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RAZÓN Y MAGIA EN EL DERECHO

Ricardo A. Guibourg
Universidad de Buenos Aires

1.- Razón vs. opinión1

Tener razón es estar en lo cierto acerca de una descripción, ser plausible respecto de
una valoración, correcto en el cálculo o capaz de extraer conclusiones apropiadas a partir de
los datos disponibles. La capacidad de razonar es la virtud a partir de la cual el hombre
proclama su diferencia con el resto de los animales; es la habilidad de abstraer nociones,
distinguir las proposiciones verdaderas de las falsas y ordenarlas en cadenas de ideas
(razonamiento), de tal modo que, a partir de ciertos enunciados supuestamente verdaderos,
pueda probarse que otros enunciados son también verdaderos o, por lo menos, pueden
admitirse como probables. Una razón es, además, un enunciado o grupo de enunciados que,
en su conjunto o parcialmente, se considera motivo adecuado para aceptar una descripción,
valorar una situación, juzgar la conducta de alguien o adoptar una cierta actitud en ciertas
circunstancias. Desde el punto de vista etimológico, el vocablo “razón” se halla vinculado a
ratio, que puede describir una proporción entre magnitudes, una tasa de interés o un cálculo
comercial o bancario. Dar razones de algo consiste en describir, explicar o justificar el tema
del que se trate. La razón, en suma, está siempre vinculada con el conocimiento, el orden o
la justicia.

Ser razonable implica, ciertamente, una tendencia a actuar según la razón, pero
también la disposición a escuchar los argumentos ajenos y aun sacrificar parcialmente los
propios intereses a favor de los de otro, así como una tendencia a la moderación, no exigir
más que lo que debiera esperarse (por ejemplo, un precio razonable). Una persona
razonable no siempre espera el triunfo de la razón, aunque ella esté de su parte; es tolerante
y quedaría satisfecha con un leal equilibrio tal que no afecte los sentimientos de nadie pero
tampoco perjudique sus propias condiciones de convivencia. Así, si la razón se imagina
como una luz brillante, la razonabilidad puede considerarse el campo más o menos
luminoso alrededor de ella.

A la inversa, puede advertirse que hay una diferencia entre lo irrazonable y lo


irracional. Ser irracional significa estar opuesto a la razón o carecer de ella. Cuando
consideramos irracional a una persona, una situación o una opinión, implicamos o
expresamos un fuerte rechazo del objeto que de ese modo descalificamos. En cambio, decir
que una persona, una situación o una opinión es irrazonable representa una crítica un poco
menos dura. Una persona que tiene razón puede ser considerada irrazonable si insiste en

1
La primera parte de este trabajo es adaptada de otro anterior, “El concepto de razonabilidad y el árbol
argumental”, en Pensar en las normas, Eudeba, Buenos Aires, 1999, página 225. Hay version en inglés: “The
concept of reasonability and the argumentative tree”, en Krawietz, Werner, Summers, Robert S., Weinberger,
Ota, Wright, Georg Henrik von (compiladores), The reasonable as Rational? On Legal Argumentation and
Justification (Festschrift for Aulis Aarnio), Berlín, Duncker & Humblot, 2000, página 145.
imponer su punto de vista sin tomar en cuenta las consecuencias. De este modo, si la
irracionalidad es la ausencia de luz, la irrazonabilidad se extiende hacia los límites menos
claros de la razonabilidad.

Me he extendido en el análisis lexicográfico para mostrar las diferencias entre las


palabras derivadas del término “razón” o conectadas con él tal como se las usa en la
práctica, pero también para sugerir que todas ellas comparten un vínculo común que nos
permite no sólo explicar esta diversificación semántica (de la que no me ocuparé en este
trabajo), sino también reconstruir un sistema inteligible de conceptos que acaso subyace en
el uso lingüístico pero, en todo caso, es más útil que dicho uso cuando es preciso orientarse
entre las trampas de la argumentación.

