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País desmembrado ¿Hay futuro?

Gerardo Blyde Pérez


Caracas, Febrero de 2023

La inequidad imperante en la que pocos tienen tanto y la mayoría sobrevive “como


puede” o “huye por no poder” es la más palpable evidencia del fracaso histórico que ha
significado el chavismo en el poder desde 1999; pero, que el chavismo llegara, también
evidenció el fracaso de un Estado, de un intento fallido de institucionalidad, que no pudo
responder a su tiempo y atender debidamente a las necesidades de un pueblo que lo vio
erróneamente como la solución.

Esta fantasía de país agricultor pobre, vuelto rico por voluntad divina con riquezas
súbitamente estalladas del subsuelo, que no por esfuerzo propio; vuelto nuevamente
pobre y endeudado, tras la experiencia de la Gran Venezuela y, por desgracia, una vez más
rico durante gran parte del chavismo, por la misma causa divina no trabajada, sin que
aprendiéramos nada del pasado, repitiendo y profundizando los errores cometidos e
inventando nuevos (sin copiar ninguno de sus aciertos, que los tuvo), ha desmembrado a
Venezuela y nos ha hecho caer en la más profunda de las pobrezas. Nuestra historia tiene
demasiadas aristas, con múltiples causas y hondas equivocaciones.

Acelerado retrovisor constitucional

A riesgo de pasar por reduccionista o quizás por leguleyo (pues tengo el enorme
defecto y orgullo de ser abogado) y, pidiendo disculpas anticipadas a quienes han hecho del
estudio de la historia su vida -como mis respetados Inés Quintero o Rafael Arraiz Lucca,
entre otros- por invadir con mi visión personal su campo, el estudio de nuestra historia
constitucional es el estudio de nuestro intento recurrente por conformarnos como
República, con instituciones respetuosas de las leyes y los retrocesos -también recurrentes-
para impedir esa consolidación institucional. Recordando el ejemplo que usaba el Padre
Olaso (s.j.) en las aulas de la facultad: el derecho es el guante, la sociedad la mano que debe
ser abrigada. La sociedad va creciendo como la mano y el guante debe adaptarse a ella, ser
de su talla, ni más grande ni más chico, porque no cumplirá su función y la mano se
congelará. No hay nada más político en una sociedad que su ordenamiento constitucional
y su vigencia real o no.

Cada constitución ha respondido a una realidad histórica, varias a errores, a


personalismos, a autoritarismos. Algunas a intentos fallidos de organizar el Estado para
crear una institucionalidad que garantizara la convivencia. Otras han respondido a buenas
intenciones, pero sin posibilidades reales de tener vigencia plena para el momento en que
fueron redactadas. Dos de ellas sí crearon realmente instituciones: la de 1830 y la de 1961.
Casi lo logran pero, al final, ambas fracasaron en su intento de formar una República
constitucional de derecho y su vigencia fue finita.
Nuestras primeras constituciones, la de 1811 y la de 1819, fueron textos que
dibujaron una República que no existía. Indiscutible su valor para sustentar la revolución y
la guerra de independencia, pero lo cierto es que aquellas provincias embarcadas en la gesta
emancipadora no pudieron estructurar un Estado y, mucho menos, Instituciones de
gobierno como las descritas en aquellos textos. El guante era muy grande para la sociedad
de ese entonces.

La Constitución de Cúcuta de 1821 tuvo como propósito la unificación de Nueva


Granada, Quito y Venezuela, y diseñó un gran Estado central que desconoció la forma
federal que debió tener para que aquel proyecto fuera exitoso. Al no concebir un Estado
federal para la recién parida Unión, su violación en Venezuela fue la regla desde el mismo
día de su nacimiento. En 1822, el Cabildo de Caracas la rechazó y, de seguidas, comenzó un
creciente movimiento separatista que desembocó en la sublevación de 1826, el esfuerzo
infructuoso de salvarla en la Convención de Ocaña en 1828 y, ante la pérdida real de su
vigencia y el vacío constitucional que se generó, el decreto dictatorial del Libertador Bolívar
y la convocatoria a una constituyente para redactar una nueva carta magna en 1830 para
regir una Gran Colombia que ya era inviable. El guante no era de la talla adecuada e incluso
tampoco su tela era la apropiada.

