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7.2.

La economía española en el siglo XIX: agricultura,


industria y transportes
La economía española durante el siglo XIX se caracterizó fundamentalmente por
su lento crecimiento y el retraso con respecto a los países industrializados. Las
causas del retraso económico habría que buscarlas en:

- la falta de capital en la industria, pues los inversores españoles preferían la


deuda pública y la compra de bienes desamortizados. Esto provocó una fuerte
dependencia del capital extranjero en la industria española;
- la orografía del territorio dificultaba las comunicaciones y encarecía el
transporte;
- un limitado crecimiento demográfico, que hacía que existiera menos mano
de obra y un número de consumidores más reducido que en otros países;
- los destrozos materiales de las numerosas guerras a lo largo del siglo.

En cuanto a su organización sectorial, la economía española era


fundamentalmente agraria, tanto por la importancia del sector agrícola en la
economía, como por el número de personas que trabajaban en el campo.

Los gobiernos liberales emprendieron reformas económicas que acabasen con


los restos del feudalismo con el objetivo de introducir en el campo el capitalismo
agrario. Dichas reformas consistieron en desamortizaciones (supresión de las
manos muertas) y eliminación del mayorazgo, lo que permitió a los nobles
vender libremente sus tierras a la burguesía. Gran cantidad de fincas salieron al
mercado, vendidas por señores arruinados. También se suprimieron los señoríos
jurisdiccionales, que pasaron a ser propiedades privadas y muchos antiguos
señores se convirtieron en grandes terratenientes.

La primera gran desamortización fue la realizada por el ministro de Hacienda


progresista Mendizábal entre 1835 y 1837. Consistía en la expropiación por parte
del Estado Liberal de tierras y bienes de la Iglesia para ser vendidos en pública
subasta a particulares. El Estado Liberal compensó a la Iglesia con los gastos
religiosos de culto y clero. Los objetivos de esta desamortización fueron: desarrollar
el capitalismo agrario con el acceso de la burguesía a las tierras; captar fondos e
ingresos para el Estado Liberal; Mendizábal quería sanear las cuentas de Hacienda

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con las rentas de la venta pública de las tierras, y con el dinero obtenido también
podía financiarse la guerra contra los carlistas; debilitar económicamente a la Iglesia,
defensora del carlismo, del absolutismo y del Antiguo Régimen, y consolidar la
revolución liberal en España. Esta desamortización se detuvo en 1844 con el gobierno
moderado del general Narváez.

El segundo gran proceso desamortizador fue la llamada desamortización general


de 1855 impulsada por el ministro de Hacienda Madoz. Pretendía completar la de
Mendizábal sumando a la expropiación de los bienes de la Iglesia, la de los bienes
municipales. El objetivo era reducir el déficit público y conseguir financiación para
las obras públicas como el ferrocarril.

Como consecuencia de las desamortizaciones, aumentó el latifundismo en el


centro y sur de España (Andalucía, La Mancha, Extremadura); no fue una reforma
agraria puesto que no hubo reparto de tierras entre los campesinos pobres, que
permanecieron en la miseria, como jornaleros sin tierra; muchos campesinos
empeoraron su situación al dejar de disfrutar del aprovechamiento de tierras de
propiedad comunal; la enorme deuda estatal no pudo cubrirse con la venta de las
tierras puesto que los ingresos fueron insuficientes; el clero se alió con más fuerza al
carlismo; los burgueses enriquecidos fueron los principales compradores,
incrementando así del número de terratenientes.

Se produjo un incremento de la producción agraria al ampliarse la superficie


cultivada, aunque no aumentó los rendimientos. También se inició la especialización
de las producciones regionales, con la generalización del cultivo de maíz y patata en
el norte, los frutales y viñedos en la franja mediterránea y los cereales en ambas
mesetas. El cultivo de tierras destinadas a pastos implicó una reducción de la cabaña
ganadera, sobre todo de ovejas, por la competencia del algodón frente a la lana en la
industria textil. La producción de trigo, importantísima como base de la
alimentación, apenas se incrementaba al ritmo del crecimiento demográfico, por lo
que se siguieron sucediendo frecuentes crisis de subsistencia.

A finales del siglo XIX la agricultura española entró en crisis debido a la


competencia exterior con productos más competitivos y a la plaga de la filoxera. Los
gobiernos liberales tuvieron que recurrir a aranceles proteccionistas.

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Respecto al sector industrial, se intentó impulsar el proceso industrializador,
pero este fue incompleto y tardío. Hasta mediados del siglo XIX la producción
manufacturera era de carácter artesanal y de ámbito local.

