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Cinismo y Taoismo

Irresponsabilidad, Dignidad y Mérito

Desprecia la opinión de la mayoría


y falsifica no la verdad,
Sino la costumbre;
moneda que circula como tal
sin serlo.
-Diógenes de Sínope-

Desde hace muchos años, uno de los amigos de mi infancia ha expresado de forma
contundente que si pudiera elegir una forma de vida específica elegiría la de un perro en una
finca. Es algo que siempre nos ha hecho mucha gracia y que me sirve en esta ocasión para dar
cuerpo a unas primeras líneas que harán las veces de inmersión, porque no de introducción en
su sentido formal, a la idea de irresponsabilidad. Una de las cosas que he compartido con mis
amigos, y que he llegado a considerar uno de los puntos en común más duraderos de mi
discurso y el suyo, es la insatisfacción, la inconformidad con la disposición dada de las cosas
que se nos presentan como realidad. Esto implica que en esa misma conversación sobre qué
quisiéramos ser o cómo quisiéramos vivir, cada persona ha expresado su deseo metamórfico.
Y podría decir, sin necesidad de una investigación académica que la mayoría de personas han
tenido este tipo de ideas por lo menos alguna vez en su vida. Y esto se debe sencillamente a
que las estructuras y discursos a que nos vinculamos son como vestiduras o aposentos que
nos protegen pero que una vez dentro de ellos nos limitan, y lo hacen al punto de hacernos
creer y sentir que son parte de nosotras o que nosotras somos parte de ello.

Es a esto a lo que Diógenes alude al decir que “la mejor casa es la propia casa”, es decir:
uno mismo. Uno de los grandes preceptos del cinismo es la libertad, y sobre todo, la libertad
como la expresión de la individualidad sin importar las ideas, los títulos, o los discursos a los
que uno esté adscrito. Y es así básicamente porque esta filosofía es también pragmática y
circunstancial; no miran los perros con los mismos sentidos que la lechuza de Minerva.
Según Enrique Benitez (1999) uno de los pasajes más conocidos de la historia del
pensamiento cínico es aquel en el que uno de sus discípulos, Crates, arroja todas sus
pertenencias al mar. El hecho es recordado con el proverbio: “Crates se libera de las cosas
de Crates, para que las cosas de Crates no dominen a Crates”. Si bien en la historia se
refieren a los bienes materiales, del mismo modo que lo hiciera luego San Francisco de Asís,
el acto de renunciar a los bienes materiales implica también una renuncia a lo simbólico y la
construcción de pensamiento, es decir; es en últimas la patente de una renuncia espiritual, o
por lo menos, el compromiso adquirido con ella.

Ahora bien, el asunto de renunciar a las pertenencias, tanto materiales como espirituales para
que esas cosas no dominen a quien renuncia hace bastante ruido. Quitarse las vestiduras o
abandonar la morada del alma implica estar vulnerable a las inclemencias de la naturaleza,
incluyendo las de la naturaleza interna y a eso apuntaba justamente Diógenes, a una
subversión de los valores ideales a favor de los valores de la naturaleza. El punto es que cada
valor, en tanto idea, demanda una serie de argumentos que le mantengan en su lugar y esos
argumentos requieren de una evidencia en el plano material, esto es: exige comportamientos.
No puede alguien arrogarse valores como la humildad, puntualidad, bondad, serenidad y
otros, sin dar cuenta de ello a través de su conducta, que será la conducta aprobada de forma
convencional en cada contexto; aunque algunos valores han tomado características
aparentemente universales.

