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Tarjeta postal

Edgardo Cozarinsky
Edgardo Cozarinsky. N ací en Buenos Aires en
1939, nieto de esos “gauchos ju d ío s" que el ba­
rón de Hirsch trasplantó de Ucrania, y Moldavia,
a, Entre Ríos y Santa, Fe. E n 1974 me m udé a Pa­
rís sin valerme del título de exiliado: el regreso de
Perón, el gobierno de su últim a esposa y de López
Liega, los estragos crecientes de las Tres A y la ce­
guera, ensoberbecida, de la, guerrilla habían hecho
de la, Argentina, u n país donde yo no quería res­
pirar. Volví por sólo dos semanas en 1985 y des­
cubrí, la misma, sensación que Borges tuvo en su
ju ven tu d : la, de no haberse ido nunca. Poco a, po­
co f u i buscando excusas, obligaciones para, estar
en m i ciudad natal. A partir de 1997 tengo ca­
sa, libros, ropa allí. Escribo mejor en París por­
que me aburre la vida cotidiana.; en Buenos A i­
res hago acopio de material que no tengo tiempo
de digerir. E n 2005 pasé más tiempo en Buenos
A ires que en París.
Soy escritor y soy argentino. No sé si soy u n escritor ar­
gentino.
En mi prim era juventud, con la capacidad de indigna­
ción aún no m ellada p o r el escepticismo, había elegido
por beles noiresa. esa generación de intelectuales (ni escri-
lores ni artistas) que en la A rgentina le rep ro ch ab an a
Borges el no ser suficientem ente argentino, o no serlo
de la m an era que ellos habían decretado correcta. En la
órbita de la revista Contorno yo leía la caricatura del p eo r
Sartre, con su boda m organática de m arxism o y existen-
<ialismo; en H ernández A rregui, cuyas lecturas eran p o r
cierto m ejores que las de aquellos satélites de Les Temps
Modernes, reconocía a un descendiente, más inteligente,
del cerril Ram ón Dolí; en el pintoresco Jo rg e A belardo
Ramos me divertía el híbrido de ambos.
G uando Borges publicó “El escritor arg en tin o y la tra­
dición”, ensayo que definía u n a elección cultural e histó­
rica, a la vez que justificaba su propia práctica (u n poco
como lo había hecho Eliot en The Modern Writer and the
Tradition), e n ten d í que se podía ser un escritor argenti­
no sin que la u n ió n de esas dos palabras im plicara con­
mutarse con la banalidad. (Hasta ese m o m en to Borges

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había sido para m í u n escritor y un argentino, dos cosas


no necesariam ente asociadas.)
Sólo a posteriori, m e parece, p u ed e vislum brarse una
relación entre obra literaria y el origen del individuo que
la realiza. Esta relación no suele ser un simple reflejo, a
m enudo es tangencial, y diría que es más elocuente cuan­
to m enos directa. En general, es necesario que se h u n d a
en el olvido p o r lo m enos u n a generación de críticos y
profesores, aun de puros lectores, para reconocerla.
En los Estados Unidos, H enry Jam es tuvo que esperar
el eclipse de quienes lo leían com o un desarraigado, de
quienes im p o n ían al escritor nacido allí, com o tarea pri­
m era, la definición cultural de su país, que im plícita­
m ente sentían com o indefinido, o sin voz. La poesía de
Kavafis suscitaba incom odidad en tre los literatos griegos
de principios del siglo xx p o r su rechazo de todo signo
exterior de alguna m o d ern id ad entonces a la m oda, sin
p o r ello elegir refugiarse en u n pasado m ítico o heroico
o clásico; el p o eta prefería en cam bio inventarse un te­
rritorio p ro p io y explorarlo con cierta sequedad, recha­
zando todo lirismo convencional; hoy es precisam ente el
interm in ab le crepúsculo helenístico elegido p o r Kavafis
lo que p arece más rico en resonancias, y no en los libros
de historia sino en el tono con que Kavafis ilum ina p er­
sonajes y peripecias.
Por otro lado, si intentase reconocer en lo que he es­
crito u n a p erten en cia territorial, p o r lo tanto im aginaria,
ejercicio q u e me parece desprovisto de todo interés, creo
que la reco n o cería solam ente en la ciudad de B uenos Ai­
res. La ciudad d o n d e yo nací, esa ciudad que desde siem­
pre ha sido acusada, con justicia, de “d ar la espalda al
resto del país” es mi patria, antes, m ucho antes, que esa

