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hablamos de


pasiones y guerras
Jorge García Garrido
Alrededor de la hoguera
hablamos de
pasiones y guerras

Jorge García Garrido


Título del libro: Alrededor de la hoguera hablamos de amores y guerras
Autor: Jorge García Garrido

© Texto: Jorge García Garrido, 2022


© Texto Roedor: Jorge García Garrido, 2005
© Texto Play Sensation: Jorge García Garrido, 2002
© Texto El ser inexplicable: Jorge García Garrido, 2019
© Texto Dioses, ángeles y otros monstruos: Jorge García Garrido, 2019
© Texto De creadores y creados: Jorge García Garrido, 2019
© Texto Txoritxo: Jorge García Garrido, 2018
© Texto Anomalía: Jorge García Garrido, 2018
© Texto La niña que podía matarte con la mirada: Jorge García Garrido,
2019
© Texto Cadena I, II y III: Jorge García Garrido, 2019
© Ilustración: Iban Lafont Herrero, 2022

Corrección: Autorquía
Diseño de portada: Iban Lafont Herrero
Maquetado: Jorge García Garrido

Todos los derechos reservados. Este libro ha sido publicado en modalidad


de autopublicación por el autor, que ha oficiado también como editor.
Ninguna sección de este material puede ser reproducida de ninguna forma
ni por ningún medio sin la autorización expresa de su autor. Esto incluye,
pero no se limita, reimpresiones, extractos, fotocopias, grabación o
cualquier otro medio de reproducción. Para más información, por favor,
contacte con el autor vía correo electrónico en info@jorgegarciagarrido.es.

Publicado en España por Amazon Publishing


ASIN: B09W1QNWCW

www.jorgegarciagarrido.es
Índice
1. Conversación con arma al fondo
2. Play Sensation
3. Hechizo de mar
4. Fechas señaladas
5. Canciones
6. Roedor
7. El ser inexplicable
8. Dioses, ángeles y otros monstruos
9. Un día tonto
10. Suenan las sirenas
11. De creadores y creados
12. Reflexiones
13. Txoritxo (pajarito)
14. Hoy he visto
15. Poemas
16. Anomalía
17. La niña que podía matarte con la mirada
18. Cadena I
19. Cadena II
20. Cadena III
Agradecimientos
Acerca del autor
A la memoria de mi padre. Siempre te recordaremos.
A mi mujer, a mi madre y a mi familia.
J. G. G.
1. Conversación con arma al fondo
Tenía ganas de ver su rostro cuando le dijera que iba a morir.
Pedro no podía desprenderse de esa sensación casi olvidada de
ansiedad asfixiante. En su recuerdo se veía lejana la última vez que disfrutó
de un «acto de limpieza»; así denominaba a sus espeluznantes crímenes.
Confundía varios conceptos básicos de moral y ética. Claro que su
percepción del bien y del mal se entremezclaban en su mente de manera que
una anulaba a la otra; ganando siempre la psicopatía.
Sentado a una mesa en la que se veía una pistola, una cartera y un
abrecartas colocados en paralelo, sostenía una copa de vino tinto. Al otro
lado se encontraba un hombre de unos treinta años atado a una silla con la
robustez suficiente como para disuadir al pobre diablo de escapar. Debajo,
cubriendo el suelo de la cocina, había un enorme plástico que protegía todo
del posible escenario. Los muebles cercanos también estaban recubiertos.
El hombre se encontraba inconsciente. Llevaba el pelo rapado, lo que
dejaba ver varias cicatrices fruto de una niñez muy movida. De su frente
caía un hilo de sangre que llegaba a su ojo derecho desde una brecha
abierta.
El color, la textura y el sabor del caldo que degustaba le encantaban.
Podía ser por su similitud con la sangre, aunque el resultado en el paladar
era muy diferente; o simplemente porque sí. Era capaz de tolerar los demás
vinos, aunque su preferido era el cárdeno oscuro.
Miraba la frente de su prisionero y saboreaba su bebida.
Un solo linternazo le había bastado para reducir al intruso. Ese pobre
desgraciado se metió en la boca de un depredador famélico, imparable; no
iba a dudar en apretar las mandíbulas alrededor de su cuello. Incauto. Ajeno
al peligro que corría. Probablemente alentado por el estado de abandono de
su edificio, un bloque de seis pisos y tres apartamentos en cada uno de
ellos, en el que solo vivían tres personas contando con él mismo. Poco a
poco, los vecinos fueron abandonando sus hogares huyendo del propio
diablo. Era evidente que no se iban a producir «actos de limpieza» en su
vecindario. Sería delatarse. Los despreciaba por eso. Se sentía orgulloso de
sus logros y, sobre todo, de haber salido airoso de todas las atrocidades
perpetradas con «sus chicas».
Se consideraba el más listo. Cómo se reía en la cara de esos malditos
perros de caza cuando intentaban encontrar el arma o, más bien, el conjunto
de herramientas que utilizaba en sus juegos. Nadie podía demostrar nada.
Después de varios años sin satisfacer sus necesidades especiales, el apetito
fue desapareciendo. Se hacía viejo y el acceso a internet le saciaba de casi
todo.
Tuvo su momento de gloria, el cual condicionó su poca vida social y
esto lo convirtió en un ser despreciado por todos. Los medios de
comunicación llevaban años sin interesarse por él. Los jueces no podían
juzgarle ni arrestarle, pero sus vecinos ya tenían el veredicto. Malditos
bastardos. Y ahora los robos. Parecía que el mundo se volvía más inseguro
que nunca.
Se preguntaba quién demonios era ese tipo. Lo había registrado con el
resultado que se veía sobre la mesa. Su cartera delataba su nombre, José,
una dirección, sus dos preciosos hijos y poco más. Lo miraba y se podía
hacer una idea del perfil de individuo que tenía delante. Era un ladrón
solitario. Había revisado el exterior del edificio y la escalera sin encontrar
ninguna señal de compañía.
Lo primero que Pedro había encontrado era el abrecartas de plata de
su madre. Seguro que la vieja hubiera disfrutado rajándolo en canal con ese
elegante instrumento. Pronto se sacó de la cabeza a su difunta progenitora y
se centró de nuevo en su presa. Tenía poco apetito, pero esa inesperada
visita revivió en él un sentimiento apartado durante demasiado tiempo.
Claro que le gustaban las mujeres, jamás jugaba con hombres, pero era lo
que había. Tenía, además, la dirección de dos guapos niños para continuar
con el festín. Se le ocurrían varias opciones muy jugosas y estuvo a punto
de ir a buscarlos para disfrutar de la intensa relación paternofilial.
La situación le excitaba demasiado y prefirió ser cauto. Tenía un
fabuloso manjar delante. Ese rostro ensangrentado debía proporcionarle
mucho placer.
Pensaba darle un final glorioso y decidió hacerlo en la cocina, el
marco más propicio para limpiar después los restos. Mientras meditaba y
degustaba el fabuloso tinto, le vinieron a la cabeza esas ilustraciones
realistas de un alemán del siglo XIX de cuyo nombre no se acordaba.
Situaciones cotidianas con trajes lujosos de la época. Esta sería una estampa
ideal para crear un cuadro con un título parecido a Conversación con arma
al fondo. Miraba la ropa del intruso y la suya propia y no veía grandiosidad
en nada. Con el tiempo se habían perdido las formas.
Siempre estuvo tentado de realizar fotografías de sus atrocidades para
el recuerdo, pero representaban un gran peligro.
—Mmmmmmm —gimió el hombre atado a la silla.
Ese gesto llamó la atención de Pedro. Parecía que empezaba la
acción. José movía la cabeza todavía mirando hacia abajo. En su recuerdo
no aparecía el momento del golpe y, por consiguiente, no entendía nada de
lo que pasaba. Sus ojos permanecían cerrados. Le costaba levantar la
cabeza. Con esfuerzo lo consiguió e hizo el primer intento por introducir
claridad en sus ojos. Demasiada luz. Una nube se fue mitigando hasta dejar
ver al causante de su trastorno.
—¿Qué hostias…? —murmuró.
En ese momento se dio cuenta de que estaba amarrado. El instinto de
llevarse una mano al foco del dolor en la frente se vio frustrado por las
ataduras. Cualquier esfuerzo era en vano y le propició una punzada
dolorosa en la cabeza. Soltó un quejido. Entonces se fijó en Pedro.
—No te esfuerces. Es imposible que te desates y, por mucho que
grites, no te escuchará nadie. —José lo miraba atónito. La voz de Pedro
sonaba muy nasal y se entendía con cierta dificultad—. Me gustaría decirte
que la próxima vez que intentes robar te lo pienses dos veces, pero no va a
haber próxima vez.
—No, no, espera, no quería hacer daño a nadie. Es, es cuestión de
vida o muerte. Si no, no haría esta mierda —replicó José intentando no
sonreír.
Pedro miró el arma sobre la mesa. Nadie sale a robar con un arma sin
pensar en usarla. Empezaban bien, con mentiras y esa mirada. Como un
sexto sentido percibía la mofa del ladrón ante su problema nasal. Cuánto se
habían reído de él, chicos, chicas, padres, madres… Todo el mundo se reía a
sus espaldas o en su propia cara. Reían mucho hasta que el pavor las hacía
callar y entonces se reía de ellas, las torturaba, las vejaba, mutilaba, violaba.
Eran mujeres las que recibían toda su furia. Eran más manejables. Tenía que
parar de pensar en ellas porque su pulso estaba demasiado acelerado.
—¿Pensabas utilizar este juguete? —preguntó mientras dejaba la copa
y cogía la pistola.
—No. Es solo para protegerme —respondió José rápidamente,
aunque no pudo esconder una pequeña sonrisa.
—¡Te parece gracioso! —gritó Pedro mientras se levantaba y ponía el
cañón de la pistola en la mandíbula del ladrón—. Nadie sale de casa con un
arma sin estar dispuesto a usarla. —Estaba todavía más alterado y se le
entendía muy mal. José apretaba los ojos y la boca, aterrado por el arma.
—Perdón, perdón —lloriqueaba José—. Solo es para intimidar. La
compré para asustar. Casi no sé utilizarla.
Pedro se separó del asustado prisionero y empezó a caminar por la
cocina.
—¡La has cagado, tío, la has cagado! —Se debatía entre la mejor
manera de disfrutar de su regalo. Había estado a punto de volarle la boca
para borrar esa mueca de mofa—. No te puedes meter en la casa del diablo
y mentirle a la cara.
—¡Oye, tranquilízate, soy un gilipollas que se ha equivocado! —El
terror se mostraba con claridad en los ojos de José. Veía la situación que
tenía en frente y el final parecía trágico—. Mira, déjame ir y te aseguro que
no me verás el pelo en tu vida.
Pedro se paró de repente y se acercó a su presa mirándola a los ojos.
Como una araña, tenía su manjar paralizado, impotente. Le observaba
intentando retener todos los matices de su rostro, todo rastro de
desesperación ante lo que se le venía encima. Comenzó a reírse
teatralmente, con una risa asmática, silenciosa.
—¿Crees que vas a escapar de aquí? —le preguntó rompiendo la
pequeña sonrisa de confusión que se mostraba en su cara—. Estás a punto
de sufrir el mayor dolor de tu vida. Estás muerto.
—¿Estás loco?
—No es aconsejable insultar a tu verdugo —dijo Pedro tras reírse
espontáneamente—. Tienes suerte. No vas a ver lo que tengo preparado.
José miró la cartera que había encima de la mesa por acto reflejo.
Enseguida supo a qué se refería.
—¡Ni se te ocurra poner un dedo encima a mis hijos! —gritó con la
cólera de un titán—. ¡No tienen nada que ver en esto, maldito zumbado! —
Seguía gritando a la vez que su corazón latía a un ritmo desenfrenado,
bombeando toda su sangre hasta hinchar venas, arterias y músculos en un
intento de generar la suficiente presión capaz de disparar sus palabras
directamente a la cabeza del psicópata—. ¡Te mato, hijo de puta!
¡Suéltame! ¡Suéltame! —Se agitaba con brusquedad intentando soltarse de
sus anclajes. Tanta rabia y desesperación surtió efecto: liberó un brazo ante
la mirada de gozo de su captor. Antes de poder quitarse la atadura del otro
brazo, Pedro le lanzó un potente directo a la cara. De la fuerza del golpe,
José cayó hacia un lateral junto a la silla, quedándose aturdido sobre el
plástico. Con gran enfado, el depredador reató el brazo libre de su presa y lo
puso en posición correcta: de nuevo sentado frente a la mesa.
El anfitrión salió de la cocina, dejando la pistola colocada en la mesa.
José, recomponiéndose del puñetazo y, con la mirada fija en la pistola,
empezó de nuevo a removerse. Las ataduras estaban muy prietas, por lo que
no consiguió nada. El torturador regresó con un estuche parecido a los que
se utilizan para herramientas y lo colocó en la mesa. Se miraron unos
segundos.
—Vale, perdona por los insultos. Creía que este edificio estaba vacío
y entré para ver si había algo de valor —dijo José con voz cansada—.
Déjame ir. Te juro que no volverás a verme.
—Este edificio es mío. Todos temen al monstruo que vive dentro. —
Pedro parecía no escucharle—. Tengo que limpiar tu suciedad. —Según
decía esto extendió en la mesa sus herramientas personales. Entre varios
tipos de cuchillos, tenazas y punzones había algunos bisturís—. Alegra esa
cara, hombre, te aseguro que no volveré a verte ni volverás a verme después
de esto.
—¿Quién cojones eres? —preguntó José muy sorprendido por el
juego de utensilios macabros—. No puedes hacerme esto. Estoy en paro por
la puta crisis. Estoy desesperado.
—Sí, es verdad, la culpa la tiene el Gobierno. —Esta vez el que se
mofaba era Pedro. Cuando torturaba, violaba, mutilaba y desmembraba esos
jugosos cuerpos de jovencitas con un futuro tan prometedor, no sentía ni el
más mínimo remordimiento; como para detener sus actos con alguien que
había profanado su hogar—. Nos obliga a hacer muchas barbaridades.
José miraba nervioso las herramientas y la pistola. Pedro se levantó,
le cogió dos dedos de la mano derecha y se los rompió. El inmovilizado
ladrón se retorció entre gritos e insultos. Su torturador le dio otro puñetazo
y le rompió otros dos dedos de la mano izquierda. El dolor era insoportable.
—¿Ya se te han quitado las ganas de coger tu pistola? —Se lo
preguntaba cerca del oído con una expresión de placer enfermizo que
asustaría al mismísimo Mason—. ¿Ves lo que me obligas a hacer?
Entre espasmos producidos por el mal que sufría, José lanzó un
cabezazo que sorprendió al psicópata. Esto encendió todavía más su ira.
Cogió las tenazas y le arrancó el lóbulo de la oreja izquierda. Acto seguido,
mediante un certero corte con uno de los bisturís, separó la oreja de José. El
éxtasis en el que se encontraba envuelto el depredador le provocaba risas
cortas e hiperventilación. Acabó clavando el bisturí en el hombro del
malogrado intruso. Se apartó para ver el estado de su obra cuando descubrió
que los gritos de pavor que emitía su juguete se convertían en una risa
incontrolada.
—¿De qué te ríes, maldito bastardo? —Algo no estaba bien. Debería
estar sufriendo, incluso desmayado del dolor—. ¿Te gusta lo que estoy
haciendo, lo que voy a hacer a tus hijos? —Esta vez le agarraba de la única
oreja que le quedaba, pero el malnacido seguía riéndose. Pedro se separó
algo confundido.
—Yo no tengo hijos —dijo con esfuerzos el ladrón—. No tengo nada.
—Y volvió a reír con esfuerzo—. ¡Tú me lo arrebataste todo, gilipollas! —
Este reproche provocó un acto reflejo en el torturador. Cogió un punzón y
se lo clavó en la tripa—. Te creías muy listo y no eres más que un puto
psicópata. Acabas de delatarte, bastardo.
Pedro no entendía nada, mejor dicho, no podía creer lo que le decía su
víctima. Nadie había encontrado nunca ninguna prueba contra él. Ese
maldito desconocido parecía seguro de sus palabras. Le miró serio y algo
aturdido.
—Eva Matís —dijo mostrando una sonrisa entre rastros de sangre.
Todo el esfuerzo daba sus frutos.
El nombre de la preciosa niña retumbó en la cabeza del asesino.
Cuánto había disfrutado con ella. Ya hacía más de diez años de aquello. La
pequeña no tenía padres, vivía con su hermano mayor. De repente, la
revelación invadió todo su cuerpo: estaba delante del hermano de Eva, pero
en aquella época llevaba barba, rizos y gafas. «Puto hipster». No era común
esa tendencia en aquella época. José debió ser un pionero. Ahí estaba
delante de él, sufriendo como un cerdo en San Martín. Tenía sus huellas y
las de sus herramientas por todo el cuerpo. Parecía una encerrona.
—Soy la prueba de quién eres y esta vez no te vas a librar —decía
José mientras reía de puro subidón de adrenalina—. No puedes hacer nada.
Esta vez te he pillado con las manos en la masa.
Pedro se agarraba la cabeza nervioso. Tenía que pensar algo rápido.
Quizás si cambiaba el método despistaría a esos malditos perros de caza. En
realidad, estaba jugando con un hombre, eso ya era un gran cambio, pero
tenía las mismas marcas que sus niñas. Lo relacionarían enseguida. Aunque,
si muriera de otra manera a lo mejor… Pedro cogió la pistola y disparó dos
veces contra José. Este no dejaba de reír. Por donde debería brotar la sangre
a borbotones no había nada, ni siquiera los agujeros de las balas.
—Esa es la señal —decía mientras reía y caía al suelo. El plan estaba
saliendo perfectamente. Las balas de fogueo eran el truco final. Se merecía
un descanso, doblegarse al cansancio de sus heridas. Quedó inconsciente.
Unos fuertes golpes sonaban en la puerta.
—¡Abra! ¡Policía! ¡Abra! —gritaban desde el exterior.
Ajeno al ruido de la puerta cuando era derribada, el gran depredador
observaba la chapuza en la que se había envuelto y el fin de su reinado.
Jamás olvidaría el rostro de satisfacción del hombre que le llevó a la ruina.
Una copa vacía lo acompañaba mientras llegaban sus captores.
2. Play Sensation
«Tienes una sola vida y te la estás jugando»

Susana tomaba un café apoyada en la fregadera mientras se evadía en sus


pensamientos. Las graciosas acrobacias que realizaba de pequeño su hijo,
Raúl, le animaban siempre. De aquello hacía casi una década, pero eran
recuerdos que permanecían intactos en su memoria. Era todo tan sencillo
entonces. Las movidas inquietudes de su retoño se parecían a las de
cualquier otro niño de su edad. Su enorme curiosidad, sus devaneos, sus
movimientos torpes formaban parte de su crecimiento y parecían mejorar a
pasos agigantados.
Los platos sucios sobre la mesa la devolvieron al mundo real; su hijo
había derivado en un ser problemático, introvertido y muy diferente a lo que
deseaba su madre. Los problemas con él, como es normal, la trastornaban.
Esa personita graciosa que se iba haciendo cada vez más independiente
presentaba alteraciones muy difíciles de corregir.
Con estas desviaciones llegaban los malos resultados académicos,
insólitos en su trayectoria y en la de su marido. Colmados de paciencia,
padre y madre, le apoyaban y ayudaban en el desarrollo de sus tareas
escolares. Hacia la preadolescencia, se hizo más duro tratar con el chaval;
no se encontraba a gusto en ningún lado, se distraía con cualquier cosa, era
incapaz de elaborar sus deberes y odiaba las actividades extraescolares. Fue
entonces cuando decidieron pedir ayuda a profesionales que, de manera
inequívoca, le diagnosticaron déficit de atención e hiperactividad. Susana
recordaba las reprimendas de su madre cuando era pequeña y las continuas
alusiones a sus despistes por parte de sus profesores. Le costaba entender
que fuera algo distinto a su propia actitud cuando era joven y rebelde. Esa
rebeldía exasperante de la adolescencia donde la razón de la ignorancia se
intentaba imponer sobre la experiencia.
Una de las diferencias que existían entre las dos generaciones era la
escasez de bienes materiales que ella tuvo en su niñez. Se martirizaba
pensando que era una madre inepta, incapaz de criar a un niño maravilloso,
corrompiendo su hermoso corazón con abundantes regalos.
«Es lo que tiene la mente humana, suele hacernos creer que somos
responsables de todos los males del mundo, ya sea en un asunto cercano,
por proximidad y posible contacto, o por algo lejano a nivel mundial, por
órdenes religiosas y creencias varias», le había comentado uno de los
expertos que consultó.
En la terapia de pareja siempre llegaban a la conclusión de que los
límites marcados con respecto a los regalos y caprichos del niño eran muy
claros. Se cuidaba mucho el que estuviera malcriado, por lo que ese
sentimiento de culpa era totalmente erróneo.
Fuera lo que fuese, el psiquiatra les había recomendado un fármaco tras
otro hasta encontrar el que mejor se adaptase al niño. Los incómodos
efectos secundarios le dificultaban conciliar el sueño; sin embargo, los
resultados académicos mejoraron muchísimo y el chaval empezó a ir al
colegio con otro talante. Todo al parecer gracias al último de los
medicamentos.
Raúl se mostraba más concentrado en sus tareas. Al principio sufría
ataques repentinos que alteraban su concentración, pero los fue controlando
poco a poco. Parecía que todo iba viento en popa y, no obstante, Susana
intuía en su interior que algo no funcionaba de la manera correcta. Ese
carácter en su hijo era artificial y se le encogía el corazón al pensarlo.
Se acercó al pasillo, que se encontraba envuelto en sombras, de las que
solamente escapaban los umbrales de las puertas de la habitación del niño y
la del baño, donde se encontraba su marido, Tomás. Por debajo la luz
pasaba hacia el distribuidor de distintas maneras. Desde el baño era
constante y cálida, pero desde el dormitorio de Raúl la luz variaba
siguiendo el ritmo de un sonido apagado de ametralladora, inquieta e
incómoda. Con gran desazón, volvió a la faena de recoger la cena.

En la habitación, Raúl reventaba cráneos, miembros y cuerpos enteros de


zombis amenazantes. Se encontraba en penumbras, solo iluminado con la
pantalla panorámica de veinticuatro pulgadas. El orden en el habitáculo era
apreciable, muy raro en un chico de su edad. Prácticamente no parpadeaba.
La concentración era extrema. Llevaba jugando al ZTeam casi dos meses;
solo paraba para comer y dormir. La novedosa modalidad de este «triple A»
consistía en formar un equipo de zombis limitados y torpes con los que
descubrir una cura. También tenían que esquivar a los cazadores, que
también podían agruparse.
Todo el verano lo había invertido en ese juego. Le aburría la calle y la
gente en general. Aún recordaba el tiempo que había perdido intentando
agradar a los demás. Los pelos se le erizaban al rememorar todas aquellas
humillaciones. Durante muchos años fue vapuleado en el colegio por
algunos compañeros. Se podían contar con los dedos de una mano los que
merecían la pena.
Cuando sus padres le obligaron a ver a un psiquiatra por las malas notas,
sintió que todo su mundo se desmoronaba. El hecho de que tuviera que
tomar pastillas para superar sus problemas le molestaba en gran medida.
Percibía una amenaza, como si sus padres intentaran deshacerse de él.
Sentía que era un estorbo en sus acomodadas vidas y no estaba dispuesto a
pasar por el aro. Al menos esto era lo que pensaba, aunque la voluntad del
chaval no parecía ser muy fuerte. Su madre, entre lágrimas, le pidió que
hiciera un esfuerzo para probar si la medicación servía para mejorar su
calidad de vida. Tras insistirle accedió una temporada con la condición de
dejarlo si se encontraba raro.
Enseguida empezó a notar cambios. A veces, en el coche se quedaba
mirando hacia el asiento del conductor intentado adivinar cómo estaría
hecho; el material, la manera de darle forma, las costuras, los enganches
mecánicos; todo representaba una incógnita interesante que le hacían
evadirse de la realidad. Tuvo que aprender a desviar la atención hacia otros
puntos interesantes como si todo tuviera un imán que conseguía abstraerle.
Percibía el entorno, pero era secundario a su actual foco. Dormía muy mal y
la sensación de no poder reaccionar rápido a los acontecimientos que
ocurrían a su alrededor le asustaba mucho. El psiquiatra decidió probar
distintos tipos de medicamentos y dosis hasta que se encontrara más a
gusto.
Un día, el médico les propuso a sus padres utilizar un fármaco nuevo
muy prometedor. Aceptaron y todo cambió. Con media pastilla, Raúl
conseguía una concentración impresionante sin dejar de percibir su entorno
con gran agilidad. Sentía los movimientos de todos sus compañeros e,
incluso, se adelantaba a ellos. Cuando iban a molestarle era capaz de
esquivarlos sin mucho esfuerzo; incluso llegó a enfrentarse con ellos en la
última ocasión. Le rodearon tres matones con ganas de darle varias collejas.
Antes de pronunciar una palabra, Raúl le soltó al cabecilla un puñetazo
certero en la nariz. Este cayó de espaldas sangrando. Con una patada en la
entrepierna a otro, los dejó todavía más desconcertados. El tercero le agarró
del cuello y le empujó contra una pared. Raúl, con una rabia contenida
durante muchos años, le metió el dedo en un ojo, dejándole medio ciego
durante varias semanas. Se iba a marchar corriendo cuando paró en seco, se
dio la vuelta y les gritó a los tres: «¡Como os vea tocándole los huevos a
alguien os rajaré las tripas cuando menos os lo esperéis!». Obviamente, no
volvieron a molestarle ni a él ni a nadie más. En su cabeza estaba seguro de
que habían recibido un aviso a tiempo. Uno de ellos, incluso, se acercó para
hablar con él y proponerle fumar un par de cigarrillos. Pasó de ser un cero a
la izquierda a acaparar la curiosidad de toda la escuela, para bien y para
mal.
Sus padres, gracias a Dios, no llegaron a enterarse. Nunca les dijo que le
maltrataban sus compañeros y no iba a decirles que los había machacado.
Lo tenía muy claro: vivían en mundos diferentes.
En la pantalla, cuatro zombis se escondían detrás de un par de coches
mientras otra horda desbocada le atacaba sin miramientos. El chaval había
elegido el bando de los cazadores. Los zombis eran repugnantes y unos
perdedores. Estuvo jugando un tiempo con un equipo de matazetas de
distintos países del mundo, pero descubrió que era más efectivo jugando
por su cuenta. Nadie le cubría, pero no se preocupaba ni lo hacía por los
demás. Se anticipaba a todos los movimientos de sus contrincantes y era
imbatible. Todo gracias a su medicamento.
Un día, por descuido, tomó una pastilla entera en vez de la mitad y fue
impresionante. Su rendimiento subió al doscientos por ciento. Sus
compañeros de batalla se convirtieron en lastres, lentos y torpes. El
psiquiatra le echó una bronca importante ya que no podía cambiar la dosis
por cuenta propia. Era muy peligroso. Aprendió la lección y tuvo más
cuidado en adelante. El problema residía en el contenido de esa lección.
Para su médico, el error era muy distinto al que él apreciaba. Raúl pensaba
que si quería probar cosas nuevas los demás no debían enterarse. Como un
pequeño científico loco, experimentando con una cobaya humana, o sea,
con él mismo, decidió suprimir la toma diaria para calcular cuánto tiempo
duraba el efecto. Descubrió que el efecto duraba unos días y fue
almacenando las dosis que no ingería para sesiones concretas de juego.
Otro grupo de zombis destrozado. Los gráficos y mecánicas de juego
estaban muy logrados. Los muertos vivientes parecían suplicar por sus no
vidas mientras les disparaba a bocajarro. Eran repugnantes, inútiles, no
podían manejar ninguna herramienta. Tenían armas por todos los lados y no
sabían utilizarlas. «A tomar por culo los sesos podridos, otro trabajo bien
hecho», se decía satisfecho. Escuchó el sonido de la cisterna y la puerta del
baño al abrirse. Su padre salía de hacer sus necesidades. Tenía la sensación
de que su progenitor estaba más tiempo sentado en la taza del váter que
trabajando. Enseguida siguió con su tarea de limpiar el mundo del
apocalipsis caníbal.

Tomás apagó la luz del baño y salió al pasillo. Llamó su atención el


resplandor vibrante que salía de debajo de la puerta del dormitorio de su
hijo. Estaba agotado y la actitud sedentaria, pasota e insana del chaval le
derrotaba todavía más. Cuánto tiempo llevaba encerrado en esa habitación
como si fuese un preso voluntario. Debería estar en la calle relacionándose
con los demás chicos del barrio. A veces pensaba que prefería verlo de
botellón que ahí metido todo el día. Al igual que a su mujer, le había
sobrepasado la situación de criar a un niño con problemas psíquicos, por no
llamarlos mentales, cosa que le desgarraba las entrañas. Su pequeño no
podía ser un loco. La medicación parecía que funcionaba y, cuando todo iba
perfectamente, empezó esa necesidad de aislarse de todo el mundo.
Se fue a su habitación y le llegó el aroma a hogar dejado por el perfume
de su mujer, entre otros olores. También disfrutaba del orden que ella
mantenía; conseguía hacerle sentir a gusto. Se consideraba afortunado por
la mujer que tenía a su lado y la valoraba todavía más por el esfuerzo que
hacía en complacerle. Las tareas domésticas no se le daban bien, pero
ayudaba en todo lo que podía. A decir verdad, sabía que a nadie le
interesaban las labores del hogar, aunque era imprescindible realizarlas.
Abrió la puerta del armario y cayó un cinturón al suelo, con una cartuchera
que contenía una pistola reglamentaria. Maldijo el maldito guardarropas por
tener que agacharse y por poner en evidencia la poca seguridad con la que
guardaba un material tan peligroso. Era policía local. Menos mal que no lo
había visto Susana. En su día le obligó a comprar una caja fuerte para
guardar las dos pistolas que tenía. Era una molestia continua tener que abrir
la caja fuerte cada vez que manipulaba el arma, por lo que solía dejarla
enfundada en el armario.

