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CASILLA 5-C CONCEPCION, CHILE.


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INSCRIPCION Nº
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DISEÑO DE LA EDICION:
NORMAN AHUMADA GALLARDO
NINON JEGO ARAYA

IMPRESO:
TRAMA IMPRESORES
AV. COLON 8731, FONO 41-475151
TALCAHUANO - CHILE

IMPRESO EN CHILE - PRINTED IN CHILE


PRIMERA EDICION NOVIEMBRE 2004

EDICIONES
UNIVERSIDAD DEL BIO-BIO

REPRESENTANTE LEGAL
HILARIO HERNANDEZ GURRUCHAGA

PROHIBIDA LA REPRODUCCION TOTAL O PARCIAL


EN CUALQUIER FORMA O POR CUALQUIER MEDIO.
Juan Gabriel Araya

PRIMERA DAMA

EDICIONES
UNIVERSIDAD DEL BIO-BIO
A mis hijas y a mis nietos, con el cariño y amor de siempre.
JUAN GABRIEL ARAYA Y SU PRIMERA DAMA.

El autor y su obra

Nacido en Iquique, Juan Gabriel Araya es, sin embargo, chi-


llanejo por adopción voluntaria, por largo y amoroso arraigo
y porque en Chillán ha transcurrido parte principal de su
existencia. Agradecido de su patria chica, Araya ha dedicado
gran parte de su actividad intelectual (investigación y exten-
sión académica, crítica literaria y cultural, creación poética,
narrativa, dramática) a estudiar y difundir la cultura regional
y local.

En el ámbito de la creación, el conjunto de su obra evidencia


una escritura versátil, capaz de concretarse eficazmente en
diversas formas y géneros del decir literario (la poesía lírica,
el drama, el relato breve, la novela). Acumulando experien-
cias, ensayando estilos, buscando procedimientos y recursos
diversos, y en lo posible inéditos, escribiendo, a veces atrope-
lladamente, pero siempre con una palpitante enjundia, Juan
Gabriel Araya logra comunicar a su palabra y a través de ella
un apasionamiento vehemente, un exultante deseo de decir
casi sin mediaciones retóricas, un ímpetu expresivo que no
puede dejar indiferente al lector y que lo invita siempre a to-
mar partido. Allí se muestra el afán del autor por entramar lo
vivencial histórico y personal mediante figuras de significación
trascendente. Todo el trabajo literario de Araya se centra en
el esfuerzo por rescatar imágenes-vivencias próximas y lejanas
que, en cierto modo, expliquen o den cuenta del ‘ahora’ de la
meditación solitaria con la palabra: sujeto que procura asirse
a la escritura como una forma de buscar su propia identidad
y sus raíces.

Araya comenzó –como tantos narradores- escribiendo poesía:


Referencias [1979], Memoria del tiempo [1983]. Sus versos
nacieron casi espontáneamente de sus experiencias vitales.
Pero no se trata de poesía circunstancial sino, relacionada
con la circunstancia; esto es, poesía que toma impulso en la
experiencia personal para concretarse en imágenes que van más
allá de lo meramente episódico, pero que tampoco reniegan
de ese origen y dejan su huella -la huella de lo vivido- inten-
cionadamente.

En 1985, en coautoría con Jaime Giordano, nuestro autor


publica una «crónica dramática en tres actos»: Detrás de los
árboles (escrita en 1961). Osada incursión, no exenta de hu-
mor por los arduos senderos de la técnica dramática textual.
La obra se aventura por el mundo de la política sindical y
gremial de los 60. Con diálogo ágil y decoro lingüístico, se
desarrolla el conflicto de un dirigente sindical tironeado por
las solicitaciones de su flamante esposa y sus deberes sociales.
Envuelto en un ‘afaire’ policial (robo de documentos compro-
metedores) es requerido por la justicia sin que pueda probarse
nada. El tercer acto muestra, especialmente, un diálogo muy
vivo, chispeante, lleno de astucia criolla, entre el viejo juez,
prostituido al servicio de los intereses de los poderosos y los
obreros y estudiantes acusados.

Ese mismo año se publican los doce relatos que forman el libro
Iniciaciones y fantasmas. En unas «Palabras preliminares», se
subraya, como en ocasiones anteriores, el afán y la necesidad
del autor por justificar su obra en función de su carácter de
escritura situada y raigal: «cada cuento es un registro de expe-
riencias vitales»; cada uno expresa «el desconcierto y entereza
del ser frente al sufrimiento que se soporta con estoicismo».
Así, la mera experiencia singular se universaliza como condi-
ción de lo humano en general. Allí se tocan diversos temas:
el mundo mágico de la infancia y adolescencia, el regreso del
exilio, el melodrama del deporte y las andanzas por los caminos
fronterizos. Todos los cuentos suponen el esfuerzo anímico por
rescatar del tiempo ya pasado imágenes fragmentarias de la
niñez y de la adolescencia, como dice el autor, «dando cuerpo
a los fantasmas».

Sus novelas 1891: entre el fulgor y la agonía [1991] y Tragar


saliva [1996] constituyen, sin duda, el trabajo más arduo,
maduro y meritorio en la trayectoria escritural de Juan Gabriel
Araya. Ambas se orientan hacia el relato de ambientación
histórica o testimonial. La primera (Ganadora del Concurso
Nacional de Novela de la Cámara Chilena del Libro) es la más
conocida y, sin duda, la más exitosa. Allí se recrea, desde una
perspectiva intrahistórica, el episodio de la guerra civil de 1891.
Uno de sus méritos radica en la sugestiva reconstrucción de la
atmósfera ambiental que rodea el vivir de entonces. La figura
de Balmaceda, como la de sus amigos y rivales es recuperada
con puntilloso apego a la documentación histórica, mientras
los personajes ficticios y la recreación de espacios se apoya en
lecturas literarias de la época, marcada culturalmente por el
modernismo y el momento de bonanza económica que vivió el
país después de la Guerra del Pacífico y a raíz de la explotación
de las salitreras. La segunda –Tragar saliva- es un relato testi-
monial y de raíz autobiográfica. En la ominosa atmósfera de
fines de los 70, en plena dictadura, los destinos de los amigos
se encuentran, cruzan y entrecruzan vinculados por el afecto y
el peligro, a través de capítulos que, en sus títulos y en el aire
que se respira, evoca las formas barrocas, las luces y sombras
que asfixian, sugestivas de la opresión que figuran.

Primera dama.
Movido, como queda dicho, por la permanente búsqueda de
signos de identidad regional, Juan Gabriel Araya ha empren-
dido, a través de las páginas que el lector tiene a la vista, la
tarea entusiasta de indagar esas mismas señas en personajes y
episodios fuertemente vinculados a Chillán. Se trata, como
el lector verá, de una novela de ambientación histórica. Para
ello, el autor ha ejecutado, previamente, una serie de tareas de
investigación (información documental, lectura de libros de
carácter histórico, fuentes orales, viajes a terreno, etc.) con el
objeto de fundar la verosimilitud de su relato en el necesario
soporte histórico.

La novela, compuesta por once capítulos de diversa extensión,


con algunas divisiones internas, cuenta dos historias paralelas
que se van entretejiendo hasta concluir en un solo y único
desenlace. La primera de ellas, si consideramos el orden de
su aparición en el texto, se construye en la ambigüedad tem-
poral que supone que un personaje ya muerto, pueda seguir
viviendo a través de su retrato o de alguno de los objetos que
le pertenecieron y que aún perduran. Hablamos de ambigüe-
dad temporal, porque el recurso de la supervivencia permita
al personaje asomarse al mundo actual, que en la novela
corresponde a los días inmediatamente anteriores al traslado
de los restos de Isabel Riquelme a Chillán. El lector ya sabrá
que es, precisamente, este personaje, Isabel Riquelme, el que
da título a la novela y que, por eso mismo, se convierte en
uno de sus protagonistas. El truco de la vivencia más allá de
la muerte, en una extraña dimensión intermedia (recurso que
evoca relatos como La amortajada, de María Luisa Bombal),
posibilita el que, a través del recuerdo, la protagonista pueda
reconstruir momentos fundamentales de su vida pasada: su
niñez y adolescencia en la antigua Chillán, la pérdida de su
doncellez, a manos del gobernador irlandés, sus experiencias
de madre, su destierro al Perú, etc.
La segunda historia se centra en un periodista investigador, al
que se le ha encargado un reportaje vinculado, precisamente,
al retorno de los restos de Isabel a Chillán. Antonio, que así se
llama el periodista, se ve enfrentado a una serie de peripecias,
en procura de aclarar ciertos enigmas de la ‘primera dama’,
asunto que lo lleva a conocer a Claudia, funcionaria de la
biblioteca de la ciudad, que lo ayuda en su investigación y
posibilita un ‘intermezzo’ sentimental. La madeja se enreda
y adquiere ciertos visos de relato policial, cuando personajes
del presente, emparentados con otros del pasado, son, en
cierto modo, desenmascarados por la investigación que reali-
za Antonio. Por último, cierta máquina maravillosa, más las
coincidencias físicas y genealógicas sugieren una especie de
reviviscencia de los antiguos amores de doña Isabel, reencar-
nados, precisamente, en el investigador periodista.

La novela se inscribe claramente en el subgénero de las ficciones


históricas. En este sentido, es notorio el esfuerzo del autor por
documentar su narración con importantes y a veces minucio-
sos detalles basados en fuentes históricas (lugares geográficos,
recintos urbanos, fechas, nombres de personajes, importantes
y nimios acontecimientos, fragmentos de discursos, etc.). Por
otro lado, el arte del novelista se muestra de manera inequívoca
y privilegiada, en los felices momentos de reconstrucción his-
tórica de atmósferas y descripciones. La investigación histórica
llevada a cabo por el autor tiene su paralelo en la historia del
periodista, en el interior de la novela, y, permite al autor una
serie de aportes que tienen que ver con aspectos más o menos
desconocidos de la vida de los referentes reales de sus persona-
jes. En este sentido, la novela combina bien los componentes
históricos con aquellos puramente ficcionales.

El lenguaje mantiene el decoro adecuado a las diversas épocas


y a la catadura de los distintos personajes, sin demasiadas va-
riaciones. La estructura de la novela es interesante, de cierta
complejidad, sin llegar a complicaciones que entorpezcan su
lectura. Al contrario, ésta es siempre fácil y contribuye a la
amenidad general del relato.

Sin duda se trata de una obra meritoria desde el punto de vista


literario que nos apresuramos, entusiastamente, a recomendar
al lector. Tanto desde el punto de vista de su documentación
histórica como desde la reconstrucción imaginaria de épocas e
interioridades; desde su visión dominantemente neorrealista, o
la incorporación de ciertos mecanismos fantásticos, la novela
se ofrece como un texto original, creativo, interesante, digno
de leerse.


Mauricio Ostria González

Concepción, primavera de 2004.


Capítulo I

A pesar de los años, reconoció la voz de uno de los de


su pueblo y de varios más. Por mucho tiempo anheló que algún
día llegara a sus oídos nuevamente ese tonito, el cual hacía de
la imprecisa habla de la gente de su tierra un verdadero puente
de comunicación con su persona. Misiá María Isabel percibió
que en ese decir, ya no se encontraban presentes las «erres»
profundas, ni las «zetas» enfáticas de los viejos españoles, tan
poderosos en aquella época, en la que transcurrió la rosa de
su juventud. Estuvo a punto de sonreír.

Se hundió en sus propias cenizas y al darse cuenta de


lo insólito de su acto no sonrió. ¿Dónde estaba? La voz del
funcionario encargado de los trámites para trasladarlas a su
lugar de origen, diciendo campechanamente: «Muy pronto las
llevaremos para allá», confirmó su inicial reconocimiento.

Sin embargo, aún no estaba en condiciones de captar


plenamente el sentido de la expresión dicha por el encargado.
¿Significaría, tal vez, -si, al mismo tiempo- escuchaba bien, que,
al fin, el exilio de su patria chica llegaba a su término? O ¿Lo
oído no era otra cosa que el producto fantástico de la fiebre
que la poseía, cuando la aquejaba el famoso «mal de costado»
que le habían diagnosticado los facultativos limeños?
Misiá María Isabel, al hacer esfuerzos para contemplar
su entorno, lo vio todo oscuro, pero la voz o las voces que
sentía, procedentes de una comitiva que visitaba el lugar, le
proporcionaron la luz, y la necesaria claridad de conceptos
que le hacía falta para comprender su situación.

De este modo, al oír las voces, se enteró de que se


encontraba «transitoriamente» ubicada debajo del Altar Ma-
yor de la Catedral Metropolitana de Santiago de Chile. Por
consiguiente, según lo que el guía eclesiástico explicaba, había
venido a parar, nada más ni nada menos, que al Mausoleo
de los obispos del antiguo reino de Chile. De sus palabras
se desprendía que ellas habían llegado a Santiago en 1947,
procedentes de Lima, después de una paradilla en la nortina
Arica, en virtud de las gestiones de importantes personeros
de la nación. Algunos de ellos, para cerrar el ciclo del exilio,
postulaban que los restos mortales de ella y de su hija Rosa,
se fueran a descansar, lo más pronto posible, a su tierra natal
de Chillán.

Sin embargo, ¿Qué ocurría a su alrededor? ¿Por qué


en estos minutos se llevaba a cabo esta infinidad de homena-
jes? ¿Era cierto que el mentado «pago de Chile», en realidad
era el no pago de nada y que sólo se le daba cumplimiento
tardíamente -como en esta oportunidad- cuando los seres que
se lo merecían, cerraban sus ojos? Si esto último era verídico,
al contrario de lo señalado, ella abriría sus ojos para presenciar
cómo se efectuaban los denominados «definitivos funerales de
doña Isabel». Por ningún motivo iba a perdérselos. Incluso
más: agudizaría sus oídos y, como antes, humedecería sus
labios con el fin de recuperar la frescura de sus sentidos que
prodigiosamente se regeneraban.

Había decidido, en consecuencia, mantener sus ojos


bien abiertos a la expectativa del anunciado traslado. No había
duda que a la vera y al olor de su terruño, se toparía pronto
con la redondez concluida de su historia.

Y la voz recitaba su parsimoniosa letanía informativa:


«A su regreso del Perú fue velada sucesivamente, en el Congreso
Nacional y después en la Casa Central de la Universidad de
Chile; el cardenal José María Caro ofició la misa en presencia
de las autoridades del país; destacamentos de las Fuerzas Ar-
madas le rindieron patrióticos homenajes, pues como madre
del Padre de la Patria, en propiedad, le correspondían. Pasadas
ciertas horas, una gran cantidad de vecinos de las ciudades en
las que vivió, besaron fervorosamente su ataúd».

Al escuchar las últimas palabras, misiá María Isabel


sentía la necesidad de que su hija Rosa, a quien suponía oyendo
las mismas frases, le ratificara la verdad o falsedad de aquello
que se decía. Al hacerlo se olvidaba que de ella quedaban en
las urnas de plata que la abrigaban, sólo sus despojos.

En verdad, había sido la madre del Prócer, pero tam-


bién en su patria había sido antigua vecina de Chillán, Laja y
Santiago, de tal modo que su pertenencia le otorgaba autoridad
para conocer a sus iguales: los demás vecinos. Y, precisamente,
por esa razón le parecía increíble que, todos ellos, le manifes-
taran tanto entusiasmo ciudadano a su persona.

Por otro lado, los sucesos que narraba el guía so-


brepasaban los límites de su entendimiento inmediato. No
obstante, y a pesar de que aquellos se habían desarrollado ya
hace muchísimos años, las voces que emitían los sujetos les
conferían relieves de actualidad.

Sin embargo, el matiz que más le importaba era la


sonoridad del nombre de su tierra natal: Chiiii llán. Este,
reiteradamente pronunciado, hacía despertar la conciencia
de misiá María Isabel, permitiéndole recuperar, de manera
lenta, la capacidad de comprensión que antaño tuvo. La nada
o el olvido que hasta ese instante la había acompañado, en
definitiva se retiraba hacia otras dimensiones.

Olvidándose de la sepulcral cámara negra en que


se encontraba, y situándose, imaginariamente, en la vieja
mecedora que tenía instalada en los corredores de la peruana
hacienda Montalván; misiá María Isabel -por el camino que
señalaba la evocación volcánica del vocablo indígena Chillán-
empezaba a hilvanar sus recuerdos, calmadamente. A modo
de una filmación en cámara lenta, acudían a su cerebro, al
mismo tiempo, recompensas espirituales y agravios, entre
estos últimos, los que le habían proferido a ella y a su familia
vecinos de aquel lejano tiempo. Posiblemente entre los que
habían besado su cajón fúnebre se hallara, incluso, algunos
de esos o sus descendientes. En todo caso, al llegar a Chillán,
todo concluiría: las querellas quedarían disueltas como el polvo
de sus huesos. Ojalá.

En determinadas ocasiones, la vibración de las pa-


labras de aquellos hombres que conversaban en la Catedral
se hacía imperceptible, no obstante, María Isabel intuía su
sentido.

Creía entender que a ella y a Rosa -al igual que a su re-


torno al país- se le preparaba nuevamente una gran ceremonia.
Para hacerla efectiva se hablaba de un viaje alado hacia su pue-
blo natal y de una escolta de caballería rodeando los féretros.
A su arribo a éste, serían trasladadas -para recibir los respetos
de las autoridades- al regimiento, al municipio y a la catedral
del nuevo Chillán que no conocía, por vivir durante los años
de su refundación, en su exilio peruano. A continuación, luego
de una solemne recepción, sus restos serían depositados en la
cripta ad hoc, que se construía en un espacio, en el que había
estado el «Solar de los Riquelme», situado en el corazón del
Centro Histórico y Cultural de Pueblo Viejo.

De esa manera y, de acuerdo con el sentimiento que se


desprendía de aquel intercambio verbal que oía, retornándola a
los terrones que cobijaron su infancia y a los cielos pedregosos
que le regalaron la coraza de su fortaleza, sus connacionales
pagarían la vieja deuda contraída con ella y su hija.

Sin embargo, pasando por alto los homenajes que le


ofrecerían sus paisanos, desde el fondo de su interior surgía, al
respecto, una inquietante interrogante. ¿Era verdad que volve-
ría a su tierra? O todo aquello ¿no era más que el producto de
su fantasía delirante, que ya, en otras oportunidades, la había
engañado cuando en el Perú había esperado, en vano, la orden
que pondría término a su exilio?

Esa situación la ponía nerviosa. Mas todavía, si desde


el pasado, la voz odiosa, oscura y chillona de Oviedo todavía
llegaba a sus oídos con su carga de encono y perversidad para
divulgar groserías en su contra. Su intranquilidad hacía que
al lado de su ataúd reapareciera, fantásticamente, la figura de
su coterráneo chillanejo para calumniarla una vez más. Aún
conservaba en su mente la memoria de aquel hombre, que en
vida la había infamado tantas veces, haciendo comentarios
sarcásticos sobre su conducta y extendiéndoselos al conjunto
de su familia. Este era el mismo sujeto que se convertiría en
el enemigo permanente de su hijo, uniéndose a otros, en la
creación de todo tipo de dificultades a su gestión en el primer
gobierno chileno.

Oviedo, el antiguo administrador del fundo «Las


Canteras», a la familia de María Isabel, con sus insidias, le
había cobrado muy caro su merecida expulsión del cargo que
había servido. Cargo que, al aprovecharse indebidamente de
sus funciones, le había permitido acumular una gran cantidad
de dinero y tierras. La confianza que sus patrones depositaron
en el ejercicio de su administración agrícola y ganadera de la
propiedad familiar, se derrumbó con el fraudulento manejo
financiero que hizo.

¿Aguaría la fiesta que se celebraría con motivo de su


reincorporación definitiva a la aldea que la vio nacer, Oviedo,
o algún representante suyo?

Muchos se mareaban en el zigzagueante camino as-


faltado que recorría veloz el «Galope Azul» para unir, mecáni-
camente, las ciudades de Concepción y Chillán; no obstante,
yo salí airoso de la prueba y con simpatía rechacé la bolsita
de plástico que el auxiliar del bus me pasó para que arrojara
allí mis vómitos, en el caso que me afectaran sus numerosas
curvas y se produjera la habitual emergencia.

Esta vía no era, exactamente, la antigua Ruta del Con-


quistador, ni tampoco el tortuoso senderillo que comunicaba
los antiguos fuertes de Penco y el de la villa de San Bartolomé;
sin embargo, al igual que los añosos jinetes del pasado, tuve
la impresión de llegar a galope tendido a las puertas genero-
samente sombreadas de Pueblo Viejo.

Con mi bolso de viaje colgado a un hombro y con el


maletín de periodista en la mano, me bajé del bus-cabalgadura
para encaminar mis pasos a la residencia que me habían reco-
mendado. El reportaje que el diario me había pedido realizar
en el lugar de los hechos, en torno a un personaje nacido en
su seno, me demoraría algunos días, de tal modo que tendría
tiempo para recorrer los lugares más interesantes de la provin-
cia, a la vez que podría visitar antiguas amistades.

Al internarse el bus en las avenidas del pueblo, a través


de una ventanilla del «Galope Azul», había leído un simpático
y original eslogan, que decía: «Por gracia somos cuna, por
esfuerzo seremos comuna», que denunciaba claramente el aire
independentista que invadía al histórico barrio de Chillán.
Una pelea entre irlandeses e ingleses pensé, superficialmente.
Para mí, todos los habitantes son iguales, ocurre que algunos
se trasladaron -después del terremoto de 1835- para allá y
otros se quedaron por acá. Eso es todo. Vendré a pasear por
estos lados.

La residencia era agradable. Resultó ser una vieja


casa, un poco venida a menos, pero aún señorial y distingui-
dona. Había sido construida, al parecer, en una época en que
sobraban el cemento y las maderas finas o tal vez lo había
sido cuando los habitantes de la ciudad pensaban que vivir
dentro de las cuatro avenidas que la circundaban, era lo más
conveniente y acertado socialmente.