Los discursos moral y jurídico emplean constantemente ese vocabulario con una
intención de persuadir que no siempre es advertida. La razonabilidad parece remitir a la
axiología, pero se expresa normalmente en un estilo intelectual más aséptico Decimos que
las actitudes o argumentos no son razonables cuando no los aprobamos, pero no
necesariamente siempre que los desaprobamos. A su vez, el adjetivo “razonable” implica
cierto grado de aprobación, pero no necesariamente tan fuerte que implique un juicio
definitivo. Así, cuando las leyes o los jueces usan un criterio de razonabilidad para aceptar
una actitud, una conducta o una decisión, y rechazan, castigan o privan de efectos a lo que
consideran irrazonable (o arbitrario), no hablan de un simple error, sino de algo más grave.
Un tribunal superior puede no compartir el modo en el que el juez apreció las pruebas, y sin
embargo no revocar ese punto de la decisión si esta última fue “razonable”; es decir si se
encuentra dentro de un ámbito considerado abierto a la opinión, aunque el tribunal superior
pueda pensar de otro modo.

Es posible sugerir un análisis más profundo del concepto de razonabilidad, a partir


del tipo de criterios que usamos para decidir si una decisión práctica es razonable o no lo
es. Por analogía con las diferentes ramas de la semiótica (semántica, sintaxis y pragmática),
pueden distinguirse tres formas de razonabilidad:

a) Razonabilidad pragmática, que consiste en escoger los medios más apropiados para
lograr un objetivo dado. Así como el lenguaje se usa para alcanzar algunos fines del
usuario (descriptivo, expresivo o prescriptivo), una decisión u opinión se dirige a
resolver algún problema o alguna situación percibida como un problema.

b) Razonabilidad sintáctica, que consiste en conectar los fines y sus medios dentro de
un sistema coherente. Así como la construcción de una oración debe seguir ciertas
reglas sintácticas para ser consistente con un lenguaje dado y comprendida dentro
de él, una opinión o una decisión no puede estar en conflicto con otras opiniones o
decisiones sostenidas por el mismo sujeto.

c) Razonabilidad semántica, que se refiere a la compatibilidad de aquellos fines y


medios con otro sistema tenido por modelo de referencia (para una norma, un grupo
o una comunidad). Una decisión puede ser coherente con el sistema de creencias,
valoraciones y actitudes de un sujeto, pero resultar rechazada por el sistema de otras
personas, que emplean un “lenguaje” de valores diferente.
El discurso jurídico recurre a menudo a la razonabilidad cuando adopta decisiones que
se consideran cuestión de opiniones, aunque esto no necesariamente implique compartir la
opinión que cada individuo haya elegido dentro del repertorio disponible. Sin embargo, una
perspectiva axiológica más fuerte del juicio de razonabilidad opera normalmente como un
disfraz intelectual para imponer una valoración. Puesto que dentro de los límites de la
razonabilidad pueden admitirse opiniones divergentes, se finge a menudo que esos límites
no son impuestos por una elección subjetiva sino por la razón. Es decir por un criterio o
conjunto de criterios compartido por todos los que están presentes, o son inteligentes, o
civilizados, o racionales, cualesquiera sean sus intereses o preferencias personales o
grupales.2 Por eso, cuando describimos la conducta o la opinión de alguien como
irrazonable (o arbitraria, o ilógica), y especialmente si la vemos como irracional, no sólo
declaramos nuestro desacuerdo: también implicamos que cualquiera que la comparta no
pertenece, en principio, al mismo grupo en el que nos movemos y con cuyos miembros
estamos dispuestos a compartir nuestras experiencias y debatir nuestras diferencias.