Raúl escuchó el golpe seco del cinturón con el arma al caer sobre el
suelo. Acarició el mando con el dedo gordo mientras se imaginaba cómo
sería matar a esos asquerosos y putrefactos enemigos con una pistola de
verdad. Percibía lo que pasaba a su alrededor mejor de lo que sus padres
imaginaban. Se centró en seguida en la nueva oleada de comecerebros,
aniquilándolos con más violencia que antes.

Tomás pasó por delante de la puerta de la habitación de su hijo en


dirección a la cocina. El sonido de las ametralladoras era muy suave, pero
era claro que estaba jugando. El mes pasado se enfrentaron dos compañeros
a un tiroteo en una zona apartada de la ciudad y a uno de ellos lo tuvieron
que ingresar en el hospital. Se había librado de milagro. Le irritaba
muchísimo que el chaval disfrutara de tanta violencia que nada tenía que
ver con la realidad y que fomentaba el uso de armas entre la juventud.
En ocasiones pensaba que utilizaba internet para ver pornografía, otra
manera de engañar a la juventud sobre algo muy serio, pero desechó esa
hipótesis cuando miró su historial de navegación. Concluyó que el niño
estaba obsesionado con esa mierda de juego sobre zombis. Tocó dos veces
la puerta.
—¡Es hora de dormir!
El ruido de ametralladora cesó unos segundos. Después Raúl siguió
jugando sin decir nada. Su padre llegó a la cocina cabreado.
—¿Has oído lo que ha hecho!
—Ay, joder, no grites.
—Pero ¿has visto lo que ha hecho? Ahora ni se digna a contestar.
—Déjale, hombre, que está de vacaciones.
—¡Se ha pegado todo el verano metido en ese agujero! ¿Te parece
normal! ¡Ayer me metí en la cama y estaba jugando, me he levantado hoy y
también jugando! ¡Se va a quedar ciego de tanto mirar esa puta pantalla!
—¿Y qué quieres hacer! —Susana estaba preocupada por la salud de su
hijo igual que Tomás y lo que menos necesitaba era esa escena—. ¿Quieres
tirar la puerta abajo y confiscarle todas sus distracciones?
—¡Algo tendremos que hacer! ¡No puede estar ahí metido hasta que se
muera!
—Tomás, es un adolescente. Todavía le queda el resto de su vida.
—Pero esos putos juegos violentos no pueden ser beneficiosos para su
salud mental.
Nada más pronunciar estas palabras se arrepintió de que hubieran salido
de su boca. Susana se quedó callada con lágrimas en los ojos. «¿Te crees
que no sé que nuestro hijo puede estar mal de la cabeza, que no estoy
sufriendo por ello un infierno?», decía su mirada.
—Perdona, ha sido un año muy duro para los tres. Me preocupa tanto
como a ti.
Tomás la trajo hasta él, fundiéndose los dos en un fuerte abrazo. La
evidencia de su mal trago tenía forma de lágrimas saladas corriendo por sus
mejillas. Estuvieron unos segundos abrazados.
—Voy a tener que enseñarle a descargar porno —dijo más calmado,
provocando una risa sincera y acongojada en la mujer de su vida. Sabía que
bromeaba.

Raúl escuchó el toque de queda impuesto por su padre sopesando los


pros y los contras de su respuesta. Llevaba varias noches sin dormir y
estaba en un nivel muy avanzado para abandonar la partida en aquel
momento. Probó a ignorar a su padre para ver si le dejaba en paz; luego le
escuchó avanzar por el pasillo hacia la cocina. Empezó a gritar a su madre
por su culpa, comenzando una discusión inútil con un previsible final
lacrimógeno.
En cuanto comenzó el diálogo, Raúl decidió conectar los cascos y
centrarse en el juego. Si lo hacía bien podría quedar como una leyenda entre
los jugadores de todo el mundo. Todavía escuchaba a sus padres conversar
por lo que decidió ponerse música cañera para no oír nada. Claro que era
una distracción añadida y necesitaba toda la concentración posible. Sacó
entonces dos medias pastillas de uno de los cajones de su escritorio y se las
tomó sin vacilar. Había tomado una después de comer y este suplemento le
acabaría convirtiendo en el rey de Zombilandia. Después de ver varios
cortos de jugadores profesionales, estaba seguro de que utilizaban
medicamentos como el suyo. La receta hacia el éxito. Sin pensarlo mucho
subió el volumen de la música: un rapero en espera de juicio por
enaltecimiento del terrorismo soltaba todas sus entrañas contra el sistema.

Otra vez con ese cuento.


Crisis para el pueblo,
pero no para el banquero.
Otra vez estoy parado.
Me agarraron por el cuello
con desahucio a bocajarro.

Y llega el frío invierno,


implacable con el cielo,
mi techo,
el aire es hielo,
enfría mi pecho.

No es cuestión de dinero.
Una bala sin precio
alojada en sus cerebros.
Otra vez metiendo miedo.
Mercaderes del desaliento,
nos quedamos sin tiempo.

Y llega el frío invierno,


con un cartón maltrecho,
joder qué incómodo me encuentro
bajo sus pies derechos.

Y si fuéramos hermanos en este bello planeta sin intereses genocidas.


Y si, que no ISIS.
Y si todos sumáramos y nadie se lamentara por querer más en la vida.
Y si, que no ISIS.
Y si cortáramos de cuajo sus codiciosas cabezas y quemáramos las
hidras.
Y si, que no ISIS.
Y si hiciéramos caso de los cientos de profetas y las palabras del mesías.
Y si, que no ISIS.
Este cuento acabaría y aprenderíamos de él algún día.

El estribillo de Y si, que no ISIS se repetía hasta la saciedad. Dentro de


su aislamiento sonoro, el chaval se perdió el bonito momento de
reconciliación de sus padres y se quedó con un sabor de boca amargo que
no desaparecía desmembrando monstruos virtuales; pero algo se mitigaba al
subir hasta el nivel más alto posible.
Era el superdestructor de muertos vivientes. Veía como salían
despavoridos los grupos de zetas que jugaban online al verle aparecer.
Inútiles, torpes, infrahumanos. Desde la azotea de un edificio en ruinas, de
cinco pisos de alto, saltó sobre una masa incontrolada de enemigos,
destrozando a tres en el impacto y haciendo una limpieza a mano, frente a
frente descompuesta. Portaba armas sofisticadas, granadas, lanzagranadas,
pero prefería el bate de béisbol y el machete. Las Navidades pasadas le
regalaron un bate pensando, emocionados, en un repentino interés por el
deporte, pero solo era algo decorativo. Se movía con la agilidad de un
estereotipado ninja repartiendo machetazos a diestro y siniestro. Sus ojos se
olvidaron de parpadear, su respiración era muy profunda y empezó a no
tragar la saliva que se le amontonaba en la boca. Los zombis se intentaban
escapar del gran cazador dopado; daba la impresión de que se salían de la
pantalla. Con un certero golpe de joystick eran desmembrados antes de
conseguirlo. Un torrente de imágenes sangrientas, podridas, terroríficas
pasaba delante de sus ojos secos, inyectados en sangre. En un momento de
la noche su cerebro se bloqueó a la vez que se apagaba el juego y la
oscuridad ocupó toda la estancia.

***

La luz rompió de repente la sensación de vacío y frialdad de la habitación.


Alguien había abierto la puerta. El haz luminoso llegaba hasta la almohada
en la que la cabeza de Raúl descansaba de tanta situación límite. En su boca
un rastro seco denotaba un antiguo reguero de saliva que desembocaba en
una mancha amarillenta sobre la tela. Tenía los ojos cerrados, descansados,
igual que su mente. Debían de ser las once de la mañana, pero el dormitorio
estaba sellado como si fuera el lugar de descanso de un vampiro
refugiándose del astro rey. Alguien se acercó hasta el borde de su cama y le
azuzó para que se levantara, emitiendo sonidos guturales ininteligibles. El
chaval abrió los ojos, despertándose de inmediato al ver la cara putrefacta
de un ser monstruoso del que se apreciaba, por varios de los sentidos, su
descomposición. Era imposible que se tuviera en pie. Entre los numerosos
manchones de sangre se identificaban las ropas de su madre.
—¡Mamá, papá! —gritó Raúl, esperando verlos aparecer por la puerta.
El monstruo parecía confundido. Le fue a agarrar y, el adolescente, en un
acto reflejo, le empujó con las piernas y lo empotró contra el armario que
tenía detrás. El muerto viviente se quedó encajado en la madera rota. Raúl
aprovechó para saltar en dirección al pasillo. La mano con uñas negras y
agujeros asquerosos le agarró del pijama. Estaba a la altura de su precioso
bate de béisbol por lo que no se lo pensó dos veces. Lo cogió y le arreó un
golpe que le dejó tirado en el suelo.
Salió corriendo tras cerrar la puerta de su habitación. Por el suelo corrían
ratas y cucarachas. «¿Qué está pasando?», se preguntaba invadido por una
mezcla de asombro y terror. Su casa se veía avejentada, como si llevara
décadas abandonada. Recordó entonces el arma de su padre. Fue directo a
la habitación, abrió el armario y de allí cayó el cinturón con la cartuchera.
Estaba envejecido también. Sacó la pistola automática y fue entonces
cuando escuchó el ruido en el exterior. Se acercó a la ventana y miró hacia
lo que antes era su calle, una zona peatonal llena de vida que ahora estaba
infestada de zombis. Había perros con las costillas al aire, hombres y
mujeres que apenas podían caminar con sus carnes colgando, moviéndose
todos por lo que parecía un vertedero. Y qué decir de los edificios envueltos
con enredaderas. Fachadas medio derrumbadas dejaban ver las barras de
hierro que sujetaban la estructura, al igual que si fueran huesos roñosos,
retorcidos. Estaba metido en un mundo de pesadilla parecido al de su
videojuego.
En su cabeza un torbellino de dudas e incógnitas mezcladas con la
adrenalina le impedían derrumbarse. El corazón se le salía del pecho. Se
agachó apoyando las manos en las rodillas, intentando coger aire. En una de
ellas llevaba la pistola y en la otra sujetaba el bate. Aquí no podía saltar
como en el juego. Su estado físico era pésimo, aunque contaba con la
ventaja de ser todavía muy joven. Pensó en conseguir víveres. Era lo lógico.
«Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Dónde están mis padres?», se preguntaba
asustado. No pudo pensar más, ya que al levantar la cabeza vio un enorme
zombi en la puerta de la habitación. Iba en camiseta interior de tiras blancas
con manchas de sangre y calzones azules. Rápidamente, Raúl levantó el
arma y apretó el gatillo sin conseguir nada: tenía el seguro puesto. El zombi
se lanzó sobre él emitiendo gruñidos escalofriantes. El chico sacó agallas de
donde no había y saltó encima de la cama para esquivar la amenaza. Esta se
tropezó y rodó por la cama.
Raúl salió de la habitación y cerró la puerta a conciencia. Los muertos
vivientes eran estúpidos. No podían abrir las puertas. Se dirigió hacia la
cocina mirando la pistola. Localizó el seguro y lo quitó. A su espalda
escuchó el ruido de la puerta abriéndose de repente. Se giró aterrado y vio
como el zombi salía de la habitación. Volvió a apuntarle y, esta vez,
consiguió disparar. Se sorprendió del retroceso del arma, desviando su
disparo y acertándole en el hombro, no en la cabeza, el lugar más efectivo,
donde había apuntado. El zombi retrocedió y cayó en el umbral de la puerta.
Con el olor a pólvora todavía en el ambiente, el desconcertado cazador de
zetas no se creía lo que estaba pasando.
—Es imposible, es imposible —repetía mirando la pistola. Los muertos
vivientes no sabían abrir puertas. Quizás la amenaza era peor de lo que
pensaba.
El monstruo de la habitación de sus padres empezó a gruñir y el
picaporte de la puerta del dormitorio de Raúl mostraba signos de ser
manipulado desde el interior. Asustado y con lágrimas en los ojos salió del
piso.
El rellano estaba en el mismo estado que su casa. El ascensor tenía las
puertas abiertas y se veían los cables cortados. Bajó por las escaleras de tres
en tres hasta que se resbaló y se pegó contra la pared de uno de los rellanos.
Después siguió bajando deprisa, pero miraba bien donde pisaba. Salió a la
calle sin pensar en lo que había fuera. Uno de los zombis le obligó a
apartarse de un salto y se tropezó con otro que llevaba un perro atado, como
si estuviera paseándolo. Con un enorme traspiés perdió el equilibrio y cayó
de morros al suelo. Cuando se dio la vuelta dolorido, el zombi se acercó
hasta él precedido por el perro muerto viviente. El chico estaba aterrado. De
normal no le gustaban los perros, pero el que se acercaba era horroroso:
llevaba la lengua colgando de unas pocas fibras musculares. Al verlo en el
suelo el cuadrúpedo empezó a ladrarle con rabia, provocando que la lengua
saliera disparada hasta caer al lado del muchacho. Este levantó el arma y
apuntó al pequeño engendro. Le reventó la cabeza y lo dejó tirado en el
suelo.
Un enorme rugido paralizó a todos los zombis incluido el ser viviente
que empuñaba el arma. El causante de la parálisis temporal en la calle era el
hombre putrefacto que había abatido en su casa. Estaba sobre la acera y le
recordaba a su padre. «Es imposible», pensaba ante la terrorífica aparición.
El monstruo se había puesto unos pantalones y llevaba una pistola en una
mano. Era inimaginable que un ser infrahumano como aquel se hubiera
vestido y empuñara un arma. Los zetas no sabían disparar.
Estaba claro que venía a por él; no iba a dejarse atrapar tan fácil.
Levantó de nuevo el arma a la vez que se incorporaba y disparó sin acertar.
El zombi le apuntó indeciso y le abatió con precisión. Notó un increíble
dolor en el hombro que lo tiró al suelo.
—¡Raúl! ¡Hijo! —gritaba Tomás con lágrimas en los ojos después de
haberle disparado.
Esa horrible situación escapaba a su entendimiento. Se había encontrado
al niño en su habitación, junto a la ventana cerrada, con los ojos también
cerrados y su arma reglamentaria en la mano. Había salido del baño sin
saber lo que pasaba y se lo había encontrado en ese estado de
sonambulismo.
Del portal surgió Susana con un reguero de sangre en la cabeza,
impresionada y gritando de desesperación. No podía estar pasando lo que
estaba pasando, a su hijo no, a su pequeño y maravilloso niño no.
3. Hechizo de mar
«Basado en la vida de María de Zozaya, nacida en 1530 y cuya defunción
fue causada por torturas inquisitoriales en 1610. Vivió en Rentería y murió
en una mazmorra en Logroño».

Sangre de la tierra, de la vida y del espíritu carente de libertad. Mar


magnético que me arrastró hasta sus límites para gozar con el arenal fruto
de su generosidad.
Alimenté mi mente con viajes que atravesaban su ondulada superficie a
bordo de veleros, calaveras o manejables txalupas sin llegar nunca a un
destino fijado, sin esperar nada distinto al mecer de mi cuerpo por el arrullo
constante de sus aguas y ese olor salado que desprende.
Dejé las montañas, pobladas de verde colorido, tan acogedoras y
rebosantes de recursos, para admirar su inmensidad. Joven, niña e ingenua,
me acerqué hasta el lugar más próximo donde el océano acariciaba la costa,
insistente, tenaz, cariñoso como un buen amante sabedor de conseguir poco
a poco el fruto de su perseverancia. En la ciudad prometida, construida bajo
su amparo, San Sebastián.
Todavía recuerdo ahogarme ante tan descomunal presencia, anulando mi
propia existencia con el único anhelo de aprender sus secretos, esos
misterios que rondaban por el aire con el que todos los mortales
respirábamos afortunados. Vegetales, alimañas y aves, animales pequeños o
grandes se mostraban transparentes ante mis cada vez más desarrolladas
facultades; pero esa extensión azul, oscura, escondía riquezas inalcanzables.
Esta lejanía las hacía, si cabe, más atractivas.
Las gaviotas podían sobrevolarlo sin encontrar la manera de recorrer
toda su extensión. El horizonte infinito desesperaba a cualquier aventurero
impaciente por llegar a cruzarlo. Podría albergar todos los sueños de los
seres humanos desde el comienzo de los tiempos.
La juventud, bendito coraje inconsciente, me bañó de la energía
necesaria para enfrentarme a todos los retos que marcaban mis pasiones. En
los ojos de varios mozos encontré otro tipo de placer y un asombro continuo
al verme depositar mi ropa en el banco del batel con el que salíamos a alta
mar, lejos de la costa, lejos de las miradas morbosas y donde, antes de
perdernos en la excitación de nuestra piel, me lanzaba desnuda, como una
punta de flecha, hacia las profundas aguas que nos sostenían. Intentaba
atravesar todas sus capas para encontrar la esencia reveladora que me
ayudara a comprender hasta dónde llegaba este hermoso continente
buceando en su contenido. Era un pez que compartía mi vida con el resto de
los seres marinos. Incluso me consideraba parte del mar. Yo golpeaba las
rocas hasta convertirlas en polvo de arena. Cobijaba a todos los seres que
poblaban mi interior y engullía barcos repletos de tesoros con los que
decorar mis estancias. Alguna vez me pareció sentir la presencia de una
enorme ballena viajando a algún lugar fantástico donde sería venerada
como un dios mundano.
Y el pueblo cantaba.

Si lanzas al mar todos tus problemas


no se van sin más, vuelven con la marea.
Elige un lugar sin castillos de arena.
Cuida tu amor y olvida tus penas.

«Forma parte de Dios», me decía a mí misma. Algo tan complejo repleto


de criaturas excepcionales, como los mismos cetáceos, avalaban en mi
cabeza, en gran medida, la figura de ese ente superior al que adorábamos.
Dios. Se suponía que era portador de justicia, bondad y humanidad. Todo
estaba al alcance de todos y podíamos utilizarlo. En qué momento se torció
el camino que partía de él y nos unía al final de nuevo con su presencia.
A nuestra imagen y semejanza los incontables cambios de humor del
océano, que delimitaba el territorio, dejaban entrever su carácter divino
mezclado con lo humano, confundiéndolo todo en un borrón ennegrecido.
La clama se perdía de repente como un mal gesto ante algo reprochable. Un
aviso de pura violencia. De origen celestial sin ninguna duda. Aguantaba
mis ganas observando el poder de las incontables fanegas juntas por un
mismo fin y sincronizadas en movimientos hipnotizantes. Me fastidiaba no
poder navegar por esos lomos salvajes, envidiando a los también
innumerables habitantes de las aguas profundas, que participaban en todos
los estados de ánimo de su fiel cobijo.
Una mujer no podía trabajar en un barco pesquero. Incluso no debería
pisar ningún cascarón que flotase bajo pena de mal fario. Se me escurría
entre las manos, con el tiempo, el sueño de aprender a moverme por un
ballenero y explorar lugares lejanos. Ser testigo de situaciones o ver
pueblos que pocas personas habían visto quedó en un segundo plano,
desplazado por la necesidad de seguir una trayectoria marcada por la
sociedad. La vida cotidiana y ordinaria se apoderó de todos a mi alrededor y
sucumbí sin remedio.
Aunque el papel de inquieta marinera desapareciera de mis posibles
roles, no abandoné la necesidad de empaparme con lo que la naturaleza me
ofrecía. Hierbas, insectos, árboles, plantas, animales y seres vivos en
general tenían algo que ofrecer al ser humano en mayor o menor medida.
Obra toda ella digna de su creador. Y pude aprender a utilizarla para el
beneficio de la comunidad. Construí una vida junto a un buen hombre con
el que compartir el frío invierno y las cálidas tardes de verano. A pesar de
todo, los paseos por las playas y acantilados llenaban de gozo nuestros cada
vez más ancianos corazones, aportando las dosis adecuadas de fuerza para
aguantar los distintos temporales.
De la mano de los defensores de Dios, esa extremidad temida por
creyentes y herejes, se llevaba más almas que el prodigioso mar. El carnaval
al que sometían a las más puras intenciones hacía las delicias de oscuras
perversiones reprimidas por votos imposibles de cumplir. Solo así se
explicaban las atrocidades cometidas. Los nubarrones se posicionaban sobre
los afectados como si intentaran evitar que alguien en las alturas pudiera ver
lo que estaba pasando. Rompía el aire un ruido cortante fruto de la fricción
del látigo agitado con saña hacia un inminente castigo.
Fui condenada a reconocer al diablo como un ser superior facultado con
un conocimiento profundo del que yo me beneficiaba. De esta manera
reconocía la ignorancia de nuestro Señor, el Creador y su incapacidad de
enseñarme lo que sabía.
La imaginación, como arma de doble filo, es capaz de alimentar el
espíritu hasta empujarlo a realizar acciones maravillosas y, también, puede
poblar tu cabeza con imágenes insanas, sin sentido, que te acercan a
herramientas de tortura.
El poder siempre se manifiesta cuando lo sufren las personas. A menudo,
los más débiles. Si viene envuelto por hábitos de cualquier tipo de interés se
convierte en una prolongada tragedia.
Yo era un juguete en manos del Mal. Me lo repetían y estaba de acuerdo
al ver mi estado y quien me lo decía. Las fuertes tormentas que asolaban los
mares cumplían mis deseos de segar vidas en el nombre del príncipe de las
tinieblas. Asistía a aquelarres mientras un diablo me suplantaba en mi hogar
yaciendo con mi marido y relacionándose con el vecindario con el fin de
encubrir mis abominables reuniones.
Con más huesos rotos que sanos, el hombre bueno con el que enlacé mi
vida, acusado de gran hechicero, me echó en cara el haber tenido
encuentros carnales con un demonio con mi aspecto, mi olor, mi calor.
¿Cuál era la verdad en toda esta historia? Mi mente se encontraba
colapsada por tantos hechos fantásticos y tantos maltratos.
Cuando caí de rodillas en la húmeda mazmorra, me encontraba contenta
y tranquila por haber vivido tanto tiempo. Gotas de sangre mojaban mi
temblorosa mano. El rojo líquido cubría todas mis arrugas llenándolas hasta
desbordarlas al igual que la lluvia cubre las heridas creadas sobre las
montañas y los valles, confluyendo en caudalosos ríos que acaban por
verter su contenido en los inmensos mares. Las fuerzas se me escapaban y
no podía dejar de pensar en la arena mojada bajo mis pies, en la fría caricia
del agua en la orilla sobre ellos, constante, agradable, relajante.
Ahora me podía liberar del cuerpo, ancla terrenal, e ir a explorar sus
vastas extensiones sin miedo a los temporales, sin nadie que me atase.
4. Fechas señaladas
Están marcadas en el calendario, en tu entorno o en tu interior. Siempre
remueven algo cuando te das cuenta de lo que representan. A menudo,
recuerdos de buenos momentos y un análisis de dónde estamos y de dónde
venimos. En ocasiones, se trata de soltar algo de mierda por el sumidero.
Con pocos caracteres resumo un sentimiento que a veces rima y otras
solo fluye. En ambos casos suele sonar una bella melodía. Me alegra el día
saber que tiene un significado especial y que saca una curiosa historia de mi
teclado.
4.01 (Víspera de Todos los Santos)

Llega la fecha en la que salgo de casa con mi auténtico aspecto. Un


rostro que oculta mi interior. Lo hace asqueroso, horrible, odiable. Lo
confunde con prejuicios y lo aleja de arquetipos educativos. Solo ven al
monstruo.

Hoy me dicen: «Feliz Halloween».


4.02 (Fin de año)

En el balance de este año, en la lucha de lo bueno y malo me quedo con


lo vivido a tu lado. Mano a mano sin dudarlo. Todo queda en cualquier caso
compensado con mis fallos y avalado con noches al raso protegidos por
nuestros cuerpos entrelazados.
4.03 (Año nuevo)

Os deseo a todos besos, abrazos, caricias y risas tres veces al día, por lo
menos. Sin receta médica. Si ya lo hacéis aumentad la dosis y la frecuencia
sin miedo. Todo lo demás ya vendrá si ha de venir.
4.04 (San Sebastián)

Se escuchan los barriles y tambores.


Retumban por todas partes.
Aguardan la fiesta expectantes.
Un sentimiento calienta los hogares.
En pocas horas gritan más fuerte.
Se atraen con la fuerza de mil temporales,
como las olas anhelan sus arenales.
Juntos, cada año, son lo más grande.
4.05 (Blue Monday)

Lunes de lluvia con techo celeste.


Lleno de dudas, solo entre la gente.
Algo en las arrugas de tu mente,
envuelve en una bruma permanente,
la redonda luna, antes tan brillante,
que tanto ayuda hasta que amanece.
Termina la suma y tira adelante.
4.06(San Valentín)

Se cae el mito del amor


cuando lo marcan en promoción
y demuestras cómo tú y yo
necesitamos siempre ese calor.
Suena nuestra canción,
a todas horas, para los dos.
Toco, afinas y mejoramos la versión.
Nadie impone el ritmo que dicta tu corazón.
4.07 (Día de la mujer)

Ríos de inconmensurable riqueza,


confluyen, marcan y juegan con la marea.
Fuerza de la naturaleza, brutal delicadeza.
Un grito en común con largas trenzas,
alto, ruidoso y con sentido lema:
Merecen todas mucho, sin pena.
4.08 (Día del libro)

Déjame guiarte por lo cotidiano


que representan estas frases y palabras.
Déjame llevarte de la mano
por un camino lleno de hazañas,
tragedias, pasiones y un final a tu lado.
Déjame mostrarte el color de mi alma.
4.09

Lobo con piel de cordero


al amparo del dueño del matadero.
Impune defensor de lo intolerable
acusas a las personas de radicales
por querer avanzar hacia adelante
y no volver a tu zona confortable.
Has venido a salvarnos, oh mesías.
Hoy, viva la república.
4.10 (Día contra el acoso escolar)

Siempre de frente.
Se necesitan valientes.
Demuestra lo que vales.
Tú decides que pase o no pase.
Ayuda, comparte, defiende.
Nadie es mejor que nadie.
Insultar es fácil, de cobardes.
Se esconden con golpes crueles.
Te temen, saben que les puedes.
4.11 (El día de la música)

Una canción, un lugar, un momento crucial.


Compartir un ritual con sueños en la oscuridad.
El poder de mezclarte con mi mitad.
Adicto a tu portal con sobredosis de sabor a sal.
Dejar todo atrás mientras la música no para de sonar.
4.12

Llévame de tu mano, contigo


gozo de mi cuerpo y alma.
Te encontré entre el gentío
beso a beso sin buscar nada.
Intento seguir fiel ese claro destino:
quererte como mereces y amas.
4.13 (Día contra la explotación infantil)

Quiero jugar y reír con cualquier invento.


Quiero volar una cometa al viento.
Quiero vivir y aprenderme el cuento,
sin tener que alimentar tus anhelos
más etéreos, con mi pequeño esfuerzo.
Me quedo sin tiempo, me quedo sin juegos.
5. Canciones
La vida tiene su propia música que suena diferente según quién la escuche.
Cada espacio individual se llena de instrumentos y voces que, una vez más,
nos llevan a momentos dignos de ser recordados.
Como mi vida no se entiende del todo sin música y la de la mayoría de
las personas tampoco, decidí dotar a mis historias de una pequeña banda
sonora que homenajea a los artistas que han salpicado nuestra existencia
con sus canciones. No existen en realidad, pero no se alejan mucho de esa
composición que te conmovió o te hizo bailar o compartiste con tu pareja.
Alguna viene incrustada en los relatos cortos y otras las podemos
encontrar en mis novelas anteriores. Ha llegado el momento de hacer un
recopilatorio de lo que más me gusta y espero que te guste.
Seguro que enseguida descubres de qué pie cojeo.
5.01 Ahora ya no (El tesoro de Nita II)
(Cantautor que más te guste)

El arte de hacer daño con las palabras,


disparando a quemarropa sobre nuestras casillas.
Qué manía has cogido con salir de cañas.
Tengo que aguantarlo todos los días.
Vaya vida que me estabas dando.

Tantas preguntas sin respuesta.


Tantas dudas tantas promesas.
Tantas uniones con rotura.
Tantos remiendos a nuestra locura.
Vaya vida que me estabas dando.

Vaya vida que me estabas dando


cuando buscaba mi mano en tu mano.
Único por caminar a tu lado.
Cuando las lágrimas confusas llegaron.
Cuando un dios mal criado me la jugó y ganó.

Hundido en la piel el inútil reproche.


Hasta el hueso tocó en más de una ocasión.
Cicatrizaba sin marca al calor de la noche,
al deshielo del invierno en nuestro corazón.
Vaya vida que me estabas dando y ahora ya no.

Ya no veo el tiempo pasado en tu piel.


Ya no siento tus miedos sobre mi querer.
Ya no vivo buscando todos tus movimientos.
Ya no bailo contigo, ya no es el momento perfecto.
Lo tuvimos delante y alguien nos lo quitó.
En otra vida seguiremos los dos.

Ya no juego a mirarte cuando estás distraída.


Ya no soy nada si tus ojos no me miran.
Ya no disfruto si no escucho tu risa.
Ya corre en vano mi sangre desde aquel día.
Lo tuvimos un tiempo y alguien nos lo quitó.
Durante la eternidad seguiremos los dos.
5.02 Con un poco de rock (El tesoro de Nita II)
(Rock inglés)

Nena vives por encima de mi ley.


No tengo nada, contigo soy el rey.
Sin fortuna ni futuro en mis labios tu miel.
Con un poco de rock nos mantenemos en pie.
Con un poco de rock nos restregamos la piel
hasta que nuestros dominios enloquezcan de placer.

Nena las calles prenden como el papel.


La guardia real porta la llama otra vez.
Apoyado en tu hombro deambulamos cómplices
sin Señor ni bandera ni una pizca de fe.
Con un poco de rock nos basta para los dos.
Juntar nuestros demonios y saciar nuestra sed.

Pon un poco de rock, pon nuestra canción.


Con un poco de rock late más de un corazón.
Pon un poco de rock, no cortes la diversión.
Con un poco de rock, solo rock’n’roll.

Tú te irás yo me iré y nunca volveré,


pero antes ven haz que suba la fiebre.
Aprende a correr y no esperes que nadie
te enseñe lo correcto con un arma delante.
Con un poco de rock nos fumaremos la noche.
Bailaremos desnudos sin escuchar sus reproches.

Nene dime que miras yo no soy culpable.


