Está en la página 1de 10

Capítulo XI: Warisata, escuela – ayllu

Textos de estudio
SALAZAR Mostajo, Carlos
2015[1943] “Warisata Mía” (extractos), [El Pueblo, 17/02/1943; La Paz] en: Warisata, escuela – ayllu
(Elizardo Pérez, 2015[1963]); Ministerio de Educación; La Paz; pp. 19-34.
PÉREZ, Elizardo
2015[1963] Warisata, escuela – ayllu; Ministerio de Educación; La Paz; pp. 75-76 [“Avelino Siñani y la
primera escuela de Warisata”], 98-102 [“Primeros resultados”] y 104-107 [“Funciones
escolares”].

Bibliografía recomendada para mayores consultas

PÉREZ, Elizardo
2015[1963] Warisata, escuela – ayllu; Ministerio de Educación; La Paz; link de descarga:
https://www.minedu.gob.bo/micrositios/biblioteca/disco-1/informacion_institucional/memorias_educacion/348.pdf.
¡Warisata Mía! (extracto)
La Paz, enero de 1943
Carlos Salazar Mostajo
(Publicado en el periódico “La Calle”, 17 de febrero de 1943. Reproducido en Pérez 2015[1963]: 19-34)

La inmensa, prolongada lucha, ha concluido. Warisata recibe hoy la puñalada final.


Escribo esta página cuando los asesinos bailan en torno al cadáver aún tibio de mi escuela.
[…] Warisata era una escuela socialista (ya no vale la pena callarlo). El medio en que
actuaba era completamente feudal. Esto quiere decir que su suerte estaba echada desde
que se puso la primera piedra. […] Todos trabajábamos nuestra escuela, la hacíamos con
nuestras propias manos. Ahí nuestra pedagogía del adobe y el ladrillo. […] Aquí una
escena de la fundación de Warisata: Un corregidor le estaba quitando un cordero al
campesino Churqui. En eso llega Elizardo Pérez impidiendo la exacción. El corregidor,
asombrado, le apostrofa: – “¡A estos indios no hay que tenerles lástima! Por lo menos que
den esto gratis!”–. Pérez le responde: – “Aquí no hemos venido a explotar al indio, sino a
defenderlo”–. Y pronto la nueva recorrería toda la campiña: el nuevo maestro no era un
ladrón como los demás. El hombre rubio pagaba por las mercaderías que necesitaba. Y es
que Warisata nació defendiendo al campesino. Su vida se desarrollaría defendiéndolo, y
había de perecer en plena lucha. […] Pero diréis: ¿Y cuál era el ideal, cuál la doctrina que
nos impulsaba?
Respondo: hoy se trata de hacer que el indio mejore y adquiera un puesto en la
economía, pero sin confesar que su situación actual obedece precisamente al régimen de
servidumbre que es la base de tal economía. […] Una escena de 1934: a cinco leguas de
Warisata se halla la laguna Laramcota, desde la cual los inkas construyeron un canal que
llegaba hasta la misma comunidad. Pero hacía muchísimos años que estaba en ruinas, y
sus contadas acequias habían sido usurpadas por los terratenientes, sin que ni una gota
llegara a la escuela. Un buen día, campesinos, maestros y alumnos amanecieron en plena
cordillera, extendiéndose una caravana de dos mil personas en el trayecto de las cinco
leguas. En una jornada de trabajo sobrehumano, el canal quedó restaurado, y un
caudaloso torrente se precipitó desde las faldas del Illampu, sumiéndose en la tierra
sedienta de nuestra escuela. El milagro estaba hecho: la tierra de temporal, librada a la
mano impiadosa de la naturaleza, aseguraba su sustento por manos del hombre ansioso
de liberación. A la semana siguiente, gamonales del contorno llevaron a sus colonos. Y un
día no llegó más agua. Los bandoleros habían destruido nuestra obra. […] La escuela se
alzaba pujante y bella. Lo esencial no era haberla construido, sino la manera cómo se la
había construido. En esta época del hormigón y la pala mecánica, del cemento armado y la
perforadora eléctrica, es difícil entender el esfuerzo titánico que costó cada muro de
Warisata. […]
En una ocasión había corrido el rumor de que Elizardo [Pérez] había sido golpeado en
Achacachi; al oír la noticia cientos y cientos de campesinos de la región sorateña –Chegje,
Atahuallpani, Curupampa y otras comunidades– empezaron la marcha contra la población
altiplánica, y a su paso las indiadas se plegaban enfurecidas. Mucho trabajo le costó al
señor Néstor Salazar, profesor de Curupampa, convencerlos de que el rumor era falso: los
indios se proponían arrasar Achacachi. Que a ellos los golpearan y estropearan, pase ¡pero
que lo hicieran con su maestro, eso nunca!).
