Está en la página 1de 6

Londoño Jiménez, Hernando. PRÁCTICA FORENSE PENAL. Casuística. Editorial LEYER. Bogotá D.C. 2014. Págs.

95-103.

LESBIANA HOMICIDA
“ Por qué los penalistas no investigan el dolor de la reclusión”?
(CARNELUTTI, Las miserias del proceso penal)
Se trataba de una joven muy desgraciada porque, habiendo fracasado en su vida
matrimonial, perdió el hogar de sus padres y quedó sin el suyo propio. Esos inmensos
vacíos pretendió llenarlos con el amor de una amiga, con quien mantuvo relaciones
íntimas y a quien amó entrañablemente. Pero un día los padres de su amiga,
queriendo sustraer a ésta de su compañía, la internaron en una sección para
protección de menores adjunta a la cárcel de mujeres. Interrumpidas de manera tan
brusca dichas relaciones, aquella joven, desesperada y llena de angustia, no tuvo
vida sino para sufrir intensamente por la ausencia de su amiga y dedicarse a
encontrarla. Hasta que finalmente la encontró y la mató de un disparo de revólver.
Otras dos lesbianas que conocían a la víctima y que estaban interesadas en ella
emprendieron la tarea de ayudar a buscarla, para lo cual hubo estratagemas, argucias
de diversa índole, como simulación de ejercer ciertas profesiones y tener ciertos
cargos.
Consumada la tragedia, lo primero que anheló esta homicida fue la presencia de
sus padres, a fin de que le brindaran la fortaleza moral necesaria para afrontar la
resonante causa penal que se le abría en esos momentos. En tan amargos instantes
de la vida es cuando se quiere buscar refugio y cobrar aliento junto a los seres queridos.
Principalmente el padre y la madre deben estar cerca al hijo, por abominable que sea su
conducta, por execrable que sea su crimen, por mucha que sea su ingratitud filial. Tal
vez ese resulte el momento propicio para salvarle y enseñar mejor el camino que debe
seguir en la vida. ¡Pero jamás desampararlo! ¡Y aquí la abandonaron a su triste suerte!
Nadie acudió a su auxilio. Todos se sintieron afrentados y humillados por su culpa,
avergonzados por sus descarríos, ultrajados en sus más nobles sentimientos. ¡Era la
oveja perdida del aprisco, y todos querían dejarla a su propio sino, tanto el padre como
la madre, dos hermanos, un sacerdote, una monja y su propio esposo! Todo esto lo supe por las
entrevistas que tuve con la detenida después de la indagatoria, a efectos de empezar a preparar
su defensa.
Resolvimos mantener un poco de esperanza de que alguien acudiera en su auxilio.
Prudencialmente esperé algún tiempo para ver quién se presentarla a contratar aquella defensa
y hacerse cargo de los honorarios. Nadie lo hizo. Si siquiera llegaron a preguntar por su
situación jurídica o por su estado de salud. Como se trataba de una causa penal sumamente
difícil, con mucha demanda de tiempo en su asistencia, no solo en la etapa de instrucción
sino también en la del juicio, era de suponerse que alguien tenía que asumir la responsabilidad
económica de la defensa, la cual consideraba bastante costosa. Ante el silencio absoluto sobre
este particular, me desentendí del proceso y así se lo hice saber a la acusada por con- ducto de
la dirección de la cárcel donde estaba recluida. ¡lo podía ser que moralmente tuviera que
sentirme más obligado a ella que sus propios padres! O tal vez sí, en el caso de que sus
progenitores hubieran sido gentes pobres, sin recursos para asistirla con un abogado de su propia
confianza.
Días más tarde supe por las religiosas del establecimiento de detención -el mismo donde se
había cometido el homicidio-, que la reclusa estaba al borde de la locura; que eran tanta su
angustia y desesperación que, impulsada por ello, podría llegar hasta el suicidio, ante el
1
Londoño Jiménez, Hernando. PRÁCTICA FORENSE PENAL. Casuística. Editorial LEYER. Bogotá D.C. 2014. Págs.
95-103.
abandono de todos sus familiares, quienes ni siquiera habían tenido con ella un solo gesto de
