavera —es el mes de octubre— aterrizamos en Buenos Aires. Después
de quince horas de vuelo, el suelo firme y chato que pisamos nos transmite, desde la planta de los pies,
subiendo hacia la cabeza a través del cuerpo entumecido, una sensación de realidad.
Dos o tres amigos me esperan en el aeropuerto, y después de las formalidades aduaneras y de los
abrazos, emprendemos en auto el viaje desde el aeropuerto a la ciudad. Como mis regresos tienen lugar
casi siempre en la misma época, la misma mañana límpida de primavera, bajo un cielo azul en el que no
se divisa una sola nube, destella en la llanura desierta que se extiende hasta el horizonte desde los
costados del camino. (…) Del aeropuerto, después de una media hora de camino, llegamos, en el lindo
barrio de Caballito, sector que ocupaban cooperativistas, socialistas y utopistas en las primeras décadas
del siglo, a la casa de mis amigos Juan Pablo Renzi y María Teresa Gramuglio, que me alojan desde hace
años durante mis estadías en Buenos Aires —son los dos de Rosario, pero en 1975, las reiteradas
amenazas de los grupos paramilitares los obligaron a venir a traspapelarse en la Capital, hasta anclar por
fin en esa casa mágica llena de los magníficos cuadros de Renzi y de otros pintores argentinos. Otros
amigos empiezan a llegar, mientras se dora el asado en la terraza. Y el día pasa en polémicas, bromas,

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historias, juegos, hasta que, al anochecer, rendidos, Juan Pablo, María Teresa y yo nos ponemos a mirar
algún film en la televisión, como un suplemento de irresponsabilidad que añadimos a nuestra fatiga para
perfeccionar ese abandono de toda vigilancia crítica que nos permite entregarnos al sueño.
Como quiera que sea, al día siguiente de mi llegada. En el taxi que me llevaba al centro, el bullicio
matinal de Buenos Aires iba en aumento a medida que nos acercábamos, rodando por las largas avenidas
arboladas, con las ventanillas abiertas y la radio a todo vapor, gozando de una sensación de identidad y
pertenencia que irían corroyendo poco a poco, como en todos los otros viajes, con pertinacia, los
recuerdos intolerables y las desilusiones.

En el extranjero – Juan José Saer


La nada no ocupa mi pensamiento sino mi vida, me decía, hace unos días, en una carta, Pichón Garay.
Durante las horas del día no le dedico el más mínimo pensamiento; y mis noches se llenan de sueños
carnales. Ha de ser porque la nada es una certidumbre, y hay una raza de hombres a la que debo,
presumiblemente, pertenecer, que no baila más que con la música de lo incierto.
Así me escribe a veces, desde el extranjero, Pichón Garay. O también: el extranjero no deja rastro, sino
recuerdos. Los recuerdos nos son a menudo exteriores: una película en colores de la que somos la
pantalla. Cuando la proyección se detiene, recomienza la oscuridad. Los rastros, en cambio, que vienen
desde más lejos, son el signo que nos acompaña, que nos deforma y que moldea nuestra cara, como el
puñetazo la nariz del boxeador. Se viaja siempre al extranjero. Los niños no viajan sino que ensanchan su
país natal.
Otra de sus cartas traía la siguiente reflexión: el ajo y el verano, son dos rastros que me vienen siempre
desde muy lejos. El extranjero es una maquinaria inútil, y compleja, que aleja de mí ajo y verano. Cuando
reencuentro el ajo y el verano, el extranjero pone en evidencia su irrealidad. Estoy tratando de decirte que
el extranjero —es decir, la vida para mí desde hace siete años— es un rodeo estúpido, y tal vez en
espiral, que me hace pasar, una y otra vez, por la latitud del punto capital, pero un poco más lejos cada
vez. Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir.
O incluso: dichosos los que se quedan, Tomatis, dichosos los que se quedan. De tanto viajar las huellas
se entrecruzan, los rastros se sumergen o se aniquilan y si se vuelve alguna vez, no va que viene con
uno, inasible, el extranjero, y se instala en la casa natal.

Cambio de domicilio – Juan José Saer


Hace un par de años, me cambié de casa y me cambié de nombre. La política favoreció un poco mi
decisión; en Buenos Aires, la policía me había fichado durante una manifestación y como yo no tenía, a
pesar de mis ideas avanzadas, ningún respaldo solidario por no pertenecer a ninguna organización
clandestina, me pareció razonable cambiar de domicilio y desaparecer por un tiempo. Así que me tomé el
ómnibus y me vine para esta ciudad, que en verano se cocina a la orilla del gran río.