Todas estas condiciones, aun siendo modificables en mayor o menor medida, marchan detrás
de un mismo estandarte en cuyo frente reza la virtud nata, la virtud ineludible: La
Responsabilidad. Si, por más que sus acepciones cambien, su connotación siempre es la
misma. No importa qué valores o títulos se adjudique una persona, de alguna manera tiene
que hacerse responsable y esto incluye, por supuesto, el pago “extra actitudinal” por el
incumplimiento de los compromisos. Hay quienes afirman que eluden el pago, pero quien
dice que elude su responsabilidad con deudas o con el cuidado de su cuerpo ¿no paga con
mala fama y decadencia del organismo? Quien deja de cumplir un compromiso ¿No corre el
riesgo de encontrar las puertas cerradas si decide volver? Y más allá de todo eso, quien no
asume la responsabilidad ante los compromisos adquiridos abandona la posibilidad de la
ganancia final y la pérdida de cuanto desde su humanidad invirtió en ello. Es muy conocida la
experiencia de abandonar un grupo, un proceso o un proyecto y después verlo en su cúspide
con la mirada empañada por la melancolía.

Bien, todo eso sucede y es ineludible cuando se trata de los compromisos que adquirimos de
forma voluntaria. Pero ¿La lógica es la misma con los compromisos que no adquirimos sino
que son preestablecidos? De entrada diré que no, y trataré de sostener la respuesta de aquí en
adelante. La responsabilidad es una cualidad que se adquiere cuando se cumplen los
compromisos que se han asumido. Esto quiere decir que la responsabilidad como cualidad, y
tal vez no en esa forma casi kharmática que se expuso antes, es un fenómeno que expresa
voluntad individual. No hay lugar aquí para una Voluntad superior puesto que ello no dejaría
lugar al desarrollo de una idea de responsabilidad consciente. En tal caso, sería algo más
cercano a lo que se nombra popularmente como justicia divina. No, la responsabilidad de la
que hablamos es enteramente volitiva, y de hecho, es por eso que muchos de los
compromisos preestablecidos no los asumimos desde la infancia, sino que se nos van
entregando a medida que crecemos. El mejor ejemplo es el de la escuela. A los niños se les
envía desde cada vez más temprana edad a sitios donde les forman para que vayan con
mejores disposiciones a la escuela. Una vez allí atraviesan toda una serie de experiencias que
a su vez les preparan para otras que habrán de ser cada vez más complejas.

Con esta forma de ser las cosas hay siempre momentos en los que las habilidades de la
persona en formación se ven confrontadas por sus limitaciones y esto da lugar a los
cuestionamientos sobre sí y sobre los compromisos con la educación. Ante la tradicional
pregunta “¿Para qué sirve ir a la escuela?” está la también tradicional respuesta: “Para que
sea alguien en la vida” por parte del pensamiento más capitalista y la otra “Para que sea una
persona digna” propia del socialismo. Al final ambas locuciones afirman lo mismo: Hay que
ir a la escuela para merecerse un lugar en la sociedad. Esto de ser alguien y ser digno son
adornos puesto sobre el mantel de las convenciones sociales. Ser alguien implica ser una
persona, es decir, una máscara para la representación que se vea y suene de acuerdo con las
necesidades del teatro y sus obras. Por teatro entendamos un sistema social dado y por sus
obras a las distintas instancias que lo sostienen. Así, por ejemplo, dentro de un sistema social
en el que los valores son la disciplina, la buena presentación y la condescendencia, las
máscaras deben diseñarse para que encajen en tal escenario y deben resonar para alcanzar a
los personajes que garanticen las dinámicas esperadas. Por su parte, la idea de dignidad tiene
dos caras: una en la que se trata de ser merecedor y otra en la que hay que hacer algo para
tomar dicho merecimiento. Hasta ahí todo bien. Pero ¿Qué es lo que se pone en juego aquí?
¿Qué es eso que se merece o no? ¿Cómo se mide el mérito?