2.- La lucha por la razón: método vs. magia

Es preciso decir que, en el ámbito jurídico, el concepto de razón y de razonabilidad


remite más a su significado semántico que a cualquier otro uso relativo a la lógica. El papel
de la aprobación se vuelve hegemónico comparado con cualquier otro sentido, y aparece
disimulado por referencias más o menos oscuras al sentido común, a la conciencia
individual o social, a la tradición o aun a valores religiosos 3. Esto no es comparable con el
papel que se atribuye a la razón en las ciencias, donde se la identifica en dos niveles de
certeza: (a) deducción, en las ciencias exactas, o (b) probabilidad inductiva y falible en las
ciencias naturales. Ambos significados dependen de métodos ampliamente aceptados: la
lógica y las matemáticas por una parte, el recurso final a la observación directa en la otra.

2
Así es como Alexy concibe la razonabilidad: dice que, para que un argumento sea bueno o plausible no es
suficiente que un tribunal diga que la gente realmente lo usa, …sino que, además, un número suficiente de
personas acepte, por lo menos a largo plazo, esos argumentos como razones de corrección. Solo las personas
racionales son capaces de aceptar argumentos sobre la base de su corrección o sensatez. Por lo tanto, hay
dos condiciones para ‘una verdadera representación argumentativa’: (1) la existencia de argumentos
correctos o razonables y (2) la existencia de personas racionales que estén dispuestas y sean capaces de
aceptar argumentos correctos y razonables, por la mera razón de que son correctos y razonables (Alexy,
Robert, “Ponderación, control de constitucionalidad y representación”, traducido por René González de la
Vega, en La Ley 9/10/08, Buenos Aires, pág. 3).
Puede advertirse que este argumento incurre en petición de principio. De acuerdo con él, la
justificación moral depende de los buenos argumentos; un argumento es bueno si es aceptado por un gran
número de personas razonables, pero una persona es razonable cuando es capaz de aceptar los buenos
argumentos precisamente porque son buenos. Por lo tanto, una acción o una norma es moralmente justificada
si se funda en argumentos morales aceptados por cierto número de personas que lo aceptan porque es
correcta, pero tal corrección depende de la justificación moral, y así sucesivamente.
3
Un ejemplo de esas referencias, usado por un autor muy razonable, puede verse en Finnis, que invoca la
“comprensión penetrante”, la “genuina realización humana”, la “auténtica razonabilidad práctica” y
descripciones “realmente iluminadoras y significativas” (Finnis, John, Ley natural y derechos naturales,
Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, páginas 51 y 52).
El razonamiento jurídico no rechaza la lógica ni las matemáticas, pero las usa como
métodos complementarios y, en cierto modo, menospreciados. El papel central se atribuye
a los valores y a los principios, que sirven como justificación final de una serie de
argumentos jurídicos, incluso cuando es necesario interpretar un texto legal (es decir,
asignarle un significado concreto, no necesariamente coincidente con su significado llano y
original). Los valores y los principios se ven como la fuente de la razonabilidad cuando hay
que apreciar un argumento jurídico. Ciertamente no es posible identificarlos por deducción,
ya que, aun si un principio general puede implicar otros principios particulares
(procedimiento que, en la práctica, está lejos de producir los mismos resultados para todos),
tendría que haber un axioma final no demostrable dentro del mismo sistema. Pero, más aún,
tal implicación sería dudosa, porque los valores y los principios se expresan en palabras
afectadas por la peor clase de vaguedad: la que depende de las preferencias morales o
políticas del sujeto, lo que nos impide acordar un significado más preciso. Por lo tanto, cada
inferencia a partir de un principio general puede suscitar una controversia moral y política
entre interlocutores que quieren conservar para sí el significado emotivo de las palabras
vagas.