En realidad, la casa era una «pensión», en el sentido


que en nuestro país tiene dicha palabra; sin embargo, su
magnificencia espacial y esas solemnes escaleras hacían que
sus administradores se refirieran a ella con la expresión «casa
de familia» o en su defecto, la reemplazaran por la palabra
residencial.
Al llegar la hora de la once-comida, me instalé dis-
cretamente en una mesa del amplio comedor, provisto de una
gran chimenea en desuso, la cual sólo servía para poner ma-
ceteros con pequeños gomeros en su interior. No había duda
de que se trataba del antiguo salón que habían ocupado sus
viejos propietarios, quienes, ahora, habitaban en las amplias
casas tipo colonial que se habían construido en el camino que
arrancaba hacia la cordillera. Estaba casi solo, otros pensionis-
tas que había visto a mi llegada, estaban en sus piezas, comían
afuera o no lo hacían. Al menos, esas fueron las explicaciones
que me entregaron los gentiles y bonachones dueños de casa,
que me invitaron a su mesa para darme dignamente la bien-
venida, ofreciéndome, para materializar la recepción, un vaso
de áspero pipeño de la zona.

El jefe de familia era un profesor de escuela jubilado


prematuramente por el Gobierno de Pinochet, que luchaba por
aumentar su precaria jubilación participando en un engorroso
Comité de Exonerados Políticos. En la actualidad, ayudaba a
su mujer en los ajetreos propios de la casa. Algunos días, sin
embargo, los dedicaba a pintar sus cuadros y a vender otros
pertenecientes a sus amigos, oficiando de pequeño marchante.
La señora, en cambio, era la verdadera administradora de la
casa, pues las quejas por los abultados cobros de arriendo, luz
y agua corrían a su cargo. Su marido no se hacía responsable
de esas preocupaciones domésticas.

Ambos constituían un matrimonio acostumbrado


nada más que a ser matrimonio. O sea al margen de cualquier
hecho extraordinario que pudiera afectar su rutinaria conviven-
cia, su función era vivir para tener al menos algo que decirles
a los hijos lejanos, quienes, alguna vez, llamaban por teléfono
a sus padres o los visitaban para Navidad.

El señor Sepúlveda era quien iniciaba la conversa-


ción.

-Usted se sentirá muy bien en esta Ciudad de Héroes


y Artistas, señor...¿Cómo me dijo que se llamaba? ¿Antonio
Figueroa? ¡Ah, muy bien! Fíjese que aquí nació Claudio Arrau,
el gran pianista. ¿Se da cuenta? También nació el gran pintor
Pacheco Altamirano. En fin, los mejores artistas de Chile y para
qué le voy a hablar a usted de los héroes. Los más importantes
nacieron en esta tierra ñublensina. ¿Y quiere saber algo más,
su apellido también es oriundo de esta tierra?

Con el fin de no tolerar más la amable, pero majadera


conversación, comí rápido y me retiré a mi habitación. En
realidad, todo lo que me contaba el señor Sepúlveda lo sabía;
sin embargo, simulé que sus palabras acrecentaban extraordi-
nariamente mi saber. Es obvio que no me atreví a decirle que
dichos conocimientos formaban parte del contexto cultural
indispensable para hacer, en buena forma, mi reportaje acerca
de algún personaje femenino relevante de la provincia que
visitaba.

En verdad, del éxito del trabajo dependía mi contra-


tación definitiva como periodista en el diario regional que me
había encomendado la misión. Por lo tanto, era trascendental
para mi futuro que ideara algún tema atractivo.

Mañana iré a la Gobernación Provincial para saludar


a su Relacionador Público, un viejo amigo de mis años trans-
curridos en la Universidad.

En el interior de la oscura cámara, tanto la evocación


del vecino Oviedo, como las voces y los ajetreos del funeral, de
pronto, como obedeciendo a un conjuro, quedaron fuera del
alcance sensorial de doña María Isabel. Todo ese conjunto se
hizo lejano, remoto, en el instante en que unos ojos distraídos,
a punto de transformarse en penetrantes e inquisidores, se
posaron, al igual que una abeja que al azar escogió una flor,
en un retrato -sin indicación de nombre- que colgaba de un
grueso clavo incrustado en un muro de la sala de recibo de la
Gobernación de Ñuble.

En todo el transcurso de su larga muerte, nunca María


Isabel había sido mirada en forma tan atrevida y audaz por
un sujeto, que sin saberlo, traspasaba, con su dardo visual, la
espesa materia del tiempo y el olvido, para detenerse en la re-
presentación de un ser que había vivido hace tanto tiempo.

A pesar de que el retrato que Figueroa contemplaba,


no era el original, sino más bien una copia pueblerina del
verdadero, María Isabel sintió profundamentamente el efecto
revitalizador de la acción de esas pupilas que se movían, casi
íntimamente, centrándose en su figura rodeada por un marco
de color dorado.

El único lujo artístico que se permitió al posar ante


un pintor, aparte de escuchar tocar el piano a su hijo, se había
transformado, gracias al inusitado interés de un joven, en un
orificio lleno de oxígeno que comunicaba con su vida. Re-
sultaba claro, entonces, que si algún curioso se internaba por
él, podría acceder al conocimiento de su historia verdadera.
Una historia que se podía estructurar más allá o más acá de
la acartonada pose en que la mantuvo, al hacer su retrato al
óleo, el mulato Gil de Castro, en aquella distante oportunidad.
El mismo mulato que ofició de pintor palaciego durante el
gobierno de su hijo.

Al primer segundo, después de ser reactivada por esa


mirada, en la misma medida que era invadida por un agrada-
ble ardorcillo, María Isabel advirtió que su cuerpo adquiría
la forma y sustancia que siempre tuvo. En el interior de ese
segundo, asimismo, tuvo conciencia de que sus cenizas ful-
minantemente regresaban a su origen: las llamas que habían
devorado su cuerpo.
Tal vez debiera para su complacencia, al igual que
aquellos que no quieren salir de un sueño amable, quedarse
adherida al rayo que la iluminaba desde el otro lado de la pared,
que la mostraba como si se moviese tenuemente, al compás de
un quejumbroso acordeón. O quizás, tendría que coger con sus
manos pequeñas la punta del orificio, aproximársela a sus ojos,
y a su vez, mirar a ese joven de pelo castaño, barbita incipiente,
patillas rigurosamente afeitadas y de estatura mediana, que la
había descubierto, sorpresivamente, en la imagen que pendía
de unos fierros incrustados en el muro de la antesala.

Es posible que éste último, también necesitara de ser


mirado. Y, a lo mejor, ser querido por alguien que supiera
amar como corresponde. ¿Por qué no?

El hecho es que María Isabel experimentaba un vio-


lento deseo de abrir los espacios de su propia vida para que su
veedor no la viera solamente en la ridícula posición estática en
que la había dejado el pintor peruano. En las sesiones que se
originaban con motivo de la ejecución del retrato, la señora
solía tener, con Gil de Castro, interesantes y entretenidas con-
versaciones acerca de los avatares de su existencia. En rigor, era
ella quien hablaba, pues el mulato no daba indicios sobre su
persona, confirmando con su actitud la creencia santiaguina
de que era un ser muy enigmático.

Al abrir los espacios de su vida, a María Isabel la ani-


maba el propósito de hacerlo, manejando su propio punto de
vista, acerca de sucesos que había protagonizado a la sombra
de su hijo, pero más que nada, y sobre todo, reconstruir los
que había hecho a la luz y a la sombra de sí misma.

En otras palabras, María Isabel, al salir del letargo


producido por el casual hecho que había tenido la virtud de
reanimarla, se hallaba en condiciones de volver a transitar
por los caminos recorridos. Para aprovechar en buena forma
el rayo que le daba claridad, lo haría caminando por aquellos
senderillos más oscuros, incluyendo en su paso de caminante,
a las frescas florecillas y los tupidos matorrales del pasado.

Capítulo II

Las amplias escaleras de acceso al interior del edificio


gris de la Gobernación y, más aún, las inmensas columnas que
lo sostenían, hicieron de mí un personajillo insignificante. En
cierto modo habían sido proyectadas para que el que transi-
tara por ellas sintiera -como un palmetazo en el rostro- toda
la majestuosidad de que se reviste el poder público. Eran tan
monumentales, que había que subirlas como si se tratase de
llegar a la cúspide truncada de una pirámide maya. Sus esca-
leras estaban hechas para que subieran o bajaran comitivas
solemnes, grupos de personeros preocupadísimos, tal vez por
la cosa pública o delegaciones inhibidas ante el despilfarro de
los espacios. Afortunadamente, pasaba por un período de no
fumador, pues en caso contrario, habría llegado arriba con los
pulmones en la mano.

Mi amigo aceptó ayudarme en el trabajo de investi-


gación periodística. De inmediato me señaló -según su punto
de vista- algunos temas atractivos, pero ninguno despertó mi
interés. Muchos de ellos formaban parte inequívoca del ilus-
tre santoral de artistas y héroes de la provincia, sin embargo,
todos ellos ya habían sido formalizados por estudiosos de
diferentes pelajes. Prefería dar a conocer o intensificar alguna
faceta desconocida o poco desarrollada de alguna de las pocas
mujeres, oficialmente, ilustres de la ciudad, lo cual era una de
las condiciones para la investigación asignada.

-Mira, Hugo, se trata de entregarle al diario, y después


al público, un enfoque original acerca de alguien que no reúna
los ribetes de espectacularidad de los héroes nacionales o de
los virtuosos del arte y la literatura, tan divulgados ya. ¿Me
entiendes?

-Sí, hombre, te entiendo. Mira, en este momento


tengo bastante ajetreo en la oficina. Anda a darte una vuelta
y juntémonos a la salida de mi trabajo.¿Qué te parece si nos
vemos, tipo siete de la tarde, en el Club? Antes de salir de aquí,
te recomiendo que aproveches para echarle unas miraditas a
las pinturas que hay en las diferentes salas de esta parte del
edificio. Alguna de ellas te puede interesar.

Mi amigo, alto, canoso, perspicaz y narigón, gene-


ralmente usaba su prominente apéndice nasal para señalar
alguna dirección determinada, como si a ésta la viera y oliera,
al mismo tiempo. Representaba dicho acto un singular hecho,
pues tenía la enorme ventaja de juntar en un mismo punto, el
gesto indicador propio del dedo y el sentido del olfato de su
nariz. Lo dejé sumido en sus papeles y salí confiado que me
ayudaría a cumplir mi cometido periodístico.

Haciéndole caso a Hugo, Antonio miró el retrato.


Al pasar por su lado para ir a visitarlo, no le había llamado
la atención, pues colgaba de unos fierros incrustados en la
pared de un hall secundario, con el cual concluía la escalera
de acceso al segundo piso de las oficinas, de tal modo que,
generalmente, el visitante seguía de largo para realizar, a la
brevedad, el trámite que lo traía hasta ese lugar.

Antonio Figueroa quiso saber, a ciencia cierta de quién


se trataba, pero su pesquisa fue vana, pues nadie se había dado
el trabajo de anotar el nombre que le correspondía, sin em-
bargo, era un rostro familiar a sus conocimientos de chileno
enterado de la historia patria. Constató que no había en él, ni
siquiera alguna «plaquilla» que indicara el nombre de la dama
a la que pertenecía la figura retratada, de tal modo que, a raíz
de ese detalle, surgió en él un interés compulsivo por conocer
más datos acerca de esa mujer.

El óleo se encontraba encerrado por un marco dorado


de unos dos metros de alto por uno de ancho. La señora posaba
sentada, apoyando cada una de sus manos en los brazos de un
sillón de madera color caoba, con tapiz color oro.

Por la proporción de sus miembros, la señora no debe


de haber sido una mujer alta, sino más bien baja, armónica
y robusta.

Para ratificar estos rasgos visualizados a la distancia,


Antonio se aproximó atraído por el retrato, y advirtió que
en el ángulo inferior derecho se leía la siguiente inscripción:
«Copió Villaseca 1958». Ahora pudo entender -por el carácter
de imitación y sin relieves mayores de calidad-, el anonimato y
marginalidad en que se hallaba el cuadro, y por consiguiente,
la persona representada, pues había que hacer esfuerzos para
saber quién era. Con esos mínimos antecedentes, Antonio
decidió averiguar mayores datos al respecto, puesto que su
curiosidad ya se había desatado en el orden de los intereses que
lo traían a esta ciudad, recurriendo a la fuente de información
que constituían el señor Sepúlveda y su amigo Hugo, con el
cual se había dado cita en el Club.

El Club era un lugar en el cual se bebía, se jugaba


al cacho y a las cartas. En la ciudad ya conformaba un lugar
habitual para los parroquianos que acostumbraban, antes de
irse a sus casas, pasar a conversarse una botella con cualquier
amigo que gustara de realizar la pequeña bohemia provinciana
del vino y la botella de pisco, acompañada de Coca-Cola. A
las siete de la tarde, concurrió Antonio y se sentó a esperar
a su amigo Hugo quien, cinco minutos más tarde, llegó a
la cita para sentarse a la mesa en que lo esperaba su antiguo
compañero.
En aquellos cinco minutos de espera, Antonio pensó
que el consejo que le había dado su amigo en la Gobernación
no había sido malo, pues la contemplación de la copia, le había
facilitado una pista importante en la investigación-reportaje
que tenía que hacer.

-¡Qué tal, Antonio! Me hiciste caso.

-Sí, pero, ¿quién es la mujer del retrato?

-¡Cómo, no lo sabes, si es la Isabel Riquelme, la madre


del Libertador!

-¡Por supuesto, hombre, que es ella, con razón su


rostro me era tan familiar! Ni media palabra más, ella será el
motivo de mi reportaje. De su hijo se sabe todo, pero de la
vida de ella muy poco.

-Pues bien, me alegro que te intereses en ella. Tal vez


te sea importante saber, además, que sus restos, conjuntamente
con los de su hija Rosa se encuentran en la capital desde 1947
-antes estaban en un cementerio de Lima- y que dentro de
poco, las autoridades dispondrán su traslado para esta ciudad,
que fue su cuna y el lugar donde concibió a sus hijos. Claro,
un poco tardío el traslado, pero qué le vamos a hacer, tú sabes
cómo somos los chilenos en estas materias. Lo importante
es que sepas que ahora sí que existe una disposición real de
hacerlo y así se hará. ¡Un salud por ello!

-¡Salud!
Con unos cuantos tragos en el cuerpo regresé a la casa,
pensando que en una próxima oportunidad, dada su afición
por la plástica, conversaría con el señor Sepúlveda, acerca de
varios puntos que me preocupaban, relacionados con la materia
del reportaje que había decidido hacer. Había piezas que no
encajaban aún en mi decisión, pero ésta ya estaba tomada y
la cumpliría a como diere lugar. Total, hasta ese momento,
entendía que no sería muy difícil hacerlo. ¿Qué tanta compli-
cación podría existir en dicho trabajo, un reportaje elemental,
pero bien hecho?

Al día siguiente, a la hora de la once-comida, abordé


a Sepúlveda.

-Antonio, además, usted tiene que ir a Pueblo Viejo.


No se conforme con estudiar ese mal retrato de doña Isabel,
ambiéntese, también, en el lugar que la vio nacer, pues allí hay
un aire histórico tan especial, que lo hará, retrospectivamente,
caminar por estrechas calles de tierra, mientras se traga el pol-
vo desprendido del suelo por el paso de briosos caballos del
pretérito. Si cuenta con el tiempo debido, vaya a Palpal, un
lugar, cercano al río del mismo nombre, en el cual don Simón,
su padre, tenía un fundito de 300 cuadras y que a su familia
les servía de sustento y de veraneo. El viaje lo recreará mucho,
pues cruzará encantadores esteros, aromáticos de menta, como
el de Las Lajuelas. Tendrá siempre al frente, para halago de sus
ojos, según sea la época del año, las oscuras y nevadas montañas
de los Andes con su heraldo principal a la cabeza: el nevado
volcán Chillán disparando sus arqueadas volutas de humo. Si
continúa la ruta por el mismo camino, incluso puede llegar,
como lo hacían los jinetes, muchas décadas atrás, hasta la
mentada Isla del Laja, donde estuvo la hacienda Las Canteras,
que el viejo Ambrosio le dejó a su hijo Bernardo.

-Muy bien, señor Sepúlveda, muchas gracias por su


documentada información, creo que lo haré como usted lo
idea, pero antes que prosiga su relato, cuénteme algo del origen
del retrato de doña Isabel. Me interesa mucho.

-No hay de qué y no se preocupe. Pregunte no más.


Los Sepúlveda hemos sido siempre de aquí y sabemos mucho
acerca de estos cuentos antiguos. En cuanto a ese retrato, le
diré que es una mala copia del verdadero que hizo el mulato
Gil, un peruano, cuyo nombre completo era José Gil de Cas-
tro. Según los que saben, fue el primer pintor que merece ser
mencionado en la historia de la pintura chilena como su real
precursor. Llegó a Chile como ingeniero del recién creado
ejército del país; sin embargo, pese a llegar a tener el grado de
capitán, dejó la milicia para dedicarse a pintar a los personajes
encopetados de la alta sociedad santiaguina. Fue el pintor de
moda durante la administración presidencial de don Bernardo
O´Higgins, y como tal, se encargó de retratar a los caballeros
y damas más prominentes de aquella sociedad, entre ellos
al propio Bernardo, a su hermana Rosa y a su madre doña
Isabel. Dicen que cobraba por cada retrato de cuerpo entero
la cantidad de ciento ochenta pesos, empero hacía rebajas
significativas, si se trataba de la mitad del físico del personaje.
¿Cobraría, tal vez, por cada presa de la persona que pintaba? ¡
ja, ja, já! ¿Qué le parece? ¿Cuánto le habrá cobrado a la madre
del Director Supremo? Dejémoslo en el misterio, como tantos
otros que rodearon la vida de esos señores, generalmente en
directa relación con los juicios y prejuicios de aquel período.
-¿Se sirve otro tintito de Portezuelo?

-Yo le sugiero que si usted quiere saber más sobre su


tema vaya, además, a Santiago a ver el retrato verdadero que se
encuentra, según tengo entendido, en el Museo Histórico Na-
cional. ¡Ah...!, pero una cosa le diré, no se meta en honduras,
puesto que el tema que, seguramente, le parece muy sencillo
tiene sus matices complicados. Y eso se lo digo, porque su
investigación tiene que ver nada más ni nada menos que con
una dama que durante mucho tiempo, en esta ciudad y en el
país entero, ha sido considerada, solamente, como la madre
del Libertador y no como una mujer que tuvo vida propia e
independencia espiritual para hacer o no hacer lo que hizo,
verdaderamente.

¿Cómo se le ocurre decirme eso, señor Sepúlveda?, si a


mí sólo me anima el propósito de contar un relato periodístico
interesante acerca de una mujer sencilla que, al menos por
lo poco que sé, fue decisiva, al igual que su hijo y otros, en
la formación estoica y esforzada de nuestro país. Nada más;
por lo demás, tampoco el diario, el cual me envía, necesita
otra cosa.
§
María Isabel, como consecuencia de la nueva vida
que la animaba, desarrollaba en su interior, -alternativamente
sombrío o claro, de acuerdo con las magnéticas circunstancias
exteriores, que tenían la virtud y el defecto de iluminarla u
oscurecerla-, un continuo movimiento pendular entre el agra-
do y el desagrado. Por ejemplo, le disgustaba, (aunque en el
fondo habíase sentido complacidísima, porque, a raíz de ese
hecho, la habían sacado de su silencio sepulcral), que el joven
de patillas rigurosamente cortadas, no la hubiese descubierto
a través del auténtico mediador del pasado y presente de su
persona: el retrato original hecho por el propio Mulato. El cual
se había realizado (quizás en otra parte, pues no se acordaba
mucho) en el antiguo palacio del recién constituido gobierno
republicano, pues en ese óleo, ella sentía que su personalidad
era más cabal, que en la réplica existente en la Gobernación
de Chillán. Por otra parte, le molestaba pensar que sus cote-
rráneos, a la altura del tiempo que se vivía, aún no tuvieran,
como correspondía, el retrato original de Gil de Castro en su
ciudad natal.

- «El retrato de la señora lo tenemos en la Gober-


nación», había dicho uno de los funcionarios que hablaba
alrededor de su urna, cuando fueron a disponer el traslado de
sus huesos y cenizas a la cripta que se erigía en su homenaje.
Ella escuchó perfectamente, pero ya había intuido que ese
cuadro no era el genuino, pues el joven que la había mirado,
pese a la simpática comunicación inconsciente que se había
producido entre ambos, no había captado enteramente, -según
el examen que ella había efectuado de la expresión de sus ojos
pardos-, la necesidad que tenía de sentirse integrada y unida
con un vínculo más profundo, al mundo de sus sentimien-
tos. En todo caso, la provinciana imitación, había logrado el
prodigio de producir la recreación espiritual de su persona.
Frente a esa evidencia, clamaba porque ésta fuera más intensa,
y en este acto de voluntad, incorporaba fervientemente toda
la plenitud de su ser.

A María Isabel, el presente, pese a que en su seno


se engendraba su regreso al origen, le era molesto. Si bien es
cierto tenía motivos para apreciarlo, no le podía dar crédito de
veracidad a las promesas que se hacían del traslado a su tierra
(se habían hecho tantas veces); sin embargo, si esto llegara a
ocurrir, ayudaría a recompensar y a paliar los sufrimientos que
soportó en su prolongado exilio. Con el retorno definitivo, se
pondría fin a las pesadillas que le habían causado las prolonga-
das permanencias que junto a su familia había hecho en Los
Andes, Mendoza, Buenos Aires, El Callao, Trujillo y Cañete.
Y sin vida ya, por décadas y décadas, en el cementerio de Lima
y en la Catedral Metropolitana de Santiago, que se ubicaba
paradojalmente, a unos pocos metros de la antigua residencia
gubernamental de la ex colonia española . La misma que había
sido adornada, entre ambas puertas, por un reloj de campana,
por las cuales había salido, valientemente, su hijo con la ban-
da presidencial cruzada a su pecho, para enfrentarse con los
enfurecidos vecinos aristócratas -entre los cuales, sin su linaje,
se hallaba el odioso Oviedo-, quienes habiéndose constituido
en Asamblea de Vecinos Notables, pedían su renuncia al cargo
de Director Supremo de la Nación.