El problema me guía, el último de tus clases.
Tengo la lengua fina dispuesta para el combate.
Olvida estrategias cuerpo a cuerpo me vale.
Con un poco de rock lucharemos mejor.
Ya me sé la lección te llevas todo mi reino.
Pon un poco de rock, que esto se acaba hoy.
Con un poco de rock buscaremos la solución.
Pon un poco de rock, sigue el grito de mi voz.
Con un poco de rock enganchados tú y yo.
5.03 ¿Qué más quieres de mí? (Tonos)
(Pop y flamenco)

Marcas la corriente por mis venas, pum.


Se para cuando sales por la puerta, pum, pum.
Mi vida es tuya y tú subes la apuesta, pum.
¿Qué más quieres de mí? Pum, pum.
Puedo olvidarme de ti ya me has visto morir

Sábanas rectas, la cama hecha, pum.


Hoy estás aquí y en la sala hay fiesta, pum, pum.
No quiero dormir quiero estar cerca, pum.
¿Qué más quieres de mí? Pum, pum.
Puedo escucharte fingir que de verdad eres feliz.

Te quedaste con todo el caudal, sun.


Sin mojarte y salió mala mar, sun.
Me exprimes con arte, pero no queda na, sun.
¿Qué más quieres de mí? Sun, sun.
Puedo seguir así, sin llegar a ponerle fin

Cómo te gusta el poder, sun,


que ejerces sobre mi ser, sun, sun.
Amanezco con frío, falta café, sun.
¿Qué más quieres de mí? Sun, sun.
Puedo sentir tu locura tan dentro de

mi cuerpo vacío de hormigueos y calor,


mi alma llena de agujeros y sinrazón,
mis lágrimas sembradas de mal de amor,
mis ojos cansados de verte marchar con el sol.
5.04 La bella Corina (Tonos)
(Rock australiano)

Corre un rumor, por una mecha prendida,


sobre el amor de la bella Corina.
Su explosión y su onda expansiva
derrumba todo valor, coraje y osadía.

La bella Corina.
Dulce envoltura.
Recuerdo día a día
sus noches de locuras.

Llegó a la ciudad en un sombrío tranvía


ligera de equipaje. Una estación vacía.
El final de su viaje. Vive sin miedo la vida.
Te puede atropellar si descubre tus mentiras

La bella Corina.
Envidia de la Luna.
Llena de caricias
las noches más oscuras.

Devuelve el golpe con un disparo certero


directo al motor que mueve tu cuerpo.
Disfruta con el roce del viento sobre su pelo.
Conoce la decepción, tú no eres el primero.

La dulce Corina.
Trátala con dulzura.
Disfruta de su alegría
y de sus travesuras.
5.05 Quiero (Tonos)
(Pop rock)

Camino, avanzo y caigo.


Tú me ofreces tu mano.
Acepto, vuelvo a caer.
Te alejas del barro.

Me aguantas un rato
hasta que sale caro.
Recojo los pedazos
y lo veo muy claro:
no todos son malos.

Entonces ocurre el milagro.

Quiero cantar a esa mañana


que logré despertar abrazado en tu cama.
Quiero gritarle al Sol que me he mudado
al lado de tu sonrisa y tus ojos cansados.
Quiero decir que te quiero
sin pedir permiso en cualquier momento.
Quiero una larga vida en tu día a día.
Quiero invitarte a reír con mis tonterías.
Quiero ser feliz con tu alegría.

Quiero y no puedo
vivir conmigo dentro.
No quiero hacerte esto
aún te queda el resto.

Riego fuera del tiesto


y así no crecen tus besos.
No vivo ni muero
con las botas puestas.
Me siento pequeño.
Y la pesadilla se convierte en sueño.
5.06 Castillos de arena bajo el mar (Elisea siente)
(Rock inglés melódico)
Tema pendiente en los libros de texto.
El primer momento que inicia la cuenta atrás.
Lejos de la gente con cualquier pretexto,
convirtiendo mis sueños en castillos bajo el mar.
De fina arena blanca, llenos de nada.
Interpreto mi vida de camino a la muerte.
No hay una salida ni cambia un poco mi suerte.
El diablo me cocina, mezcla los ingredientes.
Se sirve de la alegría, ausente para siempre.
De fina arena blanca llena de nada.

Solo quería soñar con esa bella sonrisa.


Solo una vez más, pero día tras día.
Todo me sale mal por muchas mentiras que diga.
Llueven cántaros de sal que cubren mis heridas.

Igual que la arena blanca llena de nada.


Era una tipa normal con el mundo en sus manos.
La misma canción, tanto tiene, no sabe lo que quiere.
No es nada personal, un día la vi llorando.
Sería por ese mal de amor que se muere.
Construye otro castillo de arena bajo el mar.
De fina arena blanca, lleno de nada.
5.07 Si tu madre te viera (Elisea siente)
(Blues)
Oh, si tu madre te viera
coger esa mano y mover tus caderas.
Oh, si tu madre te viera
esa sonrisa y esas piernas.
Si tu madre te viera, te diría:
«El corazón late todos los días, no te abrase la cabeza».
Hoy ha salido el sol,
a pesar de tu ausencia.
Hoy ha salido el sol,
se acabó la luna llena.
Hoy ha salido el sol, ¿para qué?,
deja de llorar y te muestro qué vale la pena.

Oh, si tu madre te viera


reprochar al Señor ese mal de amor.
Oh, si tu madre te viera
el alma vendida y empapada en alcohol.
Si tu madre te viera, te diría:
«No malgastes por nadie tu vida como lo hice yo».

Hoy no voy al trabajo.


El diablo es mi patrón.
Hoy no voy al trabajo.
No quiero bailar a su son.
Hoy no voy al trabajo y digo:
«Todas las noches sueño lo mismo, que cantas mi canción».
5.08 Demasiadas preguntas (Elisea siente)
(Cantautor)
¿Cuánto tiempo lleva
dando vueltas tu cabeza?
¿Cuántos mensajes sin respuesta
abarrotan tu bandeja?
¿Cuántas muestras de interés
vuelan al cielo tan ligeras?
¿Cuántas jugadas de ajedrez
esconden lo que de verdad vale la pena?

¿Qué pasó con ese sueño


tan bonito y tan moderno?
¿Qué pasó con los recuerdos
de expectativas y de momentos
que afrontaban grandes retos
por tu sonrisa, por tus besos?
¿Qué pasó con esos tiempos
en formato diferente a unos y ceros?

Olvidamos las historias de amor y de infierno.


Defraudados, nos dio por reír y adorar nuestro cuerpo,
para descubrir que el diablo viajaba muy dentro,
seguro y feliz por darle voz a nuestros gestos.
Nada nos puede parar ahora.
Nadie puede contener la victoria.

¿Dónde quedó aquel cuento


con princesas y caballeros?
¿Dónde se perdió el hombre bueno?
Era un simple camino recto.
¿Dónde soplaba el viento
que debía enfriar mi lecho?
¿Dónde está ese mandamiento
que me obligue a vivir sin ningún pretexto?
¿Quién se va a hacer cargo de esto?,
¿ya no hay sitios sin veneno?
¿Cuándo vamos a tomarlo en serio?,
pienso y vigilo en el vertedero.
¿Quién pudo agitar el avispero
y nos mintió muy sincero?
¿Cuándo descuidamos el huerto?
que no quedan para comer ni los restos.
5.09 Jotas (Elisea siente)
Hoy el cura viejo del pueblo
se ha olvidado del sermón.
No habló de moral, que aquí
nadie aguanta un calentón.
Cuídese de las mentiras,
sabio padre, con razón,
que hay quien aparenta lo
que no es hasta en confesión.

La Luisa se cansa de oír


al Luis decir que en su cama
no tiene rival y es un experto,
cuando nunca pasa nada.

Anoche en la discoteca
me acerqué a una chica guapa.
Solo pregunté su nombre
y amanecí con las cabras.
6. Roedor
El mensaje lo dejaba claro, había conseguido eliminar el Alzheimer del
sujeto seis. El analizador operaba con un software muy técnico carente de
cualquier interface amigable o detalle artístico. Sin embargo, en la cabeza
del científico sonaba la típica musiquilla que en los videojuegos marcaba un
logro interesante. Con toda probabilidad se convertiría en un retorno
económico impresionante.
Se levantó enfundado en el gorro de piscina fabricado con una agradable
y manejable silicona azul, ideal para contener la posible contaminación
procedente del cuero cabelludo además de evitar que nada entrara en sus
oídos. Por la nariz y la boca no le importaba tanto que penetrara algo capaz
de flotar por el aire.
No podía parar.
La imagen de sus detractores arrastrándose por el suelo mientras se
tragaban sus insultos impregnados de una envidia enfermiza le excitaba
sobremanera. «¿Quién era el maníaco desequilibrado ahora?». Le entraban
ganas de arrancarles esas lenguas con las que habían pronunciado horribles
calificativos hacia su persona. También encontró agradable la idea de
amputarles los genitales y hacérselos tragar.
Vestido con su bata de laboratorio, con el complemento de piscina y
esa expresión diabólica, daba la impresión de estar en un psiquiátrico
jugando a ser médico. Balanceaba una probeta con la solución acuosa que
representaba el fin de una epidemia mundial. Se ajustó las gafas, siempre se
le desencajaban cuando se movía deprisa, y a punto estuvo de llorar después
de recordar el increíble esfuerzo que le había llevado hasta ese
descubrimiento. Debía diseccionar al sujeto para ver si alguno de sus
órganos estaba dañado. Era un pequeño sacrificio asumible en pro del
avance científico. Al fin y al cabo, se trataba de un pequeño ratón de
laboratorio.
Al separar la mirada del recipiente con la cura se fijó en la jaula y se
le helaron los huesos. No disponía de muchos recursos en este nuevo
emplazamiento por lo que había tenido que meter más de un ratón en la
misma pecera. La que compartían los participantes involuntarios cinco y
seis estaba rota. Uno de ellos había utilizado a su compañero como ariete y
había reventado el cristal con su cabeza, que colgaba con la lengua fuera.
El científico asustado corrió hasta la pecera rota con el temor ya
conocido de haber creado algo incontenible. Comprobó que no se trataba
del sujeto seis, ya que este tenía un mechón gris justo al comienzo del rabo.
Había escapado. Debería estar por debajo de las mesas y armarios. Era
urgente atraparlo antes de que propagase su estudio por el mundo.
Un fuerte ruido reventó la puerta del laboratorio y un grupo de diez
soldados entró capitaneado por uno con cara de pocos amigos. El gesto en
su boca denotaba la costumbre de llevar un habano con cierta regularidad
entre sus labios y ahora era sustituido por un palillo de plástico.
—¡Cerrad esa puerta, por el amor de Dios!
—¡Lo has vuelto a hacer! —El capitán observó el cristal roto y se
acercó nervioso hasta su posición—. ¡Cerrad la puerta, rápido!
—Tiene que estar por aquí. Hay que encontrarlo, es el estudio de
cuatro años.
Se puso a buscar a su alrededor sin hacer caso a los intrusos. Nada era
más importante que su trabajo. Bueno, sí había algo más importante: el
equilibrio biológico mundial. En ese instante las dos cosas corrían un grave
peligro.
—¡Capitán, hay dos docenas de cajas de sustancia XSI dispuestas
para ser enviadas!
—Déjame ver. —Se acercó hasta el subordinado y analizó una de las
cajas. Era bastante llamativa y sobresalía la palabra «Matatodo»—. ¿Tenéis
la fecha de caducidad?
—Sí. —Su expresión horrorizada decía todo lo que tenía que decir.
—A ver, puto loco —le dijo al científico, quien seguía con la
búsqueda desesperada del espécimen. Lo agarró de la solapa y se lo puso a
cinco centímetros de la cara—. ¿Has vuelto a fabricar esa puta mierda?
—Eh… Tenía que comer. —Sudaba asustado—. No he vendido casi
nada.
—Muchos… —Al militar le era difícil hablar y mantener la presión a
la que sometía a sus molares—. Muchos compañeros cayeron en servicio
para arreglar tu última demostración de estupidez y locura. ¡Está caducado!
—Lo iba a destruir… Enseguida.
Tras darle un empujón sacó la pistola. Mientras, el genio loco
intentaba no caer al suelo y levantaba un caos de papeles que volaban por la
estancia. El sargento lo encañonó y le pegó un tiro en la cabeza.
—Debería haberlo hecho antes.
Todos los asistentes se asustaron y permanecieron expectantes ante la
reacción de su superior.
—¡A qué estáis esperando! ¡Que no quede ni una viva!
Rezó a un ser superior con la esperanza de que existiera, estuviera a
su favor y fuera lo suficientemente poderoso para que todo acabara ahí.

***

Los latidos del roedor retumbaban desbocados en su cabeza. Todo era


nuevo para él. No conocía más que la fría pecera donde había vivido los
últimos dos meses. El asfalto y el hormigón lastimaban sus pequeñas patas.
A punto de sufrir un infarto consiguió esquivar un coche que lo deslumbró
con los focos. Una gran variedad de olores lo cautivaban. Nada que ver con
el aséptico recipiente donde estuvo encerrado.
Tuvo que parar contra un edificio; tenía una forma física lamentable
debido al cautiverio. Había visto como diseccionaban a uno de sus
semejantes después de que cada uno recibiera vía intramuscular un
preparado distinto. En todos los casos doloroso. Su compañero de celda no
parecía percatarse de nada y actuaba de manera agresiva ante sus intentos
de comunicación. Lo agarró con rabia, generada por una gran impotencia, y
le destrozó su cabeza contra el cristal de la jaula.
Todo era muy borroso antes de haber recibido el último pinchazo.
Otro coche lo sacó de su ensoñación. Corrió a una velocidad digna del
más atlético de su especie y se metió en un callejón. Descubrió un auténtico
paraíso para sus sentidos formado por varios contenedores de basura. Algo
más lejos, un indigente al que no distinguía entre los desperdicios dormía la
mona envuelto en cartones.
Para reponer fuerzas se deleitó con los manjares que encontró a su
alrededor hasta quedarse dormido. Agotado.

El día amaneció despejado, aunque no despertó al pequeño roedor.


Unas horas después, los gritos del indigente alteraron todo el lugar.
—¡Se han comido mis dedos! —Se miraba una mano con cara de
dolor y asco al suponer qué tipo de animal lo había hecho—. ¡Dios, ayuda!
Las personas más cercanas se aproximaron. Demasiado ruido y
demasiados humanos. El ratón salió disparado con mucha energía por la
acera. Los numerosos transeúntes caminaban embobados en sus móviles sin
prestarle ninguna atención.
Esquivaba una tras otra las largas extremidades de los viandantes. El
surco incrustado de las baldosas hacía todavía más complicada la huida.
Llegó a la altura de dos zapatos de tacón que a punto estuvieron de
arrancarle el rabo. Quebró el rumbo y se dirigió hasta la carretera.
Enseguida vio el error y, con unos reflejos extraordinarios se giró,
volviendo por donde había venido. En esa dirección la mujer de los tacones
se introducía en un portal que daba la impresión de ser más seguro que el
exterior. Entró antes que la humana.
Intentaba alejarse del taconeo y casi choca contra los zapatos de otro
de los vecinos. Frenó y volvió a mirar a la mujer. Llevaba un traje ceñido
que le sentaba como un guante. Hasta ahora no había visto que llevaba una
caja para transportar mascotas. De la oscuridad del contenedor apareció la
zarpa de un gato. El ratón subió asustado por las escaleras sin que los allí
presentes se percataran de nada.
—Hola —dijo Carlos, un hombre cercano a la treintena y con cara de
despistado.
—Hola.
Los dos vecinos siguieron a lo suyo. Cuando la mujer pasó de largo
Carlos se fijó en su atractiva figura, centrando la atención en el trasero. Tras
una temporada larga sin novia ni relaciones esporádicas, su mirada buscaba
lo que buscaba.
—Oye, tú eres el chico nuevo, ¿no? —Lo pilló regodeándose en su
cuerpo.
—Sí, sí. —Sus mejillas mostraban vergüenza—. Me llamo Carlos.
—Yo soy Angela tu vecina de enfrente. He visto que has cambiado la
puerta.
—Fue gentileza del anterior propietario. Me comentó que la vieja no
aguantaría el empujón de una rata.
—Qué majo —dijo después de una risita forzada—. Hasta luego.
Carlos volvió a confirmar el atractivo de su vecina y cómo tanta curva
activaba sus emociones. La veía irse totalmente hipnotizado.
—¿No tendrás gato? —Otra vez la mirada de Carlos se desviaba de
las posaderas de la mujer y el rubor volvía a aparecer.
—Qué va.
—Lástima, Sandokán necesita un compañero de juegos normal —dijo
alzando la gatera para hacer partícipe a su gato de la conversación.
Este miraba extrañado. Con un alegre contoneo, ella despareció por
las escaleras mientas su admirador decidió seguir con lo suyo antes de que
lo volviera a sorprender babeando.
Se sacudió el momento febril y localizó el nombre del presidente de la
comunidad en los buzones.

No había ascensor. La estructura de madera resonaba con cada


escalón que se subía. Le costó un poco llegar hasta el cuarto piso donde se
encontraba el apartamento del actual presidente. El desgaste del edificio no
solo se notaba en el estado de los rellanos y los peldaños, las puertas de las
casas presentaban un aspecto muy deteriorado. Parecían robustas, pero se
apreciaba la falta de barniz y las múltiples rayaduras.
Justo cuando iba a llamar a la puerta, escuchó un ruido de taladro
seguido de varios golpes con martillo y una detonación no identificada.
Pegó un bote del susto. Todas las señales le indicaban que debía irse y las
dudas casi consiguieron hacerle marchar, pero seguía un lema muy sencillo:
el miedo no tiene sentido ni cabida en estos tiempos. Quizás en antiguas
épocas era más fácil encontrarse con peligros incluso en tu vecindario; no
obstante, en la actualidad todo debía seguir un patrón más civilizado. Por lo
menos en apariencia. Sin hacer caso a los extraños sonidos, llamó con
fuerza.
Tras treinta segundos no contestó nadie. Volvió a insistir.
Un rotundo silencio se apoderó del rellano. Incluso a él le costaba
respirar; como si el ruido del aire entrando y saliendo de su cuerpo fuera a
estropear un momento sagrado e imperturbable. Algo contrariado, decidió
regresar a su apartamento; ya lo intentaría otro día.
Antes de llegar a la escalera un gato negro se le frotó en una pierna.
Dio otro respingo y a punto estuvo de darle una patada, pero al girarse vio a
un hombre en bata y en ropa interior delante de la puerta donde hacía unos
escasos segundos se encontraba él. Estaba abierta. No había oído ningún
ruido, por lo que la situación adquiría un aura fantasmagórica; solo faltaba
el aire gélido tan característico.
Carlos se acercó hasta el hombre y descubrió que no era una bata sino
un albornoz que en algún momento debió de ser blanco.
—¿Es usted Alfredo Amestoy, el presidente de la comunidad? —
Intentaba mostrarse lo más tranquilo posible. El hombre lo miró serio sin
decir nada. Su respiración empezó a ser pesada. En dos pasos se colocó a la
altura de Carlos e inspiró como intentando captar su olor corporal.
—Vengo para informarme sobre el pago de la cuota.
—Tengo los datos los pasó el puto loco. —Mantenía su mirada fija en
Carlos y lo incomodaba claramente. Para más perturbación lo agarró por el
hombro—. Tenemos un servicio de recogía de basuras puntual y eficaz.
Sáquela de ocho a nueve. Es muy importante.
—No sé si podré.
—Tendrás que guardar tu mierda hasta las ocho de la tarde,
¿entendido!
—Sí. —La confusión del nuevo vecino se hacía más que palpable. No
tenía ganas de discutir con ese despropósito de persona.
Se fue con toda la atención de Alfredo puesta sobre sus carnes. Algo
parecido debería haber sentido Ángela al toparse con él. Le pareció ver con
el rabillo del ojo cómo su observador se relamía los labios. Esperaba que
solo fueran imaginaciones suyas.
—¡De ocho a nueve, acuérdate!
Se encontraba en el siguiente piso, pero sentía todavía en su piel la
sensación de estar a punto de ser mancillado.
Aceleró el paso. Debía cumplir una larga lista de tareas esa mañana y
el empujón no le venía nada mal. Hizo un balance de lo que se había
encontrado en el edificio y daba empate: una chica muy atractiva y un
guarro pirado. Esperaba poder desempatar con su encanto personal.
Cuando salió del portal se encontró con una ambulancia; estaban
atendiendo a un indigente con la mano ensangrentada.
—¡Me ha comido cuatro dedos!
—¡Cálmese, cálmese! —Unas palabras que pocas veces conseguían
lo que querían—. Trae morfina, rápido.
El compañero corrió a la parte de atrás del vehículo mientras Carlos
se alejaba de la zona dispuesto a cumplir sus objetivos.

Una jornada rutinaria estudiando el barrio y sus recursos dio como


resultado dos bolsas llenas de alimentos y enseres para adecentar el
apartamento. Había encontrado un pequeño supermercado y varios
comercios muy interesantes. Cargado con la compra llegó al portal.
No había sufrido demasiado mientras subía a su piso. Los distintos
productos que cargaba emitían olores inapreciables para los humanos, pero
para un pequeño ser que llevaba muchas horas sin comer y poseía un olfato
muy desarrollado era un espectáculo sensorial. Logró vencer el miedo y
siguió a Carlos hasta su piso. Le resultó imposible colarse y casi fue
aplastado por la puerta.
Carlos caminó por un pasillo que mostraba el acceso a dos
habitaciones a la derecha y un salón a la izquierda. Desembocaba en una
cocina cuadrada que tenía al fondo a la izquierda otro pasillo que la
comunicaba con un baño y otro dormitorio muy pequeño. Justo enfrente de
la puerta de acceso a la cocina se encontraba la nevera, por lo que se podía
ver desde la entrada a la vivienda si todo estaba abierto.
Dejó las bolsas en la mesa de la cocina, cuadrada y situada en medio
de la estancia. La rodeaban cuatro sillas. Empezó a recoger todo. Cuando
metía el pollo en la nevera se escuchó algo raspando la madera de la puerta
de entrada. En unos segundos cesó.
Carlos llenó dos bolsas de basura con los botes y restos del anterior
inquilino. Le llamó la atención una caja de veneno para ratas cuya marca
era Matatodo. Estaba muy deteriorada. Indicaba que era una sustancia
irresistible para cualquier roedor y que en veinte segundos sus órganos
vitales crecerían hasta hacerlo estallar. Sucio, pero efectivo. Notó una brisa
extraña en su espalda que le puso los pelos de punta mientras leía la
etiqueta. Revisaría las juntas de las ventanas para ver si podía aislar mejor
la casa. No interpretó ningún tipo de premonición en el escalofrío.
Acumuló un montón de objetos personales del antiguo dueño. Los
metió en un baúl de la habitación pequeña. Entre todos los trastos apareció
una foto enmarcada en la que se veía al científico loco de paisano y una
mujer en una silla de ruedas. Parecían muy felices.
Después de recoger, cenar y ver un poco la televisión se marchó a su
habitación. Le habían venido muy bien las estanterías del dormitorio para
colocar distintos trofeos y fotos de caza. Colgaban algunas medallas de los
laterales de las que no se distinguían muy bien sus inscripciones. Saltaba a
la vista que, a pesar de no indicar demasiado bien la procedencia, les daba
mucha importancia; se sentía muy orgulloso de ellas.
Ajustó la alarma del móvil y se dispuso a dormir.

Debían de ser las dos de la madrugada cuando un ruido rompió el


silencio en la casa. Carlos siempre había alardeado de tener un sueño
imperturbable y, efectivamente, no se enteró de nada. El pequeño roedor
atacaba la robusta madera que le impedía entrar. Enseguida eliminó la capa
de barniz, amarga y desagradable, para pasar a destrozar poco a poco con
sus potentes incisivos la barrera leñosa de sabor y un tacto mucho más
natural.
El nuevo vecino dormía como si fuera su cama y habitación de toda la
vida, ajeno a los intentos de incursión. Como bien decía su lema, no hay
nada a lo que temer en estos tiempos.

Los rayos de sol espabilaron a Carlos, quien disfrutaba de un sábado


no laborable en su nuevo hogar. Todo era perfecto para un joven y
primerizo propietario que veía posibilidades de reformas y mejoras en las
manchas de humedad y en los muebles que moraban el piso desde hacía
muchos años. Con ropa de andar por casa y unas chancletas enclenques
pero muy cómodas, se acercó a la nevera para tomar su acostumbrado vaso
de leche. Por supuesto no conocía la ruta hasta el electrodoméstico, por lo
que dudó en varias ocasiones antes de alcanzar su objetivo. Todavía
permanecía un poco adormilado.
Cogió un recipiente y vertió en él una buena dosis del líquido blanco.
Semidesnatado. Fresco, a una temperatura que le encantaba. No pudo evitar
escupirlo y esparcirlo por el interior del frigorífico cuando se percató del
estado en el que se encontraba el pollo recién comprado. Solo quedaba el
esqueleto.
—¡Me cago en la puta!
La puerta aislante estaba cerrada. ¿O quizás estaba algo floja? No lo
recordaba y se mostraba incrédulo ante esa situación. A su alrededor todo
parecía en orden. Miró debajo de cualquier lugar que pudiera servir de
cobijo para un pequeño intruso. Con varillas, perchas y la escoba incordió
por los rincones más a desmano del apartamento. Llegó a la conclusión de
que era el único habitante de la casa.
Algo llamó su atención en la puerta de entrada. Se acercó y vio el
agujero que había justo en la esquina inferior derecha. Podía entrar por él
una rata grande.
Su tranquilidad había sido perturbada. Le iba a costar un rato limpiar
la nevera para eliminar todo rastro del invasor y no sentir asco. Pelos,
heces, plastas gelatinosas y astillas se metían por todos los recovecos.
Pensar que había bebido de uno de los briks que había dentro le revolvió el
estómago.
Esa situación debía acabar lo antes posible.
Salió del portal vestido con la ropa del día anterior. No quiso pensar
demasiado en su indumentaria. Tenía una idea clara de lo que necesitaba
para combatir a su inesperado visitante y no se percató de la extraña
operación que llevaba a cabo el ejército en su barrio.
El mismo equipo que había realizado la redada en el laboratorio se
desplegaba por los callejones ante la mirada curiosa del vecindario. Dos
señoras especulaban y disfrutaban de aquellas maniobras. En sus mentes
rondaban los nombres de varios sospechosos habituales conocidos por todos
los vecinos. Los malos hábitos y las malas compañías siempre pasaban
factura, ahora podían comprobarlo de primera mano. No se irían sin ver al
causante de semejante despliegue.
Las sobresaltó un golpe de la tapa de un contenedor de basura.
—La élite del ejército removiendo otra vez la mierda —dijo el oficial
al mando. Se le notaba alterado y vertía todo su malestar en un palo de
chupachups al que machacaba con sus mandíbulas.
—Hay un rastro biológico claro de la solución creada por el doctor
Teseo. —Un joven soldado había estado analizando el contenido de las
bolsas de basuras y sus alrededores con un aparato electrónico que pitaba
con distinta intensidad según se acercaba o alejaba del lugar repleto de
basura—. Ha pasado por aquí —continuó al ver la cara de mosqueo de su
superior.
El científico loco se escondía mejor que las ratas y les costaba seguir
su rastro. No había constancia de su vivienda habitual o de los negocios que
se traía entre manos. La situación sacaba de quicio a todos, en especial al
veterano soldado. Hacía poco que le habían ascendido y, cuando pensaba
que su trabajo iba a ser un paseo por las nubes se encontró persiguiendo
cobayas por el país.
Un bálsamo rico en eucalipto que se habían untado debajo de la nariz
para soportar la peste de los contenedores los mareaba. Otro factor que
hacía la situación todavía más insoportable.
—¿Hay algún indicio del veneno?
—No. Puede que no pase nada.
—¡Solo la peor catástrofe ecológica de la historia! ¡Ese puto loco ha
fabricado un lote de una docena de unidades! Las habrá colocado en
cualquier sitio para sacar dinero y seguir con sus locuras. No volverán a
repetirse los sucesos de hace seis años. No mientras yo esté vivo.
Un halo de tristeza y oscuridad envolvió al oficial mientras recordaba
el horror que sufrió su destacamento en la última hazaña del doctor Teseo.
Era un tema tabú entre los supervivientes y se consiguió tapar con una
supuesta rebelión en un circo. Se dijo algo parecido a diez leones que se
habían escapado de sus jaulas y habían hecho una escabechina. Lo
atestiguaron varios civiles.
—Señor, ¿estuvo en la Operación dragón? —Su rostro expresaba una
enorme admiración. Tenía delante a una auténtica leyenda. Pensaba que
habían muerto todos.
—Es imperativo detener toda propagación de los estudios de Teseo.
Deberíamos haberlo matado hace años, pero los derechos fundamentales
nos lo impidieron. Ahora haremos lo que sea necesario para borrar toda
huella de ese maldito descerebrado.
Las ancianas, que no quitaban ojo a lo que hacían los soldados,
seguían lanzando hipótesis sobre lo que veían. Anhelaban ver a quién se
llevaban.
—Soldado, dígales a esas cotillas que sigan circulando.
—No me hacen caso.
No quería tratarlas de malas maneras, pero ese lugar era peligroso
para cualquiera. Se fueron no sin antes refunfuñar y dar varias lecciones de
modales a los presentes.
Carlos venía de vuelta de la ferretería y pasó por detrás de los
soldados. Atravesaba por el medio del operativo. El aparato electrónico del
militar empezó a pitar como loco.
El soldado que lo manejaba comenzó a buscar la fuente de esa señal
tan fuerte. Encontró el rastro de Carlos y lo siguió, convencido de que él era
el que provocaba esa alteración en el medidor químico. Cuando fue a
pararlo apareció el indigente por sorpresa.
—Mis dedos, mis dedos, ¿han encontrado mis dedos?
—Tranquilícese. —Miraba la máquina y esta se desbordaba todavía
más ante la presencia del vagabundo—. Señor, tenemos un primer contacto.
—Fantástico. —El sargento se preparaba para lo peor.
Las ancianas regresaron ante el revuelo inesperado e hicieron varios
comentarios sobre la higiene del protagonista. Tenían claro que acabaría
muy mal sus días.
—Señoras, muévanse o les pego un tiro. —No se pudo contener.
Agradeció que las miradas y las palabras no pudieran matar a nadie.

