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CARIDAD

FRATERNA
CONSTITUCIONES FMA
NUESTRA VIDA FRATERNA
ARTÍCULO 49

Reunidas por el Padre en Cristo


«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si
os tenéis amor los unos por los otros» (Jn 13,35)
Vivir y trabajar juntas en el nombre del Señor es un ele-
mento esencial de nuestra vocación.
Nuestra comunidad, reunida por el Padre, fundada en la
presencia de Cristo Resucitado1 y alimentada por él, pa-
labra y pan,2 está llamada a servir al Señor con alegría,
en un profundo espíritu de familia, y a trabajar con opti-
mismo y solicitud por el Reino de Dios, segura de que el
Espíritu actúa ya en este mundo.
Procura formar «un solo corazón y un alma sola»,3 cum-
pliendo el mandamiento nuevo por el que se nos recono-
ce como discípulos de Jesús.4
Esta comunión de vida, enraizada en la fe, en la esperan-
za y en la caridad, se convierte además en respuestas a
las exigencias íntimas del corazón humano y lo dispone
a la donación apostólica.
1 Cf DC 15.
2 Cf 1 Co 10,17.
3 Hch 4, 32; cf MB IX 356.
4 Cf Jn 13, 34-35.
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Juntas en la presencia de Jesús
De la Circular N°813 de Madre Antonia Colombo

La presencia de Jesús -recuerdan autorizadamente las


Constituciones- es el fundamento de nuestro vivir jun-
tas (cf. Const. 49). La experiencia de esta misteriosa y
concretísima presencia ha sido el secreto de la vida de
Don Bosco y de María Dominica Mazzarello. Vivir en la
presencia de Dios era el programa propuesto por nues-
tros Fundadores a las primeras comunidades educativas,
en las cuales maduraban personalidades libres y equili-
bradas, humildes y emprendedoras, valientes y flexibles.
El clima que en ellas se respiraba estaba impregnado de
alegría incluso en medio de incertidumbres y dificulta-
des. Basta leer las cartas de María Dominica y recordar
a Domingo Savio y a Laura Vicuña para confirmarlo.
En diversas sedes de estudio sobre el futuro de la vida
consagrada se habla de la necesidad de refundar la vida
religiosa. Uno de los puntos sobre los que se verifica
mayor convergencia es el de desarrollar un nuevo mo-
delo de vida comunitaria donde se pueda elaborar y ma-
nifestar de forma explícita una espiritualidad evangéli-
co-carismática vivida en común y comunicada a cuantos
comparten la misión.
Recuerdo cómo momento de fuerte manifestación de la
presencia del Espíritu Santo una sesión del último Capí-
tulo cuando la asamblea subrayó con vigor la expresión
reiterada después en la orientación general: «Como co-
munidad, vivir radicalmente la relación con Cristo».
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Con la misma fuerza ha surgido, en casi todas las revi-
siones, la exigencia de vivir juntas en la presencia de
Jesús como prioridad a cultivar para promover la calidad
de la formación y la calidad de la presencia.
Quisiera que llegase a todas, de forma eficaz, la invita-
ción a hacer explícita en nuestras relaciones cotidianas
la presencia de Jesús. Crecerá en nuestras comunidades
la temperatura de la alegría, el frescor de la confianza
recíproca, la creatividad del Espíritu, la perseverancia en
la fatiga, la fuerza de la esperanza. Y será también un
modo para prepararnos a la nueva profesión a las puertas
del 2000.
La conciencia compartida de la presencia viva de Jesús,
que quiere manifestarse a nosotras por medio de su Espí-
ritu, es la fuente en la que se elabora y se renueva el espí-
ritu de familia, profundizando y purificando los vínculos
de afecto que nos unen en comunión de vida. El Espíritu
es, en efecto, el Amor que consuela, anima y transforma
nuestro corazón conformándolo gradualmente con el de
Jesús: humilde, manso y misericordioso.
La suya es una compañía constante, reconocible por la
paz y por la alegría que lleva consigo, en los corazones
y en las relaciones; por la luz que gradualmente se mani-
fiesta cuando nos ponemos en diálogo confiado confron-
tando situaciones inéditas con la Palabra de Dios; sobre
todo es verificable en los cambios profundos de nuestros
modos de sentir y de valorar, que conducen a decisiones
inspiradas en criterios evangélicos.
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Entonces el amor, la misericordia, el agradecimiento, el
entusiasmo por la vida, el optimismo en la esperanza se
convierte en expresiones espontáneas y compartidas que
alimentan la pasión por el Reino manifestada en el da
mihi animas caetera tolle.
María Mazzarello indicaba a las hermanas y a las jóve-
nes, con la seguridad de quien habla por experiencia, dos
condiciones necesarias para hacer espacio al Espíritu y
poder captar su comunicación silenciosa y eficaz:
-la pureza de corazón, que se expresa en la franqueza
como condición fundamental para emprender el cami-
no de formación a la vida religiosa y continuarlo con
éxito: es la característica de la parresia que guiaba a los
primeros cristianos a no ceder a dobleces, antes bien a
desenmascararlas, a no dejar espacio al engaño, sino a
cultivar relaciones transparentes con cada persona; -la
humilde actitud de escucha que abre a lo imprevisible de
Dios y dispone a relativizar las seguridades adquiridas,
los criterios que han guiado hasta ahora con eficacia, las
tendencias dominantes que se declaran de futuro: es la
actitud que descubrimos en la vida de María Domini-
ca, particularmente en las pruebas que tuvo que afrontar
para ser fiel a aquellas misteriosas palabras que resona-
ban en su corazón: «A ti te las confío».

