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Juan Cruz

El revés y el derecho

Borges, Sabato y el
orden alfabético
Desde hace años los tengo a estos dos grandes escritores
argentinos en la misma fila de mis libros y de mis recuerdos.
Y en mi corazón habitan por igual.

03/02/2023 18:47

Desde hace años los tengo a los dos en la misma fila de mis
libros y de mis recuerdos, pues llegaron más o menos a la vez,
cuando aún los nombrábamos casi todos con sus nombres
propios, tan sonoros y respetables. Jorge Luis Borges, Ernesto
Sábato.

Ese orden alfabético se trastocó un día, no demasiado pronto


pero sí para siempre, en cuanto se hizo universal, es decir,
buscado por todo el mundo, el autor de la calle Maipú, y
empezó a ser más popular, más conocido también por otras
cosas distintas a las estrictamente literarias, el habitante de
Santos Lugares.
Hubo una vez que un periodista italiano llamó a Borges para
hacerle una entrevista destinada a una serie sobre autores
argentinos de entonces (debía ser en torno a 1970) y, como llave
para que le dijera que sí, le explicó al otro maestro que ya había
tenido una conversación parecida con don Ernesto Sábato.
Entonces Borges, que sabía más que los ratones colorados, le
respondió al colega, para disuadirlo: “Ah, si ya usted habló con
Sótano…”.

Verdad o mentira, esa diatriba que fue el símbolo más pequeño


de la desunión de ambos colegas, ha corrido entre otros muchos
chascarrillos que ni uno ni otro (ni el uno ni el otro) quisieron
desmentir. En los dos días de mi propia vida en que estuve
cerca, y más que cerca, con Jorge Luis Borges, el maestro de la
calle Maipú no dijo nada de su colega tan disputado, y debo
decir que este periodista tampoco lo puso en la tesitura de que
dijera esto o lo otro para zaherirlo o, también, para ensalzarlo.

En el caso contrario sí tengo constancia de que Sábato sí


mantuvo interés en que yo mismo supiera que Borges, por
razones que ahora no vienen al caso, porque son demasiado
personales como para ser interesantes para la historia literaria,
no era tanto un hombre de fiar. No se llevaron bien, era
evidente, y no hubo manera de responderle con otras
consideraciones, así que se quedó en el aire lo que yo mismo
sentí así como lo que tuviera que decir de más, sobre el mismo
asunto, el maestro de Santos Lugares.
Por supuesto, todo aquello estuvo dicho, o callado, en una
circunstancia más o menos casual, en un desayuno en el que
Sabato estaba esperando, conmigo, a que llegara el exfutbolista,
y escritor excelente, Jorge Valdano, al que recibió, atlético,
mostrándole el estómago para que se lo golpeara y verificara así
que estaba en forma, atlético, feliz de su estado físico.

Me había dicho antes “¿Sabe usted, Juancito, por qué


Borges…?” y ahí había seguido su propuesta de acertijo, que se
produjo minutos antes de que llegara su invitado al desayuno,
momentos en que yo aproveché para contarle la admiración que
yo guardaba por el autor de El Aleph, aumentada desde una vez
reciente en que estuve con él en el hotel Palace de Madrid y en
algunos boliches de la ciudad.

En uno de esos paseos familiares (fueron mi mujer, mi hija, un


colega canario, el escritor Fernando Delgado) con Borges, como
he contado ya alguna vez, el maestro se empeñó en tomar una
vichyssoise, que yo le tuve que dar con su cuchara, y en otras
me pidió, con una gentileza que no está al alcance de
cualquiera, que le ayudara a cerrar su maleta de viaje. “Con
cuidado de dejar algunas rendijas para que respiren las
camisas”. Dejó dicho esto como si me guiñara un ojo, pues reía
con facilidad y con cariño.

Luego aparecieron libros, diarios, maledicencias e historias


(verdaderas o no) en las que aparecían visitando a Jorge Rafael
Videla, cuyas lecturas más conocidas no los tenían a ellos y se
refieren a un libro religioso que le regalaron para que pasara el
cáliz del juicio en el que ofició de juez, entre otros, mi amigo
Ricardo Gil Lavedra. Ricardo ha estado por Madrid y ha
presentado entre nosotros su La hermandad de los Astronautas,
donde devela casi todo lo que se puede decir de aquel heroísmo
judicial que ahora figura como ejemplar entre los documentos
históricos de los Derechos Humanos que se guardan en Oslo.