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Nada incentiva más la reflexión que los viajes. En la noche móvil y ruidosa del colectivo el ojo del
viajero sigue abierto, insomne, o alerta más bien, a la música del mundo. Fue en el colectivo, en realidad,
que la idea de suplantar un simple acto de autoprotección por un cambio radical de identidad, súbita,
febril, se me ocurrió. Empezaría otra vida con otro nombre, otra profesión, otro aspecto físico, otro destino.
Emergería, con cinco o seis brazadas vigorosas, del mar de mi pasado a una playa virgen. Sin familia, sin
amigos, sin trabajo, sin un piccolo mondo antico en cuyo vientre vegetar, el futuro se me presentaba liso y
luminoso, y tierno sobre todo, como un recién nacido. Me instalé en una pensión, falsifiqué mis
documentos, operé mi transformación física y me conseguí un empleo de vendedor de libros a domicilio.
Los diarios me daban por muerto. La policía paralela, se decía, se había encargado de mí. Pero el terror
que reinaba no dejaba pasar a la superficie más que alusiones ambiguas.
De esto hace ya más o menos dos años. Al segundo o tercer mes de mi nueva existencia, como me
percaté de que mis hábitos no habían cambiado mucho, decidí modificar mis gustos y mis costumbres de
un modo sistemático. Dejé de fumar; como siempre había detestado los porotos y la carne gorda, me puse
a comerlos todos los días hasta que empezaron a ser mi alimento preferido; decidí escribir con la mano
izquierda, e introduje variantes capitales en mis convicciones profundas. De modo que al año mi
personalidad había cambiado por completo. Me parecía ser, como se dice, otro hombre.
Digo «me parecía ser», como puede verse, y no «era». A la distancia, me doy cuenta de que fue un
cierto empastamiento de mi vida, del que era apenas consciente, lo que me incitó a cambiar: la sensación
de moverme en círculo, de no avanzar, de estar siempre un poco más allá o más acá de las cosas, de no
encajar en ninguna definición, de no saber nunca de un modo preciso si soñaba o si estaba despierto, de
no saber qué responder, a veces, a alternativas bien definidas que me presentaban los otros. Durante
años me había parecido que esa inepcia era individual, subjetiva, que mi historia personal se había
desenvuelto de tal modo que yo había quedado como preso dentro de ella, sin mucha capacidad de
decisión, y que los otros, tal como yo los veía desde fuera no experimentaban, en este mundo, la menor
incomodidad. En dos años, sin embargo, desaparecieron mi voz atabacada, mi acento porteño, pero el
pantano antiguo que yace y a veces se sacude, pesado, más abajo, mandando señales de vida, deja
entender que, o bien no he elegido la máscara conveniente o bien nosotros, los hombres, cualquiera sea
el color de nuestro destino, no estaremos nunca a la altura de las circunstancias o, mejor dicho, del
mundo.

Al abrigo – Juan José Saer


Un comerciante en muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez
que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna
razón —muerte, olvido, fuga precipitada, embargo— el diario había quedado ahí, y el comerciante,
experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar
su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos,
leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario
revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre

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inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera
personalidad y que, por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían
vivido junto a ella y que aparecían mencionadas a menudo en el diario.
El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su
casa, al abrigo del mundo, algo escondido —un diario o lo que fuese—, le pareció extraña, casi imposible,
hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner orden en su
escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte,
cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una
caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de
billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían;
el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco
lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades
cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de
todos sus actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo
carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la
vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor,
había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón
de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el
temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas.
Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le
venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan
profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo
confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo
que le hacía dar vueltas la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando
estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que
constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva
intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más
inalcanzable que el arrabal del universo.