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NUESTRA VIDA FRATERNA
ARTÍCULO 50

Vivimos el Espíritu de Familia


El espíritu de familia, fuerza creadora del corazón de
Don Bosco,5 debe caracterizar cada una de nuestras co-
munidades y exige el esfuerzo de todas.
Cada una de nosotras por lo tanto procure acoger siem-
pre a las hermanas con respeto, estima y comprensión,
en actitud de dialogo abierto y familiar, de benevolencia,
de verdadera y fraterna amistad.6
Valore cuanto ellas aportan a la comunidad y dé lo mejor
de sí misma.
Esté dispuesta a preferir el bien de las hermanas al suyo
propio, a elegir para sí la parte más costosa y a llevarla a
cabo con humilde y gozosa sencillez,7 viviendo el amor
fraterno no sólo en las grandes ocasiones, sino también
y sobre todo en las circunstancias ordinarias de la vida.8
Se formará así en la comunidad un clima de confianza
y de alegría tal, capaz de implicar a los jóvenes y a los
colaboradores y de favorecer el surgir de vocaciones sa-
lesianas.

5 Cf MB IX 687.
6 Cf C 1885 XVIII 15.
7 Cf C 1885 XVIII 15; MB XIII 214; Cronoh III 231.
8 Cf GS 38.
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El espíritu de familia característica de cada una de
nuestras comunidades
De la Circular N°928 de Madre Yvonne Reungoat

