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Benedicto XVI

Huellas en España
V Encuentro Mundial de las Familias en Valencia
Homilía 9 de julio de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
En esta Santa Misa que tengo la inmensa alegría de presidir, concelebrando con
numerosos hermanos en el episcopado y con un gran número de sacerdotes, doy gracias
al Señor por todas las amadas familias que os habéis congregado aquí formando una
multitud jubilosa, y también por tantas otras que, desde lejanas tierras, seguís esta
celebración a través de la radio y la televisión. A todos deseo saludaros y expresaros mi
gran afecto con un abrazo de paz.
Los testimonios de Ester y Pablo, que hemos escuchado antes en las lecturas, muestran
cómo la familia está llamada a colaborar en la transmisión de la fe. Ester confiesa: «Mi
padre me ha contado que tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones» (14, 5). Pablo
sigue la tradición de sus antepasados judíos dando culto a Dios con conciencia pura.
Alaba la fe sincera de Timoteo y le recuerda «esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu
madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú» (2 Tim 1, 5). En estos
testimonios bíblicos la familia comprende no sólo a padres e hijos, sino también a los
abuelos y antepasados. La familia se nos muestra así como una comunidad de
generaciones y garante de un patrimonio de tradiciones.
Ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo, ni ha adquirido por sí solo los
conocimientos elementales para la vida. Todos hemos recibido de otros la vida y las
verdades básicas para la misma, y estamos llamados a alcanzar la perfección en relación
y comunión amorosa con los demás. La familia, fundada en el matrimonio indisoluble
entre un hombre y una mujer, expresa esta dimensión relacional, filial y comunitaria, y
es el ámbito donde el hombre puede nacer con dignidad, crecer y desarrollarse de un
modo integral.
Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de
una tradición familiar, que tiene raíces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe
todo un patrimonio de experiencia. A este respecto, los padres tienen el derecho y el
deber inalienable de transmitirlo a los hijos: educarlos en el descubrimiento de su
identidad, iniciarlos en la vida social, en el ejercicio responsable de su libertad moral y
de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el
encuentro con Dios. Los hijos crecen y maduran humanamente en la medida en que
acogen con confianza ese patrimonio y esa educación que van asumiendo
progresivamente. De este modo, son capaces de elaborar una síntesis personal entre lo
recibido y lo nuevo, y que cada uno y cada generación está llamado a realizar.
En el origen de todo hombre y, por tanto, en toda paternidad y maternidad humana está
presente Dios Creador. Por eso los esposos deben acoger al niño que les nace como hijo
no sólo suyo, sino también de Dios, que lo ama por sí mismo y lo llama a la filiación
divina. Más aún: toda generación, toda paternidad y maternidad, toda familia tiene su
principio en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
A Ester, su padre le había trasmitido, con la memoria de sus antepasados y de su pueblo,
la de un Dios del que todos proceden y al que todos están llamados a responder. La

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memoria de Dios Padre que ha elegido a su pueblo y que actúa en la Historia para
nuestra salvación. La memoria de este Padre ilumina la identidad más profunda de los
hombres: de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad.
Venimos ciertamente de nuestros padres y somos sus hijos, pero también venimos de
Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el
origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor
de Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre
perfecto. Él conocía de quién venía y de quién venimos todos: del amor de su Padre y
Padre nuestro.
La fe no es, pues, una mera herencia cultural, sino una acción continua de la gracia de
Dios que llama, y de la libertad humana que puede o no adherirse a esa llamada.
Aunque nadie responde por otro, sin embargo los padres cristianos están llamados a dar
un testimonio creíble de su fe y esperanza cristiana. Han de procurar que la llamada de
Dios y la Buena Nueva de Cristo lleguen a sus hijos con la mayor claridad y
autenticidad.
Con el pasar de los años, este don de Dios que los padres han contribuido a poner ante
los ojos de los pequeños necesitará también ser cultivado con sabiduría y dulzura,
haciendo crecer en ellos la capacidad de discernimiento. De este modo, con el
testimonio constante del amor conyugal de los padres, vivido e impregnado de la fe, y
con el acompañamiento entrañable de la comunidad cristiana, se favorecerá que los
hijos hagan suyo el don mismo de la fe, descubran con ella el sentido profundo de la
propia existencia y se sientan gozosos y agradecidos por ello.
La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan
con ellos; cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la
Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz
de la fe y alabando a Dios como Padre.
En la cultura actual se exalta muy a menudo la libertad del individuo concebido como
sujeto autónomo, como si se hiciera él sólo y se bastara a sí mismo, al margen de su
relación con los demás y ajeno a su responsabilidad ante ellos. Se intenta organizar la
vida social sólo a partir de deseos subjetivos y mudables, sin referencia alguna a una
verdad objetiva previa, como son la dignidad de cada ser humano y sus deberes y
derechos inalienables, a cuyo servicio debe ponerse todo grupo social.
La Iglesia no cesa de recordar que la verdadera libertad del ser humano proviene de
haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, la educación cristiana es
educación de la libertad y para la libertad. «Nosotros hacemos el bien no como esclavos,
que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos
personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el
bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Ésta es la
libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos» (Homilía en la Vigilia de
Pentecostés, de 2006).
Jesucristo es el hombre perfecto, ejemplo de libertad filial, que nos enseña a comunicar
a los demás su mismo amor: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;
permaneced en mi amor» (Jn 15,9). A este respecto enseña el Concilio Vaticano II que

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«los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse
mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la
enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos recibidos amorosamente de
Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un amor incansable y generoso,
construyen la fraternidad de amor y son testigos y colaboradores de la fecundidad de la
Madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su
esposa y se entregó por ella» (Lumen gentium, 41).
La alegría amorosa con la que nuestros padres nos acogieron y acompañaron en los
primeros pasos en este mundo es como un signo y prolongación sacramental del amor
benevolente de Dios, del que procedemos. La experiencia de ser acogidos y amados por
Dios y por nuestros padres es la base firme que favorece siempre el crecimiento y
desarrollo auténtico del hombre, que tanto nos ayuda a madurar en el camino hacia la
verdad y el amor, y a salir de nosotros mismos para entrar en comunión con los demás y
con Dios.
Para avanzar en ese camino de madurez humana, la Iglesia nos enseña a respetar y
promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una
mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar a esta
institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común
y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía
para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana.
En este sentido, quiero destacar la importancia y el papel positivo que a favor del
matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones familiares eclesiales. Por
eso, «deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y valientemente con todos
los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familia»
(Familiaris consortio, 86), para que uniendo sus fuerzas y con una legítima pluralidad de
iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia en la sociedad
actual.
Volvamos por un momento a la primera lectura de esta Misa, tomada del libro de Ester.
La Iglesia orante ha visto en esta humilde reina, que intercede con todo su ser por su
pueblo que sufre, un prefiguración de María, que su Hijo nos ha dado a todos nosotros
como Madre; una prefiguración de la Madre, que protege con su amor a la familia de
Dios que peregrina en este mundo. María es la imagen ejemplar de todas las madres, de
su gran misión como guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el
arte de amar.
La familia cristiana –padre, madre e hijos– está llamada, pues, a cumplir los objetivos
señalados no como algo impuesto desde fuera, sino como un don de la gracia del
sacramento del Matrimonio infundida en los esposos. Si éstos permanecen abiertos al
Espíritu y piden su ayuda, Él no dejará de comunicarles el amor de Dios Padre
manifestado y encarnado en Cristo. La presencia del Espíritu ayudará a los esposos a no
perder de vista la fuente y medida de su amor y entrega, y a colaborar con él para
reflejarlo y encarnarlo en todas las dimensiones de su vida. El Espíritu suscitará
asimismo en ellos el anhelo del encuentro definitivo con Cristo en la casa de su Padre y
Padre nuestro.

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Éste es el mensaje de esperanza que desde Valencia quiero lanzar a todas las familias
del mundo. Amén.

