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Ricardo A. Guibourg
Universidad de Buenos Aires
Parece un hecho indiscutible que los juristas no se ponen de acuerdo acerca de sus
controversias y siguen defendiendo cada uno sus posiciones frente a la mayoría de los
argumentos que puedan oponérseles. Esta actitud es, a mi juicio, el resultado de que en el
ámbito del derecho carecemos de criterios dotados de consenso general para dirimir las
diferencias, razón ésta que permite justificar el recurso a la institución judicial para
resolver en cada caso la quaestio iuris y presenta como cosa normal que un tribunal
colegiado cuente los votos de sus miembros para adoptar las decisiones. Esta situación
me hace pensar que el derecho, a diferencia de tantos otros campos de la actividad
humana, no ha tenido nunca su revolución copernicana y que su epistemología no está
hoy muy alejada del punto en el que la dejó el emperador Justiniano en el siglo VI.
* Versión ampliada y corregida de la ponencia presentada con el mismo título en las XXI Jornadas
Argentinas de Filosofía Jurídica y Social, Buenos Aires, octubre de 2007.
1
Una vez señalé que, en la apreciación de muchos, la filosofía se presenta tan inútil como timbre de bóveda
o bocina de avión (cfr. La construcción del pensamiento, Colihue, Buenos Aires, 2004, pág. 5). Esa
impresión puede explicarse por la costumbre de muchos filósofos de exponer sus ideas en lenguaje
alambicado, así como por la insistencia en la historia de la filosofía como método de abordaje. Pero nada
hay tan práctico como una teoría útil y, de hecho, la práctica misma no es sino teoría extraída del método
de ensayo y error, limitadamente eficaz pero contenida en la oscuridad del subconsciente y sustraída a la
crítica racional (cfr. Pensar en las normas, Eudeba, Buenos Aires, 1999, pág. 159).
Uno de ellos parte de seguridades dogmáticas y las extrapola a lo valorativo. El
otro, de sentido inverso, parte de una actitud escéptica acerca del valor y, al extrapolar
sus actos de valoración al campo del conocimiento, hace del sujeto el centro de toda
referencia.
El cristiano (o, para el caso, también el judío o el musulmán) cree en Dios. Que
Dios haya creado el universo no deja de ser una hipótesis filosóficamente tan inocua
como la del Big Bang. Que Dios haga milagros es otra hipótesis que encaja
perfectamente en la interpretación causal del universo; sólo agrega la postulación de
ciertas condiciones causales imprevisibles (las relacionadas con decisiones divinas),
capaces de incorporarse al vasto espacio de las relaciones causales que aún ignoramos, o
bien de superponerse como un presupuesto teórico de la causalidad en general, como una
suerte de metacausalidad abstracta.
Pero la fe en Dios obliga al creyente a aceptar que el mundo real incluye, además
de objetos y acontecimientos susceptibles de apreciación empírica, por lo menos un ente
no empírico que es, sin embargo, tanto o más real que las cosas que vemos y tocamos. Y,
para justificar el conocimiento de entes de esa clase – eficacia que se atribuye a la fe – el
creyente debe adaptarse a aceptar como método de conocimiento algún procedimiento de
errática transmisión intersubjetiva y demasiado parecido a la mera creencia.
Una vez abierta esta puerta, el materialismo queda identificado con el ateísmo y el
creyente, ya dispuesto a rechazarlo (porque, además, se le enseña a confundirlo con el
deseo inmoderado de bienes materiales), no ve inconveniente en aceptar que también son
reales las inmateriales clases de cosas (las esencias aristotélicas).