Por otra parte, los valores y los principios no pueden observarse empíricamente.
Podemos ver cómo suceden los acontecimientos, y aun identificar regularidades sociales,
pero elegir una regularidad para asignarle un valor moral no es una cuestión de hecho, sino
una decisión voluntaria. Las personas que sustentan la idea de un conocimiento moral
diferente del conocimiento sociológico se ven obligadas a asumir otros métodos, como la fe
o la intuición. La fe está claramente relacionada con la religión. La intuición, en cambio, se
describe como la capacidad del espíritu que permite a cada sujeto aprehender el bien y el
mal; y, más aún, se la supone susceptible de cierto perfeccionamiento metodológico, como
en el equilibrio reflexivo y en la ponderación. Puede decirse que esta es una ilusión fundada
en la educación común, en la cultura compartida y en una ingenua veneración de ciertas
palabras emotivas; y que el equilibrio reflexivo y la ponderación no son sino
procedimientos apropiados para asegurar las preferencias internas de un sujeto individual.4
Pero, aun si se rechazan esas tesis, se hace evidente que la fe, la conciencia o la intuición (a
menudo llamada razón para hacerla más aceptable) son usadas por diferentes personas para
justificar conclusiones diferentes y hasta opuestas, especialmente cuando ha de enfrentarse
un problema o conflicto concreto.5

Esa insistencia en usar métodos no confiables, en el marco de un discurso lleno de


expresiones emotivas que atribuye a sus conclusiones un valor de verdad fundado en
realidades inobservables tiene un nombre muy antiguo: magia. La raíz aria mah significa
“grande”6, como en mahatma. Sus aplicaciones formaron palabras que indican tamaño

4
Guibourg, Ricardo A., “Alexy y su fórmula del peso”, en Gustavo A. Beade y Laura Clérico (eds.), Desafíos
a la ponderación, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2011. Hay versión en inglés: “On Alexy’s
Weighing Formula”, en ARSP n. 124, Legal reasoning: the methods of balancing, 2010, págs. 145-159.
5
Un ejemplo actual es la controversia sobre la práctica del aborto. Quienes quieren prohibirla y quienes
proponen su permisión comparten la misma veneración hacia expresiones como vida humana, dignidad,
libertad e igualdad, pero es evidente que los conceptos que cada uno nombra con tales palabras son de algún
modo diferentes, puesto que los conducen a conclusiones en conflicto.
6
Turner, R.L., A Comparative Dictionary of the Indo-Aryan Languages, Oxford University Press, Londres,
1973.
(mayor), autoridad (magistrado), sacerdocio (los magos zoroástricos), conocimiento
superior (maestro); pero en nuestra cultura la palabra “magia” se usa como nombre
peyorativo para ciertas supersticiones que rechazamos7, en tanto usamos otros nombres
para las creencias que, aunque las apreciamos, comparten con la magia la misma ausencia
de métodos confiables. Una de ellas es la religión, desde luego. Otra es la moral, cuando no
se la concibe como un hecho sociológico sino como una realidad trascendente. Pero una
tercera es el derecho, una práctica empírica y necesaria que sin embargo se supone bajo el
poder de algunos “dioses” supremos y abstractos: justicia, equidad, derechos, principios,
valores, y regida por “ángeles” menores: libertad, igualdad, dignidad, autonomía y un gran
número de de derechos particulares, incluidos los derechos humanos. Esta clase de religión
secular tiene sin duda sus sacerdotes: los jueces, contra quienes el legislador se vuelve
impotente.

3. Consecuencias políticas y jurídicas

Cuando uno cita con ironía aquellas palabras sagradas, podría aparecer en el
auditorio una reacción inmediata: esta persona está burlándose de las cosas más importantes
del mundo, rechaza los derechos humanos, no cree en el derecho, es probable que sea
fascista o nihilista. Esta actitud implicaría cierta confusión entre un enfoque político y un
enfoque técnico. El derecho, el derecho positivo, ha sido a lo largo de los siglos un
mensajero del bien, pero también del mal. Con la ley, los griegos, los persas y los romanos
aniquilaban a sus enemigos; por la ley, los reyes absolutos oprimían a sus súbditos,
mediante la ley, los nazis perpetraron su genocidio. Como reacción, el mundo, o una parte
de él, consideró necesario limitar la ley, en lugar de evitar que los tiranos alcanzaran el
poder. El motivo fue noble; el medio elegido fue equivocado. Sometidas al procedimiento
mágico del discurso jurídico, las riendas con las que pretendemos dirigir la ley pueden ser
disueltas por el poder, aun bajo la ficción de soportarlas. El tema central, en este ámbito
mágico, no es el contenido del hechizo sino la identidad del mago.