Beatificación de 498 mártires españoles


Ángelus, 28 de octubre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Esta mañana, aquí, en la plaza de San Pedro, han sido proclamados beatos 498 mártires
asesinados en España en la década de 1930 del siglo pasado. Doy las gracias al cardenal
José Saraiva Martins, prefecto de la Congregación para las causas de los santos, que ha
presidido la celebración, y dirijo mi saludo cordial a los peregrinos que han venido para
esta feliz circunstancia.
La inscripción simultánea en el catálogo de los beatos de un número tan grande de
mártires demuestra que el testimonio supremo de la sangre no es una excepción
reservada solamente a algunas personas, sino una posibilidad real para todo el pueblo
cristiano. En efecto, se trata de hombres y mujeres diversos por edad, vocación y
condición social, que pagaron con la vida su fidelidad a Cristo y a su Iglesia. A ellos se
aplican bien las palabras de san Pablo que resuenan en la liturgia de este domingo: "Yo
estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido
bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe" (2 Tm 4, 6-7). San
Pablo, detenido en Roma, ve aproximarse su muerte y hace un balance lleno de
agradecimiento y de esperanza. Está en paz con Dios y consigo mismo, y afronta
serenamente la muerte, con la certeza de haber gastado toda su vida, sin escatimar nada,
al servicio del Evangelio.
El mes de octubre, dedicado de modo particular al compromiso misionero, se concluye
así con el luminoso testimonio de los mártires de España, que van a sumarse a los
mártires Albertina Berkenbrock, Manuel Gómez González y Adílio Daronch, y a
Francisco Jägerstätter, proclamados beatos durante los días pasados en Brasil y en
Austria. Su ejemplo testimonia que el bautismo compromete a los cristianos a participar
con valentía en la difusión del reino de Dios, cooperando a él, si fuera necesario, incluso
con el sacrificio de la vida.
Desde luego, no todos están llamados al martirio cruento. Pero hay un "martirio"
incruento, que no es menos significativo, como el de Celina Chludzinska Borzecka,
esposa, madre de familia, viuda y religiosa, beatificada ayer en Roma: es el testimonio
silencioso y heroico de tantos cristianos que viven el Evangelio sin componendas,
cumpliendo su deber y dedicándose generosamente al servicio de los pobres.
Este martirio de la vida ordinaria es un testimonio muy importante en las sociedades
secularizadas de nuestro tiempo. Es la batalla pacífica del amor que todo cristiano,
como san Pablo, debe librar incansablemente; la carrera para difundir el Evangelio que
nos compromete hasta la muerte. Que en nuestro testimonio diario nos ayude y nos
proteja la Virgen María, Reina de los mártires y Estrella de la evangelización.
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Después del Ángelus
Saludo con afecto a los fieles de lengua española. En particular, saludo a mis hermanos
obispos de España, a los sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y fieles que
habéis tenido el gozo de participar en la beatificación de un numeroso grupo de mártires
del pasado siglo en vuestra nación, así como a los que siguen esta oración mariana a
través de la radio y la televisión. Damos gracias a Dios por el gran don de estos testigos
heroicos de la fe que, movidos exclusivamente por su amor a Cristo, pagaron con su
sangre su fidelidad a él y a su Iglesia. Con su testimonio iluminan nuestro camino
espiritual hacia la santidad, y nos alientan a entregar nuestras vidas como ofrenda de
amor a Dios y a los hermanos. Al mismo tiempo, con sus palabras y gestos de perdón
hacia sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la misericordia, la
reconciliación y la convivencia pacífica. Os invito de corazón a fortalecer cada día más
la comunión eclesial, a ser testigos fieles del Evangelio en el mundo, sintiendo la dicha
de ser miembros vivos de la Iglesia, verdadera esposa de Cristo. Pidamos a los nuevos
beatos, por medio de la Virgen María, Reina de los mártires, que intercedan por la
Iglesia en España y en el mundo; que la fecundidad de su martirio produzca abundantes
frutos de vida cristiana en los fieles y en las familias; que su sangre derramada sea
semilla de santas y numerosas vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras. ¡Que
Dios os bendiga!

Visita a Santiago de Compostela


Saludo en la Catedral de Santiago, 6 de noviembre de 2010.
Agradezco a Monseñor Julián Barrio Barrio, Arzobispo de Santiago de Compostela, las
amables palabras que me acaba de dirigir y a las que correspondo complacido,
saludando a todos con afecto en el Señor y dándoos las gracias por vuestra presencia en
este lugar tan significativo.
Peregrinar no es simplemente visitar un lugar cualquiera para admirar sus tesoros de
naturaleza, arte o historia. Peregrinar significa, más bien, salir de nosotros mismos para
ir al encuentro de Dios allí donde Él se ha manifestado, allí donde la gracia divina se ha
mostrado con particular esplendor y ha producido abundantes frutos de conversión y
santidad entre los creyentes. Los cristianos peregrinaron, ante todo, a los lugares
vinculados a la pasión, muerte y resurrección del Señor, a Tierra Santa. Luego a Roma,
ciudad del martirio de Pedro y Pablo, y también a Compostela, que, unida a la memoria
de Santiago, ha recibido peregrinos de todo el mundo, deseosos de fortalecer su espíritu
con el testimonio de fe y amor del Apóstol.
En este Año Santo Compostelano, como Sucesor de Pedro, he querido yo también
peregrinar a la Casa del Señor Santiago, que se apresta a celebrar el ochocientos
aniversario de su consagración, para confirmar vuestra fe y avivar vuestra esperanza, y
para confiar a la intercesión del Apóstol vuestros anhelos, fatigas y trabajos por el
Evangelio. Al abrazar su venerada imagen, he pedido también por todos los hijos de la
Iglesia, que tiene su origen en el misterio de comunión que es Dios. Mediante la fe,
somos introducidos en el misterio de amor que es la Santísima Trinidad. Somos, de

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alguna manera, abrazados por Dios, transformados por su amor. La Iglesia es ese abrazo
de Dios en el que los hombres aprenden también a abrazar a sus hermanos,
descubriendo en ellos la imagen y semejanza divina, que constituye la verdad más
profunda de su ser, y que es origen de la genuina libertad.
Entre verdad y libertad hay una relación estrecha y necesaria. La búsqueda honesta de la
verdad, la aspiración a ella, es la condición para una auténtica libertad. No se puede
vivir una sin otra. La Iglesia, que desea servir con todas sus fuerzas a la persona humana
y su dignidad, está al servicio de ambas, de la verdad y de la libertad. No puede
renunciar a ellas, porque está en juego el ser humano, porque le mueve el amor al
hombre, «que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»
(Gaudium et spes, 24), y porque sin esa aspiración a la verdad, a la justicia y a la
libertad, el hombre se perdería a sí mismo.
Dejadme que desde Compostela, corazón espiritual de Galicia y, al mismo tiempo,
escuela de universalidad sin confines, exhorte a todos los fieles de esta querida
Archidiócesis, y a los de la Iglesia en España, a vivir iluminados por la verdad de
Cristo, confesando la fe con alegría, coherencia y sencillez, en casa, en el trabajo y en el
compromiso como ciudadanos.
Que la alegría de sentiros hijos queridos de Dios os lleve también a un amor cada vez
más entrañable a la Iglesia, cooperando con ella en su labor de llevar a Cristo a todos los
hombres. Orad al Dueño de la mies, para que muchos jóvenes se consagren a esta
misión en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada: hoy, como siempre, merece
la pena entregarse de por vida a proponer la novedad del Evangelio.
No quiero concluir sin antes felicitar y agradecer a los católicos españoles la
generosidad con que sostienen tantas instituciones de caridad y de promoción humana.
No dejéis de mantener esas obras, que benefician a toda la sociedad, y cuya eficacia se
ha puesto de manifiesto de modo especial en la actual crisis económica, así como con
ocasión de las graves calamidades naturales que han afectado a varios países.
Con estos sentimientos, pido al Altísimo que conceda a todos la audacia que tuvo
Santiago para ser testigo de Cristo Resucitado, y así permanezcáis fieles en los caminos
de la santidad y os gastéis por la gloria de Dios y el bien de los hermanos más
desamparados. Muchas gracias.

Homilía en la Plaza del Obrador, 6 de noviembre de 2010.


Amadísimos Hermanos en Jesucristo:
Doy gracias a Dios por el don de poder estar aquí, en esta espléndida plaza repleta de
arte, cultura y significado espiritual. En este Año Santo, llego como peregrino entre los
peregrinos, acompañando a tantos como vienen hasta aquí sedientos de la fe en Cristo
resucitado. Fe anunciada y transmitida fielmente por los Apóstoles, como Santiago el
Mayor, a quien se venera en Compostela desde tiempo inmemorial.

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Agradezco las gentiles palabras de bienvenida de Monseñor Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de esta Iglesia particular, y la amable presencia de Sus Altezas Reales los
Príncipes de Asturias, de los Señores Cardenales, así como de los numerosos Hermanos
en el Episcopado y el Sacerdocio. Vaya también mi saludo cordial a los Parlamentarios
Europeos, miembros del intergrupo “Camino de Santiago”, así como a las distinguidas
Autoridades Nacionales, Autonómicas y Locales que han querido estar presentes en esta
celebración. Todo ello es signo de deferencia para con el Sucesor de Pedro y también
del sentimiento entrañable que Santiago de Compostela despierta en Galicia y en los
demás pueblos de España, que reconoce al Apóstol como su Patrón y protector. Un
caluroso saludo igualmente a las personas consagradas, seminaristas y fieles que
participan en esta Eucaristía y, con una emoción particular, a los peregrinos, forjadores
del genuino espíritu jacobeo, sin el cual poco o nada se entendería de lo que aquí tiene
lugar.
Una frase de la primera lectura afirma con admirable sencillez: «Los apóstoles daban
testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor» (Hch 4,33). En efecto, en el
punto de partida de todo lo que el cristianismo ha sido y sigue siendo no se halla una
gesta o un proyecto humano, sino Dios, que declara a Jesús justo y santo frente a la
sentencia del tribunal humano que lo condenó por blasfemo y subversivo; Dios, que ha
arrancado a Jesucristo de la muerte; Dios, que hará justicia a todos los injustamente
humillados de la historia.
«Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le
obedecen» (Hch 5,32), dicen los apóstoles. Así pues, ellos dieron testimonio de la vida,
muerte y resurrección de Cristo Jesús, a quien conocieron mientras predicaba y hacía
milagros. A nosotros, queridos hermanos, nos toca hoy seguir el ejemplo de los
apóstoles, conociendo al Señor cada día más y dando un testimonio claro y valiente de
su Evangelio. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos.
Así imitaremos también a San Pablo que, en medio de tantas tribulaciones, naufragios y
soledades, proclamaba exultante: «Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que
se vea que esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co
4,7).
Junto a estas palabras del Apóstol de los gentiles, están las propias palabras del
Evangelio que acabamos de escuchar, y que invitan a vivir desde la humildad de Cristo
que, siguiendo en todo la voluntad del Padre, ha venido para servir, «para dar su vida en
rescate por muchos» (Mt 20,28). Para los discípulos que quieren seguir e imitar a Cristo,
el servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de su ser. Un
servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y
vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus
dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos. Al proponer
este nuevo modo de relacionarse en la comunidad, basado en la lógica del amor y del
servicio, Jesús se dirige también a los «jefes de los pueblos», porque donde no hay
entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no dejan espacio
para una auténtica promoción humana integral. Y quisiera que este mensaje llegara
sobre todo a los jóvenes: precisamente a vosotros, este contenido esencial del Evangelio
os indica la vía para que, renunciando a un modo de pensar egoísta, de cortos alcances,

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como tantas veces os proponen, y asumiendo el de Jesús, podáis realizaros plenamente y
ser semilla de esperanza.
Esto es lo que nos recuerda también la celebración de este Año Santo Compostelano. Y
esto es lo que en el secreto del corazón, sabiéndolo explícitamente o sintiéndolo sin
saber expresarlo con palabras, viven tantos peregrinos que caminan a Santiago de
Compostela para abrazar al Apóstol. El cansancio del andar, la variedad de paisajes, el
encuentro con personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que
nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de
una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más
recóndito de todos esos hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu
Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en su interior y pone distancia a las
apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra para
que le encuentre y para que reconozca a Cristo. Quien peregrina a Santiago, en el fondo,
lo hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la majestad de Cristo, lo
acoge y bendice al llegar al Pórtico de la Gloria.
Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su
sangre, deseo volver la mirada a la Europa que peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus
grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y
fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo un
camino hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una
realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado
la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás
de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero
insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús
cuando escribió: “Sólo Dios basta”.
Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase y divulgase la
convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Con
esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo a su
Hijo Jesucristo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn
3,16).