piedad. Ninguno había ido a la cárcel a visitarla. Manifesté que ante dicha situación nada
podía hacer por ella, ya que no era de mi incumbencia tratar de despertar la dormida conciencia
de sus padres para que le tendieran la mano y acudieran solícitos a su defensa. No podía ponerme
a levantar cátedra frente a los progenitores de la acusada, para enseñarles los deberes de padres
hacia sus hijos, las obligaciones del cristiano hacia quienes han caído en desgracia, para que
escucharan la propia voz de la sangre o las enfáticas censuras de su conciencia. Yo era, en
cierto modo, parte interesada e impedida para tocar a las puertas de su casa.
¿Cómo -me decía- voy a invertir tiempo defendiendo gratuita- mente a esta joven, siendo que sus
padres tienen recursos económicos para cubrir los honorarios que vale su defensa? ¿Qué fuerza moral
podría obligarme a ello? Era tan difícil la defensa y tanto el tiempo que iba a ser necesario emplear
en ella, que mis inclinaciones egoístas siempre me indujeron a la negativa rotunda. ¡Ella sabría cómo
resolver su magno problema!
Pero un día recibí una carta de aquella joven. Cuando terminé de leerla, comprendí que en las
súplicas con que requería mi ayuda, estaban sus últimas resistencias por conservar su vida. Lo que
me pedía era ya una obra de caridad, y una petición de éstas, estrujada con tantos dolores de su
existencia, no podía desoírla. En CARNELUTTI, después del dictado de mi propia conciencia, había
aprendido:
“Defender, sin cobrar, defender a quien nos ofendió, defender a costa de perder amigos
y protectores, defender afrontando la in- juria y la impopularidad, no solo es loable, sino
tan estrictamente debido a nue5tros patrocinador, que casi no construye mérito, ya que
en esa disposición de ánimo está la decencia misma de la abogacía, que Sin tales prendas
perdería su razón de existir ”.
Salí inmediatamente a visitarla. Mi saludo fue el de que podía estar tranquila, puesto que iba a
defenderla. No fue capaz de dar- me las gracias en ese momento, porque el llanto ahogó su voz.
Luego, con palabras llenas de sinceridad, me confesó que le había acabado de salvar la vida, ya que
tenía pensado suicidarse esa misma noche.
Preparando la defensa para la audiencia pública llegué a la conclusión de que debería solicitar del
jurado, como veredicto, el re- conocimiento de una grave anomalía psíquica transitoria al momento
de la tragedia o una falta de propósito de matar. Porque resulta que cuando ya Flor María en el Buen
Pastor encontró a su amiga y a la vez prima hermana Martha Penagos, sostuvieron un diálogo que
nadie escuchó. Sin embargo, sí advirtieron los movimientos negativos que con su cabeza le hacía la
víctima a la procesada. Y cuando menos se pensó, algunas personas cercanas vieron a Flor María
sacar un revólver con el cual hizo un primer disparo hacia el techo del salón donde se
encontraban, en seguida dos disparos a sus dos compañeras de visita y a una monja que
estaban ahí cerca, y el cuarto a Martha Penagos, con el cual la mató en el acto. Y, por
mínimo, se colocó el revólver en la sien derecha con la intención de suicidarse, pero,
lograron que desistiera.
Cuando empezó a tener plena conciencia de la trágica realidad, se sintió robo loro,
solicitó que la llevaran inmediatamente donde un médico para que en el acto le
hicieran un examen, pero que no quisieron escucharla. Ese examen solicitado pocos
minutos después del homicidio no le interesó a la justicia. Pero sí lo hicieron crío meses
después, cuando ya no tenía importancia, porque habían desaparecido las situaciones
indicativas de una posible perturbación mental transitoria.
Se pregunta uno ¿cómo hicieron los médicos legistas, a los ocho meses de la tragedia,
2
Londoño Jiménez, Hernando. PRÁCTICA FORENSE PENAL. Casuística. Editorial LEYER. Bogotá D.C. 2014. Págs.
95-103.