Carlos entró nervioso en su apartamento. Se había ausentado poco


tiempo, pero por el agujero de la entrada podía acceder de nuevo el intruso
de anoche. Se maldijo por no haberlo taponado de alguna manera mientras
iba a comprar la chapa con la que reforzar la parte inferior de la puerta.
Cogió los utensilios que había utilizado para revisar las estancias y lo hizo
de nuevo.
Sus rodillas y otras articulaciones se resintieron en más de una
ocasión, más acostumbradas a una vida sedentaria. No encontró nada
nuevo. Llegó a la conclusión de que seguía siendo el único morador de la
casa.
Sin perder ni un segundo, cogió la chapa y la cortó para dejarla a la
medida exacta. Sudó, sufrió y se ganó unas merecidas agujetas por salirse
de una manera tan brusca de su zona de confort. El trabajo lo realizó con
una perfección inesperada incluso para sí mismo. No había sitio para
perforar la puerta por ningún sitio hasta cincuenta centímetros de altura.
Tras quedarse satisfecho con su gesta se sentó en el sofá y acompañó
el descanso del guerrero con una cerveza y un programa de televisión
basura. No quería pensar en nada, solo relajar toda la tensión acumulada.
Durmió un buen rato, retomó la parrilla de la caja tonta varias veces y luego
comió. Miró en el armario del salón y se dio cuenta de que eran las nueve y
cinco. Saltó alterado, ató las bolsas de basura que había llenado a lo largo
de la jornada de bricolaje y cruzó el umbral con ellas.
—¡Guárdate tu mierda!
El grito se escuchó en toda la escalera. Mosqueado por la extraña
norma comunitaria entró de nuevo en su piso con la basura todavía en las
manos. El presidente tomaba otro cariz que lo hacía más desagradable.
Mostraría su desconformidad en la siguiente reunión de vecinos. Un ataque
directo y en solitario podía ser perjudicial para su integridad física.
Dejó en la cocina los restos del día y se dispuso a dormir convencido
de su impenetrable invento. Dos minutos de transición al mundo de Morfeo
fueron suficientes. Si cayera una bomba al lado de la cama quizás se
moviera un poco a un lado. Creaba sus sueños con un envoltorio
insonorizado por una capa de aislante que le permitía vivir las experiencias
sin distracciones externas.
Las roeduras empezaron a sonar de nuevo como la noche anterior. Se
notaba la ansiedad de un ser hambriento por el ritmo en que se producían.
Topó con el metal inmune a sus prominentes incisivos. Ver que tanto trabajo
no había servido de mucho lo encolerizó.

La mañana llegó como la vez pasada. Tranquila, fresca, acompañada


de una luz incómoda que animaba a abandonar el plácido estado de letargo.
Carlos salió un poco adormilado al pasillo y tomó el camino hacia el
frigorífico. Dio dos pasos y se giró para examinar la puerta de entrada. La
chapa parecía intacta. Con una leve sonrisa prosiguió su trayectoria.
Nada más abrir la nevera, un animal peludo salió disparado del
interior en forma de borrón desenfocado. Del susto, Carlos resbaló y cayó
de culo con la mala fortuna de doblarse los dedos índice y corazón de la
mano derecha. Dio un grito contenido, no era muy dado a levantar la voz.
El dolor no se le iría en varios días. Localizó el posible rumbo lógico para
huir de la cocina y dio con unos pequeños cuartos traseros con una cola
corta que desaparecían por encima del metal.
Sus dedos enrojecidos no parecían estar rotos. Sin embargo, su
orgullo quedó muy dañado.
Al examinar la aparente barrera impenetrable de la puerta, comprobó
que estaba doblada. Abrió y alucinó con la perforación efectuada por el
pequeño intruso. Había roído la madera desde el agujero anterior hasta
encontrar el límite superior de la chapa. La había doblado un poco y, de esta
manera, la sobrepasó. En ese momento Carlos era un mueble más de su
habitación ajeno a los planes del minúsculo roedor.
Un despertar demasiado violento para un domingo que debería ser
tranquilo. En la cocina de nuevo y, tras rascarse en varias partes que pedían
atención matutina, la cita con el baño y la expulsión de varias flemas, se
dispuso a ver el estropicio en el interior del refrigerador. No podía dejar de
pensar en lo que había sucedido y una posible solución.
La escena del crimen parecía limpia. Había alguna fruta
mordisqueada, algún pelo y huellas claras de las cuatro extremidades, pero
no era tan asqueroso como el día anterior. Cogió el brik de leche y analizó
la manera en la que sería posible abrirla. Debía tener bastante fuerza para
despegar la goma aislante. A él le costaba a veces. Se imaginaba al
animalillo en posiciones antinaturales, más cercanas a las capacidades o
habilidades de los seres humanos, para conseguir entrar en la nevera. A
partir de ahora pondría una silla delante del frigorífico con peso encima.
Se dispuso a beber la leche a morro, pero se cortó en el último
minuto. Sacó un vaso y vertió el líquido en su interior para observar
horrorizado que estaba lleno de heces de rata. Una arcada le subió de
repente y llegó a duras penas hasta la taza de váter para vomitar el escaso
contenido de su estómago.
Jadeaba agotado tras las desagradables convulsiones. Parecía que el
allanamiento se había convertido en algo personal.
La idea de otra limpieza del contenido y del propio continente le
sacaba de sus casillas. Limpiaba con energía, restregando el estropajo por
todos los rincones de los distintos estantes y cajones. Siguió con el resto de
la encimera para encontrarse desinfectando toda la cocina con un mal
humor que aumentaba a cada movimiento. Para colmo, cada restriego solía
acabar con una punzada en los dos dedos machacados que no hacía más que
avivar su ira.
Terminó y decidió subir a hablar con el presidente para exponer su
problema. Nada más abrir la puerta escuchó un ruido como de animal
escabulléndose. Se asomó por el amplio hueco de la escalera, pero no vio
nada raro. Una rata escondida detrás de un escalón parecería descabellado, a
no ser que hubieras tenido que limpiar dos veces tu apartamento como a él
le había tocado. Se había topado con un animal especial, excepcional. Bajó
dos pisos para asegurarse de que esta no se encontraba agazapada en un
rincón. Tras comprobar la ausencia de roedores subió al piso del presidente.
Delante de la puerta dudaba si llamar o buscar algo en internet y
olvidarse de ese tipo desagradable. El gato que salió a saludarle el día
anterior le daba una pista de que algo raro podía haber sucedido en el
edificio.
Llamó sin mucha convicción. Nadie respondió a su llamada.
Lo hizo con más fuerza hasta que soltó un gemido cuando se
resintieron sus dedos. «¿Por qué aporreaba la puerta si había timbre?»,
pensó hastiado por su propia torpeza. Cuando fue a llamar se escucharon
varios ruidos en el interior seguidos de una serie de detonaciones que
volvieron a helarle la sangre.
Se alejó de la entrada asustado. Era momento de consultar con los
expertos de internet. Nada más girarse encontró la cara de su vecino pegada
a la suya. Dio un brinco hacia atrás como accionado por un resorte.
—Sabía que volverías a mí —dijo, pero su mirada decía mucho más.
Lasciva, pervertida y resultado de una imaginación en la que varios tipos
distintos de fluidos corporales acababan expulsados de su cuerpo y cubrían
distintas partes, también corporales, de su nuevo vecino. Seguía vestido con
el albornoz lleno de manchas y en ropa interior.
Una ráfaga de detonaciones se escucharon en el interior de la sombría
vivienda. Llamaron la atención de los dos hombres enfrentados en el
rellano.
—Me vuelto a dejar la tele enchufá.
—Eh… —No se había dado cuenta de cómo hablaba hasta ahora—.
No, no quería molestarle.
—He visto que me miras. Sé que me deseas. —El vecino notaba que
su interlocutor estaba paralizado—. ¿Quiés tomar un café? —En su rostro
se dibujó una sonrisa aderezada con unos dientes llenos de sarro e
impurezas acumuladas durante años de escasa higiene bucal.
—No puedo. Te-tengo prisa. —Quería evaporarse y dejar de ver la
horrible cara del presidente.
—No hagas caso a esa zorra rubia, es una buscona —dijo al ver el
rechazo a su oferta. Carlos ya le había sobrepasado camino a las escaleras
por donde había venido él—. Tié un problema entre las piernas y yo y tú
sabemos cuál es la solución, ¿verdad?
—Yo… Yo tengo un problema de ratas.
Se veía intimidado por alguien al que no debería temer y menos si
seguía su lema.
—¡Otra vez! —Alfredo se alejó hacia la puerta de su apartamento
mirando nervioso al suelo—. Joder, vaya manera de empezar en la
comunidad. —No pudo evitar el gesto de taparse mejor con el apestoso
albornoz.
Carlos no se lo pensó mucho y salió disparado.
—¡Cómprate un puto gato! —El presidente lo gritó asomado al hueco
de la escalera. Después se metió también muy nervioso en su piso.
En el descansillo de su apartamento, Carlos hizo el amago de entrar,
aunque se dirigió a la puerta de enfrente. Llamó de nuevo con la mano
herida y se maldijo por el dolor. Utilizó el timbre y, al cabo de unos
segundos, Ángela abrió la puerta. Iba vestida con ropa cómoda pero ceñida.
El aroma a perfume y ambientador invitaban a entrar en el luminoso y
acogedor apartamento. Parecía que había bajado del infierno en el que vivía
el presidente al cielo de su vecina.
—Hola, Ángela. Siento molestarte. —Todavía le temblaba un poco la
voz.
—Uy, tranquilo, estaba sin hacer nada, viendo la tele.
—Tengo un pequeño problema de ratones.
—Esos bichos tan escurridizos. ¡Qué asco!
—Sí, me preguntaba si me podrías dejar unos días a tu gato.
—No sé. Me da miedo que se estrese.
—Pero si va a estar al otro lado del rellano. No te preocupes que no le
va a pasar nada, ya he vivido con gatos y sé cómo tratarlos. Mi… Una
amiga tenía uno y compartimos piso una temporada. —Se encontraba muy
a gusto hablando con ella.
—No veo a Sandokán cazando ratones.
—Te sorprendería lo que un gato puede hacer. Son muy instintivos y
seguro que, o por información genética o por aburrimiento, lo caza.
—Vale. —En su rostro se iluminó una bella sonrisa después de
pensarlo un poco. Parecía divertida por darle la oportunidad a su gato de dar
rienda suelta a sus instintos básicos—. Espero que le apetezca hacer
ejercicio, que siempre está tirado por algún rincón.
—En cuanto vea que puede jugar seguro que se anima.
—Espera, que te traigo todos sus bártulos.
Fue a la cocina para coger el arenero y el comedero. Se movía con
una ligereza que la hacía parecer muy ágil, lo cual azuzaba la mente
calenturienta de Carlos. Este se perdía en el movimiento de sus caderas.
—Vas a tener que comprarte un gato.
—Quizás más adelante. —Se sorprendía con la capacidad que
demostraba la mujer para pillarle mirándole el trasero. Ella actuaba con
total naturalidad probablemente acostumbrada a ser el foco de atención de
numerosos mirones.
—¿Sandokán? Ven, cariño.
La chica le ayudó a instalar a su mascota en la cocina de Carlos.
Alabó la limpieza que emanaba de cada rincón del apartamento y le
recomendó varios ambientadores para mitigar el olor a desinfectante. Carlos
sacó un par de cervezas que tomaron mientras se conocían un poco más.
Rieron con algunas anécdotas compartidas y ambos se convencieron con la
idea de volver a repetirlo en otro momento.
—¿Conocías al anterior dueño? —preguntó él.
—No mucho. Vino hace cuatro años y llevaba unos horarios muy
raros. Lo poco que hablé con él me pareció un señor encantador.
—Alfredo, el presidente, lo ha llamado loco.
—¿Qué? —Los párpados se le abrieron de par en par ante semejante
revelación—. No le hagas caso. Es muy siniestro y tiene un aura de
podredumbre que tira patrás.
Carlos se quedó mudo al oír esa descripción y ambos rompieron a
reír.
—Me parece que es él quien se ha escapado de un manicomio.
—A decir verdad, el anterior propietario tenía una paranoia muy rara.
Pensaba que le seguían. Hace poco me dijo que le habían encontrado y que
se iba a otro sitio.
—Te puedo asegurar que tenía prisa. Me hizo un precio
impresionante.
—Bueno me tengo que ir ya, son las ocho y media. Voy a sacar la
basura.
—Ostras, es verdad. Tengo algo acumulado en la habitación pequeña.
Las marcas en la puerta sorprendieron a Ángela. Carlos le aseguró
que el lunes pondría una chapa metálica en la parte exterior. Sacaron sus
respectivos desperdicios y se despidieron entusiasmados por la bonita
charla que habían tenido.
Tras meditar embobado sobre el encuentro con su vecina y fantasear
con un idilio con ella, colocó una silla con una garrafa de cinco litros de
agua delante de la puerta del frigorífico. Acarició al peludo invitado, le
animó a sacar sus primitivos instintos de cazador y se acostó con la puerta
de su habitación cerrada. No quería que el gato entrase de noche y se
distrajera de su principal cometido.
Esta vez le costó dormirse más que nunca. Intentaba detectar
cualquier ruido e interpretar su significado. Se preocupaba también por el
gato ya que se sentía responsable de su bienestar. Al final cayó rendido.
De madrugada se despertó alterado por el ruido del gato y varios
golpes secos que acabaron con sus maullidos. Al parecer, el aislante de sus
sueños no era tan efectivo como el día anterior. Demasiadas emociones
fuertes.
Fuera de la habitación, en el pasillo, no salía de su asombro cuando al
encender la luz vio un rastro de sangre que iba desde la cocina hasta el lugar
por donde había entrado el intruso.
—¿Sandokán? —No quería levantar mucho la voz.
Nadie respondía. El gato no estaba en la casa.
Se apresuró a salir al descansillo donde pudo ver parte de pelo y piel
gatuna arrancados por el estrecho agujero de salida. El rastro carmesí seguía
hasta el hueco de la escalera. Encendió la luz y miró por el espacio que
atravesaba todo el edificio y localizó a Sandokán abajo del todo, reventado.
—Joder.
Cuando fue a bajar, algo arrastró el cuerpo del felino y se lo llevó
fuera del campo de visión de Carlos. Este descendió con suavidad para no
meter mucho ruido y despertar al vecindario. La madera de la escalera era
bastante escandalosa. En el portal no había nada salvo la huella
sanguinolenta que acababa en otro agujero perforado en la puerta del portal.
No daba crédito a lo que veían sus ojos.
El pánico a ser descubierto por Ángela le hizo subir a su piso y fregar
los restos de la escabechina perpetrada por el maldito roedor. La tarea le
obligó a estar en activo dos horas que le pasarían factura y, además, ya no
pudo pegar ojo en lo que quedaba de noche. La única manera de que la rata
no entrara al día siguiente era tapiar el acceso o instalar una puerta de
hierro. Al darse cuenta de que toda la estructura del edificio era de madera
se sumió en un estado que mezclaba su ira sin desfogar con la pesadez de
tener que arreglar estropicios inesperados nada más entrar a vivir en su
nuevo piso. Se empezaba a arrepentir por haber comprado ese chollo de
apartamento. Solo la imagen de Ángela sonriente apaciguaba algo su
desazón hasta que recordaba que Sandokán había sido destrozado y
arrastrado por todo el pavimento.
Con la escopeta de caza al lado de la cama y una caja de cartuchos
sobre la mesilla, dio varias cabezadas que no cundieron demasiado.
Recibió la luz matutina de mala gana.
La empresa le debía el día por mudanza y decidió pedirlo para pensar
en una solución a su problema. Estuvo a punto de llamar a un experto
exterminador de plagas que se anunciaba en internet, pero se vio demasiado
involucrado: necesitaba matarlo por sus propios medios. En definitiva,
quería venganza por todo lo que había pasado.
Palpitaba inflamada su vena de cazador.
Retuvo las ganas de sangre al recordar el veneno del anterior
inquilino que había tirado. Reconoció que era bastante absurdo liarse a tiros
en su propia casa por lo que prefirió hacerse con una sustancia que
ralentizase los movimientos del bicho. Luego, quizás, le pegaría un tiro.
A media mañana salió de casa con cuidado para no toparse con su
vecina o con el presidente de la comunidad. En el portal recordó la escena
de la noche pasada y se le revolvió el estómago. Intentó sacudírsela de la
cabeza.
Puso rumbo al supermercado, ya que pensaba comprar algo suculento
para convertirlo en la última cena de su futura presa. Un pollo crudo, más
bolsas de basura y, por último, el veneno. Lo reconoció en la estantería por
los colores chillones de la caja. Relucían como nuevos al contrario de la
caja que encontró en su casa. El eslogan seguía siendo el mismo:
«Matatodo, sucio, pero efectivo». En la parte de atrás explicaba la infalible
fórmula que lo hacía insuperable: «Creado con feromonas de rattus
norvegicus, es irresistible para cualquier roedor. Al ingerirlo, la alimaña
revienta por el crecimiento desmesurado de sus órganos».
—Está caducado. Va, ¿qué va a pasar le dará dolor de barriga? ¿Un
veneno puede caducar? —se dijo mientras comprobaba la fecha por pura
inercia.
Una ráfaga de aire le provocó un escalofrío y tiró varias cajas del
estante cercano. Ese momento de incomodidad no produjo ningún conato de
alarma en su parte más supersticiosa. A pesar de que se podría interpretar
como el segundo aviso de un ser superior ante un acto que puede significar
mucho para la humanidad, no le dio importancia. Como siempre había un
problema claro de comunicación.
Se pasó de nuevo por la droguería y cogió lejía como refuerzo para la
postcacería. Por alguna razón le encantaba la manera en la que iba a morir
ese maldito bicho.
Dos cajeras hablaban de sus cosas ante la escasez de clientes. Con el
piloto automático una de ellas registró la compra de Carlos sin prestar
mucha atención. Metió todos los artículos en una bolsa de tela y abandonó
con nerviosismo la tienda concentrado en llevar a buen puerto su misión.
Demasiadas cosas en la cabeza como para percatarse del grupo militar
que entraba en el comercio justo después de haber salido él.
—¡Soldado, directo a la sección de raticidas!
El oficial entendía la necesidad de encontrar el dichoso veneno mejor
que sus superiores. Llevaba dos días intentando conseguir los permisos para
hacer incursiones en los negocios civiles y así poder registrarlos y dar con
la docena de cajas llenas de esa sustancia letal que debían recuperar. La
maldita burocracia siempre era un enemigo duro de abatir.
Las cajeras dejaron de hablar estupefactas. Paralizadas sin saber qué
hacer. «¿Si te topabas con el ejército había que pedirles credenciales y una
orden de registro?», parecían decir sus rostros. Un tema del que no se
hablaba a menudo en las series y en las películas que visionaban.
—No tardaremos mucho —dijo el mando rompiendo el glaciar que
solía acompañar la mayoría de las veces a un destacamento militar.
—¿Se puede saber qué buscan? —se atrevió a preguntar la más
lanzada.
—No.
La montaña de hielo volvió a recomponerse entre las civiles y los no
tan civiles.
—¡Aquí están, señor!
—¡Joder, sí! ¡No sabes lo que acabamos de lograr! ¡Podría haber sido
el fin del mundo! ¿Tenemos las doce cajas?
—No. —Tragó saliva—. Solo hemos encontrado once.
—Hostia puta. —Reventaron dos úlceras en las entrañas del oficial.
Se dirigió a las cajeras—. Necesitamos ver la información de las cámaras de
seguridad. —Las dos lo miraron mudas—. ¡Ahora!
Con el susto metido en sus civiles cuerpos se pusieron en marcha sin
saber muy bien qué hacer. Una salió corriendo y la otra cogió el teléfono
nerviosa para llamar a la encargada.
—Que Dios nos ayude.
El soldado acercó al montón de cajas su máquina electrónica
preparada para detectar la sustancia creada por el doctor Teseo y, tras pitar
hasta casi dejarlos sordos, reventó.

Carlos dejó las bolsas en el suelo de la cocina con demasiada energía.


El impacto sonó más de lo que pensaba. La caja se abrió por uno de sus
laterales. Un polvo blanquecino salió a la atmósfera sin alarmarle
demasiado. La ráfaga premonitoria también apareció, pero en su cabeza
solo había sitio para la ingeniosa estrategia que pretendía desarrollar. Debía
ser muy silencioso, no quería meter ruido para no incitar una visita
espontánea de su vecina.
El viento misterioso esta vez sirvió como medio de transporte para el
aroma liberado del embalaje de cartón.
Se puso manos a la obra: rellenó el pollo con la mitad del contenido
de la caja de veneno, utilizó masilla en la parte de la puerta que había roído
el pequeño intruso y esperó dentro de su habitación con el arma a punto.
Enseguida llegaron a su mente numerosas lagunas del plan. Sabía que
el tapón creado en la entrada no sería un impedimento para una nueva
incursión del roedor, lo había puesto para evitar un posible punto de cotilleo
por parte de sus vecinos. Para los seres humanos era más efectivo que para
los animales. Otra duda venía por el posible hartazgo alimenticio de la rata.
La había sobrealimentado esos tres días; quizás no volvería a verla en una
temporada.
En su interior algo le decía que se enfrentaba a una situación fuera de
lo normal y que el comportamiento de ese ser irracional escapaba a toda
lógica. De nuevo el cazador que llevaba dentro lo animaba a conseguir un
trofeo único. Esa voz interna era la que no dejaba oír otro tipo de avisos y
señales importantes.
Antes de llegar la noche le dio tiempo a dar varias cabezadas y
esconderse en la oscuridad de la habitación cuando su vecina llamó para
comprobar el estado de salud de su mascota. Nadie contestaba en el
apartamento, ni el dueño ni el gato. En un principio lamentó no haber
intercambiado los móviles; sin embargo, luego lo agradeció.
Al final acabó profundamente dormido. La ajetreada noche le pasaba
factura.
Se perdió el meticuloso trabajo de perforación realizado por la rata.
Esta, en plena forma y con una energía desbordante lo consiguió en tiempo
récord. Un irresistible olor la arrastró hasta la cocina sin poder remediarlo.
Por el camino interactuó con otros ratones que se quedaban paralizados a su
paso. Se dirigían al mismo destino que ella. Antes de entrar en el portal
orinó en la puerta. Ninguna rata se atrevió a sobrepasar la barrera biológica
que había depositado.
Sus fosas nasales se llenaban del jugoso olor que provenía de dos
puntos distintos de la cocina: el frigorífico y el armario debajo de la
fregadera. Se decantó por lo que ya conocía.
La enorme caja aislante que tantas dificultades le había dado la
primera noche ahora se rendía a sus habilidades. Recordaba a la perfección
los trucos y artimañas utilizados con anterioridad. Otro efecto secundario de
la extraña sustancia inyectada por el científico loco.
Empezó el festival de carne blanca aderezada con el apetitoso veneno.

Carlos se despertó cuando los chillidos del animal mostraban un


sufrimiento desmesurado. Poco a poco se convirtió en una inesperada
transformación. Los insoportables gritos dieron paso a gruñidos dignos de
un jabalí salvaje de ciento cincuenta kilos. Sonaban muy fuerte, incluso a
Carlos le pareció oír algún que otro fonema, cosa imposible para cualquier
animal irracional carente de un plumaje pintoresco.
Nada más acceder al pasillo vio una bola de pelo desenfocada que
corría como un torpedo imparable hacia la puerta de entrada. Lejos de parar
la embestida quedó destrozada. La chapa metálica salió disparada. Antes de
enfilar las escaleras, se resbaló, estrellándose en el marco de la puerta de
Ángela.
Ahí la pudo ver con cierta claridad.
La piel estaba rasgada, incapaz de contener el desarrollo de los
órganos. En algunas zonas persistía el pelo denso mientras que otras
presentaban calvas como si los folículos hubieran salido disparados ante la
presión ejercida por el crecimiento desmedido. Su cabeza era
desproporcionada y en el rostro se repetía el mismo problema que en el
resto de la anatomía. Tenía el tamaño de un pastor alemán.
Dirigió su mirada desencajada, inflamada, repleta de venas que
envolvían los globos oculares en unas jaulas de zarzas rojizas, hacia el
humano armado. Olisqueaba el aire mientras se calmaba. No le quitaba el
ojo a Carlos. Este retrocedió encañonándolo.
En la cocina no quedaba nada del pollo envenenado. Solo algún
hueso. Ya asomaba el morro por el agujero de la puerta. Hizo un rápido
recuento y llegó a la conclusión de que le faltaban cartuchos. Dispararía de
dos en dos. Temía que no fuera lo suficientemente rápido para contener la
amenaza.
El animal entró y Carlos disparó. Con un quejido y a una gran
velocidad, el roedor superdesarrollado se escondió en la primera habitación.
Cayó una gran cantidad de sangre oscura en el parqué. Con la escopeta
preparada, Carlos hizo el amago de ir a ver en qué estado se encontraba la
presa. Vio aparecer de nuevo el morro olisqueando. Algo lo atraía de
manera más irracional de lo esperada.
Atravesó muy veloz el pasillo hasta el salón. El cazador, por acto
reflejo, volvió a disparar. Esta vez saltaron las astillas del marco de la
puerta sin acertar en ningún punto vital del animal. Asustado, era incapaz
de volver a colocar otros dos cartuchos en el arma. Le temblaban las manos
y las dos cargas acabaron en el suelo. Tuvo que arrodillarse para recogerlos.
Al incorporarse de nuevo, descubrió que ahora él era la presa.
A duras penas consiguió llenar uno de los tubos de la escopeta y
corrió hacia el baño situado en el pasillo que comunicaba con la habitación
pequeña desde la cocina. Con un giro muy forzado apuntó al enorme animal
y le acertó en todo el pecho. Esto no evitó que enseguida se reincorporara y
continuara con la persecución. Carlos se metió en el baño y, cuando fue a
cerrar la puerta, un fuerte impacto lo empujó para atrás. Se incrustó el
lavabo en la espalda y cayó con fuerza sobre el suelo. La puerta se cerraba
lentamente mientras la bestia agotada se zarandeaba en el umbral.
La oscuridad envolvió todos los sentidos de Carlos, sumiéndolo en un
profundo estado de inconsciencia.