El autor sagrado afirma tajante ante un paganismo para el cual Dios es envidioso o
despectivo del hombre: ¿Cómo hubiera creado Dios todas las cosas si no las hubiera
amado, Él que en su plenitud infinita no necesita nada? (cf. Sab 11,24-26). ¿Cómo se
hubiera revelado a los hombres si no quisiera velar por ellos? Dios es el origen de
nuestro ser y cimiento y cúspide de nuestra libertad; no su oponente. ¿Cómo el hombre
mortal se va a fundar a sí mismo y cómo el hombre pecador se va a reconciliar a sí
mismo? ¿Cómo es posible que se haya hecho silencio público sobre la realidad primera
y esencial de la vida humana? ¿Cómo lo más determinante de ella puede ser recluido en
la mera intimidad o remitido a la penumbra? Los hombres no podemos vivir a oscuras,
sin ver la luz del sol. Y, entonces, ¿cómo es posible que se le niegue a Dios, sol de las
inteligencias, fuerza de las voluntades e imán de nuestros corazones, el derecho de
proponer esa luz que disipa toda tiniebla? Por eso, es necesario que Dios vuelva a
resonar gozosamente bajo los cielos de Europa; que esa palabra santa no se pronuncie

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jamás en vano; que no se pervierta haciéndola servir a fines que le son impropios. Es
menester que se profiera santamente. Es necesario que la percibamos así en la vida de
cada día, en el silencio del trabajo, en el amor fraterno y en las dificultades que los años
traen consigo.
Europa ha de abrirse a Dios, salir a su encuentro sin miedo, trabajar con su gracia por
aquella dignidad del hombre que habían descubierto las mejores tradiciones: además de
la bíblica, fundamental en este orden, también las de época clásica, medieval y
moderna, de las que nacieron las grandes creaciones filosóficas y literarias, culturales y
sociales de Europa.
Ese Dios y ese hombre son los que se han manifestado concreta e históricamente en
Cristo. A ese Cristo que podemos hallar en los caminos hasta llegar a Compostela, pues
en ellos hay una cruz que acoge y orienta en las encrucijadas. Esa cruz, supremo signo
del amor llevado hasta el extremo, y por eso don y perdón al mismo tiempo, debe ser
nuestra estrella orientadora en la noche del tiempo. Cruz y amor, cruz y luz han sido
sinónimos en nuestra historia, porque Cristo se dejó clavar en ella para darnos el
supremo testimonio de su amor, para invitarnos al perdón y la reconciliación, para
enseñarnos a vencer el mal con el bien. No dejéis de aprender las lecciones de ese Cristo
de las encrucijadas de los caminos y de la vida, en el que nos sale al encuentro Dios
como amigo, padre y guía. ¡Oh Cruz bendita, brilla siempre en tierras de Europa!
Dejadme que proclame desde aquí la gloria del hombre, que advierta de las amenazas a
su dignidad por el expolio de sus valores y riquezas originarios, por la marginación o la
muerte infligidas a los más débiles y pobres. No se puede dar culto a Dios sin velar por
el hombre su hijo y no se sirve al hombre sin preguntarse por quién es su Padre y
responderle a la pregunta por él. La Europa de la ciencia y de las tecnologías, la Europa
de la civilización y de la cultura, tiene que ser a la vez la Europa abierta a la
trascendencia y a la fraternidad con otros continentes, al Dios vivo y verdadero desde el
hombre vivo y verdadero. Esto es lo que la Iglesia desea aportar a Europa: velar por
Dios y velar por el hombre, desde la comprensión que de ambos se nos ofrece en
Jesucristo.
Queridos amigos, levantemos una mirada esperanzadora hacia todo lo que Dios nos ha
prometido y nos ofrece. Que Él nos dé su fortaleza, que aliente a esta Archidiócesis
compostelana, que vivifique la fe de sus hijos y los ayude a seguir fieles a su vocación
de sembrar y dar vigor al Evangelio, también en otras tierras.
Que Santiago, el amigo del Señor, alcance abundantes bendiciones para Galicia, para
los demás pueblos de España, de Europa y de tantos otros lugares allende los mares,
donde el Apóstol es signo de identidad cristiana y promotor del anuncio de Cristo.
Amen!

Consagración de la Basílica y el altar de la Sagrada Familia de Barcelona, 7 de


noviembre de 2010.
Amadísimos Hermanos y Hermanas en el Señor:

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«Hoy es un día consagrado a nuestro Dios; no hagáis duelo ni lloréis… El gozo en el
Señor es vuestra fortaleza» (Neh 8,9-11). Con estas palabras de la primera lectura que
hemos proclamado quiero saludaros a todos los que estáis aquí presentes participando
en esta celebración. Dirijo un afectuoso saludo a Sus Majestades los Reyes de España,
que han querido cordialmente acompañarnos. Vaya mi saludo agradecido al Señor
Cardenal Lluís Martínez Sistach, Arzobispo de Barcelona, por sus palabras de
bienvenida y su invitación para la dedicación de esta Iglesia de la Sagrada Familia,
admirable suma de técnica, de arte y de fe. Saludo igualmente al Cardenal Ricardo
María Carles Gordó, Arzobispo emérito de Barcelona, a los demás Señores Cardenales
y Hermanos en el Episcopado, en especial, al Obispo auxiliar de esta Iglesia particular,
así como a los numerosos sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos y fieles que
participan en esta solemne ceremonia. Asimismo, dirijo mi deferente saludo a las
Autoridades Nacionales, Autonómicas y Locales, así como a los miembros de otras
comunidades cristianas, que se unen a nuestra alegría y alabanza agradecida a Dios.
Este día es un punto significativo en una larga historia de ilusión, de trabajo y de
generosidad, que dura más de un siglo. En estos momentos, quisiera recordar a todos y a
cada uno de los que han hecho posible el gozo que a todos nos embarga hoy, desde los
promotores hasta los ejecutores de la obra; desde los arquitectos y albañiles de la
misma, a todos aquellos que han ofrecido, de una u otra forma, su inestimable
aportación para hacer posible la progresión de este edificio. Y recordamos, sobre todo,
al que fue alma y artífice de este proyecto: a Antoni Gaudí, arquitecto genial y cristiano
consecuente, con la antorcha de su fe ardiendo hasta el término de su vida, vivida en
dignidad y austeridad absoluta. Este acto es también, de algún modo, el punto cumbre y
la desembocadura de una historia de esta tierra catalana que, sobre todo desde finales
del siglo XIX, dio una pléyade de santos y de fundadores, de mártires y de poetas
cristianos. Historia de santidad, de creación artística y poética, nacidas de la fe, que hoy
recogemos y presentamos como ofrenda a Dios en esta Eucaristía.
La alegría que siento de poder presidir esta ceremonia se ha visto incrementada cuando
he sabido que este templo, desde sus orígenes, ha estado muy vinculado a la figura de
san José. Me ha conmovido especialmente la seguridad con la que Gaudí, ante las
innumerables dificultades que tuvo que afrontar, exclamaba lleno de confianza en la
divina Providencia: «San José acabará el templo». Por eso ahora, no deja de ser
significativo que sea dedicado por un Papa cuyo nombre de pila es José.
¿Qué hacemos al dedicar este templo? En el corazón del mundo, ante la mirada de Dios
y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de
materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia
humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a
cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que
es la Luz, la Altura y la Belleza misma.
En este recinto, Gaudí quiso unir la inspiración que le llegaba de los tres grandes libros
en los que se alimentaba como hombre, como creyente y como arquitecto: el libro de la
naturaleza, el libro de la Sagrada Escritura y el libro de la Liturgia. Así unió la realidad
del mundo y la historia de la salvación, tal como nos es narrada en la Biblia y
actualizada en la Liturgia. Introdujo piedras, árboles y vida humana dentro del templo,