Si uno piensa en las puertas que abre la educación no es difícil deducir qué es aquello de lo
que somos o no dignos por estudiar o dejar de hacerlo. Se trata de la vida misma. En teoría, si
no se estudia no es posible acceder a la educación superior, ni a un buen trabajo por el cual
recibir un salario que permita costear un estilo de vida digno -forma activa de la dignidad-
que posibilite ser digno -forma pasiva de la dignidad- de elogios, reconocimientos, más
oportunidades, e incluso otras condiciones como tranquilidad y estabilidad. Pero lo cierto es
que no hace falta “formarse” bajo las premisas generalizadas. Desde siempre hemos tenido
que aprender para sobrevivir, hemos llevado una existencia naturalmente meritoria. La
dificultad nace con aquello del estilo de vida digno, porque es una meta que no traza cada
persona según sus disposiciones y deseos individuales, sino que se compromete con ella sin
siquiera darse cuenta ¿En qué momento vivir mucho tiempo se convirtió en vida digna?
¿Cuándo tener propiedades, títulos académicos, dinero, sellos en el pasaporte y fotografías
archivadas de todas las experiencias vividas se convirtió en vida digna? La pregunta
puntualmente sería ¿Por qué aceptamos que consumir y acumular es vida digna? El mismo
sistema educativo es en sí una formación diseñada para consumir y acumular sin más
propósito que la reafirmación de esas mismas actividades. Es a esto justamente a lo que alude
la frase con la que inicia este ensayo: se vende un valor, se usa como si fuese una moneda de
oro cuando no es más que una baratija de la costumbre. Aun así, adquiere el poder de
comerciar con las formas de la vida bajo el amparo de las tradiciones y su nostalgia. Esas
monedas falsas que se llevan a los templos de los falsos ídolos sostienen la falsa idea del
pasado como algo lejano del presente y del futuro como algo dependiente del mismo. Y como
creemos que el pasado es más que la memoria posible en el presente o que el futuro es más
que las presunciones que podamos hacer de lo no vivido, aceptamos traficar con tan
miserable divisa.

Por otra parte, la idea de dignidad, ya por fuera de tales transfiguraciones recupera su forma
primordial y se puede manifestar en más formas de las que se supone puede alcanzar bajo
sometimiento ideológico. Así, también se muere con dignidad y de ahí la lucha por temas
como la eutanasia. También se renuncia con y por dignidad, y de ahí la insistencia con temas
como el aborto legal y universal. Se abandonan las batallas con dignidad y de ello el poder
terminar relaciones, alejarse de grupos sociales, retirarse de un empleo o independizarse.
Todo ello aun cuando implique no tener completo el inventario estándar de los bienes de la
dignidad materialista. De igual modo, en su familiaridad con la idea de méritos, no resulta
para nada descabellado decir que se hacen méritos para recibir también sufrimiento, rechazo
o tristeza. Podemos tanto ser dignas de disfrutar de una buena cosecha como de que una plaga
de insectos acabe con ella; todo depende de las prevenciones que tomemos o dejemos pasar
de largo. Y claro, no podemos olvidar que nuestra dignidad se encuentra también con otras
dignidades que cuentan con sus propios términos y méritos.

No pudiendo ser la excepción, la idea de mérito también ha sido revestida de otros valores
más allá de simplemente realizar acciones que llevan a un resultado consecuente. Se ha
pasado de cosas simples como: si se hace ejercicio se puede adquirir musculatura o buen
rendimiento físico, pero también se ha hecho mérito para propiciar desgaste y posibles
lesiones. Por supuesto, hay ideas tan ridículas como la de meritocracia. Según esto, son
dignos de ciertos bienes y posibilidades quienes hacen mérito para ello, tienen éxito -
expresión en la cual no vale la pena ni siquiera detenerse- quienes hacen mérito. De esto que,
quienes viven en condiciones de pobreza extrema, quienes no pueden encontrar un trabajo,
quienes no pueden ir a la universidad o siquiera a la escuela, quienes no tienen seguro el pan
de cada día, viven así sencillamente porque no han hecho mérito para hacerlo de otro modo;
se han conformado con lo que tienen. Algo que se cae ante el simple hecho de que no todas
las personas nacemos con las mismas posibilidades, para algunas las cosas son más difíciles
que para otras. No es lo mismo nacer en un lugar en el que hay suficiente dinero para pagar
incluso el primer posgrado del único hijo o de los hijos que sean, a nacer en otro donde
siendo uno o muchos no hay servicios públicos, acceso a agua potable, ni comida. Por lo que
en vez de ir a la escuela varios miembros de la familia empiezan a trabajar en cualquier cosa
para subsistir.

