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LA FE EN EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

La familia es un don de Dios, dado al hombre para que en ella alcance su plenitud y se
entregue de manera plena en la llamada que Dios le hace en el amor. Se podría tomar como
punto de referencia para denotar la familia como don de Dios, por el hecho de que el mismo
Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la familia de Nazaret, constituida junto a María y
José (Cf. CEC 1655). El hecho de que el mismo Hijo de Dios quisiera hacerse participe de
esta realidad humana, la plenifica dándole un sentido profundo y convirtiéndola en un eje
fundamental de la Iglesia.

Ya se hacía referencia al matrimonio como respuesta a la llamada de Dios a vivir en el


amor, pues desde el principio al ser creados a su imagen y semejanza, fuimos dotados con
la capacidad de amar a los demás entregándonos totalmente, de allí que se infiere a la
familia como ese lugar privilegiado en el que se logra esta entrega sincera y se hace patente
el amor, no solo en el núcleo familiar sino también respecto a quienes les rodean. Nos
hacemos imagen y semejanza de Dios en la medida en que se cumple vivir el amor, a través
de la comunión de personas que el varón y la mujer forjan desde el principio.

La familia como se ha dicho no es solo el eje fundamental y el núcleo de la Iglesia, sino que
también lo es a nivel social, sirviendo como intermediaria entre la persona y la sociedad. Es
allí donde se cumple el llamado a transmitir la vida en la procreación y la educación de la
misma en la fe y las normas que rigen a la sociedad en la cual se va a encontrar injerto, que
se logra a través del afecto y la comprensión mutua de los padres, como un medio de
seguridad y que les enseña la belleza del amor fiel y duradero, reflejado en ellos mismos.
Esto lleva a considerar a la familia como un bien necesario para los pueblos, siendo
fundamento necesario para la sociedad y gran tesoro para la vida. Especialmente las
familias creyentes, que de alguna manera injertas en el mundo son importantes como faros
de fe viva e irradiadora ante un mundo sin fe y sin sentido, están llamadas a ser “Ecclesia
domestica” (Cf. CEC 1656).

Estos modelos de familia a la luz de la fe son necesarios frente a los desafíos que
constantemente presenta la sociedad actual se hace necesario que este tipo de familias y
cada una de las que hace parte de la sociedad, es que no estén solas, siempre debe estar
presente el acompañamiento de la Iglesia y de toda la sociedad. Es necesario que toda la
comunidad eclesial esté presente en cada familia brindando un acompañamiento, estímulo y
alimento espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o
momentos críticos, que es donde más necesitan de la Iglesia y en donde en diversos
momentos se les ha dejado a un lado.

Todo tiene su fundamento en el amor, un amor que nace en el mismo Cristo nos dio un
nuevo mandamiento: “amaos los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). Un
amor que es derramado en nosotros desde el bautismo, que se debe cultivar y vivir en la
vida familiar, especialmente cuando los padres de familia forjar a cada miembro en la vida
de fe y amor, llevándoles a la recepción de los sacramentos, la vida de oración y la acción
de gracias a Dios, convirtiendo el hogar en una escuela de vida cristiana y de un rico
humanismo (Cf. CEC 1657). Siempre y cuando se formen personas libres y responsables,
con la capacidad de donarse a los demás, creciendo en la conciencia de la dignidad de cada
persona para ser amada y de la fraternidad fundamental que se debe vivir entre todos los
seres humanos, que nace y crece desde esa experiencia de amor en la vida familiar.

Frente a las distintas realidades actuales, se debe reavivar y dar un nuevo aliento en el
anuncio del Evangelio de la familia, reafirmando su valor, vigencia e identidad en la plena
conciencia de sus significados unitivo y procreativo, siendo este último un deber esencial
en la vida matrimonial, siendo generosos con la generación de nueva vida y especialmente
acompañando a los hijos en el crecimiento corporal y espiritual. No se debe dividir o
contraponer la fe y la ética cristiana, no son ellas quienes ahogan el amor, es en muchos
casos el egoísmo del hombre el que deriva en esta asfixia del amor. Estas dos realidades
tratan más bien de hacer el amor más sano, fuerte y realmente libre, tal y como se pide vivir
el amor en el ambiente familiar. Hay una clara invitación: hacer que el amor humano sea
purificado y madurado para que alcance a ser plenamente humano, convirtiéndose así en
principio de una alegría verdadera y duradera, hacia alcanzar la plenitud de cada ser
humano.

Jorge Luis Montes – II de Configuradora

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