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España en Europa:

de 1945 a nuestros días


Charles Powell

Introducción: el legado de la 11 Guerra Mundial

El auge de las potencias del Eje durante la II Guerra Mundial


permitió a Franco acariciar brevemente el sueño de conquistar para
España un lugar privilegiado en el nuevo orden europeo y mundial,
aprovechando la debilidad de sus rivales tradicionales, Francia y Gran
Bretaña. Sin embargo, los cambios acaecidos durante 1944-1945
representaron una gravísima amenaza para la propia continuidad del
régimen, ya que presagiaban una situación de total aislamiento y
vulnerabilidad. De ahí que Franco ofreciera a Churchill en 1944
su entusiasta colaboración en una posible concertación antisoviética,
oferta que recibió una gélida respuesta anunciando la exclusión de
España de los futuros acuerdos de paz y de la futura Organización
de Naciones Unidas (ONU), a través de la cual se pretendía estruc-
turar el nuevo orden mundial. En junio de 1945 la Conferencia de
San Francisco, reunida para redactar la Carta de Naciones Unidas,
dio forma a esta amenaza, condenando formalmente al régimen de
Franco y vetando su ingreso en la ONU, y en diciembre de ese
año los gobiernos de París, Londres y Washington emitieron una
declaración tripartita renovando dicha condena, en la que se amparó
el gobierno francés para cerrar la frontera con España en febrero
de 1946. En diciembre de ese año, la Unión Soviética, con la ayuda
inestimable de Polonia, llevó la llamada «cuestión española» a la
Asamblea General de la ONU con la intención de promover un

AYER 49 (2003)
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bloqueo (económico y político) total, pero tuvo que conformarse


con una nueva condena formal y una recomendación de retirada
que fue seguida por todos los firmantes de la Carta salvo la Santa
Sede, Portugal, Suiza y Argentina. En apariencia, al menos, España
nunca había conocido un nivel de aislamiento y rechazo comparables,
tanto por parte de Europa occidental como del conjunto de la comu-
nidad internacional.
Como es sabido, la hostilidad hacia el régimen se justificó sobre
la base de que Franco había derrocado al gobierno legítimo de la
República con la asistencia militar, económica y diplomática de las
potencias del Eje, a las que posteriormente había prestado cierta
ayuda en su esfuerzo bélico contra los aliados. Estos últimos no
tuvieron reparos en ignorar que en la vecina Portugal existía un
régimen autoritario de características no muy distintas, que también
había acudido en ayuda de Franco durante la guerra civil. La diferencia
de trato se debió fundamentalmente a que los portugueses habían
tenido la prudencia de observar una neutralidad más estricta durante
la Guerra Mundial, debido fundamentalmente a su vieja alianza con
el Reino Unido, así como al hecho de que el régimen de Salazar
era anterior al surgimiento de los totalitarismos de entreguerras.
A pesar de este panorama tan poco halagüeña para el régimen
franquista, la situación internacional ofrecía algunos resquicios para
la esperanza. Como ya se había constatado en Potsdam en julio
de 1945, el interés de la URSS por derribar a Franco no era com-
partido por británicos y norteamericanos, que temieron que un blo-
queo total pudiese dar lugar a un nuevo enfrentamiento civil en
España del cual podría surgir una República más proclive al enten-
dimiento con los soviéticos que con unos aliados que no habían
hecho gran cosa por defender al régimen nacido en 1931. Franco
detectó de inmediato esta incipiente discrepancia entre los vencedores
en lo referido al futuro de España en el tablero internacional, y
a partir de ese momento desarrolló una doble estrategia, basada en
la realización de cambios cosméticos destinados a dotar al régimen
de una fachada política más aceptable a ojos de las democracias
occidentales, por un lado, y en el despliegue de una notable actividad
diplomática a fin de explotar al máximo las discrepancias antes men-
cionadas, por otro.
No obstante lo anterior, si un acontecimiento externo sobre el
cual carecía por completo de control, como fue la derrota del Eje,
E.~paña en Europa: de 1945 a nuestros días 83

situó al régimen al borde del abismo, otro fenómeno igualmente


ajeno al contexto español, el que representó el sordo estallido de
la guerra fría, contribuyó sobremanera a garantizar su supervivencia.
Así pues, a partir de la formulación de la doctrina Truman en marzo
de 1947, aplicada a España por George F. Kennan, Franco comenzó
a ser considerado un posible aliado y beneficiario de la estrategia
de contención anticomunista norteamericana. De ahí que, al cumplirse
un año de la resolución de la ONU de diciembre de 1945, Washington
se negara a contemplar las sanciones exigidas por Moscú, y de ahí
también que España fuese incluida inicialmente entre los posibles
beneficiarios del Plan Marshall, lanzado en julio de 1947. Sin embargo,
tanto Gran Bretaña como Francia ejercieron su influencia para hacer
ver a los norteamericanos que ello debilitaría el carácter pretendi-
damente democrático (y no sólo anticomunista) de dicho Plan, entre-
gando a los soviéticos una importante baza argumental en la incipiente
guerra fría. Ello explica que España, junto con Finlandia, haya pasado
a la historia como el único país de la Europa occidental en ser excluido
del Plan Marshall y, por extensión, de las organizaciones creadas
al calor de la política norteamericana de reconstrucción, entre ellas
la Organización de Cooperación Económica Europea" surgida en mar-
zo de 1948. Evidentemente, un régimen dictatorial como el de Franco
tampoco podía tener cabida en el Consejo de Europa, fundado en
mayo de 1949 como respuesta democrática a los excesos nacionalistas
y totalitarios que habían conducido al desastre mundial. En suma,
la exclusión de la España de Franco del incipiente proceso de inte-
gración europeo, fenómeno que se desarrolló inicialmente bajo el
paraguas defensivo y económico norteamericano, se produjo a insis-
tencia de las propias democracias europeas, que la condenaron así
a una extrema dependencia de los Estados Unidos. Así lo confirmó
el veto europeo a la participación de España en la fundación de
la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en abril
de 1949, que por los motivos antes aducidos no se hizo extensivo
al Portugal de Salazar.
La intensidad del rechazo político suscitado por el régimen de
Franco entre las democracias de la Europa occidental pudiera llevar
a pensar que ésta también se trasladó al terreno económico. Sin
embargo, debe subrayarse que ninguna de estas potencias se negó
a comerciar con España, hasta tal punto que en 1948 los Estados
Unidos, Gran Bretaña y Francia (que reabrió su frontera ese año)
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ya eran los principales receptores de productos españoles, sobre todo


agrícolas, restableciéndose la situación existente antes de la guerra
civil. Ello es atribuible tanto al peso de unos lazos comerciales urdidos
a lo largo de muchas décadas, como a la creencia, ampliamente com-
partida en Europa, de que el bloqueo económico dañaría más a
la población española que al régimen al que se pretendía hostigar,
hasta el punto de llegar a resultar contraproducente. Como afirmaría
con pragmatismo el ministro de Asuntos Exteriores francés, Georges
Bidault, en un debate celebrado en la Asamblea Nacional francesa
sobre la «cuestión española»: «il n'y a pas d'oranges fascistes; il
n'y a que des oranges» l. En suma, a pesar de sus escasas simpatías
por el régimen de Franco, a lo largo de la década de los cincuenta
las democracias europeas fortalecieron gradualmente sus lazos comer-
ciales y económicos con España.
En vista de la hostilidad política de sus principales socios comer-
ciales europeos, el régimen de Franco buscó su reinserción diplomática
en el nuevo orden internacional de posguerra a través de los Estados
Unidos. Desde finales de 1946, los estrategas del Pentágono venían
transmitiendo al Departamento de Estado la idea de que una España
bien dispuesta hacia Washington podría ser de gran utilidad en caso
de un nuevo conflicto internacional. El bloqueo de Berlín de 1948
y el estallido de la primera bomba atómica soviética un año después
confirmó el aumento de la tensión Este-Oeste, y en mayo de 1950,
un mes antes del inicio de la Guerra de Corea, el secretario de
Defensa fue informado por los militares de la importancia capital
de asegurar la colaboración de España en el hipotético caso de un
ataque de Moscú a Francia y los Países Bajos. Gracias a un creciente
apoyo norteamericano, en noviembre de 1950 la ONU revocó las
sanciones de 1946 (con la abstención de Francia y Gran Bretaña),
abriendo el camino tanto al retorno de los embajadores como al
ingreso de España en la Organización Mundial de la Salud (en 1951),
la UNESCO (en 1952) y la Organización Internacional del Trabajo
(en 1953). Este acercamiento bilateral hispano-norteamericano, que
se plasmó en importantes créditos y ayudas gubernamentales a partir
de 1950, daría finalmente lugar a la firma de los acuerdos de sep-
tiembre de 1953, mediante los cuales Madrid concedió a Washington

1 MARTÍNEZ LILLO, P. A.: «Las relaciones hispano-francesas entre 1948 y 1952»,


en VVAA: España, Francia y la Comunidad Europea, Madrid, 1989, pp. 145-147.
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el uso de cuatro bases aéreas y navales en territorio español a cambio


de ayuda militar y económica.
Si bien la asistencia económica recibida por España gracias a
dichos acuerdos fue muy inferior a la otorgada por Washington a
los beneficiarios del Plan Marshall, su valor político y geoestratégico
fue muy superior, ya que supuso el anclaje de España en el bloque
occidental. Así pues, transcurrida menos de una década desde el
final de una guerra mundial en la que Franco se había alineado
con las potencias derrotadas, gracias a la guerra fría España pudo
comenzar a superar el aislamiento al que parecía estar condenada.
A otro nivel, también contribuyó a ello de forma muy notable el
Concordato firmado con el Vaticano en agosto de 1953. Sin embargo,
los acuerdos de 1953 con Estados Unidos también tuvieron con-
secuencias un tanto perversas para la relación de España con la Europa
democrática, ya que ésta pudo beneficiarse de la contribución espa-
ñola a la defensa occidental (por modesta que fuese, que no lo fue
tanto) sin tener que otorgarle nada a cambio. En otras palabras,
a pesar de ser una potencia eminentemente europea, España se adhirió
al bloque occidental a través de los Estados Unidos, como si su
historia y su geografía nada tuviesen en común con los países de
su entorno. Paradójicamente, y debido fundamental~enteal carácter
autoritario del régimen, ello tampoco se tradujo en unas relaciones
especialmente estrechas entre norteamericanos y españoles. En suma,
todo ello no hizo sino fomentar una cierta sensación de aislamiento
y de exclusión del entorno europeo occidental al que tradicionalmente
se había vinculado España, fenómeno que debe tenerse muy en cuenta
a la ahora de analizar el europeísmo español de los años setenta
y ochenta del siglo pasado.

Del inicio de la integración europea a la muerte de Franco

Por motivos tanto políticos como económicos, España no fue


invitada a participar en las primeras fases del proceso de integración
europeo. En 1951, la creación de la Comunidad Europea del Carbón
y del Acero (CECA) apenas tuvo impacto en España debido a la
todavía escasa importancia de este sector en la economía nacional.
En cambio, el gobierno de Madrid sí fue invitado a participar en
las conversaciones sobre la creación de un mercado agrícola europeo
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(o «Pool Verde») culminadas en 1953, hasta que dicha iniciativa


fue absorbida por la üECE, lo cual obligó al ejecutivo a negociar
su ingreso en el comité agrícola de este organismo, algo que no
logró hasta 1955. Evidentemente, España tampoco fue invitada a
participar en las negociaciones que llevaron a la firma de los Tratados
de Roma en 1957, y que dieron lugar al nacimiento del Euratom
y de la Comunidad Económica Europea. Sin embargo, a pesar de
estas dificultades, hacia 1957 los seis países fundadores de la CEE
compraban el 30 por 100 de las exportaciones españolas y vendían
a España el 23 por 100 de sus importaciones, fundamentalmente
de productos agrícolas.
Debido al aislamiento del régimen de Franco, el año 1957 se
recuerda más en España por la llegada al poder del gobierno que
habría de protagonizar uno de los giros económicos más importantes
de la historia del país que por la firma de los Tratados de Roma.
Sin embargo, ambos acontecimientos guardan una cierta relación
entre sí. Si el régimen decidió modificar su política económica ello
se debió a la constatación de que la autarquía sólo podía conducir
a un desastre económico de consecuencias sociales y políticas impre-
visibles, fracaso que se debería en parte a la exclusión de España
del incipiente proceso de integración europea. Más concretamente,
la exclusión de España de la üECE le había privado de la posibilidad
de beneficiarse de la Unión Europea de Pagos, creada en 1950,
perpetuándose así la no-convertibilidad de la peseta, con el con-
siguiente perjuicio para el comercio exterior español. Por ello, el
Plan de Estabilización y Liberalización de 1959 no hubiese sido posi-
ble sin el ingreso de España en el Fondo Monetario Internacional
y el Banco Mundial (1958) y en la propia üECE (1959), cuyos
expertos y fondos contribuyeron a diseñarlo y financiarlo. En suma,
el Plan de Estabilización consolidó el proceso de occidentalización
de España iniciado con los acuerdos de 1953, si bien en este caso
las medidas adoptadas facilitaron también una creciente europeización
de la economía española, que a medio y largo plazo iría en detrimento
de los lazos comerciales con Estados Unidos 2.