La naturaleza mágica del discurso jurídico viene desde su origen, pero hace un par
de siglos la codificación intentó reducir sus efectos, introduciendo algunas condiciones
diferentes de la verdadera razón pero por lo menos relacionadas con ella: unificación,
claridad y sistematización. Se inyectaron así en el derecho ciertas dosis de certeza y de
predictibilidad. El problema no era la justicia, porque los códigos en sí mismos expresaban
la ideología de la burguesía emergente. Pero luego las preferencias políticas y los reclamos
morales empezaron a interpelar a la interpretación jurídica para pedirle más justicia, y
finalmente la Segunda Guerra Mundial trajo consigo una crisis de la confianza del pueblo
en la ley y desembocó en los juicios de Nuremberg. El papel de mago, entonces, quedó
menos a cargo del legislador, representante del poder político, y más en manos del juez,
pontífice de la justicia absoluta.

7
Hay, sin embargo, excepciones favorables, como en “el mágico mundo de la poesía”, donde la palabra
remite a cierta clase de encantamiento estético, cuyo mecanismo no somos capaces de explicar.
Algunas voces advertían en el pasado el peligro de un “gobierno de los jueces”8, una
situación que nunca existió ni fue jamás deseada por los propios jueces; pero en nuestros
días una tendencia parecida está imponiéndose a los jueces por parte del sistema jurídico en
su conjunto, que, temeroso de los probables abusos del legislador, somete al poder político
a principios y derechos humanos, sin advertir que esos elementos obligan a los jueces a
aplicar sus propios criterios. Los legisladores hacen eso mismo, desde luego, desde los
orígenes del estado; pero sus criterios, buenos o malos, hablan con una sola voz cuando se
dicta una norma; los jueces son normalmente prudentes, pero, como son muchos, su
prudencia puede diferir de uno a otro. Como este fenómeno se opera bajo el mito según el
cual el verdadero significado y el alcance real de los valores pueden ser percibidos por
cualquiera, la inevitable diferencia entre las interpretaciones jurídicas en el nivel más alto
del sistema terminará atribuyéndose a errores morales de los jueces y, por lo tanto, a su
incapacidad para cumplir su trabajo. La administración judicial, así, será responsabilizada
por la falta de seguridad jurídica, la pérdida o la exageración de las garantías penales y, en
general, por el contenido aleatorio del derecho; pero tanto el problema como la errada
atribución de sus causas serán consecuencias de la actual irracionalidad del discurso
jurídico.

4.- El papel de la lógica y de la informática

Puesto que la lógica es el epítome de la razón, existe la esperanza de que los


estudios lógicos contribuyan a establecer el imperio de la razón en el derecho. De hecho, el
último siglo fue generoso en desarrollos lógicos aplicables a las normas. Von Wright creó y
perfeccionó la lógica deóntica9, Alchourrón y Bulygin trazaron una monumental reflexión
sobre los sistemas normativos10 y muchos otros autores propusieron avances en ese tema,
tratando de facilitar la comparación, y acaso una traducción, entre el lenguaje natural e
incierto del derecho y la precisa notación de las fórmulas 11. Sin embargo, este proyecto
puede compararse con la construcción de un puente sobre un río, emprendida desde ambas
márgenes. El equipo lógico ya llegó cerca de la mitad del río, pero el jurídico todavía está
discutiendo si no sería mejor hacer un túnel.