En paralelo, Páez convocó en Valencia otra constituyente, que nace y queda para la
historia como la mayor traición a Bolívar, pero creó la primera institucionalidad que fue más
o menos estable y duradera. La forma de Estado que diseñó, permitió un modelo
institucional que generó alternabilidad en el poder y, por vez primera, un pacto de
convivencia política aceptado por todos los venezolanos. Además, marcó la estructura
institucional del Estado en todas las constituciones que la sucedieron. Mal valorada por la
traición a la idea de Bolívar, objetivamente analizada, fue la primera constitución que creó
instituciones que en la práctica sí existieron, garantizó alternabilidad en el poder por casi
18 años y estuvo vigente por 27 años. Fue el guante apropiado para su tiempo.

En 1847, José Tadeo Monagas asalta el Congreso y rompe el hilo constitucional, deja
en falsa vigencia la Constitución de 1830, pero renovó a los diputados por adeptos a su
autoritarismo. Se mantiene en el poder hasta 1847, le entrega a su hermano José Gregorio
Monagas hasta 1851, cuando regresa hasta su derrocamiento en 1858. Un año antes, en
1857, sus congresistas aprobaron una nueva Constitución que, sin duda, fue un retroceso
histórico a la institucionalidad que había creado la de 1830.

El 5 de julio de 1858, se instala la Convención Nacional Constituyente, presidida por


Fermín Toro, que repuso la vigencia de la Constitución de 1830 y nombró una comisión
integrada por grandes juristas de la época: Gual, Sanoja y Toro, entre ellos, para que
redactaran un proyecto de Constitución. Ratificaron a Julián Castro como Presidente
Provisional de Venezuela. Regresa Páez de su exilio, pero las pugnas fueron creciendo entre
los liberales partidarios de los Monagas y los conservadores que propiciaron la reposición
del orden constitucional de 1830 y la redacción de un nuevo texto que, basado en aquel,
mejorara la institucionalidad.

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Nació así la Constitución de 1858, que mejoraba el estado democrático nacido en
1830, abortado por los Monagas. Con una concepción descentralizada, crea las dos cámaras
en el Parlamento, cuyos integrantes debían elegirse de manera directa. Establece el voto
directo, secreto y universal para todos los ciudadanos, con la única limitante de la minoridad
para la elección del Poder Ejecutivo, conformado por un Presidente y un Vicepresidente.
Ratifica los principios rectores de la Constitución de 1830: el carácter republicano, popular,
representativo, responsable y alternativo del gobierno. Solo se requería ser venezolano por
nacimiento para ser Presiente, eliminado la exigencia de ser “propietario” que tenía la de
1830. Sin embargo, la confrontación que mantenían los liberales desplazados del poder hizo
imposible la aplicación de su texto tan avanzado. Había sido redactada por los mejores
juristas de la época, pero no reunió el requisito indispensable para tener existencia en la
realidad: el consenso. La de 1830 sí lo tuvo, la de 1858, lamentablemente no. No era el
guante apropiado para ese momento. Dos meses después de su aprobación, Antonio
Leocadio Guzmán, Juan Crisóstomo Falcón y Ezequiel Zamora desembarcaron en la Vela de
Coro y bajo la falsa bandera de luchar por la federación, desataron la terrible y cruenta
Guerra Civil.

En marzo de 1864, se publica una nueva Constitución en la cual se enarbola la


bandera de la federación y se renombra a la República como Estados Unidos de Venezuela,
pero fue dictada para servir al general Juan Crisóstomo Falcón, sin crear en la vida real
instituciones democráticas para gobernar. Siguieron textos constitucionales del
denominado Período Liberal Amarillo, uno en 1874, para servir a Guzmán Blanco, otro en
1881. Y le siguieron el de 1891 y el de 1893. Con Castro en el poder vinieron las
constituciones de 1901 y la de 1904, impuestas para servir a la voluntad del caudillo.