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variadísima y arbitraria asam blea de naturalezas y etnias


que h ered aro n del virreinato una supuesta unidad.
Com o la Trieste de Svevo, la A lejandría de Kavafis, la
H abana de C abrera Infante, Buenos Aires tiene, o tenía,
la inm ensa riqueza de la conversación cosm opolita, de la
pluralidad cultural, de h ab er crecido con la m irada vuel­
ta hacia el engañoso, patético prestigio d é lo lejano. No
sabría m edir lo que esa ciudad de papel p u ed e hab er
perdido al no ocuparse del destino del in dígena andino,
o de la explotación laboral en el nordeste; en todo caso,
la obra de Ju an Carlos Dávalos y Alfredo Varela se ha en ­
cargado de ello.
D ebo adm itir que sólo m e atrae lo m ezclado, lo mes­
tizo; n u n ca m e interesó la poesía pura ni la raza pura, y
siem pre m e pareció que la gente más herm osa es aque­
lla d o n d e se m ezclaban herencias disímiles: gente de
mixed blood. Tal vez p o r ello, en la historia reciente, más
que las m asacres anónim as m e han indignado las cruza­
das de “lim pieza étnica” que liquidan la plu ralid ad y la
convivencia.
En el irrepetible inglés políglota d ejo y ce leo u n a alti­
va, espléndida arrogancia transnacional, la de quien dejó
atrás, no sólo geográficamente, la estrechez de u n a ciudad
que procuraba im ponerle un program a. Canetti (sefardí
<le Bulgaria) y Celan (askenazi de Rumania) eligieron es­
cribir en alem án com o un gesto de desafío, para no aban­
donar a la corrupción del nacionalsocialismo el idioma en
que habían aprendido a leer. Kafka y Joseph Roth escri­
bieron naturalm ente en alemán, la lengua de su cultura,
no la de sus raíces m eram ente administrativas. Nabokov
decidió pasar al inglés, com o d o r a n al francés.
Hoy, con la perspectiva de pocas décadas, Joyce es Ir-
l.mda, C anetti y Celan parecen asum ir dos caras de la
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diáspora judía, en Kafka y R oth reconozco algunos des­


pojos —traspuestos en clave de pesadilla racional en el
prim ero, objeto de ironía y nostalgia en el se g u n d o - del
naufragio del im perio austro-húngaro. Nabokov, cuyas
prim eras obras escritas en ruso, en los años 20 del siglo
pasado, eran desechadas p o r la em igración rusa, que no
las hallaba “suficientem ente rusas”, dio en inglés libros
d o nde inventó su propia Rusia privada. Cáoran reflejó en
francés el nihilism o en esa tem ible periferia de Europa,
cuyos intelectuales siem pre eligieron el francés com o se­
gunda lengua... Y qué decir de Gombrowicz, que nu n ca
dom inó el castellano y hoy está in corporado, sim bólica­
m ente pero con qué energía y cuánta descendencia, al
canon argentino.
El párrafo anterior m e parece a la vez certero e insigni­
ficante. No leo a ninguno de esos autores po r la banal cu­
riosidad de reconocer en su obra un reflejo de la historia
cultural; este puede llegarme, sí, pero a posteriori. Es un
suplem ento de realidad no solicitado, contingente. Puede
intrigarm e, puedo saborearlo en esos autores, no me hace
frecuentar a tantos otros en quienes tam bién asoma.
*