El Palacio Presidencial del cual había salido su hijo


para entregar las insignias de su poder, era el mismo que años
atrás, había habitado el padre de este último. Allí había vivido
el viejo comerciante irlandés, quien, prestando servicios en
el ejército del rey español y, en virtud de sus sacrificios, mé-
ritos y buen ojo político había llegado a ser nada menos que
Presidente de la Capitanía General de Chile. Desde ese alto
cargo, había sabido parlamentar, entre otras, una paz firme
entre españoles y mapuches en el ercillesco valle de Negrete,
y con ello había construido un sólido escalón que lo habría
de llevar, posteriormente, al Virreinato del Perú.

El palacio del valle del Mapocho, amoblado con sen-


cillez, provisto de estufas de fierro fundido, muebles fraileros,
alfombras escocesas y relojes de mesa franceses, configuraba
una interesante mezcla mestiza compuesta por elementos
anglosajones, galos e hispanos. Todo esto, humanizado y,
hasta cierto punto, emblematizado, racial y noblemente,
por la presencia de unas pequeñas muchachitas mapuches,
procedentes del Sur: del territorio araucano que bañaba el río
Bío-Bío y el Toltén. Las niñas, eran protegidas amorosamen-
te por el Director Supremo y criadas, con esmero y cariño,
por María Isabel y Rosa, quien, dada las circunstancias de
su parecido físico y de su afecto entrañable por Bernardo,
representaba una especie de «doble» con faldas de su medio
hermano mayor.

María Isabel seguía rememorando, -olvidada del


instante que el joven le había regalado al fijarse en su retrato-,
acerca de cómo los vecinos más conspicuos (después supo que
lo habían hecho a sugerencias de Oviedo) habían ido a entre-
vistarse con ella, para que intercediera en su papel de Primera
Dama, sobre la urgente petición de renuncia perentoria que
a su hijo, el Director Supremo, esos señorones le exigían. La
razón de la actitud asumida por los vecinos, se debía a que
era público y notorio que el Director de la Nación, adoraba
y reverenciaba a su madre, más que a su propia persona.

En aquella dramática oportunidad, María Isabel


escuchó los razonamientos y el parloteo de los descontentos:
«los negocios están malos, nos obligaron a sacar los escudos
de armas, hay bancarrota, hay zozobras por las personas, hay
negociados, hay anarquía, hay intranquilidad, hay...Usted ya
debe saber, el Ministro de Hacienda Antonio Rodríguez Aldea,
de la zona de Chillán, como su hijo y muy amigo de su hija
Rosa, ya renunció, ¿por algo lo haría, no?... Por otra parte,
señora, el general Freire y don Miguel Irarrázabal controlan
militarmente el sur y el norte del país, respectivamente, y no
están, precisamente, a favor de don Bernardo y si se deciden
intervenir, podríamos estar a las puertas de una guerra civil.
Por lo tanto, le rogamos a usted, que le diga al señor Director,
que es mejor para todos nosotros, que presente su renuncia
al cargo que sustenta, para evitarle a la República problemas
mayores.

Misiá Isabel, en fin, le pedimos a usted que utilice sus


influencias de madre ante su hijo para evitar un enfrentamiento
armado entre los chilenos».

Todavía escucho esas airadas voces, pero igualmente


escucho el eco de mis propias palabras que dije, en aquella
oportunidad. Ellas eran las únicas que nacidas desde el fondo
de mi alma me correspondía decir: «Señores, se equivocan,
no le transmitiré a Bernardo ningún mensaje, tiene juicio
y edad para gobernarse a sí mismo, creo que prefiero verlo
muerto antes que deshonrado. El sabe, perfectamente, lo
que tiene que hacer. En todo caso, no se preocupen, pues lo
que decida será en beneficio del país y del buen ejemplo, del
cual sabrán alimentarse en sus actos políticos, sus verdaderos
compatriotas del futuro cuando lleguen a situaciones límites
como ésa u otras...»

Sigo pensando que Bernardo actuó como debería


hacerlo cualquier gobernante ante una emergencia como ésa.
Para bien o para mal de su propia persona, abdicó al mando
supremo de la Nación, iniciando con esa decisión la despedida
definitiva del territorio de su país. Sin embargo, a pesar de ellas,
como todos saben, no abdicó ante la historia ni menos ante
mí. La Historia sabe mucho más de aquello que ocurre en la
superficie llana de los hechos. No obstante, la existencia de
esa tamaña verdad, ¿alguien sabe lo que en vida a su madre le
ocurrió? (¿O lo que, en estos momentos, me está sucediendo?)
¿Sabe algo la Historia acerca de la trascendencia que podrían
tener mis propias miradas situadas, por una parte, en el pa-
sado real de mi existir y, por otra, en el presente de mi morir,
comunicándose azarosamente, los tiempos de la vida y de la
muerte por un resquicio clandestino que nadie advierte?
Capítulo III

Sí, es verdad, hace muchos años, el viejo caserón de


estilo dórico de los Capitanes-Gobernadores-Presidentes del
Reyno de Chile, en el cual viví en Santiago durante seis años,
acompañando a mi hijo, situado al frente de la Plaza de Armas,
había sido habitado también por mi viejo seductor de antaño
y por sus elegantes carrozas. ¡Las ironías del destino!

¿Quién era yo cuando él fue nombrado Gobernador?


Nadie, apenas una pobre mujer que ni siquiera tenía noticias
de su hijo mayor; una pueblerina viviendo modestamente, al
modo que mejor podía, en una casa de Chillán, compartien-
do la vida, risueña y tristemente, con mi avejentado padre
Simón, mis hijitas y mi parentela Riquelme, tan numerosa
en esa zona.

«Misiá Isabel, ¡ya se voló otra vez! Apuesto que está


pensando otra vez en su tierra. Ahorita está en Perú, escúcheme
un poquito.

-»Espérate, Remedios, ya te atiendo. Yo sé que tú


quieres que te indique dónde debes plantar los tulipanes, ya
te lo diré...»
-»No señora, no quiero eso. Ud. ya sabe lo que
quiero.»

Ante esas palabras, en ese momento, reaccioné. Cla-


ro, ésta era Remedios, mi fiel servidora de tantos años en la
Hacienda Montalván. La compañera amiga del valle peruano
de Cañete, quien, en conjunto conmigo, esperaba vanamente,
año tras año, la oportunidad de seguirme, algún día, a Chile,
en compañía de mi familia. No sé por qué extraña razón la
conversación, que debía sostener con ella, en el asunto que le
preocupaba, quedaba inconclusa o no le consagraba la debida
atención.

A pesar de mi sordera de vieja y de mis reiterados


olvidos, le pedí, en esa ocasión, que me contara el episodio
que le preocupaba tanto.

Para que Remedios tuviera más confianza de efec-


tuar su confidencia, la alejé de la casona. Pidiéndole que me
acompañara a dar un paseo, -también lo hice para aspirar, a
todo pulmón, la tonificante brisa marina del mar Pacífico que
necesitaba mi quebrantada salud-, nos dirigimos a una caletita
cercana, denominada por los lugareños «Cerro Azul», nombre
que se debía a la existencia en el lugar de preciosas piedras azu-
ladas. Lo elegí, precisamente porque ése era el lugar preferido
por todos los familiares para realizar el agradable ejercicio de
la reflexión o de la ensoñación individual, entre los cuales se
contaban Petita, mi nieto Demetrio y el ya canoso y gibado
Bernardo, el patrón de la casa, que aún conservaba sus hábitos
de huaso de Las Canteras.

Tampoco sé por qué causa, mientras iniciaba el paseo


costero con Remedios, empezó a juguetear, nerviosamente,
una espinita en el centro de mi corazón. Mi empleada era
amable y querendona, me quería tanto como yo misma lo
hice con mi padre. En esta nueva escena, ahora recordaba muy
bien que ella, hace algunas semanas, me había pedido hablar
sobre un asunto privado; en aquella ocasión, me impresionó
el tono y la gravedad que la joven le había impuesto a su voz,
al formularme la petición de que fuera destinataria de su
relato personal.

Con la brisa del mar, todo concurría a despejarse en


su memoria; el bello panorama de la costa sacaba a flote no
sólo la belleza que se incrustaba en los sentidos, sino también
contribuía a despertar los pensamientos que yacían dormidos
en los rincones del cerebro.

Remedios no sólo era mi empleada, sino que, al


mismo tiempo, la persona en la que mayormente confiaba.
La consideraba una muchacha muy agraciada, no sólo por su
aspecto físico, sino también por su belleza interior. Su tupido
y frondoso pelo negro -recogido, en algunas ocasiones, en dos
gruesas trenzas, entrelazadas con dos finas cintas de color gra-
nate, las cuales caían ondulándose sobre su espalda-, contrasta-
ba, graciosamente, con su cuerpo menudo y bien contorneado.
Su físico se hacía visible, por medio de una delicada y tierna
piel color canela, y por unas curvas insinuantes, las cuales en
su cadencioso accionar, halagaban los sentidos de los varones
quienes, cuando se empeñaban, tenían la preciosa oportu-
nidad de apreciar sus destacados atributos de mujer joven.
Contaba, además, con unos hermosos ojos almendrados, que
parecían iluminados por un dije de azabache, situado dentro
de la cuenca que los contenía. A partir de mi experiencia en la
contemplación de bellezas jóvenes en los lugares en que había
estado y de mi mirar de mujer vieja, definía a mi criada como
una bellísima muchacha de pueblo.

La vestimenta de Remedios era la de cualquier paisana


del valle o de la hacienda que nos cobijaba. Vestía una bata
amplia que le llegaba hasta los tobillos; ésta había sido regalada
y escogida por mí, en una de las tantas tiendas que rodeaban
el negocio de venta de productos de la hacienda que tenían mi
hijo y la Rosa en la bullanguera calle de Espaderos, a dos cua-
dras de la plaza, en el centro mismo de la Lima señorial, pero
tan comercial como cualquier metrópoli. Llevaba un chaleco
rojo, de paño grueso de algodón de la zona, bordado con lanilla
fina de alpaca que los hombres traían de la sierra, y sus pies
estaban calzados -una costumbre, muy poco generalizada, pues
los jóvenes preferían andar descalzos- con sandalias, hechas
de un suave cuero de ternero. En ocasiones sociales usaba el
célebre «tapado», al igual que yo, cuando íbamos a oír misa a
la capilla de la estancia o a la iglesia del pueblo.

-»Dime, hija, ¿qué te pasa?».

-»Nada, patroncita, sólo que estoy «esperando». Me di


cuenta reciencito, usted sabe como una se entera de estas cosas.
Tenía mucha vergüenza de contárselo, pero le tengo tanta
confianza que preferí decírselo, antes que usté se diera cuenta.
Ya he probado todas las «yerbas» que recomiendan las «meicas»
para sanarme, pero no hay caso. ¿Qué puedo hacer? Yo sé que
usted me va a retar y que va a querer saber quién fue.

-No, Remedios, estás equivocada. No me voy a eno-


jar por tu situación, y si tú quieres me dirás el nombre del
hombre que te dejó en estado. Sólo lamento no haberme dado
cuenta antes de tu estado y no haberte escuchado cuando tú
me lo pedías. Perdóname, ya estoy vieja y, a veces, se me va
la atención para otra parte. Esto ya no tiene vuelta. Sólo me
preocupa saber si lo hiciste por amor o por las circunstancias,
las cuales, a veces, son más motivadoras e impulsivas, que el
amor más permanente. Por mi larga vida, y no sólo por eso,
sino por lo que contaré alguna vez, comprendo por lo que
estás pasando.

Escúchame con calma, en primer lugar, te doy las


gracias por la confianza que has depositado en mí. Si quieres
que te diga más, pienso que si ya hiciste todo lo que hiciste,
no te queda otra cosa que seguir adelante con tu preñez. Pero,
dime, el varón que engendró tu vientre ¿te prometió algo?, o
mejor dicho, ¿se hará, en algún grado, responsable del niño?

-No misiá Isabel, yo no le exigí nada, sólo quiero tener


tranquilidad. Mis padres viven en Trujillo y tengo miedo de lo
que me puedan hacer, como obligarme a regresar a esa región
que no me gusta. ¡Ayúdeme por favor!

-Muy bien, en ese caso tendremos que conversar en


otra oportunidad. Tendrás mi ayuda en la forma que a lo mejor
no te lo imaginas. Ahora estoy cansada. Este paseo ha sido
muy refrescante, pero me ha agotado. Tú te puedes imaginar
que con los años que tengo este famoso «mal de costado»
ya no me deja vivir tranquila. Tú sabes que Bernardo está
muy preocupado por esta enfermedad y que, incluso, pronto
piensa llevarme a ver esos famosos doctores de Lima para ver
si me sanan. Será ése, por supuesto, un esfuerzo inútil, pues
mis achaques son de vieja y de destierro, sin remedio ambos.
La escasa plata que le queda a mi hijo de la explotación de
esta hacienda arruinada, y de lo que obtiene de su comercio
limeño, quiere gastarla en mí, en vez de usarla en medicinarse
él mismo, pues está tan enfermo y viejo como yo.¡Pobrecito!
Toda la vida se lo ha pasado pensando en el regreso a la patria, y
ahora para peor, se habla de una próxima guerra entre chilenos
y peruanos ¡Como si no fuéramos pueblos hermanos, unidos
por un mismo destino!

-Anda a dejarme a mi habitación, Remedios, y pre-


párame un mate bien cebado, bien cargado para reponer mis
energías. Ya conversaremos de nuevo, pero por ahora quédate
tranquila. El mundo es más grande y comprensivo de lo que
tú te imaginas, y nadie está solo.
§
Antonio Figueroa, a partir de su promesa de investi-
gar la vida de María Isabel para publicarla en las páginas del
diario, inició una pausada y tranquila indagación periodística.
Creía haber hallado el personaje apropiado, puesto que ésta
era una mujer fundamental en la historia de Chile, pero a la
vez pensaba que, contradictoriamente con el conocimiento
público que se tenía de ella y el interés que su nombre susci-
taba, su vida tenía muchos ribetes ocultos y acciones valiosas
de todo tipo, insuficientemente destacados. El motivo de este
desconocimiento creía encontrarlo, tanto en la criolla pacatería
oficial, en torno a su vida sentimental, como en la ignorancia
de las reales dificultades que tuvo para desempeñar su efectivo
papel de apoyo en la construcción de una nueva identidad.

La ciudad estaba llena de nombres que remitían a


su condición de hija del pueblo . Existían hoteles, radios,
calles, bibliotecas, plazas y hasta asociaciones financieras que
inscribían en los centros de la urbe sus señas, pero éstas, sólo
aparecían como referencias obligadas, y no como pistas que
rescataran los rasgos auténticos de una componente de la socie-
dad chilena que se había formado en el dolor de la ingratitud
y el infortunio de una época de prejuicios y postergaciones.
¿Dónde estaban su biografía, su estatua; las huellas de su pre-
sencia que dejó estampada su hijo en las numerosas epístolas
que envió o en las que recibió?

Las noticias que Antonio había recibido por parte de


su amigo Hugo, en todo caso, eran alentadoras, en el sentido
de que si ponían en práctica las medidas que las autoridades
habían anunciado, se iniciaría tal vez una efectiva reivindica-
ción, en términos reales, de la memoria de las antiguas vecinas.
Estimaba que al fin, sus restos, en definitiva y en justicia, serían
trasladados a Pueblo Viejo. Juzgaba, en forma positiva que,
al parecer, la población empezaría a tomar conciencia real del
abandono en que María Isabel y su hija Rosa habían estado
durante más de un siglo, fuera de su cuna natal. Las ideas que
antaño habían emitido sobre la materia, algunos vecinos de
aquí o de allá, por fortuna germinaban y adquirirían sustancia
en los hechos que se avecinaban. Sin embargo, estos hechos
tendría que verlos, ojalá, personalmente.

-»Creo que estoy sacando conclusiones precipitada-


mente», pensó Antonio cuando decidió ir a Pueblo Viejo para
recorrer en ese sitio la casa en la que había estado emplazada
la de María Isabel. Había resuelto incluir en su programa de
acciones, las indicaciones del señor Sepúlveda; en su mente
se configuraba, además, otra idea adicional: viajar a Santiago
en los próximos días, con el fin de observar con detención, en
el Museo Histórico, el retrato original, hecho por el Mulato
Gil en 1822.

Tomó la micro que decía «Pueblo Viejo» y partió. Du-


rante el trayecto leyó lo que tenía que saber antes de hacer su
reportaje, la partida de nacimiento del primer emplazamiento
de Chillán, que decía:

«El Muy Ilustrísimo Señor Mariscal Martín Ruiz de


Gamboa, Gobernador y Capitán General y Justicia Mayor en
este Reyno de Chile, con autoridad propia y en el nombre de
Dios todopoderoso y de la bienaventurada siempre Virgen
Santa María Nuestra Señora, y del Rey don Felipe, al reparo
del fuerte de San Bartolomé, a orillas del río Chillán, decreta
la fundación de la ciudad de Chillán en veintiséis días del mes
de junio de mil quinientos y ochenta años».

La historia hablaba, a continuación, acerca de los


pehuenches de la cordillera, de los chiquillanes del valle y de
toda la heroica epopeya posterior, que protagonizaron veci-
nos y nativos. Entre estos últimos, descollaba el heroísmo del
cacique Lientur, quien asaltó varias veces el poblado de Chi-
llán y otros. El punto final a todos estos golpes, había sido la
destrucción de la ciudad, pues sus vecinos, en 1664, tuvieron
que huir para ponerse a salvo al lado Norte del río Maule: la
antigua frontera.

Antonio llegó a su meta. Allí estaba el Parque Monu-


mental de Pueblo Viejo, esperándolo con sus duros asientos,
antes de deleitarse con el entorno, se notició que la segunda
partida de bautismo de Chillán se hizo el primer día del mes
de enero de mil seiscientos y sesenta y cuatro años. «No al-
canzó a durar cien años», reflexionó. En esa ciudad se fundó,
en 1700, el «Real Colegio de Caciques» o «Colegio de Nobles
Araucanos», a fin de civilizar a los araucanos durante la colo-
nia, «también debió hacerse esto último con los españoles que
esclavizaban a los indios» -discurrió Antonio, dirigiéndose a
un circunstancial compañero de banco que lo miró sorpren-
dido, a través de sus gruesos anteojos que contrastaban con
su cara aguzada.

En la medida en que Antonio leía su folleto explica-


tivo, se acrecentaba su interés por el pueblo que visitaba, pues
encontraba interesante el esfuerzo, el valor y la adversidad
con que siempre habían vivido en esa zona sus habitantes.
En 1751, a raíz de un gran terremoto, otra vez es destruida
la ciudad; sus habitantes, despavoridos por los movimientos
sísmicos y por las inundaciones del río, se trasladaron, ahora,
al Alto de la Horca, lugar más estable, seco y de tierra firme.
La medida no estuvo exenta de dificultades, pues hubo opo-
sición de algunos vecinos, entre ellos, el porfiado don Matías
del Rivero, quien afirmaba, descomedidamente -según su viejo
Alcalde- en la Asamblea de las decisiones pertinentes, que la
ciudad no debía trasladarse, porque mientras duraban los
temblores, la Virgen del Rosario, se había dado el trabajo de
sudar por un espacio de tres horas para santificarlo y hacerlo
habitable, nuevamente.

Sin embargo, sus argumentos no fueron oídos por el


incrédulo Cabildo y se produce, como era previsible, durante
la Gobernación del país de don Domingo Ortiz de Rozas, la
tercera fundación de Chillán en 1751, que a la fecha contaba
con más de mil habitantes y quinientos soldados, precisamente
en el lugar en que Antonio, ahora, se encontraba sentado al
lado del señor de cara angulada.

La historia que lo instruía no terminaba en ese punto,


puesto que cubría, incluso la cuarta fundación de la ciudad,
ocurrida el año 1835, como consecuencia de otro terrible
terremoto. Es a partir de ese hecho como el Chillán del Alto
de la Horca pasó a ser llamado «Pueblo Viejo». En cambio, el
pueblo que se trasladó al lugar de las cuatros avenidas actuales,
nació con el nombre de Chillán Nuevo, cuando el Cabildo
le compró, por una elevada cantidad de dinero, al señor José
Domingo Amunátegui, un terreno de doscientas hectáreas,
situadas más al Norte.

Hasta esa parte toleró conocer Antonio los nutridos


antecedentes históricos, pues él no había llegado a ese escenario
para atiborrarse de datos, sino para averiguar sobre la dama del
retrato que lo había atraído. ¿Dónde estaba María Isabel en ese
conjunto de informaciones? La respuesta era obvia: en ninguna
parte. Tampoco se hallaba en esta área verde, cultivada para
mantener viva la memoria de su hijo, pero no la de ella.

Recorrió el espacio físico. Este estaba formado por ver-


des prados, elegantes palmeras, algunos árboles nativos, juegos
para niños, terracitas y rincones floridos. Un lugar hermoso
como para venir a «pololear», o bien, para distraerse con la
familia un día domingo. Existía en él, una gran figura ecuestre
de don Bernardo O´Higgins; al fondo de ésta, un bien armado
conjunto escultórico, hecho de variadas piedras de distintos
colores y formas en las que se representaban diferentes etapas
de la vida del héroe. Además, existían dos pilares grandes de
cemento, que simulaban los postes de la puerta, por la que
se debía entrar al espacio donde antes había estado la casa de
María Isabel; sin embargo, uno penetraba al interior, y sólo
se encontraba con un patio de yerbas mal cultivadas, en cuyo
centro se levantaba, altiva, una impresionante palmera. En una
especie de monolito destruido, se leían unas líneas que decían
que en ese sitio había nacido el Padre de la Patria.