En 1909, entra en vigencia la primera Carta Magna Gomecista, a la que le suceden


el Estatuto Provisorio de 1914 y las Constituciones disque “federales” de 1922, 1925, 1928
y 1931. Todas letra muerta, pues la voluntad del dictador era en realidad la ley, y la
institucionalidad que contemplaba cada una de ellas, solo estaba al servicio de Juan Vicente
Gómez.

En 1936, el General Eleazar López Contreras en el poder por el fallecimiento de


Gómez, refrenda una nueva Constitución, que fue reformada en 1945. En 1947 se dicta la
Constitución Federal refrendada por la Junta Revolucionaria de Gobierno presidida por
Rómulo Betancourt, pero quedó derogada al año y cuatro meses de su entrada en vigencia,
por el golpe de Estado del 24 de noviembre de 1948.

Marcos Pérez Jiménez, para no perder la tradición, también se hizo su propio texto
constitucional, aprobado por sus dóciles seguidores el 11 de abril de 1953. El derrocamiento
del dictador, el 23 de enero de 1958, impuso la necesidad de redactar una nueva
constitución democrática.

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¿Por qué perdió vigencia la Constitución de 1961?

Finalmente, el 23 de enero de 1961, el novel Congreso aprueba la nueva


Constitución, que fue, hasta ahora, el texto más aceptado por los venezolanos como pacto
de convivencia, en un esfuerzo por crear instituciones. Estuvo vigente por 38 años y sufrió
dos enmiendas durante ese tiempo.

La concepción de una democracia representativa con elección directa, secreta y


universal de la cabeza del Poder Ejecutivo y de los integrantes de ambas cámaras del Poder
Legislativo; la asociación con fines políticos lícita, permitida para competir y alternar en el
poder; la necesidad de crear una institucionalidad al servicio del ciudadano que manejara
al Estado con imperio de la ley y no del gobernante de turno; la necesaria independencia
de los poderes que garantizara controles en el consabido sistema de pesos y contrapesos
para limitar al poder en beneficio del ciudadano; la apoliticidad de la Fuerza Armada
recogiendo el ideal de Bolívar; todas esas, y muchas más, fueron ideas democráticas
plasmadas con éxito en ese texto constitucional de 1961. Probó en la práctica y en su
momento, reunir el consenso necesario para sembrar democracia y espíritu democrático y
libre en el pueblo venezolano. Democratizó la educación, se produjo el ascenso y la creación
de una gran clase media. Fueron dos décadas, quizás algo más, de sano crecimiento.

¿Qué falló?. Fallaron algunos seres humanos que dirigieron esa institucionalidad a
partir de la gran riqueza que trajo el petróleo. En el camino, embriagaron a la sociedad y se
embriagaron ellos mismos de una fortuna no trabajada, regalada por la naturaleza que, con
el esfuerzo de algunos con visión de futuro, se le quitó a las trasnacionales para ponerla al
servicio de la nación. Esa borrachera de petrodólares acabó con la necesaria austeridad con
la cual debía ser administrada la inmensa cantidad de nuevos ingresos, como lo hicieron
otros pueblos que han administrado sus súbitas riquezas para construir una
institucionalidad que brinde bienestar permanente y no pasajero a sus pueblos.

Entonces, cuando la borrachera terminó, irremediablemente vino la resaca. Y, como


quien después de ganarse el premio gordo de la lotería, compró casa nueva, autos, yates,
regaló y repartió a propios y extraños; despertó un buen día para descubrir que ya no
ingresaba dinero, que no tenía cómo seguir con aquel nivel de gastos y, para colmo, que
tenía todos sus bienes hipotecados pues los había dado en garantía para seguir gastando.
“Recibo un país hipotecado” (Luis Herrera dixit). Viernes Negro, renegociación de la deuda,
un Presidente que dijo haber sido engañado en esa renegociación. Regreso al pasado con
la reelección de mandatarios que emulaban la grandeza perdida o la estabilidad
constitucional e institucional también perdidas. Intentos de golpes de Estado que no
recibieron el rechazo de un pueblo, pues había perdido la fe en sus instituciones.