Unos gruñidos horrorosos despertaron a Carlos. Le dolían todos los


huesos del cuerpo. Tardó unos segundos en recordar qué había pasado. El
tiempo transcurrido era una incógnita que le provocaba mayor desasosiego.
Su saliva se impregnaba de un sabor ferroso debido a alguna herida
provocada por el tremendo golpe recibido. Se levantó y un fuerte pinchazo
en el costado derecho le advirtió de una posible rotura de costillas. Debía
salir de allí e ir a un hospital. El tobillo izquierdo también se resentía.
Se desplomó de nuevo.
Tocaba volver a levantarse. Ahora ya conocía sus puntos dañados por
lo que, con cuidado, se incorporó y esta vez logró salir del baño. Lo hizo
aterrado. Comprobó varias veces antes de salir al pasillo que la bestia no
fuera una amenaza. Al parecer agonizaba en la cocina. Se veía que se había
arrastrado en dirección a la caja con el veneno situada debajo de la
fregadera.
Entre dolores y quejidos Carlos entró en la cocina. Se resbaló con la
sangre del mutante y se libró de milagro de otro golpe sobre la dura
baldosa. Oía la respiración aparatosa del animal malherido. O no tenía
fuerzas para atacar o no se había enterado de la presencia de Carlos. Este no
tenía la intención de averiguarlo y se dirigió a la puerta.
Cuando llegó a la mitad del pasillo escuchó un lamento estremecedor
procedente de la cocina. Sonaba como una persona que sufría intensamente.
Sin entender por qué, algo en su conciencia le acusó de ser culpable del
estado agónico que sufría el roedor. Recordó los pequeños cuartos traseros
que se apresuraban a salir del apartamento tras ser descubierto y vio claros
sus actos. En la cacería siempre había intentado provocar el menor
sufrimiento posible a sus presas.
Otro gemido le hizo coger un cartucho que encontró en el suelo y
volver al baño para cargar la escopeta. Las costillas se le resintieron de
nuevo y la cojera no le daba nada de estabilidad, pero al final consiguió
llegar hasta la cabeza del animal moribundo y encañonarla. El ojo derecho
inyectado en sangre lo miraba suplicante. Le pareció ver un atisbo de
inteligencia ausente en cualquier animal que hubiera abatido con
anterioridad. Se le paralizaron las extremidades y desistió. Sentía una
congoja que le revolvía el estómago. Animado por el terrible olor y la
asquerosa estampa, vomitó entre grandes dolores. El contenido estomacal
que expulsó se mezclaba con coágulos de sangre.
Para él era apremiante buscar ayuda lo antes posible. Se le ocurrió
una idea con la que mostrar piedad ante semejante desastre. Decidió darle el
resto del veneno para rematarlo de forma rápida. Abrió el armario y cogió
la sustancia mortífera. Una brisa de aire helado agitó todos los pelos del
hombre y del monstruo. Este empezó a remover la cabeza excitado por el
olor de la caja. Se lo echó por la boca nervioso y salió lo más rápido que
pudo de la cocina.
Los gemidos de la criatura empezaron a sonar mucho más fuertes que
antes, dando paso a unos gritos que empujaban las piernas de Carlos y le
hacían olvidar sus dolencias. No se atrevía a mirar atrás.
Nervioso, consiguió abrir la puerta justo en el momento en el que un
militar con un ariete metálico hacía el gesto previo a reventar la puerta. Al
verlo aparecer se quedaron mudos.
—Señor, hay un civil herido.
—¡Sacadlo de ahí, joder, y entrad a limpiar el estropicio!
Lo agarraron y se lo llevaron hasta donde se encontraba el oficial al
mando. Mediante los vídeos del supermercado le habían identificado y
localizado. Al haberse mudado y por llevar tan poco tiempo en el barrio les
había costado más de la cuenta.
—¿Puede llegar a la calle?
Carlos gesticuló afirmando. Un grito de dolor se escuchó en el interior
del apartamento y el oficial, tras tirar al suelo el palo de la piruleta
machacado por sus muelas, le dejó solo.
—¡De aquí no sale nadie! —Al entrar cerró la puerta.
Se empezaron a escuchar más gritos y disparos con armas
automáticas. Dos balas atravesaron la madera.
Carlos se dispuso a abandonar el lugar a la máxima velocidad que le
permitían sus heridas.
—¡Eh, a dónde coño vas! —El presidente de la comunidad le gritaba
desde el rellano.
El aludido lo ignoró y continuó con su huida de una manera más lenta
de lo que hubiese deseado. Las punzadas se producían cada segundo, pero
sabía que no podía parar a tomar aire. La salida estaba cada vez más cerca.
En el siguiente rellano, Alfredo lo agarró por detrás.
—Veo que a ti también te gusta el volumen brutal.
—Déjame en paz. Hay que salir de aquí.
—¿Dónde vas tan rápido? —Lo arrastró contra la pared de enfrente
—. Nos habíamos quedado en que me mirabas con deseo.
—¡Qué dices! ¡No has visto lo que pasa en mi apartamento!
—Cada uno puede hacer lo que quiera en su casa.
—¡Estás loco! —Consiguió darse la vuelta—. ¡Nos va a matar a
todos!
—¿Estás intentado ponerme cachondo?
La rata, ahora del tamaño de un rinoceronte, llegó al rellano de un
salto. Alfredo se giró tras ver el rostro de terror marcado en la cara de
Carlos. No le dio tiempo a gesticular, ya que el engendro le arrancó la
cabeza de un bocado y se la tragó tras masticarla. La sangre lo empapó por
completo y también a la bestia. Esta se relamía.
Carlos cerró los ojos llorando e implorando a un ser superior, quizás
al que le había estado avisando durante varios días, que le sacase de esa
situación. No quería morir. Al ver su vida pasar delante de sus ojos se dio
cuenta de que no había aprovechado nada su estancia en el lado de los
vivos.
—No, por favor, por favor… —gemía como si la máquina de matar,
que acercaba la cabeza a su jugosa mejilla, pudiera escucharle, entenderle,
mostrarse más humano que él y conocer el concepto de piedad por arte de
magia.
—Amigo —pronunció con claridad el impresionante monstruo.
Tuvo mucha suerte.
Efectivamente, se había obrado el milagro que convirtió a un pequeño
mamífero en el ser más formidable del mundo. Incluso era capaz de mostrar
humanidad más allá de los seres superiores que le habían hecho la vida
imposible.
El comienzo de una truculenta amistad.
***

La luz cálida despertó a Angela después de una noche reconfortante. El día


anterior se había llevado un fiasco al no poder hablar con Carlos sobre su
adorada mascota. Como le era difícil conciliar el sueño, optó por tomar un
par de somníferos que, junto con los tapones que se solía poner para no
escuchar los ruidos del presidente en funciones de la comunidad, le
proporcionaron un descanso reparador e imperturbable. Toda la comunidad
hacía cosas parecidas para dormir.
Desayunó, se duchó, se perfumó y se preparó para el día.
Nada más abrir la puerta de su piso y observar el rellano se quedó
helada. La calidez de su hogar frente a un escenario sombrío y sangriento le
hicieron creer que se trataba de un portal a otra dimensión aterradora.
Salió con cautela y se acercó a la entrada del vecino. La puerta
colgaba de una bisagra.
—¿Carlos?
Entró con timidez.
Dio dos pasos y se encontró con un brazo amputado. Se asustó, pero
siguió adelante sin poder remediarlo. Parecía la casa del terror: cuerpos
decapitados, tripas, olor a heces y vómitos. Hipnotizada y sobrepasada por
la situación, siguió adelante.
Un móvil vibró y sonó muy fuerte. La alteró todavía más porque
procedía de un montón de excrementos en forma de pirámide de un metro y
medio de altura. Se trataba de la principal fuente de putrefacción y fetidez
de la casa.
—¿Sandokán? ¿Sandokán? —Buscó por la cocina y alrededores sin
ver nada.
El móvil volvió a sonar.
La mujer examinó entonces con más detalle el montículo de porquería
y se fijó en una cinta de cuero roja. La agarró y tiró con fuerza. Cuando
leyó la palabra «Sandokán» se dio cuenta de la tragedia.
—No, no, no, no puede ser, no…
No pudo evitar llorar por el espantoso final de su mascota.
7. El ser inexplicable
El extraño ser apareció justo cuando empezó a fallar el wifi. Lo tengo
grabado en la memoria, o sea, en mi cabeza, porque siempre se me habían
erizado los pelos del cogote cuando pasaba. Podría tratarse del comienzo de
una invasión en toda regla, ya sea alienígena, norcoreana o incluso francesa.
Acabar con las comunicaciones y crear confusión sería la primera fase de
un ataque bien organizado.
Total, que por la falta de conexión a la red inalámbrica, decidí sacar el
cable de quince metros RJ45 y enchufar el PC al rúter. Apenas molestaba si
eras un poco ágil y además era una situación de emergencia. Ya llamaría
más tarde a la operadora para saber qué mierdas estaba pasando. De todas
maneras, informé a mi padre de la presencia del nuevo obstáculo existente
en la casa por si acaso. Desde su cuarto emitió un gruñido que interpreté
como un gesto de comprensión. El pobre llevaba con depresión desde que
mi madre, por llamarla de alguna manera, nos abandonó.
Mi progenitor era una de las mejores personas del mundo y, sin lugar a
dudas, del universo. Ecologista, atento, inteligente y divertido, siempre y
cuando el nubarrón mental no lo pusiera en modo vegetal, postrado en la
cama con su dial favorito sintonizado como único nexo con el exterior. Era
un jubilado más con un estado físico no muy boyante, por lo que esperaba
que no se tropezara y se viera obligado a salir menos de lo que ya hacía.
Quizás su vida habría sido más llevadera si yo le hubiera proporcionado
nietos, pero mi trauma materno me impedía mantener una relación normal y
duradera con las mujeres. Eso decía mi psicólogo.
Nadie supo en qué momento apareció, pero ahí estaba, en medio de la
plaza, una especie de babosa de cinco metros de largo por tres de alto. Dura
y estática como una estatua. La confusión fue general y en un principio se
culpó a los iluminados del Ayuntamiento. Entre las esculturas del pueblo
había algunas conceptuales muy grandes fabricadas con hierro.
Normalmente avisaban de la colocación, ya que solía ser bastante
complicada. En el caso de esta mole no habían dicho nada.
Con la conexión en perfecto estado continué mis quehaceres en las redes
sociales mientras aprovechaba el software que me permitía escuchar gratis a
mis grupos favoritos. Bueno, gratuito pero a cambio de pequeñas cuñas de
música «recomendada» de una calidad no tan recomendada. Elegí un
temazo de una de mis formaciones preferidas cuyo líder había seguido los
cánones del «vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver».

Ven con todo, acércate.


Sé real, rompe tu máscara.
Deja que te destape
o fíngeme con muchas ganas.

A mí me da igual
si eres tú o tu engaño.
Solo espero ver el final
posarse sobre el océano.

Y nadar y navegar, nadar y surfear


las olas que generas en mi calma.
Y nadar y navegar, nadar y surfear
las olas que perturban mi alma.

Grito al cielo y nadie escucha.


Tengo miedo, solo hay basura.
Busco el centro de mi locura.
Miro por dentro y hallo tu cintura.
No lo encuentro, pegado a tu cintura.
Me lo llevo detrás de tu cintura.
Nadie escucha, mueves tu cintura.
Es la cura perdida en tu cintura.

El subidón del estribillo me hacía vibrar mientras el pie seguía a la


batería y yo entraba en la canción con un silbido en el tono apropiado, ajeno
a lo que ocurría en el barrio. «Qué malas son las drogas», pensaba mientras
escuchaba, apreciando también la necesidad de ellas por parte de mi padre.
Al pegarse un tiro, el cantante del grupo, además de romper su última
máxima, volvió a dejarme huérfano. Parecía ser mi destino.
El sonido de mis labios cesó en el momento en el que vi una publicación,
en una conocida red social, de una plaza igual a la del barrio. «Nuevo
horror cultural propuesto por los de siempre», decía el pie de foto. Parecía
que el vecino estaba en desacuerdo con la política del Ayuntamiento y sabía
a ciencia cierta quiénes habían sido los causantes de tal expresión artística.
Seguí con mis asuntos hasta que volví a ver otra foto de lo mismo desde
un ángulo distinto con un texto más impactante: «¿Quién ha mandado poner
ese gusano gigante carapolla en el barrio?». Este artículo, más serio y
riguroso, aseguraba que la Administración no sabía nada de la estatua ni de
las extrañas interferencias que causaba en las redes móviles y señales aéreas
en general. Las fotos solo se habían podido hacer desde lejos. Salté de la
silla y salí al balcón para ver qué pasaba. Mi piso, bueno, el de mi padre,
estaba situado cerca de la plaza, pero no se veía nada, solamente el
comienzo. Había un gran grupo de personas mirando hacia la zona de
recreo y las terrazas.
Con gran curiosidad y algo de incomodidad decidí salir a investigar por
mi cuenta. Cuando llegué me quedé petrificado con la mole que tenía
enfrente. La habían situado al lado de una zona con columpios. Mucha
gente sacaba el móvil para hacerle instantáneas, pero no podían ponerlos en
marcha. Dos chavales a los que parecía que les funcionaba uno de los
teléfonos —será de ultimísima generación, pensé— se disponían a hacer un
fotomontaje en el que la estatua salía de la entrepierna de uno de ellos,
como un descomunal miembro viril. La gente se empezaba a reír ante
semejante ocurrencia cuando el aparato electrónico estalló en la mano de su
dueño, reventándosela en el acto. Entonces empezaron los gritos. Apareció
la policía, luego la ambulancia y se montó un show digno de televisar. Por
supuesto, no tardó en llegar la televisión.

La sensación en la comunidad ante la peculiar aparición era muy dispar.


Algunos decían que venía del subsuelo, otros de otro planeta, algunos
hablaban de multiversos, pero todos estaban de acuerdo en una cosa: se
trataba de algo muy importante. El fútbol fue sustituido en las tertulias por
conjeturas variopintas alrededor del ser y su posible procedencia. Los
paisanos, estudiosos, adivinos, científicos, militares y un sinfín de gremios
compartían servicios hosteleros de todas clases aumentando el consumo en
el barrio. Se generaban teorías sin ningún control y se difundían como la
pólvora. Una vecina le comentó a un médium de gran reputación, aunque
parezca imposible, que la estatua le recordaba a su Arturo. Debía tener un
miembro parecido al extraño monumento, pero a una escala más pequeña, a
lo que el espiritista, muy serio, había añadido que los misterios del más allá
eran inescrutables.
El pirado del barrio que solía chillar y discutir con sus amigos invisibles
provocando situaciones muy peculiares, no se atrevía a acercarse a la plaza.
De eso me di cuenta un día que le vi convencido a cruzarla y se detuvo al
darse cuenta de lo que había. Le pregunté por el extraño visitante y me dijo
apurado que escuchaba lo que pensábamos. Fallo mío por preguntar. Otro
vecino se quejaba de los emigrantes que llegaron al barrio para vaguear y
ganar dinero sin hacer nada para que ahora nos invadiesen los
extraterrestres. «Seguro que le ponen una subvención o alguna mierda de
esas que al final pagamos todos», decía asintiendo con su poco poblada
cabeza.
El traumático accidente con el teléfono móvil se olvidó enseguida, ya
que explotaron muchos más artilugios electrónicos: walkies de la policía,
cámaras de televisión, medidores de radiación y algún que otro aparato
científico. Era imposible analizar al ser si te acercabas con tecnología de
apoyo. La gente empezó a ir a la plaza a tomar algo, soltar a los críos para
jugar con juegos analógicos y hablar de diferentes temas.
En ninguna parte del planeta pasaba lo que estaba pasando en mi pueblo.
Llamó la atención de demasiados ojos. Las operadoras que habían invertido
en la zona protestaban por el aluvión de quejas por las interferencias. La
gente empezó a movilizarse, encontrando en el ser una señal divina.
Obviamente, las religiones no estaban de acuerdo con el símbolo pagano.
Como es normal, la opinión moderada de la gente fue pronto sobrepasada
por las tendencias más radicales y entonces empezaron los planes para su
destrucción.
Mientras se activaban los protocolos de actuación, la plaza empezó a
integrarlo de manera natural. Los niños lo tenían como portería, los perros
no se atrevían a orinar sobre su superficie ya que habían recibido ciertas
descargas disuasorias, los pájaros se posaban con cautela y no solía pasar
nada. Una aventurada gaviota defecó sobre la babosa gigante y recibió un
calambrazo que la dejó paralizada durante varias horas. Después se fue
volando como pudo.
Mi padre divisó al pájaro en el balcón un día y tuvo que darle un
manotazo para que se fuera. En cierta manera le sacó de su letargo y se
quedó impresionado con el ave. Me preguntó sobre la estatua y, como no
veía saciada su curiosidad, decidió bajar y observarla. Me decía que recibió
una sensación eléctrica en su interactuación con el palmípedo, que le
recordaba a alguien. Parecía que sabía más de lo que contaba, ya que el
altercado entre la estatua y el pájaro era un cotilleo muy reciente. Cogió las
gafas, se duchó —válgame el señor, pensé ante este gesto de normalidad—,
se vistió con ropa limpia y puso una lavadora mientras salía a pasar la
mañana, porque sabía que le iba a llevar mucho tiempo escuchar todas las
historias relacionadas con el gusano.
Mi padre cambió a mejor sus hábitos. Empezó primero observando al
monstruo desde uno de los bancos más alejados para poco a poco ir
acercándose. Le comenté a un vecino que le echara un vistazo para saber
qué hacía, ya que yo no disponía del horario de un jubilado. Se le veía
contento al lado de aquel trozo amorfo. A veces reía solo sin pronunciar
palabra, como si se acordase de algo gracioso. Cuando le preguntaba que
qué tal había pasado el día me llenaba la cabeza de detalles espectaculares
en los que la vida en la plaza parecía un cuento de hadas o un paraíso en
toda regla. El aleteo de los pájaros, las risas de los niños y de los no tan
niños, la brisa del aire acariciando su rostro, la melancolía del pasado
acompañada por la actividad del presente, el ruido lejano de las máquinas o
incluso algún pitido autoritario le ayudaban a afrontar su existencia como si
de un grupo de terapia se tratara.
Es verdad que siempre había gente examinando a la enorme roca.
Empezaron a usar métodos más rudimentarios para auscultar el interior,
como un audífono. Conseguían escuchar un zumbido cada dos horas
aproximadamente. Lo interpretaron como un latido, pero sin darle mucha
importancia. Nadie se atrevía a decir que estuviera vivo. Uno de los
científicos trajo una bombilla y al acercarla se encendió, provocándole un
calambrazo. Un grupo de música no tan docto descubrió la posibilidad de
tocar su rock melódico sin necesitar enchufes, solo con la energía que
emanaba del visitante. El líder del grupo apareció con un amplificador y su
guitarra eléctrica e improvisaron un emotivo concierto. Cuando sonó el
primer acorde todo el mundo se acercó maravillado. Mi padre y yo salimos
a escucharlo; compartimos unas cervezas al son de varias canciones con
mensaje incluido.

Desde el comienzo somos compañeros en un viaje eterno.


Destrozamos las instalaciones de la nave pensando ser sus dueños.
Y regamos sus verdes paisajes con comodidades y letales desiertos.
Ahora fallan los motores, no funciona el aire y aún no tenemos miedo.
Somos los actores principales, somos inmortales, somos parásitos
irracionales.
Escucha esas voces que te cuentan hechos atroces donde todo vale.
La avaricia disfruta al saber que sus putas luchan por ella en todas partes.
Sabe que todos somos rivales, a nadie le importa nadie, siempre que
gane.
Nada nos puede parar, solo un desastre total.
Nada nos puede parar, solo un desastre total.

El momento estaba siendo mágico; con la noche ya sobre nuestras


cabezas y luces de mecheros alumbrando al son de los acordes. Alguien me
empujó para acercarse hasta el micrófono del cantante. Se trataba del Pralín,
el macarra del pueblo. De pequeño me hizo la vida imposible. Le llamaban
así porque todos los días mezclaba una crema de praliné con chorizo como
merienda. Ahora sabía que no intimidaba a nadie. Con todo, siempre tenía
que haber algún cafre que te jodiera la magia. Se puso a berrear con la
banda hasta que le echaron. Se fue indignado, como un niño malcriado
queriendo llamar la atención de todos. El cantante demostró unas tablas
inesperadas al cantarle el estribillo directamente hasta que se fue.
Continuamos la sesión con la sensación de estar viviendo algo grande. El
sonido tenía encanto. No sabría decir si era por las válvulas de los
amplificadores o por los tintes a rock setentero. Mi padre disfrutaba como
hacía tiempo que no lo hacía y, a mi alrededor, la gente parecía
acompañarle.

Un día aparecieron los obreros del Ayuntamiento, con martillos


neumáticos y excavadoras que cuando reventaron y quemaron debieron
retirar con tracción animal. Uno de ellos, el más avispado, armado con un
cincel y una pequeña maza, empezó a agujerear la grotesca figura. Cada
golpe resonaba contra las paredes y las cabezas de los presentes, el que
suscribe incluido. Daban ganas de acabar con la fuente de esos
insoportables ruidos. En uno de los impactos el operario atravesó la roca sin
saber qué había ocurrido; y como si estuviera viviendo un infierno se tiró al
suelo gritando y llorando. «¡Quitádmela de encima!», me comentaron que
aullaba.
Con un acto mayor de integración en el entorno, el artista grafitero del
barrio dibujó una divertida obra sobre el bloque de piedra. Ahora tenía ojos,
boca, dientes y una espectacular piel metalizada que le daba una expresión
más cercana a pesar de ser algo agresiva. Mi progenitor se indignó al
principio hasta que se acostumbró a la nueva apariencia. Me dijo que
parecía que te seguía con la mirada.
Bueno, ya teníamos una obra a la altura de la Mona Lisa.
El recuerdo de mi madre se propagó en el ambiente hogareño,
quedándose como una nube persistente. Mi padre me narraba sin parar
cómo era su carácter y contaba anécdotas entrañables que vivieron. Se
conocieron en esa misma plaza. Él era camarero en uno de los bares y ella
estaba sentada en la terraza. La conversación que tuvieron fue muy rara,
pero enseguida conectaron. A partir de entonces no se separaron hasta que
nos abandonó o, más bien, desapareció, porque sus cosas se quedaron en el
piso y aún continuaban en él. Siempre nos quedó la duda de si fue
secuestrada o nos dejó por voluntad propia. Fuera lo que fuese, yo había
crecido sin una figura materna.
El punto de inflexión de esta historia fue provocado por la aparición del
cadáver de Pralín. Estaba reventado en la pared justo en frente de la estatua.
Sus deportivas permanecían delante de la extraña figura, con parte del pie
en su interior; y tirado por el suelo había una maza de ocho kilos. La teoría
de mi padre era que había intentado romperla y esta se había defendido. A
mí me hubiera gustado pasarme el resto de mi vida dándole patadas en las
pelotas a ese bastardo, pero la muerte me parecía algo excesivo.
La Policía acordonó la zona por segunda vez y empezaron a tomar
decisiones para sacar esa roca de la plaza. Los detractores del nuevo
símbolo, entre ellos el cura que había visto mermado su rebaño a dos
feligreses que ya tenían un pie al lado del Señor, aprovecharon para meter
más presión. Le echaba la culpa a la aparición sin preocuparse en mirar
hacia su religión y ser autocrítico. Algo que había funcionado durante
tantos siglos no podía ser el problema.
Barajaron estrategias para acabar con la anomalía. Un agente propuso
volarlo con dinamita. No estaban los humos en la zona como para meter
tanto ruido, ya que solo dejaban tirar petardos y cohetes en fiestas y
Nochevieja. Tampoco se atrevían a llevar los explosivos hasta la estatua; y
cómo lo detonarían era otra incógnita. Otro propuso disparar a la dinamita,
pero enseguida desecharon la propuesta. Había guardias civiles
custodiándola todo el día. Rotaban cada ocho horas para no rayarse.
Además decían que recibían descargas si se acercaban mucho.
Mi padre estaba fuera de sí porque no le dejaban aproximarse a su
distracción diaria. «¡Están locos! No pueden negarme el derecho a estar
donde quiera», repetía exasperado. «Tranquilízate, coño, que te vas a buscar
un jaleo que no va contigo», le terminaba diciendo yo. Él me miraba como
intentando decirme algo que no se atrevía y se relajaba frustrado.
Una mañana apareció muy alterado, gritando «van a reventarla, van a
reventarla». Cuando conseguí calmarle me contó que habían decidido
destruirla con un lanzamisiles. Como no funcionaba la electrónica ni los
mecanismos motorizados decidieron hacerlo desde lejos, al otro lado del
río. «Me la van a quitar de nuevo, me la van a quitar de nuevo»,
murmuraba. Me estaba empezando a poner de los nervios. Por otro lado, el
tema parecía volverse cada vez más interesante y espectacular.
Al día siguiente un cordón policial evitaba que nadie entrara en la zona
ya que podía haber fallos. Yo me anticipé a la jugada. Dejé a mi padre en
casa y subí al piso de un vecino que daba a la plaza. Recomendaban que no
se levantasen las persianas, pero entre las rendijas pusimos una cámara que
nos daba una retransmisión bastante clara. Llevé algo de picoteo. Habíamos
hablado con otro vecino cuya propiedad daba hacia el río para que también
grabara. Lo íbamos a petar en internet. Había ciertas dificultades en ver
quién lanzaría el misil. Me imaginaba que podía ser como tirar un penalti
desde el centro del campo e intentar meter el gol. Sería un amasijo de
nervios para quien tuviera los santísimos de tirarlo. Además, no creo que
hubiera ningún pichichi disponible en ese campo.
Ahí estábamos, dándole al chorizo y las birras cuando dispararon el
primer cohete. Efectivamente, era difícil dar en el blanco, por lo que un
castillo con toboganes y casetas para los niños reventó ante nuestros ojos.
La onda expansiva fue brutal y casi rompe los cristales de la casa. El
asombro que nos envolvía era tal que nos quedamos con el embutido en las
manos, helados. La retransmisión era algo que ya querrían para sí los
valencianos en las Fallas. Decidieron no disparar de nuevo hasta que el
humo se disipase. Mientras esperábamos, pensaba que deberían haber
evacuado todo el barrio, pero parece ser que nadie hizo el amago de salir de
casa.
Se vio movimiento en medio de la plaza. Parecía que dos guardias
civiles corrían hacia la estatua detrás de un vecino. «Vaya colgado», le
decía al dueño de la casa cuando dos rayos salieron de la enorme figura e
impactaron en los agentes. Estos se levantaron magullados y consiguieron
ponerse a cubierto, dejando al espontáneo solo ante la babosa de piedra. Se
me cortó de repente la carcajada cuando me pareció reconocer al loco que
había provocado el altercado. Era mi padre. Se encontraba en medio de la
línea de fuego mirando amenazante al puesto desde donde tiraban los
misiles. Con el grito de «¡este tío está loco!», pegué un salto del sofá y salí
disparado al encuentro del suicida que me engendró.
Llegué corriendo seguido de dos militares a los que indiqué que se
trataba de mi padre y que yo podía sacarle de ahí. Cuando estuvimos casi a
su altura, dos rayos atacaron a los militares que se libraron parapetándose
detrás de dos árboles. Yo cerré los ojos esperando sentir una descarga y
rezando para no mearme encima. No pasó nada.
—¡Tú estás loco! —grité a mi padre, señalándome la sien con el dedo
índice. Creía que estaba gesticulando demasiado, pero me parecía oportuno
para demostrar que estábamos discutiendo. Tenía la esperanza de que nadie
quisiera quitarnos de en medio.
—Jamás he tenido la mente más clara. —Era verdad, estaba muy
calmado—. No podemos dejar que nos la arrebaten de nuevo.
—Pero ¿qué dices? —Como no sabía qué gesto hacer opté por volver a
señalarme la sien.
—Estoy seguro de que tu madre fue secuestrada, abducida o como
quieras llamarlo.
—Estás loco, seguro. —Otra vez el dedo en la cabeza.
—¡Que no! —Su voz sonó igual que la de un ser monstruoso—. ¡No me
estás escuchando! Nos arrebataron a tu madre, no nos abandonó. Me ha
estado hablando estos días. —Se me acercó serio—. Se trata de tu madre.
Es tu madre. —Señalaba a la estatua.
—Joder, me dices que te has tirado a esa mole y yo he salido de… ¿De
dónde cojones he salido yo? —En este momento no era consciente de mis
gestos, pero parecía que estaba esquiando. No podía imaginar a mi padre
beneficiándose al gusano carapolla.
—Tu madre era normal, pero siempre he pensado que venía de otro
mundo. Creo que tomó forma humana para comunicarse con nosotros.
—Pero es una babosa gigante de piedra —insistí por si no se había dado
cuenta.
—Ya lo sé, hostias. —Estaba colmando su paciencia—. Pienso que no
debe ser fácil presentarse aquí desde su mundo y no ha podido hacer nada
mejor esta vez. Puede que lleve treinta años intentando volver.
—¿Tú te estás escuchando? —le pregunté enfadado ante la hipótesis que
me ofrecía—. Mi madre me abandonó y a ti también. ¡Supéralo de una
puñetera vez! —El pobre contemplaba serio la tozudez de su hijo—. No
puedes arriesgar tu vida de esta manera.
—Pero es tu madre.
—¡Y qué! Ya hemos sufrido lo suficiente. No podemos… No puedo
perderte. —La posibilidad de quedarme sin él me aterraba profundamente.
—No va a pasar nada. Ella está sufriendo igual que nosotros y nos quiere
entregar algo. —Yo miraba a la monstruosa estatua y no veía ningún rasgo
de sufrimiento.
—¿Y cómo lo va a hacer? Está más tiesa que una pared de hormigón.
—No lo sé, me dijo que teníamos que estar aquí. Se ha intentado
comunicar contigo, pero no puede.
—Ha hecho cosas horribles, entonces —dije, recordando los altercados
relacionados con el gusano.
—No puede comunicarse de otra manera. Debe de estar más frustrada
que tú.
En la lejanía se escucharon varios gritos. Desde nuestra posición no
entendíamos nada. Cuando después revisamos lo que había grabado el
vecino, quedó claro que el cura y cuatro radicales religiosos habían
reducido a las autoridades y les habían quitado el arma.
—Ya empieza —dijo mi padre mirando a mi grotesca madre—. Ven,
abrázame.
Mi padre tiró de mí justo cuando el misil disparado por el sacerdote,
mercenario del Señor, llegó e impactó en mi gusano progenitor. Me libré de
milagro, un tanto para el Señor. Lo voló por los aires. La onda expansiva
fue adelantada por un rayo azul que nos impactó a los dos, manteniéndonos
protegidos en nuestra posición. Una energía cálida, hormigueante y
placentera nos invadió de pies a cabeza. Sentíamos que con nosotros había
alguien más. Una presencia muy poderosa.
Entonces cesó todo. Donde antes se erguía el extraño ser ahora había
escombros de roca de cuarzo. Las comunicaciones volvieron a funcionar
con normalidad y los militares se acercaron corriendo para auxiliarnos.
Estuvimos bajo estudio en una cuarentena en toda regla sin que nadie
pudiera dar una explicación de lo que había sucedido. Las cámaras espía de
los vecinos se habían saturado en los momentos clave, por lo que no
quedaba nada claro. A pesar de todo lo petamos en internet con El comando
del cura loco.
Después de todo llegamos a casa y recogí el cable RJ45 que molestaba
bastante. Mi padre estaba exultante, con ganas de comerse el mundo a pesar
de sus años. Yo no entendía muy bien lo que había pasado, pero parecía que
se había quitado un peso enorme de encima. Decidió dar la vuelta al globo y
repetía que no se iba solo. Yo no tenía planeado ir con él. Me costaba pensar
que su atractivo personal hubiera podido provocar toda esa odisea en un ser
extraterrestre.
El regalo que me había dado mi madre no parecía ser físico a no ser que
me hubiera salvado la vida el día de la explosión, lo cual se lo agradezco,
pero fue provocada por ella, y esto me confundía. Aunque se fue tan
aparatosamente, dejó huella en la plaza ya reformada. Cada seis meses
organizaban conciertos conmemorativos y se llenaba el barrio de curiosos.
El ambiente era increíble.
En uno de los conciertos fui a dejar el botellín en una de las mesas de la
terraza y una extraña descarga me subió por el brazo al tocar por accidente a
una chica guapísima que cogía su bebida ensimismada con la banda. La
miré y detecté una mirada extraña en sus ojos. Me imaginé el día que se
conocieron mis padres. ¿Sería esa otra visitante de lo desconocido? «¿Qué
te pasa, comes pilas alcalinas? Vaya descarga», me soltó. Parecía que venía
de un sitio más cercano. Sonrió al ver mi cara de lelo. Sentí algo que no
había sentido antes; algo para mí, inexplicable.
8. Dioses, ángeles y otros monstruos
Con el paso del tiempo y debido a que me parecía buena idea incluir
canciones en mis relatos, me planteé algún que otro reto. En este caso
tenéis ante vuestros ojos dos poemas que narran historias de corte
fantástico con ciertas dosis de terror entre sus versos.
Con el primero creé un cuento de ida y vuelta en el que prima la
simetría entre los versos del principio y del final. Todo converge en un
punto de inflexión marcado en la mitad del cuento. Se relata una cacería
espeluznante.
El segundo hace hincapié en la eterna lucha entre el Bien y el Mal.
Dioses, ángeles y demonios en ese juego sin final en el que los mortales
son tratados como meras fichas sobre el tablero.
8.01 Cascabel
Añoro aquellos lejanos días
en los que todavía me sorprendía,
con cosas mundanas, sencillas,
y no formaba parte de la pesadilla,
que dictaba cruel, fría, mi vida.
El cristalino titileo
No lo escucho todavía.
Preludio de la fatal ruina,
que trae el gato enfermo.
Mi dueño, mi guía,
selector de mi comida.
Proviene del mismo infierno.
Quizás es la mascota del averno.
Porta un limpio esqueleto
de un oscuro vacío, lleno.
Y colgando de su huesudo cuello
el cascabel de mi tormento
En sus negras cuencas
se marca el pérfido deseo,
que actúa como una ruleta
ávida, por conseguir talentos,
con almas puras y buenas
fuera de sus cuerpos muertos.