O sea, de la casa no quedaba rastro alguno, ni siquiera


de sus ruinas, tampoco del Gimnasio Militar, ni de la Escuela
Superior de Hombres Nº2, locales que se instalaron allí, al ser
construidos sus edificios, en el suelo original de la primitiva
casa que había sido demolida, después que nadie tuvo interés
en comprarla.

En verdad, sin exagerar nada, éste era un lugar ficticio,


pues sólo una audaz imaginación, si es que se ponía alas de un
cóndor de las altas cumbres andinas, podría haber adivinado
que allí estuvo, alguna vez, la morada natal en que vivieron
María Isabel y sus hijos.

La moderna casona, construida en 1980, al estilo


colonial, con sus tejas, pilares, patios, corredores, jardines y
piletas era, tal vez, lo más similar al ambiente de otra, que
pensaba encontrar Antonio Figueroa. En su interior, en una
gran sala con vigas a la vista, había una valiosa pinacoteca. En
un muro destacado de ella, se representaba pictóricamente en
un retrato, la grotesca figura del Señor Barón de Ballenary,
Marqués de Osorno, Gobernador de Chile, Virrey del Perú,
don Ambrosio O´Higgins, luciendo sus insignias de mando,
su casaca bordada sin solapa, su chaleco con botones de oro,
su camisa blanca de encajes, su sombrero de tres picos con
bordes dorados y rosetón lacre, su bastón y su panza abultada.
Al igual que la casona, constituía un moderno retrato de estos
últimos años. Estaba hecho, como todos los demás, al óleo, y
en él se habían acumulado, quizás, en demasía, los elementos
que simbolizaron la imagen neoclásica de la Ilustración que
había encarnado el Gobernante chileno, irlandés al servicio
de España, en el período dieciochesco en el que le había co-
rrespondido vivir.

Don Ambrosio, fugazmente, había pasado, uno de los


tantos períodos de su soltería neoclásica, justamente, a esca-
sos metros del espacio rectangular en el que ahora se hallaba
su estampa retratada . El sitio pertenecía, en ese entonces,
al poblado de Chillán, llamado como se sabe, Pueblo Viejo
después del segundo terremoto, el que zarandeó al mismísimo
Charles Darwin en Concepción. De acuerdo con el folleto, en
la primavera de 1777, ese rincón de Chillán, correspondía -por
añadidura- al «Solar de los Riquelme», en el cual habitaban
don Simón, su segunda mujer Manuela Vargas, María Isabel,
su hermana y sus medio hermanos.

Por lo tanto, Antonio se encontraba en el epicentro


de los sucesos acaecidos, mejor dicho estaba apotrincado en el
asiento mismo de la historia, que, por supuesto, continuaba
sucediéndose, a pesar de la inmutabilidad de los retratos.

Al abandonar el recinto del Centro Histórico, re-


corrió rápidamente todo el lugar, fijando su mirada en unos
trabajadores que excavaban una pequeña superficie de tierra,
aparentemente, para arreglar el terreno destinado a una
construcción, cuando -sorpresivamente- fue abordado por el
señor con el cual, inicialmente, había compartido su escaño
de cemento.

-»Señor, perdone que lo interrumpa, pero ¿es usted


un historiador? Porque si lo es, tengo, si le interesa, datos in-
teresantes para complementar el material que lee, porque me
imagino cuál es. Me llamo Néstor Oviedo, y soy originario
de estos lares, a sus órdenes. Vamos caminando a la plaza, si
usted lo desea, para que conversemos”.

-»No, no me molesta. De acuerdo. Le contaré que


soy nuevo aquí y me llamo Antonio. Y, por supuesto que me
atrae la investigación histórica, pero llamarme historiador es
mucho decir. Ejerzo como periodista; ando tras los pasos de
la vida de Isabel Riquelme y su trascendencia en esta ciudad.
¿Sabe algo usted acerca de ella?”

«¿De la Isabel Riquelme? ¿De ella...? Perdóneme usted,


yo pensaba que si realizaba una investigación sería acerca de
don Bernardo, don Ambrosio o del Conde de Poblaciones,
nuestro fundador. Me equivoqué al pensar lo contrario, con
razón lo hallaba un poco desorientado, y por eso, precisamente
le ofrezco mi ayuda, pues estoy al servicio de la gente de afuera
que está interesada en lo nuestro. Le diré cuál es mi oficio para
que me entienda, soy el Director de la Biblioteca de Pueblo
Viejo, señor”.
-¡»Ah... pero eso muy interesante! Me alegra mucho
que se haya dirigido a mí. No sabe cuánto se lo agradezco.
Hacen falta folletos explicativos en este recinto, acerca de los
personajes vinculados con esta zona ¿no lo cree, usted?”

-»Evidente, evidente, ya nos preocuparemos de eso,


señor. Claro que hacen falta muchas cosas, en especial, las que
se relacionan con don Ambrosio, ese gran hombre, también,
por supuesto de su hijo que llegó a ser, por esas cosas del
destino, Director General de Chile. Claro, usted sabe, que lo
obligaron a dejar el mando...Si usted alcanza algún día a mi
Biblioteca le mostraré la noble genealogía de don Ambrosio,
por ejemplo. También su gran labor cuando fue Gobernador de
Concepción, de Chile y Virrey del Perú, posteriormente”.

-»Obviamente, todo material de estudio regional me


seduce. Gracias por su generoso ofrecimiento, pero tiene usted
algo, además, de doña Isabel Riquelme”.

-»¡Ay, señor, las cosas que me pide! La Isabel, aparte


de ser madre soltera, fue muy poca cosa. Pero si usted insiste,
en otra oportunidad que venga, me ubica en la Biblioteca
que queda en la calle Virrey Don Ambrosio Nº 1801. ¿Está
de acuerdo? No quedará defraudado. Hasta muy pronto,
señor”.

Me subí a la micro, y me fui pensando en el singular


personaje, que me había conversado de esos asuntos. ¡Las
cosas de la vida! Empecé a darme cuenta de que cuando uno
emprende un trabajo con amor, aun sin buscar las materias
que formarán parte de él, éstas vienen a uno como sea. ¿Sería
éste un caso más?

Aquel hombre, según mi parecer había formado su


cara, sólo leyendo viejos papeles de la familia de otros y ob-
viamente, también los de la suya. Papeles que, seguramente,
representaban sus únicos intereses, y que le habían hecho
perder en esa tarea parte de su cara, por eso la tenía aguzada.
Por lo tanto, no tenía cara suficiente para enterarse de lo que les
había sucedido a los demás. Su diminutez, pues era de estatura
esmirriada y de piel blancuzca, en la cual lo único colorado era
su nariz puntiaguda y unos escasos pelos colorines, guardaba
cercana relación con la estrechez de su precipitado criterio,
incluso, a lo mejor, esa actitud ni siquiera era precipitación
como yo la juzgaba, sino más bien correspondía a una pro-
fundidad que desconocía.

El modito en que se había expresado de doña Isabel


no me había agradado en lo más mínimo, pero quizás que
«gato encerrado» había en su actitud. No me quedaba otra
solución que volver a juntarme con él, para averiguar cuál
era ese «gato».
Capítulo IV

La casona que habitaba María Isabel en Perú estaba


ubicada en el feraz valle de Cañete, treinta leguas al sur de Lima
y a los pies del villorrio de San Vicente de Cañete. La cercanía
de la costa, le brindaba a la señora y a su familia la posibilidad
de recrear sus ojos con su magnífico paisaje marino. Los viejos
conquistadores -después del dominio del territorio-, habían
iniciado en ese valle, el cultivo del trigo y después el de la caña
de azúcar, desplazando con estos novedosos productos, gran
parte de los cultivos tradicionales del antiguo Imperio Incaico.
Sin embargo, a pesar de la caña invasora, el clima benigno
del lugar favorecía todo tipo de flora nativa, plantaciones y
siembras de tubérculos y granos, de tal modo que en ese sector,
todavía perduraban una gran variedad de hermosos árboles y
sabrosas frutas locales que hacía agradable y placentera la vida
de los que allí vivían.

María Isabel, la dueña de casa, en ese ambiente, situa-


do, obviamente, fuera del que verdaderamente le pertenecía,
ya no tenía años que contar en su cuerpo, sólo recreaba imá-
genes; evanescencias de amores y desamores; modestos sitiales
de dama pobre, enriquecida por la mirada noble de su hijo
mayor. Mentalmente, habitaba los territorios inmensurables
del buen o mal pago recibido por sus contemporáneos. Los
rasgos de belleza que habían destacado en la primavera de su
juventud, como los ojos azules, en lo alto de la corona de su
cuerpo, armoniosamente pequeño, se mantenían. Estos sabían
conservarse, sabiamente, con el vigor noble que da la hidalguía
que progresa, superándose a sí misma, en años de sufrimiento
o de gloria, que si llegan no se ufanan.

Posó su mirada en las altas cañas de azúcar, en su


talle leñoso que guardaba en su interior ese tejido esponjoso
y dulce del que se extrae el azúcar que saboreaba, conjunta-
mente, con la yerba ríoplatense de su mate. Sus cansados ojos
-al encontrar la semejanza de las cañas con las matas de maíz
que sembraba su padre en el país que la vio nacer- tuvieron el
mismo estremecimiento de la mariposa que, al fin, encuentra
el foco de luz que al alumbrarla, al mismo tiempo, la quemará
con su calor.

Y ese fue, el instante preciso y exacto en que recordó


el ruego de ayuda solicitado por Remedios, su joven amiga y
servidora. Las hojas largas y lampiñas del sembradío aledaño
de las cañas, al mirarlas, la hicieron hundirse en su asiento y
por algunos minutos se quedó «suspendida» en el aire quieto,
que le traía la reminiscencia de los terrones de su tierra.

Y porque le daba vueltas en la cabeza, el problema


embarazoso de su «cholita», en una de ésas, para su pesar
(aunque después pensara que todo lo que ocurre en una vida
que se aguanta, con real paciencia, vale la pena) sintió, como
si fuera hoy, el ruido de un carruaje, tirado por dos caballos
mulatos, que traía el brillante escudo del rey de España, es-
tampado en sus puertas.

Sus ojos deslumbrados por el garbo de las marciales


cabalgaduras, cocheros y cortejo, -entrando por los portones
sin escudo de su casa-, pestañearon bellamente ante la grata
sorpresa del hecho. Al primer patio en que ingresaron, llegaba
el perfumado y leve aroma de los botones de rosas del jardín
vecino, en el que su padre había plantado recientemente, en
un claro despejado de dicho jardín, una espigada palmera de
sinuosas plumillas que nacían en su copa.

-»Hoy es el día, Remedios, a lo mejor después no


hay otro. Ven, siéntate al lado de mi mecedora. Ahora no
podremos salir a pasear como la otra vez, ya casi no tengo
fuerzas, si apenas camino, pero muy despacio por los grandes
corredores de esta casa. Bernardo insiste en llevarme a Lima;
pero, en secreto, te diré, sin que él me lo haya contado, que
prepara, con bastante anticipación, una recua de mulas para
llevarme por tierra a esa horrible ciudad. Pero, en fin, esa es
otra historia”.

-»Misiá, no hable, usted está muy cansada y, por


último, lo que a mí me ocurre es común entre las «chinitas»,
quienes aceptan su destino, sin quejarse en nada de su suerte,
ni siquiera de aquello que han hecho, por culpa de ellas o por
la de otros”.
-»No, Remedios, hablaré y te diré lo que corresponde
a tu caso; eso sí, tú sola sacarás las conclusiones. Haz cuenta
que te cuento un cuento”.

-Para tu conocimiento, cuando yo vivía en Chillán


me ocurrió algo muy parecido a lo que te ocurre a ti. Después
te diré por qué, pues ya sospecho cuál pudo haber sido el
causante de tu percance (ojalá, que al menos, éste haya sido
gozoso para ti).

Yo me enteré por mi padre, en los días de mi juventud,


que en la primavera de 1777, acampaban en lugares cercanos
a mi vivienda, fuerzas de caballería del ejército real, a la espera
de cumplir la dura faena militar de repeler una sublevación
indígena que se preparaba en los indómitos territorios, domi-
nados por las numerosas tribus de Arauco, que se ubicaban
geográficamente, al Sur del Bío-Bío, el gran río madre. Pues
bien, estas tropas las comandaba un comerciante irlandés que
había llegado a España vendiendo vituallas para la milicia,
quien, en virtud de sus méritos y zalamerías cortesanas (eso
después lo supe) llegó a ser nombrado, no sólo proveedor del
ejército español en Chile, sino que además, ostentó el rango
de Teniente Coronel de Dragones de la Frontera.

Ese año, la primavera que recién se iniciaba, ya se hacía


presente en los sitios de mi casa, ubicada en una de las calles
de la villa de Pueblo Viejo. Sin exagerar en nada, podría decir
que aquella estación corría a parejas con la mía, pues, al igual
que ella, también yo me preparaba para coronar la madurez
de mi cuerpo de diez y ocho años con las espléndidas formas
que, henchido en carnes rosadas, lo redondeaban al igual que
las sabrosas frutas que brotarían de nuestro jardín.

Recibí, con la plena satisfacción pueblerina de familia


fundadora, pero de abolengos un poco venido a menos por
la medianía económica en que nos encontrábamos, a don
Ambrosio, el caballero que nos hacía el honor de su visita ,
puesto que encabezaba el selecto grupo de los Dragones de la
Frontera. Era, por lo demás natural, que tenía que hacerlo así,
pues mi padre, en ese momento, por necesidad obligada, había
obtenido una plaza temporal en la milicia. En ella el autor de
mis días era conocido, oficialmente, como el apreciado capitán
don Simón José Riquelme de la Barrera y Goycochea, cam-
pechanamente era don Simón, vecino connotado del pueblo
al cual llegaba el destacamento.

Mi segunda madre, la mamá Manuela, pues la ver-


dadera había muerto al poco tiempo de mi nacimiento, me
había instruido y preparado medianamente para la vida de
aquel entonces; también lo hicieron de la misma forma mis
tías. Pasaba temporadas largas en el campo de Palpal, camino
al Departamento del Laja, pero la mayor parte del tiempo lo
pasaba en Chillán. Mi casa, como es de suponer, era de grandes
murallas de adobe y de portones amplios para que entraran las
carretas o pequeñas partidas de rebaños de animales menores.
Los techos eran coloreados, debido a que estaban cubiertos
con las tejas rojizas que mi propio padre hacía en el fondo
del extenso sitio. Había un patio principal, un jardín y patios
menores en los cuales se lavaba la ropa; en ellos también se
cocía en un horno el pan y se secaban los orejones y perejones
que comíamos en el invierno. Recuerdo, además, las ventanas
fabricadas con madera y con barrotes de fierro fundido, por
una de ellas, precisamente, miré con la boca abierta, como si
se tratara de un piño de pavos reales, el cortejo polvoriento
de don Ambrosio, acercándose a la casa.

Estaba pensando, mientras aquellos hombres se


aproximaban, en regar las flores del jardín y en acariciar con
mi mirada la bella palmera, plantada por mi padre, cuando
éste me llamó al salón principal, en que ya se encontraba el
recién llegado caballero, para ayudarlo a sacarse las botas y
cambiárselas por unos delicados zapatitos de cuero de ternero
nonato que su criado le traía. Allí, muy sorprendida y asustada,
me fije en él, por primera vez.

La causa por la cual puse mis ojos en él, se debió a


que advertí que al agacharme para tirar del talón de sus botas,
mis senos que en aquella época parecían campanas gordas de
parroquia, en el accionar rozaron su cara, provocando ese
hecho de inmediato en su cuerpo, un temblor concupiscente
que se expresó en sus ojos en forma de fugaz, pero ardiente
revoloteo y en un locuaz deseo de que el roce, ojalá, se man-
tuviera un poquito más. Y yo esa mirada de apetito sensual, ya
la conocía. Sólo que se la aceptaba nada más que a un único
hombre, quien no pasaba más allá de esa audacia. Así que
rápidamente tiré de sus talones para arrancarle las botas de
sus temblorosas piernas.
Toda la fantasía creada por mí, que giraba en torno
a la apostura y bella estampa que debía tener un militar de la
frontera, se me derrumbó frente a la opaca realidad que me
ofrecía aquel que tenía ante mi vista. Esa figura alta, pero ya
enjuta y casi calva que desarmaba su cuerpo en el mejor sillón
de felpa del salón de recepción, pidiendo, casi a gritos, un
vaso de aloja para combatir la sed y la tos que lo ahogaba, no
encajaba con la imagen ideal que me había forjado. Miré su
hermoso tricornio, con bordes dorados y rosetón lacre en la
punta, colgado en la percha hecha de cachos de buey y no lo
pude armonizar con el señor que casi dormía, antes que mi
padre, obsequioso, lo hiciera pasar al comedor. Soñé, entonces,
que el dueño del sombrero de tres picos era otro.

Ese día comimos abundantemente: lechones, perdices,


torcazas y papas del huerto pasaron ceremoniosamente a los
estómagos de los comensales. Después el caballero se retiró a
dormir su usual siesta española.

-Remedios, me escuchas. Creo que te estoy aburriendo


pero ya verás después....

En la tarde, el caballero que había llegado en carroza


por la alameda de entrada al pueblo, descansado ya, se instaló
bajo los parrones a conversar con mi padre. Yo estaba por
allí cerca, y ésa fue la primera vez que realmente me llamó
la atención pues, pese a la parquedad de su llegada, ahora se
mostró ante mí, como un excelente conversador.
Lo escuché hablar acerca de sus aventuras, ocurridas
en diferentes países; de sus altas aspiraciones militares y po-
líticas; de sus deseos de pacificar lo más prontamente posible
la región de la Araucanía, incluso se refirió a algo que jamás
habría pasado por mi cabeza: los acontecimientos revolucio-
narios que ocurrían en el remoto país de Francia, los cuales
ponían en peligro nada menos que la estabilidad de la nobleza
de ese país, incluyendo al Rey Luis y a su esposa María Anto-
nieta. -»Aquí -decía- jamás pasará algo parecido, por eso muy
pronto aplacaremos, en cualquier parte, los intentos dispersos
de rebelión que se produzcan y educaremos a este pueblo».

Mi padre lo escuchaba embobado, por lo demás era su


jefe, así que tenía que demostrarse impresionado. La verdad es
que yo también esa tarde quedé asombrada de lo que oía, pero
no de su voz cascada, sino de la experiencia que demostraba
tener del gran mundo.

En verdad, a don Ambrosio le agradó Chillán, más allá


de la cuenta. Nos contaba que su regimiento tenía que seguir
acampado en las cercanías, pues aún no recibía las órdenes de la
Intendencia de Concepción para marchar hacia la frontera.

Creo que ese mundo menudo del cual mi familia


formaba parte lo atraía. Me decía , sin embargo lo que mi
personilla ya sabía: que el pueblo era bonito, al tiempo que me
agregaba, maliciosamente, tan bonito como las muchachas de
este pueblo. En esos casos, me hacía la que no entendía y lo
dejaba hablar acerca de las casonas con numerosos patios, de
las estancias levantadas sobre grandes áreas de terreno, de las
ricas huertas arboleadas de frutales como naranjos, limoneros,
nísperos, paltos y damascos. Celebraba los jardines, especial-
mente el de mi padre que yo misma cultivaba, cuidando con
ternura de sus rosas, camelias, ibiscus y magnolias.

En las ocasiones propicias que nos brindaba la soledad


se refería a sus hazañas bélicas, pues intuía que esas historias
eran mis favoritas. Con el tiempo he llegado a la cuenta de que
la mayor parte de ellas eran mentiras, pues, en realidad jamás
protagonizó de armas ninguna memorable, sin embargo, en
aquel tiempo, las creía.

Una vez me conversó acerca de su soltería y de la


necesidad de que a sus años, casi sesenta, tuviera una compa-
ñera y me miró intensamente. No me gustó su mirada, pero
le seguí el juego. Era apasionada e irreflexiva, según he sabido
después, Oviedo y otros anduvieron diciendo lo mismo para
desacreditarme ¡Y a mí qué me importa!

Un día cualquiera, sin pena ni gloria para mí, me


sedujo. A mi padre lo había enviado a examinar las fortifica-
ciones del fuerte de Quichamalí y a mí me obligó a llevarle el
mate, al amanecer, como acostumbraba tomárselo, a la cama
que le tenía dispuesta doña Manuela en la mejor habitación
de la casa. En esa oportunidad, sin embargo, no le llevé el
mate, pues para ese menester estaban los sirvientes. En el día
no me recriminó nada; ya había decidido hacer lo que hizo,
a altas horas de la noche se metió, como un goloso sátiro, en
mi habitación y, exactamente no me violó; porque ¿qué otra
cosa me quedaba?, lo acepté pasivamente, lamentando que no
lo hubiera hecho el hombre que realmente, en acuerdo con su
persona y con mi admiración verdadera, llevara en su cabeza
el bizarro tricornio que admiraba.

El hecho que ocurrió no tuvo ninguna notoriedad, se


retiró a su habitación y al otro día o a los otros días después,
ya ni me acuerdo, se marchó, con su regimiento, con destino
al Sur, a las gobernaciones y al Virreynato en Lima, donde
murió el año 1801, sin reconocer nunca a su hijo.

“Te hablo, mijita, del año l777, al otro año nació


Bernardo Riquelme, como un hijo más de mi padre -el cual se
indignó tanto con la gracia de su Ilustre invitado que renunció
a su puesto- y de doña Manuela. Yo seguí igual que siempre,
¿por qué iba a cambiar? Esa fue una aventurilla que después
se convirtió en la gran aventura que originó la Independencia
de Chile, a pesar de lo que digan los Oviedo».

- «Cómo tú te podrás dar cuenta, Remedios, lo que


nos ocurrió no es ninguna cosa del otro mundo ni tan extraor-
dinaria, como para que todo se te venga abajo». ¿Quién no te
dice que tu hijo también podría ser un gran personaje o
sencillamente un buen muchacho?

