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El libro y la lectura en la plena Edad Media

ESCRITO POR LUIS DE LAS HERAS.


El libro y la lectura en la plena Edad Media

En la sociedad de masas que se ha impuesto en el siglo XX, profundamente marcada por el peso de los
medios de comunicación y las nuevas tecnologías, los hábitos de lectura se han modificado
profundamente, hasta el punto de que un porcentaje muy amplio de la población apenas practica la
lectura y la preocupación por ello se ha materializado en diversos planes para incentivarla en los más
pequeños desde la escuela. Además, muchos ven en el desarrollo de las nuevas tecnologías, el fin de
los libros tal y como los conocemos, mientras muchas editoriales se lanzan al mercado de los libros
digitales. Sin embargo, la transformación del universo del libro y la lectura a   la que hoy asistimos no ha
sido la única, ni siquiera la más importante: en el presente artículo vamos a analizar el proceso de
transformación del libro y la lectura en la Plena Edad Media, que terminó por configurarlos en lo que,
aun hoy día, conocemos por tal.
Hasta bien entrada la Edad Media, dominada por el analfabetismo, los lectores oían el texto, en lugar de
limitarse a verlo, a leerlo en silencio. El cambio fundamental en los modos de lectura en la Plena Edad
Media será la consolidación de la lectura silenciosa, lo que supondrá no solo cambios técnicos en la
escritura, sino también importantes consecuencia para la intelectualidad. La separación de las letras en
palabras y frases, premisa imprescindible para el desarrollo de la lectura silenciosa, se produjo de
manera muy gradual. Tenemos referencias de la imposición progresiva del sistema per cola et
commata, para los monjes-copistas menos hábiles, consistente en dividir el texto en líneas que tuvieran
sentido; este sistema supone una forma primitiva de puntuación. Hacia los siglos X y XI, la lectura
silenciosa era ya lo suficientemente habitual para que los copistas separaran las palabras y esa
costumbre se confirmará en el siglo XII, con la sistematización en el uso de los signos de puntuaciones
que hoy conocemos y que fueron introducidos en Europa por los monjes irlandeses. Otro método que
ayuda a la lectura silenciosa y que se generaliza en el libro del siglo XII es el uso de rúbricas. 
Si el siglo XII supone en toda Europa un período de innovaciones en el campo del derecho, la teología o
las artes, en lo que respecta a la lectura, fue ante todo una época de continuidad y consolidación de la
escritura discontinua que se había hecho habitual en todo el norte de Europa. La separación de las
palabras, que introducía espacios claramente perceptibles entre todas ellas, de manera que la lectura
en voz alta se mostraba innecesaria, se vio completada con ciertos cambios en la evolución de la
lengua latina, relativos al orden de las palabras, lo que viene a confirmar y fortalecer la tendencia a
separar las palabras. Dicha separación, unida a la uniformidad del orden sintáctico, permitieron exponer
las ideas de manera clara, precisa e inequívoca, lo cual era un requisito inevitable para poder expresar
las sutilezas de la dominante filosofía escolástica. Se establece así, una nueva relación entre el filósofo-
teólogo y las palabras, sin ningún tipo de intermediación ni restricciones, que permite la reflexión
personal y la actividad intelectual de una manera mucho más rica. Esta escritura discontinua tiene como
sus impulsores más importantes en el siglo XII a autores tan influyentes en el pensamiento de la época
como Guiberto de Nogent, Hugo de Fouilloi, Juan de Salisbury  o Hugo de San Victor.
La práctica de la lectura silenciosa estaba en perfecta consonancia con la psicología espiritual
cisterciense, movimiento de gran importancia en la renovación monástica del siglo XII; los monjes
cistercienses localizaban la sede de la mente en el corazón y consideraban la lectura individual como
esencial, inseparablemente ligada a la meditación, que era un requisito previo. La lectura privada en el
interior del monasterio, estimulante de la meditación, estaba indisolublemente ligada al silencio.
La intimidad creada entre el lector y su libro por la separación de las letras y palabras, se ve también
patente en la relación entre el autor y su manuscrito. La adopción de la escritura discontinua supuso un
estimulo para la composición autógrafa  y algunos escritores comienzan a expresar en sus obras
sentimientos íntimos que hasta entonces nunca habían sido reflejados, debido a la ausencia de
confidencialidad impuesta por la obligación de tener que dictar los textos a un secretario-copista.  
Además, el añadido de correcciones y anotaciones entre líneas por parte del propio autor supone una
modalidad de ampliación textual consecuencia de la escritura discontinua.
La separación de las palabras estimuló, por su parte, la transición de las modalidades orales a las
visuales en el proceso de producción de textos. El copista del siglo XII trabajaba en silencio con
instrumentos especialmente diseñados para ese trabajo silencioso, como se puede comprobar en las
miniaturas de la época. El nuevo equipamiento del scriptorium permitía al copista reproducir una página
mecánicamente como un conjunto de imágenes visuales y prescindir así de la oralidad como ayuda
para la memoria inmediata. Las miniaturas del siglo representan copistas con los labios sellados,
sentados en mesas especiales provistas de atriles, utilizando marcalíneas para guiar la vista en el
cotejo del original, siguiendo las ordenanzas e instrucciones que, ya desde la centuria anterior,
recomendaban a los monjes realizar la labor de copia de manuscritos en silencio.