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para que toda la creación convergiera en la alabanza divina, pero al mismo tiempo sacó
los retablos afuera, para poner ante los hombres el misterio de Dios revelado en el
nacimiento, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. De este modo, colaboró
genialmente a la edificación de la conciencia humana anclada en el mundo, abierta a
Dios, iluminada y santificada por Cristo. E hizo algo que es una de las tareas más
importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana,
entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de
las cosas y Dios como Belleza. Esto lo realizó Antoni Gaudí no con palabras sino con
piedras, trazos, planos y cumbres. Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre;
es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La
belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad,
invita a la libertad y arranca del egoísmo.
Hemos dedicado este espacio sagrado a Dios, que se nos ha revelado y entregado en
Cristo para ser definitivamente Dios con los hombres. La Palabra revelada, la
humanidad de Cristo y su Iglesia son las tres expresiones máximas de su manifestación
y entrega a los hombres. «Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro
cimiento que el ya puesto, que es Jesucristo» (1 Co 3,10-11), dice San Pablo en la
segunda lectura. El Señor Jesús es la piedra que soporta el peso del mundo, que
mantiene la cohesión de la Iglesia y que recoge en unidad final todas las conquistas de
la humanidad. En Él tenemos la Palabra y la presencia de Dios, y de Él recibe la Iglesia
su vida, su doctrina y su misión. La Iglesia no tiene consistencia por sí misma; está
llamada a ser signo e instrumento de Cristo, en pura docilidad a su autoridad y en total
servicio a su mandato. El único Cristo funda la única Iglesia; Él es la roca sobre la que
se cimienta nuestra fe. Apoyados en esa fe, busquemos juntos mostrar al mundo el
rostro de Dios, que es amor y el único que puede responder al anhelo de plenitud del
hombre. Ésa es la gran tarea, mostrar a todos que Dios es Dios de paz y no de violencia,
de libertad y no de coacción, de concordia y no de discordia. En este sentido, pienso que
la dedicación de este templo de la Sagrada Familia, en una época en la que el hombre
pretende edificar su vida de espaldas a Dios, como si ya no tuviera nada que decirle,
resulta un hecho de gran significado. Gaudí, con su obra, nos muestra que Dios es la
verdadera medida del hombre. Que el secreto de la auténtica originalidad está, como
decía él, en volver al origen que es Dios. Él mismo, abriendo así su espíritu a Dios ha
sido capaz de crear en esta ciudad un espacio de belleza, de fe y de esperanza, que lleva
al hombre al encuentro con quien es la Verdad y la Belleza misma. Así expresaba el
arquitecto sus sentimientos: «Un templo [es] la única cosa digna de representar el sentir
de un pueblo, ya que la religión es la cosa más elevada en el hombre».
Esa afirmación de Dios lleva consigo la suprema afirmación y tutela de la dignidad de
cada hombre y de todos los hombres: «¿No sabéis que sois templo de Dios?... El templo
de Dios es santo: ese templo sois vosotros» (1 Co 3,16-17). He aquí unidas la verdad y
dignidad de Dios con la verdad y la dignidad del hombre. Al consagrar el altar de este
templo, considerando a Cristo como su fundamento, estamos presentando ante el mundo
a Dios que es amigo de los hombres e invitando a los hombres a ser amigos de Dios.
Como enseña el caso de Zaqueo, del que se habla en el Evangelio de hoy (cf. Lc 19,1-
10), si el hombre deja entrar a Dios en su vida y en su mundo, si deja que Cristo viva en

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su corazón, no se arrepentirá, sino que experimentará la alegría de compartir su misma
vida siendo objeto de su amor infinito.
La iniciativa de este templo se debe a la Asociación de amigos de San José, quienes
quisieron dedicarlo a la Sagrada Familia de Nazaret. Desde siempre, el hogar formado
por Jesús, María y José ha sido considerado como escuela de amor, oración y trabajo.
Los patrocinadores de este templo querían mostrar al mundo el amor, el trabajo y el
servicio vividos ante Dios, tal como los vivió la Sagrada Familia de Nazaret. Las
condiciones de la vida han cambiado mucho y con ellas se ha avanzado enormemente en
ámbitos técnicos, sociales y culturales. No podemos contentarnos con estos progresos.
Junto a ellos deben estar siempre los progresos morales, como la atención, protección y
ayuda a la familia, ya que el amor generoso e indisoluble de un hombre y una mujer es
el marco eficaz y el fundamento de la vida humana en su gestación, en su
alumbramiento, en su crecimiento y en su término natural. Sólo donde existen el amor y
la fidelidad, nace y perdura la verdadera libertad. Por eso, la Iglesia aboga por
adecuadas medidas económicas y sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en
el trabajo su plena realización; para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio
y forman una familia sean decididamente apoyados por el Estado; para que se defienda
la vida de los hijos como sagrada e inviolable desde el momento de su concepción; para
que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente.
Por eso, la Iglesia se opone a todas las formas de negación de la vida humana y apoya
cuanto promueva el orden natural en el ámbito de la institución familiar.
Al contemplar admirado este recinto santo de asombrosa belleza, con tanta historia de
fe, pido a Dios que en esta tierra catalana se multipliquen y consoliden nuevos
testimonios de santidad, que presten al mundo el gran servicio que la Iglesia puede y
debe prestar a la humanidad: ser icono de la belleza divina, llama ardiente de caridad,
cauce para que el mundo crea en Aquel que Dios ha enviado (cf. Jn 6,29).
Queridos hermanos, al dedicar este espléndido templo, suplico igualmente al Señor de
nuestras vidas que de este altar, que ahora va a ser ungido con óleo santo y sobre el que
se consumará el sacrificio de amor de Cristo, brote un río constante de gracia y caridad
sobre esta ciudad de Barcelona y sus gentes, y sobre el mundo entero. Que estas aguas
fecundas llenen de fe y vitalidad apostólica a esta Iglesia archidiocesana, a sus pastores
y fieles.
Deseo, finalmente, confiar a la amorosa protección de la Madre de Dios, María
Santísima, Rosa de abril, Madre de la Merced, a todos los que estáis aquí, y a todos los
que con palabras y obras, silencio u oración, han hecho posible este milagro
arquitectónico. Que Ella presente también a su divino Hijo las alegrías y las penas de
todos los que lleguen a este lugar sagrado en el futuro, para que, como reza la Iglesia al
dedicar los templos, los pobres puedan encontrar misericordia, los oprimidos alcanzar la
libertad verdadera y todos los hombres se revistan de la dignidad de hijos de Dios.
Amén.

JMJ Madrid

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Encuentro con los Jóvenes Profesores Universitarios, 19 de agosto de 2011
Amigos todos:
Esperaba con ilusión este encuentro con vosotros, jóvenes profesores de las
universidades españolas, que prestáis una espléndida colaboración en la difusión de la
verdad, en circunstancias no siempre fáciles. Os saludo cordialmente y agradezco las
amables palabras de bienvenida, así como la música interpretada, que ha resonado de
forma maravillosa en este monasterio de gran belleza artística, testimonio elocuente
durante siglos de una vida de oración y estudio. En este emblemático lugar, razón y fe
se han fundido armónicamente en la austera piedra para modelar uno de los
monumentos más renombrados de España.
Saludo también con particular afecto a aquellos que en estos días habéis participado en
Ávila en el Congreso Mundial de Universidades Católicas, bajo el lema: “Identidad y
misión de la Universidad Católica”.
Al estar entre vosotros, me vienen a la mente mis primeros pasos como profesor en la
Universidad de Bonn. Cuando todavía se apreciaban las heridas de la guerra y eran
muchas las carencias materiales, todo lo suplía la ilusión por una actividad apasionante,
el trato con colegas de las diversas disciplinas y el deseo de responder a las inquietudes
últimas y fundamentales de los alumnos. Esta “universitas” que entonces viví, de
profesores y estudiantes que buscan juntos la verdad en todos los saberes, o como diría
Alfonso X el Sabio, ese “ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y
entendimiento de aprender los saberes” (Siete Partidas, partida II, tít. XXXI), clarifica el
sentido y hasta la definición de la Universidad.
En el lema de la presente Jornada Mundial de la Juventud: “Arraigados y edificados en
Cristo, firmes en la fe” (cf. Col 2, 7), podéis también encontrar luz para comprender
mejor vuestro ser y quehacer. En este sentido, y como ya escribí en el Mensaje a los
jóvenes como preparación para estos días, los términos “arraigados, edificados y
firmes” apuntan a fundamentos sólidos para la vida (cf. n. 2).
Pero, ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una sociedad
quebradiza e inestable? A veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea
hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que satisfagan la
demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que lo único que se debe
privilegiar en la presente coyuntura es la mera capacitación técnica. Ciertamente, cunde
en la actualidad esa visión utilitarista de la educación, también la universitaria,
difundida especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que
habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin
duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones que
constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato
se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos
de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se
aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder.
En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa
visión reduccionista y sesgada de lo humano.