- «Misiá Isabelita, jamás creí que usted me iba a con-


tar estas cosas de su vida. Me siento mejor, Misiá Isabelita,
pero igualito estoy aproblemada, pensando y pensando cómo
hacerlo para no irme de aquí».

- «No te preocupes tanto, eso se va a arreglar. Te irás


a un lugar cercano y tendrás todo mi apoyo y el de Rosita
también, a quien se lo pediré en forma especial. Por ahora,
esto quedará únicamente entre nosotras dos».

- «Gracias, Misiá, ahora estoy mucho más tranquila.


Que Diosito la bendiga por su bondad y la sane prontito, para
que no tenga que viajar a Lima».

Ambas mujeres, sentada una en su mecedora y la otra


en una banquita de paja, se encontraban en el extremo del
extenso corredor que miraba hacia el Pacífico. María Isabel,
fatigada, terminó su relato, pero antes de concluir sus últimas
expresiones tomó, protectoramente entre sí, las manos de Re-
medios, al igual que alguna vez doña Manuela lo había hecho
con ella. Por su parte, Remedios, levantándose de su asiento,
besó el dorso de sus agitadas manos, para aquietarlas, y agra-
decida volvió a sus quehaceres cotidianos en la gran casona.

Antonio regresó a Chillán. El pesado calor que se


dejaba sentir sobre la ciudad lo achicharraba como una carne
puesta a la parrilla, como una de las tantas que los fines de
semana se tiraban a las brasas para compartir el lechón, las
longanizas y el vino conversado, en los abundantes patios de
las casas de dentro y fuera de las cuatro avenidas. Se bajó de
la micro frente a la Municipalidad y enfiló hacia la Plaza de
Armas, caminando hacia su centro. Allí se hallaba la estatua de
don Bernardo, rodeado de fotógrafos, vendedores de globos,
palomitas de maíz, algodones y golosinas. De acuerdo con sus
nuevos conocimientos recordó que ése había sido, antiguamen-
te, el centro mismo de la propiedad agrícola de los Amunátegui
y, también, el de las discusiones de los vecinos por instalarse
en algunos de los mejores sitios que la Municipalidad ofrecía
para que los habitantes vivieran en el nuevo emplazamiento,
que al igual que el anterior, también sería destruido por la
fuerza sísmica de otro terremoto, en esta oportunidad, por
el del año 1939.

Acudió a su memoria -además- aquella anécdota que


Sepúlveda le había contado a su llegada, de que en la Plaza
de antaño se habían hecho visibles en sus paseos dominicales,
cuando tocaba en ella la Banda del Regimiento, en su quiosco,
valses de Strauss y marchas germánicas, adaptadas «a la chile-
na», los estratos sociales en que se dividía la población, pues por
el lado que quedaba frente al Correo paseaban los vecinos de
«medio pelo» para abajo, y por el mismo lado en que se ubicaba
-curiosamente- el actual Hotel Isabel Riquelme, transitaba la
gente perteneciente a la clase alta de la ciudad.

Miraba las pantorrillas gordas de las turistas que


vestían estrechísimos jeans recortados y con jirones en los
extremos que, a la manera de terneritas, se asaban bajo el
masculino sol que las acariciaba impúdicamente; los enormes
buses con delegaciones de estudiantes ávidos de naturaleza,
dispuestos por las agencias de viaje, que esperaban frente a la
Gobernación; observaba a sus viajeros que se embelesaban con-
templando, de arriba abajo, la cruz monumental que recordaba
a los caídos en el terremoto del 39, y a la moderna Catedral,
construida protectoramente, en forma de un inmenso hangar
de concreto. Estos ciudadanos flotantes tomaban fotos y hacían
evidente su alegría, sonriendo, amables, a otros como ellos que
tomaban refrescos en las mesas, ubicadas en las veredas de las
calles de cafeterías y fuentes de soda del lugar.

Sin quererlo entró al local del Club, que ya conocía.


En su interior, ahora, sentado en una mesa del patio descu-
bierto del fondo, se hallaba solo, como esperándolo, su amigo
Hugo. -»Este es un buen lugar para servirse una «borgoñita»
helada, te ofrezco una»- le manifestó, pidiéndole con su gesto
nasal característico que le hablara acerca de las diligencias de
su reportaje. Al parecer, su intención era constituirse, debido
a su conocimiento de la gente del entorno, amicalmente, en
una especie de ángel guardián para velar por la intromisón
de Antonio en los espacios míticos e históricos de su ciudad,
protegiéndolo de quizás qué.

-¿Quién es Néstor Oviedo?

-No sé, exactamente, ¿por qué me lo preguntas?, pero


me lo imagino. Es un tipo muy eficiente como bibliotecario
de Pueblo Viejo, pero tiene sus rarezas. Pertenece a una familia
antigua de esta localidad y se encuentra en esa Biblioteca desde
hace muchísimos años. Tiene pocas relaciones amistosas. Fíjate,
que quien te puede dar más información acerca de su persona
es una amiga mía que trabaja en la Biblioteca que dirige. Ella
se llama Claudia y si tú le caes bien, puede conversarte sobre
el tema que te interesa, y si logras su confianza, informarte,
incluso de la personalidad del propio Oviedo.

-Por supuesto que sí. Por favor, hazme una notita, a


modo de presentación, para llegar a ella con más confianza. Te
lo agradezco mucho. Iré a verla dentro de los próximos días,
pues antes de entrevistarme con el Director, quiero conocerlo,
indirectamente, un poco más.

Antonio, fatigado ya de los afanes del día, se retiró a


su casa. En ella, el señor Sepúlveda lo aguardaba para comer
juntos, pues, según sus expresiones, su señora, a causa de las
preocupaciones de su cocina no lo hacía con él, y confesaba que
no le gustaba cenar solo. El joven advirtió, inconscientemente,
que el dueño de casa, aparte de querer comer acompañado,
quería averiguar acerca de sus actividades o, sencillamente,
saber más de su persona. Lo evitó cortésmente, pues adujo que
había ya hecho una merienda ligera en el Club, en compañía
de una amistad que había encontrado en el pueblo.

No quería hablar más de las actividades de su repor-


taje; temía, sin racionalizar ese temor, que se le quemara el
pan antes de sacarlo del horno. Además, estaba empezando a
notar algo raro en el ambiente que conformaban las personas
que hasta ese instante lo habían rodeado.
Antes de dormirse, alcanzó a reflexionar sobre los
asuntos que estaba viviendo. Había llegado, despreocupada-
mente, a esta ciudad para cubrir un reportaje solamente para
salir del paso, con el fin de obtener el cargo de periodista en
propiedad; no obstante, advertía que no marchaba todo con
la sencillez y fluidez que él hubiera deseado. Si bien es cierto,
ya había elegido al personaje, pues, según su criterio ella era la
más apropiada para los objetivos que le habían determinado,
en especial, en torno a los matices escasamente divulgados que
se desprendieron de la pesquisa; pese a todo, tenía conciencia
de que había algunos aspectos que aún no controlaba.

En la medida en que el sueño se iba convirtiendo,


lentamente, en otra sábana más de su cama, veía el rostro
agudo de Oviedo demostrando su perplejidad por su tema, el
interés poco usual de Sepúlveda por sus diligencias y el afán
protector de Hugo. Todo eso, unido a sus propias deducciones,
transformaban la sábana liviana del sueño en algo parecido
a una alfombra que lo transportaba volando hasta un lugar
en que se perdía la lógica y el sentido común. Antes de que-
darse, totalmente, dormido decidió que tenía que acelerar su
búsqueda en torno al motivo de su viaje a la ciudad en que
se encontraba, con el fin de concluir su cometido y regresar
al diario.

Esa noche soñó con terremotos y con una mujer


montada arriba de un caballo mulato, al tiempo que nubes
plomas preparaban una lluvia, ésta le guiñaba, sugestivamente,
un ojo azul de complicidad cordial, a fin de que, entendién-
dolo de modo positivo, no tuviera miedo de sismo alguno y
siguiera manteniéndose en la tierra firme que le señalaban sus
aspiraciones.

Al otro día, a la hora del desayuno, la empleada de


la casa, le pregunta :

-»Don Antonio, ¿sintió el temblor anoche? Sabe,


menos mal que no pasó nada grave»-

Antonio con la cabeza, aún llena de extrañas imágenes


nocturnas, replicó, amablemente:

«No, no sentí nada».

Y se sentó para tomar desayuno y enterarse de in-


mediato, en la lectura del diario local que se le facilitaba, que
seguían con ahínco los preparativos municipales y guberna-
mentales, destinados a trasladar los restos de María Isabel y de
su hija, a la ciudad en que habían nacido. Le llamó la atención
el hecho de que algunos vecinos y autoridades pensaran que
el lugar de su entierro definitivo debía ser el Cementerio Mu-
nicipal, y no el lugar donde habían nacido en Pueblo Viejo.
«Otra pelea de ingleses e irlandeses», dedujo.
Capítulo V

Antonio Figueroa, por las mañanas, acostumbraba a


anotar sus impresiones en una voluminosa agenda, la cual, en
señal de cariño, año a año era renovada por su fiel amiga de
Concepción, quien inútilmente, esperaba que, al fin, se produ-
jera el deseado acuerdo mutuo para unirse en matrimonio. Los
argumentos de Antonio, al respecto, siempre eran los mismos,
y éstos giraban en torno a las dificultades de índole económica
y a la necesidad de consolidarse, previamente, en algún trabajo
definitivo. Dichos argumentos estaban destinados a convencer
a su amiga, al mismo tiempo de esperanzarla en una futura
unión; sin embargo, en realidad, no estaba convencido de la
idea del vínculo permanente, pues no sabía a ciencia cierta si
su amor era tan sólido como para dar ese paso trascendental.
Además, no quería perder su independencia, porque ésta era
una época, a la cual calificaba como de formación personal y
de conocimiento individual del mundo, y en ella las ataduras
definitivas, cada vez perdían más vigencia. Terminaba, general-
mente, su razonamiento pensando que su amiga había pasado
a ser nada más que su amiga del alma y hasta ahí no más.
Apuntó en su agenda, y su anotación, involuntaria-
mente, casi fue una respuesta al planteamiento que sustentaba:
«Me interesa Claudia, la iré a ver lo más pronto posible».

Esa mañana se dirigió al diario de la localidad. Tenía


mucho interés en conocerlo, pues éste era uno de los más
antiguos del país y era el archivo vivo de los acontecimientos
grandes y menudos de la ciudad. Sus colegas lo recibieron con
afecto y mucha deferencia; el Director, un antiguo periodista
de dilatada trayectoria en diarios regionales y nacionales, lo
recibió con paternales palabras, invitándolo a conocer las
diferentes secciones del matutino.

Las recorrió, enterándose para su satisfacción de la


existencia de una bodega que contenía colecciones de diarios
actuales y de épocas pasadas. Hojeó los del último período,
cerciorándose de la preocupación por los problemas de las
localidades y por sus instituciones; también por el interés
reciente que suscitaba en la comunidad, el traslado anunciado
de las señoras que yacían en la Catedral Metropolitana de
Santiago.

Autorizado por el Director, volvió por la tarde para


seguir examinando en la bodega los diarios de épocas antiguas.
Se concentró tanto en la tarea, que olvidó por completo su
viaje a la Biblioteca de Pueblo Viejo. Resultó un placer para
él, recorrer esas amarillas y vetustas páginas, apergaminadas
por el tirano e implacable tiempo.
Para Antonio Figueroa, Cronos empezaba a correr,
rápidamente, hacia atrás. Tuvo la sensación de vivir, ahora,
desde el presente hacia el pasado, como si los tiempos absolutos
se hubieran dislocado y los goznes de su mecanismo positivista
y progresivo se hubieran echado a perder. Paralelamente con la
lectura rápida que hacía, sus ojos pardos se iluminaban con la
fugacidad misma que reclamaba una imposible detención en
el día del suceso que ocurría y que, al igual que un vertiginoso
carrusel que no repetía de color sus caballitos, pasaba frente
a sus narices.

Allí estaba la presencia misma de la noticia nimia, de


aquella que configura el gran mundo de los acontecimientos
generales. La noticia que se constituye en eslabón o en célula
mínima de lo que ocurre en el cuerpo social. Antonio des-
cubría en la noticia el ángulo más ínfimo de la geometría y
la imagen escrita de los hechos cotidianos, los que después,
al instaurarse en una gran fuente de conocimientos, sirven
para comprender las mentalidades de un período histórico
determinado. Cada noticia periodística leída por la avidez,
inusitadamente declarada, circulaba por Antonio, como el
agua que bebía todas las noches, antes de dormirse, por sus
extremidades y órganos, sin detenerse, pero distribuyéndose
sabiamente por su organismo íntegro.

Los hechos para Antonio se dirigían como una flecha


al revés, hacia el origen del presente que lo circundaba, pero
que no lo aprisionaba, pues tenía la sensación -extrañamente
encantadora- de librarse espiritualmente de los hechos inme-
diatos de su vida.

Por las páginas de la prensa de la ciudad aparecían


y desaparecían ante su vista: eventos sociales, posiciones
políticas, hechos policiales, catástrofes, huelgas, campañas
electorales, elecciones diversas, declaraciones públicas, fotos
de bellas reinas de la primavera, robo de animales, nevazones
cordilleranas, festividades religiosas, comentarios literarios,
nacimientos, casamientos y defunciones; también sucesos,
contados a partir del septiembre rojo del 73, -como aquel
que se refería al violento e injustificado allanamiento, efec-
tuado por fuerzas policiales, en Palermo Nº 63, casa de un
conocido y joven profesor universitario, su mujer y sus tres
hijas pequeñas-, hasta los del Gobierno actual, pasando por
los prolongados años de Pinochet, además, se registraban todo
tipo de avisos económicos, algunos de ellos muy divertidos,
como el de aquel campesino que ofrecía cambiar su yegua
ensillada por una dentadura postiza, con poco uso, debido a
que con su boca, por la ausencia de dientes, sólo podía chupar
las costillas del asado.

Estos avisos regocijaban a Antonio, quien, olvidan-


do su entorno, había dejado tras de sí, ya varias horas de su
presente. Encerrado en esa bóveda respiraba un aire que ni
siquiera le parecía enrarecido, sólo lamentaba no tener en
sus manos una mayor rapidez para girar las delicadas hojas y
seguir deleitándose con esas añejas noticias. El serio, formal y
responsable Director del diario, sin embargo, le había expre-
sado, claramente que, por tratarse de un colega joven, iba a
tener acceso al archivo por única vez, pues había impuesto una
prohibición a toda clase de público, de consultar los diarios
viejos, debido al calamitoso estado en que se encontraban, a la
espera de un procesamiento químico o de otra naturaleza que
los conservara, como ya se estaba haciendo en la Biblioteca
Nacional.

Al recordar la advertencia del Director, aceleró el


ritmo de sus dedos, haciéndolos más ágiles; su agilidad era tan
efectiva al dar vuelta las páginas manchadas, llenas de polillas
y «saqueadas» por anónimos lectores, que, por un instante
pensó que lo hacía, no sólo por el imperativo del Director,
sino que, también por uno personal que no podía precisar
con nitidez.

De improviso, sus ojos se quedaron virtualmente


pegados en un diario, tal vez el último de la colección que
se podía leer con una relativa claridad. No podía dar crédito
a lo que sus ojos, poniéndole la alerta roja, le transmitían al
cerebro para que tratara de comprender el texto de su atención.
Lo leyó durante largos minutos, se lo aprendió de memoria,
pero dudando de ella, lo escribió en su agenda para leerlo, con
calma, más adelante.

Apagó la luz de la bodega, no tuvo a quien agradecerle


el servicio prestado, pues ya se habían retirado los periodistas
y funcionarios del piso del edificio en que se hallaba. Bajó las
escaleras, como quien baja o sube a la tierra de nuevo, y salió a
la calle. Buscó la plaza y se sentó bajo una corpulenta palmera
asegurándose, con el roce de su mano, de que la agenda la
portaba en el interior de su chaqueta delgada de verano.

Al llegar a su pensión, esta vez el señor Sepúlveda no


le hizo preguntas. En la hora de la comida sólo le habló de
la festividad religiosa que se acercaba: el día de San Sebastián
que se celebraba anualmente en Yumbel, al cual él, aunque
creyente, no iba para no hacerles el juego a los curas. No hubo
mayores comentarios al respecto.

Nuevamente la desvencijada micro de Pueblo Viejo


cumplía con la misión de dejar a Antonio en su centro mismo.
Caminó un par de cuadras y llegó precisamente a la dirección
que buscaba: Virrey don Ambrosio Nº 1801.

En esa dirección se ubicaba la Biblioteca. Antonio en-


tró con la timidez de un colegial que va a hacer sus tareas. Ante
su indecisión, una atractiva funcionaria de riguroso delantal
planchado y ojos claros, le preguntó qué se le ofrecía. En vez
de preguntarle por libros, -así lo tenía pensado-, Antonio le
indicó que necesitaba darle un recado a la señora Claudia.

«Así que éste es -pensó Claudia, mientras atendía a un


joven-, coincide con los datos que me dio Hugo. Lo atenderé
como corresponde hacerlo con una visita, con la deferencia
debida. Parece un buen muchacho, sus ojos pardos oscilan en-
tre cristalino y oscuro, y eso me agrada porque según la fuerza
que le den, me ayudarán a conocer la forma de reacción de su
personalidad, pues en el trato con él tendré que conocerlo para
cumplir con el encargo de mi amigo. Tengo un compromiso
amistoso y lo cumpliré; por lo demás, aquí nunca pasa nada
y esto puede ser entretenido.»

Claudia era una joven de pelo negro y tez blanca que


hacía tintinear, levemente, unos aros de plata, regalados por
un pretendiente que se los había traído del Cuzco y que se
los ponía para no quedar mal ante él, nada más. De estatura
mediana, era ágil de movimientos y de sonrisa acogedora. En
su persona se juntaban los encantadores misterios de la mujer
chilena, que, como se sabe, corresponden a un mestizaje, que
no define claramente el color de su piel, pero sí fortalece su
carácter y dulcifica su palabra.

-A la señorita Claudia, señor, a menos que exista otra


Claudia que yo no conozca en esta Biblioteca. A sus órdenes,
soy yo misma.

-¡Ah...qué bien! Le traigo una notita de un amigo


común. Léala, por favor.
-Por supuesto que lo atenderé, no se haga ningún
problema. A los lectores locales les exigimos un carné de socio
de la Biblioteca, pero en el caso suyo, dada la investigación
que realiza y el hecho de ser de otra ciudad, no se lo pediré.
Además, como el Director está ausente, la subrrogancia la
ejerzo yo. Adelante, en qué puedo ayudarle.

Antonio quedó encantado. Pero, eso sí, no estaba


seguro, si el encanto se había producido por las posibilidades
de consulta bibliográfica, que se materializaban, sin recurrir
a Oviedo, o éste era ocasionado por la simpática señorita que
lo había atendido.

La biblioteca era pobrísima. Se había creado por la


filantropía de un hombre acaudalado y culto de la provincia;
después el establecimiento había sido derivado al Estado, el
que, la mayoría de las veces, mandaba libros que en Santiago
ya nadie consultaba o eran inútiles; también se surtía de dona-
ciones de embajadas, las que se realizaban mandando catálogos
de sus ciudades, centros turísticos y universidades imposibles
para los niños de Pueblo Viejo.

En todo caso, Antonio se hizo habitual en la Biblio-


teca. Muchas tardes las dedicó a consultar libros de historia
regional, monografías sobre el Padre de la Patria, geografías
de la zona o viejas revistas, heredadas de la Biblioteca del
caballero donante. Otras, las dedicaba a leer sus libros que
conseguía con amigos diversos. Sin embargo, la mayoría de
las veces, discretamente, se dedicaba a observar de soslayo a
la buena moza bibliotecaria que lo atendía con gran calidez
humana. De Oviedo nadie se acordaba. Sólo Claudia brillaba
por su presencia.

Una tarde de ésas se decidió. La resolución la tomó


porque advirtió que Claudia ya le pasaba los mismos libros,
sin decirle que ya anteriormente, él los había examinado; pero
no sólo por eso, sino también porque se ruborizaba cuando le
preguntaba por doña Isabel, respondiéndole que por ahí cerca
había vivido y criado a sus hijos, aunque a uno de ellos por
muy corto tiempo, pese a los prejuicios de los vecinos, con
mucha valentía. A partir de esa circunstancia se acordó del
«gato encerrado» y, en un momento en que no había lectores,
se atrevió a invitarla para conversar algunos asuntos, comiendo
en algún restorán.

Accedió.

Por fin se decidió, pensé que no lo iba a hacer, pues


cada día estaba más tímido. Si casi ya no le quedaba motivo
para venir, pero venía igual, aunque en una de ésas no iba a
venir más.

La comida, para ambos, resultó muy cálida, incluso


tierna. El uno quería decir algo; la otra, no aseguraba si iba a
responder lo que suponía que le iban a preguntar. Había una
pregunta y una respuesta, pero ninguno de ellos sabía cuál
pregunta se iba a hacer, porque, a la altura de las circunstancias,
y dadas las miradas -ya no eran de soslayo- que se ofrecían, la
pregunta podía ser distinta a la que se suponía obvia.

Antonio le hizo la pregunta obvia. Antes de hacérsela


le explicó que había conocido a Oviedo y que le había extraña-
do mucho su modo de expresarse en relación con doña Isabel,
le habló, además, de los prejuicios que creía ver en torno a
ella. Y de otras cosas relacionadas con el tema.

-»No sé por qué, pero me das confianza, Antonio.


Llegaste a la Biblioteca como un pájaro que busca, no sólo
su alimento, sino también su nido. Perdóname la franqueza,
pero es mi manera de ser y también, mi forma de decirte que
contestaré tu pregunta. Hace mucho tiempo que no converso
de esta forma con alguien que valga la pena, me imagino que
tú la vales, ¿no es verdad? Bien, en qué parte íbamos...”