El atraso industrial se debió al débil mercado de consumo interior, y a la escasez


de capital nacional, lo que hizo que la industria, sobre todo en Cataluña, se financiara
con capital extranjero, fundamentalmente francés y británico.

La industria textil se localizó en Cataluña, heredera de las manufacturas del siglo


XVIII, y a finales del siglo XIX surge otro núcleo industrial en Vizcaya, especializado
en la siderurgia. El resto del país quedó prácticamente ajeno al proceso
industrializador, hasta que a finales de siglo surgieron numerosas fábricas de
transformación agroalimentaria (harina, alcoholes, aceite, etc.), químicas
(colorantes, lejía, dinamita) o papeleras, con cierta tradición en Valencia, Cataluña y
Aragón, extendiéndose a Burgos y Guipúzcoa. Las explotaciones mineras también
se desarrollaron, sobre todo a partir de la aprobación de la Ley de Minas de 1869, que
permitió la entrada de capital extranjero, destacando la producción de mercurio de
Almadén, o las de plomo y cobre de Riotinto. Las industrias eran poco competitivas,
lo que hizo que el Estado mantuviera una política proteccionista.

Hacia 1830, el único sector que había comenzado a industrializarse era el sector
textil del algodón en Barcelona. Su desarrollo fue posible por la tradición
manufacturera de Cataluña, la protección arancelaria que la ponía a salvo de la
competencia inglesa, y la iniciativa empresarial de la burguesía, que modernizó sus
fábricas con la incorporación de innovaciones tecnológicas (máquinas de hilar,
máquinas de tejer, etc.). Sin embargo, las limitaciones al crecimiento del textil catalán
procedían de una financiación insuficiente, de carácter familiar, y por la superioridad
de la producción inglesa en precios y control del mercado. El sector experimentó un
gran impulso con la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas de 1882, que
aseguró el mercado colonial hasta la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898.

La siderurgia fue un sector cambiante en su ubicación por la falta de buen carbón


en España y una demanda de acero insuficiente. Entre 1830 y 1860 la industria
siderúrgica se desarrolló en Málaga, con la instalación de altos hornos alimentados
por carbón vegetal. Su apogeo coincidió con las guerras carlistas que impedían la
explotación de las minas del norte. Entre 1860 y 1880 la siderurgia se traslada a las

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cuencas carboníferas asturianas de Langreo y Mieres, pero el carbón era de baja
calidad.

El verdadero despegue de la industria siderúrgica se inicia hacia 1880 en la ría de


Bilbao, en Vizcaya, con empresas de capital mixto (británico y español). La clave
estaba en el eje comercial Bilbao-Cardiff, con la explotación de hierro vizcaíno y la
importación de carbón inglés, de mayor calidad y por tanto más rentable en los altos
hornos. Este desarrollo facilitó la aparición de astilleros en la ría de Bilbao y otras
industrias como la metalúrgica, la química y la maquinaria industrial. Vizcaya se
acabó convirtiendo en la pionera en las nuevas formas de industrialización mediante
la concentración empresarial (la empresa Altos Hornos de Vizcaya), la participación
de la banca y el proteccionismo estatal.

En lo que se refiere a los transportes, la red de carreteras y caminos era


deficiente a pesar de su espectacular aumento. El transporte marítimo obtuvo
mejoras, con el perfeccionamiento de la navegación a vela y, a finales de XIX, la
introducción de la navegación a vapor. Los puertos de Bilbao y Barcelona se
consolidaron como los dos más importantes de España.

Sin embargo, la verdadera revolución en los transportes vino dada por el


ferrocarril. La creación de la red ferroviaria española se caracterizó por dos
elementos: aportación de capitales sobre todo extranjeros (franceses) y la subvención
del Estado. En 1848 se inauguró la primera línea (Barcelona-Mataró), pero el gran
desarrollo comenzó a partir de la Ley General de Ferrocarriles de 1855, que
estimuló la construcción de la red con un diseño radial teniendo Madrid como centro
y con un ancho de vía mayor que el del resto de Europa.

Este gran desarrollo del ferrocarril permitió un cierto desarrollo del mercado
interior, aunque este seguía siendo débil debido al escaso poder adquisitivo de la
población y el limitado y localizado desarrollo industrial del país.

Para financiar la construcción del ferrocarril como en el resto de la economía


española también tenemos que citar la Ley de Bancos de emisión y sociedades
de crédito de 1856, que permitió la creación de nuevos bancos (Banco Santander,
Banco de Bilbao…). También se modernizó el sistema monetario con la creación en
1868 de una nueva unidad monetaria, la peseta, que sustituyó al antiguo real.

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