Mención aparte merecerían muchos medios y empresarios que se embarcaron en


terminar de acabar con los ya muy débiles políticos y partidos del momento. Apoyaron y
financiaron un “cambio” a lo desconocido, a lo incierto: un salto al vacío institucional.

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La fiesta fue monumental. La resaca también. Se relajaron las normas, se
descompuso el sistema de pesos y contrapesos. Se destruyó la institucionalidad que se
había diseñado con tanto cuidado porque, cuando se tenía dinero y poder, el cielo era el
límite. De este inmenso error no aprendimos nada. (Al tiempo, ya Chávez en el poder,
volvería a embriagarse de dinero y poder, con mayor profundidad y sin ningún logro
tangible).

Algunos en su tiempo lo advirtieron. José Ignacio Cabrujas, a quien jamás dejaba de


leer en El Nacional -aun cuando me advertían que el dramaturgo era comunista- en una
entrevista a la revista Estado y Reforma señaló: “El concepto de Estado es simplemente un
truco legal que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas de <me
da la gana>. Estado es lo que yo, como caudillo o como simple hombre de poder, determino
que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley”.

Otros, como Jorge Olavarría (a quien tuve la suerte de conocer y ser su amigo en los
últimos años de su vida) le recordaba a los partidos políticos que “la historia de los partidos
de la época de la revolución francesa señala un patrón que se va a repetir luego en otras
partes: no fueron las fuerzas “reaccionarias” de la monarquía las que destruyeron a los
partidos que nacieron de la revolución francesa, fueron los propios partidos los que se
destruyeron unos a otros. De esa mutua destrucción fue de donde surgió la tiranía de
Bonaparte que los destruyó a todos”. Como en efecto sucedió en la época de la resaca aquí
en nuestra patria (los partidos se atacaron mutuamente y hasta fueron destruidos desde su
interior por algunos de sus propios dirigentes) y quién sabe si como está sucediendo hoy;
lo que debería parar de inmediato porque nuestros partidos políticos son parte de los pocos
resortes organizados con los que cuenta la resistencia democrática para la lucha por las
libertades.

Así, poco a poco, la institucionalidad dejó de dar respuestas a las necesidades


ciudadanas. Así, poco a poco, esa institucionalidad perdió fuerza y dejó de tener dolientes.
Así se abrió el camino para que el pacto social que representó la Constitución de 1961
perdiera vigencia y le fuera fácil al “vengador” surgido de las Fuerzas Armadas, sepultar
tanto a la Constitución como a la institucionalidad creada por ella. Ese guante tejido en 1961
para 1999 estaba completamente roto.

Y … llegamos a la Constituyente de 1999

Ya Chávez recién ungido como el “presidente salvador”, con una oposición política
muy debilitada, convocó a una Asamblea Constituyente en 1999 para la que, en un
principio, ni había publicado las bases comiciales con las cuales serían elegidos sus
integrantes. Obligado tímidamente por la extinta y para ese entonces muy débil Corte
Suprema de Justicia (resquicio de la institucionalidad de 1961 en terapia intensiva), terminó
publicando unas bases que le aseguraban obtener, al ganar, una sobre representación en el
órgano. Y así fue: Chávez había sido electo en diciembre de 1998 con 56.2% de los votos.
Necesitaba dominar la constituyente para imponer un nuevo modelo y, con una

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participación de solo 46,23 % de la población electoral y unas bases comiciales que
aseguraban la sobre representación, de los 131 escaños constituyentes, se hizo con el 92 %.
Esa definitivamente no era la foto de la verdadera composición política del país. Comenzó
la pugna y la polarización extrema.

