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Sobre la Constitución de 1853

Martin: Debo decirte antes que nada que me cuesta mucho elogiar la Constitucion de 1853. Creo,
como Peyret entonces y como Gargarella ahora, que en esa Constitución (contradictoria,
emparchada, mezcla de federalismo y unitarismo, copia de una copia –porque el modelo fue la
constitucion chilena, que a su vez era copia de la de EEUU) residen en buena medida algunos de los
problemas que arrastramos hasta hoy: falso federalismo, hiperpresidencialismo, influencia de la
Iglesia, desigualdades internas, centralización y concentración pese a la declamada division de
poderes, y un largo etcétera. En fin, que no me sale hacer loas de la Carta Magna. Los puntos que te
paso pueden servirte si es que querés hacer un discurso analitico y reflexivo, pero no creo que te
sirvan demasiado si se trata de hacer un panegírico. Aun así, aquí van algunas anotaciones que yo
no dejaría de decir si me tocara hablar de la Constitución.

· Las constituciones son un invento de la humanidad muy reciente –en términos históricos–, recién a
mediados del siglo XVIII comienza a usarse el término. Aunque hay antecedentes que se remontan
a las polis atenienses, las primeras Constituciones aprobadas y vigentes, tal como las entendemos
hoy –es decir que establecen límites a los poderes gubernamentales y a la vez protegen derechos de
las personas reconocidas como ciudadanas– son las del Estado de Virginia, en 1776, y la de los
Estados Unidos, en 1787. Menos de 250 años han pasado.

· Una Constitución expresa su época, e hilando más fino, expresa también los intereses
contrapuestos de los protagonistas de esa época, de las clases sociales que representan, y también,
por supuesto, de los ideales y sueños de quienes participaban de esas disputas. Pero una
Constitución no es un texto sagrado, intocable, eterno, inmutable. Para que sea eficaz debe estar
abierta a modificaciones, revisar los aspectos que no funcionaron, incorporar las nuevas
problemáticas, dar curso a la diversidad y pluralidad de una sociedad. Una Constitución no es una
Biblia.

· La Constitución de 1853 pretendía superar medio siglo de enfrentamientos internos entre quienes
habian decidido sacarse de encima aquel mandón que era el Reino de España, pero no lograban
ponerse de acuerdo de qué manera debían organizarse, porque competían proyectos distintos. Se
suele simplificar diciendo que había dos proyectos, uno que pretendía centralizar la forma de
gobierno, la toma de decisiones, y otro que exigia el respeto a las autonomías de los Estados
preexistentes, o más propiamente, de los distintos pueblos que entonces formaban el territorio de las
Provincias del Plata.

· En realidad, como siempre, las cosas eran más complejas. Como se reveló tras la derrota de Rosas:
muchos de quienes lo habian enfrentado (unitarios) y de quienes lo seguían (supuestamente
federales) se unieron a su caída para seguir defendiendo el manejo de los recursos de la Aduana en
sus manos, ese dinero fácil que permitió a Buenos Aires ser, como dijo Alberdi, “la nueva déspota
que reemplazara a la Corona española”. Urquiza así, en lugar de ser el artífice de la organización y
el impulsor de la Constitución, pasó a ser el enemigo, tanto para ex rosistas como para ex
antirrosistas, ahora unidos en contra del nuevo Mal.

· Alberdi, el máximo impulsor de la Constitución (en la que aspiraba a lograr una fusión, una
mixtura, entre federalismo y unitarismo) no ocultó en los escritos de su vejez, la enorme desazón
por el fracaso de la Carta Magna, que solo después de casi diez años más de guerra fratricida, de los
desplantes y amenazas porteñas abusando de la paciencia de Urquiza, y de modificaciones que solo
agravaron el carácter unitario del texto pese a la declamación federal, pudo lograr la “unidad”
nacional, que sin embargo precisamente por mentir federalismo, llevó todavía casi dos décadas de
enfrentamientos hasta que los partidarios de aquel centralismo férreo aplastaron definitivamente a
los últimos caudillos federales y democráticos, como Ricardo López Jordán. Alberdi escribió
entonces: “Pero la civilización no se decreta. Por haber sancionado constituciones republicanas
¿tenéis la verdad de la república? No, ciertamente: tenéis la república escrita, no la república
práctica”1.

· Alejo Peyret, una figura que recién empieza a ser rescatada cuando nos acercamos a los doscientos
años de su natalicio, estuvo en total soledad advirtiendo en su momento de algunas de las más
evidentes limitaciones de la Constitución de 1853. Evidentes para él, que estudiaba con pasión el
constitucionalismo, buscando condiciones de equilibrio entre la democracia y la libertad con miras a
un federalismo en que fuese posible la justicia social.

· La Constitución argentina, dicen los especialistas, mixturó “cruda y brutalmente”, el esquema de


frenos y contrapesos del liberalismo constitucional de los Estados Unidos, con la matriz del
presidencialismo autoritario proveniente del modelo constitucional chileno, que era visto en la
región como un ejemplo de estabilidad política. Alberdi entendía como imprescindible “un
presidente fuerte en la nueva etapa que se abría”. Para constitucionalistas actuales como Roberto
Gargarella, ese modelo “se encontraba herido de muerte desde el comienzo” porque no puede
insertarse la propuesta de un Ejecutivo predominante en un esquema de frenos y contrapesos. Este
problema, añade Gargarella, resulta bastante claro a los ojos actuales (o deberia aparecer de ese
modo), puesto que las dificultades son visibles en (y comunes a) todas las repúblicas del continente,
en mayor o menor grado. Pero expresa que también “debió de resultar obvio incluso a mediados del
siglo XIX: ya entonces podría reconocerse con claridad que el hiperpresidencialismo resultaba una
opción errada”. En efecto, eso fue “obvio” pero para muy pocos: Alejo Peyret es la evidencia de
ello, cuando denunciaba que “el sistema presidencial es profundamente corruptor”, que constituye
“una enajenación de la soberanía popular”, o que “el Poder Ejecutivo es un despotismo electivo”,
entre las incontables citas que tiene en contra del presidencialismo.