2 Recuérdese que, según el memorándum del gobierno al FMI y a la üECE


de junio de 1959, el objetivo del Plan era «situar a la economía española en línea
con los demás países del mundo occidental y liberarla de intervenciones que, heredadas
del pasado, no se ajustan a las necesidades de la situación actual».
EJpaña en Europa: de 1945 a nuestros días 87

Aunque inicialmente fue recibido con cierto esceptIcIsmo, y a


pesar de que nadie vaticinó entonces el grado de integración eco-
nómica y política a que daría lugar, la creación de la CEE obligó
al gobierno de Madrid a mejorar sus relaciones bilaterales con las
grandes potencias europeas, ante el temor a quedar permanentemente
excluido del proceso que se anunciaba. En el caso de Francia, los
esfuerzos del régimen por acercarse a París dieron fruto a finales
de la década de los cincuenta, gracias en no poca medida a la cola-
boración de ambos países en el Norte de África con el objeto de
frenar las ambiciones de Marruecos. Así lo testifican tanto el acuerdo
comercial de 1957 y la decisión de Francia de levantar las restricciones
sobre la venta de material bélico en 1958 como la reunión de Fernando
Castiella con el general de Gaulle en París en septiembre de 1959
y con Couve de Murville el mes siguiente, con ocasión del trescientos
aniversario del Tratado de los Pirineos. En suma, España parecía
tener cabida en el proyecto gaulista de una «Europa de las Patrias»,
sin estructuras supranacionales y bajo el liderazgo de una Francia
poderosa, y el régimen quiso aprovecharse de ello. De forma paralela,
Madrid también hizo lo posible por ganarse la confianza de la Repú-
blica Federal de Alemania, que por aquel entonces procuraba rea-
firmar su soberanía en el ámbito político y defensivo. El último obs-
táculo a unas buenas relaciones bilaterales heredado de la guerra
mundial se resolvió en 1958, al acordarse la devolución o compen-
sación por los bienes alemanes retenidos en España desde 1945,
como demostró la firma de un importante acuerdo comercial ese
mismo año. Castiella visitó Bonn en 1959 y el mítico Ludwig Erhard,
ministro de Economía y padre del milagro económico alemán, no
tuvo reparos en devolver la visita en mayo de 1961. Algo parecido
sucedió en relación con el Reino Unido, tradicionalmente intransi-
gente con España. La sustitución de Anthony Eden por Harold Mac-
Millan permitió incluso el intercambio de visitas entre ministros de
Asuntos Exteriores en 1960-1961, si bien el contencioso gibraltareño
frustró las perspectivas de un acercamiento más profundo. En cambio,
poco pudo hacer el régimen por congraciarse con las autoridades
italianas, que mantuvieron intacta su animadversión por él, ni con
las de los países del Benelux, que se mostraron igualmente inflexibles.
El nacimiento de la CEE en 1957 fue recibido por el régimen
español con una mezcla de escepticismo y aprensión. Ello dio lugar
a un interesante debate en el seno de la administración sobre los
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límites y posibilidades de la integración de un régimen autoritario


como el de Franco en un entorno europeo cada vez más integrado,
que se vio complicado por la creación de la Asociación Europea
de Libre Comercio (EFTA) en 1959. La CEE resultaba atractiva
en la medida en que aglutinaba a los principales socios comerciales
de España (salvo el Reino Unido), pero tenía una orientación demo-
crática incompatible con el franquismo. En cambio, como zona de
libre comercio, la EFTA podía ser menos exigente en términos polí-
ticos (así parecía avalarlo la presencia de Portugal), pero resultaba
menos atractiva en su dimensión estrictamente económica. Durante
muchos meses las autoridades españolas albergaron la esperanza de
que la rivalidad entre los Seis (CEE) y los Siete (EFTA) se diluyera
en una gran asociación de libre comercio organizada en torno a la
antigua ÜECE, evitándoles así el mal trago de tener que optar entre
una de ellas. Sin embargo, el debate quedó zanjado a finales de
1961 tras la solicitud de adhesión a la CEE del Reino Unido (que
le compraba a España el 16 por 100 de sus exportaciones, frente
al 15 por 100 de Alemania y el 9 por 100 de Francia), a la que
seguirían las de Irlanda, Dinamarca y Noruega, lo cual pareció con-
firmar el menor atractivo de la EFTA. Por otro lado, existían motivos
para temer que la incipiente Política Agrícola Común (PAC) de la
CEE, que comenzó a tomar forma en 1961, tendría un impacto
adverso sobre las exportaciones españolas de frutas y legumbres a
los Seis. Las medidas aprobadas en Bruselas en relación con terceros
países y la firma de un acuerdo de asociación con Grecia en julio
de 1961, así como la apertura de negociaciones con otros Estados
mediterráneos, no hicieron sino confirmar la sospecha de que España
no tendría más opción que emularles.
Como es sabido, Franco y su alter ego) Carrero Blanco, con-
templaban con sumo recelo a la CEE y no deseaban que el régimen
padeciera la humillación de verse rechazado, pero los tecnócratas
que habían llevado a la práctica el Plan de Estabilización lograron
convencerles de que, dado el carácter estrictamente interguberna-
mental de la «Europa de las Patrias» auspiciada por De Gaulle y
el apoyo manifestado por Francia y Alemania, España debía aspirar
a «una asociación susceptible de llegar en su día a la plena inte-
gración», como rezaba la solicitud finalmente presentada por Castiella
en febrero de 1962. En realidad, la esperanza de una rápida asociación
carecía por completo de fundamento, pero el temor a la exclusión
España en Europa: de 1945 a nuestros días 89

de España del proceso de integración en curso empujó a Castiella


a optar por una vía que el régimen sería incapaz de recorrer. Por
un lado, la Comisión Política de la Asamblea Parlamentaria de la
CEE aprobó una resolución basada en el Informe Birkelbach pre-
sentado a finales del año anterior, según la cual «los Estados cuyos
gobiernos no tienen una legislación democrática y cuyos pueblos no
participan en las decisiones del gobierno, ni directamente ni por
representantes elegidos libremente, no pueden pretender ser admi-
tidos en el círculo de los pueblos que forman las Comunidades Euro-
peas». Así pues, fue la petición de Castiella la que indujo a dicha
institución europea a explicitar algo que hasta entonces había sido
un sobreentendido un tanto ambiguo. Si bien la censura evitó que
la opinión publica española tuviera conocimiento cabal del veto polí-
tico al ingreso de España en la CEE que ello supuso, la solicitud
también permitió a la oposición antifranquista utilizar dicho veto
a partir de entonces -como pudo constatarse en el llamado «con-
tubernio de Múnich» del verano de 1962- para fustigar al régimen
por su manifiesta incompatibilidad con la Europa democrática. Por
otro lado, de acuerdo con el Informe Birkelbach, la asociación debía
contemplarse para países cuyo nivel de desarrollo económico y político
no les permitiese aspirar a la plena adhesión, pero solamente si se
mostraban capaces de evolucionar hacia una mayor similitud con
los Estados miembros. En la medida en que la asociación era vista
como la antesala de la adhesión, la solicitud de Castiella vino a legi-
timar la fiscalización de la vida política española por parte de las
instituciones de la CEE, y muy especialmente de su Asamblea Par-
lamentaria, lo cual no haría sino poner de manifiesto una y otra
vez la incapacidad del régimen de evolucionar en sentido democrático.
Ello posiblemente tuvo un impacto sobre la opinión pública española
menor del que se ha pretendido, pero sin duda contribuyó a perpetuar
la vigencia del veto político de 1962 hasta después de las elecciones
democráticas de 1977. En suma, en 1962 el régimen se tendió a
sí mismo una suerte de «trampa europea», al fijarse un objetivo
inalcanzable e invitar a las democracias de la CEE a fiscalizar per-
manentemente el desarrollo político del país.
La ausencia casi absoluta de referencias al caso español en la
literatura sobre la integración europea en la década de los sesenta
debería servir al menos para recordarnos que, más allá de la incom-
patibilidad política del régimen de Franco con la Europa de los Seis,
90 Charles Powell

lo que realmente determinó la respuesta de ésta a la solicitud de


Castiella fue la profunda crisis por la que entonces atravesaba el
proyecto europeo. El veto de De Gaulle a la candidatura británica
en enero de 1963 paralizó a todas las demás, a pesar de que en
un Consejo de Ministros previo solamente Bélgica se había opuesto
frontalmente a considerar la solicitud española. España intentó apro-
vechar el interés de París por vincularla a un incipiente eje fran-
co-alemán, pero la resistencia de Bonn a romper con Washington
y la sustitución de Adenauer por Erhard a finales de 1963 dejó en
una situación precaria a De Gaulle. En vista de ello, en febrero
de 1964 el gobierno español optó por recordarle al Consejo de Minis-
tros de la CEE que su carta de 1962 todavía no había tenido respuesta,
ante lo cual Bruselas aceptó entablar conversaciones para «examinar
los problemas económicos que plantea a España el desarrollo de
la CEE y buscar las soluciones apropiadas», descartándose defini-
tivamente la vía de la asociación.
Si la solicitud de 1962 se vio afectada por la cuestión británica,
los contactos iniciados en 1964 se toparon con los esfuerzos franceses
por institucionalizar la PAC antes de la adhesión del Reino Unido
y la posterior «crisis de la silla vacía» de julio de 1965, resuelta
en enero de 1966 mediante el llamado «compromiso de Luxem-
burgo». Superados estos escollos, en julio de 1967 Bruselas finalmente
ofreció a España la posibilidad de negociar un mero Acuerdo Pre-
ferencial, opción políticamente neutra que ganó adeptos en la CEE
tras el golpe de los coroneles en Grecia, que dio lugar a la primera
suspensión de un acuerdo de asociación por motivos políticos. Si
bien el rango político del Acuerdo finalmente aprobado en junio
1970 era inferior a los acuerdos de asociación firmados por la CEE
con Marruecos y Túnez, en términos económicos tuvo sin duda con-
secuencias muy importantes. El acuerdo preveía una nada desdeñable
reducción de aranceles por parte comunitaria que facilitó enorme-
mente la exportación de productos españoles, mientras que por parte
de España la reducción arancelaria fue lo suficientemente cauta como
para no perturbar en exceso el mercado nacional (en el ámbito indus-
trial, la rebaja arancelaria media de la CE fue del 63 por 100 frente
al 25 por 100 de España, motivo por el cual algunos autores han
lamentado que la economía española siguiera estando excesivamente
protegida de la competencia exterior). Como era de esperar, ello
se tradujo en un notable aumento de las exportaciones, sobre todo
España en Europa: de 1945 a nuestros días 91