Antonio la miraba, ya sin titubeos, fijamente. Era


obvio y notorio que, a lo mejor, se encontraba un tanto arre-
pentido de haberle hecho en primer lugar la pregunta obvia,
pero ya estaba formulada. Claudia no sólo encantaba con su
sonrisa franca, sino también con sus modales espontáneos
y su sinceridad. Sus ojos pestañeaban, hechiceramente, sin
coquetería de cortesana, pero con una seductora dosis de
enigma femenino.

-»Oviedo es un hombre difícil, pero no te alarmes,


te lo expresaré en pocas palabras. Odia a la Riquelme (¿sería
la influencia de Oviedo la que la había hecho pronunciar ese
«la»?), porque según él, de acuerdo con esos libracos genea-
lógicos que tiene, doña Isabel habría echado, con escándalo,
a un antepasado suyo de la administración del fundo «Las
Canteras», que heredó don Bernardo de su padre. Por supuesto
que hay más, pero eso es lo fundamental. Ahora bien, a todos
los bibliotecarios - y a muchos más- nos ha tratado de inculcar
ese odio; a mí no me alcanza, ni me preocupa, pero la semillita
que ha sembrado, por desgracia, ha dado frutos en otras gentes.
¡Ay...! Yo te podría contar tantos asuntos, empero dejémoslos
para otra oportunidad, si tú lo quieres, por supuesto”.

-»No, Claudia, no sigas hablando, ya me has dicho


bastante. Además, si queda algo pendiente ¡que maravilla...!,
pues eso nos permitirá seguir conversando. Ya no entrará en
mi reportaje, porque casi está listo. Por lo demás, el diario lo
necesita pronto y a mí me interesa cumplirle, porque me he
propuesto trabajar en forma estable en algún lugar de esta
región. En todo caso, no me olvido de que han quedado varias
cosas sobre esta materia en el tintero, incluso algunas notables
que he descubierto yo mismo”.

Los dos abandonaron el comedor, como dos perso-


nas que sin habitar en una alcoba de hotel, aparentemente lo
hubieran hecho, pues la conversación y la cercanía deseada de
sus cuerpos había producido en ellos un grado tal de intimidad
que difícilmente alguien podría pensar que no eran una pareja
de novios, recién casados o algo parecido. Cada uno, después
de esa cena, se llevaba en los intersticios más sensibles del
cuerpo la intensidad de la mirada, -entre querendona, curiosa
e interrogativa-, que el otro le había brindado.
§

Antonio ya había empezado a escribir su reportaje. Lo


animaba el propósito que éste saliera antes del suceso señalado
por la prensa; ya manejaba la información elemental, de tal
modo que se encontraba en condiciones de formalizar la tarea.
Sin embargo, los acontecimientos extraños que había vivido
le impedían terminarla pronto, puesto que -incentivado por
ellos- deseaba seguir averiguando la historia real, y no la me-
ramente formal que había protagonizado en vida doña Isabel.
Había llegado a un punto de su trabajo en que la atracción por
el personaje era más fuerte que el simple informe que tenía
que hacer para obtener la «pega».

Una de las tantas interrogantes que almacenaba su


mente, aunque aclarada en parte en la charla sostenida con
Claudia, provenía del descubrimiento que había hecho en el
diario, el día en que consultó sus archivos. En efecto, en la Sec-
ción Avisos Económicos del periódico había leído -y allí tenía
en sus bolsillos la copia a mano del aviso -, el siguiente texto:
«Se vende por sus legítimos herederos, el sitio y casa que fue la
Cuna del Padre de la Patria en Pueblo Viejo. A los interesados
se les ruega hablar, al respecto, con el señor Oviedo». El aviso
se hallaba fechado en el mes de marzo de 1908.

Del aviso anterior, Antonio desprendía dos situacio-


nes. Una, la casa de los Riquelme había ido, con el tiempo,
a parar a manos de la familia Oviedo, y dos, quien haya
comprado la casa (la cual debía de haber estado en muy ma-
las condiciones), posteriormente la había demolido, pues en
su sitio se habían construido otros edificios que ya tampoco
existían.

Ahora bien, ¿por qué se habían producido todos esos


hechos que no le hacían honor a la memoria de sus antiguos
moradores? No tenía respuesta. Con seguridad, ésta había que
ir a buscarla al fondo desconocido de la historia. Tenía razón,
por lo tanto, en seguir indagando acerca del tema.
Capítulo VI

Don Simón hundió su mano en la jarra de agua que


sostenía su hija María Isabel y sacándola de allí, sacudió sus
dedos para salpicar con el líquido el rostro del niño, quien era
sostenido firmemente por los brazos de Manuela Vargas. Acto
seguido, procedió a bautizarlo (el otro bautismo, el religioso,
sería realizado en Talca, años más tarde, en la Iglesia Parroquial
de San Agustín), haciéndole la señal de la cruz en nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con el nombre de
Bernardo Riquelme, en su propia casa, situada a metros de la
Plaza de Chillán, el 20 de agosto de 1778.

Para evitar las habladurías de la gente (que de todas


maneras iba a hablar), Bernardo fue considerado «el herma-
nito menor» de María Isabel. Don Simón, en relación con la
honra de su hija era un hombre de decisiones rápidas. Antes
de los dos años, ya había casado a su hija con su viejo amigo
y vecino Félix Rodríguez y Rojas. Antes de los dos años, su
honorable coterráneo dejaba viuda, y de nuevo sola a su hija,
no sin antes de haber cumplido, honrosamente, con la misión
de engendrarle a ésta una hija: Rosa Rodríguez Riquelme,
llamada simplemente Rosa O´Higgins, en homenaje a su glo-
rioso hermano, quien, a la muerte de don Ambrosio en Perú,
pudo, al fin regresar desde Europa -después de ocho años de
permanencia- para legitimar, a través de un arduo proceso, su
apellido paterno y hacerse cargo de su herencia: la hacienda de
«San José de las Canteras», una rica propiedad, ubicada entre
Yungay y Los Angeles, a orillas del río Laja, con más de tres
mil cabezas de ganado.

Don Simón descansó, definitivamente, en paz a


comienzos del nuevo siglo XIX y casi a fines de la larga era
colonial, sin saber el destino de martirio y heroísmo que pro-
tagonizarían sus descendientes en la historia del país, quienes
en el plazo de diez años contribuirían con todo su ímpetu, en
aquel primer período, a desembarazarse, por medio del uso
de las armas, de monarquistas españoles y criollos. También
se murió, sin saber, que en el patio de su casa, crecería secu-
larmente la espléndida palmera que había plantado, para que
a su sombra quedara también su recuerdo.

En la primavera de 1802, en tanto María Isabel lavaba


sus largos y negros cabellos en el jardín de su casa, como siem-
pre lo hacía, con el quillay que le traían de la montaña, había
escuchado que los españoles acamparían cerca del pueblo para
parlamentar con los mapuches en la alta frontera. Ninguna
de estas noticias, ya realmente, le interesaba. Ella era amiga
de los indios y que el ejército anduviera por allí, tampoco le
importaba.

En su cabeza, que enjuagaba cuidadosamente, daba


vueltas, como un corcho en medio de un remolino del estero,
una sola idea: el regreso a Chillán de su hijo Beño. Cartas,
noticias de viajeros y sucesos, como la muerte de Ambrosio el
año anterior y un poco antes, la de su padre, hacían más que
previsible la llegada de Bernardo.

De pronto, pese a que el remolino seguía su curso,


rápido y veloz, el corcho se detuvo. La fuerza oculta que obligó
a detener su marcha fue tan poderosa que la idea que se le
asemejaba y que circulaba en la cabeza de María Isabel, ma-
ravillosamente, floreció en el hecho que interesaba: la entrada
en cuerpo presente de Bernardo a su casa. La fuerza oculta se
había hecho visible y en el acto, el abrazo estrecho y de amor
profundo que se dieron anuló, en pocos minutos, la dolorosa
ausencia y prolongada separación de diez años que madre e
hijo mantuvieron, a partir del primer viaje marítimo a Lima
de este último, por el puerto de Talcahuano.

A partir de ese sublime instante de amor, fecundado


por la distancia y por los sinsabores de uno y otra, o si se quie-
re, de ese instante sagrado que, a la par, también, había sido
abonado por las esperanzas y voluntad de reorganizar familia,
país y gobierno nacional, el remolino, por no variar su ritmo,
se empeñaría en continuar el movimiento que esta vez en su
transcurso haría danzar, cogidos inseparablemente de la mano,
a madre e hijo, por los secretos caminos del futuro.

Su hijo, en breve lapso, abandonando su vestimenta


de londinense pobre o de español venido a menos, y vistién-
dose como campesino chileno, cubierto vistosamente por un
poncho araucano, se hizo cargo de su hacienda «Las Canteras»,
aledaña a la ciudad de Los Angeles. Y en otro corto período,
unida a su febril actividad de agricultor progresista, comien-
za a participar en la política local para poner en práctica las
ideas inculcadas por sus maestros en Europa: entre ellos, el
venezolano Francisco de Miranda, quien le había confiado el
gran secreto que agrupaba a un selecto grupo de hombres de
la América Hispana: luchar por la emancipación nacional,
dándole, además, un consejo: «desconfía de todos aquellos
hombres que ya han cumplido los cuarenta años, esos ya no
sirven para la causa que nos preocupa».

Bernardo O´Higgins aún no cumplía los veinticinco


años. Y era rubicundo como su padre, a quien, en vida, habían
apodado, por el color de su piel , «El Camarón»: melancólico,
sufrido y de estatura baja mediana como su madre. A pesar
de su flamante primer apellido, los rasgos más ostensibles de
su personalidad correspondían, más bien, a la línea de los
Riquelme que a los del irlandés don Ambrosio.

Desde ese acontecimiento, al cual la familia lo había


denominado, como «el del regreso de Bernardo» a Chillán,
María Isabel reestructuró completamente su mundo cotidiano
y provinciano. Ahora pasó a ser dueña de casa principal y la
patrona en el fundo «Las Canteras». Pasaba a ser de la noche
a la mañana, junto a Rosa, una importante «patricia» de la
región, pues su hijo había heredado una significativa fortuna
que ponía atajo a la pobreza que, a la fecha, había padecido la
familia. Las señoritas casaderas del pueblo, antes tan engreídas,
ahora conversaban con ella y la frecuentaban, como una forma
de acercarse al hijo, quien, sin pretenderlo, las cautivaba con
sus gustos europeos, su conocimento de lenguas extrañas como
el inglés y sus sencillos modales, desprovistos de afectación.

Al tiempo de cumplir su renovado papel de madre,


María Isabel apoyaba con entusiasmo las acciones de su hijo en
la meta de vida que se había trazado. Allí estuvo a su lado en el
famoso rodeo de veintidós días que se hizo en «Las Canteras»
para reunir todo el ganado disperso en las miles y miles de
cuadras del fundo, el cual tuvo como consecuencia posterior, la
remoción del antiguo administrador: Oviedo, pues descubrió,
asesorada por sus camperos, que una gran cantidad de reses
habían ido a incrementar los caudales del hombre, que en ese
cargo había dejado el antiguo dueño: don Ambrosio.

También estuvo a su lado cuando los vecinos le otor-


garon altas funciones de responsabilidad en la comarca, en la
que se extendió su personal esfera de influencia. Por lo tanto,
observaba complacida como era designado, sucesivamente,
Alcalde de su pueblo, Procurador del Cabildo y Subdelegado
de la Isla de Laja.

Su mayor satisfacción, aunque restringida por los


temores que se desprendían de las situaciones de enfrenta-
mientos que protagonizaban los patriotas por darle término
definitivo al dominio colonial de los españoles, la tuvo, gozosa,
cuando a fines de 1810, Bernardo es elegido Diputado por
Concepción a la Primera Junta de Gobierno, instaurada en el
mes de septiembre de ese mismo año.

Sin embargo, María Isabel no se dejaba engañar, sabía


que todos esos hechos, en apariencia muy halagüeños para la
carrera política elegida por su hijo, llevaban en su interior un
germen de futuros conflictos. La lucha de los patriotas por
cambiar el régimen y el estatuto colonial, no iba a ser fácil;
los españoles se opondrían ferozmente, a los deseos liberado-
res que manifestaba, en ese sentido, la gran mayoría de los
chilenos. Por esa misma razón, pensaba, tendría que ser más
fuerte que nunca; antes del «regreso», su fortaleza consistía
en vivir con dignidad, pero ahora, no sólo debía continuar
haciéndolo igual, sino que, además, padecer -en el caso que los
acontecimientos se precipitaran-, ¡Dios no lo quisiera!, quizás
qué tipo de peligros de guerra, junto a su hijo, en la contienda
que empezaba. Pero para eso estaba.

Los pensamientos de María Isabel no se encontraban


lejos de la realidad, pues Bernardo, comprendiendo también
los riesgos y peligros que vendrían, no vaciló en cobijarse, a
su manera, bajo las banderas de su gran tierra. Lo hizo, orga-
nizando en su propia hacienda un Regimiento de Caballería.
En muy poco tiempo fue capaz de enrolar en su pequeño ejér-
cito a inquilinos, labradores y gañanes de «Las Canteras», los
cuales de la noche a la mañana se convirtieron en los soldados
con «ojotas» de la patria. Para efectuar, con mayor autoridad,
dicha diligencia le escribió en correcto inglés, una carta al
coronel Juan Mackenna, solicitándole consejos, instrucciones
y normas militares, con el fin de resolver los problemas que
le planteaban su desconocimiento y nula preparación en las
artes bélicas. Mackenna, el irlandés, viejo amigo de su familia,
no vaciló, desde Santiago, en prestarle el apoyo que su joven
amigo requería. A las semanas siguientes de la creación de su
regimiento, la Junta de Gobierno le otorgó el grado de Teniente
Coronel de las Milicias, creadas en la Isla del Laja, Quiriquina
y en «Las Canteras».

A partir de ese momento, María Isabel observó


cómo su hijo se veía envuelto en una seguidilla de veloces
acontecimientos. La reconquistada tranquilidad hogareña
se vio trastornada por el rol protagónico que Bernardo asu-
mía con extraordinaria celeridad. Este, al poco tiempo, fue
elegido Diputado por Los Angeles y como tal, fue obligado
a incorporarse a la Junta establecida en Santiago, y después
al Primer Congreso Nacional, institución en la cual las ideas
republicanas radicales que sustentaba, junto a otros hombres,
quedaron en minoría.

Para infortunio del naciente país, no hubo acuerdo


entre los patriotas, en relación con la línea de acción por
seguir; ante esa situación, Bernardo, decepcionado por los
acontecimientos que se vivían, renuncia a su cargo de gobierno
ante la perplejidad de María Isabel, que no comprende cómo
esos hombres patriotas e inteligentes no pueden superar sus
dificultades.

Sin embargo, el desacuerdo entre los patriotas per-


duró. Entretanto, María Isabel y Rosa tienen que atender las
tareas que les demandan el campo y la casa de Chillán, la que,
ahora, para demostrar su nueva condición social cuenta con
un lujoso servicio de mesa de plata labrada. Las ayuda en estas
tareas, Nieves, la hija menor, quien, junto a Agustín Borne,
su marido, ha sido llamada para cumplir importantes tareas
de responsabilidad en el campo.

«Mi hijo Beño quedó muy desengañado y bastante


frustrado por el curso que tomaban los acontecimientos na-
cionales. Le dolió mucho la enorme incapacidad para unirse
entre sí, que manifestaban los patriotas en torno a los valores
comunes, temiendo provocar mayores problemas entre las filas
patrióticas nos recluimos en «Las Canteras», huyendo de toda
actividad política menuda”.

Manuel Riquelme, el tío de Bernardo, había contri-


buído a dejar la hacienda en buenas condiciones materiales.
De tal suerte que el grupo familiar empezaba a recibir los
beneficios de los adelantos realizados. En el fundo había
plantaciones de viñas y frutales acondicionados, a la europea,
con cercas y fosos; bodegas suficientes para almacenar las mil
cuatrocientas arrobas de vino y más de doscientas de aguar-
diente que se producían anualmente; el trigo, las papas y la
alfalfa necesaria para alimentar al numeroso ganado; líos de
charqui, botijas de grasa, costales de sebo, cueros de vaca y
novillo, sacos de frijoles, de cebada, de harina y de sal, incluso
una gran cantidad de ponchos pehuenches. Muchos años más
tarde, un visitante, contrastando esta imagen de fertilidad
idílica de la cual le hablaban los lugareños, constataba, con
sus propios ojos, la desolación en que habían quedado esos
fértiles campos, después de la lucha contra los españoles y del
abandono de sus dueños.

Bernardo, una vez que determinó las áreas agrícolas,


cultivadas, -por primera vez- con arado de hierro, los potre-
ros para pastar o para la engorda, cercos y quintas frutales,
decidió construir una casa nueva, junto a las bodegas y en sus
cercanías el molino para moler trigo. La casa, que se construyó
ocupando para ello la abundante madera de raulí de la zona
y las tejas que producía la hacienda, le quedó comodísima
y el hecho de instalarse en ella significó para él, el mejor
esparcimiento de sus días de descanso. Allí, disfrutando de
la tranquilidad campesina, de la amistad con los pehuenches
-llegó a ser compadre del cacique Lailo- y del respeto que sus
inquilinos y medieros le conferían, por fin se sentía contento
y a sus verdaderas anchas.

La ciudad de Richmond, en la que pasara sus sufridos


y dolorosos años juveniles, jamás habría imaginado que el joven
que paseaba triste por sus adoquinadas calles, esperando una
mezquina mesada para pagar su pensión y sus lecciones, con
el paso del tiempo, se transformaría en el señor terrateniente
más importante del Bío-Bío.

«Madre -le dice Bernardo a María Isabel en carta escri-


ta en la isla de la Laja y enviada desde Los Angeles a Chillán-,
compadezca a su pobre Beño, últimamente he sufrido esos
famosos dolores reumáticos que comenzaron a manifestárseme,
allá en Europa. Tengo ganas de viajar a algunas termas para
darme unos bañitos de azufre, quizás si las de la cordillera de
Chillán me hagan bien; a lo mejor les digo a mis hombres que
me organicen un «viajecito» para subir a las famosas aguas
calientes del «Nevado» o las de Perquilauquén. Lo malo es
que no me puedo mover mucho, porque tengo que resguardar
mis bienes de los numerosos ladrones de ganado que existen
en esta zona. Andan por estos lados un montón de cuatreros
expertos y baqueanos, aunque mis «huasos» también son hartos
pillos y defienden muy bien las reses, no hay que descuidarse
en su custodia. Por eso, me lo paso casi todo el día andando
a caballo por los diferentes potreros.

En todo caso, mamá, no le escribo esta carta para


contarle mis males, sino para decirle que tengo muchas ganas
de comerme un ternero gordo con usted y con mis hermanas,
ojalá, con algunos de los Riquelme más allegados a nosotros.
La mandaré a buscar, unos arrieros irán al fundo de Quiriquina
a dejar unos animales y ése está cerquita de su pueblo, de tal
modo que será fácil ir hasta su casa y traerla, acompañada de
quien quiera usted.

Los arrieros que van para Quiriquina llevarán para


la casa un par de mulas cargadas con charqui, para que se
preparen unos ricos «caldillos», mientras comen esas sabrosas
tortillas que usted hace tan bien en el rescoldo del brasero
grande de cobre.

Hasta pronto, querida madre. Se despide con un gran


abrazo, su hijo Beño. La Nieves le manda muchos saludos».

Nos comimos el ternero gordo con el Beño, mi medio


hermano Manuel, con Rosa, Nieves y su marido. El asado
lo dispuso mi hijo en un bosquecito de castaños situado al
lado de la casa nueva. Allí, debajo del castaño más grande,
se habían instalado, con las respectivas bancas a su alrededor,
unos enormes mesones de «hualle», encima de los cuales había
abundantes ensaladas, «pebres», papas cocidas, pan amasado,
jarras con vino tinto, platos, palanganas y la vajilla necesaria
para los miembros de la familia y los numerosos amigos invi-
tados. No sabía cuáles olores eran más gratos a las narices, si
los que se desprendían de los apetitosos guisos; los jugos del
ternero que se doraba lentamente, arriba de una enorme pa-
rrilla de fierro o los de las ramas, hojas, cortezas y flores de los
generosos vegetales que rodeaban, a cada uno de los miembros
del simpático y alegre grupo, aprisionándolos tiernamente, con
su sombra, como si la naturaleza intentara dejarlos, por alguna
causa desconocida, retenidos allí hasta la eternidad.

Esa fue una de las últimas veces, quizás, en que


compartimos el pan, la carne y el vino, en simpática, serena
y querendona algarabía familiar, lejos del bullicio de las voces
que anunciaban, alarmadas, la ofensiva de los soldados del rey,
denominados por esas mismas voces «godos», «sarracenos», o,
más despectivamente aún, «matuchos».

Beño hizo su gusto, nos juntó a todos en torno a un


asado de vacuno joven. En esa ocasión, haciéndole un honor,
concurrió su amigo Lailo, el jefe pehuenche, a quien, para
distinguirlo le indicó que ocupara el asiento a su derecha, sin
embargo éste, siguiendo su ancestral costumbre, se obstinó en
sentarse en el suelo, pues, gravemente se agachó y se cruzó de
piernas, debiendo convencérsele que usara la banca acomodada
para él, especialmente. Mi hijo hizo un brindis por la felicidad
de todos nosotros y me abrazó fuertemente, prometiéndome
que nunca más se separaría de mí. Motivado por la emotivi-
dad de la circunstancia que se vivía, Lailo pronunció en su
lengua mapuche, a su vez, un entusiasta y encendido discurso
de agradecimiento, el cual no necesitó de ningún lenguaraz,
porque la mayor parte de los concurrentes, incluido Bernardo,
entendían el idioma que hablaban los habitantes naturales de
esa indomable región.

Desde que llegó Bernardo al centro de mi alma, ésta


empezó a regresar a su nido original para cumplir con el im-
perativo de empollar, sin límites, las ternuras y delicadezas que
exigían mi cuerpo ansioso de caricias de un hijo quien, al igual
que yo, las requería, con urgencia. De la velada que pasamos
debajo de los castaños, inclusive el aire tranquilo que nos
tocaba quedó adherido, inmarcesiblemente, a las paredes que
sostendrían vivamente su recuerdo, ayudándome a sobrellevar
con su belleza mi difícil y accidentada vida.