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En efecto, la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca
la verdad propia de la persona humana. Por ello, no es casualidad que fuera la Iglesia
quien promoviera la institución universitaria, pues la fe cristiana nos habla de Cristo
como el Logos por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), y del ser humano creado a imagen
y semejanza de Dios. Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo lo creado y
contempla al hombre como una criatura que participa y puede llegar a reconocer esa
racionalidad. La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por
ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de
simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor.
He ahí vuestra importante y vital misión. Sois vosotros quienes tenéis el honor y la
responsabilidad de transmitir ese ideal universitario: un ideal que habéis recibido de
vuestros mayores, muchos de ellos humildes seguidores del Evangelio y que en cuanto
tales se han convertido en gigantes del espíritu. Debemos sentirnos sus continuadores en
una historia bien distinta de la suya, pero en la que las cuestiones esenciales del ser
humano siguen reclamando nuestra atención e impulsándonos hacia adelante. Con ellos
nos sentimos unidos a esa cadena de hombres y mujeres que se han entregado a
proponer y acreditar la fe ante la inteligencia de los hombres. Y el modo de hacerlo no
solo es enseñarlo, sino vivirlo, encarnarlo, como también el Logos se encarnó para
poner su morada entre nosotros. En este sentido, los jóvenes necesitan auténticos
maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo
escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas
convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la
verdad. La juventud es tiempo privilegiado para la búsqueda y el encuentro con la
verdad. Como ya dijo Platón: “Busca la verdad mientras eres joven, pues si no lo haces,
después se te escapará de entre las manos” (Parménides, 135d). Esta alta aspiración es la
más valiosa que podéis transmitir personal y vitalmente a vuestros estudiantes, y no
simplemente unas técnicas instrumentales y anónimas, o unos datos fríos, usados sólo
funcionalmente.
Por tanto, os animo encarecidamente a no perder nunca dicha sensibilidad e ilusión por
la verdad; a no olvidar que la enseñanza no es una escueta comunicación de contenidos,
sino una formación de jóvenes a quienes habéis de comprender y querer, en quienes
debéis suscitar esa sed de verdad que poseen en lo profundo y ese afán de superación.
Sed para ellos estímulo y fortaleza.
Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad
completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la
inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento
de algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos
racionalidad: pues “no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en
inteligencia y la inteligencia llena de amor” (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien
están unidos, también lo están conocimiento y amor. De esta unidad deriva la
coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo buen educador.
En segundo lugar, hay que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá
de nuestro alcance. Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del
todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva. En el ejercicio

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intelectual y docente, la humildad es asimismo una virtud indispensable, que protege de
la vanidad que cierra el acceso a la verdad. No debemos atraer a los estudiantes a
nosotros mismos, sino encaminarlos hacia esa verdad que todos buscamos. A esto os
ayudará el Señor, que os propone ser sencillos y eficaces como la sal, o como la
lámpara, que da luz sin hacer ruido (cf. Mt 5,13-15).
Todo esto nos invita a volver siempre la mirada a Cristo, en cuyo rostro resplandece la
Verdad que nos ilumina, pero que también es el Camino que lleva a la plenitud
perdurable, siendo Caminante junto a nosotros y sosteniéndonos con su amor.
Arraigados en Él, seréis buenos guías de nuestros jóvenes. Con esa esperanza, os pongo
bajo el amparo de la Virgen María, Trono de la Sabiduría, para que Ella os haga
colaboradores de su Hijo con una vida colmada de sentido para vosotros mismos y
fecunda en frutos, tanto de conocimiento como de fe, para vuestros alumnos. Muchas
gracias.

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Via Crucis con los Jóvenes 19 de agosto de 2011
Queridos jóvenes:
Con piedad y fervor hemos celebrado este Vía Crucis, acompañando a Cristo en su
Pasión y Muerte. Los comentarios de las Hermanitas de la Cruz, que sirven a los más
pobres y menesterosos, nos han facilitado adentrarnos en el misterio de la Cruz gloriosa
de Cristo, que contiene la verdadera sabiduría de Dios, la que juzga al mundo y a los
que se creen sabios (cf. 1 Co 1,17-19). También nos ha ayudado en este itinerario hacia
el Calvario la contemplación de estas extraordinarias imágenes del patrimonio religioso
de las diócesis españolas. Son imágenes donde la fe y el arte se armonizan para llegar al
corazón del hombre e invitarle a la conversión. Cuando la mirada de la fe es limpia y
auténtica, la belleza se pone a su servicio y es capaz de representar los misterios de
nuestra salvación hasta conmovernos profundamente y transformar nuestro corazón,
como sucedió a Santa Teresa de Jesús al contemplar una imagen de Cristo muy llagado
(cf. Libro de la vida, 9,1).
Mientras avanzábamos con Jesús, hasta llegar a la cima de su entrega en el Calvario,
nos venían a la mente las palabras de san Pablo: «Cristo me amó y se entregó por mí»
(Gál 2,20). Ante un amor tan desinteresado, llenos de estupor y gratitud, nos
preguntamos ahora: ¿Qué haremos nosotros por él? ¿Qué respuesta le daremos? San
Juan lo dice claramente: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por
nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). La
pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo,
con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes.
Al contrario, se hizo uno de nosotros «para poder compadecer Él mismo con el hombre,
de modo muy real, en carne y sangre… Por eso, en cada pena humana ha entrado uno
que comparte el sufrir y padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el
consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza» (Spe
salvi, 39).
Queridos jóvenes, que el amor de Cristo por nosotros aumente vuestra alegría y os
aliente a estar cerca de los menos favorecidos. Vosotros, que sois muy sensibles a la
idea de compartir la vida con los demás, no paséis de largo ante el sufrimiento humano,
donde Dios os espera para que entreguéis lo mejor de vosotros mismos: vuestra
capacidad de amar y de compadecer. Las diversas formas de sufrimiento que, a lo largo
del Vía Crucis, han desfilado ante nuestros ojos son llamadas del Señor para edificar
nuestras vidas siguiendo sus huellas y hacer de nosotros signos de su consuelo y
salvación. «Sufrir con el otro, por los otros, sufrir por amor de la verdad y de la justicia;
sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente,
son elementos fundamentales de la humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre
mismo» (ibid.).
Que sepamos acoger estas lecciones y llevarlas a la práctica. Miremos para ello a Cristo,
colgado en el áspero madero, y pidámosle que nos enseñe esta sabiduría misteriosa de la
cruz, gracias a la cual el hombre vive. La cruz no fue el desenlace de un fracaso, sino el
modo de expresar la entrega amorosa que llega hasta la donación más inmensa de la
propia vida. El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por
amor. La cruz en su forma y significado representa ese amor del Padre y de Cristo a los

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hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar
lo que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza
al mundo.
Volvamos ahora nuestros ojos a la Virgen María, que en el Calvario nos fue entregada
como Madre, y supliquémosle que nos sostenga con su amorosa protección en el camino
de la vida, en particular cuando pasemos por la noche del dolor, para que alcancemos a
mantenernos como Ella firmes al pie de la cruz. Muchas gracias.

Doctorado de San Juan de Ávila


Homilia 7 de octubre de 2012
Con esta solemne concelebración inauguramos la XIII Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos, que tiene como tema: La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana. Esta temática responde a una orientación programática
para la vida de la Iglesia, la de todos sus miembros, las familias, las comunidades, la de
sus instituciones. Dicha perspectiva se refuerza por la coincidencia con el comienzo del
Año de la fe, que tendrá lugar el próximo jueves 11 de octubre, en el 50 aniversario de
la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. Doy mi cordial bienvenida, llena de
reconocimiento, a los que habéis venido a formar parte de esta Asamblea sinodal, en
particular al Secretario general del Sínodo de los Obispos y a sus colaboradores. Hago
extensivo mi saludo a los delegados fraternos de otras Iglesias y Comunidades
Eclesiales, y a todos los presentes, invitándolos a acompañar con la oración cotidiana
los trabajos que desarrollaremos en las próximas tres semanas.
Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrecen dos
puntos principales de reflexión: el primero sobre el matrimonio, que retomaré más
adelante; el segundo sobre Jesucristo, que abordo a continuación. No tenemos el tiempo
para comentar el pasaje de la carta a los Hebreos, pero debemos, al comienzo de esta
Asamblea sinodal, acoger la invitación a fijar los ojos en el Señor Jesús, «coronado de
gloria y honor por su pasión y muerte» (Hb 2,9). La Palabra de Dios nos pone ante el
crucificado glorioso, de modo que toda nuestra vida, y en concreto la tarea de esta
asamblea sinodal, se lleve a cabo en su presencia y a la luz de su misterio. La
evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y último a
Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1); y el crucifijo es por excelencia el signo
distintivo de quien anuncia el Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la
conversión y a la reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros
en tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su gracia.
Quisiera ahora reflexionar brevemente sobre la «nueva evangelización», relacionándola
con la evangelización ordinaria y con la misión ad gentes. La Iglesia existe para
evangelizar. Fieles al mandato del Señor Jesucristo, sus discípulos fueron por el mundo
entero para anunciar la Buena Noticia, fundando por todas partes las comunidades
cristianas. Con el tiempo, estas han llegado a ser Iglesias bien organizadas con
numerosos fieles. En determinados periodos históricos, la divina Providencia ha
suscitado un renovado dinamismo de la actividad evangelizadora de la Iglesia. Basta

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pensar en la evangelización de los pueblos anglosajones y eslavos, o en la transmisión
del Evangelio en el continente americano, y más tarde los distintos periodos misioneros
en los pueblos de África, Asía y Oceanía. Sobre este trasfondo dinámico, me agrada
mirar también a las dos figuras luminosas que acabo de proclamar Doctores de la
Iglesia: san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen. También en nuestro tiempo el
Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia un nuevo impulso para anunciar la Buena
Noticia, un dinamismo espiritual y pastoral que ha encontrado su expresión más
universal y su impulso más autorizado en el Concilio Ecuménico Vaticano II. Este
renovado dinamismo de evangelización produce un influjo beneficioso sobre las dos
«ramas» especificas que se desarrollan a partir de ella, es decir, por una parte, la missio
ad gentes, esto es el anuncio del Evangelio a aquellos que aun no conocen a Jesucristo y
su mensaje de salvación; y, por otra parte, la nueva evangelización, orientada
principalmente a las personas que, aun estando bautizadas, se han alejado de la Iglesia,
y viven sin tener en cuenta la praxis cristiana. La Asamblea sinodal que hoy se abre esta
dedicada a esta nueva evangelización, para favorecer en estas personas un nuevo
encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra
existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que trae alegría
y esperanza a la vida personal, familiar y social. Obviamente, esa orientación particular
no debe disminuir el impulso misionero, en sentido propio, ni la actividad ordinaria de
evangelización en nuestras comunidades cristianas. En efecto, los tres aspectos de la
única realidad de evangelización se completan y fecundan mutuamente.
El tema del matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera lectura, merece en
este sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede resumir en
la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: «Por
eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola
carne» (Gn 1,24, Mc 10,7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos invita a
ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no del todo valorizada: que
el matrimonio constituye en sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo
actual, en particular para el mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser
«una sola carne» en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que habla
de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a ser mayor, porque,
lamentablemente y por varias causas, el matrimonio, precisamente en las regiones de
antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio
está unido a la fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e
indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha
amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la verdad de esta
afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de tantos matrimonios que
desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la
fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo,
el matrimonio está llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización.
Esto se realiza ya en muchas experiencias, vinculadas a comunidades y movimientos,
pero se está realizando cada vez más también en el tejido de las diócesis y de las
parroquias, como ha demostrado el reciente Encuentro Mundial de las Familias.
Una de las ideas clave del renovado impulso que el Concilio Vaticano II ha dado a la
evangelización es la de la llamada universal a la santidad, que como tal concierne a