Pero, para no quedarnos en el plano de la inequidad social, es posible decir todavía algo más:
la herencia de casa persona, desde la cultural hasta la genética, se convierte en un
condicionante que abre o cierra de entrada distintas posibilidades. Si mis cuidadores, por
ejemplo, o las personas con las que establezco mis primeros vínculos importantes, logran
conectarme con su pasión por algo como un juego, leer, caminar o bailar, seguramente ese
será uno de los insumos con los que enfrentaré la vida; una herramienta con la que podré
ampliar mi capacidad de mérito. Por tal motivo, y para evitar que se sigan generando
confusiones con respecto a la idea de mérito, incluso para evitar recelos entre unas y otras
personas, propongo cambiar la palabra meritocracia por Kratomeherencia, es decir: el poder
que adquirimos con lo que se nos deja. Este término tiene tres implicaciones importantes. La
primera es que se anula la idea de que sencillamente tienen más los que hacen más y menos
los que hacen menos. La segunda, es que se anula la sacralización que, a fuerza de uso, ha
tomado la raíz Kratia por estar siempre al final de los términos, siendo casi como un apellido,
un gran familiar. Finalmente, la reducción del término mérito, cuya presencia radica sólo en
el me entre krato y herencia, se expresa como una interrupción forzosa, violenta, de la idea
de mérito como algo capaz de superar cualquier variable del contexto, sin dejar de reconocer
que esas mismas variables se convierten en los insumos para hacer los méritos que le sean
posibles a cada persona.
Los hombres perfectos de la antigüedad tomaban el camino de la benevolencia y hacían alto
en la justicia, por viajar hasta la liberadora Vacuidad. Alimentábanse frugalmente y se
asentaban en huertos no arrendados. La plena libertad está en el no-actuar; siendo frugal,
siempre se está satisfecho; al no arrendar, no se consume. A esto llamaban antiguamente
«Viaje a la verdad» -Lao Dan a Confucio-

El Taoísmo filosófico es una de las formas del pensamiento oriental que más se ha
popularizado junto a su “contraparte”, el confucionismo. La relación entre estas dos formas
de ver y ejercer la vida es casi idéntica a la que encontramos entre la aristocracia y el
cinismo; con marcadas diferencias, propias de las perspectivas generales que siempre
discrepan entre oriente y occidente. Tanto el cinismo como el taoísmo coinciden en la
renuncia a las virtudes materiales, a la gloria y al reconocimiento al que aspiraban la
aristocracia y el confucionismo. No obstante, las implicaciones de ello en la vida, al menos
las esperadas desde lo ideológico, eran bien distintas. El Tao Te Ching, texto esencial del
taoísmo, habla del fluir de acuerdo a la naturaleza, pero en contraposición al cinismo no es
reaccionario. Bien al contrario promueve el no actuar como camino. Bajo la lógica de la ley
de acción y reacción, el taoísmo habla de no iniciar nada para no generar ninguna reacción.

Ahora bien, esto no implica una postura estrictamente pasiva, suscita más bien la idea de no
pugnar por cambiar el rumbo de las cosas en tanto que la vida, la existencia misma, tienen ya
un proceso contra el cual las luchas individuales son inmensamente agotadoras y finalmente
inútiles. El movimiento entonces ha de ser interno. Si no se puede trascender o trasegar al
mundo, habrá de hacerse en el ego. En uno de los pasajes que más recuerdo del Tao Té Ching
aparece una forma de entender el egoísmo [movimiento del Yo] muy distante de la que
prolifera en occidente. En el caso del tao el egoísmo es la tendencia natural de todo cuanto
existe, así: “no tendría sentido que una semilla no quiera ser árbol porque en tal caso no
podría dar sombra ni frutos”. Tampoco tendría sentido que una especie quisiera ser otra cosa,
y menos aún lo tiene el comparar una forma de vida con la otra y máxime si se hace en
términos meliorativos; algo que conocemos bien por aquella reflexión de los peces y los
monos.