El período que pasé, casi ininterrumpidamente, en el


campo con Beño fue de gloria y maravillas. Sin embargo, así
como de repente llega la dicha perdida, de repente ésta otra
vez desaparece.

Antes del año me encontraba en Chillán de vuelta,


pero, paradójicamente, en esta oportunidad, lo hacía en calidad
de prisionera de guerra. Sufrieron a mi lado, la misma mala
fortuna mis hijas Rosa y Nieves. Tal vez, es muy posible que
haya sido en los momentos en que gozábamos comiéndonos
el ternero o podando las viñas, los españoles -con Antonio
Pareja como jefe-, después de haberse apoderado de Chiloé
y Valdivia, desembarcaron en el puerto de San Vicente y to-
maron posesión del aledaño fuerte marítimo de Talcahuano,
con el firme propósito de recuperar para el rey, su rebelde
colonia de ultramar.

De ahí para adelante, el vértigo; la zozobra convertida


en valentía y el miedo en rebeldía. Bernardo, en el acto cambió
su mansa cabalgadura de andar acompasado, por un brioso
corcel de buen trote y galope tendido, haciéndose cargo de
nuevo de sus leales milicianos y marchó hacia los campos de
batalla, al igual que en su territorio lo hacía un lebrel a la caza
de un zorro culpeo.

Al poco tiempo, llegaban a mis manos sus misivas,


pidiéndome, ahora «coligues para lanzas». Y ahí estuve yo,
personalmente, descoliguando los montes y buscando entre
las matas de quila, los palos más adecuados para el servicio
de sus improvisados lanceros. «Mis huasos -me decía- serán
abrutados, pero son harto firmes para el trabajo y también para
la guerra que se avecina contra los españoles que ya desem-
barcaron en el puerto de Talcahuano y amenazan con invadir
a toda la región del Bío-Bío y Chile central».

A la distancia mis ojos de madre escrutaban las


acciones de Bernardo, sus sucesivos ascensos de grado, su
participación en las batallas de Linares, Los Angeles, El Tejar,
las Lajuelas, Maipón y en el sitio de Chillán. Me daba cuenta
de que Beño se había convertido en un ángel vengador de su
patria, que ya nadie lo podría detener porque le decía basta al
aislamiento colonial y del dominado por el poder extraconti-
nental. Pensaba que su valentía se hallaba en directa relación
con los sufrimientos que tuvo cuando niño, a causa de su pobre
condición de aherrojado en un mundo extraño, el que nunca
lo quiso, y que su coraje residía, finalmente, en el amor por la
tierra madre que había hecho suya para siempre.

- «Mamá, tenemos que irnos de Las Canteras, pues los


españoles andan por aquí cerca. Con todas las que le ha hecho
Bernardo, deben estar furiosos con él y con todos nosotros».

No recuerdo cuál de mis dos hijas me dio la señal de


alerta, pero el hecho fue que la entendí perfectamente. Había
que trasladarse a un lugar seguro, sacar algunas cosas y decirles
a algunos hombres que cargaran los bultos en carretas, mulas y
caballos. Cuando partimos, dando vuelta mi cara hacia atrás,
por última vez, contemplé hacia el fondo las nieves de las
montañas, las que pronto empezarían su proceso de deshielo
y en las inmediaciones, los protectores castaños que luego se
cargarían de flores, decididamente giré la cara hacia donde me
dirigía y prometí que estas últimas, aunque me desangrara en
el intento, las mantendría en mi corazón.

Nos dirigimos hacia el fuerte de Nacimiento, pero


como éste tampoco era un lugar seguro, debido al asedio
realista, lo abandonamos y partimos fuertemente escoltadas a
Concepción. Sin embargo, la escolta al poco andar, a requeri-
mientos de mi propio hijo, tuvo que retirarse para enfrentarse
en Huilquilemu con los españoles que salían al paso de los
fugitivos. No nos quedó más opción, arriba de nuestras mulas,
que internarnos en los montes para escapar de los hispanos; no
obstante cuando tomábamos desayuno en casa de un modesto
campesino fuimos capturadas por el comandante Elorreaga,
quien nos mandó en calidad de prisioneras y rehenes a Chillán,
que estaba en manos del jefe godo Juan Francisco Sánchez.

Sánchez nos trató bien, pero no dejó de llamar mi


atención, el comportamiento sumiso que observé en la gente
de mi pueblo. Años atrás, en Chillán se había conspirado
bastante en contra de los españoles, líderes del poblado como
Rosauro Acuña, sacerdote de la Orden de la Buena Muerte,
y el antiguo vecino Arriagada habían pagado con la cárcel su
actividad «subversiva»; sin embargo, ellos ya no estaban, en
su reemplazo había vecinos timoratos, Oviedo entre ellos, que
colaboraban abiertamente con los jefes «sarracenos».

Nunca tuve miedo de lo que me pudiera pasar, -al


final de cuentas yo estaba en mi propio suelo-, sin embargo
la desazón invadió profundamente mi alma, al enterarme por
conductos secretos, del desastre que nos causaron los españoles
al quemar las casas de «Las Canteras», arrasar sus potreros y
bodegas, cortar los árboles y sacrificar su ganado. Al respecto,
reflexioné que gran parte de mi nueva vida había quedado
entre las cenizas y los despojos de la hermosa hacienda y que
nunca más volvería a ser la misma.
En verdad tanto no me preocupaba mi vida, ni la de
mis hijas, pues el General Juan Francisco Sánchez, a su vez,
tenía su familia metida en Concepción y ésta estaba en manos
de los patriotas y, con seguridad, José Miguel Carrera, pese a
los malentendidos con los de mi familia, negociaría con los
realistas nuestra libertad por la vía del canje de prisioneros.
Sí, me causaba un terrible escozor el destino de Bernardo,
pues la violencia había comenzado y sólo se extinguiría con el
aniquilamiento de uno o de otro adversario. Su destino, desde
este momento, siempre lo vería ligado al uso de las armas y a
los vaivenes de la lucha por la independencia.

En efecto, María Isabel había tenido razón en sus


cavilaciones. Bernardo, después de la liberación de su madre
y hermanas, las fue a dejar, sanas y salvas, a Concepción. La
danza que había hecho girar el corcho en el remolino tomaba,
otra vez, su ritmo vertiginoso, y en esta oportunidad, no se
detendría tan fácilmente.
El amplio escenario en que se llevan a cabo las acciones
cubre todos los espacios del centro sur del país, del centro, de
los valles de Santiago y los de Aconcagua. Bernardo es uno
de los principales jefes patriotas y Carrera es el General que
los dirige, sin embargo, los refuerzos virreinales que reciben
los españoles por el consabido puerto de Talcahuano,-con el
brigadier Mariano Osorio a la cabeza-, la desinteligencia de
los bandos patriotas y la pugna por el poder de sus principales
líderes hacen que la danza de la guerra de ese período concluya
en el llamado «Desastre de Rancagua».

En Santiago, ciudad que comenzaba a convertirse en


capital de colonia nuevamente, quizás peor que antes de 1810,
reinaba el desbarajuste más absoluto. El éxodo hacia Mendoza
de los principales patriotas y el regocijo beligerante de los
monarquistas impedían cualquier posibilidad de defensa. El
único aire que circulaba en libertad por la ciudad era el aire
de la derrota y el del abatimiento, pues se esperaba la entrada
triunfal de los españoles en cualquier momento.

Mi hijo Beño, en forma oportuna, para protegerme


de la arremetida española, conjuntamente con mis hijas, me
había trasladado a Santiago. En esa ciudad, sin poder contar
con los recursos económicos indispensables, puesto que los
españoles habían arruinado nuestra hacienda, ni tampoco con
su sueldo, porque el Gobierno no se los cancelaba, vivíamos
momentos de suprema indigencia.

Nos fuimos con Rosa a la villa de Los Andes, hasta


donde Bernardo nos siguió con sus diezmadas tropas, para
marcharnos, enseguida, hacia el interior de la cordillera a un
lugar llamado La Guardia. Allí, para protegernos del ventarrón
implacable, helado y frío como las piedras que pisábamos,
nos metimos en una casucha que Ambrosio, en su tiempo de
Gobernador, había hecho construir para refugio de los viajeros
transandinos.

A los días después, ingresábamos a territorio argen-


tino, internándonos en él por las localidades de Las Cuevas,
Puente del Inca, Punta de Vacas y Villavicencio, para llegar,
finalmente, a Mendoza, donde su Gobernador, don José de San
Martín, nos entregaba una calurosa y consoladora bienvenida,
claro, la que se podía brindar a un ejército hecho pedazos y
en completa retirada.

A partir de ese instante, empezaba para mí otra nue-


va vida. Atrás quedaban Chillán, el olor a ternero asado, la
huida por los montes, el olor a pólvora, la huella barrosa de
las cabalgaduras y la escarcha pétrea de Los Andes. A pesar de
las circunstancias adversas y crueles, no me sentía una mujer
desventurada, pues por dentro me abrigaba un calorcillo de
madre permanente, indisolublemente atada al destino de
mi hijo y al de la patria, que me daba ánimo y fuerzas para
continuar a su lado al fragor de cualquier contingencia que
se presentara.

En Mendoza, más tarde en Buenos Aires, y de nuevo


en Mendoza, sin mayor sorpresa recuperé mi pobreza y vestí
nuevamente la antigua dignidad, al darme cuenta, una vez
más, que la adversidad, a pesar de su signo negativo, cuando
es bien llevada, se convierte en el mejor remedio para derrotar
las debilidades del cuerpo y las miserias del alma.

Ahora no sólo debía dedicarme a velar por la suerte


de mis hijos, sino que además, por la de todos los chilenos,
soldados y civiles, quienes, al lado nuestro, vivían el mismo
vía crucis de las desventuras del destierro.

En Mendoza nos auxiliaron nuestros antiguos pai-


sanos, los cuales hace algunos lustros habían habitado en esa
misma región, pero en aquel tiempo bajo la tuición chilena.
En Buenos Aires nos mantuvimos haciendo cigarrillos para
los soldados y otros menesteres hasta que regresamos a Cuyo
(Beño consiguió con los argentinos dinero para financiar un
coche, ocho caballos de tiro y cuatro de cabalgata para realizar
la travesía por la pampa), para participar en los preparativos
del Ejército Libertador que se organizaba.

En los tres años transcurridos en ese país no me alcan-


cé a dar cuenta de que los mismos años, también pasaban por
mi cuerpo. En realidad, los menesteres del cariño, propios de
la vocación de madre que recupera un hijo para siempre, me
habían impedido pensar en los años que mi maduro cuerpo
sostenía. Creo que nunca quise tener una idea exacta, ni si-
quiera aproximada, de la edad que poseía; sólo me interesaba
lo que tenía que hacer y, sobre todo, lo mucho que me faltaba
por vivir todavía. Por esa razón, no me pesaron los años cuando
remonté, ahora hacia el lado chileno, por segunda vez la cordi-
llera, haciendo un alto en los encumbrados puestos fronterizos,
a la espera del desenlace que se produciría, ojalá en favor de
las filas patriotas, en los campos de Chacabuco.

El encarrozado y elegante Gobernador de Chile, Casi-


miro Marcó del Pont, en actitud opuesta, cifraba expectativas
muy distintas a las de María Isabel.
Capítulo VII

El joven periodista, pese a los requerimientos de su


diario y a que disponía de bastante información acerca de doña
Isabel, aún no se decidía a ponerle punto final a su reportaje,
los acontecimientos vividos lo precipitaban en la búsqueda de
misteriosas claves que se afanaba en descubrir. La amistad de
Claudia incentivaba su quehacer, por eso, cada día la muchacha
le gustaba más, pues ella, al mismo tiempo de comprender su
personalidad, estimulaba su imaginación histórica más allá de
los límites estrechos que inicialmente se había propuesto.

Antonio seguía escudriñando papeles y papeles, de


tanto consultar viejos libros de historia se había transformado
en un perito en cuestiones relacionadas con la descendencia de
la madre del prócer, de este modo, había logrado enterarse de
las informalidades constitutivas de su grupo familiar. Informa-
lidades que fueron causa de los prejuicios sociales surgidos en
el seno de la pacatería nacional, pero que no les impidieron
a sus miembros convertirse en símbolos de lucha contra las
adversidades de la vida.
La lectura de estos documentos le permitieron adi-
vinar e interpretar imaginativamente las maniobras que, a
lo largo de su vida, protagonizó en contra de los Riquelme,
Oviedo, el coterráneo y antiguo administrador de «Las Can-
teras». Comprobó asimismo la enorme capacidad de amor
que la madre albergó por sus hijos y por las personas que la
rodearon, tanto en su país como en su exilio peruano.

La última comprobación, sin embargo, hacía incom-


prensible la razón de la odiosidad que algunos sectores sociales
se empecinaron, a lo largo del tiempo, en manifestarle. Los
odios perduraron, según sus indagaciones, hasta el día de
hoy.

El sorpresivo viaje de María Isabel y de su famila a


«El Callao», después de la abdicación de Bernardo, constituyó
un verdadero desastre, pues, aparte de los problemas políticos
y del juicio de residencia que se le quiso seguir a su hijo en
Valparaíso por parte de sus enemigos santiaguinos, sufrió por
el desmantelamiento apresurado que tuvo que hacerle a su casa
capitalina. En su futura e incierta residencia, con seguridad,
echaría de menos sus muebles sureños, sus animales domés-
ticos: esa pareja de simpáticos loritos que alegraron con su
algarabía su monótona vida santiaguina.

Para hacer frente a tantas circunstancias desagradables


y adversas, doña Isabel decidió vender su vieja casa familiar
de Pueblo Viejo, adquirida totalmente por ella, en la época
de holganza de su hijo, mediante la compra de los derechos
que le correspondían a sus hermanos. A fin de llevar a cabo la
venta de su propiedad, le entregó poder a uno de los tantos
chilenos que pasaban por Lima, el cual le manifestó solidaridad
en su desgracia.

Muy tarde -para pesar suyo-, supo qué se apoderó de


su casa. El hecho fue que se sintió muy burlada por la gente
de Chile, pues lo único que recibió por ella fue la promesa de
que algún día recibiría determinada cantidad de dinero. Nunca
la recibió. Tampoco vio más en toda su existencia a «uno de
los tantos chilenos que pasaban por Lima», porque paulati-
namente a la pérdida de la influencia política de su familia en
la administración de Chile, los chilenos que la frecuentaban
dejaron de ser «tantos».

Antonio Figueroa releyó, una vez más, el recorte


del diario y creyó comprender, a la luz de sus reflexiones, la
causa que explicaba que apareciera como poseedor de la casa
un descendiente del obstinado perseguidor de doña Isabel.
No obstante, ¿quién la había demolido? Este era un misterio
más que debía resolver. No le cabía la menor duda de que, al
respecto, debería seguir charlando con su amiga Claudia.

Al final de cuentas resultaba, muy atractivo para él


mezclar el trabajo laborioso de periodista con el placer que le
ocasionaba escuchar la susurrante y confidencial voz de la en-
cantadora joven, haciéndole conjeturas o revelándole secretos
y rumores de la comunidad a la cual pertenecía, en tanto la
intimidad entre ambos iba aumentando.
Antonio, ya por razones superiores al reportaje mis-
mo, visitaba de vez en cuando el retrato de la Gobernación
para inspirarse, o bien para ambientarse mayormente en el
tema. De tantas visitas que hizo, llegó a la conclusión -como
si alguien se la hubiese dictado imperiosamente- que lo mejor
que podía hacer era ir, personalmente, a ver con sus propios
ojos el retrato original, el cual según el señor Sepúlveda, se
hallaba en el Museo Histórico de la capital.

-»Te invito a Santiago, Claudia. Con seguridad tú


tienes que hacer alguna diligencia ante tus jefes de la Biblio-
teca Nacional. La haces y de paso me ayudas a mí. ¿Qué te
parece?”

«En verdad, te estás poniendo bastante audaz, Anto-


nio. La otra vez pensé que tú eras «muy corto», pues era yo la
que me moría de ganas de que me invitaras a comer, pero ahora
te has puesto «entradorcito». Con el pretexto de conocer más
detalles de la vida de la «vieja» que estás estudiando, quieres
conocer de pasadita la mía, la de una muchacha moderna del
mismo pueblo suyo. Eres un «pillito», pues muy bien sabes
que, en realidad, tengo que ir a Santiago para recibir instruc-
ciones personales acerca de la modernización de la Biblioteca.
Oviedo sigue enfermo, así que, en algún momento, deberé ir
yo a conversar con los jefes sobre esa cuestión, luego no hay
dudas que me ofreces una invitación bastante plausible.

Por lo tanto, lo acompañaré. No vaya a ser cosa que


por dármelas de pacata me arrepienta después. Total, de alguna
manera tengo que salir de esta espantosa rutina de pueblo sin
galanes interesados en cortejarme. Hizo bien Hugo en man-
dármelo, si le quito un tanto la «chifladura» por doña Isabel,
quizás, con el tiempo me contemple a mí al igual que lo hace
con su retrato. Por lo demás, y sin titubeos, Antonio me gusta
harto. Tiene un aire meláncolico y como de retirado del tiem-
po que me encanta. Y por último, su extraña manía creo que
terminará cuando traigan a esas señoras definitivamente a esta
ciudad; faltan ya pocas semanas para que se cumpla el plazo
fijado por la Municipalidad para efectuar su traslado. Además,
lo seguiré ayudando en lo que más pueda para que termine
pronto su dichoso reportaje, pues, en caso contrario no va a
quedar contratado en el diario que lo envió a este pueblo de
héroes y artistas, como dicen”.

-»Muchas gracias por tu invitación, Antonio. Fíjate,


¡que tremenda coincidencia! Yo ya había decidido viajar a
Santiago por mi cuenta en la misma fecha que me señalas, tú
sabes, por razones de mi trabajo estoy obligada a ir. Acepto,
entonces, tu invitación. Hagamos el viaje juntos y allá cada uno
hace sus cosas por separado ¿Qué te parece? Por supuesto que
te ayudaré también a desarrollar tu investigación. ¿Viajemos
en el tren del lunes a las ocho de la mañana?”

«Te sentaste a mi lado con la pulcritud que le co-


rrespondía a una señorita bibliotecaria en afanes de comprar
libros en la capital. Miraste a los pasajeros del carro para saber
qué ángulo de visión le ofrecerías a tus conocidos, en el caso
que los hubiera y, recatadamente, juntaste tus piernas para
indicarte a ti misma que viajarías sentada, como si lo hicieras
en tu sillón de bibliotecaria. En la medida en que el tren avan-
zaba te cercioraste de que, en realidad, no viajaban personas
que te ubicaran mayormente, entonces, pensaste que no ibas
sentada cómodamente, pues habías quedado en una posición
muy rígida. El asistente del conductor salvó la situación al
recordarte que el respaldo se echaba hacia atrás, pues al hacerlo,
en el modo indicado, quedaste más confortable. Cruzaste las
piernas cubiertas por esas faldas horrorosas que llegaban hasta
los tobillos, y por fin me miraste, sacando los ojos que tenías
incrustados en el paisaje regalándome dos circulitos luminosos
de risueña satisfacción”.

Antonio encontró el retrato auténtico de doña Isabel


en el segundo piso del Museo Histórico Nacional, al lado del
de su hijo. El mulato José Gil de Castro se había encargado
de representar a los prominentes de la nueva clase política que
habían llegado al poder. Su pincel retrataba a los personajes
públicos que tomaban a su cargo los destinos de la república,
también a sus familiares más cercanos.

Ahora Antonio sabía perfectamente que iba a ob-


servar el retrato de doña Isabel. La primera vez, allá en la
Gobernación, lo había hecho con un mínimo interés, pero
en este momento ponía toda su atención en esta señora que
lo miraba, sentada sobre un sillón de caoba, con sus intensos
ojos azules y su fina nariz. A pesar de que su rostro evidenciaba
el paso de los años, sus mejillas lucían bastante sonrojadas
y saludables. Ostentaba en forma muy digna su pelo negro
partido al medio, recogido en su parte posterior en un moño,
sujeto por un peine de carey, traído desde Buenos Aires por
el obsequioso Ministro Hipólito de Villegas cuando todavía
no lo era y aspiraba a serlo. Hacia su frente caían tres grandes
rizos, peinados, especialmente para la sesión de retrato con
Gil de Castro, quien los había alabado mucho, tal vez porque
él mismo era un pintor de pelo ensortijado. La belleza de su
cabello ondulado era realzada por un vestido de brillante raso
azul -muy de moda en aquel tiempo- con encajes de blondas,
alrededor de su cuello de corte cuadrado, al igual que las
mangas y la parte inferior del vestido.

«Se ha vestido, especialmente, para ser retratada por


Gil». Pensó Antonio, a manera de resumen de su observación
plástica. Se ve elegante, sobria y muy digna. Las joyas que
complementan su atuendo son las adecuadas a la madre del
Director Supremo de la Nación. Sin embargo, no puedo dejar
de verla como una madura, robusta y bella campesina alhajada
para ir a una recepción en casa principal. Su cuello lleva un
doble collar de perlas, del cual cuelga en su centro un enorme
perlón, en forma de una gran gota de agua. Sus aros son de
plata y se encuentran tallados de idéntica manera que el anillo
del dedo anular de la mano derecha. De sus aros penden dos
perlas, la primera más pequeña que la segunda. En ambas
muñecas, por sobre el arrepollado encaje de las mangas, se
encuentran dos pequeños brazaletes de perlas, haciendo juego
con los aros y el collar.