El camino de la costa – Juan José Saer


Beltrán bajó del colectivo en la esquina del hotel y se detuvo en la vereda, percibiendo el olor hondo y
fresco de la tierra recién regada. En el otro lado de la plaza el camión regador de la comuna continuaba
salpicando la tierra con su lluvia mecánica. Desde la esquina, de pie en medio de la vereda de ladrillos
desparejos, el saco oscuro doblado sobre el brazo, Beltrán contempló al final de la calle, hacia el oeste, en
el suburbio de la población, cómo un carro silencioso en la distancia desaparecía envuelto en una nube de
polvo rojo contra el telón de fondo de la opulenta luz crepuscular. La poca gente que bajó del colectivo

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detrás suyo se dispersó enseguida, y el gran ómnibus colorado y amarillo, dando una vuelta entera a la
plaza y haciendo sonar intermitentemente la aguda bocina, pasó otra vez frente al hotel y retomó en
dirección contraria, hacia la carretera, la callecita sin veredas, bordeada de árboles, por la que había
entrado al pueblo. En el barro superficial de la calle quedó la doble huella de sus ruedas. Beltrán lo miró
alejarse y envolverse de súbito en una nube de polvo rojo, igual que el carro. Permaneció quieto en la
vereda, sin mirar a ninguna parte, sobrio, tranquilo y pensativo. Después de unos minutos se volvió hacia
la puerta del bar del hotel y con pasos lentos y juiciosos penetró en el local. No estaba ni siquiera el
patrón. Desde la entrada, contempló el vasto recinto desierto: el piso de madera acabado también de
regar, medio hundido en el centro, el viejo mostrador con el despacho de cinc, las estanterías cubiertas de
botellas, la heladera amarilleada por el tiempo y la mugre. El fondo del local, lleno de mesas vacías, se
hallaba envuelto en una atenuada penumbra, pero cerca de la entrada, por una de las ventanas, se colaba
un haz de luz rojiza, un chorro recto de claridad crepuscular en cuyo interior bailaban locamente miles de
partículas de polvo nimbadas por un halo luminoso. Beltrán se volvió, suspirando. "Estaba escrito que no
tenía que tomar nada", pensó. "Después, en todo caso." Al salir a la vereda su actitud de leve desgano se
modificó: miró a su alrededor como para orientarse, como tratando de reconocer el pueblo que cinco años
atrás había dejado para ir a la cárcel, y bajando a la calle comenzó a caminar hacia la costa.
El pueblo era el mismo; solamente Beltrán había cambiado. Las veredas, semiocultas por la fronda de
los paraísos que noviembre acababa de restablecer, eran las mismas; las casas que las bordeaban
tampoco habían cambiado. La gente que lo cruzaba parecía no reconocerlo, sin el duro bigote negro a
cuya ausencia los rasgos de su cara se habían habituado en la cárcel, pero eran los mismos hombres y
mujeres que cinco años más jóvenes lo habían visto una mañana atravesar el pueblo hacia la comisaría,
flanqueado por dos serios agentes uniformados. Cinco años antes, aquella mañana, él no habría podido
decir quiénes eran, porque no se había permitido la debilidad de mirarlos, pero durante todo el trayecto
había sentido que, desde la puerta de los bares, de las casas de familia, desde la puerta de los almacenes
y las carnicerías, los ojos del pueblo en el que había nacido y vivido durante veinticinco años, lo
contemplaban con curiosidad y hasta con malevolencia. Recordó que había pensado, confusamente, que
si entre todos los que lo contemplaban hubiera habido uno solo que fuese capaz de explicarle por qué él
había nacido, y por qué había nacido allí, en ese pueblo, y por qué en ese momento, cercado por dos
agentes, recorría el pueblo hacia la cárcel por haber golpeado a un hombre hasta casi matarlo, él se
habría desembarazado de los agentes y habría corrido hasta ese hombre para caer de rodillas ante él, y
pedirle o cuentas o una incierta absolución. Beltrán se estremeció recordando ese sentimiento, pensando
que una explicación más honda y más amplia necesitaba ahora que había regresado, dos días después
de salir de la cárcel, a matar al hombre que cinco años atrás sólo había golpeado. ¿Quién iba a explicarlo
(meditaba avanzando hacia el camino de la costa) ahora que insistía, ahora que la espontaneidad inicial
se había descompuesto en una serie de lúcidas razones, pensadas y repensadas a lo largo de cinco
años? La vez que, cinco años antes, había golpeado a Clemente Salas, había sido impulsado por un
rencor creciente, sordo e inexplicable, rigurosamente alimentado durante ocho meses, nada más que
porque su madre se había juntado con ese hombre, eligiéndolo con entera libertad. Por alguna extraña
razón, Beltrán se había negado a ventilar el asunto con ella, absolviéndola de antemano y cargando todo