Las Constituciones nos recuerdan que «Nuestra comuni-


dad, reunida por el Padre, fundamentada en la presencia
de Cristo Resucitado y alimentada por El, Palabra y Pan,
es llamada a servir al Señor con alegría, en un profundo
espíritu de familia, y a trabajar con optimismo y solici-
tud por el Reino de Dios, segura de que el Espíritu actúa
ya en este mundo. Procura formar «un solo corazón y
un alma sola», cumpliendo el mandamiento nuevo por
el que se nos conoce como discípulos de Jesús.» (C 49).
El carisma, don del Espíritu que es fuente de comunión,
vive y se expande si se comparte en un clima de armonía
que nosotros llamamos con lenguaje salesiano espíritu
de familia, el tesoro más grande y típico de nuestra Fa-
milia religiosa. El secreto de su fecundidad en el tiempo
y en los diversos contextos geográficos.
Hoy, en muchas partes del mundo, se advierte la falta de
la casa y de la familia, la ausencia de padres y madres
que con sabiduría, amor y equilibrio sepan indicar a los
jóvenes caminos de auténtica libertad y plenitud de vida
y sean testigos creíbles de esperanza.
No solo en el mundo, sino también en nuestras comuni-
dades, a veces, se sufre por la falta de este espíritu. El
individualismo, que tiende a difundirse, constituye una

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amenaza para las familias, pero también amenaza con
debilitar nuestros ambientes comunitarios.
En el encuentro con muchas hermanas y a través del co-
nocimiento de muchas situaciones comunitarias, percibo
un profundo deseo, casi una aguda nostalgia de un clima
que desde los orígenes ha caracterizado nuestra vida co-
mún.
Estoy totalmente convencida de que revitalizando el
espíritu de familia podremos ser comunidades felices y
fecundas desde el punto de vista vocacional. Podremos
constituir una clara invitación: «Venid y veréis» que es
fuente de revisión, de sana inquietud y de despertar de la
llamada que se guarda en el corazón de las generaciones
jóvenes.
Es necesario volver con valor y con una mirada renova-
da constantemente a los manantiales, redescubrir cami-
nos nuevos de reconciliación y comunión, interrogarnos
cada vez no solo sobre el significado de ser familia, sino
sobre qué testimonio damos de nuestro modo de vivir
como familia fundada no sobre la carne y sobre la san-
gre, sino sobre la fuerza de la fe y sobre la fraternidad en
Cristo, (cfr. C 36).
A lo largo de la historia del Instituto, muchas de nuestras
hermanas, han vivido con sencillez y decisión valores
insustituibles, que han hecho acogedoras las comuni-
dades: comunión de fe y de oración, afecto recibido y
correspondido con corazón puro, sencillos gestos de hu-
manidad ofrecidos con gratuidad, participación sincera

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en alegrías y sufrimientos, acogida cariñosa en las re-
laciones interpersonales, la convergencia y el compartir
en la misión.
Queridas hermanas, el espíritu de familia así entendido
dilata el corazón hasta las dimensiones de Dios. Son las
dimensiones del amor y de la misericordia, del perdón,
del corazón abierto incondicionalmente a todos, del
compromiso de vencer con la oración y con la ayuda
de María Auxiliadora sentimientos de celos, de indivi-
dualismo, de arribismo, de activismo. Aspectos sobre los
que hay que vigilar constantemente porque no solo po-
drían impedir la comunión, sino incluso destruirla.
La experiencia de familia, la necesidad de relaciones sa-
nas y auténticas son exigencias que sentimos dentro de
nosotras y que si no se orientan bien y se basan en el es-
píritu del evangelio pueden suscitar conflictos y también
frustraciones; pueden provocar incluso recelos, faltas de
confianza, divisiones.
En este sentido, es fácil caer en juicios poco constructi-
vos sobre personas y comunidades. Cuando pienso en el
espíritu de familia no entiendo ciertamente una realidad
en la que no haya desalientos y dificultades. Me refiero a
comunidades en continua construcción, donde sombras
y luces se entrelazan continuamente hasta convertirse en
comunión. «Esta comunión de vida, enraizada en la fe,
en la esperanza y en la caridad, se convierte, además, en
respuesta a las exigencias íntimas del corazón humano y
lo dispone a la entrega apostólica». (C 49).