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todos los cristianos (cf. Const. Lumen gentium, 39-42). Los santos son los verdaderos
protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones. Ellos son, también de
forma particular, los pioneros y los que impulsan la nueva evangelización: con su
intercesión y el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del Espíritu Santo, muestran
la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a las personas indiferentes o
incluso hostiles, e invitan a los creyentes tibios, por decirlo así, a que con alegría vivan
de fe, esperanza y caridad, a que descubran el «gusto» por la Palabra de Dios y los
sacramentos, en particular por el pan de vida, la eucaristía. Santos y santas florecen
entre los generosos misioneros que anuncian la buena noticia a los no cristianos,
tradicionalmente en los países de misión y actualmente en todos los lugares donde viven
personas no cristianas. La santidad no conoce barreras culturales, sociales, políticas,
religiosas. Su lenguaje – el del amor y la verdad – es comprensible a todos los hombres
de buena voluntad y los acerca a Jesucristo, fuente inagotable de vida nueva.
A este respecto, nos paramos un momento para admirar a los dos santos que hoy han
sido agregados al grupo escogido de los doctores de la Iglesia. San Juan de Ávila vivió
en el siglo XVI. Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un
ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de
la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración
constante con la acción apostólica. Se dedicó a la predicación y al incremento de la
práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los
candidatos al sacerdocio, de los religiosos y los laicos, con vistas a una fecunda reforma
de la Iglesia.
Santa Hildegarda de Bilden, importante figura femenina del siglo XII, ofreció una
preciosa contribución al crecimiento de la Iglesia de su tiempo, valorizando los dones
recibidos de Dios y mostrándose una mujer de viva inteligencia, profunda sensibilidad y
reconocida autoridad espiritual. El Señor la dotó de espíritu profético y de intensa
capacidad para discernir los signos de los tiempos. Hildegarda alimentaba un gran amor
por la creación, cultivó la medicina, la poesía y la música. Sobre todo conservó siempre
un amor grande y fiel por Cristo y su Iglesia.
La mirada sobre el ideal de la vida cristiana, expresado en la llamada a la santidad, nos
impulsa a mirar con humildad la fragilidad de tantos cristianos, más aun, su pecado,
personal y comunitario, que representa un gran obstáculo para la evangelización, y a
reconocer la fuerza de Dios que, en la fe, viene al encuentro de la debilidad humana. Por
tanto, no se puede hablar de la nueva evangelización sin una disposición sincera de
conversión. Dejarse reconciliar con Dios y con el prójimo (cf. 2 Cor 5,20) es la vía
maestra de la nueva evangelización. Únicamente purificados, los cristianos podrán
encontrar el legítimo orgullo de su dignidad de hijos de Dios, creados a su imagen y
redimidos con la sangre preciosa de Jesucristo, y experimentar su alegría para
compartirla con todos, con los de cerca y los de lejos.
Queridos hermanos y hermanas, encomendemos a Dios los trabajos de la Asamblea
sinodal con el sentimiento vivo de la comunión de los santos, invocando la particular
intercesión de los grandes evangelizadores, entre los cuales queremos contar con gran
afecto al beato Papa Juan Pablo II, cuyo largo pontificado ha sido también ejemplo de
nueva evangelización. Nos ponemos bajo la protección de la bienaventurada Virgen

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María, Estrella de la nueva evangelización. Con ella invocamos una especial efusión del
Espíritu Santo, que ilumine desde lo alto la Asamblea sinodal y la haga fructífera para el
camino de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo. Amen.

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CARTA APOSTÓLICA
San Juan de Ávila, sacerdote diocesano,
proclamado Doctor de la Iglesia universal
BENEDICTO PP. XVI
Ad perpetuam rei memoriam.

1. Caritas Christi urget nos (2 Co 5, 14). El amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús,
es la clave de la experiencia personal y de la doctrina del Santo Maestro Juan de Ávila,
un «predicador evangélico», anclado siempre en la Sagrada Escritura, apasionado por la
verdad y referente cualificado para la «Nueva Evangelización».
La primacía de la gracia que impulsa al buen obrar, la promoción de una espiritualidad
de la confianza y la llamada universal a la santidad vivida como respuesta al amor de
Dios, son puntos centrales de la enseñanza de este presbítero diocesano que dedicó su
vida al ejercicio de su ministerio sacerdotal.
El 4 de marzo de 1538, el Papa Pablo III expidió la Bula Altitudo Divinae Providentiae,
dirigida a Juan de Ávila, autorizándole la fundación de la Universidad de Baeza (Jaén),
en la que lo define como «praedicatorem insignem Verbi Dei». El 14 de marzo de 1565
Pío iv expedía una Bula confirmatoria de las facultades concedidas a dicha Universidad
en 1538, en la que le califica como «Magistrum in theologia et verbi Dei praedicatorem
insignem» (cf. Biatiensis Universitas, 1968). Sus contemporáneos no dudaban en
llamarlo «Maestro», título con el que figura desde 1538, y el Papa Pablo VI, en la
homilía de su canonización, el 31 de mayo de 1970, resaltó su figura y doctrina
sacerdotal excelsa, lo propuso como modelo de predicación y de dirección de almas, lo
calificó de paladín de la reforma eclesiástica y destacó su continuada influencia
histórica hasta la actualidad.
2. Juan de Ávila vivió en la primera amplia mitad del siglo XVI. Nació el 6 de enero de
1499 ó 1500, en Almodóvar del Campo (Ciudad Real, diócesis de Toledo), hijo único
de Alonso Ávila y de Catalina Gijón, unos padres muy cristianos y en elevada posición
económica y social. A los 14 años lo llevaron a estudiar Leyes a la prestigiosa
Universidad de Salamanca; pero abandonó estos estudios al concluir el cuarto curso
porque, a causa de una experiencia muy profunda de conversión, decidió regresar al
domicilio familiar para dedicarse a reflexionar y orar.
Con el propósito de hacerse sacerdote, en 1520 fue a estudiar Artes y Teología a la
Universidad de Alcalá de Henares, abierta a las grandes escuelas teológicas del tiempo y
a la corriente del humanismo renacentista. En 1526, recibió la ordenación presbiteral y
celebró la primera Misa solemne en la parroquia de su pueblo y, con el propósito de
marchar como misionero a las Indias, decidió repartir su cuantiosa herencia entre los
más necesitados. Después, de acuerdo con el que había de ser primer Obispo de
Tlaxcala, en Nueva España (México), fue a Sevilla para esperar el momento de
embarcar hacia el Nuevo Mundo.

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Mientras se preparaba el viaje, se dedicó a predicar en la ciudad y en las localidades
cercanas. Allí se encontró con el venerable Siervo de Dios Fernando de Contreras,
doctor en Alcalá y prestigioso catequista. Éste, entusiasmado por el testimonio de vida y
la oratoria del joven sacerdote San Juan, consiguió que el arzobispo hispalense le hiciera
desistir de su idea de ir a América para quedarse en Andalucía y permaneció en Sevilla,
compartiendo casa, pobreza y vida de oración con Contreras y, a la vez que se dedicaba
a la predicación y a la dirección espiritual, continuó estudios de Teología en el Colegio
de Santo Tomás, donde tal vez obtuvo el título de Maestro.
Sin embargo en 1531, a causa de una predicación suya mal entendida, fue encarcelado.
En la cárcel comenzó a escribir la primera versión del Audi, filia. Durante estos años
recibió la gracia de penetrar con singular profundidad en el misterio del amor de Dios y
el gran beneficio hecho a la humanidad por Jesucristo nuestro Redentor. En adelante
será éste el eje de su vida espiritual y el tema central de su predicación.
Emitida la sentencia absolutoria en 1533, continuó predicando con notable éxito ante el
pueblo y las autoridades, pero prefirió trasladarse a Córdoba, incardinándose en esta
diócesis. Poco después, en 1536, le llamó para su consejo el arzobispo de Granada
donde, además de continuar su obra de evangelización, completó sus estudios en esa
Universidad.
Buen conocedor de su tiempo y con óptima formación académica, Juan de Ávila fue un
destacado teólogo y un verdadero humanista. Propuso la creación de un Tribunal
Internacional de arbitraje para evitar las guerras y fue incluso capaz de inventar y
patentar algunas obras de ingeniería. Pero, viviendo muy pobremente, centró su
actividad en alentar la vida cristiana de cuantos escuchaban complacidos sus sermones y
le seguían por doquier. Especialmente preocupado por la educación y la instrucción de
los niños y los jóvenes, sobre todo de los que se preparaban para el sacerdocio, fundó
varios Colegios menores y mayores que, después de Trento, habrían de convertirse en
Seminarios conciliares. Fundó asimismo la Universidad de Baeza (Jaén), destacado
referente durante siglos para la cualificada formación de clérigos y seglares.
Después de recorrer Andalucía y otras regiones del centro y oeste de España predicando
y orando, ya enfermo, en 1554 se retiró definitivamente a una sencilla casa en Montilla
(Córdoba), donde ejerció su apostolado perfilando algunas de sus obras y a través de
abundante correspondencia. El arzobispo de Granada quiso llevarlo como asesor
teólogo en las dos últimas sesiones del concilio de Trento; al no poder viajar por falta de
salud redactó los Memoriales que influyeron en esa reunión eclesial.
Acompañado por sus discípulos y amigos y aquejado de fortísimos dolores, con un
Crucifijo entre las manos, entregó su alma al Señor en su humilde casa de Montilla en la
mañana del 10 de mayo de 1569.
3. Juan de Ávila fue contemporáneo, amigo y consejero de grandes santos y uno de los
maestros espirituales más prestigiosos y consultados de su tiempo.
San Ignacio de Loyola, que le tenía gran aprecio, deseó vivamente que entrara en la
naciente Compañía de Jesús; no sucedió así, pero el Maestro orientó hacia ella una
treintena de sus mejores discípulos. Juan Ciudad, después San Juan de Dios, fundador
de la Orden Hospitalaria, se convirtió escuchando al Santo Maestro y desde entonces se