Había un anciano: Santiago Poma, venerable entre los venerables. ¿Setenta, noventa
años? Su fortaleza desmentía a su arrugado rostro. Parecía un joven, incitando al trabajo.
Los gamonales no respetaron sus canas (¡qué respeto puede merecer la cabeza blanca de
un indio!) y Santiago Poma fue flagelado dos veces y su casa saqueada. Y no fue el único.
Historias como esa la pueden contar docenas de indios: Pascual Quispe, Apolinar Rojas,
Cruz Rojas, Siñani... […]
A mediados de 1936, hay otra escena vivificante: hasta entonces, los diversos grupos
campesinos de Warisata habían sido enconados rivales. En cada fiesta religiosa se
producían batallas y muertes. Bajo la égida de la escuela, y presididos por Avelino Siñani,
los campesinos formaron en dos filas, y ante la emoción que nublaba nuestros ojos,
pudimos ver –con Bernabé Ledezma y Raúl Botelho– cómo se abrazaban y finalizaban sus
luchas intestinas. […]
Recuerdo aquellas reuniones de campesinos en el Parlamento Amauta. Llegaban cada
lunes y sábado, decenas de indios. El respeto que inspiraba su presencia acallaba un tanto
el bullicio de la escuela. Los campesinos no hablaban doblados ni de rodillas: eran los que
habían construido Warisata. Estaban en su propio hogar, en el hogar de sus hijos, y no
hablaban ante sus verdugos, sino ante sus amigos, los maestros. El Parlamento Amauta
controlaba toda la vida social de la región, lejos de jueces, gendarmes y explotadores (un
asno indigenista se dio el gustazo de delatarnos ante el presidente Quintanilla diciendo
que al desconocer la jurisdicción de los corregidores, estábamos violando la constitución:
el infeliz decía “que nos metíamos en lo que no nos importaba”). Quizá muchos lectores
puedan atestiguar esto que digo: el Parlamento Amauta era el fruto más notable de la obra
de Warisata. Como que en él se reproducía la ancestral organización de la “ulaka”, el
gobierno propio de la comunidad. Los campesinos empezaban a ser los constructores de
su propio destino: íbamos más allá del mero intento económico; queríamos que los
hombres fueran los forjadores de su propia cultura. ¿Y acaso en aquellas reuniones no se
atisbaba ya el vigor de una cultura renaciente? ¿Acaso no se estaba reconociendo la
eficacia de una actividad solidaria y colectiva? […] Warisata era la Escuela del Trabajo;
pero no el trabajo como una caricatura de la realidad, sino el trabajo mismo, productivo,
social por excelencia, motor de la comunidad. […]
No en cualquier escuela los mismos alumnos hacen canciones. Y ahí está Máximo
Wañuyco, poeta aymara, autor de “La pastorita”, “Illampu” y diez más. Y junto a él, Pedro
Miranda, que dice “¿Por qué sólo Wañuyco ha de hacer versos? Yo también puedo
hacerlos...” (tengo la prueba: poesías de su puño y letra, en su balbuceante lenguaje
castellano). No en cualquier escuela los mismos alumnos hacen periodismo; tened en
cuenta que se trata de indios. Y ahí está Eusebio Karlo que redacta en el Boletín de
Warisata. Y ahí está Juan Añawaya, que escribe la Historia de la Escuela de Turrini. ¿Puede
usted comprender, lector, lo que representa para la cultura un escritor indio, que sale de
la gleba explotada y empieza a opinar sobre su destino? […]
¿No era, la colaboración de los indios, una reviviscencia del ayni y de la minkca? Con el
ayni todas las familias levantaban la casa del reciente matrimonio; con la minkca todos los
campesinos de la marca atendían los trabajos que demandaban grande esfuerzo y vasta
proyección. En Warisata, los indios venían a trabajar en esa forma colectiva para ayudar a
la Taika, o sea a la Escuela Madre, y ese cooperativismo brotaba de la entraña misma de la
tierra como la herencia de siglos de trabajo. En realidad, nada habíamos inventado. La
denominación que yo pongo, de “escuela socialista”, puede inducir a una falsa apreciación
de Warisata; lo cierto es que esa organización ya existía, y no hicimos más que actualizarla
y revelarla.