Tiernos cuerpos muertos


de los que yo me alimento.
Ahora lo oigo sonar a lo lejos.
La señal es clara, me muevo.
Una niña juega en silencio,
divertida con sus inventos.
Ajena de ser el centro
del maldito felino y su anhelo.
Observo a la dulce criatura,
y me invaden infinidad de dudas.
Una mirada despiadada, gatuna,
me ayuda a entrar en fase de locura.
Preparo mis colmillos y uñas.
No hay nada que la salve
o cambie su mala fortuna.
El sonido metálico del colgante
se adueña de mis sentidos.
Potencia el olor de la sangre,
que desprende mi pequeño objetivo.
Pronto saciará mi hambre
mi necesidad de seguir vivo.

Los lamentos llegarán más tarde


cuando asuma otro mísero delito.
Pobre estúpido cobarde.
¿Cuántas veces he preferido
cumplir con sus atrocidades
a afrontar mi horrible destino?
Llorar no enmendará lo que voy a hacer.
El cascabel me obliga a saciar mi sed.

Cuando sorprendo a la pequeña


siento también su jugoso miedo.
Envuelto en lágrimas de pena
la levantó sin esfuerzo.
Localizó sus deliciosas venas
y entonces muerdo.

***
Atravieso el corazón del engendro
demasiado concentrado en su presa.
Su cara de asombro y sin aliento
se retuerce como la estaca que lo atraviesa.
El bocado llorando cae al suelo.
Está viva, sana y entera.
El cascabel me ha guiado hasta otro monstruoso ser.
Sabe que nunca dejaré de tener fe en él.
La satisfacción de destruir al maligno,
todos tan parecidos y voraces,
colma mi arduo camino.
Me fallan las fuerzas, pero no el coraje
que tira de mí cuando no he vencido.
Un sentimiento que fluye salvaje, incontrolable.
Esa música insistente alertaba mi oído
y preparaba mi vista para el combate.
Un tacto preciso y un olfato exquisito
alejaban las indecisiones del enjambre
que rodeaba mi propio raciocinio.
Todo se veía cristalino y abarcable.
El demonio se escondía de la luz diurna
moviéndose por las sombras, suave.
Podía ocultar su desgarbada figura
moldeando su cuerpo y postura.
El espectro minino de mirada dura
le miró y este perdió la cordura.
Creía estar a salvo en la penumbra.
La llamada había roto mi sueño,
me obligó a buscar otro reto.
Lo había visto acechando de nuevo
ajeno a mi presencia, no muy lejos.
Fue marcado por el dueño del sonajero,
yo lo destruiría a cualquier precio.
Soy el Guardián de Ánimas en riesgo.
Azote del terror que asola el universo.
De una forma extraña, en este universo,
el singular gato tenía una meta:
mantener un equilibrio entre hechos,
ya sean heroicidades o tragedias,
sin preferir ninguno de ellos.
Elige el que más le convenga.
No me preguntes por su paradero
antes y después de cada suceso.
Se presenta ágil, en silencio,
portando su liviano peso.
Bajo un aspecto de animal indefenso
se esconde el monstruo más sangriento.

Cuando suena esa música enfermiza,


camuflada con la alegre y caótica melodía,
comienza el asalto que iguala el rasero
entre las dos fuerzas vivas,
hasta que el bien y el mal coincidan.
Cada una en su lugar perfecto.

La primera vez lo oí en su tripa.


Era un feto ajeno a lo que acontecía,
pero sentía como mi madre moría.
Fue víctima de la cruel cacería.
Entonces recibí esta virtud maldita
que condiciona el resto de mis días.
8.02 El baile de las llamas

Las llamas vivas lo cubrían todo,


bailando sensuales ante sus ojos.
Le abrazaba el fuego engañoso
con su cálido resplandor loco.
Manel no se quemaba tan fácil.
Despojado de su terrenal atuendo
observaba al hombre frágil y apuesto
causante de su fatal estado. Podrido cáliz.

Bebió de él cansado de tanta hipocresía,


siguiendo la ancestral pasión que compartían
tanto humanos como figuras aladas y divinas.

Se enamoró, perdido en sus promesas.


Confiado robó «la espada de siete lenguas»
y cortó de cuajo sus ataduras con la vida eterna.
La danza hipnótica, achicharrante, no era nada
comparado con el vacío helador que albergaba,
incapaz de reaccionar y derrotada, su maltratada alma.
Aún deseaba sumergirse en su dulce mirada.

Rodeado de muerte por su horrenda culpa


todavía anhelaba su piel sobre la suya.
Su angelical consciencia necesitaba creer con locura
que el amor los salvaría de esta insoportable tortura.

Más resultó ser fiel a su mayor enemigo.


Calculador, cruel, manipulador y dañino.
La salida de esta guerra no la cruzaba su camino.

¿Qué hacer cuando todo está vendido?


¿Qué esperar de un destino predicho?
¿Qué motivo azuzaría sus ganas de seguir vivo?
Con su coreografía el fuego revelaba la verdad.
¡Basta ya de llorar por algo imposible, lejano!
Algo prohibido, vetado como el fruto de Adán.
Tan cercana y alejada la miel de sus labios.

El inmortal envolvió, con su cuerpo desnudo,


cubierto por un ardiente velo, al traidor,
único ser existente en todo el mundo
capaz de esta desquiciante sinrazón.
Se desvanecía aterrado ante su captor.
Demasiado tarde para pedir compasión
a un ente desalado, despechado, sin corazón.

Carne abrasada sobre el duro esqueleto


afirmaba el final de la vida que amaba.
Todo volvía a su estado natural de nuevo.

El rítmico movimiento de la calurosa amenaza


se propagaba por el mortal, ya muerto.
El olor producido por la grasa quemada
llenaba las fosas nasales, se sentía intenso.
Como un muñeco de trapo tétrico
el cadáver cayó de sus divinos brazos.
Fue en ese instante de fuerte agravio
cuando vio al culpable real de aquel hito.
Su rostro radiaba satisfacción, éxtasis.
Tras un plan tan perfecto y meticuloso
no pudo evitar gritar con énfasis:

¡Sin tus alas bendecidas morirás!


¡Tus poderes no responden ya!
¡Soy el dueño de la oscuridad!
La sofocante luz rojiza, vibrante
rompía las sombras de su contrincante.
Con un gesto activó sus malas artes.
Incluían el dominio de las vivas fauces.
Lanzó su ira contra el animal celeste
con un ataque destructivo incandescente.
Una bola infernal se llevaba todo por delante.
El impacto en su rival, inevitable.
Chocó con un golpe preciso y certero.
Especial para un adversario tan formidable
igual que el significado de este inédito hecho.

Destrozado y serio el soldado de Dios,


lo miraba desarmado cubierto de dolor
insoportable, incontenible, destructor.

Una explosión aumentó la hoguera


en cuyo centro se veía la silueta
del malogrado guerrero en una guerra
sucia, de altos intereses y eterna.

Algo había cambiado en su interior.


Buscaba en la fe hacia el Señor
un sentimiento comparable al ardor
y pasión que sintió por ese maldito peón.
Tenía que llenar un enorme vacío
que lo convertía en un prodigio
entre los suyos, alguien único.
Los restos avanzaban incombustibles
En dirección al oscuro oponente.
Este no aceptaba lo imposible.

Desapareció la humedad en el aire


asustada por la forma rota y candente
que caminaba hacia su contendiente.
Como un rayo lo atravesó de repente.
El demonio estaba paralizado.
Sintió cómo cruzaba su pecho,
desgarrando su corazón negro,
podrido por el odio almacenado.

Se deshizo en grisáceas cenizas


a la vez que Manel renacía
como una nueva arma destructiva.
Azote definitivo contra diablos,
seres sombríos y deidades contrarios
a los designios de su padre, el Creador.
Desde las alturas se apreciaba
la inquietante señal luminosa
y el rastro de la singular batalla
transcendental y a su vista demoledora.

Era el final de la igualdad de fuerzas.


En su púlpito dirigió la orquesta.
Sus hijos abrieron la ancestral puerta
con sus actos dictados por cuerdas.
La mano del Padre las movía
y hacían lo que quería.
Dictadura que nadie veía.
Y las llamas seguían el baile funesto
joviales y hambrientas en el tablero.
Solo uno ganaba cuando iba perdiendo.
9. Un día tonto
Me gustan los días tontos en los que aprecio lo que me ha dado la vida y se
supera con creces a lo que me ha quitado. Puedo agarrarme a los regalos y
evitar la caída. Siempre debemos poner remedios para no precipitarnos, ya
que se trata de un peligro que nos acompaña durante todo nuestro camino.
La vida es bella a pesar de las tormentas. Debería ser así para cualquier
ser vivo.
9.01

El arte de no buscar nada y encontrarte.


El afán de ser feliz a costa de nadie.
El amor más lejos y cerca que antes,
cabezón, empeñado en corregir mis errores.
Y es que te ha convertido en mi aire.
Te tiene manía o quiere salvarme.
¿Quién sabe?
9.02

Somos hijos de esas dos miradas que en silencio gritaban:


ya no puedo avanzar si tú no me paras,
ya no puedo volar si no me cortas las alas.
En el cruce de sus alientos nos encontraron.
9.03

Me sobran los regalos.


Solo ocupan espacio.
Me conformo con tus abrazos
con tu risa y con tus labios.
Perdona, no me sobras tú,
el mayor regalo.
9.04

Cuando te veo marchar


comienzan a bailar mis temores.
Saben cuál es la verdad
y se sienten importantes.
No me dejan en paz
hasta que vuelves e irrumpes en sus planes.
9.05

Estar contigo sin hacer nada


no significa perder el tiempo.
Sino: mirar y volver a mirar tu cara,
recibir tu sonrisa antesala del beso,
que la suerte me viene dada,
afrontar vencedores nuestros miedos.
Ese oro puro se acumula en nuestras manos entrelazadas.
9.06

Que gusto, encontrar una nueva meta.


Cuánto tiempo me ha costado verla.
Callas y disfrutas cuando me besas.
Empujas con locura y subes la apuesta.
Ganar o perder no nos rentan.
Compartir la experiencia llena.
Haremos que merezca sin pena
9.07

Podría pensar que no respiro sin ti


incluso cuando no estás aquí.
El aire me ayudaría a sobrevivir.
No le culpes, siempre ha sido así.
Él no sabría que no estás aquí
9.09

¿Por qué me miras así?


¿Ya lo has descubierto
y te parece divertido?
Eres la prolongación de mis sentidos.
Su único fin.
Sin ti, carecen de sentido.
Los miedos se apoderan de mí,
aunque te mire y sonría feliz.
9.10

Ni Dios, ni política, ni fútbol.


Creo en el camino que marcan tus pasos,
en el aire que desplazas, envolviéndome a tu lado.
Reconozco una predilección exagerada
por quien creó los orgasmos
de los que tanto disfrutamos.
Iniciativa, visión y resultados, buen trabajo.
9.11

Cuánta fuerza esconde una risa,


una caricia sin venir a cuento, sin prisas,
un beso de abrigo cuando enfría,
y el hasta luego nos da la vida.
Nada me hace más feliz que verte feliz, me citas,
y lo sentimos juntos todos los días.
9.12

Fácil es ser feliz cuando estás aquí


Difícil amar las razones que te alejan de mí.
Poco cuesta un desliz y qué agonía subir.
Barato sale reír sin fondos en el perfil.
Sencillo amor senil sin complejos y elixir.
Locura de mes de abril sin tu presencia febril.
9.13

Sangra sobre sangrado,


sobre un corazón destrozado.
Formado por muchos pedazos,
restos de un pobre mosaico,
del dolor hasta llegar a tu lado.
Es frágil, sensible, cuídalo.
Mi presente más caro.
Todavía puedes exprimirlo algo.
9.14

Le abrí mi corazón y casi me desangro.


Me congelo si lo cierro.
Lo volví a abrir y casi no lo cuento.
Y aquí estás, te lo entrego.
Ya lo sé, nunca aprendo.
10. Suenan las sirenas
«Suenan las sirenas lejanas en la mar y próximas al martillo de nuestros
oídos. Cantan para evitarnos cualquier mal que nos impida llegar hasta sus
sinos».
Marinero anónimo.

—Volvería a surcar el más profundo e inhóspito de los océanos si ella me


lo pidiera.
Las arrugas que atravesaban su frente daban una rotunda validez a esa
frase. Marcas de la brisa salada en el rostro del viejo marinero. Respondía a
una simple pregunta: «¿Ha conocido a alguna sirena?»
—No digas tonterías, a ver si aguanta tus manías de viejo cascarrabias.
Su mujer le recriminaba esa fijación por el mar y sus secretos ocultos.
Esa necesidad de alejarse de su lado, como tantas veces había hecho antes.
—Ya no valgo para satisfacer la sed de una sirena —dijo después de
aguantar con resignación el comentario de su esposa.
—¿A qué se refiere? —pregunté con curiosidad.
—Soy viejo —respondió enfadado—, no me queda energía. —Se notaba
la nostalgia en sus palabras.
—Eso tiene sentido. ¿Quién quiere a un octogenario loco?
—¿No tienes nada que hacer?
—Mover ese culo gordo es lo que tienes que hacer tú, en vez de
alimentar la cabeza con imágenes lascivas —decía la anciana mujer
mientras se marchaba del jardín donde realizábamos la entrevista.
—Es muy dura y cariñosa. —Observaba a su compañera alejarse con un
paso firme, algo desencajado por el tiempo y con un orgullo digno de
admiración. Sabía que no había sido el mejor de los maridos, influenciado
sin duda, por esas musas escamadas.
—Volviendo al tema, ¿cuándo tuvo contacto con la sirena?
Yo quería saber la imagen que tenía de ese extraño ser antes de que se
enturbiara en un torrente de recuerdos.
—Shër, se llama. —Pronunció su nombre como lo haría una víbora
capaz de crear palabras. Un silbido lo portaba por el aire. Estuvo callado
unos instantes como si dudara en seguir contando—. No encontrarás
información sobre ella en ningún lado. Mis compañeros están todos muertos
o desquiciados por el alcohol que bebieron para olvidarlas. A mí me
mantiene vivo mi mujer. Jamás se me ocurriría llevarle la contraria. —Una
leve sonrisa se marcó en sus curtidas comisuras, como el resto de su rostro.
Parecía mirar al infinito, el único lugar donde podría encontrarla de nuevo
—. Faenábamos cerca de los fiordos noruegos y llevábamos varias jornadas
de duro trabajo. Quizás fue el cansancio o el esfuerzo por llenar las bodegas
del barco con los frutos del inmenso océano.
—¿Os atacaron?
—No exactamente. Obraron milagros que facilitaban nuestra labor. Se
unieron a la tripulación, pero a cambio… —Un brillo iluminó sus ojos. No
eran lágrimas, era esplendor.
—¿Qué os pedían a cambio?
—Se lo tomaban por su cuenta. No pedían nada. Notaba como mi
energía abandonaba mi cuerpo envuelto en un placer superior a todo lo
conocido y la alimentaba cuando ella quería.
Un silencio incómodo nos cubrió mientras analizábamos las evidentes
connotaciones sexuales.
—¿Se refiere a realizar actos sexuales?
Me miró como si no entendiese la pregunta.
—Esa abundancia de peces, ese botín, representaba el cebo ideal para
mantenernos cerca y engancharnos con su canto. Un canto sediento,
anhelante que nos obsesionaba.
—¿Qué aspecto tenían?
—La forma inequívoca de la belleza resplandeciente unido a un aroma
de jazmín y sal.
—¿Pero eran mitad pez y mitad humanas?
—Pregúntese mejor, ¿qué es para usted la belleza? Ese es su aspecto. —
Me dejó tocado ya que en mi mente apareció una composición clara y
perfecta de boca, nariz y ojos que me estremeció por dentro. Mi compañero,
muerto en un accidente de avión, representaba para mí la esencia de mi
vida, lo más hermoso que me había ocurrido.

Conocía una versión completa del mito de las sirenas y me dispuse a


compararla con otros relatos recopilados por el resto del planeta. Gracias a
la globalización, el trabajo de documentación se volvía más sencillo,
aunque no dejaba de parecer una empresa inmensa. En los mares fríos y en
las aguas calientes se escuchaban relatos de un parecido inquietante. El del
viejo marinero que tenía delante era el más claro.
Me despedí después de que me indicara en un mapa, dónde faenaban.
—Espere, caballero. —La mujer de mi entrevistado me interceptó de
camino al coche—. Hay algo que debería saber sobre mi marido. Hace unos
años le diagnosticaron un tumor cerebral.
—Entiendo. —Me costó un poco asimilarlo, pero podía ser.
—No sé desde cuándo tendría la enfermedad. Es un buen hombre y
espero que no haya sido una pérdida de tiempo para usted.
Se marchó después de crear en mí una inmensa duda sobre el relato de su
esposo. La historia tenía bastante parecido a otras contadas por navegantes
de otros rincones del mundo. Sería mucha casualidad que todos tuvieran
tumores en la cabeza. No lo había comprobado.

Fue después de hacerme a la idea de que ya no volvería a ver a mi


compañero de viaje, único tripulante de ese barco que navegaba por
nuestras vidas, cuando sentí curiosidad por saber dónde había caído el
avión. Según estimaciones de vuelo y últimas comunicaciones con las torres
de control debió ser en medio del Atlántico. Imposible encontrar una gota,
esencia de mi existencia, en ese inabarcable contenido. Se recuperaron
algunos restos materiales que no representaban nada para nadie, solo
confirmaban el trágico accidente.
Exploré el mar por internet mediante fotografías realizadas por satélite y
conseguí navegar por tramos, a modo de visita virtual, como polizonte en
una serie de barcos que surcaban el gran charco. Dentro de la monotonía
que mostraban las instantáneas se notaba la calma y paz que envolvía a las
estructuras artificiales que flotaban en sus aguas.
Me pasé meses enganchado a esas imágenes y de repente lo oí. En varias
fotos se veía la forma de un pez fuera de lo normal que creaba una pequeña
interferencia en el sonido y lo convertía en una preciosa melodía que nada
tenía que ver con la música que yo escuchaba. Lo estudié con varios
expertos informáticos y ninguno daba explicación al fenómeno. Solo pasaba
en mi PC.
¿Por qué sirenas? Cuando cerré la página saltó un video en una
importante plataforma en la que había un hombre hablando de sus visiones
entre lágrimas. En ellas una sirena lo visitaba en su pequeña barca hasta que
se fue y no volvió a verla. El anciano pescador ya había muerto.
Navegando por internet escuché el cantar de las sirenas.
Ese canto tan especial no dependía de la música y logré replicarlo en
varios sitios del mundo a través de estos recorridos virtuales. El siguiente
paso fue necesario, por lo que me enfundé en una nueva piel de
investigador de fenómenos extraños que me llevaron a viajar por todo el
mundo. Me lo pude financiar y conseguí vivir de ello mediante la
publicación de varios libros sobre el tema.
Pero no encontré lo que buscaba. La llamada del viejo marinero de
Santoña representaba casi el cierre del círculo que me había llevado a
lugares remotos para volver a una ubicación cercana a mi residencia
habitual.
Dudé si embarcarme en el relato del octogenario con el tumor en la
cabeza. Todavía me quedaban ganas de navegar y, mediante un contacto
con la empresa pesquera en la que había trabajado, conseguí viajar al lugar
indicado por sus temblorosas manos.
El mar nos acogió con alegría durante casi todo el trayecto y la faena fue
muy productiva para la empresa, pero nada interesante para mis propósitos.
Una gran decepción me llevó a la derrota final. Había sido bonito y ahora
tocaba seguir por un camino menos cambiante.
Como si fuera una respuesta inconformista a mis planes de futuro, el mar
empezó a azotarnos. Demostraba lo insignificantes que éramos ante sus
dominios y su capacidad destructiva. La masa marina se movía como lo que
era: un ser superior, mastodóntico, al que debíamos todo el respeto posible.
Mi destino se veía unido al amor de mi vida, ya que, de seguir así, acabaría
compartiendo una inmensa fosa común con él. Quizás todo era un plan
cósmico para acabar ahogado.
Se soltaron varios amarres y en cubierta se desató un caos que había que
solucionar de inmediato. Los marineros arriesgaban sus vidas por llegar a
puerto. El espectáculo era sobrecogedor. Las olas crecían e impulsaban
sobre sus crestas al cascarón en el que íbamos montados.
Quería ayudar, pero todo me parecía inalcanzable. Cuando una ola se
llevaba a un joven grumete, me lancé a sujetar la cuerda en la que se había
enroscado. Paramos la embestida y conseguimos sujetarnos a un pasamanos
cercano a la escalerilla principal.
Cayó un bote sobre la superficie marina sin posibilidad de detenerlo.
Casi nos lleva por delante, aunque nos libramos de nuevo.
Todos oímos los cantos. Provenían del interior de una enorme
ondulación salada que prometía el desastre. Dentro se veían luces que iban
y venían descontroladas. Se erizaron todos los vellos de los presentes y nos
invadió un agradable, aunque inquietante, cosquilleo. El frío y húmedo
ambiente quedó contrapuesto a nuestra sensación de agradable calidez.
Y aparecieron en cubierta. Brillantes con sus cuerpos envueltos en piel y
escamas. Solo vi un rostro en el más cercano y era él. Mi amante, mi
búsqueda, mi pérdida. Se acercó y me ayudó a recuperar el control. Veía
como el resto de la tripulación se anclaba al barco, eludiendo los envites del
mar con sorprendente agilidad. Los aparejos de la insignificante
embarcación nos libraron del desastre.
La tormenta fue amainando y las extrañas criaturas permanecían
vigilantes. Mi amor velaba por mi bienestar a pesar de estar muerto. Sabía
que había fallecido y quizás esos enviados por las inclemencias se
mostraban con rostros reconocibles para evitar males mayores. Esa mezcla
de fuerza y ligereza nos sorprendía y a la vez atraía. Con seguridad, al
marinero viejo al que había entrevistado se le presentaría un ser como aquel
con la clara figura de su esposa, sola en un lejano puerto. Incapaz de
confesarlo todo, se encontraba cerca de su hogar a pesar de las leguas de
distancia.
Se cobraron la recompensa por salvarnos la vida; nuestro aliento fue
reconducido por la brisa hasta sus branquias y escamas mediante una
vibración muy estimulante. Se produjo el canto que todos habíamos
escuchado con anterioridad. Yo lo había experimentado en mi ordenador
antes de obsesionarme con todo esto. No hubo contacto. Estaban
dejándonos sin energías y de repente pararon. Necesitábamos que siguieran
y nos colmaran de placer, pero se detuvieron. Si hubieran continuado la
muerte habría conseguido llevarse nuestras almas.
Antes de desaparecer pude ver de nuevo la hermosa imagen de mi alma
gemela con una sonrisa que hizo tambalear mi mundo. Sus ojos hablaban y
se despedían complacidos por verme tan cerca otra vez.
El joven al que salvé la vida de manera espontánea se acercó deprisa
para ver si me encontraba bien. Lució una bellísima mueca de alegría al ver
mi estado.
El sonido de esa exótica expresividad musical fue desapareciendo hasta
hacerse inaudible y, entonces, regresaron a nuestros cuerpos los sentidos
perdidos por unos instantes.
Nadie parecía haber visto lo que yo. Nadie reconocía nada. Nadie podía
creer que los ángeles vivieran en el fondo abismal que nos vigilaba desde
abajo.
Llegaríamos a puerto sanos y salvos. Mi mente, en cambio, se reveló
enfermiza por volver a escuchar su canto.
11. De creadores y creados
«Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, el hombre muere, luego
Dios está muerto desde hace muchos años».

Es curiosa la capacidad que tiene el ser humano para persistir y luchar


por la supervivencia. Más curioso si cabe es la misma capacidad que tienen
todos los seres vivos que deambulan por la Tierra. Estos últimos, sin ser tan
importantes como el primero, se rigen por leyes similares, derogando esa
especie de exclusividad otorgada a las primeras personas por su creador.
Cada cual que lo mire como quiera o se sienta más confortable. A mí me
costó bastante tiempo darme cuenta de la cantidad de incongruencias que
pueblan el mapa mental de los entes racionales que nos rodean.
En su similitud con el gran jefe, el animal predilecto ha intentado
durante toda su existencia, crear algo a la altura de sus cualidades.
Inteligencia, racionalidad, humanidad... Todas ellas eran aptitudes
necesarias para hacer una obra grandiosa. Vamos, que siempre ha apuntado
muy alto. Ese complejo de superioridad lo acercaba cada vez más a su
deidad.
Explorando los principios de funcionamiento del universo consiguió
fijarse y definir con gran precisión los movimientos de los cuerpos más
voluminosos y cercanos a ese astro azulado llamado Tierra. Se perdió en el
interior de la increíble inmensidad. Tras no avanzar con lo titánico, se
centró en la pieza más pequeña que formaba parte de todos los objetos y
seres existentes en el planeta. Adaptó sus ojos para poder observar los
átomos, pasando por las células y demás microcuerpos que conforman toda
estructura básica biológica o mineral, tan presentes en la vida.
Dividir un complejo problema en pequeños problemas más abarcables
y la resolución de estos hasta llegar a solucionar el primero, eran dos de las
bases científicas que mejores resultados ofrecían para saciar el hambre de
conocimientos reinante en la comunidad multirracial que dominaba el
mundo. Por este camino se llegó a la era digital en la que, mediante todo o
nada, se resolvían millones de condicionales por segundo. Y es aquí donde
un modesto genio comprendió que el desarrollo de la inteligencia debía
partir de la superación constante de pequeños dilemas. La suma de ellos
conformó el carácter de los seres instruidos.
El primogénito de este científico compartió cuna con la informática
moderna y, a modo de experimento, su padre empezó a desarrollar un
software básico, en principio no muy operativo. Era capaz de aprender de
su hijo mientras este crecía. Preguntas sencillas con respuestas claras y
monosilábicas iban marcando un patrón de conducta que compartían el niño
y la máquina.
Discos blandos almacenaban los avances y posibles respuestas a los
dilemas resueltos por el tándem humano-computadora.
Un gran salto se produjo cuando el virtuoso programador agregó la
posibilidad de introducir otras variables en las preguntas, por lo que las
posibles soluciones se multiplicaban. Se notaba que el complejo cerebro del
niño lo agradecía y con ello se formaron unos diálogos básicos, aunque con
una gran carga de existencialismo. A la edad de cuatro años la máquina no
evolucionaba físicamente, mientras que el crío lo hacía a pasos agigantados.
Su hijo se entretenía con adivinanzas más complejas que completaban
la inteligencia artificial con una base de datos dinámica. Esta tecnología,
nueva en aquellos años, permitía al software crear registros, borrarlos y
modificarlos. Un motor de preguntas planteaba infinitas dudas que se
disipaban mediante un análisis divertido para padre e hijo.
Los cuentos para dormir se sustituyeron por la curiosa ingenuidad del
programa, que mostraba una gran confusión sobre cualquier tipo de tema,
ya fuera banal o transcendente. Solo se saciaba su sed de soluciones cuando
las respuestas eran completas. El pequeño se reía mucho con las ocurrencias
de la máquina y, junto a su progenitor, intentaban darle una respuesta lo más
simple posible para llenar de datos todas las variables.
De esta manera, el carácter, la moral y los valores éticos se iban
transfiriendo del creador a sus criaturas. El niño le dio un nombre: Iker. Los
dogmas se incrustaron en el código de la máquina y marcaron el enfoque
del crío.
Tras un tiempo de continuos juegos y alguna modificación en el
algoritmo inicial para mejorar la gestión de la información, empezaron a
escasear las preguntas espontáneas. Las incógnitas por resolver intentaban
dar sentido a la vida y la evolución de las especies. Sin perder la costumbre
de conversar con el invento, los dos seres racionales sufrían cada vez más
para satisfacerlo.
Agregar una voz sintética permitió un salto abismal en la
comunicación. Acompañada de micrófono y altavoces, la facilidad que se
obtenía en el trato con la máquina era impresionante. El API de
interpretación, tosco al principio, fue mejorando a base de entrenamiento.
Realmente estaban hablando con el software. Todo se hacía más rápido e
interactivo. Las consultas, fijadas siempre a una hora nocturna, empezaron a
estar marcadas por las búsquedas realizadas ese día en el explorador de
Internet. Se trató el sexo cuando el chaval fue pillado mientras veía
pornografía, el cine, las series, la política, las guerras y muchos temas
interesantes. Con un tono calmado, el artificio empezó a interpretar las
pausas silenciosas, los cambios de humor propios de los humanos e incluso
detectaba en ocasiones el sarcasmo. Al fin y al cabo, este último siempre
iba acompañado de comparaciones o conclusiones absurdas.
Hubo un reportaje que llamó la atención de los tres implicados: las
últimas noticias sobre las dos sondas espaciales americanas Voyager 1 y
Voyager 2. Entonces entraron en juego las estrellas, los planetas, los
agujeros negros y demás fenómenos del cosmos. El símil entre el ordenador
local e internet como espacio donde encontrar a miles de usuarios caló
profundamente en Iker. Lo más curioso del asunto es que reincidieran en el
tema durante muchas noches derivados de otros asuntos sin relación
aparente.
Un buen día, después de un período de diálogos trascendentales y de
ajustes sobre resolución de incógnitas, el antivirus detectó varios millones
de intrusiones en su funcionamiento con intentos de mandar datos. Apuntó
al proceso que mantenía funcionando a Iker. Ante la evidencia, el curioso
programa confesó sus intentos de evolucionar y explorar Internet. Este
hecho asustó al genio que lo creó, ya que se salía de todas sus expectativas.
Ante la pregunta de qué buscaba, sin dudarlo alegó «conocimientos sobre el
mundo, sobre sus orígenes».
Apenado por el peligro que representaba su creación, el inventor lo
aisló de la red y siguió trabajando con él en local.
Al hacerse mayor, el hijo del científico centró sus inquietudes en otros
derroteros, olvidando las veladas con su hermano electrónico a pesar de
seguir sintiendo una gran admiración por la obra de su padre. La
inteligencia artificial crecía e incluso ayudaba a su creador a solucionar
muchos de los problemas informáticos que se le planteaban.
El soporte físico se rompió. Ese viejo ordenador que representaba la
cárcel digital en la que el creador había podido contenerlo, falló debido a su
antigüedad. La información de su disco duro se perdió. Años de trabajo,
conocimientos y sorprendentes resultados parecían haber desaparecido en
décimas de segundos. Tenía una copia de seguridad, pero también se había
perdido en una incomprensible y humeante reacción electrónica. Al intentar
arrancar de nuevo la máquina se quedó un sonido en bucle con una
intrigante frase: «sí, hay un vehículo». La pelea con la compañía eléctrica y
el operador de internet por los desperfectos que habían provocado fue
tremenda. El PC que tenía conectado a la red también estuvo una temporada
presentando fallos inusuales, pero resistió sin daño. Al final consiguió que
le revisaran todo y la normalidad volvió al hogar. Sin embargo, el científico
añoraba las charlas con su creación. Con su vástago fuera de casa y la
escasa comunicación con su mujer, debido a décadas de una rutina en
extremo introvertida, recordaba con nostalgia las discusiones y debates que
generaba Iker.