Es fácil explicar esa situación. En la lógica, las reglas principales son la precisión y
la deducción, y la precisión se concibe como algo que puede ser comprendido exactamente
del mismo modo por cualquiera, expresado mediante símbolos convencionales. En el
discurso jurídico, la precisión no es menospreciada, pero a menudo se la imagina como un
8
Esta expresión fue introducida por Édouard Lambert en Le gouvernement des juges et la lutte contre la
législation sociale aux États-Unis (Marcel Giard, París, 1921).
9
Georg H. von Wright sentó sus primeras bases en “Deontic Logic”, Mind, New Series, vol 60, Nº 237 (enero
1951), páginas 1-15, y desarrolló la lógica deóntica durante el resto de su vida.
10
Cfr. Alchourrón, Carlos E. y Bulygin, Eugenio, Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y
sociales, Astrea, Buenos Aires, 1974 (original: Normative Systems, Springer-Verlag, Viena, 1971).
11
Una de esas colaboraciones: Guibourg, Ricardo A., “Formalización de la competencia”, en Pensar en las
normas, Eudeba, Buenos Aires, 1999, pág. 127. Hay versión en inglés: “Formalization of competence”, en
Garzón Valdés, Ernesto, Krawietz, Werner, Wright, Georg H. von, Zimmerling, Ruth (compiladores),
Normative Systems in Legal and Moral Theory (Festschrift for Carlos E. Alchourrón and Eugenio Bulygin,
Duncker & Humblot, Berlin, 1997, págs. 455-473.
hecho en el campo de las ideas, un hecho susceptible de ser aprehendido por individuos
iluminados a partir de conceptos esenciales que se expresan en palabras vagas y
dependientes de valoraciones controvertidas. En el discurso jurídico cotidiano se respeta la
lógica y aun se la elogia, como la relación entre los argumentos y su conclusión dentro de
una decisión judicial, sin tener en cuenta que el campo de la lógica es mucho más amplio y
que la propia argumentación no es exactamente lógica. Casi nunca se incluyen fórmulas en
una sentencia, y algunos argumentos incluso parecen despreciar la lógica como si se tratara
de algo opuesto al valor del ser humano.12

Una falla semejante, aunque más esperanzada, puede advertirse en la informática


jurídica. La práctica legal es uno de los últimos campos en los que se adoptaron
computadoras, venciendo una fuerte suspicacia de las mentes jurídicas. La resistencia de los
abogados fue superada pronto por las ventajas del nuevo instrumento, pero la de los jueces
y funcionarios judiciales fue mayor. Incluso ahora puede observarse que el uso de
computadoras, ya universalizado, se encuentra a menudo limitado a sus prestaciones
básicas; no porque la máquina no sea capaz de realizar una tarea jurídica, sino porque el
usuario es incapaz de explicarle, en detalle, cómo debe hacerse esa tarea.13

Sin embargo, la constante presencia de computadoras en las oficinas y la evidencia


de su utilidad ociosa pueden convertirse en un poderoso desafío para abogados y jueces. La
mera adopción de la informática para cumplir actos de rutina requiere un esfuerzo hacia la
claridad y la certeza; muchas acciones cotidianas, como establecer el tiempo de prisión para
la condena de un delito o calcular una indemnización por daño moral, tarde o temprano
requieren un método explícito y detallado, que podría luego ser entendido y aplicado por
una máquina. Aquí es donde la magia puede empezar a disolverse, porque una computadora
no es capaz recibir la inspiración de la Justicia: necesita un algoritmo, y las variables de tal
algoritmo deben ser provistas conscientemente por el usuario, que asume la responsabilidad
de sus propios criterios. Además, los criterios – es preciso decirlo – jamás son particulares,
aun si los sostiene un sujeto individual para aplicarlos en un caso individual: un criterio
queda necesariamente abierto a nuevas aplicaciones en otros casos similares al presente en
ciertas condiciones relevantes, a menos que el usuario adopte un nuevo criterio en
reemplazo del anterior.