sin saber qué droga fue la que ingirió la acusada, para establecer esa casi imperceptible
línea divisoria entre la grave y leve anomalía síquica, al negar la primera y admitir la
segunda? ¿Cómo harían, Dios mío? Tan irresponsable fue este dictamen, que su estado
síquico al momento de la tragedia lo califica- ven como de una “leve anomalía del
siquismo, o sea, un estado de ánimo similar al desvelo amoroso a una embriaguez
aguda...” ¡Qué tristeza! ¡Unos médicos legistas ignorando que una embriaguez aguda
produce una grave anomalía síquica! ¡Y, comparar el estado que produce la embriaguez
aguda con el de desvelo amoroso, es ya el colmo de la irresponsabilidad de estos “auxiliares
de la justicia”!
La razón para Flor María solicitar el examen médico momentos después de la
tragedia, podemos encontrarla en lo que declaró uno de los guardianes de la cárcel,
quién al conversar con la acusada ahí mismo en el lugar de los hechos, ésta le dijo que
creía estar empastillada, que tenía serias sospechas de que una de las compañeras le
había mezclado una pastilla a la bebida que ingería, mientras se ausentaba
momentáneamente al bajar al baño del establecimiento donde estaban antes de la
visita. Y le agregó que, después de haberse tomado el contenido restante del vaso, se
sintió muy distinta.
Melba, la compañera de Flor María, fue quien fraguó toda esta comedia de la visita al
Buen Pastor, aduciendo cargos y oficios falsos. Fue quien aprovechó una breve ausencia de
la acusada, cuando estaban en una heladería, camino del Buen Pastor, para echarle una droga a
la bebida que ingería. Fue cuando le dijo que ahora sí iba a sentirse serte, que ahora si nada le
iría a importar. Sabía entonces los efectos que produciría la droga. Desde luego que la amiga
lo que se proponía era darle ánimo para desempeñar bien el papel de simulación de cargos con el
fin de poder entrar al Buen Pastor, pe- ro que indudablemente sus efectos fueron los de esa
perturbación mental que demostró la acusada momentos después del homicidio.
Los efectos de esa droga se sintieron también cuando viajaban hacia el lugar de reclusión. En el
taxi, Flor María comentó que se sentía muy rara, por lo cual, de paso, en una farmacia, la misma
Melba le suministró un medicamento, porque se sentía muy nerviosa. Lástima que esta compañera,
quien fraguó todo, no hubiera colaborado en la investigación confesando la clase de pastilla que a
escondidas le suministró a la bebida que ingería Flor María. A lo mejor, pensando que dicha droga,
tal vez un estupefaciente, algún alucinógeno, pudo haber determinado la tragedia, no quiso
confesarlo por temor a comprometerse. Es posible que por este antecedente se sintiera tan culpable
de lo ocurrido, que momentos después de la tragedia decía esta misma noche me suicido, yo me
extermino, según lo narra el mismo sacerdote a quien también embaucaron en la visita haciéndole
creer que iban en una misión altruista. Inclusive, ella misma, en la diligencia de reconstrucción de
los hechos, confesó haber dicho aquellas expresiones sobre la intención de suicidarse esa misma
noche. ¿Por qué hacía estas manifestaciones? ¿Por qué sabía que la droga que le había mezclado a
la bebida de Flor María podía producir las reacciones conocidas? ¿Se sentía involuntariamente
culpable de aquel homicidio?
Si se hubiera sabido la clase de droga ingerida, ¿este proceso habría tomado otro rumbo?; ¿O si,
como lo pidió Flor María minutos después de la tragedia la hubieran llevado a un médico legista, a
un siquiatra, a un laboratorio, y como consecuencia de ello se hubiera dictaminado encontrarse bajo
los efectos de un estupefaciente, de un alucinógeno? Entonces el proceso no habría llegado ala
audiencia pública, porque en lugar del dictamen producido ocho meses después sobre una leve
anomalía síquica, se hubiera dictaminado mejor una grave anomalía síquica, es decir, un estado de
inimputabilidad.