Em pecé a escribir “en serio” cuando m e fui de la Ar­


gentina, pero no sé si hay en ello u n a relación de cau-
sa/efecto.
En la A rgentina de mi juventud siem pre tuve m iedo
de escribir cosas que no estuvieran a la altura de mis as­
piraciones. Lo que publiqué no correspondía a mis de­
seos: u n ensayo, derivativo y tím ido, sobre H enry Jam es,
cuyas dos únicas ideas originales iba a desarrollai m ucho
más tarde; o tro ensayo sobre la relación de Borges con el
cine. Elice periodism o, con el em briagador sentim iento

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del riesgo, de p onerm e en peligro, de ir a la guerra: si en


la facultad había tenido dos meses para una m onografía,
allí tenía pocas horas para entregar cierto n ú m ero de
renglones, que luego podían ser m utilados para d ar lu­
gar a la publicidad que siem pre se esperaba hasta el últi­
m o m om ento del cierre.
Acaso el hecho de encontrarm e al descam pado, una
vez instalado en Europa, de ten er más tiem po libre que
no podía llenar porque mis ocupaciones prácticas no
ren d ían lo suficiente com o para perm itirm e los modestos
lujos de mi vida porteña, me hicieron en fren tar la página
en blanco con inédita dedicación. Y, al mism o tiempo,
dejándom e ir a escribir algo que no correspondía a una
categoría literaria reconocible. Para tom ar coraje me p u ­
se a escribir en inglés, sabiendo que no dom inaba el idio­
ma de mis prim eras lecturas de ficción ( Pre,asure Island,
naturalm ente, me había im portado más que Platero y yo)
pero que esa transgresión me ayudaba a despegarm e de
todo lastre anterior, de toda timidez, de toda prudencia.
Escribí las tarjetas postales” de Vudú urbano en mis
prim eros años en París, y el tono caprichoso, en tre refle­
xión y fantasía, que am enaza con deslizarse en cualquier
m om ento hacia la ficción y no lo hace, p u ed e ten er que
ver con el hecho de explorar, ya adulto, un decorado que
hasta ese m om ento había sido el de mis lecturas, el de
mis frecuentaciones cinematográficas: una ciudad a cuyo
prestigio cultural ahora p o d ía op o n er la ironía de quien
lia p enetrado en los m eandros de su vida cotidiana.
Y al mism o tiem po, allí estaban, dioses tutelares, Ster-
ne y Mansilla, lecturas “salteadas” (el epíteto es de Mace-
donio) que correspondían a lo errático de mi atención,
siem pre breve y veleidosa. H asta dónde p en etrab an esas

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lecturas en lo que escribía, hasta d ó n d e influía mi vida


en un contexto nuevo: creo que n u n ca p o d ré m edirlo.
Las dificultades para publicar Vudú urbano -só lo p u d o
ver la luz, muy tarde, gracias al entusiasm o de am igos cu­
ya n o to ried ad p u d o más ante editores escépticos que la
p ru d en cia em p resarial- me desanim aron. Me dejé llevar
a im aginar proyectos literarios que nunca pasé a la pági­
na; más tarde ni siquiera los im aginé. En el verano de
1999, en u n a cam a de hospital en París, con m uchas p ro ­
babilidades de no salir vivo de allí, p ed í u n cu ad ern o y
u n lápiz y escribí los dos prim eros cuentos de lo que se­
ría La novia de Odessa. H abía cum plido sesenta años, dos
años antes había m u erto mi m ejor amigo, m e h abía lega­
do su biblioteca y un m andato. En u n a tarjeta dirigida a
mí, que encontré entre sus papeles, leí: “Escribí, escribí.
Dejá de p erd er el tiem po. Es lo ú n ico ”. Lo reco rd é en
aquel hospital. Sobreviví a la en ferm ed ad y desde aquel
m om ento no he dejado de escribir y de publicar.