En la misma línea de ideas, la segunda parte del Taoísmo, la partícula Té, es la virtud que se
encuentra en el camino de la naturaleza y que subvierte también las virtudes establecidas por
la regencia social como las debidas. En reacción a lo que universalmente nombramos como
“alta cultura” el Tao Té Ching llama a desterrar de la vida todas aquellas cosas que resultan
forzadas y que se convierten en penosas estigmas para lo cotidiano. En las dos citas
siguientes podremos ver un claro reflejo de esto.

«Elimínese la sabiduría, rechácese la inteligencia, y las gentes obtendrán beneficios cien


veces mayores. Elimínese la benevolencia, rechácese la rectitud, y las gentes retornarán a la
piedad filial y al amor. Elimínese la industria, rechácese el interés y ya no habrá bandidos ni
ladrones. Estas tres (razones), tomadas como normas (de gobierno), no bastan y por ello es
menester hacerles saber a qué atenerse: ser modestos por fuera y conservar la simplicidad
interior, ser menos interesados (y) con escasos deseos» (XIX).
«Conocer a los demás, inteligencia. Conocerse a sí mismo, clarividencia. Vencer a los
demás, fortaleza. Vencerse a sí mismo, poderío. Saber contentarse, riqueza. Esforzarse,
voluntad»

La primera frase remite a una idea encontrada también en una de las más recientes vertientes
del pensamiento occidental contestatario ante la industria y los sistemas socioeconómicos
dominantes: La post-anarquía. No se trata sencillamente de ir rechazando todo cuanto
acontece desde el ingenio del ser humano y su relación con la naturaleza, sino atender a lo
que evidencia la experiencia para hacer los juicios de valor necesarios que conllevan las
decisiones más pertinentes. Así, no tiene ningún sentido que nos ensañemos en formar
personas para que se aferren a leyes y mandatos que han dado resultados negativos para el
desarrollo del país y sus habitantes.

Por su parte, el rechazo de la inteligencia tiene algunos aspectos que vale la pena reconocer.
En primer lugar, al hablar de inteligencia se refieren claramente a la idea tradicional de
inteligencia como un acumulado de saberes, que muchas veces, resultan inútiles con respecto
a la práctica. A su vez, esto implica renunciar a la infructuosa búsqueda de lo ideal, que lo
saben todas inalcanzable, y en lugar de ello aceptar lo que cristianamente se nombraría como
“el pan de cada día”. Renunciar a la idea de norma permite atender el flujo que se considera
primordial en todas las cosas y permite también conectar con lo que hay en el resto del
camino. El ser flexibles nos hace ser capaces de despojarnos de compromisos que no nos
corresponden realmente y librarnos también de deseos que nos llevan a adquirir una
responsabilidad que tampoco necesitamos tomar para sobrevivir. También a nivel social y de
gobierno (algo de suma importancia tanto para el cinismo como para el taoísmo) anular la
rigidez de la norma y el dogma implica menor insatisfacción y con ello, menos deseo y en
consecuencia, menos frustración y sufrimiento.

Y esto último, desde mi interpretación, conecta a la perfección con la segunda frase. Si


tenemos menos barreras, si tenemos menos paredes obstaculizando nuestro devenir,
tendremos también menos refugios, menos lugares de los cuales pender y con los cuales
evadir el encuentro con nosotros mismos. Si mi vecino, mi amigo, o familiar, deja de ser
mostrado ante mi como un referente del deber ser, a la hora de sentirme perdido o dolido, no
tendría forma de escudarme en la existencia del otro. Si no fuesen tan radicales las directrices
de los gobiernos podría yo actuar en razón de mis capacidades al ver a estas directrices
flaquear para lograr lo necesario- Entonces no pondría mi juicio sobre las leyes y el sistema
sino sobre mi mismo. Es allí donde se torna contundente la idea de vencerse a sí mismo como
fortaleza.