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Las comunidades auténticas no son las que no tienen li-
mitaciones, sino aquellas en las que, como diría la Ma-
dre Mazzarello, no se hacen las paces con los propios
defectos.
Si advertimos dinámicas que ponen en peligro la comu-
nión, mirémoslas con sinceridad y con valor y hagamos
nuestra la palabra de Jesús: «Para que sean perfectos en
la unidad y el mundo conozca que tú me has enviado y
que los has amado a ellos como me has amado a mí.»
(Jn 17,23).
Ser testigos del amor como Jesús lo entiende, nos com-
promete a dar un paso importante: la confianza recípro-
ca, «cueste lo que cueste», incluso el martirio si fuera
necesario. Cada día, en primera persona, estamos llama-
das a optar por lo que alimenta el clima de familia.
Jesús está con nosotros y nos sustenta en este arte no
siempre fácil, pero maravilloso.
¿Estamos dispuestas a poner cada día un ladrillo para
construir la casa del amor de Dios donde se respira un
auténtico aire de familia?
Es un desafío que todas queremos asumir como posi-
bilidad de renovar la pasión educativa y misionera, ha-
ciendo que vuelvan a nuestras comunidades los tiempos
de los corazones abiertos, del compartir profundo entre
nosotras y con las jóvenes y los jóvenes, con quienes
recrear ambientes familiares, llenos de valores humanos
y cristianos. (Actas CG XXII, n. 23).

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Hagamos que resuene en nuestro corazón la voz de
nuestros Fundadores que nos dicen: «Amaos como her-
manos. Quereos, ayudaos y soportaos como hermanos.
Prometedme que os querréis como hermanos» (MB
XVIII 502); y de la madre Mazzarello: « Mis amadas
hijas, os recomiendo que os améis y os tratéis siempre
con caridad; soportaos mutuamente los defectos y avi-
saos unas a otras, pero siempre con caridad y dulzura «,
(Carta 37,3).
Querernos, ser irradiación del amor en los sencillos ges-
tos de cada día son condiciones que no solo construyen
familia, sino que son manantial de alegría profunda.
Por eso os invito a dar calidad a la oración personal y
comunitaria, pero sobre todo a vivir la caridad evangéli-
ca en los pensamientos, en las palabras, en los gestos, a
cuidar la vida sacramental, sobre todo la Reconciliación
y la Eucaristía, en la que se fundamenta y se renueva
nuestro vivir juntas para la misión (cfr. C 40).

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ENSEÑANZAS Y EXHORTACIONES
DE SAN JUAN BOSCO A LAS FMA

Caridad Fraterna9
No se puede amar a Dios sin amar al prójimo. El mis-
mo precepto que nos impone el amor hacia Dios, nos
impone también el amor hacia nuestros semejantes; en
la primera epístola de San Juan Evangelista leemos es-
tas palabras: Este mandamiento tenemos de Dios: que
quién ama a Dios ame también a su hermano. Y en el
mismo lugar nos advierte este apóstol que es mentiroso
quién dice amar a Dios y después odia a su hermano: Si
alguno dijese que ama a Dios y aborrece a su hermano,
mentiroso es.
Cuando en una comunidad reina este amor fraternal y
todos se aman recíprocamente y cada uno goza del bien
del otro, como si fuera propio, la casa se convierte en un
paraíso; y se experimenta la bondad de estas palabras del
profeta David: Mirad cuan buena y dulce es la unión de
los hermanos. Pero cuanto empieza a dominar el amor
propio y hay sinsabores y divisiones, la casa se convierte
en un infierno.
Mucho se complace el señor en ver sus casas habitadas
por hermanos que viven unidos sin más voluntad que la
de servir a Dios y ayudarse con caridad los unos a los
otros. Es la alabanza que hace San Lucas de los antiguos
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cristianos: Todos se amaban de manera que parecían te-
ner un solo corazón y un alma sola.
Perjudica mucho a las comunidades religiosas la mur-
muración, pecado directamente contrario a la caridad. El
murmurador manchará su alma y será odiado por Dios y
por los hombres. Al contrario, ¡cuanto edifica el religio-
so que habla bien de su prójimo y sabe escusar a tiempo
sus defectos!
Procurad, por tanto, vosotras, abstenernos de toda pala-
bra que suene a murmuración, especialmente de vuestras
compañeras y más especialmente de vuestras superioras.
También es murmuración y peor aún, interpretar mal las
acciones virtuosas o decir que han sido hechas con mala
intención.
Guardaos también de referir a las compañeras lo malo
que otros hayan dicho de ellas, porque con esto nacen a
veces rencillas y rencores que duran por meses y años.
¡Oh, qué cuenta han de dar a Dios los murmuradores en
las comunidades! El que siembra discordia atare sobre
sí la ira de Dios. Si vosotras oyereis algo contra alguna
persona, practicad lo que dice el Espíritu Santo: ¿Oíste
alguna palabra, contra tu prójimo? Déjala morir en ti.
Evitad zaherir a cualquier Hermana, aunque lo hagáis
por broma. Las bromas que desagradan al prójimo o le
ofenden, son contrarias a la caridad. ¿Os gustaría ser
puestas en ridículo delante de otros, como vosotras po-
néis a vuestra compañera?