de productos industriales, sin que ello conllevara un incremento simi-


lar en las importaciones.
Se debiese o no al impacto del Acuerdo Preferencial, lo cierto
es que en la década de los setenta se quebró la sorprendente con-
tinuidad que hasta entonces había caracterizado los intercambios
comerciales entre España y el resto de la Europa occidental. Desde
la segunda posguerra mundial, las importaciones españolas prove-
nientes de estos países se habían mantenido constantes en torno
al 35 por 100 del total, mientras que las exportaciones oscilaron
en torno al 45 por 100, siendo los mercados europeos más importantes
como clientes que como proveedores. Aun a riesgo de simplificar,
puede afirmarse también que durante esta larga etapa España había
exportado más a los países del norte de Europa, sobre todo productos
agrícolas, y les compraba bienes manufacturados e industriales. Toda-
vía en 1965, los productos agrícolas representaban el 60 por 100
de las exportaciones españolas a Alemania, y el 55 por 100 de las
destinadas a Francia. Sin embargo, a partir de 1970 fue disminuyendo
el valor de las exportaciones agrícolas y aumentando el de los pro-
ductos industriales, que lograron hacerse un hueco en los mercados
de la Europa meridional. Así pues, a medida que fue avanzando
la década de los setenta Francia pasó a convertirse en el principal
comprador de productos españoles, superando al Reino Unido en
1969 y a Alemania en 1972. No parece que ello pueda atribuirse
exclusivamente al Acuerdo de 1970, sino más bien a una cierta satu-
ración de los mercados del norte de Europa, así como a la creciente
competitividad de nuevos exportadores meridionales. Así pues, si
en 1970 el 46 por 100 de las exportaciones españolas tenían como
destino los mercados de la Comunidad, en 1985 ya suponían el 22
por 100.
Lamentablemente, la adhesión del Reino Unido a la CEE, que
ya se había interpuesto en el camino de los negociadores españoles
a principios de los sesenta, volvió a frustrar sus esperanzas en 1973.
En 1970 las exportaciones agrícolas españolas al Reino Unido, que
accedían a dicho mercado sin trabas arancelarias, representaban un
25 por 100 de sus exportaciones totales, motivo por el cual la adhesión
británica privó al Acuerdo Preferencial de buena parte de su atractivo.
La firma de un protocolo complementario en enero de 1973 palió
en alguna medida el impacto de la ampliación a Nueve, pero Bruselas
exigió un desarme industrial español más rápido del inicialmente
92 Charles Powell

previsto a cambio de las concesiones agrícolas que pretendía Madrid,


llevando las negociaciones a un punto muerto. Por otro lado, el cre-
ciente deterioro de la situación política a partir del asesinato de Carre-
ro Blanco en diciembre de 1973 situó a las autoridades españolas
en una posición negociadora poco halagüeña, como demostró la reti-
rada de los embajadores de los Nueve (salvo Irlanda) a raíz de las
ejecuciones de septiembre de 1975. Resulta no poco irónico que,
a pesar de los grandes cambios ocurridos en España en el terreno
económico y social desde la segunda posguerra mundial, la escasa
evolución política registrada desde entonces hiciese que la Europa
democrática despidiera al dictador de forma similar a como le había
recibido en 1945-1946.
El legado de la etapa franquista en lo que a las relaciones de
España con Europa se refiere es un tanto ambivalente. A partir del
giro económico de 1959, la aproximación a Europa fue un objetivo
compartido tanto por el régimen como por la oposición. Más allá
de la confusión que ello haya podido suscitar entre la opinión pública
sobre la naturaleza y significado del proyecto europeo, importa subra-
yar el carácter esencialmente instrumental de esta aspiración. Para
el régimen, se trataba fundamentalmente de mitigar las consecuencias
del proceso de integración económica en curso, y de escapar a las
posibles consecuencias negativas de su exclusión. Por su parte, desde
Múnich la oposición vio en Europa un instrumento con el que subrayar
permanentemente la incompatibilidad del régimen con los valores
democráticos que ésta supuestamente encarnaba. En cierto sentido,
ambos cumplieron su objetivo. A pesar del veto político de 1962,
el régimen logró que la economía española se integrara cada vez
más con las de los Estados miembros de la Comunidad, y que se
beneficiara del boom económico europeo de los años sesenta. Al
mismo tiempo, la oposición logró que dicho veto se mantuviera,
haciendo imposible el reconocimiento político del régimen por parte
de las instancias europeas. Así pues, en comparación con los Estados
fundadores de la Comunidad, que buscaron en ésta una solución
a las rivalidades y desencuentros que les habían llevado a tres con-
flictos franco-alemanes y dos guerras mundiales, en España el proyecto
europeo interesaba sobre todo como un instrumento para la supe-
ración de su «desviación» respecto de las grandes potencias europeas,
medida en términos políticos, socioeconómicos y de presencia inter-
nacional. Ello seguramente pueda atribuirse tanto a la ausencia de
España en Europa: de 1945 a nuestros días 93

España de los grandes conflictos europeos del siglo xx como a su


situación geográfica periférica y su relativo retraso socioeconómico.
Tras la muerte de Franco en 1975 se produjo una cierta con-
vergencia entre los dos grandes objetivos descritos anteriormente.
Por un lado, los primeros gobiernos de la monarquía pretendieron
salir de la vía muerta que representaba la mera renegociación del
Acuerdo Preferencial de 1970, para pasar cuanto antes a las nego-
ciaciones para la plena adhesión. Por su parte, la oposición utilizó
el veto de 1962 para garantizar que el proceso democratizador no
quedara en un mero revoque de fachada, objetivo que se dio por
logrado con la celebración de elecciones a Cortes (que luego serían
constituyentes) en junio de 1977. Ello permitió que la solicitud de
adhesión presentada por Marcelino Oreja en nombre del segundo
gobierno de Adolfo Suárez el 28 de julio de 1977 contara con el
apoyo unánime tanto de las Cortes recién elegidas como de la opinión
publica española en su conjunto. Además de los motivos políticos
aducidos, existían también poderosos argumentos económicos a favor
de la petición de adhesión. En 1977, un 48 por 100 de las expor-
taciones españolas se dirigían a la Europa comunitaria, porcentaje
que ascendía al 57 por 100 en el sector agrícola, mientras que un
30 por 100 de las importaciones procedían de los Nueve, porcentaje
que alcanzaba el 39 por 100 en el sector industrial. La tasa de cober-
tura de importaciones por exportaciones mejoró sensiblemente a partir
de 1976, alcanzando el 100 por 100 hacia 1979, Yla relación comercial
española con Francia llegó a ser excedentaria a partir de 1977 3 .
Por estos y otros motivos, el desarrollo de la economía española
parecía aconsejar su plena integración en el ámbito de la CE en
un futuro no demasiado lejano.

Ideas sobre Europa en una España en vías de democratización

Las ideas sobre Europa más influyentes en España durante la


etapa democratizadora parecen confirmar nuestro diagnóstico sobre
el carácter instrumental del europeísmo español. Aunque por motivos
distintos, tanto los reformistas provenientes del régimen como los
líderes de la oposición buscaron ante todo la homologación demo-

3 ALONSO, A.: España en el Mercado Común. Del acuerdo del 70 a la Comunidad


de Doce) Madrid, 1985, pp. 44-73.
94 Charles Powell

crática del nuevo sistema político. Dada la percepción ampliamente


compartida de la existencia de una evidente relación causa-efecto
entre el establecimiento de un sistema político democrático y el ingreso
en la Comunidad, sólo el reconocimiento por parte de ésta podía
tener efectos plenamente legitimadores. A pesar de que la Comu-
nidad, como ente político, adolecía entonces de importantes déficits
democráticos (recuérdese que la elección directa de los eurodiputados
data tan sólo de 1979), nadie cuestionó jamás la autoridad de Bruselas
para expedir certificados de buena conducta democrática, que curio-
samente gozaban de mucha mayor credibilidad que los que podían
otorgar bilateralmente las principales potencias europeas. En suma,
durante la transición los españoles lograron ser aceptados como eu-
ropeos de pleno derecho en la medida en que fueron capaces de
desarrollar instituciones y hábitos democráticos, de manera tal que
los procesos de democratización y europeización llegaron apercibirse
como las dos caras de una misma moneda. Este binomio fundacional
tuvo importantes consecuencias para la cultura política española, ya
que explica en buena medida el unanimismo europeísta de los años
setenta y ochenta.
Como ya vimos, la fuerza homologadora de «Europa» se debió
en no poca medida a que, durante la dictadura franquista, la Comu-
nidad (junto con el Consejo de Europa) fue el único ente supra-
nacional en llevar la cláusula democrática hasta sus últimas conse-
cuencias, negándose a contemplar la adhesión de Estados no demo-
cráticos. Sin embargo, resulta llamativo que la Europa comunitaria
nunca gozara de un predicamento comparable en Grecia o Portugal,
los otros Estados meridionales que compartieron con España el pro-
tagonismo inicial de la «tercera ola democratizadora» descrita por
Samuel Huntington. Ello probablemente se debiera a que la exclusión
española de la Europa occidental había sido mucho más prolongada
e intensa que la de estos países: tanto Grecia como Portugal habían
participado en la OTAN, y el país vecino se había codeado con
algunas de las democracias más consolidadas del continente en el
seno de la EFTA. Por otro lado, la actitud acomodaticia de algunas
potencias europeas hacia la dictadura militar griega establecida en
1967 parece haber mermado el prestigio de las instituciones comu-
nitarias, debilitando la identificación previamente existente en dicho
país entre la Comunidad y los principios democráticos que pretendía
encarnar. Todo ello explica el hecho de que, a diferencia de España,
España en Europa: de 1945 a nue.\tros días 95

en Grecia y Portugal sus respectivas solicitudes de adhesión a la


Comunidad no contaran con el apoyo unánime ni de sus Parlamentos
ni de sus opiniones públicas 4.
Con respecto a esta dimensión política de la relación entre España
y Europa, se olvida a menudo que, en sentido estricto, los procesos
de democratización y europeización no fueron simultáneos, sino con-
secutivos. Ningún autor solvente prolonga la duración de la transición
más allá de 1982, y la mayoría la dan por terminada varios años
antes, con la proclamación de la Constitución de 1978 o la elaboración
de los Estatutos de Autonomía de Cataluña y el País Vasco en 1979.
Cosa distinta sería el proceso de consolidación democrática, pero
la mayoría también lo da por concluido a mediados de la década
de los ochenta, antes (o al tiempo) de producirse el ingreso de España
en la Comunidad el 1 de enero de 1986. Suscitamos esta cuestión
para subrayar que, a pesar de la retórica entonces al uso, la relación
entre democratización y europeización no fue tan mecánica como
pudiera parecer. Así lo sugiere, por ejemplo, el impacto del intento
de golpe de Estado ocurrido en febrero de 1981: para unos vino
a demostrar que España no estaba preparada para ingresar en la
Comunidad, mientras que otros lo interpretaron como evidencia de
la necesidad de que lo hiciera a la menor brevedad. En todo caso,
es indudable que el deseo de ingresar en la Comunidad cuanto antes
obligó a las autoridades españolas a impulsar reformas de toda índole
que contribuyeron destacadamente a la democratización del Estado
heredado del régimen anterior. En este sentido, es posible que la
expectativa del ingreso en la Comunidad fuese tan importante para
la democratización de España como la adhesión en sí. En todo caso,
el consenso europeísta, surgido en paralelo al consenso constitucional
de 1978, parece haber actuado como una suerte de garantía de irre-
versibilidad democrática.
] unto con la aspiración de democratizar España a través de su
incorporación a Europa, en el discurso político de los años setenta
y ochenta ocupó un lugar igualmente destacado la idea, presente
en el pensamiento español desde]oaquín Costa, de la europeización
entendida como modernización, o, lo que es lo mismo, como supe-
ración de una atraso secular. Si acaso, la novedad radicaría en que