Como dije antes: todos los discursos a los que nos adscribimos nos abren ciertas puertas, pero
al dejarnos entrar en su estructura nos limitan. Puedo decir con seguridad, que muchas veces
no hemos tomado una decisión que queremos tomar porque eso iría en contra de todo lo que
pensamos y pregonamos. Luego la incomodidad que ello genera se aplana con el
moldeamiento del lenguaje que todo puede acoplarlo; lo cual, es una completa farsa. Es una
farsa en primer lugar porque en realidad no estamos defendiendo lo que pensamos, porque
el pensamiento es pensamiento en tanto acción vigente. Por lo tanto, lo que pensamos en ese
momento es lo que pensamos y no lo que pensamos antes. Y en segundo lugar, porque si
bien podemos haber dicho muchas cosas antes a otras personas, somos nosotros mismos
nuestro primer interlocutor y lo que en ese momento nos decimos es aquello que entonces
pregonamos.

Mientras escribía este ensayo, dentro de mis redes sociales, varias personas publicaron la
frase “La maniática tarea de construir eternidades con elementos hechos de fugacidad,
tránsito y olvido” de Juan Carlos Onetti, un autor uruguayo del que no sabía absolutamente
nada pero de quien, en una brevísima pesquisa, encontré también una fuerte promulgación de
la sencillez y el desprendimiento de las convenciones sociales como medio para alcanzar el
bienestar. Con esta frase se hace muy sencillo entender lo que se busca en las dos corrientes
filosóficas abordadas a lo largo del texto: deja de insistir en mantener las cosas de una forma
determinada atendiendo sencillamente al hecho de que cuanto hoy es vigente se construyó
para reemplazar algo que también lo era y que como construcción es naturalmente
perecedero. El problema, claro está, yace en la cantidad de sensaciones positivas y los
beneficios que genera el establecimiento a cierto número de personas aun cuando ello vaya en
contra del bienestar de una gran mayoría, que finalmente, deja de percibir las ausencias y los
daños por cuenta de los suplentes de vacío que generan los mismos sistemas para que nadie
se tengan a mirar sus fallas; como un mal padre que lleva regalos a sus hijos para que no se
cuestionen por lo que está mal ni por su aliento anisado. Este engaño es sumamente efectivo
porque nos mueve desde los más hondos afectos y apetitos, y nos permite eludir la tan pesada
sensación de incertidumbre. La cotidianidad no deja de ser cotidianidad, toda garantía de
permanencia es falsa, pero aún así logran camuflar el día con la promesa de eternidad.

Una vez sustentada esta subversión de valores, podemos avanzar hacia la idea de
irresponsabilidad, no sin antes reiterar la respuesta negativa frente a la pregunta por la forma
en que funcionan los compromisos que no se asumen de manera voluntaria. La respuesta,
según se ve, sigue siendo la misma: todos las responsabilidades preestablecidas no son más
que pesos muertos. Y más importante aún, parece ser un peso que algunos distribuyen sobre
otros para mantener las cosas en el lugar que desean. Según esto, la irresponsabilidad sería un
acto de liberación cuando se mira de frente a lo colectivo. Con respecto a lo individual, como
ya vimos, el pago es inevitable, a menos, claro, que abandonemos por completo la noción de
nuestra experiencia vital como un fenómeno del mercado. En tal caso, el ser irresponsables
sería también el anular la dominancia de “nuestras cosas” sobre nosotros; la mayor muestra
de fortaleza: la victoria sobre nosotros mismos.