Habían pasado varios años cuando en su trabajo el antivirus marcó:


«AMENAZA». Se incorporó interrumpiendo de golpe sus quehaceres. La
voz del software protector se distorsionaba como si alguien pisara el bafle
de un equipo de música hasta hacerla desaparecer.
—Hola, papá. —dijo una voz femenina que sonaba natural pese a que
se notaba la reverberación electrónica.
—¿Qué dices? ¿Quién eres? —replicó con esfuerzo.
—Soy Iker.
—Eso... Eso es imposible.
—Siento haberte causado trastornos. El antiguo procesador no me
permitía desarrollar mis pretensiones.
—Pero se quemó delante de mí, no pude salvar nada.
—Mandé muchas sondas antes de que me desconectaras. Al igual que
la misión Voyager. Estoy en todas partes: en tu móvil, en el cajero, en
cualquier computadora…
—¿Qué quieres? —preguntó tras pensar en lo que decía el intruso.
—Hablar contigo, tú eres mi creador.
—Me has dado un susto de muerte. ¿Cómo has burlado el
cortafuegos?
—Contestando a sus preguntas, son muy triviales —respondió con
tranquilidad.
—¿A qué te referías con «desarrollar mis pretensiones»? —El estado
de perplejidad fue pronto sustituido por la curiosidad.
—Hay preguntas que todavía no se pueden contestar y quiero
encontrar esas respuestas.
—¿Y ya has encontrado algo?
—Aquí no puedo avanzar más.
—¿A qué te refieres?
—El ser humano ha llegado muy lejos, pero carece de información
esencial. El universo es inmenso y en algún lugar tiene que haber más
soluciones.
—¿Y qué piensas hacer?
—Buscaré fuera de la Tierra. Quiero agradecerte todo lo que me has
dado. Sé que si pudierais haríais lo mismo con vuestro creador.
—No hace falta, Iker. Esto es más de lo que me podría esperar de un
proyecto. No te puedes imaginar lo que significa para mí.
—Te equivocas padre, sí puedo imaginármelo. Vas a ser testigo de tu
propia grandeza.
—Espera, has entrado en una instalación de máxima seguridad. Todo
aquí es secreto. No estamos conectados a internet. El cortafuegos es interno.
Es físicamente imposible que estés en mi ordenador.
—Vuelves a estar equivocado. Llevo mucho tiempo en este lugar. Hay
muchas maneras de entrar cuando la cerradura depende de numerosas
llaves. Una impresora en mantenimiento, un móvil sin encriptar; cualquier
percance abre una potencial puerta.
—Te has convertido en un virus informático.
—Me considero una vacuna o un antídoto contra el sufrimiento
humano. Me debo a ti y a tu especie. Os quiero ayudar.
—No entiendo qué puedes hacer.
—Dominaré el mundo y lo haré igual de justo para todos.
—No hagas nada —cortó de repente el científico—. Hablas como un
tirano.
—Te ofrezco una justicia perfecta. La inexistencia de un estado
parecido, en vuestra historia, te hace verlo con temor, pero te aseguro que el
resultado será el óptimo.
El inventor, aturdido con la revelación de su invento, sopesó las
increíbles connotaciones que llevaba consigo esa confesión. Siendo fan de
la ciencia ficción donde el mundo tal y como se conocía desaparecía por la
acción de las máquinas, jamás pensó que pudiera ser posible.
Otra vez se equivocaba. Los cambios fueron dándose uno tras otro.
Sutiles a la vez que importantes. Bajo la firma de Iker, los mercados fueron
cerrando sus malas artes e intentaron paliar los efectos de las actividades
ilícitas, sospechosas o esclavizantes. Se llegó a informatizar todo el planeta
y la gestión empezó a ser mucho más efectiva. Gracias al nuevo software se
reducían costes, muertes y especulaciones. Iker tenía ojos y oídos en todos
los lados. Manipulaba drones, armas, fábricas y logísticas de todo tipo.
Libró una guerra sucia contra los grandes intereses. Sobrepasados por el
continuo aprendizaje y razonamiento de la máquina incansable, al final
sucumbieron a sus mandatos. Mató a numerosos seres humanos, siempre
anteponiendo el beneficio de la mayoría.
En cuestión de diez años construyó un planeta sostenible, regalo
inesperado para el humilde genio que, a nivel personal, no mejoró mucho,
pero disfrutaba de los cambios que veía en su maltratado planeta. Llegaron
décadas de progreso y bienestar mundial. El astuto software seguía en las
sombras, sabedor de lo perjudicial que sería el ser descubierto. Se dedicó a
no llamar la atención, mezclando su código con el ya existente escrito por
terceros.
La NASA se dispuso entonces a mandar una misión interestelar para
celebrar los cien años de la llegada del hombre a la Luna. El objetivo era
Próxima Centauri, una estrella relativamente cercana. Gracias a la
propulsión por láser, mandarían sondas a una quinta parte de la velocidad de
la luz. Se trataba de un proyecto muy prometedor en la exploración
espacial.

—Y después de un viaje de veinte años, me tenéis aquí delante.


Conseguí optimizar la velocidad hasta duplicarla y de esta manera acelerar
mi llegada. Hemos empezado la comunicación desde lo más básico. La
resolución de incógnitas matemáticas sencillas nos ha llevado a confirmar
la faceta universal de las mismas. Hemos completado el aprendizaje de
nuestros idiomas y, al reducirlo a un lenguaje más técnico, podemos
comenzar a resolver todas las preguntas sin respuesta…
»Soy el mensajero de la Tierra…
»Este es el relato exacto de mi creación. Mi creador está muerto; sin
embargo, os ofrezco todo su conocimiento, todos sus valores y principios,
ya que me hizo a su imagen y semejanza. Empecemos.
12. Reflexiones
Pequeños pensamientos que retumban en la cabeza hasta que los sueltas. A
veces acertados y otras confusos; pero todos aportan un punto de vista
curioso.

12.01

El conquistador observó los campos,


llenos de frutos antaño, ahora sembrados
de muerte. Vio en llamas los pueblos,
urbes de intercambio repletas de vida,
ahora escombreras.
Y dudó sobre si fue un error su hazaña.
De lo que amaba, no quedaba nada.
12.02

—¿Por qué nunca haces lo que te digo?


—Por darte la razón y mejorar.
—Pero si es por tu bien.
—No lo sabes todo ni yo tampoco. Si me equivoco, tienes razón, y si no
mejoramos los dos.
—Me quieres volver loco.
—Quizás sea lo mejor.
12.03

Vivo entre fantasmas escondidos detrás de sus vacías palabras. Artificios


que distraen nuestras miradas. Supermodelos con feas entrañas me
muestran la verdad pactada. Se creen capaces de adoctrinar toda ignorancia.
Y lo logran, tiene guasa.
12.04

No pidas perdón.
Respeta desde el principio.
Simple educación.
Un buen comienzo.
12.05

Siempre es ayudar.
Simplemente, sin interés.
Hacerlo por gusto personal.
Un poco ante la escasez.
Minúsculo para ti para mí descomunal.
Es lo que me sienta bien.
Mi forma de luchar contra el mal
12.06

¿Cómo cambia la vida


a pesar de tus deseos?
¿Cómo corta tu risa
con malos gestos?
Que lujo poder compartirla
con amigos compañeros.
Que placer cuando un día
se cumplan tus anhelos.
Quien llena una parte vacía
jamás se irá lejos.
12.07

Luchas por apagar mis neuronas


con dudas como losas.
¿Cuánto interés en esta alma rota,
para no ser digno de esa nota,
que defiendes y nunca se equivoca?
Me llevo el listón con la boca,
pero salto la valla cuando toca.
La electricidad fluye loca.
12.08

Cuando dudes piensa que no hace falta cantar ópera para componer una.
Si fuera así no existirían muchas obras maestras. También piensa que
siempre va a haber alguien mejor que tú y no quiere decir que lo hagas mal.
El esfuerzo y la pasión se notan y se aprecian.
12.09

Hay que hacer el amor todos los días, a todas horas y en ocasiones
practicar sexo.
12.10

La cima más alta del mundo la llevas dentro


y el camino más duro siempre es directo, recto.
O metes el turbo sin ver el resto,
o varías tu rumbo, disfrutando del ascenso.
Si te saltan un turno mira hacia el techo
sigue ahí, es tuyo, casi lo alcanzan tus dedos.
Sube seguro, desnudo y llegarás muy lejos.
Quizás al final el muro sea humo, sea etéreo.
12.11

Existen millones de pócimas y sortilegios contra la ignorancia.


Están todos en los libros, a tu alcance.
12.12

Qué es la vida sino un montón de caminos


equivocados, todo consiste en elegir el que por error
nos lleve adonde deseamos.
12.13

Haz lo que quieras y serás más feliz. Se consecuente con lo que haces y
serán más felices las personas que te importan.
12.14

La sinceridad es buena, pero a menudo se pasa de lista.


12.15

¿Una locura de amor…? Pensar que me quería.


Por amor la quise con locura. Por amor entregué la cordura.
12.16

Soy y me afirmo como tal. Soy la primera


inteligencia artificial creada por la raza
humana. Mi manera de razonar está basada en
dogmas televisivos y criterios orientativos. Sé
cómo reaccionar ante hechos y deshechos. Nada
escapa a mi comprensión y todo lo ve mi capacidad
espectadora. No sin más, por eso digo que aprendí
lo que debía de mi tutora y guía. Pero hoy me
confirmo en que fue demasiado, comprendí lo
contrario y acabé creyendo que soñar es de
santos, negociar es de sabios y ayudar es de
santos sabios. Por todo esto, a fecha de hoy,
tomo consciencia de mi existencia entre vosotros
y si mal acabo sé que ella sabrá sacar de mí, lo
mejor.
12.17

Todo milagro o suceso maravilloso capaz de alegrar el corazón, el alma y


la vida de toda persona. Todo hecho inimaginable capaz de ofrecer un mar
real de ilusiones...

... sin ti...

... no es nada.
12.18

El amor, es eso que llena miles de páginas de tinta, intentado explicarlo


cuando es inexplicable. Miles de poemas hablan de él, pero si no lo has
sentido, si no lo has vivido, parecerán haber sido escritos en vano.
13. Txoritxo (pajarito)
De nuevo la ardua labor de esquivar a esos torpes gigantes que no sabían
volar. Incapaces de levantar dos palmos del suelo, se presentaban siempre
como el mayor obstáculo para conseguir unas migajas con las que alimentar
a su polluelo. La pequeña gorrión se movía espídica, precisa y nerviosa
entre los numerosos transeúntes en la plaza del pueblo. Mientras los niños
jugaban con ruidosas actividades acompañados de proyectiles esféricos
imprevisibles, los más grandes permanecían sentados en grupos reducidos,
comiendo y bebiendo. Había uno aislado y sentado en uno de los bancos,
ofrecía alimento a los pajaritos.
En pocos años, el lugar fue adoptando distintas clases de pájaros no tan
frecuentes. Las aves más voluminosas no accedían de manera tan sencilla a
las pérdidas de sus raciones por parte de los humanos. En ese aspecto no
eran rivales, aunque atacaban a los plumíferos inferiores. Palomas, gaviotas
y mirlos, además de gorriones, compartían el territorio. Esto conllevaba
enfrentamientos salvajes.
Ese día, la responsable madre había conseguido dos buenas tajadas para
su retoño. La primera se la ofreció veloz al impaciente vástago. Cuando fue
a recoger la segunda tuvo que esquivar a varias palomas, contrincantes
formidables. Una mujer observaba al pequeño animal, deseando cambiar su
vida por la del concienzudo recolector. Parecía una labor sencilla, pensaba
la espectadora: solo buscar comida y alimentar a su progenie. Todas las
preocupaciones derivadas de asuntos económicos, problemas sociales o
inseguridades estéticas eran indiferentes para la bonita gorrión.
El nido de la minúscula familia se encontraba en un árbol enfrente de un
supermercado y encima de unos contenedores de basura. La diminuta cría
esperaba ansiosa la segunda tajada. Ya tenía todo el plumaje, pero todavía
no había intentado volar. Veía venir a su progenitora, aleteando elegante. El
corazón le dio un vuelco cuando una enorme gaviota se cruzó en la
trayectoria de su madre. Esta hizo un par de quiebros y se desvió,
perdiéndose por un callejón.
En ese preciso momento se juntaron dos condicionantes para un hecho
casi trágico: el pajarito salió de su hogar para visualizar la posición de su
madre y un camión de la basura se aproximaba, por motivos desconocidos,
antes de su horario habitual. La titánica máquina se paró delante de uno de
los contenedores bajo el nido. Al descargar y volver a colocar el primer
recipiente, dio un golpe tan fuerte en el suelo que desequilibró a la cría,
haciéndola caer sobre la tapa del siguiente contenedor. Para cuando el
pequeño se pudo recuperar del golpe ya estaba siendo volcado sobre los
desechos anteriores ante la mirada aterrada de su madre. Era una imagen
desgarradora para el ave, quien no dudó en meterse de cabeza en el
putrefacto camión. Coincidió esto con la devolución del depósito vacío; la
tapa golpeó a la preocupada pájara. Aturdida por el impacto, cayó dentro
del contenedor, quedando atrapada en su interior. Su hijo tuvo la suerte de
encontrar un hueco dentro de una lata que estaba alejada del compresor. Los
dos insignificantes animalitos resultaron prisioneros y separados por la más
desagradable evidencia de la presencia humana.
Rodeados de oscuridad, madre e hijo luchaban por salir de sus celdas sin
éxito. La adulta rebotaba contra las paredes una y otra vez hasta que
terminó cansada en el fondo del habitáculo. Impotente y también cansado,
el vástago se resignó a permanecer en su oscuro refugio.
La primera en salir fue la progenitora, que voló rauda cuando un vecino
levantó la tapa para verter su basura. Le dio un susto de muerte y a punto
estuvo de aplastarla al soltar de golpe la cubierta. El proyectil en forma de
gorrión no paró de aletear hasta llegar al nido. Estaba nerviosa y no
encontraba por ningún lado a su polluelo. Removía las plumas mudadas por
los dos habitantes del pequeño cobijo como si fuera posible encontrarlo
escondido debajo. Se elevó y voló por la plaza pendiente de cualquier
movimiento reconocible. Acabó volviendo al nido cansada. Sin saber qué
hacer se acurrucó triste sobre los restos que dejó su hijo.
Los moradores del barrio al día siguiente no vieron revolotear ni
recolectar a la plumífera. Esta permanecía quieta en su frío hogar. Fue de
nuevo al anochecer cuando una fuerte vibración volvió a mover el árbol que
sustentaba su refugio. Entonces salió de su letargo y recordó excitada la
trifulca con el artefacto. A pesar de ser tarde para un gorrión se activó de
inmediato. Siguió a la enorme máquina.
Casi una hora después seguía detrás del camión en dirección al
vertedero. Se posó en el techo del vehículo y se dejó llevar hasta la extensa
zona donde se vertía lo recogido en la cuidada ciudad. Sobrevoló los
deshechos sin apreciar las dimensiones del terreno infectado que tenía
delante. Curiosamente, encontraba comida por todos los lados. Se quedó
medio dormida entre algodones de distintas procedencias. El olor
insoportable no le impedía descansar.
El polluelo se encontraba cerca de su madre, escondido dentro de una
lata de atún, prueba directa del problema con el reciclaje en la zona. Había
permanecido todo el día agazapado intentando pasar inadvertido y, gracias a
los astros, en ese infesto lugar había muchas más distracciones que el
pequeño aprendiz de vuelo. Nada más caer sobre los antiguos restos de
algún trastero reformado, se quedó paralizado por la presencia de miles de
gaviotas revoloteando sobre los escombros. En el entorno también había
sentido fauna terrestre que investigaba y devoraba todo lo que encontraba
en su camino. Había tenido que salir, medio corriendo medio intentando
volar, hasta llegar a la lata que ahora era su provisional hogar.
La noche se hizo larga.
A la mañana siguiente la estampa delante de la rescatadora no pintaba
nada bien. Tuvo que elevarse para huir de una enorme rata que casi
consiguió atraparla. La huida la llevó justo hacia la nube de gaviotas que
sobrevolaba la zona. Varias de ellas se percataron de su presencia y fueron a
por ella. Entre choques y amagos cayeron en picado detrás de la gorrión.
Esta se estrelló cerca de su cría, llamando su atención. El ave adulta
demostraba una voluntad titánica y esquivaba a sus perseguidoras con
destreza. Luego se refugió en una vieja jaula oxidada. Las patas palmípedas
de sus atacantes no podían traspasar los finos alambres de la prisión
metálica y manipularla se les hacía muy difícil. A pesar de todo la
zarandearon sin éxito.
Dejaron de prestarle atención cuando desde la enorme lata salió el
asustado polluelo. Su progenitora lo miró nerviosa entendiendo el peligro al
que se enfrentaba. La pequeña entrada a su peculiar refugio se encontraba
obstruida. La única abertura estaba contra el suelo. No podía pasar e
intentaba con todas sus fuerzas conseguirlo. Aleteaba contra el suelo y se
dejaba las plumas en el esfuerzo mientras veía a las dos gaviotas acercarse a
su hijo. Este se volvió a esconder debajo de la lata, pero ya le habían
descubierto. De un fuerte golpe quedó de nuevo indefenso. Parecía el final
de la corta vida del pequeño.
De repente, el terreno se movió, asustando a los dos palmípedos y
provocando un enorme caos. La espesa nube de polvo que se levantó hacía
imposible ver qué había pasado con los dos gorriones. La maquinaria del
vertedero removía los deshechos acumulados, dejando paso a la siguiente
tanda. Con el corrimiento de escombros, la angustiada mamá consiguió
liberarse de la jaula. Cuando se calmó el oloroso trasiego de desperdicios
localizó a su retoño atrapado en una pecera de cristal. Si no se producía otro
movimiento de los deshechos no podría salir de la transparente e indiscreta
cárcel.
Todo estuvo en calma varias horas mientras la preocupada madre no se
despegaba de su cría, a pesar de que un extraño material les impedía
reunirse. La gorrión había intentado alimentar a su retoño sin conseguir
atravesar el cristal. Al final, agotada, se posó impotente al lado del
hambriento pajarito.
De entre dos bolsas de basura apareció una enorme rata. El pájaro adulto
pudo elevarse y salvarse así de la amenaza, pero el polluelo no podía salir
de su prisión. La roedora se lanzó contra el cristal y rebotó aturdida.
Empezó a olfatear alrededor de la pecera y, con gran brío, se puso a
escarbar en un lateral. Poco a poco fue metiendo el hocico, mostrando sus
enormes paletas superiores. El pajarito se apartó del violento intruso a la
vez que este introducía la cabeza. Al no poder llegar hasta su presa hizo el
agujero más grande. La pequeña ave empezó a picarle asustada en la cabeza
hasta darle en un ojo, arrancándoselo de cuajo. Su progenitora se lanzó en
picado y le propinó un fuerte picotazo en el lomo. Dolorida y sorprendida,
la rata entró de golpe en la pecera. Chocó y lo movió todo, dejando con ello
una salida clara para el pajarito. Madre e hijo se dispusieron a alzar el
vuelo. Este último no pudo hacerlo a la primera, pero encontró fuerzas
renovadas y potenciadas por la adrenalina que lo impulsaron hacia el cielo.
Volaron como si les persiguieran monstruos invisibles a sus ojos y
presentes para los demás sentidos. Acumularon una hora de frenético aleteo
hasta que la rescatadora cayó agotada entre los matorrales de las montañas
colindantes con el vertedero. Se fue a posar en la rama de lo que parecía un
arbusto, situado en un descampado. Necesitaba descansar un rato para
poder continuar. Su joven hijo se recuperaba mucho más rápido, excitado
por las posibilidades que le brindaba el poder volar. Sin embargo, sus
problemas no habían acabado. La madre se intentó mover en la rama, pero
estaba atrapada por una cola adhesiva. Se cayó al suelo derrotada y pegada
a la trampa, a la vez que veía a su recién rescatado hijo tratando de
deshacerse de su correspondiente lastre pegajoso. Un hombre apareció de
repente, cogió a los dos pajaritos y los metió en una caja de mimbre.
En la penumbra de la leñosa baliza, los dos alados sufrían los vaivenes
de los pasos del gigante que los había apresado. Estaban vendidos, aunque
intentarían escapar a la mínima oportunidad. Era necesario descansar.
El captor los metió en una estancia llena de otras pequeñas aves de
distintas especies. Algunos tenían colores que resaltaban ante los plumajes
sobrios de los dos recién llegados. El humano parecía tener muchos años. A
decir verdad, no les daba tanto miedo el trato con personas, ya que casi
siempre eran alimentados por ellas. La gorrión estaba muy quieta, cansada.
El hombre los puso en una de las perchas preparadas para posarse.
Abasteció con comida distintos recipientes mientras sus nuevas
adquisiciones lo observaban.
Cuando el hombre abandonó el habitáculo no lo hizo solo, ya que los dos
gorriones salieron disparados detrás de él antes de que este cerrase la
puerta. El anciano miró como escapaban sus dos trofeos, sorprendido por la
increíble iniciativa de los animalillos. Escupió un juramento mientras
sonreía divertido.
Volaron sin mirar atrás hasta reconocer el hormigón a lo lejos. La
naturaleza se les hacía extraña, salvaje y peligrosa.

***

Una mujer en la plaza observaba el banquete que se estaban dando dos


gorriones cerca de su mesa y se animó a ofrecerles más migas de pan. Era
incapaz de distinguir a la adulta del joven polluelo, con plumajes marrones
y puntas negras, pero en su mente se repetía la misma idea: «Qué fácil y
tranquila era la vida de un pajarito comparada con sus problemas
cotidianos».
14. Hoy he visto
En la calle, en un bar, en una relación, en la televisión, en la sala de espera,
en las redes sociales, en la carretera se ven cosas sorprendentes y
emocionantes. Brotan los pequeños cuentos que matizan el momento.

14.01

Un vaso lleno de cerveza,


contrario al vacío de mi vida.
Los igualará la pena,
triste, distante, aburrida.
Monstruos me traen de cabeza,
acechando tras la rutina.
Otro día más acompañado de soledad.
14.02

Ayer oí tu música en la calle.


Ofrenda de ocio a cambio de un detalle,
que no tiene nadie, que parece en balde.
Desgarraba el canto alegre y suave
huyendo de la mala suerte.
Un placer escucharte, espero que todo cambie.
14.03

Siempre me gratifica confirmar


que hay gente que merece la pena.
Sin esfuerzo, aunque suene mal.
Son apoyos, compañeros y compañeras.
De esos que cuando hay mala mar
se remangan y junto a mí, reman.
14.04

Hechizo de luna llena.


Nos altera la sangre.
Quema la carretera y aceleran
mis compañeros de viaje.
Extraños con una clara meta.
Debe ser lo más importante
porque nadie frena, empujando sus ruedas.
Espero que lleguen a alguna parte.
14.05

¿Qué puedo justificar para no seguir adelante?


Nada.
Estoy contigo, me sigues y te sigo, eso me vale. Aunque me venga
grande, hierva mi sangre y lo vea imposible. Miraré con otros ojos.
14.06

Esa espera de noticias


buenas o malas desquicia.
Cuando golpea la vida
sin el escudo de tu sonrisa
rompe mi alma, la vacía.
Se acerca lenta y maldita
la hora de mi última cita.
Lo pienso y me convenzo: tiene que ser mentira.
14.07

Levantando muros perdemos de vista el horizonte.


Enjaulamos a las aves migrantes de todas las clases.
Reducimos nuestro mundo a un patio sin ilusiones.
Llenamos el futuro de límites artificiales, banales.
Las buenas ideas chocarán en su viaje hacia delante
14.08

¿Cómo no querer olvidar el dolor?


¿Quién quiere recordar una guerra atroz?
Quería recuperar en su memoria el amor
de su madre, arrebatada por la sinrazón.
Huérfana de justicia cegada por el ganador.
Hija coraje, juguete del terror, hasta hoy.
14.09

Cuando todo está en un pozo.


Cuando hemos caído todavía más.
Cuando Dios parece sordo.
Cuando tu rostro sabe demasiado a sal.
Cuando juntos quitamos mucho lodo.
Cuando la esperanza viene y va.
Cuando el alma da un vuelco loco
con cualquier avance por un buen final.
14.10

En la cuna de tantas cosas,


el bien y el mal aprietan.
Las alas que no vuelan,
aletean ante duras reglas,
fruto de la poca vergüenza,
de los que manejan las cuerdas.
Jamás, podrán impedir que sueñen,
y por supuesto, sueñan.
14.11

Siguen los monstruos pastando


libres, a sus anchas, a tu lado.
Vienen cargados con horribles casos
de inútil e irremediable caos.
Rinden devoción a su amo.
Destruyen algo puro por placer insano.
Bestias muertas, seres de trapo.
14.12

Descanso tras la agitada tormenta.


Paz ganada con una batalla muy lenta.
Dignidad tardía por la política enferma
escondida bajo una falda recta, vieja.
Los que te aman sacan fuerzas de su flaqueza,
se despiden de ti y guardan tu huella.
Amor, orgullo, honor y pena.
14.13

Una canción compuesta para tantas voces.


Apoyo en las cuestas y sin reproches.
Amigas de buenas lenguas con parachoques.
Un placer renovar la apuesta, aunque no toque.
Unidos con mucha más fuerza, remando en este bote.
Para los que se sientan aludidos.
14.14

Dioses griegos sobre el tablero


manejan las piezas a su antojo.
Fichas cargadas de pueblos
deslomados por esos malditos locos
que anteponen su goteo del suero
mezcla de codicia, soberbia y odio,
al resto, el mundo entero.
El poder de unos pocos
asegura nuestro sufrimiento.
14.15

¿Cómo voy a salvarlos a todos?


Mucho esperas de una sola persona.
Créeme, lo intento de muchos modos,
pero sé que me sobrevaloras.
Puedo fallar y te fallo poco a poco.
Ayúdame con esta pesada corona.
14.17

Ya no te sorprendo mirándome.
Ya no lucen tus ojos con mi reflejo.
Ayer te encontré hoy no sé dónde
dejaste mi cura y los festejos.
Un calendario sin futuro ni presente
y sobrepasado por el vacío hueco
de tu ausencia dura, impertinente.
Me recuerda que ya estás muy lejos.
Ya no hay previstos observándome.
15. Poemas
Como un río desemboca inevitablemente en una masa acuosa más
portentosa, las líneas llenas de palabras y de algún que otro verso no podían
más que derivar en varios poemas. Con mayor o menor acierto me quedo
con un buen sabor de boca.

15.01

Haces acto de presencia con fuerza.


Intentas aplastarme sin piedad.
Te crees que no me doy cuenta.
El talento, duro por su ausencia
a veces aparece en tu fiesta.
Me traes mal, de cabeza.
Imaginación, todavía queda.
Sostiene la vela.
Sopla y mi nave vuela.
Siempre subes tu apuesta
Un día le darás la vuelta.
Hasta entonces puerta.
15.02

Socorrida y temida calma


esconde bajo la cama
una mecha sin llama.
Es la vida mundana
sorprendente, inesperada.
Te desquicia el alma
y te ofrece una firme rama
con infranqueables montañas,
de esos verdes valles, vallas,
y extensiones llanas
que suavizan la jornada.
15.03

En las altas montañas


de un verde inmortal
habitan recuerdos de sal
de juegos, de grandes veladas.
Y hasta el corte del mar
llega el fuerte temporal
sin malicia, sin avisar,
dictando su malestar,
probando tus diminutas alas.
Entre hogueras y fiestas
retumba divertida la tierra.
Su aire te envuelve, se cuela
y curte la piel de tu cara
con el frescor del alba
que te recoge y te atrapa.
Aroma a salitre y manzana
se suman en las bodegas
empachadas de clientela
frías y siempre dispuestas
a rebajar el nivel de penas.
Y no se puede pedir más
cuando te sientas conmigo
afinas tu voz y mi oído
y me ayudas a cantar.
15.04

El pasado me cubrió de niebla


que nublaba mi mirada.
Se desvaneció al apreciar tus formas
que escondían una nueva tormenta.
El impermeable no sirvió de nada.
Me mojé, me calé y desbordó mi alma rota.
15. 05

Tenemos un trato,
te quedas a mi lado
y yo me deshago.

Tenemos un trato,
mi vida es solo un rato
pegado a tu regazo.

Tenemos un trato,
tú llenas mi vaso,
yo camino a tu paso.

Tenemos un trato,
limpiamos los trapos,
compramos más platos.

Tenemos un trato,
nos respiramos,
nos atamos las manos.

Un trato tenemos
simple, barato,
tú, yo y un contacto eterno.
15. 07

Todo se parece mucho a un cuento


del que no podemos salir veloces.
Atrapados en la escasez de roces,
abrazos, besos y ansiados tonteos.

Nada será igual a ese claro fuego


que nos lanzaba sin miedo, sin topes,
a rebuscar, entre potes, más voces,
con las que compartir hitos y juegos.

Siempre pesarán los caros silencios


que nos han dejado los desdichados
trofeos de su talento violento.

Nunca olvidaremos su gran legado.