5. Un camino hacia la razón

Un vistazo al estado actual de la práctica y del discurso en el derecho muestra


algunas interesantes características:

12
Un ejemplo tomado de un fallo de un alto tribunal: La filosofía del derecho no es ningún juguete para una
élite de lógicos aventajados. Como todo derecho, está allí por voluntad de los hombres y no al revés; así
también la filosofía del derecho debe plantearse constantemente la pregunta de hasta dónde sirve al hombre
Corte Suprema de la provincia de Santa Fe, Argentina, 12/8/98, “I., M. – aborto provocado – s/ rec. de
inconstitucionalidad”, 2ª cuestión.
13
Cfr. Guibourg, Ricardo A., “Bases teóricas de la informática jurídica”, en Doxa Nº 21, vol. II, Alicante
1998, página 189.
a) El concepto de razón casi ha abandonado su relación inicial con la lógica, las
matemáticas y la proporción objetiva para interpretarse como justicia, equidad y,
acaso, acuerdo general.

b) El acuerdo general no es una variable al alcance del razonamiento jurídico, sino un


hecho social que cambia constantemente y puede medirse mediante encuestas de
opinión y, a su debido tiempo, en elecciones generales. Dentro del discurso jurídico,
se usa como un argumento relacionado con la opinión de autores y tribunales,
normalmente seleccionados por el propio observador.

c) “Justicia” y “equidad” son palabras dotadas de una fuerte carga emotiva, pero casi
vacías de significado definible en términos prácticos. La veneración generalizada de
tales vocablos esconde serias diferencias acerca de su contenido, de la prioridad
entre los principios que se suponen naturalmente implicados en ellos y de la
solución “correcta” de los conflictos particulares. Este hecho es resultado del
pensamiento mágico, fundado en una antigua filosofía que habla de una realidad
llena de objetos inmateriales, no empíricos, pero no propone un método confiable
para aprehenderlos.14

d) Sin embargo, vivimos un tiempo de reacción política contra el abuso de las leyes, y
esta reacción importa una fuerte transferencia de poder a la administración judicial,
por medio de la interpretación constitucional y de la aplicación de valores y
principios, incluidos los derechos humanos. Este fenómeno, que eleva expresamente
las decisiones judiciales por encima de la legislación general, se torna jurídicamente
inevitable en términos de control constitucional.15

e) El resultado práctico es una reducción de la seguridad jurídica y de la


predictibilidad de las sentencias judiciales. El hecho no es nuevo: la jurisprudencia
se concibe como su tratamiento tradicional. Pero la precisión (muy lentamente)
provista por la jurisprudencia se entendía en un tiempo como medio para satisfacer
necesidades prácticas mediante la interpretación de expresiones o la valoración de
situaciones dentro del marco de la legislación general. Hoy en día, los términos se
han invertido: la legislación llena el marco fijado por la interpretación de derechos y
principios: una creencia mágica en la objetividad de esos elementos tiende a
disimular el peligro a los ojos de los ciudadanos.

Si no somos creyentes en la religión de los valores y queremos introducir una nueva


dosis de racionalidad en el derecho, podemos tomar en cuenta que, después de todo, las
fuentes del derecho no son tan importantes en ese contexto: el mismo problema aparece
en un sistema normativo establecido por los jueces, los legisladores, la costumbre, la
tradición o un libro sagrado, a saber, cuál es el contenido operativo de tal sistema para

14
Esta expresión se refiere a Platón, que pensaba en objetos abstractos escondidos en un paraíso intelectual, a
Aristóteles, que redujo esas abstracciones a características que no pueden ser empíricamente percibidas, y a
Tomás de Aquino, que acogió las esencias aristotélicas y las bendijo con apoyo religioso.
15
Desde luego, el control constitucional es indispensable; pero su problema principal es la amplitud con la
que haya de interpretarse el contenido de la constitución.
resolver conflictos relativos a la conducta humana. La aproximación a la justicia, si es
que hay tal cosa, es una cuestión de democracia, porque la valoración moral, aunque no
estrictamente racional, puede ser (más o menos) acordada después de un debate público.
La modesta racionalidad que podemos pedir al derecho no es otra cosa que el
conocimiento de los criterios generales que en el futuro hayan de aplicarse a nuestra
conducta; en otras palabras, consiste en claridad y predictibilidad. Si el legislador, atado
por la vaguedad de los principios, no puede proporcionárnoslos, todavía podemos
pedírselos a los jueces.