· “El infierno está empedrado de buenas intenciones”, dice el refrán español. La Constitución de
1853, la Constitución de Urquiza, fue desde su origen un compendio de buenas intenciones. Pionera
absoluta en ciertos aspectos, por ejemplo, en su protección de los derechos individuales, con una
formulación notable en el artículo 19 que podria haber enamorado a Artigas (“la libertad en toda su
extensión imaginable”) y a John Stuart Mill, el filósofo de la libertad: “Las acciones privadas de las
personas” como ámbito solo reservado a Dios –que de paso es la única mención en el articulado–
mientras no se dañe a otros. Para darse una idea cabal de la importancia de ese texto, baste decir que
faltaba casi un siglo para que las Naciones Unidas aprobaran la Declaración Universal de los
Derechos Humanos.

· Pero también contradictoria de principio a fin, al no consagrar una protección firme de esos
derechos –que fueron ostensiblemente vulnerados por la enorme mayoría de los gobiernos que
sucedieron a la sanción de la Constitución, baste recordar las atrocidades cometidas por los
enviados del Gobierno Nacional de Mitre o Sarmiento a reprimir a los líderes federales, Chacho
Peñaloza, Felipe Varela o López Jordán, o el crimen tremendo de la Guerra del Paraguay
(denunciada por Alberdi, por Peyret y tantos otros) o las brutales “campañas al Desierto” de Roca,
paradójicamente denunciadas como brutales... precisamente por Mitre y Sarmiento! Contradictoria
no solo en eso: hasta el día de hoy el artículo 14 habla de libertad religiosa mientras el artículo 2
alinea al Estado con un determinado culto religioso. La reforma de 1994, reforma especuladora y
timorata, ni siquiera se animó a solucionar eso.

· Esas contradicciones, ambigüedades y limitaciones son producto de cada época. Una Constitución
no es un libro sagrado, decía al comienzo. Es un libro que debe ser útil para la convivencia de las
personas, para limitar a gobernantes (como decía Mariano Moreno) y para proyectar al futuro a una

1 Juan Bautista Alberdi, Escritos Póstumos, Tomo IX, Imprenta Alberdi, Buenos Aires, 1900.
sociedad en función de ciertos horizontes. ¿Se le pueden atribuir a la Constitución Nacional de 1853
las frustraciones y fracasos de la sociedad argentina? Ciertamente no, al menos no como factor
principal y mucho menos como único. Pero sí a quienes la vulneraron repetidamente, hicieron caso
omiso de sus disposiciones más sabias y la modificaron o interpretaron para hacerle decir lo que no
dice.

· Hay distintas capas de sentidos y significaciones que conviven en la Constitución actual, nacida en
1853 pero modificada en siete ocasiones, muchas veces caprichosas, como la de 1866 en que el
mitrismo impulsó una reforma solamente para posibilitar los derechos de exportación. (Sí, las
retenciones, las famosas retenciones que sus “herederos” políticos, económicos y periodísticos
rechazan tan airadamente). Pero es que la Constitución no es solo ley de leyes: es además un
documento histórico, donde se pueden rastrear (como en ese caso) muchos de los conflictos y
tensiones que existieron en la Argentina del pasado.

· El año próximo se cumplirán 30 años de la última reforma constitucional, impulsada (como casi
siempre) por razones subalternas y casi inconfesables –en este caso era para incluir la reelección
inmediata– pero que habilitó incorporaciones valiosas, que lamentablemente casi no se cumplen
(por ejemplo, la democracia participativa, o los derechos ambientales). Revisar las disposiciones
constitucionales de importancia que siguen incumplidas es una tarea que llena de desazón. Y hoy,
además, es una asignatura pendiente de la sociedad argentina revisar su Constitución, cosa que
debería ser mucho más flexible y hacerse posible cada vez que una generación entiende que no está
siendo contemplada en sus disposiciones.

· Quizás el mejor homenaje al cumplirse un nuevo aniversario resida en animarse a discutirla, en


dejar de considerarla una vaca sagrada intocable, y entender que es un elemento del pasado que en
sus líneas principales ya no tiene mucho que ver con la realidad actual; en reconocer que las
aspiraciones de sus propios impulsores más notables (Urquiza y Alberdi) no logró su cometido, por
multiples razones, y en cambio consolidó desequilibrios entre las provincias y una “cabeza de
Goliat”, una cabeza hipertrofiada que hoy llamamos “AMBA”, y consagró un sistema
hiperpresidencial que solo hace daño y que muestra cada vez más su resqubrajamiento; y en
discutir e intentar comprender por qué, para poder enfrentar las modificaciones que requeriría una
sociedad democrática y federal, plural, igualitaria y armónica, libre de violencias y de cualquier tipo
de opresión.

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