Con una abstención de 55,63 %, se aprobó en el referendo de diciembre de 1999 el


texto constitucional de Chávez. Reglamentaria en extremo, garantista, con contradicciones
notorias -como declarar la Federación, pero eliminar el Senado del Parlamento- y, con
algunas posibilidades de crear nuevas instituciones democráticas, algunas mal concebidas
ad initio. Poco duraron las buenas intenciones que su letra contiene. A mediados del 2000,
desde la nueva Asamblea Nacional, se procedió a votar -en un bosque de manos alzadas- la
toma del nuevo TSJ y las demás instituciones constitucionales. El intento de reinstitucionar
al país había sido abortado.

Era evidente que la Constitución de 1999 no había sido redactada dentro del
consenso necesario para convertirse en un verdadero Pacto Social de todos los
venezolanos. Pero peor que eso, sus promotores no buscaron ganar ese consenso como
Pacto Social en su ejecución; por el contrario, se apartaron de su letra. Como tantas otras
constituciones de nuestra historia, había nacido para ser violada por sus propios
promotores. También por sus adversarios, que no la consideraban obligante y luchaban por
restituir un orden constitucional extinto, el de 1961. Carmozano y paro petrolero de por
medio, llegamos a la propuesta de Reforma que el propio Chávez proponía para su texto
constitucional.

He sostenido, y así lo creo, que la Constitución de 1999 se volvió el Pacto Social de


los venezolanos cuando, en 2007, Chávez -con su mayoría parlamentaria- pretendió una
reforma constitucional que implicaba la modificación de 69 de sus artículos. Entonces,
quienes no apoyaron su aprobación en 1999 se convirtieron en sus principales defensores
y, quienes la habían redactado como “la mejor del mundo”, apenas unos años después,
proponían reformar casi una cuarta parte de su contenido. Al ganar el referendo los
opositores a la reforma, se selló el Pacto. Poco duró. Varias de esas reformas rechazadas,
luego fueron aprobadas de contrabando con leyes inconstitucionales para dibujar un estado
comunal y, con una oposición debilitada, mediante enmienda, se aprobaron verdaderos
atentados a la alternabilidad del poder, como la reelección indefinida, rechazada con la
reforma constitucional fallida.

Mientras todo esto sucedía, los petrodólares comenzaron a fluir con mayor
intensidad, años de altísimos ingresos se sucedieron. De nuevo, la fiesta de los millardos, la
indigestión en el bacanal. Dinero y poder juntos, sin instituciones capaces de ejercer ningún
control del gasto ni del endeudamiento público. Las institucionalidad constitucional era
letra muerta. Peor que en la época de la Gran Venezuela, este descomunal gasto público no
fue ni parcialmente dirigido a gastos de inversión (como sí ocurrió otrora en CAP1).

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El proyecto mesiánico tenía un segundo aire, ¡y qué clase de aire!. Daba para todo,
aquí y fuera de aquí. Pocas voces clamaban por los controles, las instituciones y el
cumplimiento de los procesos y formalidades legales. Decretos de Emergencia sirvieron
para evadir licitaciones, procesos de contratación y procura. Sobreprecios, compra de
chatarra internacional, obras que se iniciaban y nunca se continuaron, obras que se volvían
a reiniciar y se quedaban de nuevo estancadas. ¡Si así llovía, que no escampara!, pero
escampó; siempre escampa.

Se acabó la fiesta y comenzó la peor de todas nuestras históricas resacas: el aparato


productivo de Venezuela estaba destruido, incluyendo su industria petrolera, los ingresos
bajaron y no daban, la República estaba -y está- más endeudada que nunca. Se va Chávez,
llega Maduro -en una sustitución constitucional amañada- y se encuentra con un país
arruinado por ellos mismos. Presos políticos, medios silenciados, violaciones de derechos
humanos y el inicio de la diáspora (primero los más instruidos, luego todo el que ha podido).
¡Qué culazo! (y perdón por mi francés), pero no podía tener otro final esa fiesta
milmillonaria.