La transición a la lectura y la escritura en silencio, que dio lugar a una nueva dimensión de intimidad,
tuvo ramificaciones aun más profundas e importantes para la cultura y la intelectualidad tanto seglar
como escolástica de la Edad Media1. Desde el punto de vista psicológico, la lectura en silencio ponía la
curiosidad del lector bajo su entero control personal. En el universo del siglo IX, donde la oralidad aun
mandaba, si las especulaciones de un intelectual eran heréticas, estaban sometidas a una atenta
supervisión, desde su producción hasta su lectura; desde el siglo XI se comenzó a relacionar la herejía
con la curiosidad intelectual individual. La lectura y la composición personal, silenciosa, promovieron,
por tanto, la formación del ambiente intelectual en el que se desarrollará la universidad y las herejías de
siglos posteriores; tales herejías, laicas en su mayoría, fueron difundidas por la lectura individual de los
tratados, como vehículos de transmisión del pensamiento heterodoxo. Esta intimidad resultante de la
producción y lectura privada de textos promoverá, asimismo, manifestaciones de ironía y de cinismo, el
pensamiento político subversivo, el resurgimiento del género erótico, la experiencia religiosa laica y
adelantándonos cuatro siglos, la reforma religiosa.
Es necesario acabar este repaso de los modos de lectura y sus repercusiones evidentes en el libro
durante el siglo XII, afirmando que la progresiva implantación de los modos de lectura privados y
silenciosos, no acabaron, ni muchísimo menos, con la lectura pública o en voz alta. Los monasterios
cistercienses, que asumen la regla de San Benito, asumen la importancia que el santo otorga a la
lectura como parte esencial de la vida monástica y habría que recordar el carácter eminentemente
colectivo de las lecturas en voz alta de pasajes de las Sagradas Escrituras durante la comida de los
monjes; así, el espíritu benedictino de la lectura en voz alta no se pierde. También habría que recordar
la lectura pública en los ambientes seglares: la actividad de juglares y trovadores desde el siglo XI, para
los que la actuación era casi tan importante como el recitar poemas o canciones de memoria y en voz
alta, las lecturas aristocráticas y otras muchas actividades en las que la audición de la lectura de un
libro concedía más importancia al contenido del texto que a su interpretación o interiorización por parte
del lector. 
Si durante el siglo XII asistimos a la consolidación de la lectura silenciosa y la consiguiente separación
de las letras en palabras y frases, el libro del siglo XIII vivirá un nuevo paso evolutivo, dentro de un
contexto intelectual, social y económico enteramente nuevo, marcado por el desarrollo de las
universidades. La escritura misma cambia y se da un desarrollo de la letra cursiva, consecuencia del
desarrollo de la cultura y la economía laica, que generalizan de nuevo la necesidad de la escritura. La
letra minúscula cursiva es mucho más apropiada para las clases universitarias y sus libros que las
letras de los manuscritos monacales de dos siglos antes. 
No solo los profesores y alumnos debían leer los autores que figuraban en los programas, sino que,
además, debían conservarse por escrito los cursos de los profesores. Este sistema de enseñanza se
sustenta sobre la base del sistema de la producción libraria universitaria. Se hace necesario multiplicar
el número de libros que eran leídos y comentados en clase para un número cada vez mayor de
alumnos y entonces se produce la gran revolución en el sistema de producción del libro; en torno a las
universidades, proliferan el número de copistas y tiendas librarias que devolverían el monopolio de la
producción del libro a las ciudades, saliendo del ámbito monástico. Este sistema universitario de
producción no fue el único, pues los monasterios continúan su actividad y surgen centros laicos de
producción, pero lo nuevo y casi diríamos revolucionario es que el libro ya no es monopolio de los
monasterios, como tampoco lo era ya la cultura y la intelectualidad, desde los cambios acontecidos
desde finales del siglo XI y todo el siglo XII. 
La edición universitaria se apoya en el sistema de la pecia, con todos sus elementos que a continuación
describimos. El exemplar es el texto aprobado por los petiarii y es la pieza clave del sistema de
producción. La pecia, del latín medieval, que significa fragmento, es cada fascículo en que se divide el
exemplar, que no está encuadernado, sino cuyas peciae están sueltas para poder ser alquiladas por los
alumnos. La pecia es la unidad de copia y reproducción y una unidad tarifaria fijada que permitía al
copista o estacionario recibir el dinero por su trabajo. Estas peciae nunca se vendían, sino que se
alquilaban. El último elemento de este sistema de producción libraria es el estacionario, copista, librero,
impresor, todo a la vez. El estacionario prepara y pone a punto un modelo estándar del libro. Es el
intermediario entre la universidad y los alumnos y profesores y están controlados por la universidad. El
periodo que abarca desde mediados del siglo XIII a mediados del XIV, cuando aparecerá la imprenta,
éste es el sistema clave de producción libraria, sin olvidar los centros urbanos laicos y los monacales.