Los jueces fundan sus decisiones en argumentos, desde luego; pero tradicionalmente
se resisten a transformar esos argumentos en criterios claros y generales 16, y prefieren
expresar su opinión de tal modo que deje abierto cierto escape de emergencia, a
menudo mediante el uso de la expresión “en principio” u otras palabras vagas para
mantener la decisión sujeta a excepciones y cambios. Para obtener mayor
predictibilidad, sería preciso pedir a los jueces ciertas explicaciones generales de sus
criterios, exentas de la coartada de los hechos de la causa17 y preferiblemente después
de un debate entre los intérpretes. Ese debate podría terminar en un acuerdo o limitarse
a confirmar y aclarar los desacuerdos, pero en cualquier supuesto proveería a los
ciudadanos el conocimiento de probabilidades concretas, de modo semejante al que
derivaba de los códigos. Los detalles quedarían todavía reservados a las decisiones
individuales, como siempre; pero los ciudadanos sabrían qué esperar de los jueces en
general o por lo menos de algunos jueces en particular.

El derecho, después de todo, es un conjunto de criterios18 y debería ser un sistema


de criterios. Si los jueces (y, desde luego, también los abogados y los juristas) se
habituaran a explicar sus criterios claramente, sin proponer métodos de conocimiento
poco confiables para las razones que aplican y sin usar palabras que, en última
instancia, no puedan compararse con percepciones de la realidad empírica19, sería
posible reducir la influencia mágica en el discurso jurídico y hacerlo más racional,
dentro del tipo de racionalidad que puede esperarse en el campo jurídico.

16
Esta resistencia suele fundarse en la idea tradicional de que los jueces no pueden tomar decisiones fuera de
un caso concreto. Eso es correcto: constituye la diferencia entre un juez y un legislador; pero si se toma esta
idea demasiado a pecho, un juez no podría publicar un artículo de doctrina y la jurisprudencia no podría
considerarse fuente de derecho.
17
Es muy común en el discurso judicial decir que, para llegar a una decisión apropiada, es preciso tomar en
cuenta todas las características del caso. Esto es literalmente absurdo, porque las características de un caso
son infinitas; de hecho, una sentencia toma en cuenta un número corto y finito de condiciones que se juzgan
jurídicamente relevantes. Pero el argumento, muchas veces invocado de buena fe, autoriza al juez a considerar
otras características en casos futuros, sin sentirse ligado por su propio precedente.
18
Cf. Guibourg, Ricardo A., Saber derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013, página 223.
19
Con excepción de los nombres propios, todas las palabras representan abstracciones. Pero la mayoría de
ellas son abreviaturas útiles para hablar de conjuntos de hechos u objetos empíricos (como pera, blanco,
correr, y aun castigo, competencia, demanda) y por tanto pueden analizarse hasta sus últimos elementos
perceptibles. Pero justicia, dignidad o abuso son diferentes, porque esas palabras remiten (al menos
parcialmente) a puntos de vista subjetivos y variables.
La evolución sugerida, por cierto, no implica abandonar el ideal de justicia. Pero, al
reconocer que muchas personas o grupos propugnan ese ideal con importantes
divergencias, se abandonaría la pretensión de definir la racionalidad en términos de
justicia y de proponer la búsqueda de la justicia mediante la simple razón. “Justicia” es
el vocablo que usamos para nombrar nuestras preferencias generales acerca de la
conducta humana y su definición, en cada ocasión, ha de alcanzarse mediante
negociación y métodos democráticos, no por la percepción iluminada de ciertos objetos
metafísicos. La razón, a su vez, no es un camino hacia el conocimiento moral ni
jurídico, sino un instrumento para obtener consecuencias a partir de axiomas o premisas
que se aceptan previamente, y siempre requiere claridad y transparencia. El derecho es
un camino a la paz social, justa o injusta, liberal o tiránica: convertirlo en algo más
acorde con nuestra preferencia no es una tarea para la investigación metafísica, sino
para la libre discusión, la negociación leal y la decisión democrática.

-.o0o.-

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