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su odio en la cuenta del hombre que, en definitiva, no había hecho más que aceptar a su madre y
llevársela con él a su casa. Beltrán no los visitó nunca durante el año en que su madre y Clemente Salas
vivieron juntos; cuando su madre murió, Beltrán ni siquiera fue al entierro. En su rancho de la costa,
mientras preparaba sus elementos de pesca, se dedicó a imaginar, solo, fumando cigarrillo tras cigarrillo,
todos los pormenores del entierro, pensando primero "Ahora sueldan el cajón", después "Ahora se la
llevan", y finalmente "Ahora la han dejado bajo tierra, sola, y yo estoy aquí. Me la han quitado". Esa noche
se había emborrachado, y también la noche siguiente, y la otra, y la otra; durante ocho meses se había
emborrachado todas las noches, esperando el momento de saldar su cuenta, de restituir por medio de la
venganza todo lo que por medio del odio había arrojado fuera de sí mismo. Cuando su conciencia se halló
lo suficientemente trabajada, así como la tierra arada y preparada se vuelve dócil y receptiva, Beltrán
pudo instalar en ella la idea de que, a pesar de que tal vez había querido a su madre, Clemente Salas
había obrado con maldad al llevársela con él y dejarla morir; así que resolvió matarlo. A pesar de que
durante ocho meses había estado evitando encontrarse con él, fue derecho a su casa, al alba. Había
andado la legua larga que lo separaba de su rancho con paso lento y acompasado, con la mente clara y
fresca después de un sueño tranquilo. Había hallado a Salas sentado a la puerta de su rancho, en una
silla baja, contra el mojinete, aprovechando la primera luz del día para trabajar unas redes. Parecía como
si lo hubiera estado esperando, pero no desde el amanecer, sino desde hacía ocho meses. Se había
puesto de pie al verlo, lentamente. Y Beltrán, deteniéndose a menos de un metro de distancia de él, había
mirado a aquel hombre maduro, casi viejo, silenciosamente y como con extrañamiento. Salas comenzó a
emitir una larga serie de palabras, que él no pareció ni oír ni comprender, y sólo empezó a pegarle al
percibir, vagamente, la palabra "hijo". Entonces todo desapareció: la mañana, el rancho limpio y pobre,
con el río detrás, el río sobre el que los primeros rayos solares producían unos reflejos quebradizos y
dorados. Le pegó con los pies y con las manos, y después recogió un palo seco, recto y pesado, y siguió
dándole en el suelo. Dejó de golpearlo no por piedad ni por miedo, sino porque creyó que estaba muerto.
El hijo de Salas, un chico de trece años, lo miraba llorando desde la puerta del rancho. Beltrán regresó a
su casa y en ella esperó a la policía.
Ahora salía ya al suburbio del pueblo. Las casas comenzaban a hallarse más distantes unas de las
otras, humildemente levantadas: bajo grupos de árboles. El atardecer decaía sin una sola brisa. Todo
aparecía quieto y tranquilo, y el calor de la tarde se atenuaba gradualmente. Beltrán se calzó el saco
oscuro y se abrochó el cuello de la camisa, al que no adornaba ninguna corbata. En todo el oeste el
horizonte se hallaba decorado por una tensa franja color té; pero encima de su cabeza el cielo estaba
azul, a veces rosado. De vez en cuando en el aire resonaba un grito lejano, el ladrido débil de algún perro
cohibido por el crepúsculo. El sudor se secó en el rostro moreno de Beltrán y sus facciones se volvieron
más duras y como más austeras. Se internó en un angosto sendero de arena floja y amarillenta, abierto
entre dos grupos de espinillos, y avanzó costosamente por él. De los árboles, quietos en el silencio de la
tarde, parecía salir un murmullo leve y sordo, incomprensible y casi inaudible.
Pensó que sin embargo no había comprendido, que a pesar de los cinco años ocupados en ordenar
una lúcida y minuciosa resolución, su comprensión permanecía todavía intacta. Todavía no sabía ni por
qué había nacido, ni por qué había reunido tanto odio contra aquel hombre tal vez inocente, ni por qué lo