4 POWELL, c.: «Cambio de régimen y política exterior: España, 1975-1989»,


en TUSELL, ].; AVILÉS, ]., y PARDO, R. (eds.): La política exterior de España en el
siglo xx, Madrid, 2000, pp. 415-419.
96 Charles Powell

dicha modernización ya no se definía tanto en términos de desarrollo


económico, tecnológico o científico (aunque también), sino sobre
todo en términos de bienestar social, entendido como consecuencia
tangible de lo anterior. Así pues, de la misma manera que a los
españoles no hubo que descubrirles el significado de la democracia,
porque las naciones de su entorno venían disfrutando de ella desde
la segunda posguerra mundial, tampoco les fue difícil definir los
parámetros de una economía social de mercado y un incipiente estado
de bienestar similares a los ya existentes más allá de los Pirineos.
El triángulo democratización-modernización-europeización que
dominó en buena medida el discurso político español durante varios
lustros tras la muerte de Franco planteaba más incógnitas de las
que suele reconocerse. En ocasiones, la europeización, entendida
como acicate o palanca para la modernización, podía resultar incom-
patible con una verdadera democratización. Así lo vino a reconocer
(quizás sin saberlo) el embajador de España ante la Comunidad
Europea, Raimundo Bassols (1977-1982), a la hora de resumir en
1977 las razones que justificaban la solicitud de adhesión en un
texto que le servía de chuleta en sus conversaciones de alto nivel:

«La Comunidad Europea) en los últimos años, ha adoptado una legislación


moderna y eficaz en los aspectos económicos y sociales. España se debate en
cambio en la maraña de viejas estructuras legislativas, algunas obsoletas, defendidas
por sectores de la sociedad que se benefician de esta situación jurídica y de
hecho. Hay que modernizarse y será necesario para ello enfrentarse a determinados
grupos de presión. Es dzfícil tomar la decú:ión de cambio de legislaciones en
una democracia nueva, por miedo a las repercusiones electorales que ello pudiera
tener. La adhesión nos marca el camino del progreso, sin coste político alguno
en la lucha electoral interna, ya que la transformación legislativa y la moder-
nización se nos imponen desde fuera, desde la propia Comunidad, por el hecho
mismo de entrar en ella. La adhesión implica la aceptación del acervo comunitario.
Pero además, en los tiempos que corren, no hay prácticamente dudaj~ ni entre
los partidos políticos ni en la ciudadanía, sobre la conveniencia de entrar en
Europa. Es muy fácil explicar que nuestras transformaciones legislativas son la
consecuencia lógica de la aceptación de la opción europea que, de manera prác-
ticamente unánime, reclama el pueblo español y evitar con ello el coste político
que las transformaciones jurídicas podrían acarrear en unas elecciones» 5.

5 BASSOLS, R: España en Europa. Historia de la adhesión a la CE) 1957-1985,


Madrid, 1995, pp. 169-170.
España en Europa: de 1945 a nuestros días 97

Pocos testimonios de un actor político español captan como éste


el carácter esencialmente instrumental del europeísmo del que hizo
gala la clase política española de los años setenta, y el espíritu indu-
dablemente monnetiano (por su escasa preocupación por los prin-
cipios democráticos) con el que se hacía frente a cualquier atisbo
de contradicción entre la tarea modernizadora y el proceso de euro-
peización en curso.
Como también ilustra este texto, la aproximación a la Comunidad
a partir de 1977 se vio muy influida por la visión orteguiana de
España como problema y de Europa como solución. En el plano estric-
tamente político, ello se puso especialmente de manifiesto en relación
con la propia configuración interna del Estado español, al coincidir
el proceso constituyente español con el auge -un tanto efímero,
como luego se constataría- del proyecto de la Europa de las regiones
(o de las naciones sin Estado, desde la óptica de los nacionalismos
periféricos españoles). Aunque de forma más implícita que explícita,
es indudable que durante la transición cobró cierta vigencia la idea
de que una España integrada en Europa les resultaría más atractiva
(o al menos más llevadera) a quienes más se habían rebelado tra-
dicionalmente contra su encorsetamiento en una España económi-
camente atrasada y políticamente centralista. Más aún, desde la pers-
pectiva del nacionalismo catalán y vasco, sobre todo, se confiaba
que la cesión de competencias «hacia abajo», a las Comunidades
Autónomas, a la vez que «hacia arriba», a la Comunidad Europea,
haría disminuir notablemente el peso y la presencia del Estado central,
pronóstico que se vería desmentido con el paso de los años. Sea
como fuere, tanto los gobiernos centrales como los nacionalistas peri-
féricos pensaron que una combinación de «más Europa» y «menos
España» podría contribuir a resolver (o conllevar) el problema nacio-
nal español que tanto había ocupado a Ortega.
Por último, cabe hablar también del proyecto europeo como ins-
trumento para la definitiva superación de cierto complejo de infe-
rioridad colectivo, incohado a lo largo de muchas décadas, y que
no puede atribuirse exclusivamente a la sensación de rechazo acu-
mulada durante la época de Franco 6. Aunque sin duda contribuyeron
a fomentarlas, las dudas o recelos que en otras latitudes se albergaban
sobre la naturaleza europea de España y los españoles eran muy

(, JOVER, J. M.: «La percepción española de los conflictos europeos: notas para
su entendimiento», Revúta de Occidente, núm. 57, 1986, pp. 39-40.
98 Charles Powell

anteriores a la guerra civil y al régimen dictatorial al que dio lugar.


(De no ser así, don Juan Carlos no habría sentido la necesidad de
aprovechar su discurso de proclamación como rey para recordar a
quienes le escuchaban el 22 de noviembre de 1975 que «Europa
deberá contar con España y los españoles somos europeos», afir-
mación que trascendía ampliamente el ámbito de las negociaciones
comunitarias entonces en curso.) Sin embargo, es indudable que
la mayoría de la población atribuía la duración y el alcance del ais-
lamiento internacional de España al franquismo, motivo por el cual
se vinculaba la consecución de un estatus internacional más digno
a la democratización 7.

La larga marcha hacia Europa

La muerte de Franco y la proclamación de don Juan Carlos fue


recibida con una mezcla de alivio y esperanza en las cancillerías
de la Europa democrática. Desde el inicio mismo de su reinado,
el rey procuró mejorar en la medida de lo posible las relaciones
bilaterales de España con las principales potencias europeas, política
que se institucionalizó a partir de la elección del primer gobierno
democrático elegido en junio de 1977. Este deseo ya pudo constatarse
durante la ceremonia de proclamación del monarca, a la que asistieron
los presidentes de Francia y Alemania, Valéry Giscard d'Estaing y
Walter Scheel, así como el príncipe de Edimburgo, en representación
de la reina de Inglaterra, ninguno de los cuales había acudido al
funeral de Franco. En línea con esta política, la primera visita de
Suárez al extranjero tras su nombramiento como presidente del
gobierno en julio de 1976 tuvo como destino París, donde fue recibido
por el primer ministro, Jacques Chírac. En octubre don Juan Carlos
y doña Sofía efectuaron su primera visita oficial a Francia, el primer
país europeo en recibirles como reyes de España, y al que no viajaba
un jefe del Estado español desde hacía más de setenta años. Giscard
d'Estaing -rebautizado como Giscard dJEspagne por cierta prensa
política de su país debido a su ansia por inmiscuirse en los asuntos

7 ÁLVAREZ MIRANDA, B.: El Sur de Europa y la adhesión a la Comunidad: los


debates políticos, 1996, pp. 311-40.
Elpaña en Europa: de 1945 a nuestros días 99

españoles- devolvió la visita en junio de 1978, convirtiéndose en


el primer presidente de Francia que lo hacia desde 1906 8 .
Sin embargo, el único Estado europeo en desarrollar una estrategia
coherente de cara a la España posfranquista -en la que participaron
sus gobiernos, partidos, sindicatos y fundaciones políticas- no fue
Francia, sino la República Federal de Alemania 9. Hasta la muerte
del dictador, dicha estrategia pretendió sobre todo contribuir al for-
talecimiento de los actores políticos y sindicales que habrían de pro-
tagonizar el proceso democrático español, así como elevar el coste
de la represión. (En abril de 1970, por ejemplo, el ministro de Asuntos
Exteriores, Walter Scheel, exigió que se le permitiese recibir a los
dirigentes de la oposición moderada durante su visita oficial a Madrid,
algo a lo que el gobierno español accedió para no perder el apoyo
alemán en las negociaciones que conducirían al Acuerdo Preferencial.)
Ya bajo la monarquía, los alemanes apoyaron activamente tanto a
quienes impulsaban el cambio político desde el seno del régimen
saliente como a quienes aspiraban a conquistar el poder por métodos
democráticos en un futuro no muy lejano. Esta doble estrategia bus-
caba, entre otros objetivos, una pronta adhesión de España a la Comu-
nidad, que se consideraba beneficiosa para Alemania en términos
políticos, económicos y estratégicos 10.
El proceso de democratización también permitió estrechar lazos
con otros Estados europeos que se habían mostrado reticentes en
relación con España debido al carácter no democrático del régimen
franquista. Lamentablemente, en el caso del Reino Unido siguió sien-
do un obstáculo importante el contencioso sobre Gibraltar, cuya recu-
peración para la soberanía española fue citada por el rey en su discurso
de proclamación. Sin embargo, tras la Declaración de Lisboa de

k Según un futuro ministro de Asuntos Exteriores que no tuvo que tratar con
él, Giscard cometió «un error importante en su relación con España: considerar
que e! rey representaba, de hecho, la casi totalidad de! poder ejecutivo y que e!
presidente de! gobierno español no era e! interlocutor de! presidente francés» (Mo
RÁN, F.: Elpaña en su sitio, Barcelona, 1990, pp. 54-56).
9 Vid. POWELL, c.: «La dimensión exterior de la transición», Revista del Centro
de Estudios ConstitucionaleJ~ núm. 18, mayo-agosto de 1994, pp. 94-90 y 103-115.
10 Es interesante constatar que, a lo largo de la segunda mitad de! siglo xx,
Alemania siempre gozó de un gran prestigio en España. Durante los años ochenta,
salvo Italia, ningún otro país europeo suscitó más admiración entre los españoles,
mientras que Francia, y sobre todo e! Reino Unido, fueron siempre menos populares
(MORAL, F.: La opinión pública española ante Europa y los europeos, Estudios y Encuestas,
núm. 17, Centro de Investigaciones Sociológicas, p. 28).
100 Charles Powell

1981 Y la reapertura unilateral de la verja en 1982 se llegó a la


firma de la Declaración de Bruselas de 1984, que puso en marcha
un nuevo proceso de negociación que abordaría todos los asuntos
pendientes, incluido el de la soberanía, y que permitió una notable
mejora de las relaciones bilaterales. Las relaciones con Bélgica, uno
de los Estados tradicionalmente más hostiles al régimen franquista,
también se beneficiaron de los estrechos vínculos existentes entre
ambas familias reales, como puso de manifiesto la primera visita
oficial de los reyes de los belgas a Madrid en 1978, y como también
ocurrió con Holanda, país que recibió a los reyes de España en
1980. En algunos casos, la normalización diplomática no exigía la
superación de un rechazo o distanciamiento fruto de la incompa-
tibilidad ideológica, sino todo lo contrario. Así sucedió con Portugal,
con cuyo régimen autoritario se había firmado un Pacto Ibérico en
1942, fruto de la supuesta sintonía política entre Franco y Salazar,
que resultaría más simbólica que real. A fin de sentar las bases de
una nueva relación entre las dos jóvenes democracias, en 1977 se
firmó un nuevo acuerdo de amistad y cooperación que marcó el
fin de la crisis abierta por el asalto a la embajada de España en
Lisboa en 1975. .
Evidentemente, la normalización de relaciones bilaterales -im-
portante y deseable en sí misma- pretendía ante todo facilitar la
pronta adhesión de España a la CE. Cumplidos -al menos en parte-
los requisitos políticos exigidos por el Informe Birkelbach en 1962
con la celebración de las elecciones legislativas de junio de 1977,
cuya limpieza y validez fueron reconocidas de inmediato por Bruselas,
el gobierno español se apresuró a presentar la solicitud de adhesión
a las Comunidades Europeas al mes siguiente. Como ya sucediera
a principios de la década anterior, en tan importante decisión pesó
de nuevo el temor a que Grecia y Portugal, que habían presentado
sus respectivas solicitudes de adhesión en junio de 1975 y marzo de
1977, pudiesen culminar sus negociaciones antes que España. A pesar
de las reticencias de buena parte de los Estados miembros, Grecia
cumpliría su propósito de distanciarse de los candidatos peninsulares,
ingresando en la CE de la mano de Francia en enero de 1981.
La solicitud de adhesión española a la CE fue recibida con una
mezcla de alegría y aprensión por parte de los Nueve. Al igual que
las de Grecia y Portugal, la solicitud española reflejaba el avance
de la democracia en Europa, y suponía un reconocimiento del prestigio
España en Europa: de 1945 a nuestrm días 101