También los sentimientos ejercen presión irresistible sobre los límites de la
realidad. Por supuesto, es posible interpretarlos como clases de segundo o tercer nivel:
experimentar una emoción es un acontecimiento mental (que los neurobiólogos
describirían como un hecho material y empírico, un chispazo químico entre neuronas);
tener una tendencia a experimentar emociones semejantes en relación con una misma
persona es una clase de acontecimientos (que describo diciendo “estoy enamorado de
Eloísa”); la clase general de estas clases particulares de fenómenos afectivos recibe el
nombre abstracto de amor (de cualquier sujeto hacia cualquier objeto, en cualquier
tiempo y con distintas modalidades). Pero esta concepción de los sentimientos cae
fácilmente en el saco roto de una cultura habituada a rendirles culto2: si el sujeto (y sobre
todo el sujeto creyente) renunciara a afirmar la existencia real del amor, se sentiría
despojado de su condición humana. De poco vale explicarle que se trata de una cuestión
teórica y clasificatoria, que no niega en absoluto el hecho de que sentimos amor ni
pretende por sí sola impedir que las personas se amen entre sí; el sujeto desconfiará
visceralmente de este tipo de argumentación y responderá, por ejemplo: “bueno, si se
trata de una cuestión de clasificaciones, yo prefiero la clasificación a la que estoy
habituado y en la que me siento emotivamente contenido”. Si es creyente, puede razonar
además, metafóricamente, que Dios es amor, por lo que el amor es Dios; y que si niega la
realidad del amor podría verse en el caso de renunciar a la existencia de Dios.
2
Casi todos los productos culturales de consumo masivo insisten en la importancia de los sentimientos por
encima del razonamiento. Un ejemplo paradigmático es la ya histórica serie Star Trek, donde el Sr. Spock,
nacido en el planeta Vulcano, juzgaba faltas de lógica las actitudes de los humanos frente a problemas
concretos. Sin embargo, cuando él mismo se veía ante una dificultad crucial, terminaba por adoptar la
“decisión correcta” gracias a los sentimientos albergados, casi a su pesar, por la mitad humana de su carga
genética. La inconsistencia de este planteo es recibida con agrado por los espectadores, que sienten
halagada su superioridad humana cuando sus defectos se presentan explícitamente como virtudes.
Si el sujeto en cuestión es creyente, esta cadena argumental se ve notablemente
fortalecida con el hecho de que el propio Dios, que todo lo ve y todo lo sabe, nos guía por
el mismo camino que intuimos y da a nuestros criterios morales la fuerza de una ley
eterna e indiscutible.
De allí nuestro sujeto saca en consecuencia que las palabras significan cosas: los
nombres propios significan entes individuales; los sustantivos comunes, entes colectivos
(clases, esencias); los adjetivos significan cualidades o atributos; los verbos, acciones o
pasiones y los adverbios, modalidades de tales acciones o pasiones, todos ellos entes
ideales pertenecientes al segmento inmaterial del mundo real 4 . Aceptar o rechazar
semejante interpretación ontológica del significado no generaría grandes emociones, si no
fuera porque ello sirve de marco a una clase privilegiada de cualidades a las que se desea
a toda costa atribuir realidad: las cualidades morales de bueno o malo, justo o injusto,
extremadamente injusto o moderadamente injusto, la dignidad humana con sus
contenidos y límites que se postulan evidentes y otros conceptos valorativos semejantes,
para los que se da por sentada su referencia a hechos morales habitualmente fuera del
alcance de los sentidos.
3
Ha de recordarse aquí que el propio Aristóteles toma tan en serio la gramática que la convierte en
ontología: los sustantivos representan sustancias primeras, los adjetivos nombran sustancias segundas
(géneros, cantidades, relaciones, cualidades) y los verbos acciones o pasiones (cfr. Categorías).
4
De aquí la tendencia tan extendida a preguntar qué es en realidad el hombre, en qué consiste de veras el
impresionismo, qué significa propiamente trabajar a tiempo completo o cuál es la naturaleza jurídica de la
franquicia o del matrimonio (cfr. Bulygin, Eugenio, La naturaleza jurídica de la letra de cambio, Abeledo-
Perrot, Buenos Aires, 1961).
Pero ha de notarse que casi nunca la fe religiosa o la alusión al consenso se
invocan como fundamento último de aquella manera de pensar, sino sólo como fuertes
confirmaciones adicionales de su corrección presupuesta de antemano. Operan como
argumentos de persuasión antes que como razones de justificación para un planteo
ontológico cuyo debate suele darse por innecesario.
Si alguien discutiera ese título, el sujeto respondería: “yo no soy perfecto ni tengo
el monopolio de la verdad moral; pero ¿no ve usted cuánta gente está de acuerdo
conmigo? ¿Quién hay que desapruebe el bien, la justicia, la dignidad? ¿Quién hay que
apruebe el homicidio, el robo, la traición? ¿Cómo podríamos todos nosotros estar
equivocados y, en cambio, dar la razón moral a los perversos?”