C reo que escribo m ejor castellano desde que dejé la


A rgentina. En los casi doce años que viví lejos de Buenos
Aires se m e lim pió el idiom a de la prom iscuidad del uso
cotidiano, de esa com plicidad tan agradable de com pai-
tir con el in terlo cu to r un vocabulario que seis meses más
tarde “será h istoria” {that’s history, expresión que m e exi
ge comillas pues para m í es u n a cita del habla joven de
hace diez o quince años). La exigencia de d o m in ar el
francés para la vida práctica, idiom a d o n d e todo pasa
p o r la sintaxis y no, com o en inglés, p o r el vocabulario,
me hizo pulir el castellano en que poco a poco volví a es
cribir, con el sentim iento del privilegio que significa tra

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bajar d en tro de una lengua no sólo tan com partida sino


con innum erables matices posibles.
Com o nu n ca me atrajo la reproducción de la lengua
hablada, au n q u e pu ed a adm irar el oído y la capacidad
de transcripción de u n Puig, vivir lejos de Buenos Aires
m e perm itió cultivar un castellano bastante intem poral,
más cercano a mis preferencias de lector; un crítico na­
cido dos décadas antes del principio de este siglo creyó
reconocer en él el habla culta de Buenos Aires de m e­
diados del siglo xx”. Com o n u n ca tuve pretensiones de
actualidad, ese dictam en, que a otros p o d ría molestar,
me halaga. No quiero caer en el color local de las pági­
nas m enos duraderas de Cortázar, d o nde cierta idea del
barrio, cierta idea del tango, congeladas en los años 40,
p roducen un aplicado rem edo de porteñism o sin el bri­
llo paródico de Cancela o de Bioy Casares.
H ace varios años que paso más tiem po en Buenos Ai-
1 es que en París. No sé qué efecto tiene esta trashum an-
cia en lo que escribo, pero alguna huella ha de dejar, no
lo dudo. Sé que lo que escribo no tiene m ucha relación
con lo que escriben los jóvenes en la A rgentina, pero
creo que m enos relación tiene con lo que se escribe en
París. Por suerte.
Casi no leo autores de hoy. En este m om ento, po r
ejem plo, he releído Hearl ofDarkness de C onrad y m e ani­
mo a RenéLeys de Segalen, que esperaba desde hace años
en un estante. Los últimos contem poráneos que “escri­
bieron para m í” m uriero n tem pranam ente: D anilo Kis y
Sebald. En el ám bito del castellano, he recibido como
un desafío la escritura de Bolaño; me in terp elaro n sobre
lodo Estrella distante y Nocturno de Chile.
Creo que los novelistas argentinos más o m enos jóve­
nes que he leído (en todo caso más jóvenes que yo...),

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escritores tan diferentes en tre sí com o Pauls, De Santis


y Berti, actúan con u n a envidiable libertad, distinta pa­
ra cada u n o de ellos p ero igualm ente d esp reo cu p ad a de
los program as que buscaban som eter a generaciones an­
teriores. Son gente que sólo rinde cuentas a la literatu ­
ra. C uando leí El común olvido de Molloy y El regreso de
M anguel, com probé que la “ficción del reg reso ”, g én e­
ro, si lo es, en que com partim os am arras, p u ed e m ed ir­
se con Le temps retrouvé, y tam bién con el Diario de la gue­
rree del cerdo.
No sé para qué público escribo. Podría decir que es­
cribo para mis amigos, pero estos tienen gustos a m en u ­
do opuestos en tre sí y a los míos. Pienso que escribo pa­
ra un lector ideal en quien reconozco mis preferencias y
mis enconos. Espero que no sea u n a sola persona. Sé
que esto p u ed e ser visto com o u n a form a de solipsismo.
Acaso d eb ería confesar que escribo para leerm e.

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