de la CE. Sin embargo, a diferencia de las otras dos, la pretensión


española planteaba serios interrogantes debido al tamaño y naturaleza
de su economía. Más concretamente, en Bruselas y algunas capitales
europeas, sobre todo París, se veía con preocupación la pujanza de
algunos de sus productos agrícolas, el tamaño de su flota pesquera,
la posible movilidad de su mano de obra, y la relativa pobreza de
alguna de sus regiones 11. Desde una perspectiva española, se han
solido atribuir las dificultades experimentadas en las negociaciones
a la actitud reticente de Francia, y en menor medida de Italia, que
sin duda contrastó con la postura más entusiasta de Alemania e incluso
el Reino Unido. Sin embargo, es necesario recordar también que
las negociaciones entre España y la CE difícilmente podían haberse
producido en un contexto menos favorable a un acuerdo. En 1979
Europa se vio sumida en la segunda gran crisis económica de la
década, cuando aún no se había recuperado de los efectos de la
primera. Por otro lado, los conflictos surgidos en torno a la finan-
ciación del presupuesto comunitario, el futuro de la PAC yelllamado
«cheque británico», dieron lugar a una situación de parálisis interna
sin precedentes en la historia de la CE.
La primera fase de las negociaciones se abrió con la presentación
de la solicitud española en julio de 1977, a la que respondió la
Comisión con una opinión favorable a la adhesión en noviembre
de 1978. Tras su aprobación por el Consejo de Ministros y el Par-
lamento Europeo, las negociaciones formales se iniciaron en febrero
de 1979. Sin embargo, a partir de ese momento Francia manifestó
su interés por retrasar la apertura real de negociaciones mediante
J
medidas tales como la exigencia de elaborar una «vue d ensemble»
antes de entrar en materia. A pesar de sus buenas palabras, otros
Estados miembros, aparentemente escandalizados por la actitud fran-
cesa, optaron por parapetarse cómodamente tras la posición de París,
ocultando así sus propias reticencias. Alarmado por la actitud francesa,
en noviembre de 1979 Suárez viajó a París para entrevistarse con
el presidente Giscard d'Estaing y su primer ministro, Raymond Barre,
sin lograr ningún avance. Los temores de los negociadores españoles

11 La adhesión de España supuso un incremento de la mano de obra agrícola


de la Comunidad de un 25 por 100, de la tierra cultivada en un 30 por 100, de
la producción de fruta fresca en un 48 por 100 y del aceite de oliva en un 59
por 100. Además, la flota pesquera española sumaba el 70 por 100 de la flota de
los Diez; tras la adhesión, uno de cada tres pescadores comunitarios sería español.
102 Charles Powell

se confirmaron en junio de 1980, al vincular el presidente francés


la adhesión de España y Portugal a la solución de los principales
problemas internos de la CE, sobre todo el «cheque británico» y
la reforma del presupuesto. Aunque en España la postura del pre-
sidente se atribuyó a la proximidad de las elecciones presidenciales
previstas para mayo de 1981, en realidad su actitud se asemejaba
mucho a la adoptada por De Gaulle en los años sesenta, en el sentido
de que pretendía modificar las reglas internas de juego de la CE
a favor de Francia antes de que la siguiente ampliación le privase
de la posibilidad de hacerlo. Así pareció confirmarlo el hecho de
que Fran<.;ois Mitterrand, elegido presidente en dichas elecciones,
siguiese una política muy similar a la de su predecesor conservador,
como se comprobó en junio de 1982 al exigir a la Comisión la ela-
boración de un nuevo «inventario» sobre los problemas que planteaba
la ampliación. En suma, el impasse se produjo al insistir Francia en
reformar el sistema de financiación de la PAC antes de la ampliación
para evitar que el ingreso de España dañase sus intereses, a la vez
que Alemania se negaba a aumentar su contribución global a las
arcas comunitarias. Por si fuera poco, todo ello coincidió con la
profunda crisis política que desembocaría en la ·dimisión de Suárez
como presidente del gobierno y máximo dirigente de su partido y
el intento de golpe de Estado de febrero de 1981, acontecimientos
que debilitaron aún más la posición negociadora española.
A lo largo de su mandato, Suárez había manifestado un escaso
entusiasmo por los asuntos europeos, actitud que ha sido atribuida
a su radical monolinguismo y su falta de experiencia y conocimientos
en este ámbito, hasta tal punto que sólo visitó las instituciones comu-
nitarias en una ocasión, en noviembre de 1977. Al mismo tiempo,
siempre albergó serias dudas sobre la conveniencia de ingresar en
la OTAN, fundamentalmente por temor a que ello socavara la auto-
nomía y capacidad de maniobra de España en escenarios como Amé-
rica Latina y Oriente Medio. Además, el presidente temía que un
desacuerdo profundo en el ámbito de la política exterior pusiese
en peligro el frágil consenso constituyente, y era reacio a permitir
que los partidos de la izquierda, enemigos declarados del ingreso
en la OTAN, se alzaran en exclusiva con la bandera de la neutralidad
y el no-alineamiento, que gozaba entonces de un indudable atractivo
electoral.
Su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, llevó a la presidencia del
gobierno una visión distinta del papel del España en el tablero inter-
España en Europa: de 1945 a nuestros días 103

nacional, mostrándose partidario de desarrollar una política exterior


«europea, democrática y occidental», como afirmó en su discurso
de investidura del 18 de febrero de 1981. Calvo Sotelo era un decidido
atlantista, y como tal no veía contradicción alguna entre la futura
presencia de España en la OTAN y su ambición de que pudiera
desempeñar un papel internacional más activo; por el contrario, la
negativa a definir claramente sus objetivos internacionales podía frus-
trar sus expectativas de influencia y relevancia. Más aún, desde su
perspectiva la solicitud de ingreso en la OTAN -aprobada por el
Congreso en octubre de 1981- podría fortalecer la posición española
a ojos de otros firmantes del Tratado de Washington que también
lo eran de los Tratados de Roma, haciéndola más atractiva. En suma,
para Calvo Sotelo el ingreso en la OTAN era un complemento de
la futura adhesión a la CE, antes que una consecuencia de la relación
bilateral con los Estados Unidos.
La solicitud de adhesión a la OTAN, verificada finalmente en
mayo de 1982, desató una amplísima controversia política en la que
el debate sereno e informado sobre la política exterior española brilló
por su ausencia. En este sentido, sorprende sobre todo el escaso
interés prestado al análisis de las posibles consecuencias que para
la política europea de España podría tener su ingreso en la OTAN.
No obstante, hubo quien rechazó la firma del Tratado de Washington
con el argumento de que disminuiría el atractivo de una futura pre-
sencia española a la CE, ya que una España claramente alineada
con los Estados Unidos tendría menos posibilidades de actuar como
«puente» entre Europa y América Latina. En este como en otros
terrenos, el anti-atlantismo de los años ochenta recordaba mucho
a las posturas defendidas por Castiella a finales de los años sesenta.
Por motivos tanto políticos como económicos, el objetivo prio-
ritario del gobierno de Felipe González surgido de las elecciones
legislativas de octubre de 1982 en materia de política exterior no
podía ser otro que la adhesión a la CE. Como también sucedía
con otros aspectos de su «mapa intelectual» personal, en el euro-
peísmo de González estaba muy presente la huella de la Generación
del 14, Y muy especialmente de Ortega y Gasset, que ya en 1909
había conminado al PSOE a ser «el partido europeizador de España».
Para los socialistas, el ingreso en la Comunidad tenía un enorme
valor simbólico, ya que representaba la posibilidad de superar no
solamente el aislamiento internacional padecido durante el franquis-
104 Charles Powell

mo, sino también lo que Ortega denominó la «tibetización» de Espa-


ña, es decir, su exclusión de las principales corrientes de pensamiento
y desarrollo europeas. Por otro lado, el objetivo de la adhesión cons-
tituía a la vez un pretexto y un acicate para la modernización de
la economía y su apertura al exterior, así como para la adaptación
de la administración a las nuevas necesidades y demandas de la socie-
dad española 12.
En los procesos de adhesión a la Comunidad, como el español,
lo verdaderamente decisivo no fue tanto la negociación bilateral entre
Bruselas y el país candidato, sino más bien la negociación entre los
Estados que ya eran miembros, y que debían alcanzar un acuerdo
previo sobre el coste de la ampliación. (En realidad, el país candidato
no tenía gran cosa que negociar, más allá de los ritmos de su aceptación
de las reglas del club en el que pretendía ingresar, es decir, del
acervo comunitario.) Plenamente conscientes de que dicho acuerdo
dependería en buena medida de la voluntad de Francia y Alemania,
González y su gobierno centraron sus esfuerzos en la profundización
de sus relaciones bilaterales con ambos países, mediante la celebración
de seminarios bilaterales ministeriales (en el caso francés) y otras
iniciativas políticas de alto nivel.
En un primer momento, Mitterrand pareció poco dispuesto a
hacer concesiones al gobierno González, a pesar de su afinidad ideo-
lógica. En línea con la actuación de su predecesor, en diciembre
de 1982 el presidente francés hizo suya la tesis de que la reforma
de la PAC y la solución al problema británico eran requisitos previos
a la ampliación. En vista de ello, Madrid buscó la complicidad del
gobierno alemán, y muy especialmente la del canciller Kohl, que
era decididamente partidario de la ampliación por razones políticas,
económicas y estratégicas. En mayo de 1983 González visitó ofi-
cialmente Alemania y ofreció a Kohl su apoyo incondicional al des-
pliegue de los euromisiles Pershing en suelo alemán, a pesar de que
se oponían a ello sus correligionarios del SPD y de que el programa
electoral del PSOE había defendido la eliminación de los misiles
de alcance medio del territorio europeo. Este gesto contribuyó a
hacer de Kohl el principal valedor de la candidatura española, como
se comprobó en el Consejo Europeo de Stuttgart, celebrado en junio,
en el transcurso del cual el canciller vinculó explícitamente la supe-

12 POWELL, c.: España en Democracia, Barcelona, 2001, p. 357.


España en Europa: de 1945 a nuestros días 105

ración de la crisis presupuestaria comunitaria al ingreso de España


y Portugal, asunto que acabaría constituyendo la llave que abriría
las puertas a la ampliación. A partir de entonces quedó claro que,
en lo que de Bonn dependiese, Francia no obtendría el aumento
de los recursos propios de la Comunidad que pretendía, y sin el
cual no se podría financiar la revisión de la PAC, de la que era
la principal beneficiaria, mientras no dejara vía libre a la ampliación.
Sin embargo, la actitud de Alemania no acabó con las reticencias
francesas, en vista de lo cual don Juan Carlos y González se des-
plazaron a París en noviembre y diciembre de 1983 respectivamente,
logrando que Mitterrand reconsiderase su postura. En opinión del
entonces ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, al verse
obligado a optar entre cargar con la responsabilidad de la exclusión
de España o la posibilidad de protagonizar su adhesión, que permitiría
además reequilibrar la Comunidad hacia el sur, el presidente francés
comprendió finalmente que la segunda opción era sin duda la más
atractiva 13. Sin embargo, el punto de no retorno no se alcanzó hasta
el Consejo Europeo de Fontainebleau, celebrado en junio de 1984,
en el que se logró un acuerdo sobre la contribución británica a los
fondos comunitarios y sobre la reforma de la PAC, lo cual permitió
a Mitterrand anunciar el ingreso de España y Portugal en la Comu-
nidad el 1 de enero de 1986. A finales de 1984 el gobierno español
logró que Bruselas aceptara un periodo transitorio de siete años para
los productos industriales, frente a los seis que pretendía la Comisión,
pero a principios de 1985 todavía no se habían superado las dis-
crepancias existentes en algunos capítulos cruciales, entre ellos la
agricultura, la pesca, asuntos sociales, Canarias y las relaciones con
Portugal. Ya bajo presidencia italiana de la Comunidad, en marzo
se acordó un periodo transitorio de siete años para la integración
de los productos agrícolas, con una ampliación adicional de entre
cuatro y siete años para los productos españoles más competitivos.
Poco después se alcanzó un acuerdo sobre la pesca, despejando el
camino para la firma, tras casi ocho años de arduas negociaciones,
del Tratado y Acta de Adhesión a la Comunidad el 12 de junio
de 1985.
Aunque algunos de los protagonistas de aquellos acontecimientos
han sido reacios a reconocerlo, es indudable que la adhesión a la