La intensificación del uso del libro por parte del universitario tiene una serie de consecuencias. Los
progresos realizados en la confección del pergamino permiten obtener hojas más livianas y el formato
del libro también cambiará por la necesidad de ser transportado, haciéndose más pequeño, ligero y
manejable. También disminuye la ornamentación de los libros y las letras floridas y las ilustraciones se
harán en serie. Excepto los libros de los juristas, que mantienen el lujo de épocas anteriores, los libros
de los filósofos y los teólogos, a menudo pobres, sólo excepcionalmente tienen miniaturas.
El libro, en un proceso que hemos venido describiendo desde finales del siglo XI, deja de ser un objeto
de lujo y pasa a ser un instrumento del saber muy condicionado por el método universitario y
escolástico, lo que tendrá consecuencias. Todo se va orientando a facilitar la consulta rápida y será
este contexto donde aparezcan, no sólo los compendios y florilegios, consecuencia de la necesidad de
los universitarios de memorizar en poco tiempo gran cantidad de conocimientos, sino también los
índices y tablas, las abreviaturas (los libros universitarios de este siglo están plagadas de ellas) o los
manuales, tan usuales entre los universitarios de nuestros días. 
La conclusión inevitable del uso de tablas, índices, compendios y enciclopedias, fue que la lectura ya no
era directa, pues pasaba por el filtro de la selección. En esta época, el saber era prioritario y pasaba por
encima de todo; la meditación dejó paso a la utilidad, modificación sustancial que cambió el impacto de
la lectura. En muchos casos, estas compilaciones pasaron a sustituir la consulta directa de las obras de
los autores pero, a pesar de su condición de lectura secundaria, es indudable que desempeñaron un
papel importante en la formación de los intelectuales medievales. Las ventajas que ofrecían estos
instrumentos de trabajo, en el contexto de la enseñanza escolástica, explican las razones de su éxito y
la tendencia a la desaparición de la lectura personal y directa de obras y su sustitución, en numerosos
casos, por la consulta exclusiva de extractos.
Uno de los problemas capitales del uso de estos instrumentos de trabajo lo hallamos en la selección. El
valor de los extractos elegidos y la calidad de los pasajes transmitidos dependía por entero del sentido
común y la inteligencia del compilador. Aunque en un principio son concebidos para suplir la consulta
directa de un texto inaccesible, muy pronto se usaron por la vía de la facilidad, ya que dispensaban de
la consulta de la obra de un autor en su totalidad. Este juicio muestra hasta qué punto estos
compendios limitaban la creatividad y orientaban los estudios hacia la esterilidad y la deformación de
numerosas doctrinas mal entendidas, al ser sacadas de contexto y limitadas a extractos mejor o peor
elegidos. 
Desde el siglo XI, y definitivamente ya en el siglo XII, venimos observando la evolución hacia modos de
lectura silenciosa. Esto aparentemente puede entrar en contradicción con la imagen del maestro
universitario leyendo y comentando públicamente un fragmento de la “Metafísica” de Aristóteles o de
“La ciudad de Dios” de San Agustín. Nada más lejos de la realidad, pues ambas realidades son
indisolubles en el contexto universitario del siglo XII: los universitarios utilizaban los libros como apoyo a
la memoria y seguían las disertaciones de su maestro con un ejemplar por delante. El acceso a los
libros era, por tanto, importante para comprender las complejidades escolásticas de las lecciones
públicas.
Los cambios en los hábitos de lectura produjeron también cambios en las bibliotecas: las bibliotecas
monásticas del siglo XIII se adaptan a una cultura en la que conviven lectura oral y lectura en silencio,
aunque fue en las bibliotecas encadenadas de finales del siglo XIII donde se expresó por primera vez la
exigencia de silencio por parte de los lectores. 
El paso de una cultura monástica oral a otra escolástica visual ejerció al principio un efecto limitado
sobre los hábitos de lectura de la sociedad laica, donde la lectura oral y el dictado de textos en lengua
vulgar se siguió practicando habitualmente hasta finales del siglo XIII. La mayoría de las composiciones
vulgares, crónicas, canciones de gesta, romances y poesías trovadorescas estaban escritas en verso y
habían sido concebidas para ser representadas oralmente, presentando aun una imperfecta separación
de las palabras. La separación de las partes de la oración, habitual ya en latín, no se efectuó en las
lenguas romances hasta el 1500. La separación sistemática de las palabras y partes de las oraciones y
los modos de lectura silenciosos en el contexto nobiliario y principesco se da, respecto al contexto del
escolasticismo y las universidades un siglo y medio más tarde. Sin embargo, el paso definitivo hacia la
lectura individual y privada, tal y como la entendemos hoy día, estaba ya dado.

 Cavallo, G. y Chartier, R. Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998; p.214.
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