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Procurad también huir de las disputas. A veces por niñe-
rías resultan discusiones que originan altercados y aún
injurias, que rompen la unión y ofenden la caridad de un
modo deplorable.
Además, si amáis la caridad, procurad ser afables y cor-
teses con toda clase de personas. La mansedumbre es
una virtud muy amada por Jesucristo. Aprended de mí,
dice, que soy manso. En vuestras conversaciones y en
vuestro trato, usad dulzura, no solo con los superiores, si
no con todos y especialmente con aquellos que antes os
ofendieron o que al presente os miran mal: La Caridad
todo lo soporta. De donde se deduce que tendrá verda-
dera caridad el que no quiere tolerar los defectos ajenos.
No hay persona en esta tierra, por virtuosa que sea, que
no tenga defectos. El que quiere que los demás soporten
los suyos, comience por sobrellevar los ajenos y cumpla
así la ley de Jesucristo, como escribe San Pablo: Llevad
los unos las cargas de los otros y de esta manera cumpli-
réis la ley de Jesucristo.
Vengamos a la práctica: Procurad ante todo refrenar la
ira, que tan fácilmente se enciende en los casos de oposi-
ción; guardaos de decir palabras que desagradan, y más
aún de usar modos altaneros, porque a veces desagradan
más los modos groseros que las mismas palabras inju-
riosas.
Cuando acaeciese que el que os ha ofendido viniera a
pediros perdón, guardaos de recibirlo con semblante

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adusto o de responderle con palabras secas y desabri-
das; antes bien, demostradle afecto, buenos modales y
benevolencia.
Si por el contrario, sucediese que ofendierais a otros,
aplacad su enojo y alejad cuanto antes, de su corazón,
todo rencor hacia vosotros. Y, según el consejo de San
Pablo, no se pongan el sol sin que con gusto hayáis per-
donado todo resentimiento, procurando la reconciliación
con vuestro prójimo. Hacedlo lo más pronto posible,
venciendo la repugnancia que sintáis en nuestra alma.
No os contentéis con amar a vuestras compañeras de
palabra; ayudadlas con toda clase de servicios siempre
que podáis, como recomienda San Juan, el apóstol de la
caridad: No amemos de palabra y con la lengua, sino de
obra y de verdad.
También es caridad acceder a las honestas peticiones;
pero el mejor acto de caridad es tener celo por el bien es-
piritual del prójimo. Cuando se os presente la ocasión de
hacer el bien, no digáis nunca: esto no es de mi incum-
bencia, en esto no me quiero entrometer. Porque tal fue
la respuesta de Caín, el cual tuvo la osadía de responder
al Señor: ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano? Cada
uno está obligado, pudiendo, a salvar al prójimo de la
ruina. Dios mismo mandó que cada uno tenga cuidado
de su semejante. Procurad ayudar por tanto a todos, en
lo que podáis, con palabras o con obras y especialmente
con vuestras oraciones.

