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https://www.elcohetealaluna.com/las-dos-historias-de-los-derechos-humanos/
Pero hay otra historia de los Derechos Humanos, que es la de su gestación ideológica,
que explica cómo se desarrolló la idea de estos derechos, pues sin una idea previa no
hubiesen podido concretarse en leyes.
Por cierto, las dos historias no son independientes, sino que después de 1948 se siguen
entrelazando hasta el presente. Los diversos tratados internacionales –como cualquier
ley– no pasan del deber ser normativo al ser real en el mundo, es decir, no cobran
eficacia plena en forma automática. Si los tratados de Derechos tuviesen plena eficacia
en el plano del ser viviríamos en sociedades ideales, pero esto dista de ser realidad. En
estos –como en general respecto de todos los derechos– la eficacia se obtiene por
lucha, como decía Jhering en el siglo XIX.
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Así, nos relatan que las primeras vueltas del motor de la razón se dieron en Grecia, de
allí pasó a Roma y, luego de una etapa más o menos oscura, retomó su ritmo y desde
1492 se extendió a América. Luego, la revolución industrial europea perfeccionó la idea
de un ser humano consciente de su libertad, configurándose un Occidente que se
expande al mundo, frente a un Oriente un poco atrasado.
Esta es la historia oficial, eurocéntrica o –más claramente dicho– colonial, que desde la
literatura infantil y adolescente nos enseñaron de diversas maneras. Creemos que su
más fino narrador –no superado hasta hoy– fue Hegel en sus famosas Vorlesungen o
Lecciones sobre la filosofía de la historia universal.
Según la narración hegeliana, nuestra región no tuvo historia hasta 1492, porque estaba
habitada por millones de originarios que se desintegraron al soplo del europeo, pues
eran débiles, como nuestra geografía, húmeda, con montañas que, al no correr como
las europeas, hacen que todo se pudra, incluso todo lo que se trae, hasta el mismo
europeo se debilita en ella. También no dice que los africanos subsaharianos –negros–
son peores que nosotros, pues es difícil reconocer en ellos la humanidad, por lo que se
les hizo un favor esclavizándolos, dado que así estarán mejor que en sus tribus.
Todo indica que debe haber otro relato o narración, pero no porque el de Hegel sea del
todo falso, pues si bien omite datos (los ausenta), en general los restantes son
verdaderos: acabaron con millones de indios, esclavizaron africanos, todo lo cual es
verdad, sólo que los interpreta (relata, narra) desde su posición de prusiano del siglo
XIX. Es obvio que debe haber otra narración más coherente de los Derechos Humanos,
que incorpore los datos ausentados por Hegel y relate de modo diferente los que éste
menciona. Si desde el centro que colonizó nuestra región y luego el resto del planeta se
relata esta historia, no pueden faltar las narraciones de los colonizados y, en efecto,
hay narraciones que reconstruyen esa historia desde Oriente y desde África y, por
supuesto, también desde nuestra región.
Esto obedece a que el historiador selecciona hechos del pasado, pero no todos (no le
interesa si a Colón lo picaron los mosquitos), sino sólo los que son significativos desde
su presente y en el lugar en que relata su historia. Desde ese ser-ahí le otorga
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significación (lo toma en cuenta) y significado (lo interpreta). Y desde nuestro ser-aquí
no podemos dejar de caer en la cuenta de que la selección e interpretación
(significación) de los hechos del relato eurocéntrico, pretende narrarnos que el
colonialismo gestó la idea de los Derechos Humanos mientras cometía las peores
violaciones de esos mismos derechos.
Si este relato se repite entre nosotros, es porque el poder colonialista nos condiciona
para pensar, valorar y adquirir saberes conforme a su epistemología, nos limita como
sujetos de conocimiento y valoración. Llamamos colonialidad a ese condicionamiento
que nos limita el conocimiento, como el efecto colonizador de nuestro equipo
psicológico.
Pero nuestro ser-aquí es golpeado con una vivencia cotidiana demasiado brutal que nos
expulsa del cómodo dejarnos llevar por el se dice (on dit, das man) del relato de la
colonialidad. No podemos eludir que no sólo estamos aquí, sino que somos en un
continente que los europeos llamaron América y que luego subestimaron agregándole
Latina, en sociedades muy estratificadas, con enorme concentración de riqueza (con
los coeficientes de Gini más altos del mundo); con selectiva distribución de la sanidad y
de la educación; donde los más ricos en melanina se concentran en los estratos pobres,
en las cárceles y en los muertos violentos; con muy marcada discriminación de género y
violencia contra mujeres y personas de orientación sexual no binaria; con culturas
originarias marginadas y sitiadas por explotaciones agrícolas y mineras que las privan
de sus medios de supervivencia; con sectores poblacionales que carecen de
alimentación adecuada y de proteínas en los primeros años de la vida; con sistemas
represivos de alta letalidad, con desapariciones forzadas, torturas, etc.