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había golpeado una mañana hasta casi matarlo, ni por qué ahora, después de cinco años, recorría con
paso tranquilo y acompasado, otra vez, el camino hacia la casa de Clemente Salas, el camino de la costa,
como lo llamaba la gente del pueblo, para quitarle por fin la vida. Pensó que le quedaba poco tiempo para
resolverlo, pero que de todos modos lo iba a hacer, aunque no le encontrara un sentido. Recordó también
el rostro de su madre, un rostro oscuro como el suyo, como el de Salas, y como el del hijo de Salas. Tal
vez Clemente Salas era su propio padre y él no lo sabía. Al meditar sobre ese hecho dedujo gradualmente
que ya nunca podría saberlo, que ni siquiera le importaba, y la vehemencia de ese pensamiento ocultó
otro que, surgiendo leve, fugaz y silencioso, se apagó enseguida: la simple consecuencia de que si
tampoco hubiera sabido que aquella mujer era su madre, no estaría en ese momento, en esa
circunstancia, recorriendo el camino de la costa.
El senderito de arena salía de entre los árboles a un campo amplio, abierto, de pasto verde, más allá
del cual, al pie de una barranca, corrían paralelamente la costa amarilla y el río ahora violado. La figura
solitaria de Beltrán recorrió el campo. Sobre sus ojos, frente a él, dos pájaros cruzaron el espacio como
dos piedras prietas y oscuras. Beltrán se detuvo y siguió su vuelo con la vista, hasta que fueron dos
puntos negros en el cielo. Encendió un cigarrillo y contempló, mientras arrojaba distraídamente el fósforo
apagado entre los pastos, cómo el humo se dispersaba con lentitud, hasta formar una especie de tejido
evanescente que demoró en desaparecer; después siguió caminando hasta el borde de la barranca y
descendió a la arena por una pendiente irregular de tierra gredosa y rojiza. Avanzó hacia el río hasta casi
tocar el agua con la punta de sus alpargatas. El río enviaba a la costa unas suaves ondas silenciosas;
Beltrán lo conocía, sabía de memoria todos los movimientos del río, sus estados, sus exigencias y sus
caprichos, su desorden y su paz. Ahora su superficie aparecía quieta y luminosa, violácea, pero Beltrán
sabía que por debajo de la superficie el agua oscura en la que tantas veces había sumergido su cuerpo,
viajaba constantemente hacia el mar, se renovaba y era otra. "Es y no es el mismo río", pensó. Recordó
sus mañanas de pescador, sus noches de luna en la canoa quieta, inmóvil sobre el agua, la piel del
surubí, semejante a la pelambre del tigre, el dorado lujoso y brillante como una joya. Pensó que ya nunca
más pescaría en ese río, que nunca más lo atravesaría hacia las islas inmóviles que lo ceñían en la otra
orilla, y que ahora contemplaba quizá por última vez. Sabía que lo aguardaban la muerte o la cárcel. Pero
no era eso lo que le importaba: la muerte o la cárcel las recibiría con alivio y con gusto si le hubiera sido
posible encontrar un sentido a lo que estaba haciendo, ya que por lo menos sabía que no podría dejar de
hacerlo.
Reanudó la marcha cerca del agua, dejando unas huellas profundas en la arena. La mitad de su larga
sombra se proyectaba en el río. Así era la vida de cada hombre: una sombra tenue proyectándose sobre
un espacio que pasa fugaz bajo la apariencia de permanecer. A pesar de la soledad, Beltrán palpó como
con ostentación el cuchillo envainado que llevaba en el bolsillo interior del saco, quizá por desear
oscuramente que alguien con mayor experiencia y astucia para comprender contemplara en ese momento
lo que estaba sucediendo. Cuando divisó el montecito junto al que se levantaba semioculto el rancho de
Salas, y que por encima de la copa de los árboles ascendía al cielo una delgada columna de humo
amarillento, el corazón de Beltrán comenzó a golpear en su pecho con un ritmo acelerado. Tampoco
ahora sentía piedad ni miedo; pasando una revista fugaz a toda su vida, Beltrán experimentó un