13 MORÁN: op. cit.) pp. 281-284.


106 Charles Powell

Comunidad estuvo íntimamente ligada a la permanencia de España


en la OTAN. Evidentemente, ello no significa que los representantes
de la Comunidad ni los diplomáticos de los Diez exigiesen la con-
tinuidad de España en la Alianza como requisito previo a la adhesión,
porque era innecesario hacer explícito el descontento que habría
producido su salida en los nueve Estados pertenecientes a ambas
organizaciones. Como cabría esperar de una negociación de esta com-
plejidad, el juego entablado fue algo más sutil y sofisticado; en palabras
del entonces presidente de la Comisión, Gastan Thorn, eran «cues-
tiones entrelazadas». En sus contactos con los representantes de los
Estados miembros (salvo Irlanda, que no pertenecía a la Alianza),
los negociadores españoles daban a entender que el ingreso en la
Comunidad contribuiría a obtener un resultado favorable a la per-
manencia en la OTAN en un futuro referéndum; por su parte, algunos
de sus interlocutores prometían ser más acomodaticios en las nego-
ciaciones sobre la adhesión si se les ofrecían garantías sobre la futura
contribución española a la Alianza 14. En última instancia, la mejor
prueba de la existencia de un vínculo entre ambas cuestiones fue
el hecho de que González no se arriesgara a convocar el referéndum
sobre la OTAN hasta octubre de 1984, una vez desbloqueadas las
negociaciones con la Comunidad, ni a celebrarlo hasta marzo de
1986, cuando la adhesión de España ya se había verificado. Sea
como fuere, resulta no poco paradójico que una de las pocas bazas
negociadoras del gobierno González en relación con la Comunidad
fuese el escaso entusiasmo de la opinión publica española por la
permanencia de España en la OTAN.

España en Europa: la transformación económica

La adhesión a la Comunidad marcó el inicio de una radical trans-


formación de la economía española. El ingreso en el mercado europeo
obligó a efectuar un desarme arancelario y contingentaría total a
lo largo de siete años (salvo contadas excepciones), esfuerzo nada

14 En opinión del entonces embajador de España en Roma: «el hecho de que

estuviésemos ya integrados en el sistema de seguridad atlántico y la promesa del


presidente del Gobierno de que nos mantendríamos en él facilitó, como yo aprecié
personalmente durante mi gestión diplomática numerosas veces, nuestra adhesión
a las Comunidades Europeas» (DE ESTEBAN,].: Asuntos Exteriores, p. 104).
bSpaña en Europa: de 1945 a nuestros días 107

desdeñable para una economía todavía bastante cerrada, cuyo tipo


de protección efectiva frente al exterior era de un 25 por 100 en
1985, tres veces superior al de la media de sus socios comunitarios.
Para ilustrar la magnitud del cambio operado basta recordar que,
si en 1975 la suma de exportaciones e importaciones españolas repre-
sentaba el 27 por 100 del PIB, en 1985 era ya el 36 por 100, y
tras una década de integración en la economía europea llegaría a
ser del 61 por 100 en 1995, un nivel comparable al de otras economías
avanzadas. A su vez, ello no fue sino el reflejo de una rápida euro-
peización de la economía española, de tal manera que entre 1985
y 1995 las exportaciones hacia los mercados de la Comunidad aumen-
taron del 52 al 72 por 100, mientras que las importaciones desde
los mismos pasaron del 37 al 65 por 100 del total. Por un lado,
Alemania sustituyó a los Estados Unidos como primer proveedor
de España de productos industriales; por otro, las importaciones agrí-
colas que hasta 1986 habían procedido fundamentalmente de Estados
Unidos y de América Latina fueron sustituidas por productos fran-
ceses. En suma, los dos grandes protagonistas políticos de la adhesión
española, Alemania y Francia, fueron también sus principales bene-
ficiarios.
Como era de esperar, a corto plazo la adhesión de España a
la Comunidad se tradujo en un crecimiento de las importaciones
muy superior al aumento de las exportaciones con destino a los países
miembros. Ello denotaba una menor competitividad de los productos
españoles, así como el impacto de la introducción del IVA en 1986
y la consiguiente desaparición de una desgravación fiscal que ocultaba,
en realidad, una subvención a las exportaciones. En 1986-1990 las
importaciones crecieron a un ritmo medio anual del 15 por 100,
mientras que las exportaciones lo hicieron a un 4 por 100, motivo
por el cual la balanza por cuenta corriente paso de un saldo positivo
del 1,6 por 100 del PIB a uno negativo de 3,4 por 100 en 1990.
Por ello, la tasa de cobertura de la economía española (o lo que
es lo mismo, el porcentaje del valor de las importaciones que podían
pagarse con el valor de las exportaciones) descendió del 80 por 100
en 1985 al 64 por 100 en 1992, situación que experimentó una
rápida recuperación una vez superada la crisis de 1992-1994, alcan-
zándose el 83 por 100 en 1996. En suma, la adhesión a la Comunidad
tuvo en España un notable efecto de «creación de comercio», con-
sistente en un incremento de la cobertura de la demanda interna
108 Charles Powell

por importaciones, sustituyendo a la producción nacional menos efi-


ciente. A corto plazo, esto dio lugar a la desaparición de ciertas
empresas, a un aumento del desempleo y a un desequilibrio comercial
creciente. Sin embargo, a medio y largo plazo la competencia hizo
que los recursos se dirigiesen hacia los productos que ofrecían ventajas
comparativas y competitivas, impulsando su crecimiento y sus expor-
taciones, corrigiéndose el desequilibrio inicial. Así lo demuestra el
hecho de que las exportaciones españolas pasaran de representar
el 1,85 por 100 de las de la OCDE a suponer el 2,37 por 100
del total en 1994.
Otra de las consecuencias de la adhesión española fue el aumento
espectacular de la inversión extranjera. Entre 1985 y 1995 España
recibió más del 15 por 100 de la inversión intracomunitaria, y el
12 por 100 de la procedente de fuera de la Comunidad 15. Por un
lado, dicha inversión hizo posible un proceso de reequipamiento e
incorporación de innovaciones tecnológicas y organizativas como no
se había experimentado en España desde los años sesenta. Así, mien-
tras que la mejora de la productividad durante la primera mitad
de la década de los ochenta tuvo lugar gracias a la sustitución de
mano de obra por capital, en la segunda mitad se debió a las mejoras
de equipo tecnológico y de organización de la producción. En realidad,
la mayor parte de la inversión directa extranjera sirvió para comprar
empresas ya existentes o incrementar la participación que se tenía
en ellas, y sólo un parte mínima sirvió para crear empresas nuevas.
En sectores como el de la alimentación, la magnitud de la inversión
extranjera reveló una cierta debilidad de la iniciativa privada española
a la hora de hacer frente a la apertura del mercado, de tal manera
que en 1994 la cuarta parte del capital social de las empresas españolas
estaba en manos extranjeras, un porcentaje importante pero todavía
muy inferior al de otras economías europeas como la británica 16.
El éxito de la adhesión española se debió en buena medida a
que, tras varios lustros de relativo estancamiento, durante la década
de los ochenta la Comunidad desplegó un dinamismo insospechado.
Así pues, si bien la decisión de la Comunidad de crear un mercado

15 Se calcula que entre 1986 y 1991 entraron en España unos 80.000 millones
de dólares, provenientes en su mayoría de Francia, Países Bajos y el Reino Unido.
16 Vid. al respecto MARTÍN, c.: España en la nueva Europa, Madrid, 1998; MON-
TES, P.: La integración en Europa, Madrid, 1993, y VIÑALS, ].: La economía española
ante el Mercado Único europeo. Las claves del proceso de integración, Madrid, 1996.
Elpaña en Europa: de 1945 a nuestros días 109

único europeo antes de 1993 -compromiso formalizado mediante


la adopción del Acta Única Europea en 1986- supuso un reto adi-
cional para una economía como la española, también tuvo la ventaja
de hacer más atractiva su pertenencia a un entorno en vías de trans-
formación. Además, a pesar de ciertas resistencias iniciales, el doble
esfuerzo realizado por España con motivo de su adhesión y de su
participación en el mercado único fue ampliamente recompensado
por sus socios comunitarios. En el Consejo Europeo de Bruselas
de febrero de 1988, los representantes españoles, apoyados por la
Comisión, lograron que se duplicasen las cantidades asignadas a los
tres fondos estructurales ya existentes hasta 1992 para ayudar a las
economías más débiles a converger con las más desarrolladas ante
la creación de un mercado único que sin duda beneficiaría más a
estas últimas. Algo similar puede afirmarse del esfuerzo adicional
que supuso para España el cumplimiento de los criterios de con-
vergencia aprobados en el Tratado de Maastricht en 1991 con vistas
a la introducción de la moneda única, que fue compensado mediante
la creación de un Fondo de Cohesión para los Estados con un PIB
inferior al 90 por 100 de la media de la CE, y la decisión de duplicar
la dotación de los fondos estructurales para el periodo 1994-1999.
Gracias a todo ello, durante la etapa 1986-1995 el saldo financiero
con la Comunidad sería favorable a España en más de tres billones
de pesetas. De no haber existido este apoyo comunitario, España
difícilmente habría podido recuperarse tan rápidamente de la pro-
funda crisis económica de 1992-1994 -la primera padecida desde
la adhesión- iniciando un nuevo ciclo de crecimiento en la segunda
mitad de la década que le permitiría sumarse a la moneda única
europea en 1999. Por último, y con la excepción del breve retroceso
experimentado durante la crisis de 1992-1994, la adhesión a la Comu-
nidad también hizo posible la convergencia real de España con las
demás economías europeas: si el PIB per cápita español como por-
centaje de la media comunitaria era del 72 por 100 en 1986, al
finalizar el siglo se situaba ya en el 84 por 100, si bien debe recordarse
que a mediados de la década de los setenta, y antes de la recesión
de 1974-1984, ya se había alcanzado un registro máximo del 78
por 100.
110 Charles Powell