Los que detentaban el poder se blindaron. Ante la falta del líder carismático y
mesiánico, lo fundamental es mantenerse en Miraflores lo más posible, seguir controlando
la institucionalidad y seguir con la confrontación, culpando a todos de sus propios errores.

El balance es tétrico. El fracaso del proyecto es brutal. Pero hay que sostenerlo,
porque él significa sus propias sobrevivencias.

¿Cómo salimos de esto?

Luego de más de dos décadas de confrontación, nadie ha podido extinguir a la


contraparte. En la pugna por el poder, quienes lo ejercen lo han usado sin límites y en
ausencia absoluta de una institucionalidad real, como la prevista en 1999. Quienes objetan
ese ejercicio, han pasado por múltiples etapas de resistencia y de acciones. Poco vale a estas
alturas tratar de determinar la constitucionalidad de nada. No vivimos en un Estado
Constitucional de Derecho y Justicia. Estoy seguro que todos en su fuero interno lo
sabemos.

Hay que construir un pacto social para todos. ¿Es fácil? No, para nada, es
tremendamente difícil.

¿Sirve la Constitución de 1999 como base para ese pacto social? o, dicho de otra
manera, ¿puede ese texto violado incesantemente convertirse en ese acuerdo necesario
para la reinstitucionalización del país, la creación de instancias e instituciones que curen las
profundas heridas sociales, establezca garantías para todos sin impunidad, regrese la
alternabilidad en el poder con estabilización política, económica y social? En mi criterio
personal, sí puede serlo, aun cuando debe ser sometido a algunas modificaciones que le

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permitan a esta sociedad fracturada, a este país desmembrado, comenzar a unirse de
nuevo.

El hartazgo y la falta de esperanza en un futuro mejor son hoy los signos más
evidentes de que nuestro pueblo no quiere ni puede seguir viviendo en este estado de
inequidad que describí en el primer párrafo. Ese hartazgo y esa falta de esperanza es lo que
lo empuja a huir por nuestras fronteras, con un solo pensamiento: cualquier cosa será mejor
que esto.

Tenemos que ser capaces de construir ese nuevo acuerdo que, basado en el texto
constitucional de 1999 (impuesto en 1999 y defendido en 2007), con las reformas que sean
pertinentes hacerle, sea el primer peldaño para la reconstrucción del país, un país que no
será nunca igual a aquel espejismo de nación rica que nos emborrachó ya en dos ocasiones;
pero que puede ser un país democrático, de respeto a la ley y a la dignidad del ser humano,
que desde abajo se reconstruya sobre bases sólidas, austero, con realismo. Ese país que
todos llevamos en nuestro corazón donde quiera que estemos, que nos identifica como
pueblo en nuestro hablar, en nuestro cantar, en nuestra forma de ser. Ese país que hoy está
desmembrado, pero que con muchísimo esfuerzo se puede amalgamar. Hay que terminar
de tejer el guante constitucional de 1999, adaptarlo a la realidad del 2023, para que pueda
abrigarnos a todos con sentido de inclusión y permanencia.

Hay que vencer las soberbias propias del ser humano, hay que someter las
posiciones irreductibles y reducirlas. Hay que desdibujar el mesianismo y el personalismo.
Hay que negociar la construcción de instituciones que sobrepasen a los que temporalmente
las ocupan o las ocuparán.

Solo un Acuerdo así, nos reinsertará de nuevo en la comunidad internacional


democrática, que deberá servir de garante para que se cumpla en cada una de sus etapas

Esta Tierra de Gracia, como la describió Cristóbal Colón, debe llegar a serlo de
verdad. Y puede serlo. Ver el tablero completo, salir de las esquinas dogmáticas, volvernos
a descubrir y a reinventar entre todos, es la única salida posible de este laberinto en que
nos movemos y que nos consume a todos. ¡Carajo, Si hay futuro!

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