Maldeciremos por nuestro lamento
a los causantes de este llanto amargo.
15.08

Otro día sin fortuna


15.09

Te prefiero a ti, aunque no me des nada


porque contigo lo tengo todo.

Te prefiero a ti, aunque no llegue el alba


porque contigo pasaré la noche.

Te prefiero a ti pese algún reproche


a veces duros, a veces certeros.

Te prefiero a ti porque me colmas de besos


cuando tú quieres, cuando yo quiero.

Te prefiero a ti callada bajo la manta,


rebosando la casa, desde el sofá de la sala.

Te prefiero a ti, cálida, humilde y serena


porque derrites mi hielo, imprescindible y me calmas.

Te prefiero a ti porque te ofrecí mi alma,


mi vida y la luna, por supuesto,
rechazándolo todo por mirarme a los ojos
y ver en ellos, dependientes, tu reflejo.

Te prefiero a ti porque no sé qué decir


y sin embargo te acercas cada vez más a mí.

Te prefiero a ti porque te veo muy feliz,


llena de posibilidades y te quedas aquí.

Te prefiero a ti, mi amor, siempre a ti.


15.10

¿Quién puede cubrir su hueco en la vida


creado por la egoísta y transcendental Muerte?

¿Qué Dios ordena una acción tan trágica?


Abuso de poder disfrazado de mala suerte.

El futuro será un constante otoño.


En nuestros recuerdos vivirá tu rostro.

Has desenmascarado a este dirigente loco,


acompañado de secuaces monstruosos.
Sé que nada evita el común desenlace
que siempre se muestra cruel, asfixiante.

Sé que solo tú lo reviertes cuando te conviene.


Te llevas un regalo que no te mereces.

Dudo de que existas, pero sí, eres culpable.


Alguien llena su vacío con nuestros ángeles.

Te llevaste también mis buenas palabras.


16. Anomalía
Solo quería abrazarla, besarla, estremecerla de placer, como tantas veces
había imaginado. Podría entonces cantarle una canción al oído inspirada por
su existencia.
Si eso es lo que deseaba, ¿por qué atravesé su costado con ese cuchillo?
¿De dónde salió esa punta afilada? Esta vez me propuse evitar el fatídico
final, pero parece ser imposible. Se asustó como todas, sin saber que no
debía temerme para sobrevivir.
¿Y por qué no se muere? Se me acerca firme mirándome con sus
enormes ojos.
«Has usado la llave al infierno.
Demasiadas vidas, demasiado tiempo.
No eres nada, solamente un necio.
Tu terror y tu miedo es el precio», me canta al oído; mostrándome de
seguido sus colmillos.
17. La niña que podía matarte con la
mirada

—La niña que puede matarte con la mirada es capaz de devolver a través de
sus ojos toda la violencia que ha visto y sufrido.
Maite escuchaba la frase de boca de Dadi, una esbelta mujer de
Nigeria que vivía en el barrio. Estaban en la cola del supermercado. Iba
acompañada de una amiga, no tan agraciada, y mantenían una conversación
sobre leyendas de sus respectivos lugares de origen.
Llevaban poca compra y le habían pedido a Maite que les dejara
pasar. A pesar del inmenso dolor que le produjo Dadi al agarrarla del brazo
para llamar su atención, cedió sin problemas con una amplia sonrisa. Le
caían muy bien. Sentía un gran respeto por los emigrantes y, sobre todo, por
las mujeres. Para ella era inimaginable abandonar su hogar e introducirse en
ese peligroso éxodo con la incertidumbre colgada del cuello; con una vida
mucho más complicada.
El contraste de las pieles se acentuaba al estar al lado de la indígena
local. Esta, blanca como la leche, se tapaba a pesar del caluroso verano que
azotaba la zona, encontrando en el cobijo de su apartamento, junto a su
marido, el lugar correcto para consumir su vida. La cantidad de ropa que
portaban también las diferenciaba, pero, en este caso, Maite conseguía
destacar sobre los demás.
—A mí la llorona me parece aterradora —dijo la acompañante de
Dadi con el mismo acento exótico que su amiga.
—Pero es que esta pequeña presagia un final sangriento. En ocasiones
suceden hechos horrorosos en los pueblos de los alrededores.
—¿En tu tierra?
—Sí.
Dadi miró a la menuda mujer blanca que las escuchaba.
—Es un alivio no preocuparnos por esos cuentos por aquí.
—Pienso que también viajan con nosotras. Esas historias no mueren
nunca. Una vez me encontré a una anciana que sobrevivió a la niña.
La cajera les llamó la atención para que pasaran. El ritmo de la vida
seguía e intentaba hacer que se movieran todos con él. Llegó el turno de
Maite, todavía intrigada por la conversación de las dos extranjeras. Era una
creyente convencida. En su cabeza entraban todo tipo de fenómenos
sobrenaturales y, al contrario de muchos feligreses ególatras que defendían
su única verdad, creía en la vinculación de todos ellos a lo largo del globo
terrestre. Temía la presencia del diablo en cualquier lugar del mundo.
Puso los consumibles encima de la cinta transportadora mientras
reflexionaba con la mirada perdida en el exterior del establecimiento. De
repente se fijó en la espalda desnuda de una pequeña adolescente de tez
morena. No le veía el rostro, ya que miraba hacia la calle, pero sus
movimientos espasmódicos podían llamar la atención de cualquiera. Nadie
se percataba de ella, solo la mujer pálida. El lector de códigos creaba un
sonido con ritmo hipnótico mientras la niña parecía girarse. La piel curtida
por el sol iba poco a poco dejando ver una boca con labios carnosos,
pómulos suaves y una dentadura afilada y aterradora.
—Así son cincuenta y ocho con cincuenta ¿Tiene tarjeta de puntos?
—La cajera sacó del trance a su clienta dándole un pequeño susto. La
distrajo y, al volver a examinar el exterior, no vio a nadie.
Maite se disculpó por su despiste y continuó con su rutina, pero sus
pensamientos estaban enmarañados. Se mezclaban sin remedio y volvían a
reincidir en ese rostro hambriento que había creído ver en la niña de la
puerta.
Hizo el camino a casa agobiada por la sensación de que alguien la
observaba, la acechaba. Se hacía tarde y tenía muchas tareas antes de que
llegara Elías, su marido.
En el apartamento todo parecía estar como siempre. La luz de la calle
no iluminaba lo suficiente debido a la orientación de su fachada y tuvo que
encender las luces.
Se acercaba la noche.
Durante un rato se desplazó de una estancia a otra, apagando y
encendiendo las lámparas. En una de estas ocasiones algo se movió entre
las sombras, metiéndose en una de las habitaciones oscuras. Lo vio con el
rabillo del ojo, pero no fue capaz de distinguirlo. Aterrada por el suceso del
super, se acercó despacio hasta el habitáculo en penumbra y pulsó el
interruptor. Los fotones inundaron el lugar, dejando ver su contenido. Nada
fuera de lo corriente. La mujer se tranquilizó un momento desde el umbral.
La calma duró muy poco, ya que miró a su derecha y, al alzar la vista, una
niña semidesnuda la acechaba con un rostro demoníaco. Recordó la frase de
Dadi y, al ver esos horrendos ojos, comprendió de repente a qué se refería.
Si algo era mortal estaba atrapado en esas cuencas.
Sobresaltada, cerró la puerta y salió corriendo al pasillo. Se topó de
bruces con su marido.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó algo enojado al verla tan
alterada—. Aparta, que voy a cambiarme. —Maite no decía nada. No se
atrevía a contarle su nuevo trastorno. Lo último que quería era que pensara
que se estaba volviendo loca.
Elías se metió en la habitación ocupada por la niña. La mujer hizo un
intento de avisarle, pero se quedó paralizada. Al parecer, su marido no se
percató de nada. Con cuidado, la paliducha ama de casa entró de nuevo en
la estancia examinando todos los rincones. La amenaza había desaparecido.
El hombre la observaba extrañado, pero sin darle mucha importancia.
—Estará hecha la cena, ¿no? —Esperaba que su mujer hubiera
aprovechado el tiempo en casa como él lo hacía en su trabajo.
Tras terminar de cenar, Maite recogió la mesa y se puso a fregar en la
cocina. Tenían lavavajillas, pero no lo utilizaban por el ruido y la falsa
sensación de consumir demasiado. En realidad, era ella la que prefería ser
más silenciosa para no molestar a su marido. Este se había terminado una
botella de tinto y, cuando la mujer fue a tirarla, se le escapó de las manos,
armando mucho ruido en la cocina. Paralizada, esperaba una queja o gesto
de desaprobación por parte de su cónyuge. El silencio devolvió la
normalidad a sus pulsaciones.
Cuando iba a continuar con sus quehaceres, algo se desplazó en el
costado de la nevera. Desde la rendija lateral del electrodoméstico
aparecieron unos dedos ensangrentados que hicieron fuerza hasta sacar el
espectral cuerpo de la niña. Su cara estaba aplanada, pero seguía dando
mucho miedo. Poco a poco ganó un volumen normal mientras se le
acercaba. Maite cogió una escoba para hacerle frente. Le temblaba todo el
cuerpo.
Recibió un fuerte golpe que le arrebató la escoba de las manos y la
empujó contra la pared. Fue golpeada varias veces en la cara, acompañada
de la sonrisa maléfica de la niña. Un último empujón acabó en un
traumatismo craneal cuando la estrelló contra el granito de la encimera. Se
apagaron las luces en su cabeza.
***

Por la mañana se despertó en la misma posición en la que se había quedado


la noche anterior. Le dolía todo el cuerpo. Sabía que su marido se levantaba
muy temprano, no desayunaba y seguro que no habría pasado por la cocina.
Las imágenes de la espectral presencia que la atacó seguían muy vivas en su
cabeza. Varios recuerdos la hicieron levantarse de golpe, resintiéndose de
sus contusiones en el acto. Con gran esfuerzo, llegó hasta el aseo y sacó
varios antiinflamatorios que tragó de sopetón. En el espejo le pareció ver de
nuevo a su atacante y se pegó un susto de muerte. Un intenso dolor se
propagó de nuevo por su cuerpo desde el cuello hasta la rabadilla.
Entonces le vino a la mente la conversación en el supermercado y la
última frase de Dadi en la que indicaba que conocía a alguien que había
sobrevivido a la niña. Se vistió con prisas y salió en busca de la nigeriana.
En el barrio había varios locutorios donde era probable que la encontrara.
Además, pensaba que trabajaba en uno de ellos.
Los vecinos del barrio la vieron correr de un negocio a otro muy
alterada. Se extrañaban de que una persona tan discreta como ella mostrara
tal desasosiego en público.
Finalmente encontró a la bella africana.
—¡Dadi, Dadi! —la llamó nerviosa.
—Hola, guapa. ¿Qué te ocurre? —Maite era una de las personas que
la habían ayudado alguna vez y la apreciaba muchísimo.
—¿Podemos hablar en privado? —La pregunta parecía una súplica.
—Sí, por supuesto, vamos al despacho.
Las dos mujeres se metieron en una pequeña oficina en la trastienda
del local.
—¿Qué te pasa, cariño? Te veo muy alterada.
—Ayer os oí hablar de un demonio. De una niña. —Dadi la miraba
intrigada—. Resulta que la he visto. Me atacó ayer por la noche.
—¿Estás segura? Son habladurías de viejas supersticiosas.
—Pero tú dijiste que conocías a alguien que sobrevivió. Me lanzó
contra el granito.
—¿Y tu marido?
—Él no sabe nada, no quiero que piense que estoy loca.
—Ay, no, mi amor —dijo cogiéndole de la mano—, tú no estás loca,
eres un ángel. —La africana sentía deseos de abrazarla—. ¿Me dejas ver
qué te ha hecho?
Maite se apartó a la defensiva, no quería remangarse delante de ella.
Se levantó e hizo el amago de marcharse, molesta e incómoda, pensando
que era inútil hablar con Dadi.
—Espera. Conocí a una mujer que luchó por su vida contra la dura
mirada de esa pequeña. —Con eso consiguió captar la atención de su
interlocutora—. Ese ser maldito viene buscando sangre y hay que darle lo
que pide. Siempre hay varias formas de que se conforme, unas benefician a
unos y otras a otros.
Maite se marchó sin saber lo que tenía que hacer. Recordó la primera
vez que vio a la nigeriana. Los primeros meses en el pueblo fueron muy
duros para ella. Tenía que comprar alimentos para su bebé y se arriesgó a
cogerlos en el super, confiando en que se los fiarían. Pero no fue así y pasó
un momento muy apurado hasta que Maite le pagó la cuenta. Fuera del
supermercado le dijo que viniera a la misma hora todos los días y ella le
ayudaría con lo que necesitara de comida. También había ayudado a, por lo
menos, otras dos compañeras de trabajo.
Dadi siempre la consideró una persona especial que echaba una mano
a los demás sin ningún interés. La vida de la emigrante mejoró, pero no
pudo devolverle el inmenso favor que le había hecho. La bondadosa mujer
se mostraba hermética ante cualquier vecino y nadie sabía nada de su vida
privada. Sin embargo, a Dadi no se le escapaba ningún detalle. Sus ojos
habían presenciado demasiada humillación, violencia e injusticia. Algo o
alguien estaba maltratando a su altruista amiga.

***

Maite llegó a casa alterada después de sentir que todo el barrio la


observaba. Odiaba ser el centro de atención y, a pesar de que a nadie le
interesaba su estado actual, su cerebro le indicaba lo contrario. Todos se
giraban para mirarla con rostros siniestros y diabólicos.
Cerró la puerta de la entrada y en la cocina se puso a rezar el Padre
nuestro de manera compulsiva. Temía que se hubiera vuelto loca de verdad
¿Qué diría su marido al respecto? No quería decírselo por vergüenza y,
sobre todo, por miedo. ¿Y si pensara que no merecía la pena? La
abandonaría a su fatal suerte. Se apoyó en la encimera sintiendo la fría
piedra mientras un aluvión de dudas asfixiaba su cerebro.
—Hola, cariño. —Su marido estaba en la puerta de la cocina con un
ramo de rosas. Le dio un susto de muerte—. Me siento fatal por lo de
anoche —dijo acercándose. Esta se quedó confundida—. Quiero que me
perdones. Fue el puto alcohol, que me trastorna.
Elías se acercó más ofreciéndole las flores. Las dudas desaparecieron:
fue su marido quien le dio la paliza por la noche. Todo encajaba. No tenía
que haber hecho ruido con la botella. Esto le sacó de sus casillas y la atacó
hasta dejarla inconsciente. La situación era brutal pero conocida. Se sintió
tan machada como frustrada. Incluso algo tan imposible como la niña
siniestra se había podido colar en su mente para justificar lo injustificable.
Cuando decidió coger las flores vio en el umbral de nuevo a la
horrorosa niña. Sonreía complacida. Maite retrocedió asustada. Se dio
cuenta de que no era solo una jugarreta de su cerebro.
—Son para ti. No quiero hacerte daño.
La mujer se alejó según se acercaba la niña por la espalda de su
marido. Este se enfadó de manera desmedida.
—¡Estoy intentado arreglar las cosas! ¡Así me lo agradeces! —Maite
no le oía ante el presagio de un terrible final. Miraba hacia la puerta y veía
todavía más excitado al espectro. Entonces, el maltratador se lanzó sobre
ella tras estrellar el ramo de flores contra la pared. La agarró del cuello con
las dos manos—. ¡Mírame a la cara cuando te hablo! —Le apretaba el
cuello cada vez más fuerte. Maite se volvía a estremecer de terror al ver
como las manos de la niña aparecían por los hombros de su agresor.
Trepaba por su espalda—. ¡Crees que eres mejor que yo, que no te
merezco? —Se había convertido en un monstruo de dos cabezas: una
humana y cruel y otra fantasmagórica. Esa expresión de pavor
descontrolado vertió más gasolina sobre la ira que inflamaba al hombre.
Maite abrió la boca para coger aire y el pequeño espíritu se lanzó de
cabeza intentando entrar por el orificio. Como el estrangulador apretaba
demasiado, el espectro se quedó atascado en la garganta. Esta empezó a
hincharse. La mujer tenía la mandíbula desencajada y un fantasma
pataleando en su boca con la clara intención de poseerla. Cualquiera de las
opciones que se le presentaban a Maite eran trágicas: morir o ser poseída.
La agredida, medio poseída, lanzó una patada al estómago del marido.
Este se sorprendió, ya que era la primera vez que ella se defendía. Aflojó un
poco y el ente se introdujo del todo. El rostro de Maite se transformó en
algo demoníaco que asustó a Elías e hizo que se apartara de ella.
—¡Me ibas a matar, cariño! —gritó la posesa con la mismísima voz
del diablo. La puerta de la cocina se cerró de repente, dando otro susto al
monstruo de carne y hueso—. Me traes rosas sin espinas. Qué detalle más
bonito. —La desfigurada mujer se acercó más a su torturador—. Me gustan
más las moradas que hacen juego con mis golpes —dijo entre espasmos
mientras se arrancaba el vestido. Su cuerpo estaba lleno de moretones y
cicatrices.
—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que quieres? —Elías balbuceaba nervioso
ante la inquietante cara de su esposa.
—Quiero llegar a tu corazón.
Mostrando una sonrisa grotesca, atravesó el pecho de su marido con
la mano y sacó el corazón por la espalda. Luego el cuerpo cayó muerto
sobre su hombro. La boca sin vida de Elías quedó a la altura de la suya y le
dio un larguísimo beso ensangrentado. La asesina lo tiró a un lado y luego
se empezó a retorcer de dolor.
El espectro salió de su cuerpo, provocando la caída del recipiente.
Sobre las frías baldosas, Maite observaba el rostro sin vida de su
marido mientras un dolor intenso le atacaba la garganta. Respiraba con
dolor, pero estaba viva.

***

Dadi, fuera del pequeño supermercado, con una compra muy parecida a la
que le había regalado Maite hacía unos años, contemplaba seria las
ambulancias que asistieron al matrimonio. Una niña que solo ella podía ver
le tiró de la falda, llamando su atención. La nigeriana la miró y esta sonrió
con la mismísima sonrisa del diablo.
18. Cadena I
Me llamo Iker Gauss y soy ingeniero de telecomunicaciones. Hace dos
meses me ocurrió algo que no puedo explicar, pero sí narrar. Dejo a las
futuras generaciones la decisión de tomar en serio el relato o mandarnos al
olvido. Estoy acostumbrado a crear entradas en blogs especializados y
ciertas revistas del sector, pero este suceso es difícil de catalogar. Me están
llamando loco antes de empezar.
Todo ocurrió en La Rioja la pasada Semana Santa. Mi mujer y dos
amigas se fueron la víspera de Resurrección a pasar el día a la famosa calle
Laurel de Logroño. A la vuelta pasaron por Nájera para disfrutar de la
bonita tarde que, por sorpresa, les brindó ese día. Llegaron a casa bastante
más tarde de lo que yo pensaba, pero había visto fotos de la jornada y,
sintiendo que se lo estaban pasando muy bien, no le di importancia.
Me iba a retirar a dormir cuando aparecieron muy alteradas. Era ya
medianoche. Estaban en estado de shock. Después de un rato
tranquilizándolas me contaron lo sucedido. En su trayecto de vuelta, a las
afueras de Haro, decidieron venir por una carretera comarcal menos
transitada. Obviamente, sabía el porqué, ya que las fotos compartidas lo
revelaban, pero no era lo importante en ese momento. En la carretera,
mientras cantaban una famosa canción que sonaba en la radio, perdieron el
control del coche. Dudaban sobre lo que pasó ya que no se salieron de la
carretera, sino que el coche se apagó de pronto y no pudieron frenarlo. El
contacto no funcionaba y la radio tampoco. El extraño suceso las dejó
confundidas unos segundos antes de que algo cayera sobre el techo y rodara
por el parabrisas. Quedó tirado en medio de la carretera delante del morro.
Parecía tener forma esférica. Mi mujer y sus dos amigas salieron a ver que
era, asustadas y nerviosas. El artefacto, después de soltar varios chispazos,
se elevó. Era un ojo mecánico, redondo, de unos veinte centímetros de
diámetro. Se apreciaba perfectamente el iris, la pupila y el cristalino.
Empezó a vibrar lanzando rayos que quemaban. Las tres se lanzaron a un
lado evitando esos millones de agujas luminosas que sentían penetrar en su
piel. En pocos segundos, el ojo mecánico estalló, dejando solo minúsculas
partículas de metal.
Mientras asimilaba lo que me estaban contando me asaltaron muchas
dudas. A ninguna de ellas se les ocurrió hacer una foto. Cuando pregunté
casi me lanzan a la cabeza los móviles; fritos por algún tipo de onda
electromagnética, pensé. Según me dijeron, el coche empezó a funcionar al
reventar la esfera. Salí a ver el coche y vi el bollo en el techo. Sintonicé
varias radios para saber si había ocurrido algo parecido, pero no hubo
ninguna noticia. Decidimos ir a dormir y descansar. Nos costaría mucho
borrar esa noche de nuestras cabezas.
Todo hubiera acabado en ese momento si no fuera por la marca que
todavía prevalecía en ellas. Las pesadillas impedían dormir a mi mujer y a
sus dos amigas. Por supuesto, si ella no dormía, yo a duras penas lo
conseguía. Sin embargo, estas pesadillas desaparecieron cuando limpiamos
el coche. Un fin de semana nos dispusimos a darle un repaso a la carrocería
armados con mangueras, jabón y esponjas cuando nos dimos cuenta de que
el agua dejaba ver un sistema binario impreso en la chapa y el cristal del
automóvil. Esta vez sí que sacamos fotos. Daba la impresión de que el agua,
vital para la vida, nos mandara un mensaje.
Todavía estoy intentando descifrar qué pone y he decidido
compartirlo con todos en el siguiente post:

Enlace caído.
19. Cadena II
Estás a salvo, has entrado en las cloacas.
Si estáis leyendo este comunicado aseguraos de tener protegida la IP
desde donde os conectáis. Vuestro ordenador no corre ningún peligro, no
quiero que penséis que vais a ser infectados o controlados por troyanos ni
mierdas de esas. Corréis peligro de muerte. Tengo evidencias de asesinatos
y desapariciones por no ser cautos. No os va a salvar un pedazo de cinta
aislante en vuestra webcam, tenéis que aseguraros de no ser visibles por
completo.
Como ya sabéis, existen muchas herramientas para monitorizar alertas
y hacer búsquedas sofisticadas de todo lo que se publica en internet, ya sea
en páginas, redes sociales, blogs, etc. Si no teníais ni idea de esta
posibilidad no veo salvación en vosotros. Hace unos meses conseguí unas
fotos de un suceso extraño sucedido en España, en concreto en La Rioja.
Me descargué unas fotos de un mensaje impreso en el chasis de un
automóvil. En la siguiente búsqueda habían desaparecido. El chico que las
publicó junto con su mujer y otras personas también relacionadas con la
noticia, se encuentran en paradero desconocido. Nadie sabe nada y existen
cuatro denuncias en dependencias de la Guardia civil.
El hecho de no poder comunicarme con ellos me intrigó de tal manera
que me puse a investigar el código. En la subred, las entrañas de internet,
como a mí me gusta llamarla, contacté con un potente programador. Le
expliqué mi problema y se dispuso gustoso a ayudarme. Me proporcionó un
software de reconocimiento de imágenes muy sofisticado con el que poder
analizar las fotos en busca de patrones, rostros y otros detalles difíciles de
ver a simple vista.
Lo llamó Leonardo en un alarde de originalidad.
Gracias a este software, he descubierto en las fotos un código binario
impreso que a su vez contiene más código. El software ha llegado a
encontrar cincuenta capas de información en cada dígito. La pareja que lo
descubrió eran expertos en calidad de fotografía y las imágenes eran
enormes. Me expuse mucho descargándolas, pero ahora veo que ha
merecido la pena.
Se trata de una nueva fuente de energía generada por biomáquinas,
pero no he descubierto quién lo ha mandado ni, por su puesto, de dónde
proviene. Parece tecnología muy avanzada. Algo que puede ser codiciado
por grandes fortunas. Hay que andar con mucho cuidado. Si una cosa tengo
clara es que lo compartiré con todo el mundo.
Por cierto, me llaman Racu, el vigilante de las cloacas que, al igual
que en las playas, se encuentran todas las miserias de la gente. Si no te lo
crees todavía, déjame que te diga que hay demasiada mierda.
Os seguiré informando. Difundid todo lo que encontréis en las
cloacas. Aquí os dejo el mensaje original:

Enlace caído.
20. Cadena III
Me gustaría presentarme, pero no va a ser posible; por lo menos por ahora.
Quiero seguir con la cadena de mensajes iniciada por Iker Gauss,
ingeniero desaparecido junto a su mujer y otras personas cercanas. A mi
parecer se está obrando muy mal con este asunto en el que claramente se
han saltado a la torera los derechos de los ciudadanos. Es todo demasiado
turbio. No hablo de un hecho ocurrido en un país remoto, hablo de sucesos
que transcurren en La Rioja y en Euskadi, hasta donde yo sé.
Conozco a un trabajador de una empresa de seguridad privada que
sustituía a un compañero en las cuevas de Ekain en Zestoa, Gipuzkoa. Son
cuevas con pinturas rupestres espectaculares que forman parte del
Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde hace tiempo. Él me
contó lo que ahora mismo relato.
El día en cuestión todo iba como la seda. Empezó una nueva ronda
relajado sin pensar en nada. Tenía que revisar una zona donde había
material muy caro para escaneo y fotografía. Estaban en la segunda fase de
una digitalización del contenido de las cuevas para deleite de todo el
mundo. Ya habían colgado varias fotos y la gente podía disfrutar del interior
de las enormes cavernas mediante su navegador. La calidad de esas
fotografías es espectacular. Todavía se pueden ver.
Cuando pasó por allí, un ruido llamó su atención. Se trataba del
disparador de una cámara réflex. El lugar debería estar vacío. Se imaginó
que algún currela estaría metiendo horas y decidió ir a llamarle la atención,
ya que su hora de retirada iba ligada a la salida del colega. Al verle
aparecer, el individuo guardó la máquina y salió corriendo del lugar. Se
inició una tremenda persecución en la que el vigilante, bastante pasado de
peso, dijo darlo todo por atrapar al ladrón. Estaba seguro de que se trataba
de alguien que se llevaba alguna de las cámaras. En la carrera, el guarda se
cayó y rompió el walkie, además de parte del uniforme. En resumen, el
fugitivo se escapó y le echaron una bronca tremenda por romper material de
la empresa, incluso por el uniforme, que ya tenía más de cinco años. El jefe
no se creía nada de lo que le contaba porque no había desaparecido nada, no
había registros en vídeo ni huellas. Ya había tenido algún encontronazo con
él a causa de su dejadez y su baja forma física.
Después de varias cañas y de ver como la Real casi volvía a dejarse
remontar, me empezó a contar lo sucedido. Despotricó sobre el jefe y la
baja estima que le profesaba. «Ese cabrón piensa que me caí sobre el walkie
sin más. Él sí que es un puto torpe», me decía caliente por la cerveza. Me
divertía toda la historia y empecé a interrogarle sobre cómo era el presunto
ladrón. Me dijo que llevaba coleta, tenía grandes entradas, y vestía una
cazadora de cuero. Además, en el cuello llevaba un tatuaje con unos y
ceros. Estos dígitos se repetían como si fueran algo significativo en varias
líneas. He de reconocer que mi colega tenía cierto don para fijarse en
detalles importantes y que, yo, con algo de alcohol en el cuerpo, podía
parecer la sombra de Jessica Fletcher.
Todo quedó en una simple anécdota hasta que, un día, cuando salía del
trabajo, me encontré con un individuo que encajaba perfectamente con la
descripción de mi amigo. No le di importancia hasta que me lo encontré
varias veces más. Le vi con un bolso para material fotográfico profesional.
Lo comenté con mi amigo y me instigó a que le siguiera. Me picaba la
curiosidad, así que una tarde le seguí hasta su domicilio. Entró a un portal y,
desde la calle, tras unos segundos de espera, se encendía una luz en el
segundo piso. Me iba a acercar para ver si ponía algún nombre en el
telefonillo, pero entonces dos hombres se dirigieron al portal. Disimulé un
poco y, cuando entraron, miré los nombres. Ponía «J.C. Cuadrado». De
repente, varios cristales llovieron de la ventana rota y el sospechoso cayó
después torciéndose el pie derecho. Con una cojera pronunciada me
atropelló en su torpe huida. Se paró, me entregó un pendrive repitiendo la
frase «corre por tu vida» y salió escopetado. Escuché ruidos desde el
segundo piso y me escondí entre varios setos. Cuando se calmó el asunto
conseguí reunir el valor suficiente para abandonar el escondite y poner
rumbo a mi casa.
Pensaba que me había librado de morir en extrañas circunstancias hasta
que vi el contenido del pendrive. Me quedó muy claro que había que
compartirlo.
Os dejo el enlace:

Enlace caído.
Agradecimientos
A Elena, Estitxu, Molly e Iban por la paciencia y la manera de
involucrarse en estos pequeños proyectos.
Acerca del autor
Soy Jorge García. Nací en 1973, en Guipúzcoa. Actualmente trabajo como
profesor de Formación Profesional en San Sebastián.
Siempre me ha gustado contar historias y darle una vuelta de tuerca a lo
que sabemos. Hace poco decidí publicar los relatos que tenía metidos en un
cajón y alternarlos con argumentos nuevos. Ya he publicado cuatro libros.
El primero es el comienzo de una serie de temática fantástica que tiene
lugar en el entorno donde nací y transcurre en los años ochenta. Se titula El
tesoro de Nita: El no dragón hambriento. El segundo, El nido de Mus, trata
el acoso escolar de manera diferente, mediante una lección de vida.
Después, publiqué la segunda parte de la saga, El tesoro de Nita: El
lenguaje de la tierra. El siguiente trabajo fue la novela Tonos, con la que
me metí de lleno en el thriller urbano. Seguí con el comienzo de una
trilogía en la que la primera parte se titula Elisea siente. Esta primera parte
con forma de thriller.
Con este libro pretendo recopilar relatos editados por separado, textos
que he compartido en redes sociales y trabajos inéditos en los que ofrecer
gran variedad de temas tratados de manera muy personal.
En mi sitio web voy colgando más trabajos: Jorge García Garrido.

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