España en Europa y el mundo

Si la adhesión a la Comunidad tuvo consecuencias de gran calado


para la economía española, no fue menor su impacto sobre el papel
de España en el concierto europeo e internacional. Por lo pronto,
su mera incorporación a la Comunidad supuso su aceptación como
un socio respetable por parte de los demás Estados miembros, lo
cual tuvo importantes consecuencias sobre las relaciones bilaterales
con algunos de ellos. En el caso de Francia, por ejemplo, el nuevo
estatus comunitario de España animó a las autoridades galas a inten-
sificar su colaboración con las españolas en la lucha antiterrorista,
sobre cuya legitimidad y conveniencia habían albergado serias dudas
sectores muy influyentes de la sociedad francesa. La superación de
este obstáculo permitió la firma de la Declaración hispano-francesa
de julio de 1986, rubricada por el rey en París. La presencia de
España tanto en la Comunidad como en la OTAN también influyó
en la decisión del Reino Unido de buscar una solución negociada
al contencioso gibraltareña, único obstáculo a una relación bilateral
potencialmente estrecha. Así lo demostraría tanto la visita de los
reyes de España a Londres en abril de 1986 como la presencia en
Madrid de la reina Isabel II en 1988. Por último, la adhesión trans-
formó las relaciones bilaterales con Portugal debido al notable aumen-
to de la presencia económica española en el país vecino.
A pesar de su situación geográfica periférica y su relativo atraso
económico respecto de la media europea, la adhesión a la Comunidad
otorgó a España un estatus nada desdeñable en el concierto europeo.
Como resultado de las negociaciones de adhesión, España dispuso
de ocho de los 54 votos del Consejo de Ministros (sólo dos menos
que Alemania, Francia, Reino Unido e Italia), dos de los trece miem-
bros de la Comisión, uno de los trece jueces del Tribunal de Justicia
y sesenta de los 518 diputados del Parlamento Europeo. Teniendo
en cuenta que en 1985 la población española representaba el 12
por 100 de la del conjunto de la Comunidad, y que su PIB suponía
el 6,5 por 100 del total, el hecho de que, como media, el peso
institucional de España fuese del 11 por 100 aproximadamente repre-
senta un logro nada desdeñable. (Según la versión oficial española,
este reparto le había otorgado estatus de país grande en la Comisión
y de mediano en el Consejo.) Sin embargo, debido al perfil resultante
España en Europa: de 1945 a nuestros días 111

de la combinación de su extensión geográfica, el tamaño de su pobla-


ción y su nivel de desarrollo socioeconómico, España era un Estado
miembro atípico, lo cual no facilitó su encaje en las relaciones de
poder intracomunitarias ya existentes. Así pues, España no podía
encasillarse en ninguna de las tres categorías a las que pertenecían
los demás Estados miembros, al no ser un país grande y próspero
(como Francia), ni pequeño y próspero (como Bélgica), ni pequeño
y menos próspero (como Grecia), situación que dificultó notable-
mente su búsqueda de alianzas estables 17.
Aun a riesgo de simplificar en exceso, cabe afirmar que la actua-
ción española en el seno de la Comunidad (o Unión Europea, tras
la entrada en vigor del Tratado de Maastricht) fue evolucionado
a lo largo de tres etapas claramente diferenciadas 18. Durante la pri-
mera, que transcurrió entre la adhesión y el Consejo Europeo de
Maastricht (1986-1991), los gobiernos españoles centraron sus esfuer-
zos en demostrar a sus socios que España era un aliado serio y
fiable, objetivo al que contribuyó grandemente el éxito de la pre-
sidencia española de la Comunidad del segundo semestre de 1989.
Así lo pareció confirmar tanto el esfuerzo realizado por España para
incorporarse al mercado único, como su entusiasmo por el proyecto
de Unión Económica y Monetaria adoptado en Maastricht. Tras la
caída del muro de Berlín, que no causó ninguna aprensión en Madrid,
debido quizás al hecho de ser España uno de los pocos países europeos
que no habían sufrido nunca una agresión alemana, González apoyó
con entusiasmo el proyecto de reunificación de Alemania, que se
llevó a cabo en octubre de 1990 a pesar de las reticencias iniciales
de británicos y franceses. Ello se debió no tanto a la gratitud que
sin duda sentía hacia Kohl por su papel en el desbloqueo de las
negociaciones de adhesión, sino sobre todo porque la reunificación,
que en todo caso era irreversible, podía servir de pretexto para impul-
sar nuevos avances en el proceso de integración europea. Aunque
España pagó un precio económico muy alto por la reunificación ale-
mana, como pudo constatarse durante la crisis de 1992-1994, gracias

17 DE AREILZA CARVAJAL,]. M.: «Las transformaciones del poder europeo: reforma


institucional, principio de subsidiariedad y cooperaciones reforzadas», en DE AREILZA
CARVAJAL, ]. M. (ed.): España y las transformaciones de la Unión Europea, núm. 45,
Madrid, FAES, 1995, pp. 34-35.
IX Tomo prestada esta periodización de BARBÉ, E.: La política europea de España,
Barcelona, 1999, pp. 153-177.
112 Charles Powell

a Bonn las transferencias procedentes de los fondos estructurales


y de cohesión contribuyeron decisivamente a paliar sus consecuencias.
Como hemos visto a lo largo de estas páginas, desde una pers-
pectiva española la adhesión a la Comunidad representaba, entre
otras cosas, la posibilidad de superar definitivamente muchas décadas
-quizás siglos- de aislamiento e insignificancia internacionales. Por
otro lado, la caída del muro de Berlín y la reunificación de Alemania
acentuaron el sentimiento de país periférico de Europa ya existente
en España, que su todavía reciente adhesión a la Comunidad no
había podido borrar. De ahí que el gobierno español apoyara con
entusiasmo todo aquello que supusiera un mayor protagonismo inter-
nacional de la Comunidad, primero en desarrollo de la llamada Coo-
peración Política Europea, y posteriormente, durante las negocia-
ciones que condujeron a Maastricht, en relación con la futura Política
Exterior y de Seguridad Común (PESC). La actitud española hacia
la PESC siempre fue prudente, y ya en Maastricht González se opuso
a su plena «comunitarización», proponiendo también la fórmula que
permitiría desarrollar por mayoría cualificada las acciones comunes
previamente acordadas por unanimidad, esencialmente por temor
a que se dificultara la defensa de intereses nacionales españoles en
regiones de interés preferente como América Latina. Sin embargo,
España se mostró muy partidaria de la existencia de una defensa
común europea, complementaria con la de otros dos ámbitos geo-
gráficamente más amplios, representados por la OTAN y la CSCE.
En el debate que se produjo al respecto entre atlantistas y europeístas
en Maastrich, España se alineó claramente con los segundos, defen-
diendo la posibilidad de que la Unión Europea Occidental -en
la que había ingresado en marzo de 1990- pudiera convertirse en
el pilar europeo de la defensa occidental 19 . Esta postura reflejaba
en parte la satisfacción española por haber participado (con el envío
de una fragata y dos corbetas en agosto de 1990) en el bloqueo
naval de Iraq tras su invasión de Kuwait, en el marco de una operación
de la UEO. Aunque modesta, esta aportación tuvo una gran impor-
tancia simbólica -el propio González opinó que marcaba «el fin
de un siglo de aislacionismo español»- y sin duda contribuyó a
romper el tabú de la no-participación militar de España en conflictos
más allá de sus fronteras.

19 BARBÉ, E.: op. cit.) p. 50.


EJpaña en Europa: de 1945 a nuestros días 113

Desde una perspectiva española, resulta no poco irónico que el


orden europeo y mundial en el que tanto había costado integrarse
empezara a desmoronarse al poco tiempo de haberse incorporado
a él. Sin embargo, y en contraste con otras mutaciones internacionales
ocurridas a lo largo del siglo xx, en esta ocasión España estaba en
situación de contribuir a conformar su entorno y ser un actor relevante
del proceso, aunque naturalmente en proporción a su peso, su impor-
tancia geoestratégica y la reputación adquirida como país que había
superado con éxito el doble reto de la democratización política y
la modernización socioeconómica 20.
Con la firma del Tratado de Maastricht en febrero de 1992 se
abrió una segunda fase en la política europea de España, que no
se cerraría hasta la derrota electoral del PSOE en 1996. Superado
el proceso de adaptación al nuevo entorno europeo, España desplegó
una seguridad en sí misma cada vez mayor, actuando con un creciente
margen de autonomía. Así se desprende, por ejemplo, de la sugerencia
de González en mayo de 1992 de crear un directorio formado por
los «cinco grandes», con mas poder que el Consejo Europeo ya
existente, que proporcionara a la Unión (y no sólo en el ámbito
de la PESC) el liderazgo del que carecía. Aunque se continuó ope-
rando bajo el paraguas franco-aleman, las desavenencias surgidas con
motivo de la reunificación de Alemania privaron de eficacia al eje
París-Bonn, lo cual animó a Madrid a cuestionar su liderazgo. Así
pues, España no compartió la actitud de Alemania favorable a la
desintegración de Yugoslavia (sobre todo en relación con el reco-
nocimiento de Croacia y Eslovenia, en diciembre de 1991), ni las
prisas de ciertos Estados miembros por abrirse a los países de la
EFTA sin esperar a consolidar los avances logrados en Maastricht.
En realidad, lo que estaba en juego con la futura ampliación era
la ruptura del equilibrio norte-sur alcanzado tras el ingreso de Grecia,
Portugal y España, que podía poner en duda el peso institucional
de Madrid. Utilizando una estrategia similar a la practicada por Fran-
cia en relación con la adhesión española, González supeditó el inicio
de negociaciones para la adhesión de los países de la EFTA a la
dotación de un generoso Fondo de Cohesión y la duplicación de
los fondos estructurales, objetivos logrados en el Consejo Europeo

20 ORTEGA, A.: «España en la posguerra fría», en GILLESPIE, R; RODRIGO, F.,


y STORY, J. (eds.): Las relaciones exteriores de la España democrática, Madrid, 1996,
p.233.
114 Charles Powell

de Edimburgo en diciembre de 1992. Más adelante, en el Consejo


Europeo de Ioannina, celebrado en marzo de 1994, España lograría,
con el apoyo de Londres y la oposición de París, el reconocimiento
de que la adhesión de tres nuevos miembros (Austria, Suecia y Fin-
landia) en enero de 1995 no supondría una merma de su peso ins-
titucional, postura animada por su voluntad de mantener una minoría
de bloqueo mediterránea ante la ampliación de la Unión hacia el
Norte y el Este. Esta defensa a ultranza del interés nacional español
sin duda debilitó la buena fama europeísta del presidente del gobierno,
pero también contribuyó a consolidar la imagen de España como
el país líder del Sur de la Unión (por delante de Italia), y miembro
de pleno derecho del club de los «cinco grandes».
Fue también durante esta segunda fase cuando las autoridades
españolas lograron llevar a la práctica la «europeización» de sus prio-
ridades exteriores, logrando que la Unión orientara su mirada hacia
el Sur (Mediterráneo) yel Occidente (América Latina). Con el apoyo
de Francia e Italia, España siempre había procurado que Bruselas
prestara más atención al Magreb, contribuyendo activamente a la
formulación de una política mediterránea renovada en 1991. En la
Conferencia Euromediterránea celebrada en Barcelona en noviembre
de 1995 durante la segunda presidencia española, que logró reunir
a nivel de ministro a los quince Estados miembros con sus doce
socios de la orilla sur del Mediterráneo, se adoptó formalmente el
compromiso de establecer una zona de libre comercio antes del año
2010, lo cual requirió un importante aumento de los recursos comu-
nitarios asignados a dicha zona, propósito que dio lugar a uno de
los muy escasos enfrentamientos de González con Kohl, que prefería
dedicarlos a los países de la Europa Central y Oriental. España tam-
bién aprovechó su presidencia para impulsar la firma de una Acuerdo
Marco Interregional con el Mercosur, siendo ésta la primera vez
que la Unión firmaba un vínculo contractual con una región tan
lejana con vistas a lograr una futura asociación. Por otro lado, España
nunca pretendió que la mirada a Occidente de la Unión se circuns-
cribiera a América Latina, como demostró la firma de la Nueva Agenda
Transatlántica y del Plan de Acción conjunto UE-EEUU, que sus-
tituyó a la Declaración Transatlántica de 1990.
La tercera fase de la política europea de España se inició en
mayo de 1996 tras la llegada al gobierno de José María Aznar al
frente del Partido Popular, y probablemente pueda darse por ter-
Epaña en Europa: de 1945 a nuestros días 115

minada tras su marcha en marzo de 2004. A grandes rasgos, cabe


afirmar que la política europea de Aznar introdujo algunas novedades
importantes sin romper del todo con el legado de su predecesor 21.
A su vez, dichos cambios pueden atribuirse a dos factores esen-
cialmente políticos, uno ideológico y otro generacional. Por un lado,
la ideología conservadora del nuevo presidente era más proclive a
una visión intergubernamental de la Unión, como demuestran las
encuestas de opinión disponibles 22. Por otro, Aznar pertenecía a una
generación posterior a la de González, que no había protagonizado
la transición ni vivido de primera mano los conflictos de la primera
mitad de la década de los ochenta en torno a la adhesión de España
a la OTAN y la Comunidad. Como resultado de todo ello, el pre-
sidente y sus colaboradores llegaron al gobierno con una visión menos
«heroica» del proyecto europeo, y con pocos complejos a la hora
de defender su visión del interés nacional.
En lo que a las continuidades se refiere, debe destacarse en primer
lugar la obsesión de Aznar por lograr el ingreso de España en la
moneda única en 1999, lo cual supuso la puesta a punto de la eco-
nomía española a fin de que pudiera ser examinada en 1998 en
función de los resultados de 1997. Aznar podía haber sucumbido
a la tentación de buscar una salida política a las dificultades eco-
nómicas a las que todavía se enfrentaba el país en 1996, pero prefirió
aplicar una política económica más exigente, que dio paso a un notable
crecimiento durante la segunda mitad de la década. Si bien el retraso
del inicio de la tercera fase de la unión monetaria de 1997 a 1999
permitió el ingreso de todas las monedas candidatas salvo la griega,
para España supuso un hito histórico participar en un proyecto como
el de la moneda única desde su nacimiento.
También cabe hablar de continuidad entre las políticas de Gon-
zález y Aznar en lo referido a la defensa del principio de cohesión,