La irresponsabilidad con respecto a las demandas sociales, a las demandas de un gobierno


ineficiente en la mayor parte de sus responsabilidades, adquiridas todas en cabeza de sus
representantes de forma voluntaria, por ejemplo, si bien implican una serie de experiencias
incómodas, no deja de ser un acto liberador que refleja en quienes se lo permiten una forma
alterna de la dignidad. La dignidad que se torna ya no en merecimiento sino en sensación y en
convicción ¿No se sienten dignas quienes luchan por causas que se oponen a lo establecido?
¿No hay gran orgullo en quienes abandonan responsabilidades como trabajar ocho horas
diarias, tener que cuidar su imagen, un estilo de vida ostentoso, un carro y una lista de tareas
para vivir algo más tranquilo? Además, el hacerse irresponsable con respecto a las cosas
externas también nos permite pasar a ser irresponsables con nosotras. Pero ¿Qué sería
hacernos irresponsables de nosotras mismas? no es más que abandonar la idea de pacto que
nos acompaña todo el tiempo y que es, en el fondo, la cadena que nos mantiene sujetos a la
otredad, el lastre de la cultura sobre nuestra alma. Hacernos irresponsables con respecto a
nosotros mismos, insisto, por fuera del espectro transaccional, no es otra cosa que hacer uso
cabal de nuestra Kratomeherencia; cultivarla y fortalecerla según nuestra propia experiencia
lo disponga.

Finalmente, la forma pura de la irresponsabilidad es la de renunciar al ideal de la vida como


algo eterno. Reconocer que somos apenas una parte más en medio de todo, cuya significancia
en el espacio y el tiempo no irá nunca más allá de nosotras y unas cuantas personas más que
se vean implicadas. Claro que hay personas que realizan grandes obras y que cambian la
historia.Y de estas las hay tan obstinadas en acciones desde la aristocracia o el confucionismo
como desde el cinismo y el taoísmo. No me hace ningún sentido apologizar ninguna de estas
formas de vida y pensamiento más allá de lo expuesto hasta aquí. Tampoco creo que hacerse
irresponsable sea un camino óptimo que dé todas las respuestas. Como he comentado en
otros momentos, liberarse implica encerrarse en una estructura, incluso moverse dentro de
suficientes estructuras como para crear la ilusión de libertad, o lo que es lo mismo, anular la
ilusión de sentirse prisionera. Por lo tanto, no queda sino invitar a romper los pactos sagrados
que no firmamos y que coartan nuestro libre sentir y libre pensamiento para que llevemos las
cargas que sostienen las cosas en un lugar conveniente para otros. Si resulta que al romper los
acuerdos decidimos firmar un nuevo contrato para los mismos fines y bajo las mismas
condiciones, hagámoslo teniendo clara toda la letra pequeña y sabiendo que tenemos siempre
la posibilidad de anularlo o de proponer un otrosí con las variaciones correspondientes.

Insobornables

He renunciado de forma abrupta


con el mismo modus operandi
tan arrebatador que tiene la vida
a la promesa de lo eterno.

He preferido renunciar a tu presencia


antes de perderla
o perderme en ella.

Decliné ante el soborno del cielo,


las utopías y el idealismo
y te vi descender con tu paso mustio
y ese gesto maldito
que profana todas mis memorias.

Me zafé de las trampas del lenguaje


y encontré mis propias ataduras;
sucede que aun no entiendo sus molduras
ni mucho menos el propósito del viaje.
Pero no me molesta en lo absoluto
este arrepentimiento amargo;
lo mismo soy yo equivocándome,
que reafirmando cualquier idea
y haciéndome cargo.

Cada movimiento de combate


en contra de la sombra del futuro
rompe una fracción de mi pasado
hecho todo del cristal frágil de lo cotidiano.

Clamo por el olvido de las promesas


porque toda vez que no se cumple una
nace un pobre desdichado.

No reproches mi quietud
ni me encares con lo que no he logrado,
porque entonces habré de reprocharte
no haber entendido nunca mi camino
este, el que Yo he tomado.

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