Nos acusaban de que no nos sujetábamos a regla pedagógica alguna. Y bien: nuestra
visión porvenirista había barrido con todos los tabúes de la educación boliviana, sea en
horarios, exámenes, vacaciones, disciplina, jerarquías docentes, gobierno de la escuela,
etc. En los planes que formulaban, decían: hay que preparar al niño “para la vida” ¿Os
figuráis? Para la vida, es decir, para las formas sociales del presente, para acomodar al
indio, para encajarlo de la mejor manera posible en la sociedad feudal que lo esclaviza y
humilla. Ciertamente, no queríamos tal cosa, por más que con eso faltáramos el respeto a
su fosilizada pedagogía. […]
En Warisata, la insolencia gamonalista llegaba al máximo grado. Las exacciones y
emboscadas menudeaban. Aquí una escena de octubre: Alfonso Gutiérrez y un
compañero, maestros de la Escuela Seccional de Patapatani, son perseguidos a balazos por
enemigos de Warisata. En la oscuridad caen a un precipicio de sesenta metros de
profundidad. Sus cuerpos destrozados eran el símbolo de nuestra próxima destrucción.
¡Quién sabía, aquí en La Paz, de nuestro drama! ¡Quién podía figurarse la congoja que
nos oprimía, viendo que nuestra obra iba a ser sorbida por la ambición desenfrenada de
nuestros adversarios y luego demolida! […]
¡Warisata mía!
En la época final, destellaba todavía un luminoso espíritu: el de la maestra Anita Pérez.
Después de diez años, todos los anhelos fecundos de Warisata, todas nuestras luchas,
llegaron a sintetizarse en ella. Pero en septiembre de 1940, Anita abandonó la escuela. Fue
el final.
La Cámara de Diputados se encargó de darnos el golpe de gracia, al imponer a un
bandolero borracho en el sitial que Elizardo Pérez había honrado con altísima dignidad,
talento y hombría.
¿Sabías esta historia, pueblo de Bolivia? […]
Por eso, ahora que sé que asestan la última puñalada a Warisata digo:
¡Warisata mía!
Y lo digo con dolor y cólera. Porque los cuervos han concluido su festín. Porque
Warisata nunca más será la morada de poetas y artistas. Porque nunca más tendrá
maestros como nosotros. Porque nunca más podrán llenar aquellas aulas con el aliento de
grandeza, de lucha y esperanza, que nos permitió resistir tanto tiempo.
Avelino Siñani y la primera escuela de Warisata
Elizardo Pérez (2015[1963]: 75-76)

Corría el año 1917. En mi carácter de inspector del Departamento de La Paz, visitaba las
escuelas del distrito, incluyendo las indigenales de Saracho –que se habían convertido en
fijas porque su funcionamiento se hizo permanente en una sola comunidad, probada
como estaba la ineficacia de su atención por períodos espaciados–. Entonces conocí la
región de Warisata, donde funcionaba una de estas humildes escuelas fiscales, y en la cual,
como es de suponer, nada había de particular. Mi visita no hubiera tenido, pues, ninguna
trascendencia, si no hubiera encontrado, en la misma zona, otra escuelita, particular,
dirigida por un indio llamado Avelino Siñani.