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acogió a su guía espiritual. El muy noble San Francisco de Borja, otro gran convertido
por mediación del Padre Ávila, que llegó a ser Prepósito general de la Compañía de
Jesús. Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, difundió en sus diócesis y
por todo el Levante español su método catequístico. Otros conocidos suyos fueron San
Pedro de Alcántara, provincial de los Franciscanos y reformador de la Orden; San Juan
de Ribera, obispo de Badajoz, que le pidió predicadores para renovar su diócesis y,
arzobispo de Valencia después, tenía en su biblioteca un manuscrito con 82 sermones
suyos; Teresa de Jesús, hoy Doctora de la Iglesia, que padeció grandes trabajos hasta
que pudo hacer llegar al Maestro el manuscrito de su Vida; San Juan de la Cruz,
también Doctor de la Iglesia, que conectó con sus discípulos de Baeza y le facilitaron la
reforma del Carmelo masculino; el Beato Bartolomé de los Mártires, que por amigos
comunes conoció su vida y santidad y algunos más que reconocieron la autoridad moral
y espiritual del Maestro.
4. Aunque el «Padre Maestro Ávila» fue, ante todo, un predicador, no dejó de hacer
magistral uso de su pluma para exponer sus enseñanzas. Es más, su influjo y memoria
posterior, hasta nuestros días, están estrechamente vinculados no sólo con el testimonio
de su persona y de su vida, sino con sus escritos, tan distintos entre sí.
Su obra principal, el Audi, filia, un clásico de la espiritualidad, es el tratado más
sistemático, amplio y completo, cuya edición definitiva preparó su autor en los últimos
años de vida. El Catecismo o Doctrina cristiana, única obra que hizo imprimir en vida
(1554), es una síntesis pedagógica, para niños y mayores, de los contenidos de la fe. El
Tratado del amor de Dios, una joya literaria y de contenido, refleja con qué profundidad
le fue dado penetrar en el misterio de Cristo, el Verbo encarnado y redentor. El Tratado
sobre el sacerdocio es un breve compendio que se completa con las pláticas, sermones e
incluso cartas. Cuenta también con otros escritos menores, que consisten en
orientaciones o Avisos para la vida espiritual. Los Tratados de Reforma están
relacionados con el concilio de Trento y con los sínodos provinciales que lo aplicaron, y
apuntan muy certeramente a la renovación personal y eclesial. Los Sermones y Pláticas,
igual que el Epistolario, son escritos que abarcan todo el arco litúrgico y la amplia
cronología de su ministerio sacerdotal. Los comentarios bíblicos —de la Carta a los
Gálatas a la Primera carta de Juan y otros— son exposiciones sistemáticas de notable
profundidad bíblica y de gran valor pastoral.
Todas estas obras ofrecen contenidos muy profundos, presentan un evidente enfoque
pedagógico en el uso de imágenes y ejemplos y dejan entrever las circunstancias
sociológicas y eclesiales del momento. El tono es de suma confianza en el amor de
Dios, llamando a la persona a la perfección de la caridad. Su lenguaje es el castellano
clásico y sobrio de su tierra manchega de origen, mezclado a veces con la imaginación y
el calor meridional, ambiente en que transcurrió la mayor parte de su vida apostólica.
Atento a captar lo que el Espíritu inspiraba a la Iglesia en una época compleja y
convulsa de cambios culturales, de variadas corrientes humanísticas, de búsqueda de
nuevas vías de espiritualidad, clarificó criterios y conceptos.
5. En sus enseñanzas el Maestro Juan de Ávila aludía constantemente al bautismo y a la
redención para impulsar a la santidad, y explicaba que la vida espiritual cristiana, que es
participación en la vida trinitaria, parte de la fe en Dios Amor, se basa en la bondad y

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misericordia divina expresada en los méritos de Cristo y está toda ella movida por el
Espíritu; es decir, por el amor a Dios y a los hermanos. «Ensanche vuestra merced su
pequeño corazón en aquella inmensidad de amor con que el Padre nos dio a su Hijo, y
con Él nos dio a sí mismo, y al Espíritu Santo y todas las cosas» (Carta 160), escribe. Y
también: «Vuestros prójimos son cosa que a Jesucristo toca» (Ib. 62), por esto, «la
prueba del perfecto amor de nuestro Señor es el perfecto amor del prójimo» (Ib. 103).
Manifiesta también gran aprecio a las cosas creadas, ordenándolas en la perspectiva del
amor.
Al ser templos de la Trinidad, alienta en nosotros la misma vida de Dios y el corazón se
va unificando, como proceso de unión con Dios y con los hermanos. El camino del
corazón es camino de sencillez, de bondad, de amor, de actitud filial. Esta vida según el
Espíritu es marcadamente eclesial, en el sentido de expresar el desposorio de Cristo con
su Iglesia, tema central del Audi, filia. Y es también mariana: la configuración con
Cristo, bajo la acción del Espíritu Santo, es un proceso de virtudes y dones que mira a
María como modelo y como madre. La dimensión misionera de la espiritualidad, como
derivación de la dimensión eclesial y mariana, es evidente en los escritos del Maestro
Ávila, que invita al celo apostólico a partir de la contemplación y de una mayor entrega
a la santidad. Aconseja tener devoción a los santos, porque nos manifiestan a todos «un
grande Amigo, que es Dios, el cual nos tiene presos los corazones en su amor [...] y Él
nos manda que tengamos otros muchos amigos, que son sus santos» (Carta 222).
6. Si el Maestro Ávila es pionero en afirmar la llamada universal a la santidad, resulta
también un eslabón imprescindible en el proceso histórico de sistematización de la
doctrina sobre el sacerdocio. A lo largo de los siglos sus escritos han sido fuente de
inspiración para la espiritualidad sacerdotal y se le puede considerar como el promotor
del movimiento místico entre los presbíteros seculares. Su influencia se detecta en
muchos autores espirituales posteriores.
La afirmación central del Maestro Ávila es que los sacerdotes, «en la misa nos ponemos
en el altar en persona de Cristo a hacer el oficio del mismo Redentor» (Carta 157), y que
actuar in persona Christi supone encarnar, con humildad, el amor paterno y materno de
Dios. Todo ello requiere unas condiciones de vida, como son frecuentar la Palabra y la
Eucaristía, tener espíritu de pobreza, ir al púlpito «templado», es decir, habiéndose
preparado con el estudio y con la oración, y amar a la Iglesia, porque es esposa de
Jesucristo.
La búsqueda y creación de medios para mejor formar a los aspirantes al sacerdocio, la
exigencia de mayor santidad del clero y la necesaria reforma en la vida eclesial
constituyen la preocupación más honda y continuada del Santo Maestro. La santidad del
clero es imprescindible para reformar a la Iglesia. Se imponía, pues, la selección y la
adecuada formación de los que aspiraban al sacerdocio. Como solución propuso crear
seminarios y llegó a insinuar la conveniencia de un colegio especial para que se
preparasen en el estudio de la Sagrada Escritura. Estas propuestas alcanzaron a toda la
Iglesia.
Por su parte, la fundación de la Universidad de Baeza, en la que puso todo su interés y
entusiasmo, constituyó una de sus aspiraciones más logradas, porque llegó a
proporcionar una óptima formación inicial y continuada a los clérigos, teniendo muy en