21 Vid. POWELL, c.: «Spanish membership of the European Union revisited»,


Documento de Trabajo;Working Paper, 2002/02, Real Instituto Elcano, pp. 17 Y ss.
22 En los años noventa los votantes del PP tendían a ser más interguberna-
mentalistas en sus preferencias que los del PSOE. Por otro lado, el conjunto de
la opinión pública española parece haber evolucionado en la misma dirección durante
esos años: si en 1988 sólo el 48 por 100 de los encuestados opinaba que «los
gobiernos nacionales deben tener la última palabra en las decisiones importantes»,
en 1996 un 61 por 100 decía compartir esta afirmación (SZMOLKA, I.: «Opiniones
y actitudes de los españoles ante el proceso de integración europeo», Opiniones
y Actitudes, núm. 21, Centro de Investigaciones Científicas, pp. 120-126).
116 Charles Powell

si bien es cierto que las circunstancias españolas y europeas habían


cambiado mucho desde 1992. A pesar de haber cumplido los criterios
de convergencia de Maastricht y de haber escalado muchos peldaños
hacia la convergencia real, en el Consejo Europeo de Berlín de marzo
de 1999 el gobierno pudo argumentar que España no sería pre-
cisamente el Estado miembro más favorecido por la futura ampliación
al Este, en vista de lo cual tenía derecho a esperar que la financiación
proveniente de los fondos estructurales y de cohesión se mantuviera
durante los años 2000-2006. Así pues, si Edimburgo representó el
precio pagado por los demás Estados miembros para que España
levantara su veto a la tercera ampliación, en Berlín se verificó el
coste del visto bueno de Madrid a la cuarta.
Por último, el gobierno Aznar también siguió los pasos de los
ejecutivos de González en lo referido a la defensa del peso ins-
titucional de España en el seno de la Unión. En línea con la posición
adoptada en Ioannina, tanto en el Consejo Europeo de Amsterdam
celebrado en junio de 1997 como en las negociaciones previas al
Consejo Europeo de Niza en diciembre de 2000, el ejecutivo luchó
por mejorar el estatus del que venía disfrutando en el Consejo de
Ministros desde 1986. En Niza el gobierno logró finalmente obtener
27 votos frente a los 29 adjudicados a los cuatro Estados miembros
más poblados, gracias en buena medida al deseo francés de mantener
la paridad con Alemania, si bien tuvo que hacerse a expensas de
14 de los 60 eurodiputados con los que entonces contaba España.
En el caso de algunas políticas, la continuidad fue compatible
con un énfasis redoblado. Desde que, todavía bajo un gobierno socia-
lista, Bélgica se negara a extraditar a presuntos terroristas etarras
en 1996, Aznar se propuso modificar la legislación comunitaria refe-
rida al asilo político y fomentar la cooperación judicial entre Estados
miembros, sobre todo en el ámbito de la lucha antiterrorista. Este
objetivo se convirtió en el asunto prioritario de la agenda española
durante la negociación del Tratado de Amsterdam, y en 1999 se
recogió en el Consejo Europeo de Tampere, donde nació la idea
del espacio de libertad, seguridad y justicia que alcanzaría plena madu-
rez en el proyecto de tratado constitucional presentado al Consejo
Europeo de Salónica en junio de 2003.
El campo en el que Aznar más se separó del camino trazado
por González fue sin duda el de la política exterior europea. En
contraste con la posición defendida por González en Maastricht,
España en Europa: de 1945 a nuestros días 117

en Amsterdam Aznar se mostró muy cauto en relación con el desarrollo


futuro de la PESC, aunque aceptara la creación del puesto que luego
ocuparía Javier Solana. En buena medida, ello se debió al deseo
del gobierno de aprovechar la inminente reforma de la estructura
militar de la OTAN para institucionalizar la plena integración de
España, aprobada por las Cortes en noviembre de 1996, así como
al temor de que el desarrollo de la PESC pudiera llevar a una tensión
entre la Unión y la Alianza que debilitara la defensa de occidente.
De ahí que, aunque apoyara posteriormente el nacimiento de la Polí-
tica Europea de Seguridad y Defensa (PESD), no fuese uno de
los principales promotores del proyecto.
En última instancia, lo que latía tras estas posiciones era sim-
plemente una visión distinta de España y de su papel en Europa
y el mundo. Mientras que González partía de la premisa que España
contaría en el mundo lo que pesara en Europa, para Aznar la política
exterior española no debía agotarse en la Unión, sino que debía
aspirar a estar presente en los grandes acontecimientos y decisiones
mundiales con independencia de la participación que en ellos pudiera
tener Bruselas. De ahí en buena medida el giro atlantista que Aznar
imprimió a la política exterior española, que ya pudo intuirse en
1998 cuando apoyó el bombardeo angloamericano de Iraq, ocupando
todavía la Casa Blanca el demócrata Bill Clinton, y que se confirmó
tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, cuando ya la habitaba
el republicano George W. Bush. Dicho atlantismo, junto con la pre-
sencia abrumadora de numerosos jefes de gobierno socialistas y social-
demócratas en el Consejo Europeo hasta el cambio de siglo, explicaría
también su estrecha relación con el primer ministro Tony Blair, de
quien se dijo (sólo parcialmente en broma) que era el primer demó-
crata-cristiano en ocupar el número diez de Downing Street. Sin
embargo, las dudas de los británicos sobre el proyecto europeo, su
resistencia a adoptar el Euro y la imposibilidad de alcanzar un acuer-
do negociado al contencioso gibraltareño sobre la propuesta de co-
soberanía realizada en 2001, limitaron el atractivo de Blair como
aliado en Europa.
Sea como fuere, si en los conflictos transatlánticos ocurridos antes
de 1996 España siempre se había alineado con París y Berlín, tras
la llegada de Aznar al gobierno nunca dejó de hacerlo con Londres
y Washington. Sin embargo, hasta el estallido de la crisis de Iraq
en 2003 no se tuvo plena constancia de la magnitud e importancia
118 Charles Powell

del giro estratégico operado en Madrid. En esta ocasión el presidente


español no sólo se enfrentó a Francia y Alemania en el Consejo
de Seguridad de las N aciones Unidas, y a los demás fundadores
de la Comunidad salvo Italia, en un momento en el cual la Convención
Europea debatía el futuro de la PESC y la PESD, sino que además
lideró la llamada «carta de los ocho» en defensa de una visión neta-
mente atlantista de Europa. Por último, y ya en vísperas de la guerra
contra Iraq, Aznar acudiría a las Azores en compañía de Bush y
Blair para escenificar su opción atlantista más allá de toda duda
razonable.
La postura del gobierno español durante la guerra de Iraq se
justificó ante todo en función de la amenaza que supuestamente
representaba el régimen de Sadam Hussein y del apoyo solidario
de Madrid en la lucha de Washington contra el terrorismo mundial.
Sin embargo, también hubo motivos estrictamente europeos que
explican la aparente facilidad con la que Aznar abandonó el camino
seguido por España en Europa durante más de tres lustros. En cierto
sentido, la postura del presidente supuso una suerte de rebelión anti-
cipada contra la previsible pérdida de protagonismo de España en
una Unión ampliada a veinticinco Estados miembros y cada vez más
ajena a los intereses tradicionales de la política exterior española.
Por otro lado, Aznar se había sentido frustrado a la hora de intentar
«europeizar» ciertas prioridades de su gobierno, como las políticas
de liberalización económica contenidas en la Agenda de Lisboa, o
las políticas de inmigración y asilo que no salieron adelante en el
Consejo Europeo de Barcelona de junio de 2002. Por último, al
presidente le produjo un profundo malestar la actitud de Francia
durante la crisis de Perejil en julio de ese año, que antepuso sus
relaciones privilegiadas con Marruecos a sus deberes para con España,
con el resultado de que la Unión no pudo mediar en la resolución
del conflicto, tarea que hubo de acometer la administración nor-
teamericana. En suma, en la actitud del presidente español hacia
Iraq influyó no solamente su indudable atracción por las tesis atlan-
tistas, sino también, y de forma muy especial, una suerte de desilusion
en relación con el proyecto europeo y un creciente escepticismo sobre
los ber.eficios que podría reportarle a España en el futuro.
España en Europa: de 1945 a nuestros días 119

A modo de conclusión
El papel de España en Europa durante la segunda mitad del
siglo pasado estuvo marcado por dos procesos de convergencia para-
lelos, uno político y otro socioeconómico. Desde la perspectiva del
primero, el parteaguas fue sin duda la muerte de Franco en 1975
y el tránsito de un régimen autoritario a otro democrático. Desde
la óptica del segundo, cabría hablar quizás de tres episodios que
jalonaron la progresiva europeización del país: el Plan de Estabi-
lización de 1959, la adhesión a la Comunidad en 1985 y la adopción
de la moneda única en 1999. Aunque avanzaran a ritmos distintos,
ambos procesos explican el camino andado desde 1945, con la exclu-
sión casi absoluta de España del sistema europeo occidental surgido
de la Segunda Guerra Mundial, hasta su plena integración en la
Unión Europea a finales del siglo pasado.
En vista de la magnitud de los cambios acaecidos, resulta sor-
prendente la permanencia de algunas de las percepciones (o nociones)
sobre Europa que, a decir de José María Jover, conforman la con-
ciencia histórica de los españoles desde hace ya varios siglos. En
primer lugar, y como viene sucediendo desde finales del siglo XIX,
cuando los españoles piensan en Europa siguen refiriéndose a la
media docena de Estados que constituyen lo que antes se conocía
como Europa Occidental. Si acaso, los procesos descritos en estas
páginas han permitido un mejor conocimiento de los Estados geo-
gráficamente más próximos que ya pertenecían a dicha conciencia
histórica, sin fomentar una mayor amplitud de miras. En segundo
lugar, el concepto de España como frontera entre la Europa desarro-
llada y el Sur no sólo no ha desaparecido, sino que ha ido cobrando
mayor relevancia a medida que ha crecido el abismo económico entre
la Península y el Norte de África; si bien España se sitúa ahora
en el lado próspero de la frontera, no deja de estar marcada por
esa situación periférica. Por último, aunque la pertenencia a la Unión
haya contribuido a que tanto los españoles como sus socios comu-
nitarios se hayan reconciliado con la identidad europea de España,
una vez logrado este objetivo parece reafirmarse la necesidad de
explorar las dimensiones extra-europeas de lo español, sean éstas
americanas, africanas o incluso asiáticas. En suma, el largo «retorno
a Europa» español de la segunda mitad del siglo xx habría resultado
ser un viaje con destino algo distinto del inicialmente previsto.

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