Al referirme a este hombre, lo hago con una emoción contenida. No soy un escritor:
carezco de una pluma como para poder transmitir al lector los sentimientos que me
embargan al recordar a este preclaro varón de la estirpe aymara. Intentaré, al menos,
señalarlo como un ejemplo de las más altas virtudes humanas. En otro medio, en otra
época, Avelino Siñani hubiera sido honrado por la sociedad; pero hubo de nacer y vivir en
el sórdido ambiente feudal del Altiplano, degradante y oscurantista, adverso a esta clase
de espíritus. Y hubo de ser un indio, esto es, un individuo de la más baja condición social
en el concepto general. Sin embargo, bajo su exterior adusto, enteramente kolla, se
ocultaba un alma tan pura como la de un niño y tan esforzada como la de un gigante. No
importa que apenas dominara el alfabeto y su castellano fuera del todo elemental: su
cultura no residía en los ámbitos de Occidente; era la cultura de los viejos amautas del
Inkario, de los sabios indígenas de antaño, capaces de penetrar tanto en el misterio de la
naturaleza como en el de los espíritus humanos. Avelino Siñani era la encarnación de la
doctrina contenida en el ama sua, ama llulla, ama kella, y en dimensión insuperable.
Obligado a gravitar en su pequeño mundo, abrió una escuelita, pobrísima como él, pero
de grandiosas miras, como que se proponía nada menos que la liberación del indio por
medio de la cultura. No es que Siñani no fuera solidario con los campesinos que solían
alzarse: comprendía perfectamente la cólera que enceguecía al sublevado, en la cual se
manifestaban siglos de opresión y miseria; pero, hombre moderno, de exacta visión,
comprendía también que ese sacrificio era estéril e insensato, por lo menos en esa época.
Había que elegir otra senda, había que capacitar a la mesnada, iluminarla con el fuego
sagrado, prepararla para futuros días. Tal el sentido de su escuela, en cuya humildad
contemplé, en silencio, las más radiantes auroras para Bolivia.
¿Cómo no ayudar y estimular a este hombre? Sin perder tiempo le dije que aparejara
dos mulas para encaminarnos enseguida a Copacabana, a cien kilómetros de distancia,
donde le proporcionaría todo el material escolar que precisaba. ¡Bien sabía yo que aquella
ayuda era mínima! Sin embargo, era todo lo que en ese instante podía hacer por él. En
Copacabana, donde tenía a mi disposición un depósito de material de enseñanza, equipé a
Siñani con todo aquello que le era menester; recuerdo que hasta llevó un reloj de pared.
¡Qué tiempos aquellos!
Dicen que todo tiempo pasado fue mejor… Pudiera ser así en lo que a educación
boliviana se refiere. La verdad es que, antes del advenimiento del llamado “normalismo”,
había autoridades que, sin títulos rimbombantes ni estudios de especialización, tenían
verdadera responsabilidad y previsión, y las escuelas fiscales de provincia, en todo el país,
eran dotadas, antes de que se iniciara el año escolar, de todo el material necesario para
que pudieran trabajar. Excusado es decir que no me estoy refiriendo a las finalidades
mismas que se proponían los gobiernos de entonces. Pero no cabe duda de que el maestro
era mejor tratado, más apreciado y más atendido que el maestro de ahora.
Quede, pues, señalado mi encuentro con Avelino Siñani como uno de los antecedentes
que contribuyeron decisivamente a encaminarme a la fundación de Warisata.
Primeros resultados
Elizardo Pérez (2015[1963]: 98-102)

Ganar la voluntad del indio, después de la primera etapa de hostilidad y desconfianza;


lograr los más indispensables materiales de construcción y algunas herramientas, fueron
factores que nos aseguraron la posibilidad de un trabajo acelerado, con resultados
significativos tanto en lo material cuanto en lo espiritual, y sobre todo, nos permitió
enfocar una organización realista, acorde con el medio en el que trabajábamos.
El indio aprendió así el uso de la plomada, del nivel, del metro, la escuadra, la regla y la
lienza; se enteró de la manera de preparar el cemento, el barro para los adobes y para los
ladrillos; adquirió nociones de arquitectura y construcción, y en fin, se plasmó en su
espíritu un nuevo concepto acerca de lo que es y debe ser una vivienda. Del mismo modo,
todas las necesidades vitales del desarrollo de la escuela, en sus múltiples aspectos,
estaban sistemáticamente asistidas y se incorporaban a la vida misma de la comunidad.
