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Jorge Rulli: continuará

Por Rubén Kika Kneeteman

Miércoles 26 de abril. Acá por arrancar, me levanto y con Norberto nos vamos para “lo Rulli”. El
Seba no llegó con el video, saberá la vida por qué. Lo que sigue, será contar el día miércoles 26 de
abril de este 2023. Y lo haré en una página o en tres, pero en realidad podría –no lo sé, porque
nunca lo he hecho– debería escribir un libro. Bah, lo vivido alcanzaría para hacerlo. Dejarle la
comida a mamá y ruta. La ruta anda rápido cuando ve el auto de Norberto. La charla con el Norbert
siempre tiene la profundidad del horizonte, el piso y el cielo.

Llegamos a Marcos Paz. Jorge dormía, algunos despertaban, otros desayunaban y nosotros
acomodábamos nuestras mochilas, cual alumno al empezar el día de clase.

Cuando Jorge nos llamó, aún estaba el enfermero. “¿Quién trajo esa marioneta?”. Así empezó
cuando yo le abrí los brazos, en el abrazo abierto que quiere y pide abrazar. Y en la medida en que
su mañana se iniciaba, despertando o intentando zamarrear la morfina, que le anestesiaba sus
neuronas, el diálogo trastabillaba después de los saludos.

Los ojos, los bocados y las palabras se cerraban en silencios incontablemente largos. Dejamos un
ratito la pieza cuando el pañal quería cumplir su destino final.

Volví, pero el sueño, la muerte y las drogas le cagaban a palos la lucidez, la rebeldía y la terrible
locuacidad de siempre. Su fábrica de pensamientos e historia se lentificaba, se adormecía y los
intervalos eran frases cortas y puteadas de “la puta que los parió”, “la puta que los parió”.

Entre silencios eternamente largos, pensé que nuestra visita ya estaba, nuestro propósito noble
estaba cumplido. Porque la muerte, que mata despacito y con dolor, también tortura a los que
presencian el momento. Estuve pensando, quizás como un cagón, que el cuerpo de Jorge alcanzaba
para soportarlo solo. Y que quizás el deber cumplido se limitaba a verlo en ese estado.
Ese estado del que siempre nos contó. Picanas y golpes hasta la mutilación.
El sufrimiento deja ver el alma del amigo. En tiempo presente, presenciando sus gritos, que cortan
como espada mis manos que intentan ayudar. Es algo que supera la razón y la lágrima.
Los ratos y los momentos sucedían, entrando y saliendo de la habitación del Viejo. Y él también
entraba en su historia, en su país, en su guerra, en su lucha de siempre. Y salía en unos ojos que se
cerraban en recuerdos o en una palabra que no venía o salía con un grito en el dolor o con dolor
hasta en el grito.
A veces un “vení aquí” era un agarrarnos las manos por un rato largo, haciendo que semejantes
manotas apretaran con dulzura. “No me justifiques”. Varias veces intenté aliviarle la mochila de sus
dolores, de sus olvidos o de su edad, pero eso, para Rulli, era tratarlo de abuelito, de imposibilitado.
Jorge puede solo, siempre, aguantarlo todo, hasta en la soledad de su celda.
Todas las frases tenían los quejidos de sus dolores. Todos los silencios tenían las palabras que
faltaban.
Y la muerte acariciándolo todo. La conciencia, el tiempo, la vida y el final. Cada oración que
pronunciaba tenía la profundidad de lo vivido y su pensamiento, siempre maravilloso, nombrando la
patria, lo humano, lo ético, lo digno.
En las horas compartidas al lado de su cama dolorida, las risas fueron pocas. Pero estuvieron. Como
columnas que sostienen el edificio que se está por derrumbar.
Algún gesto nos quería para siempre. Para que estemos a su lado y para que el rato que faltaba para
irnos no llegara. Que el presente no termine, que el instante se haga eterno. Para que el abrazo de la
despedida no llegue. No llegue nunca, nunca, nunca.
Norberto, sentado en la cama de al lado le entró a la guitarra como en un cuento. El cuento antes de
dormirnos. Me pareció también que la guitarra sabía lo que estaba pasando. Entonces eran las
cuerdas las que sostenían lo inmanente. Las letras de las canciones hablaban de otra cosa, pero en
realidad cada verso de la longada voz de Norberto parecía que hablaba de muertes y despedidas.
La música y la poesía buscaban, besaban los labios de la muerte. El escenario de ese recital era el
mundo y el público, un par de almas. Norberto avisó, preguntó, pidió permiso. Consciente de la
entereza de Jorge, soltó “Zamba para no morir”. Wanda la cantó. Jorge, en su fetal posición, inclinó
la cabeza a un costado de la almohada. Y le dejó el corazón en las manos de Wanda.
Esta mujer inmensa de amor cantó hasta que pudo, hasta que las lágrimas mojaron las palabras
cantadas. Miguel abrazó a su mamá, para que se note que la vida florece hasta en los tiempos en que
se extingue. Y ahí sí, todos nos desangramos. Llegó la última canción y con ella, los abrazos.
Norberto terminó cantando de pie, todos de pie, como en un himno.
El abrazo con el viejo se hizo ternura y entonces sí, ahora la última mirada, las últimas palabras
tiradas a la nada, a los nervios, a los tendones, a los rincones de esa pieza hecha cosmos. Y se queda
el amigo, el maestro, el guerrero, el que hizo de su vida, cien resurrecciones.
Y de éste y de todos los momentos, lo sublime.
Continuará.

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