3
Londoño Jiménez, Hernando. PRÁCTICA FORENSE PENAL. Casuística. Editorial LEYER. Bogotá D.C. 2014. Págs.
95-103.
Creí en la sinceridad de la acusada cuando dijo en su indagatoria: Yo lo que hice, lo hice en medio
de una locura; yo no me di cuenta de mi proceder; cuando supe lo ocurrido, fue el dolor más
grande de mi vida, mi más grande angustia, ellas me dieron a mí las pastillas y eso me hizo
reaccionar, porque yo me volví fue como loca. Un guardián que se encontraba cerca de ella cuando
los disparos, al decir qué al mirar a la acusada tan tranquila después de los disparos, no me pareció
que estuviera normal. Y si esto lo advirtió un hombre ignorante, el simple guardián de una cárcel,
¿a qué conclusiones pudiera haber llegado un siquiatra, un neurólogo, un alienista, una oficina
médico-legal, si la procesada hubiera sido puesta en forma inmediata a su disposición, como ella
misma lo solicitó cuando quedó a órdenes de las autoridades carcelarias en calidad de capturada
dentro del mismo establecimiento?
Si sólo porque habían alejado de su lado a su amiga y prima hermana ya había decidido quitarse
la vida, con mayor razón cuando vuelta en sí se dio cuenta de haberla matado. De lo prime- ro,
tenemos la carta amorosa que le había escrito a la víctima, en uno de cuyos párrafos le decía: Sólo
una vez se ama en la vida al único extremo de llegar a quitarse la vida por amor, o sea, por la
pérdida del ser querido. Entiéndelo, mi felicidad fuiste tú y la he perdido. Entonces voy a llorar mi
desgracia a una triste tumba donde te esperaré después que hayas sido feliz como lo fui yo contigo,
y luego después que llores la perdida del ser que amas, así como sufrí yo la pérdida de tu amor. Y
de lo segundo, están todos los testimonios del proceso cuando la vieron colocarse el cañón del
revólver sobre la sien derecha al darse cuenta de que había matado a su amiga Marta Penagos. Una
bella y conmovedora frase de un guardián impidió el suicidio. Le dijo: No se mate, quédese viva,
para que Dios tenga compasión de usted y la perdone.
Ya al finalizar mi defensa, dije a los señores jueces de conciencia:
La conciencia jamás podría atormentarse por haber absuelto un culpable, pero el tormento
sería infinito si se condenara a una persona como normal en el momento del hecho homicida,
cuando su acto no estuvo acompañado por la conciencia de su ilicitud, ni dirigido plenamente
como acción voluntaria. Con la condena os
podríais colocar en el inminente peligro de cometer un error erro r, porque bien pudo la
procesada la haber dicho la verdad cuando alegó su estado de inconciencia en el momento
trágico y terrible del acto homicida. Y ese error ya sería irreparable. ¿Y cómo poder estar
seguros de que al condenarla no se cometería un tremendo y gravísimo error judicial? El
peligro subsiste desde que se trate de valorar y apreciar lo que estuvo o no o no en la
conciencia de Flor María Rodríguez, las ideas que pasaron o no por su mente, si tuvo
o no propósito de matar a Martha Penagos, si había luz en su entendimiento, o todo en él
era un caos, una oscuridad. Son situaciones que están fuera de la compresión, inasibles al
entendimiento, porque son territorios espirituales y del intelecto, inaccesibles a nosotros. . Es un
imposible humano, un imposible de la inteligencia. Y ante la conciencia, ante la ley, ante el
derecho, el camino tranquilizador y aconsejable no es el de la fría condena, sino el de la
sensata absolución, o en la duda, un veredicto en estado de grave anomalía síquica. *