No hubiera bastado, no obstante, el simple entusiasmo del Director y su constancia para
producir en los ayllus aquellas saludables eclosiones espirituales, si en el fondo mismo de
nuestra obra no hubiera palpitado una auténtica gesta libertaria. La educación del
campesino sometido a la servidumbre implica necesariamente una condición de libertad.
El educador del indio, si es sincero, no puede eludir el planteamiento de este problema;
sólo que nosotros queríamos valernos de instrumentos de combate algo distintos a los que
utiliza la demagogia política: nuestros medios eran el esfuerzo y el trabajo, elementos que
incorporados a la personalidad del indio, le permitieran las más atrevidas empresas.
Nuestro culto a ambas disciplinas alcanzaba una categoría mística. Nadie debía estar
desocupado, y para cada uno había alguna actividad, de acuerdo a sus aptitudes y a sus
energías. ¡Sobrehumana gesta la de nuestros maestros de taller, en su infatigable accionar!
¡Qué prodigios de abnegación los del maestro albañil, requerido por todos y en todas
partes! En ese ambiente dinámico, de movimiento constante, la voluntad lo suplía todo. El
deseo de superación nos brindaba recursos para la solución de los problemas que a cada
momento se nos presentaban, aunque no teníamos ingenieros, ni capataces, inspectores,
sanitarios, cocineros, agrónomos, profesores especializados y en fin nada de esa
burocracia que caracterizó y sigue caracterizando nuestras instituciones docentes.
Surgíamos a la vida templándonos en la lucha cotidiana que nos iba equipando de
recursos técnicos para alcanzar una vida mejor, al propio tiempo que se plasmaba en
nuestro ámbito la auténtica imagen del hombre libre, con clara conciencia de sus
necesidades inmediatas y de su porvenir. Notoriamente se desarrollaba un extraordinario
sentido de responsabilidad individual y colectiva, de orden y de organización. El indio
principiaba a recobrar su personalidad perdida en siglos de esclavitud.
Por las tardes, después del trabajo, nos sentábamos haciendo rueda, sobre piedras o en
el suelo, para comentar la jornada o hacer nuevos planes. ¡Días inolvidables! Los recuerdo
con emoción porque fueron los más felices y fecundos de mi vida; y con pena, al pensar
que la perversidad y la estupidez hayan desmoronado tantas esperanzas. ¡Qué jornadas
aquéllas! Cientos de indios trabajando sin salario, alegremente, unidos en el ayni o
achocalla, la fraternal institución del trabajo aymara. Unos hacían adobes, otros cortaban
piedras, aquellos aportaban semillas, estos removían la tierra con sus yuntas, los demás
allá trillaban el grano al ritmo de las canciones pastoriles; y todos en conjunto, levantaban
los muros del edificio, forma plástica, exterior, de ese otro edificio espiritual que iban
construyendo al recuperar la fe en sus destinos y en su condición de grupo social.
Les hablaba… temas inagotables acerca de la escuela y sus proyecciones en el futuro; de
su función económica y social; de las secciones que tendría, el por qué de cada una; de las
enseñanzas que se darían tanto a padres como a hijos; de la importancia de esta obra para
todo el campesinado de Bolivia y para el de América; les remarcaba que de sus esfuerzos
dependía el porvenir de la raza, que muchos pueblos del continente nos observaban con
admiración y respeto. El indio supo que tras de sus montañas ingentes habían otros
pueblos y otras razas y otras naciones… Me acuerdo que, cierta vez que retornaba a la
escuela, un joven campesino, Apolinar Rojas, años antes encarcelado por haber
pretendido levantar una escuela, me salió al encuentro saludándome, en castellano, con la
siguiente frase:
¡Señor, qué dice el mundo de nosotros!
Y bien, en esas palabras se condensaba todo un mundo de nuevas ideas que conmovían
a la pampa. El indio apreciaba la magnitud de su esfuerzo y sabía que su obra se
proyectaría en el ámbito americano donde el nombre de Warisata resonaría como
emblema de redención en todos los confines donde hubieran pueblos como el suyo y
explotados como ellos.