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cuenta el estudio de la llamada «teología positiva» con orientación pastoral, y dio origen
a una escuela sacerdotal que prosperó durante siglos.
7. Dada su indudable y creciente fama de santidad, la Causa de beatificación y
canonización del Maestro Juan de Ávila se inició en la archidiócesis de Toledo, en
1623. Se interrogó pronto a los testigos en Almodóvar del Campo y Montilla, lugares
del nacimiento y muerte del Siervo de Dios, y en Córdoba, Granada, Jaén, Baeza y
Andújar. Pero por diversos problemas la Causa quedó interrumpida hasta 1731, en que
el arzobispo de Toledo envió a Roma los procesos informativos ya realizados. Por
decreto de 3 de abril de 1742 el Papa Benedicto XIV aprobó los escritos y elogió la
doctrina del Maestro Ávila, y el 8 de febrero de 1759 Clemente XIII declaró que había
ejercitado las virtudes en grado heroico. La beatificación tuvo lugar, por el Papa León
XIII, el 6 de abril de 1894 y la canonización, por el Papa Pablo VI, el 31 de mayo de
1970. Dada la relevancia de su figura sacerdotal, en 1946 Pío XII lo nombró Patrono del
clero secular de España.
El título de «Maestro» con el que durante su vida, y a lo largo de los siglos, ha sido
conocido San Juan de Ávila motivó que a raíz de su canonización se planteara la
posibilidad del Doctorado. Así, a instancias del cardenal Don Benjamín de Arriba y
Castro, arzobispo de Tarragona, la XII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal
Española (julio 1970) acordó solicitar a la Santa Sede su declaración de Doctor de la
Iglesia Universal. Siguieron numerosas instancias, particularmente con motivo del XXV
Aniversario de su Canonización (1995) y del v Centenario de su nacimiento (1999).
La declaración de Doctor de la Iglesia Universal de un santo supone el reconocimiento
de un carisma de sabiduría conferido por el Espíritu Santo para bien de la Iglesia y
comprobado por la influencia benéfica de su enseñanza en el pueblo de Dios, hechos
bien evidentes en la persona y en la obra de San Juan de Ávila. Éste fue solicitado muy
frecuentemente por sus contemporáneos como Maestro de teología, discernidor de
espíritus y director espiritual. A él acudieron en búsqueda de ayuda y orientación
grandes santos y reconocidos pecadores, sabios e ignorantes, pobres y ricos, y a su fama
de consejero se unió tanto su activa intervención en destacadas conversiones como su
cotidiana acción para mejorar la vida de fe y la comprensión del mensaje cristiano de
cuantos acudían solícitos a escuchar su enseñanza. También los obispos y religiosos
doctos y bien preparados se dirigieron a él como consejero, predicador y teólogo,
ejerciendo notable influencia en quienes lo trataron y en los ambientes que frecuentó.
8. El Maestro Ávila no ejerció como profesor en las Universidades, aunque sí fue
organizador y primer Rector de la Universidad de Baeza. No explicó teología en una
cátedra, pero sí dio lecciones de Sagrada Escritura a seglares, religiosos y clérigos.
No elaboró nunca una síntesis sistemática de su enseñanza teológica, pero su teología es
orante y sapiencial. En el Memorial ii al concilio de Trento da dos razones para vincular
la teología y la oración: la santidad de la ciencia teológica y el provecho y edificación
de la Iglesia. Como verdadero humanista y buen conocedor de la realidad, la suya es
también una teología cercana a la vida, que responde a las cuestiones planteadas en el
momento y lo hace de modo didáctico y comprensible.

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La enseñanza de Juan de Ávila destaca por su excelencia y precisión y por su extensión
y profundidad, fruto de un estudio metódico, de contemplación y por medio de una
profunda experiencia de las realidades sobrenaturales. Además su rico epistolario bien
pronto contó con traducciones italianas, francesas e inglesas.
Es muy de notar su profundo conocimiento de la Biblia, que él deseaba ver en manos de
todos, por lo que no dudó en explicarla tanto en su predicación cotidiana como
ofreciendo lecciones sobre determinados Libros sagrados. Solía cotejar las versiones y
analizar los sentidos literal y espiritual; conocía los comentarios patrísticos más
importantes y estaba convencido de que para recibir adecuadamente la revelación era
necesario el estudio y la oración, y que se penetrara en su sentido con ayuda de la
tradición y del magisterio. Del Antiguo Testamento cita sobre todo los Salmos, Isaías y
el Cantar de los cantares. Del Nuevo, el apóstol Juan y San Pablo que es, sin duda, el
más recurrido. «Copia fiel de San Pablo», lo llamó el Papa Pablo VI en la bula de su
canonización.
9. La doctrina del Maestro Juan de Ávila posee, sin duda, un mensaje seguro y
duradero, y es capaz de contribuir a confirmar y profundizar el depósito de la fe,
iluminando incluso nuevas prospectivas doctrinales y de vida. Atendiendo al magisterio
pontificio, resulta evidente su actualidad, lo cual prueba que su eminens doctrina
constituye un verdadero carisma, don del Espíritu Santo a la Iglesia de ayer y de hoy.
La primacía de Cristo y de la gracia que, en términos de amor de Dios, atraviesa toda la
enseñanza del Maestro Ávila, es una de las dimensiones subrayadas tanto por la teología
como por la espiritualidad actual, de lo cual se derivan consecuencias también para la
pastoral, tal como Nos hemos subrayado en la encíclica Deus caritas est. La confianza,
basada en la afirmación y la experiencia del amor de Dios y de la bondad y misericordia
divinas, ha sido propuesta también en el reciente magisterio pontificio, como en la
encíclica Dives in misericordia y en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in
Europa, que es una verdadera proclamación del Evangelio de la esperanza, como
también hemos pretendido en la encíclica Spe salvi. Y cuando en la carta apostólica
Ubicumque et semper, con la que acabamos de instituir el Pontificio Consejo para
promover la Nueva Evangelización, decimos: «Para proclamar de modo fecundo la
Palabra del Evangelio se requiere ante todo hacer una experiencia profunda de Dios»,
emerge la figura serena y humilde de este «predicador evangélico» cuya eminente
doctrina es de plena actualidad.
10. En 2002, la Conferencia Episcopal Española tuvo noticia de que el Studio
riassuntivo sull’eminente dottrina ravvisata nelle opere di San Giovanni d’Avila, de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, concluía de modo netamente afirmativo, y en
2003 un buen número de Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos, Presidentes de
Conferencias Episcopales, Superiores Generales de Institutos de vida consagrada,
Responsables de Asociaciones y Movimientos eclesiales, Universidades y otras
instituciones, y personas particulares significativas, se unieron a la súplica de la
Conferencia Episcopal Española por medio de Cartas Postulatorias que manifestaban al
Papa Juan Pablo II el interés y la oportunidad del Doctorado de San Juan de Ávila.
Retornado el expediente a la Congregación de las Causas de los Santos y nombrado un
Relator para esta Causa, fue necesario elaborar la correspondiente Positio. Concluido

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este trabajo, el Presidente y el Secretario de la Conferencia Episcopal Española junto
con el Presidente de la Junta Pro Doctorado y la Postuladora de la Causa firmaron, el 10
de diciembre de 2009, la definitiva Súplica (Supplex libellus) del Doctorado para el
Maestro Juan de Ávila. El 18 de diciembre de 2010 tuvo lugar el Congreso Peculiar de
Consultores Teólogos de dicha Congregación, en orden al Doctorado del Santo Maestro.
Los votos fueron afirmativos. El 3 de mayo de 2011, la Sesión Plenaria de Cardenales y
Obispos miembros de la Congregación decidió, con voto también unánimemente
afirmativo, proponernos la declaración de San Juan de Ávila, si así lo deseábamos,
como Doctor de la Iglesia universal. El día 20 de agosto de 2011, en Madrid, durante la
Jornada Mundial de la Juventud, anunciamos al Pueblo de Dios que, «declararé
próximamente a San Juan de Ávila, presbítero, Doctor de la Iglesia universal». Y el día
27 de mayo de 2012, domingo de Pentecostés, tuvimos el gozo de decir en la Plaza de
San Pedro del Vaticano a la multitud de peregrinos de todo el mundo allí reunidos: «El
Espíritu que ha hablado por medio de los profetas, con los dones de la sabiduría y de la
ciencia continúa inspirando mujeres y hombres que se empeñan en la búsqueda de la
verdad, proponiendo vías originales de conocimiento y de profundización del misterio
de Dios, del hombre y del mundo. En este contexto tengo la alegría de anunciarles que
el próximo 7 de octubre, en el inicio de la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los
Obispos, proclamaré a san Juan de Ávila y a santa Hildegarda de Bingen, doctores de la
Iglesia universal [...] La santidad de la vida y la profundidad de la doctrina los vuelve
perennemente actuales: la gracia del Espíritu Santo, de hecho los proyectó en esa
experiencia de penetrante comprensión de la revelación divina y diálogo inteligente con
el mundo, que constituyen el horizonte permanente de la vida y de la acción de la
Iglesia. Sobre todo, a la luz del proyecto de una nueva evangelización a la cual será
dedicada la mencionada Asamblea del Sínodo de los Obispos, y en la vigilia del Año de
la Fe, estas dos figuras de santos y doctores serán de gran importancia y actualidad».
Por lo tanto hoy, con la ayuda de Dios y la aprobación de toda la Iglesia, esto se ha
realizado. En la plaza de San Pedro, en presencia de muchos cardenales y prelados de la
Curia Romana y de la Iglesia católica, confirmando lo que se ha realizado y
satisfaciendo con gran gusto los deseos de los suplicantes, durante el sacrificio
Eucarístico hemos pronunciado estas palabras:
«Nosotros, acogiendo el deseo de muchos hermanos en el episcopado y de muchos
fieles del mundo entero, tras haber tenido el parecer de la Congregación para las Causas
de los Santos, tras haber reflexionado largamente y habiendo llegado a un pleno y
seguro convencimiento, con la plenitud de la autoridad apostólica declaramos a san Juan
de Ávila, sacerdote diocesano, y santa Hildegarda de Bingen, monja profesa de la Orden
de San Benito, Doctores de la Iglesia universal, en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo».
Esto decretamos y ordenamos, estableciendo que esta carta sea y permanezca siempre
cierta, válida y eficaz, y que surta y obtenga sus efectos plenos e íntegros; y así
convenientemente se juzgue y se defina; y sea vano y sin fundamento cuanto al respecto
diversamente intente nadie con cualquier autoridad, conscientemente o por ignorancia.
Dado en Roma, en San Pedro, con el sello del Pescador, el 7 de octubre de 2012, año
octavo de Nuestro Pontificado.

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BENEDICTO PP. XVI

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