Por las razones que me indujeron a ello, con sumo agrado hice esta defensa, que
fue coronado por el éxito absoluto. La audiencia tuvo una resonancia pública
nunca antes vista. El público desde muy temprano hacía fila para ocupar los
mejores puestos. No le puse ni menos devoción, ni menor calor humano que el que
le hubiera puesto de haber sido bien remunerado. Aun siendo gratuita la defensa,

* El veredicto, por unanimidad, fue: Sí, en estado de grave anomalía síquica.


4
Londoño Jiménez, Hernando. PRÁCTICA FORENSE PENAL. Casuística. Editorial LEYER. Bogotá D.C. 2014. Págs.
95-103.
me sentí exactamente con la misma responsabilidad ante la acusada, ante el proceso,
ante la administración de justicia. De no haberlo sentido y obrado así, sin duda
alguna habría disminuido moralmente el profundo significado de la tremenda
misión recibida.
Lo mismo debe ocurrir con las defensas de oficio, cuando el acusado es hombre pobre: nunca
hay que defenderlo menos por dicha circunstancia. Tal vez, por lo mismo, defenderlo mejor, batallar
con mayor denuedo su causa, entregar de sí el máximo de capacidad y de conocimientos, porque,
como se sentenció en Las Bienaventuranzas, los pobres son quienes tienen más hambre y sed de
justicia.
Aquella entrevista, en momentos tan dramáticos y difíciles, creo que fue como la tabla de
salvación para la acusada. Le escuché todas sus congojas, me descubrió íntimos secretos de su
corazón, me puso al descubierto toda su vida pasada, entre sollozos y lágrimas. Fue cuando más
me persuadí de mi obligación moral de defenderla.
CALAMANDREI entendió perfectamente los efectos saludables de una sincera comunicación
entre cliente y abogado:
“Se cree comúnmente que la misión específica del abogado consiste en hacerse
escuchar por los jueces; en realidad, la tarea más humana de los abogados es la de
escuchar a los clientes, es decir, la de dar a los desasosegados el alivio de encontrar
en el mundo un incansable confidente de sus inquietudes. El cliente, después de la
larga conversación con este confesor laico que se encariña por vocación con las
secretas congojas que los demás le confían, se siente más ligero y como purificado;
advierte que, después de haberse confiado a él, la parte más cruel de sus penas ha
quedado mágicamente aprisionada y amasado en esos papeles en que el abogado,
mientras el cliente hablaba, iba clasificando suspiros bajo expresos artículos de ley. Se
ha realizado así una especie de benéfica reacción química, en virtud de la cual el
rencor, ese tóxico sutil que antes circulaba disuelto en la sangre, se ha
transformado en una Sustancia neutra, que no quema ya los labios y que se puede
observar con serenidad, como un precipitado ya insoluble, perfectamente visible en
la límpida probeta de ese farmacólogo de las pasiones que es el abogado”.
El veredicto implicaba la libertad de la procesada. Pero ocurrió que con ponencia del magistrado
Gustavo Gómez Velásquez, se declaró la contra evidencia, por lo cual había que convocar un nuevo
jurado.
En esos días tenía que viajar a Italia para un curso de Derecho Penal y Criminología en la
Universidad de Roma. Fui a despedir- me de Flor María. Me solicitó le sugiriera algún abogado para
la nueva audiencia, pero me negué a ello, a pesar de que el doctor Julio de Castro Herrera había
actuado en la primera como vocero. Esta vocería me la intrigó dicho profesional, pero dada su pobre
actuación concluí que sólo buscaba la publicidad. Cuando al año regresé al país, me enteré de su
visita a la cárcel para ofrecerle gratuitamente su defensa a Flor María, misión que en efecto cumplió
con el deplorable resultado de un veredicto condenatorio. Me contaron que su actuación como defensor
había sido tan mediocre como la anterior como vocero. Sin vanidad, siempre creí que, si la hubiera
defendido en esta segunda oportunidad, habría conseguido del jurado de conciencia el mismo veredicto
anterior, sobre una grave anomalía ii «reo, con derecho a la libertad inmediata, en lugar de los nueve
años de prisión que le impusieron.

5
Londoño Jiménez, Hernando. PRÁCTICA FORENSE PENAL. Casuística. Editorial LEYER. Bogotá D.C. 2014. Págs.
95-103.
Se sabe del abandono absoluto en que Flor María permaneció en su cautiverio por parte de sus
padres, hermanos y esposo. Sólo una persona la visitaba en la cárcel. Y el día en que llevaron a la
acusada al juzgado para notificarle el auto de proceder, allí estaba esperándola dicha persona. Al
despedirse de ella, le dio un beso en la frente. El juez le preguntó a Flor María, quién era dicho señor,
y ella le contestó: el padre de mi amiga muerta, Martha Penagos.

También podría gustarte