En estas reuniones vespertinas me di cuenta del valor y persistencia de las viejas
instituciones indígenas. Hablaré, por ahora, del Consejo de Amautas, que empezó a
germinar con espontáneo fluir, para convertirse en el ORGANUM de la escuela, el motor
que dimanaría fuerza y orientaría actividades. Las reuniones se sistematizaron, se
sujetaron a un orden impuesto por el propio indio. En ellas se planeaba el trabajo, se
nombraba comisiones; se empezó a pasar lista de los concurrentes; se establecían turnos
para la elaboración de adobes u otros trabajos, y en fin, se organizó toda una maquinaria
productiva que funcionaba sin la menor falla. Todo como resultado de un proceso de
autodeterminación, pues yo no fui como un dictador o un déspota, sino únicamente como
un amigo que sugería o ayudaba al despertar de la conciencia y de las aptitudes de trabajo
de los indios.
Funciones escolares
Elizardo Pérez (2015[1963]: 104-107)

Hemos olvidado un tanto a los llokallas (niños) que en bullicioso conjunto se ubicaban
en la capilla, junto al cementerio. Al lado, en una choza pircada de piedra, de no más de
cuatro metros cuadrados, funcionaba el taller de mecánica y cerrajería. Y en ambos locales
el maestro mecánico alternaba el golpe del martillo con el uso del silabario.
No vamos a criticar las poco apropiadas condiciones del local que nos servía de escuela,
de apenas 4 x 9 metros de superficie, sin suficiente luz ni ventilación y con el piso al
natural. En él improvisábamos bancos y asientos de adobe donde los niños copiaban las
frases o palabras normales que les ponía de muestra por la mañana. El mecánico cuidaba
del orden haciendo escapatorias del taller. Menos mal que quedaba poco del año escolar y
ya vendrían las grandes vacaciones para que se acabara esa tortura para los muchachitos.
No fui a Warisata para machacar el alfabeto ni para tener encerrados a los alumnos en
un recinto frente al silabario. Fui para instalarles la escuela activa, plena de luz, de sol, de
oxígeno y de viento, alternando las ocupaciones propias del aula con los talleres, campos
de cultivo y construcciones.
Pero la comunidad indígena no discurría aún en esa forma: el indio estaba con la
mentalidad de Saracho y del “normalismo”, y creía que la escuela consistía en el alfabeto
únicamente. Se oponían a que los niños dejaran sus ocupaciones escolares para colaborar
en la obra constructiva. “Para eso estamos nosotros” decían los indios, dispuestos a
realizar cualquier trabajo con tal que a los niños no se les distrajese en tareas que, según
ellos, eran pérdida de tiempo.
Lentamente vencimos esas resistencias, mediante la persuasión y los ejemplos que nos
ofrecía la vida. En nuestras reuniones vespertinas discutíamos extensamente y por mucho
tiempo esta cuestión. Había que hacerles entender que el alfabeto únicamente no
solucionaba nada en absoluto. Aunque desfigurando un poco la realidad, les ponía el caso
de Avelino Siñani, que sabiendo leer y escribir, tenía una situación económica y social
exactamente igual a la de Juan Quispe, que no lo sabía, y que en el pueblo o en cualquier
otro centro urbano, eran objeto de igual tratamiento. Los mismos abusos se cometían con
ambos sin que la letra los diferenciara gran cosa. “Esta escuela, les decía, tiene que
equiparlos de todos los conocimientos para levantarlos en su condición por medio del
trabajo y del esfuerzo que producen bienestar y riqueza y elevan la dignidad del individuo.