Aquí se abre una nueva dificultad: es cierto que todos (o casi todos) defendemos
el bien, la justicia, la vida y la dignidad; pero este mismo acuerdo generalizado entre
personas de talante tan dispar, antes que confirmarnos en la corrección de nuestras
tendencias, debería ponernos en guardia acerca del significado de las palabras que
usamos para designarlas. Los ideales morales son tan vagos que – dentro de límites muy
laxos y con sujeción a las condiciones de excepción que cada uno se reserve – tienen una
función más pronominal que sustantiva, ya que permiten a cada sujeto usarlas para
denominar sus propias aspiraciones, aunque sean incompatibles con la de su vecino en
una situación concreta5. Pero estas reflexiones no hacen mella en el espíritu de nuestro
5
Kelsen ha señalado que la tan repetida fórmula de Ulpiano, según la cual la justicia consiste en dar a cada
uno lo suyo, deja sin responder el punto central, que es determinar qué es lo suyo de cada uno (cfr. ¿Qué es
la justicia?, Planeta.Agostini, Barcelona, 1993, pág. 49). Otro tanto puede decirse del mandato de vivir
paradigmático sujeto: él observa las coincidencias, aunque sean predominantemente
lingüísticas, con más atención que la que concede a las divergencias, porque aceptar que
detrás del discurso dominante se ocultan conflictos insolubles eliminaría el reaseguro
argumental del consenso, lo obligaría a hacerse personal e individualmente responsable
de su “fe moral”6 y pondría en peligro el edificio ontológico construido sobre terrenos
ajenos al campo empírico.
honestamente (porque requiere determinar los parámetros de honestidad) y del de no dañar a otro (porque
presupone una definición de daño y, además, obliga a reconocer que ciertos perjuicios a terceros son
admisibles como resultado del ejercicio de un derecho).
6
Fromm llamaba “miedo a la libertad” a algo muy parecido a esto (cfr. Fromm, Erich, El miedo a la
libertad, Paidós, Buenos Aires, 1959).
Hasta aquí he criticado una vertiente de las dificultades filosóficas del
pensamiento jurídico: la que postula una realidad no empírica y una consiguiente verdad
provista por métodos carentes de aceptación universal. Dije que hay una parte de nuestro
discurso, dependiente de los deseos, preferencias o convicciones del legislador, que no
debería asimilarse al campo de lo real.
Pero también adelanté que es posible una distorsión7 de sentido opuesto: la que
tiende a subjetivizar el contenido íntegro del discurso.
El sujeto que sigue esta línea parte, probablemente, de su reacción negativa ante
la tendencia anterior, que le parece dogmática y autoritaria. Bucea conjeturalmente en los
presupuestos de lo que suele darse por sentado y no tarda en encontrar una tradición
cultural que podría haber sido distinta, apoyada y difundida por una estructura de poder –
político, religioso, literario, médico, educativo o de cualquier otra subclase, ya que todas
ellas se hallan inextricablemente enredadas – contra la que, si quisiéramos, podríamos
rebelarnos.
Así es como dos personas pueden describir de modo distinto el mismo segmento
de la realidad. Así es como, además, pueden recortar los segmentos a describir de modo
tan dispar que el relato de uno no se reconozca en el del otro8. Pueden agrupar (clasificar)
esos segmentos, una vez recortados como objetos, en clases que ellos constituyan de
manera divergente a partir de asignar relevancia a diferentes características. Y, aun
cuando coincidan en todo esto, cada una de esas personas puede entender, como base de
la construcción de su propio modelo descriptivo, que es más útil, importante, explicativo
7
Desde luego, la palabra “distorsión” tiene un fuerte componente valorativo. Desde el principio de este
trabajo he partido de una valoración personal, no precisamente moral pero sí pragmática: la que considera
mejor un marco teórico consistente que otro contradictorio, uno más amplio que otro que sólo valga para
algunas cuestiones o para algunas personas y uno que contribuya de igual manera a fundar la actividad de
cualquiera que otro que sólo facilite la acción de quienes sustenten una opinión determinada. Cfr., en
sentido coincidente, Hart, H.L.A., El concepto de derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1963, páginas
257 a 261.