Recibimos este fuerte cachetazo de la visión presente, sabiendo que el presente es sólo
una línea que separa el pasado del futuro –recordemos la aporía agustiniana–, pero que
nos exige una explicación que obliga a dirigir la vista hacia el pasado, del que emerge
otra narración diferente, que muy cerca en el tiempo nos muestra los asesinatos
masivos de aldeas en Centroamérica y las desapariciones forzadas y ejecuciones
clandestinas en las dictaduras sudamericanas, productos del neocolonialismo de
seguridad nacional.
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Alianza, la esclavitud apenas abolida en 1888, nuestros latifundistas sometiendo la
región al neocolonialismo oligárquico.
Desde aquí no podemos menos que resignificar estos hechos como medio milenio de
violaciones de Derechos Humanos, ni tampoco dejar de observar que el colonialismo
originario jerarquizó racialmente nuestras sociedades: en la base los indios y negros, un
poco más arriba los mestizos y mulatos, luego los hijos de los europeos y en la cima
estos últimos, sin contar con la previa subhumanización de media población, debida a la
fortísima misoginia traída por el colonizador. No se explica que Europa haya gestado la
idea de los Derechos Humanos, cuando su colonialismo subhumanizó a la mayor parte
de la humanidad: el 50% de mujeres más todos los colonizados del mundo.
Los modelos estatales del norte resultaron de la lucha de las burguesías contra las
noblezas, que nada tienen que ver con nuestro aquí, donde nunca hubo monarca ni
nobleza, sino elites racistas de sociedades estructuradas como inmensos campos de
trabajo forzado. Por eso, nuestras luchas no son del todo clasistas, pues las clases
capitalistas surgieron en la etapa que en el norte generó el proletariado, pero que aquí
no se dio, en razón del desarrollo periférico de nuestro capitalismo. Nuestras
sociedades siguen siendo marcadamente racistas, lo que se observa en la riqueza de
melanina en los barrios precarios y las prisiones, en contraste con las universidades, el
funcionariado y los barrios residenciales de nuestras urbes.
Todo esto obliga a revisar la usual clasificación de los Derechos Humanos por
generaciones, según la cual los habría de primera generación (individuales), de segunda
(sociales) y de tercera, el principal de los cuales es el derecho al desarrollo progresivo.
Para nosotros, este último es el primero, porque llevamos medio milenio de
subdesarrollo colonial, hasta al tardocolonialismo financiero actual.
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Como consecuencia del subdesarrollo sufrimos un genocidio por goteo en acto, con los
índices de muertes violentas más altos del mundo en algunos países, con muertos por
deficiencias sanitarias y atención selectiva de la salud, por suicidios, por inseguridad
laboral, por falta de infraestructura vial, etc. Si sumásemos todos los cadáveres anuales
que produce el subdesarrollo, veríamos que no es para nada exagerado hablar de un
genocidio por goteo y a veces por canilla libre.
Pero escribiendo desde el fondo del sur, no faltará quien observe que no todos somos
indios, negros, mulatos ni mestizos, lo que es verdad. ¿Pero entonces, quiénes somos?
Aunque la colonialidad dificulte asumirlo, la verdad es que somos el producto de
muchas más subhumanizaciones del colonialismo planetario.
Muchos de los descendientes de los que llegaron son víctimas fáciles del
condicionamiento de la colonialidad, porque su pobreza de melanina les hace creer que
están destinados al privilegio en las sociedades racistas. Muy pocos lograrán los
privilegios, pero nuestras sociedades no superarán su subdesarrollo mientras no caigan
en la cuenta de que nuestra narración debe ser la otra, la del sur, la de nuestro aquí.
Por último, no podemos dejar de señalar que la narración desde aquí tiene otro
importante efecto sobre nuestra perspectiva de los Derechos Humanos, pues nos
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obliga a reparar una enorme ausencia que oculta la narración colonial: nuestra idea de
estos derechos se gestó y se sigue gestando en las múltiples tácticas de resistencia y de
supervivencia a sus violaciones.
Nuestra idea de Derechos Humanos se empezó a gestar con los indios cimarrones, los
palenques y quilombos de esclavos prófugos, las sublevaciones de los indios, la
revolución de Túpac Amaru, las luchas por la independencia; se continuó con las
resistencias populares, las huelgas y una larga lista de tácticas de resistencia y
supervivencia que llega hasta las Madres de Plaza de Mayo, sigue hasta el presente y
seguirá enriqueciéndose en el futuro, como valiosísimo bagaje cultural
latinoamericano. Esta es la verdadera historia no oficial de la gestación de la idea de
nuestros Derechos Humanos. Como indicamos al principio citando a Jhering: el derecho
es lucha.