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Es de gran estímulo para la caridad el ver a Jesucristo en
la persona del prójimo y considerar que el bien hecho a
un semejante nuestro, lo tiene el divino Salvador por he-
cho a sí mismo, según estas palabras: En verdad os digo
que en cuanto lo hicisteis a uno d estos mis hermanos
pequeños, a mí lo hicisteis.
Por todo lo dicho se verá cuán necesaria y hermosa es la
virtud de la caridad. Practicadla y obtendréis copiosas
bendiciones del cielo.
Para mí es un motivo de profunda alegría que nos sin-
tamos unidas en este camino de luz, de responsabilidad,
de relaciones cordiales entre de nosotras y abiertas a las
exigencias de la misión.

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CINCO DEFECTOS QUE DEBEN EVITARSE

La experiencia ha dado a conocer cinco defectos que


pueden llamarse las cinco polillas de la observancia reli-
giosa y la ruina de las Congregaciones y son: el afán de
reforma – el egoísmo individual – la murmuración – el
descuidar los propios deberes – el olvidar que trabaja-
mos por el Señor.

1. Huid del afán de reforma. Procurad observar vues-


tras reglas sin pensar en su mejora o reforma. Dichas
reformas, cuando sea necesario o útil, corresponde
hacerlas a quienes tiene autoridad para ello, y no a
vosotras, que sólo tenéis observarlas para ser pre-
miadas por Dios.
2. Renunciad al egoísmo individual; por consiguiente,
no busquéis vuestro propio provecho, si no que tra-
bajad con gran celo por el bien común de la Congre-
gación. Debéis amaros, ayudaros con el consejo y la
oración, promover el honor de vuestras Hermanas,
no como propiedad de una sola, si no como noble
patrimonio de todas.
3. No murmuréis de las Superioras, no desaprobéis sus
disposiciones. Cuando llegue a vuestro conocimien-
to algo que os parezca material o moralmente malo,
exponedlo humildemente a los superiores; ellos son
los encargados por Dios de velar sobre las cosas y
sobre las personas, y ellos, y no otros, son los que ha-
brán de dar cuenta de su dirección y administración.
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4. Ninguna descuide su parte. Las Hijas de María Au-
xiliadora consideradas en conjunto forman un solo
cuerpo, es decir la Congregación. Si todos los miem-
bros de este cuerpo cumplen su oficio, todo marchará
con orden y a satisfacción; de lo contrario ocurrirán
dislocaciones, roturas, desmembraciones, desórde-
nes; y por último la ruina del cuerpo mismo. Cumpla
cada una, por tanto, el oficio que se le ha confiado,
con celo, con humildad y confianza en Dios, y no
se acobarde si ha de hacer algún sacrificio penoso.
Sírvale de consuelo pensar que sus fatigas redunda-
rán en utilidad de la Congregación a la cual se ha
consagrado.
5. En todo cargo, trabajo, pena o disgusto, no olvidéis
jamás que, estando consagrada a Dios, por Él solo
debéis trabajar y únicamente de Él esperar la recom-
pensa.

Dios lleva minuciosa cuenta de las cosas más pequeñas


hechas por su santo nombre y es de fe que, a su tiem-
po, las recompensará con generosidad. Haciéndolo así,
tendréis la suerte de ser contadas entre las vírgenes pru-
dentes, de las cuales habla Jesucristo en el evangelio,
que se encontraron con las lámparas preparadas llenas
de aceite; y habiendo ido al encuentro, pudieron entrar
luego con Él a celebrar las bodas eternas: A media noche
alzóse un grito: He aquí que Él esposo viene, salidle al
encuentro; y las que estaban preparadas, entraron con Él
a las bodas.

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