Esa visita a Videla, de la que hay multitud de versiones, se ha


usado para ensalzar a uno y denigrar al otro, en este caso a
Borges, porque éste además estuvo en Chile y no evitó el saludo
de Pinochet, de modo que eso ha tenido más relevancia que el
hecho cierto de que Borges fue al juicio, tomó nota, escribió de
ello, y participó del horror que llevó a Sábato, esto es así, a
contribuir como presidente al episodio literario y humano más
relevante entre las testificaciones que hubo de aquel macro
examen de conciencia nacional que fue el juicio a los altos
mandos militares que dejaron que mataran a tanta gente en
Argentina. La Conadep, casi nada en la historia, la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas.

A Sábato y a Borges los persiguieron las incomprensiones, las


propias que hubo entre ellos, y aquellas que les atribuyen (que
les atribuimos) los responsables de un periodismo de cotilleo y
descuido, que hacen (hacemos) de lo que ocurre o no ocurre en
una parte de la historia que acaso no hemos comprobado
enteramente. Pero así es la vida a la que contribuimos.
Eso ocurre en el periodismo, pero también en otras instancias,
naturalmente, tanto políticas como académicas o en otros
aledaños culturales, pues ahora se ha visto, con el visionado
general de la por otra parte excelente película Argentina 1985,
que Ernesto Sábato, autor del prólogo al informe de aquella
Conadep, ni fue citado en esa película testimonio ni siquiera
resultó agraciado con el recuerdo de que él estaba allí,
ayudando a mucha gente a que la maldad no fuera inolvidable.

Jorge Fernández Díaz, autor muy relevante de libros


emocionantes, periodista de La Nación y radiofonista muy
querido de Radio Mitre, escribió este último sábado en el ABC
de Madrid un artículo (la suya es una colaboración fija en el
histórico suplemento de este diario centenario) en el que se
pregunta quién o qué ha decidido cancelar la presencia de
Sábato en la presencia literaria y, si quieren, política, del
momento actual de Argentina.

En España tampoco circula ya en las librerías de la manera en


que antes ocurría que cualquier reedición del autor de Sobre
héroes y tumbas en los distintos sellos que lo acogieron en
Planeta. Sábato, ni nadie, se merece el desdoro del olvido, y en
su caso además da rabia que se le olvide precisamente cuando
se habla de algo tan inolvidable.

En otros tiempos, cuando estaba felizmente vivo, aquí, en


Madrid, y en Buenos Aires, miraba por el éxito de sus libros, se
congratulaba de que la gente lo reconociera por la calle y le
pidiera autógrafos, y exageraba, a mi gusto, su malestar con la
vida, porque era obvio que disfrutaba, por ejemplo, de la buena
comida y también de la fama. Elvira González Fraga, una mujer
maravillosa que lo acompañaba en aquellos viajes, sabía de él y
de sus deseos como pocos lo supieron en la vida, y en alguna
ocasión nos juntó para que le hiciéramos a él llevadero un
mediodía.

Una de esas jornadas se empeñó Sábato en almorzar en Casa


Lucio, de tanta nombradía allende las fronteras, así que allí lo
acompañamos cuando aún ni servían la comida. Pero Sábato era
Sábato y nos abrieron aquel templo para comer los tres como si
fuéramos reyes (por cierto, los reyes, los antiguos y los actuales,
son habituales allí).

En el curso de esa comida él quiso que yo le cantara algunas de


las canciones de Eduardo Falú que me sé, y allí estuve dándoles
la murga sin remedio y sin que me guardaran rencor visible por
mi malandanza musical. Luego se iría de nuevo a Argentina,
donde volvimos a vernos, él feliz de ser reconocido allá por
donde fuera, como un muchacho de más de noventa.

Borges quiso vichyssoise y Sábato quiso que le cantara. En la


historia Borges ha ido creciendo; aquí, a mi lado, mientras
escribo reluce un libro color naranja (La Biblioteca de Borges,
de Paripé Books, que lleva prólogo de María Kodama, y que me
regaló su responsable editorial, Fernando Flores), y en mi
corazón habitan por igual aquel Borges al que también, en su
tierra y fuera de ella, le hicieron la vida imposible por lo que
pensara o dijera, y a Ernesto Sábato, del gran escritor de Sobre
héroes y tumbas o El túnel, al que en su país ahora lo ponen en
la cuneta de la historia cuando fue el que dejó dicho el deseo
más potente de la vida contemporánea de la Argentina o del
mundo que ha padecido persecución, injusticia y muerte: Nunca
más.

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