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sentimiento que se parecía al mismo tiempo a la desilusión y a la tristeza. Sentía como si la hubiera vivido
hasta ese momento contra su voluntad, como si los hechos incomprensibles que componían la trama de
su vida hubiesen pertenecido a otros hombres, a todos los hombres, vivos o muertos, que habían
marcado de cerca, férreamente, los pasos de su existencia. Este sentimiento le proporcionó,
inesperadamente, una débil tranquilidad, y apurando el paso penetró en el bosquecito. En un claro frente
al rancho, de espaldas a Beltrán, Clemente Salas se hallaba sentado en un sillón de mimbre, junto a un
brasero. Beltrán lo reconoció enseguida por la cabeza canosa y cuadrada y la ancha espalda agobiada.
Cerca de Salas, en el brasero redondo de tres patas, de hierro negro, ardía un montón de leña. Salas se
hallaba inmóvil, como si estuviera dormido. Silenciosamente, Beltrán cruzó el espacio que lo separaba del
sillón y pasando junto al brasero lleno de leña ardiente, se paró frente al hombre que iba a matar. Éste ni
siquiera se movió; tenía la cabeza echada sobre el pecho y respiraba pesadamente. Estaba dormido.
Beltrán lo contempló, y el aspecto del hombre redujo el ímpetu de su furia. En esos cinco años Salas
parecía haber envejecido mil años; el sueño le daba un aspecto de desamparo e inocencia. Tenía las
manos cruzadas sobre el abdomen, los codos apoyados en los brazos del sillón cuyo mimbre estaba roto
y lustroso por el uso. El resplandor de las llamas le iluminaba ligeramente el rostro. Más allá estaba el
rancho, cerca de cuyas paredes dos gallinas picoteaban estúpidamente el suelo apisonado, limpio de todo
pasto. Detrás del rancho corría el río. Y detrás de Clemente Salas, pasando el bosquecito envuelto en una
penumbra incipiente, la luz color té del crepúsculo coloreaba parejamente el horizonte y el cielo. Beltrán
sintió que su situación era absurda, que no podía matar a ese hombre dormido, pero que tampoco podía
despertarlo para darle muerte. Miró a su alrededor con extrañamiento, otra vez, igual que cinco años
atrás, distrayéndose durante un momento en el que pensó que tal vez irse era lo mejor, pero cuando
volvió la cabeza hacia Salas se sobresaltó comprobando que éste había abierto los ojos mirándolo
fijamente, con la boca abierta, y que el movimiento de la vida, por un momento detenido, había
recomenzado. Ahora Beltrán advirtió que la expresión de Salas no era de inocencia ni de desamparo sino
de idiotez y torpeza. Al tratar de hablar, Salas emitió unos sonidos pesados e incomprensibles; con una
mano levantó la otra, fofa y muerta, y la depositó trabajosamente sobre sus rodillas. Beltrán comprendió
enseguida; un tío suyo había muerto tiempo atrás de lo mismo. Se aproximó a Clemente Salas; el terror,
un terror súbito y profundo, iluminó, como una chispa de vida, los ojos del viejo. Beltrán se inclinó hacia él,
y le habló sordamente, con los dientes apretados.
—¿Me oye? —dijo.
El viejo sacudió afirmativamente la cabeza, con gran dificultad, y murmuró algo que Beltrán creyó
comprender. "Antonio. Me dice Antonio. Me llama por mi nombre", pensó. El viejo murmuró algo más, y
repitió lo que Beltrán había entendido como su nombre. "Me pide que lo mate. Me dice 'mátame, Antonio'",
pensó Beltrán.
—¿Por qué? —preguntó Beltrán. El viejo se limitó a repetir los mismos sonidos en los que Beltrán había
creído entender que le pedía la muerte. El terror del viejo crecía más y más. Beltrán demoró en
comprender por qué el viejo tenía tanto miedo si al mismo tiempo le pedía que lo matara. Sólo lo supo
cuando comprobó que el viejo miraba con los ojos muy abiertos, por sobre su hombro, algo que se hallaba
detrás suyo, y notó que la expresión de terror del viejo se convertía en una mueca de desesperación.

