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Durante casi ocho siglos, estos dominios cristianos coexistieron con al-Ándalus y
mantuvieron estrechas relaciones, comerciando e intercambiando numerosos
conocimientos. En ocasiones también se enfrentaron militarmente para extender sus
reinos. Hasta el siglo X, al-Ándalus tuvo más fuerza, pero a partir de entonces, los
reyes y reinas cristianos, cada vez más poderosos, aumentaron sus territorios a
costa de los islámicos.
A principios del siglo IX, el conde Íñigo Arista expulsó a las tropas francas de
pamplona y se proclamó primer rey de Pamplona. Este territorio experimentó una
notable expansión hacia el sur y se transformó en el reino de Navarra.
Las buenas relaciones de los condados catalanes con los califas de Córdoba
permitieron una época de estabilidad en estas tierras, que consolidaron su
independencia a finales del siglo X.
El momento de mayor esplendor del reiko coincidió con el reinado de Sancho III el
Mayor (1000-1035). Mediante alianzas matrimoniales
Sancho III convirtió el reino de Navarra en la potencia cristiana peninsular más
importante del siglo Xi.
Tras la muerte del monarca en 1035, el reino se fragmentó entre sus hijos:
El último monarca de la dinastía Jimena fue Sancho VIII el Fuerte. Su muerte sin
descendientes supuso la llegada de nuevas dinastías ligadas a Francia.
En 1512, el reino de navarra fue invadido y conquistado por Fernando el Católico.
En 1076, su hijo, Sancho Ramírez, volvió a unir los reinos de Aragón y Navarra, que
permanecieron así hasta 1134. Durante el siglo XII, el reino de Aragón amplió
mucho sus territorios.
En 1137, se estableció el contrato de matrimonio entre Petronila, la heredera de
Aragón, que contaba con tan solo un año de edad, y Ramón Berenguer IV, el conde
de Barcelona. Este compromiso suponía la unidad entre el reino de Aragón y los
condados catalanes. Nacía así la Corona de Aragón.