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En La ciencia como vocación, Weber sopesó los beneficios y los perjuicios de elegir una
carrera como académico en una universidad que estudia ciencias o humanidades. Weber
investiga la pregunta "¿cuál es el valor de la ciencia?" y se centra en la naturaleza de la ética
que sustenta la carrera científica. La ciencia, para Weber, ofrece métodos de explicación y
medios para justificar una posición, pero no puede explicar por qué vale la pena ocupar esa
posición en primer lugar; esta es la tarea de la filosofía. Ninguna ciencia está libre de
suposiciones, y el valor de una ciencia se pierde cuando se rechazan sus suposiciones.
Weber razona que la ciencia nunca puede responder las preguntas fundamentales de la vida,
como orientar a las personas sobre cómo vivir sus vidas y qué valorar. El valor que él sostiene
solo puede derivarse de creencias personales como la religión. Además, aboga por la
separación de la razón y la fe, señalando que cada uno tiene su lugar en su campo respectivo,
pero si se cruzan no pueden funcionar.
Weber también separa los hechos del valor en política. Sostiene que un maestro debe impartir
conocimientos a los estudiantes y enseñarles cómo aclarar problemas de manera lógica;
incluso cuestiones políticas y razonable pero los maestros nunca deben usar el aula para
adoctrinar o predicar sus puntos de vista políticos personales.
Weber pretende responder que tanto es posible considerar a la ciencia como profesión en el
tiempo que le toca vivir, especialmente para aquellos jóvenes recién egresados de los estudios
universitarios.
Por otra parte, Weber afirma que para el hombre en cuanto hombre nada tiene valor si no
puede lograrlo con pasión. Si existe tal pasión, por considerable, verdadera y profunda que sea,
no basta para lograr un resultado. Ella es sólo una condición preliminar de la inspiración, que
es lo realmente decisivo. De tal inspiración participan incluso los aficionados, aun careciendo
de la seguridad de un método de trabajo; sin embargo, la idea surge cuando menos se espera
y no cuando se desea; brota de pronto, después de muchas tribulaciones y esfuerzo dedicado
en el escritorio. Después de todo, dice Weber, el trabajador científico debe tomar en cuenta el
azar, común a toda realización científica, de que la inspiración acuda o no.
“En el terreno de la ciencia sólo posee personalidad quien se entrega pura y simplemente al
servicio de una causa”. La labor científica está inmersa en la corriente del progreso, de tal
manera que lo producido en determinada época, tiempo después, de diez, veinte o cincuenta
años, se vuelve arcaico - tal consideración corresponde al tiempo de Max Weber, hoy tal escala
se reduce a meses, según sea el caso. Se ha de señalar que, gracias a que son superables
tales labores, debe considerarse como finalidad peculiar universal de todos nosotros la ley del
progreso, el sentido de la ciencia, ya que toda nuestra existencia está sujeta a la dominación
del cálculo y la previsión.
Toda persona que se crea llamado a la profesión académica debe tener conciencia clara de
que la tarea que le aguarda tiene una doble vertiente: no le bastará con estar cualificado como
sabio, sino que ha de estarlo también como profesor y estas dos cualidades no se implican
recíprocamente ni muchísimo menos.
En la actualidad la situación interior de la vocación científica está condicionada, en primer lugar,
por el hecho de que la ciencia ha entrado en un estadio de especialización antes desconocido y
en el que se va a mantener para siempre.
En el campo de la ciencia sólo tiene <<personalidad>> quién está pura y simplemente al
servicio de una causa.
El trabajo científico está sometido a un destino que lo distingue profundamente del trabajo
artístico. El trabajo científico está inmerso en la corriente del progreso, mientras que en el
terreno del arte, por el contrario, no cabe hablar de progreso en este sentido.