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Beltrán se dio vuelta de un salto, llevándose la mano al bolsillo interior del saco y manoteando el cuchillo
envainado. Cayó parado, con las piernas abiertas, viendo cómo ese muchacho corría hacia él con un gran
cuchillo de trabajo, de un solo filo, gritando cosas que, otra vez, igual que cinco años atrás, Beltrán no
entendía, tal vez ni siquiera oía. El viejo, detrás suyo, murmuraba débilmente con su voz inhumana.
Beltrán tiró el cuchillo al suelo y esperó, con los brazos abiertos. Cuando sintió los jadeos, y hasta el
aliento del muchacho en su propio rostro, todo se desvaneció a su alrededor. Sólo tenía conciencia de que
estaba luchando, de que él y el muchacho se sostenían férreamente por los brazos, con el cuchillo en
medio de los dos, y que daban vueltas, sin parar, como si bailaran sin música un baile absurdo. Después,
como si el baile continuara con otro paso se juntaron otra vez férreamente, se apretaron uno contra otro,
hasta que en medio del abrazo el muchacho cedió, encogiéndose como si pidiera calor o perdón; Beltrán
se separó de él de un salto. El muchacho tenía el cuchillo clavado en el estómago, y mientras llevaba las
manos abajo lo miró, sacudiendo la cabeza; tomó el mango del cuchillo con las dos manos y lo arrancó de
su vientre; la hoja estaba manchada de sangre y sobre la camisa desgarrada aparecía un húmedo
manchón rojo que se expandía por todo el vientre. El cuchillo cayó de las manos del muchacho y el
muchacho lo siguió, cerrando los ojos: se fue todo de boca contra el suelo después de permanecer un
momento inmóvil, de pie, en actitud de desplomarse, como si el paso de la vida a la muerte se produjera
en un destello de duración al margen del tiempo, o en un destello sin duración, a través del cual la vida
fuera penetrada y desterrada del tiempo por la muerte. Detrás de Beltrán, el viejo Salas lloraba tratando
en vano de incorporarse. Beltrán miró al muchacho, y a pesar de que su rostro se había convertido en una
tensa máscara aplastada contra la dura tierra apisonada, algo en él le reveló al niño que, cinco años atrás,
había contemplado llorando desde la puerta del rancho cómo él castigaba a Clemente Salas hasta casi
matarlo. "Ni siquiera sé por qué lo he hecho", pensó Beltrán. ¿A quién iba a preguntárselo? Ese paralítico
había vivido con su madre, y su madre había muerto. Se llamaba Salas. Clemente Salas. Ahora él
acababa de matar a su hijo. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. "El Negro le decían, creo", pensó.
Súbitamente Beltrán pensó que otros hombres, antes que él, habían creído conocer las redes reales de
sus vidas, el tejido verdadero que las componía, y habían vivido de acuerdo a esa creencia, y que esa
creencia los había hecho matar o amar, dormir durante la noche y levantarse con la primera luz del día.
Pensó que sin embargo no habían tratado de comprender, que habían llenado con sus vidas una huella
dejada por otros, como el río llenaría de agua las huellas que él mismo había dejado esa tarde con sus
pies sobre la arena de la playa. Se volvió hacia el viejo que lloraba desconsoladamente, sacudiendo
débilmente la cabeza, con la única mano sana, lo único vivo en su cuerpo muerto, aparte de sus ojos,
apoyada tristemente en el pecho. "El también llena con su vida una huella dejada por otros; la huella del
amor y de la enfermedad; la huella del desconsuelo ahora", pensó. Al recordar al muchacho se
estremeció. Lo miró; estaba muerto, con las manos crispadas contra la dura tierra, con las piernas
encogidas. "Tal vez él también, ahora", pensó con cierta duda.
Anochecía. Beltrán permaneció inmóvil durante largo tiempo; a medida que el aire se oscurecía las
llamas parecían volverse más espesas, más vivas y más resplandecientes; ellas solas iluminaban todo el
patio. Entre los árboles del bosquecito la penumbra era ahora densa y casi total, mezclada a las copas
oscuras. En el cielo azul, la estrella de la tarde, bella y tranquila, parecía ignorar en su altura el llanto

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interminable del viejo. Por pura costumbre, suspirando, Beltrán se inclinó para recoger su cuchillo, y
sacudiendo la vaina de cuero claro se lo guardó en el bolsillo interior del saco. Miró al viejo y comenzó a
caminar hacia el bosquecito para regresar al pueblo por el camino de la costa. En mitad del bosquecito se
detuvo. "Pero yo no estoy libre", pensó. No, no estaba libre; hiciera lo que hiciese, con un pie llenaría una
huella antigua, y con el otro pie dejaría abierta una nueva. Y mientras se volvía hacia el rancho, viendo
otra vez el contorno borroso del hombre sentado contra el resplandor de las llamas, el hombre al que
seguramente ya no podría consolar, Beltrán pensó que de haber sido libre habría elegido para sí mismo
un mito que le hubiese permitido crear o liberar a un hombre en vez de matarlo.

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