Quiero que ustedes, sus hijos y sus nietos y todas las generaciones por venir, mejoren sus
condiciones de vida habitando en casas cómodas y limpias, durmiendo en catre y cama
confortable, vistiendo buena ropa, comiendo mejor y más abundantemente. Todo esto se
obtendrá trabajando en el campo para extraer los mejores resultados de los recursos que
brindaba, con el empleo de técnicas y herramientas modernas, complementándose el arte
de edificar con el de la industrialización de la riqueza regional, etc. En nuestras aulas, que
construiríamos con gran amplitud, llenas de luz, con hermosos ventanales, superiores a
los que había en Achacachi y aún en la ciudad de La Paz, los niños y los jóvenes abrirían
su espíritu dando vuelo al pensamiento, superando al mero alfabeto y conociendo
disciplinas superiores. Eso no era todo: orientaríamos nuestra actividad educadora para
que fuesen los mismos indios los conductores de este movimiento profundamente social,
y para ello, en su momento se abriría la sección normal. De ella saldrían los maestros
indios, fuesen o no hijos de Warisata, para educar a este pueblo; pero también se abrirían
para ellos las universidades, a fin de que los que por su capacidad lo merecieran, pudieran
dedicarse a estudios superiores, como lo permitía su condición humana. A la realización
de este programa, les decía, había que anteponer los hechos, traducidos en trabajo y en
esfuerzo desde la edad más tierna del hombre, para adquirir hábitos y disciplina. Si no se
actuaba en este plano, nuestros esfuerzos serían vanos porque ¿con qué elementos
especializados realizaríamos esta obra de progreso? ¿Importándolos? No. Tenían que ser
los hijos de la comunidad quienes tomaran a su cargo la tarea de ejecutarla. De este modo
conquistaríamos el porvenir. Yo no quiero, decía, preparar doctores y curas tan
explotadores los unos como los otros. Nuestra misión era formar hombres aptos, hombres
íntegros y capaces, para sacar de la postración a este pueblo. Eso es lo que queremos, y lo
que, en realidad, ustedes aspiran”.
El ambiente que me rodeaba, mis observaciones, la miseria del indio, las injusticias de
que era víctima; y además su favorable reacción al progreso, su sentido de responsabilidad
y sus cualidades en lo organizativo, su espíritu luchador y amante de la libertad; y por
último, su amor por las instituciones, o mejor dicho, por lo institucional y por lo patrio,
constituían para mí un mundo de revelaciones. Me daba cuenta de todo esto, y
comprendía cómo los intelectuales lo habían calumniado, ¡aún aquellos que se titulaban
indigenistas y hasta los poetas! Porque la verdad es que al indio solía alabárselo, siempre
con repugnante sensiblería, no en su eclosión libertaria, no en sus titánicas gestas, sino en
su condición de sometido, de paria y de vencido.
El análisis de tales realidades me llevaba a reflexionar acerca de la unidad étnica,
geográfica y política que era Bolivia, país de trabajadores, de sufridas gentes fortalecidas
en la lucha constante por la vida; bajo el amparo de sus leyes, sin embargo, el pigmento
blanco se imponía por imperio natural, por rémora colonialista, sobre el pigmento
cobrizo, manteniendo un predominio despótico y envilecedor. Nuestra sensibilidad social
repugnaba tal estado de cosas anti-histórico, y por eso empezábamos a creer que la
educación del indio debía ser el comienzo de una unidad pedagógica nacional, basada en
sus raíces agrarias, para crear una misma filosofía y una misma técnica educacional para el
boliviano de los campos como para el de las ciudades. Teníamos que crear la escuela
boliviana con elementos propios de nuestro cosmos; teníamos que crear al maestro
boliviano con elementos propios de nuestra necesidad, y todo esto nos imponía una
obligación altamente patriótica: la de conservar entre los sistemas ancestrales de
organización social aquellos que, modernizados, pudieran dar carácter a nuestra
condición de pueblo y ponernos en estado de recibir las más nuevas corrientes del
progreso humano.
Por ello anunciábamos ya a los indios un plan de acción futura, que estábamos
extrayendo de los factores del ambiente, y por eso insistíamos tenazmente en la necesidad
de educar al niño en la escuela del trabajo y del esfuerzo, en contacto íntimo con la
naturaleza.
Los indios me escuchaban con atención e interés. Comenzaron a modificar su criterio
sobre la concepción que tenían de la escuela, y lentamente empezaron a percibir la
importancia del trabajo consagrado como práctica educacional; al cabo, se identificaron
de tal modo con estas ideas, que ya no concebían escuela de otro género, y en más de una
ocasión se permitieron criticar a maestros que “sólo enseñaban a leer y escribir”.

También podría gustarte