8
Esta inquietante perspectiva es sugerida por Borges en su cuento “El extranjero” (cfr. Borges, Jorge Luis,
Ficciones).
o fructífero adoptar ciertos juicios de relevancia para elegir una o más características
entre las infinitas que pueden distinguirse en cada estado de cosas. En estas condiciones,
el sujeto empieza a preguntarse si tiene sentido hablar de una realidad o si, por el
contrario, es mejor diluir ese concepto en una miríada de percepciones e interpretaciones
individuales, acaso agrupables según sus contingentes semejanzas.
9
Esta dificultad, de sentido opuesto a la que examinada al principio, merece su propio análisis. A partir de
la efectiva diversidad de opiniones político-morales (y a menudo desde el subjetivismo tolerante con el que
los menos influyentes reclaman ser tratados por quienes coyunturalmente ejercen el poder), se proclama
una pluralidad de realidades morales efectivas, separadas una de otra por el tiempo, el espacio, los límites
de cada sujeto o la tradición cultural. Desde allí, la necesidad de coherencia interna lleva a admitir un
subjetivismo ontológico general, a menudo socialmente delimitado, del que resulta que cada comunidad
(como quiera que se la defina) tiene su propio mundo y su propia verdad, coincidentes con sus creencias y
opiniones predominantes.
10
Cfr. Feyerabend, Paul K., Contra el método: esquema de una teoría anarquista del conocimiento, Orbis,
Buenos Aires, 1984.
A partir de aquí, carece de sentido discutir acerca de los hechos, porque cada uno
tiene los propios, modelados por su creencia, que a su vez equivale completamente a su
conocimiento y a su verdad, incontrastables por otros sujetos que a su vez tienen su
realidad, su verdad y su conocimiento identificados con sus creencias o actitudes
individuales.
El segundo argumento afirma que aun los juicios descriptivos, que no son otra
cosa que modelos, se fundan en juicios de relevancia (selección subjetiva de las
características a describir) y, por lo tanto, no están exentos de algo parecido a
valoraciones. Este argumento permite incluso burlarse de cualquier pretendida
objetividad, atribuyéndole el carácter de una imposición de puntos de vista (ejercicio del
poder) que alcanzó un éxito tan duradero y general como contingente y controvertible.
Es cierto que esta reflexión no es tan alarmante: después de todo, sería muy difícil
que alguien acumulara tanto poder que adquiriese la facultad de abolir la Luna y elevar a
doce meses el período de gestación humana. La gran dificultad práctica reside en el
interior de esta línea de argumentación. Si hay valores morales, pero esa realidad moral
depende entera y exclusivamente del consenso social, toda valoración que no participe de
ese consenso es incorrecta. Nadie tiene derecho moral a oponerse a ella, a criticarla como
decadente ni a proponer su superación desde otra opinión que se considere preferible o
más avanzada. El disidente ha de rumiar en minoría su propia incorrección moral (su
error moral) a la espera de que su perversidad, al extenderse, se convierta ipso facto en
virtud, actitud que las almas buenas sólo atribuirían al mismísimo demonio.
El sujeto que no quiera hacerse cargo de esta consecuencia tendrá que reconocer
que el alto precio ontológico y epistemológico pagado en moneda astronómico-biológica
no le ha comprado, después de todo, una situación más confortable en el ámbito político-
moral.
En suma, cada vez sabemos menos qué es el derecho, cuál es su contenido, en qué
medida es uno para todos y de qué manera ha de aplicarse a los casos concretos.
11
Cfr. “Los jueces y la nueva estructura del sistema jurídico”, en Anuario de filosofía jurídica y social 2006,
Nº 24, Valparaíso, Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, 2007, página 139.
En reiteradas oportunidades he propuesto para esta situación remedios que podría
llamar sintomáticos, que nos permitieran convivir mientras la tendencia filosófica, teórica,
metaética y metodológica persista 12 . Pero aquí me atrevo a una sugerencia más
ambiciosa: revisar nuestro pensamiento con seriedad, entendiendo por tal el modo que
nos conduzca a reflexiones más eficientes para elaborar, debatir y poner en práctica
objetivos comunes.
-.o0o.-
12
Ibídem nota anterior. Cfr. también Cerdio Herrán, Jorge, Guibourg, Ricardo A. (director), Mazza, Miguel
Ángel, Rodríguez Fernández, Liliana, Silva, Sara N., Solvés, María C. y Zoppi, María T., Análisis de
criterios de decisión judicial – el artículo 30 de la LCT, Buenos Aires, Grupo de Análisis de Criterios,
2004.