«No hay ostentación -murmuró Figueroa-, pero, sin


duda, hay discretamente un esmerado cuidado en desempeñar
un buen papel, pues, así lo requería la prejuiciosa mirada de
la época, en la cual, el traje y los adornos de una mujer, si no
eran los apropiados, podían dar motivo para que damas per-
tenecientes a los círculos de la alta sociedad realizaran ácidas
críticas. En los instantes en que Antonio cavilaba sobre dicha
materia tuvo la curiosa sensación de sentirse vigilado por
alguien; no encontró ninguna explicación a su inquietud. Se
imaginó después, que a lo mejor había sido sorprendido en su
acto de mirar por doña Sofía Correa, la nueva y culta Directora
del Museo que acostumbraba diariamente a recorrer sus salas, a
fin de auscultar la reacción o impresión del público que llegaba
hasta allí para beber de las aguas históricas directamente”.

Conjuntamente, al pensar del modo que lo había he-


cho, Antonio reparaba en los anillos que adornaban las manos
de doña Isabel. Los cuatros anillos que llevaba, pequeñísimos,
casi no se notaban y eran entre sí diferentes. Le pareció ese
hecho muy singular, pues la desigualdad de cada una de las
piezas del conjunto de argollas y su nimio tamaño trasuntaban
la firmeza de carácter, la originalidad y voluntad de un persona
que no estaba acostumbrada a hacer una representación lujosa
de su atuendo ni a usar joyas que no sugirieran su finura y
delicadeza de mujer.

La escenografía, de la cual se había servido Gil para


pintar el retrato era básica, y no muy trabajada por el mulato,
pues éste nunca supo perspectivar el motivo de sus cuadros, tal
vez porque no había sabido llegar hasta el fondo mismo de sus
personajes, o bien, porque quería hacer visible sólo el primer
plano de las grandes figuras públicas que retrataba.

De los rasgos de su físico se hacían nítidos el tostado


de su tez, los ojos azules, los labios finos, sus manos regordetas
y la nariz, levemente inclinada que le daba a su fisonomía un
sello de firme personalidad. Su rostro era ancho, con cejas leves,
cuello breve, frente amplia y orejas bien definidas.

A pesar de que las facciones de la señora revelaban


inexpresividad, su boca poseía un dejo de sugerencia vital,
quizás, concluyó su reflexión, ésta era una leve y atenuada
concupiscencia que también se podía confundir con los rasgos
que acompañan a la picardía criolla que ella representaba.
Al reparar en este hecho, Antonio sintió fuertemente en su
interior la interacción de una fuerza magnética que lo volcaba
enteramente en la contemplación morosa de esos labios que
querían decirle algo.

«Me estoy volviendo loco». Exclamó en voz alta.

Por su parte, en el mundo que yacía en la urna cate-


dralicia en que descansaban las cenizas de la señora contem-
plada por Antonio, María Isabel experimentaba un inusitado
sobresalto. Al fin, el joven de los ojos pardos la había mirado
a través del retrato original, el tubo que la conectaba con los
tiempos, sin hacerlo por su imitación. Su deseo íntimo había
sido convertido en realidad por el sensible joven que se fijaba
sabiamente en el enigma sugerente del gesto de sus labios.
Ahora sí que se sentía reanimada, pues recuperaba con ese
acontecimiento, esa grata plenitud femenina que se siente al
ser observada a través de una señal de coquetería.

María Isabel, al tiempo de sentirse conectada, senti-


mentalmente, al presente, se preguntaba por la causa que había
provocado que ese joven estableciera el vínculo emocional.
No encontró la respuesta, pero tuvo la certeza de que alguna
vez la hallaría.

Como corroborando el pensamiento de María Isabel,


Antonio Figueroa hechó una última mirada minuciosa del
retrato. La primera vez se había fijado en los anillos que adorna-
ban su mano, pero no en sus diminutas y encantadoras señales.
El anillo que portaba en el dedo índice de la mano derecha era
de forma cuadrada con pequeñas incrustaciones, en tanto que
el del dedo anular simulaba una cinta con ondeados bordes.
Los motivos que decoraban los anillos de la mano izquierda
eran más encantadores aún. La joyita de su dedo índice lucía
el dibujo de una flor con incrustación de una piedrecita rubí
y el de su anular una piedra de color celeste aguamarina.

Esta era la primera vez que alguien reparaba en la fi-


nura de tales detalles. Tenía razón, entonces, María Isabel para
sentirse emocionada y pletórica de femeninos sentimientos.

-»Cuando pensé que Antonio sólo se dedicaría a mirar


el retrato de doña Isabel me equivoqué. Ahora me mira a mí,
y en la forma cautivante que tiene de decirme Claudia insinúa
sus intenciones. Jugaré el juego que me propone.»
«Pensar que vine a Chillán para hacer un reportaje
liviano acerca de un prócer local y terminé preocupándome,
de una manera desproporcionada, por el destino aciago de
una mujer que vivió hace más de doscientos años, a la cual
casi desconocía. Y aquí estoy en Santiago tras de sus pasos, y
por añadidura complementaria al lado de la tentación misma
que me ofrece la vida en la forma de esta buenamoza mujer,
una pacatita que lucha por no serlo y por salir del cascarón
que hasta el momento le ha señalado su destino”.

Y esa misma noche, Antonio se acostó al lado de esa


tentación que estimulaba, ayudada por sus ojos azulados y
la armonía de su cuerpo, su Eros desatado y su imaginación.
Ambos yacieron horas por primera vez juntos. Arrullados por
un concierto de grillos que veraneaban en un motel de los
contrafuertes cordilleranos, Claudia y Antonio se juraron amor
pasajero y, más vale tarde que nunca, terminaron olvidándose
de sus respectivos asuntos.

Desprovista la joven, en Santiago, de las defensas


provincianas, dejó que Antonio la convenciera acerca de las
virtudes de hacer el loco amor como correspondía a dos per-
sonas adultas, libres y emancipadas, dándole rienda suelta al
caballo ágil y corredor de los instintos. Por su parte, Antonio,
al poseerla depositaba en ella la encendida pasión que lo do-
minaba, desde el instante mismo en que inició su reportaje,
simultáneamente con su romance.

Ambos, en actitud de haberse esperado desde hace


años, buscaron afanosamente las zonas más sensibles de sus
cuerpos erotizados para amarse con intensidad creciente. Sus
ángulos y redondeces se transformaron en encaje certero en
homenaje a la sublime geometría del amor carnal. En ella, los
jóvenes rompieron los cerrados códigos de la aldea para ingresar
con fuerza al rojo mundo del deseo, y en virtud de esta ansiedad
amorosa, más que de la conciencia de cada uno, vehemente se
materializaba en caricias tiernas y ásperos besos.

Esa noche, Antonio transformó a Claudia en un vaso


de agua fresca que calmó su quemante y cada vez más posesiva
obsesión por el motivo de su reportaje y, consecuentemente,
por la dama del retrato, quien, a su vez, desde las luces y som-
bras de sus inciertos dominios, parecía contemplar su afanoso
ajetreo amoroso, insinuando en las facciones de su rostro una
leve y traviesa sonrisa.

Claudia, por su parte, despertando de su larga siesta


pueblerina, mientras sus gruesas y contorneadas piernas se
estremecían como tierra hollada por el arado, convertía al
joven en un oportuno rayo de luz que a tiempo la visitaba
para hacer desaparecer las neblinas que, de manera prematura,
habían logrado aposentarse en su corazón.

Después del regreso, Claudia no usó más la joya


andina que su admirador le había regalado; a su vez, Antonio
no habló de que tenía que viajar a Concepción para otra cosa
que no fuera su trabajo. Los dos se entretenían conversando
acerca de temas relacionados con el oportuno romance que
vivían, sin embargo, irremediablemente, concluían haciéndolo
acerca de doña Isabel Riquelme.

De este modo, a través del parloteo, Antonio se


enteró del rencor hacia la familia de doña Isabel que habían
albergado, durante décadas, los sucesivos miembros de los
descendientes de Oviedo, el antiguo administrador expulsado
por su ineficiencia de «Las Canteras». Entre muchas artimañas
utilizadas por éstos para amargarle sus vidas, Claudia le contó
las que habían utilizado para impedir que las diligencias de
los Riquelme, destinadas a poner fin a su exilio en el Perú,
obtuvieran el éxito que se deseaba. Sus intrigas no tenían fin,
pues se las habían arreglado para convencer a las autoridades
pertinentes de que, dado el supuesto apetito de poder de
Bernardo, era altamente inconveniente el regreso definitivo
del grupo familiar a la patria.

Incluso, la restitución plena y oportuna de los grados,


sueldos, jerarquía y su derecho a pisar su suelo materno, arre-
batados a Bernardo por las luchas políticas de la circunstancia
histórica correspondiente, jamás pudo efectuarse en vida, pues
su terrible y obsesivo enemigo, junto a otros, de una o de otra
artera forma lo impidió.

Después del relato hecho por Claudia, a Antonio le


fue fácil comprender las maniobras que los Oviedo habían
realizado para quedarse con la casa de los Riquelme en Pueblo
Viejo.
Por lo tanto, rápidamente, entendió los acontecimien-
tos que subyacían y que se desprendían de la leyenda del aviso
económico de la sección venta, que había encontrado en las
viejas páginas del diario de la localidad. Doña Isabel, viviendo
ya su exilio en las cercanías de Lima, para ayudar a su hijo a
reparar las instalaciones agrícolas, destruidas a consecuencia
de la devastadora guerra independentista, donadas por el
gobierno peruano como generosa retribución a los servicios
prestados, les pidió encarecidamente, entonces, a sus amigos
chilenos que le vendieran su casa en Pueblo Viejo.

Claro que les pidió, y aquellos gustosos le dijeron que


sí, pero pasaron los años y jamás tuvo una respuesta a la resolu-
ción dramática que había adoptado para paliar su deteriorada
existencia material. Nunca se conformó con la pérdida y se
sumió, tempranamente en la idea del regreso a su lar.

La casa virtualmente había sido destruida hasta tal


punto por sus despreocupados y usurpadores ocupantes, que
habían tenido que ofrecerla en venta y al no comprarla nadie,
optaron sencillamente, por demolerla, más o menos en aquella
misma época señalada por el diario.

Por lo tanto, la casa que en Pueblo Viejo había sido


cuna de la madre y testigo de los primeros pasos de su hijo,
el futuro Padre de la Patria, había sido demolida y reducida a
la nada misma. Una gran palmera, en todo caso, como viejo
faro enmohecido por el tiempo, había quedado señalando
el cotizado espacio en que ésta se había alzado. Don Simón,
previniendo, con sabiduría, el abandono de sus paisanos la
había dejado adherida a su suelo, transformándola en un viejo
y vegetal perro guardián, a prueba de terremotos e intrigas.
Capítulo VIII

El Director del diario «Penco» de Concepción se


frotaba con su mano la calvicie nerviosamente, estaba bas-
tante exasperado. Su voluminoso, moreno y velludo cuerpo
arrellanado en su sillón, hecho para corregir malas posturas,
transpiraba copiosamente a causa del intenso calor que existía
en su despacho y de la rabia que almacenaba en su interior.
Hace semanas ya que le había encargado el reportaje acerca
de una dama ilustre de la región al joven periodista Antonio
Figueroa, a fin de inaugurar con él, la nueva serie de suplemen-
tos históricos que había ideado pensando en el público estu-
diantil de la zona, sin embargo éste no llegaba. Más encima,
las noticias que tenía de Antonio eran muy contradictorias.
Al comienzo, los informativos llamados telefónicos que éste le
hacía habían sido abundantes, ahora habían desaparecido. Sin
embargo, amigos suyos de Chillán lo tenían, medianamente,
al tanto de lo que ocurría.

Decidió llamar, perentoriamente, a Figueroa.

Su amigo Hugo le había dicho: «Tienes que ir rá-


pidamente a Concepción, pues tu «pega» es la que está en
juego, no el reportaje. A propósito ¿cómo te está yendo con
la Claudita? ¡Parece que muy bien, nooo, picarón! Veo que
en definitiva encontraste a tu ilustre dama». Su nariz esta vez
hablaba pícaramente, pero no le gustó la bromita.

En cambio, el señor Sepúlveda fue menos aprensivo


y mucho más práctico. «Si el viejo se enoja por la demora,
dígale que un reportaje serio toma su tiempo, y si no lo acepta,
mándelo a la cresta y se queda entre nosotros. Como veo que
ya tiene sus «intereses» acá, no le costará tanto. A propósito, si
usted pierde el trabajo, yo le ofrezco uno: vendedor de obras de
arte pictóricas. Piénselo. Los buenos pintores de la ciudad, por
lo demás, si acepta mi proposición, serán sus agradecidos, pues
ellos son muy malos para vender sus propias creaciones.»

Subí una vez más al «Galope Azul» y me dirigí a


Concepción para entrevistarme con el Director.

-»¿De dónde sacó usted la idea de que disponía de


todo el tiempo del mundo para hacer su reportaje? Ese trabajo
lo necesitamos lo más pronto para iniciar la serie de suplemen-
tos del diario. ¿Cómo es posible que algo tan simple lo tenga
tantas semanas ocupado en esa ciudad? Los informes que me
ha hecho llegar dan para varios reportajes, así que estimo que
debe ponerle punto final a su labor periodística. ¿Me entendió?
¡Periodísticaaa...! ¡No investigación histórica, no intromisión
en la vida privada de la gente, tampoco introducir sucesos
inventados o que se apartan de la versión oficial que se tiene
de ellos. Nooo, nada de eso, por favor! ¿De dónde sacó, por
ejemplo, que don Bernardo había nacido en Palpal y no en
Pueblo Viejo? Al final, eso es lo mismo. Y para qué me refiero
a otros disparates que ha puesto en sus borradores, como los
que apuntan a un tal Oviedo.

En resumen, señor Figueroa, le daré un nuevo y últi-


mo plazo de entrega, pero, ahora, cúmplamelo. El material que
ya tiene es suficiente, no agregue nada más. La gente que lee
el diario quiere enterarse sólo de lo que ya se sabe. Eso gusta,
pues les confirma sus ideas consagradas acerca del mundo ¿Me
entendió? ¡Ah...! Y lo último, una señorita penquista preguntó
por usted. ¿Qué le respondo?»

Antonio suponía de antemano todo aquello que


sucedió en la oficina del Director. Lo conocía bastante como
para imaginarse la reacción que tendría ante la tardanza, la
amplitud y la profundidad de su reportaje. Necesariamen-
te tendría que, en un corto plazo, adoptar una decisión al
respecto. No obstante, había algo que lo había dejado muy
perplejo. Si bien es cierto, al Director le había enviado breves
recuentos de sus actividades, en modo alguno se había referido
en ellos al papel que jugaba Oviedo en el asunto estudiado.
¿Qué había ocurrido?

§
María Isabel tenía fe en el desenlace final de la batalla,
pues confiaba en Bernardo, en San Martín y en todos los pa-
triotas que luchaban por la liberación de la gran patria. Esperó,
al igual que en su viaje de huída hacia Cuyo, en el refugio de
la cumbre andina construido antaño por Ambrosio. «Una
vez que triunfemos, te mandaré a buscar para que regreses a
Santiago, le había dicho su hijo»

Pero lo que no sabía era la sorpresa mayúscula que la


esperaba, aguardando en esas piedras de Los Andes. Cuando
el descalabro español fue total, en ese minuto llegó el emisario
de su hijo con la misión de custodiarla hasta la capital de Chile
en la cual, ya gobernaban los generales patriotas victoriosos.
El emisario, gris en canas y de ojos pardos, dirigiéndose a ella,
le expresó: «María Isabel, vengo por ti, Marcó del Pont huyó
vergonzosamente del país. Tu hijo te reclama, terminaron tus
sufrimientos.»

María Isabel, también gris en canas, al mirar fijamente


al hombre recién llegado, quedó helada; sin embargo al escu-
char su voz la reconoció en el acto y se derritió cálidamente.
«Manuel, tantos años, no es posible que estés aquí. ¿Bernardo
te mandó?”

Con la misma velocidad del vertiginoso galopar de


los caballos en los rodeos de «Las Canteras», acudieron a su
mente los instantes dorados y deleitosos, quizá los únicos de
su vida, que había vivido en Pueblo Viejo, junto a ese hom-
bre que la custodiaría. El abandono inicial en que la había
dejado Ambrosio y su viudez, inmediatamente posterior,
la habían convencido de que su felicidad, en modo alguno,
había estado ligada a esos prominentes y viejos caballeros. Al
contrario, ésta sólo se había corporizado para su satisfación
sentimental en la compañía íntima de este coronel, quien en
este aquí, sorpresivamente, aparecía como un fantasma del
pasado, para brindarle protección en su viaje de retorno al
seno de la Patria.

Manuel había sido su vecino en esas largas temporadas


que pasaba en Palpal, a cargo del predio de su padre, y como
tal había hecho muy buenas migas con él. En aquel tiempo, el
que había sido un arrogante joven de pronunciadas y velludas
patillas, la había lisonjeado ladinamente al decirle que ella era
una espléndida y exuberante mujer criolla de ojos azules y que
se merecía mejor suerte de la que había tenido.

Con habilidad, la empezó a cortejar, a fin de cuentas,


podía hacerlo, pues era ella una mujer sola y sin pareja. Con el
galanteo, María Isabel, pese a las adversidades sufridas, empe-
zó a sonreír de nuevo. Sin embargo, lo que no sabía Manuel
era que María Isabel lo había admirado desde niña, desde
antes que su vida quedara marcada para siempre. Asimismo,
no podía pensar ese fascinante varón que, en otra pretérita
circunstancia, había sido imaginado por ella luciendo, en lo
alto de su cabeza, el hermoso tricornio que Ambrosio había
dejado en la percha del salón de su casa.

Y he aquí que después de tantos años, desde su


madura juventud, lo tenía nuevamente frente a sus ojos,
cumpliendo como hombre de confianza del nuevo gobierno,
una misión oficial ordenada y dispuesta por su propio hijo.
En efecto, Manuel estaba comisionado por el Jefe de Estado
para proceder al «traslado de personas», de Mendoza a Chile,
por cuenta del erario nacional. María Isabel regresaba de esta
manera a Santiago en la atrayente compañía de su ex amante
y de su hija Rosa. Su otra hija, Nieves, la de Manuel, había
permanecido, durante la reconquista española, oculta en un
lugar seguro de los alrededores de Santiago.

Bajaron la cumbre en silencio, acompañados por el


cortejo de jinetes, de mulas de carga y de servidores de a pie.
El corazón de María Isabel derretía el grueso granizo de nieve
que había sido, para dejarle espacio a la llamita que lo haría
hervir a borbotones. La patria, que iniciaba también su largo
viaje, le regalaba a María Isabel, generosamente, la oportunidad
para que emergieran a la superficie sus más bellos recuerdos y
la visión más placentera del amor de su juventud.

El velocísimo rodar de una piedra desde la altura


hizo detener algunos instantes a los jinetes. Al caer al lecho
profundo del río y perderse de vista para siempre, reanudaron
la marcha.

María Isabel, entonces, sacudió la nievecilla de sus ojos


y amazónica espueleó los ijares sudados por la larga jornada
que ya llegaba a su término. La cordillera fue vencida por los
retornados una vez más; sin embargo, no sospechaba María
Isabel que en años venideros realizaría otros viajes, pero a través
de las aguas del mar. Sin embargo, ninguno de ellos, tendría ya
el atractivo de éste: la presencia viva de un pasado de amor, que
había tenido la fuerza de evocar un verdadero romance. De un
romance que, a la fecha, había logrado guardar celosamente,
en la fortaleza bien guarnecida de su pecho como un tranquilo
huevo de perdiz puesto en el velador de su pieza.

Al llegar a Santiago, como si las ironías del destino


aún fuesen insuficientes, María Isabel y Rosa se instalan en
el viejo caserón que treinta años atrás había ocupado su otro
y provisorio ex amante, cuando era gobernante del reino de
Chile.

Antonio estaba preocupado. La conversación con


el Director del diario lo obligaba a tomar una resolución en
relación con su futuro. En verdad, quería trabajar en el perió-
dico, pero, también, quería seguir hasta el final el curso de su
investigación. Para compartir y aclarar sus ideas decidió hablar
con Claudia acerca de este asunto.

En la conversación, para mayor preocupación suya,


se entera de que la bibliotecaria ha sido invitada por su jefe a
dialogar en su casa. Oviedo continuaba recluído en su hogar,
debido a la licencia médica que le habían otorgado, a causa
de la enfermedad renal que padecía.

Claudia, de inmediato, le manifestó su malestar, en


relación con el curso de los acontecimientos que protagonizaba
Antonio. -»Oviedo está disgustado contigo, le dijo».

¿Cuál es la razón?

-»Ya lo sabrás, escucha: Oviedo se enteró por algunos


miembros de su personal y por amigos suyos, que tú andabas
haciendo muchas averiguaciones no sólo acerca de doña Isa-
bel, a quien odia, sino también acerca de su propia familia.
Por ejemplo, está al tanto de tu pesquisa en el diario y de tu
interés en el retrato, incluso no ignora que has hablado acerca
de la necesidad de traer el original a esta ciudad. Sabe muchas
cosas de ti y está indignado porque te considera un intruso y
un entrometido.

Por tu bien, Antonio, creo que no debes insistir más


en este asunto. Los vecinos de esta ciudad sólo esperan recibir,
convenientemente, los restos mortales de las damas de aquí
a unos tres meses más y no quieren, me imagino, que se le
agreguen episodios desconocidos a sus vidas. En todo caso,
ese no es el punto, si continúas por el camino en que vas,
terminarás perdiendo tu posible «pega» y puedes tener otro
tipo de problemas.

Por favor, no insistas. A mí tampoco, personalmente,


me conviene que lo sigas haciendo.»

Antonio quedó sorprendido con el tenor de las pala-


bras de Claudia. ¿Cómo emergía tanta inquina por parte de un
señor que apenas conocía? Ahora no le quedó ninguna duda
de que quien lo había indispuesto ante el Director había sido
el propio Oviedo, enterándolo, además, de las averiguaciones
que él hacia acerca de los ancestros del Jefe de la Biblioteca

- «Ah...Una última cosa te quiero decir, Antonio, mi


jefe no quiere que sigas pidiendo más libros en la Biblioteca.
Legalmente afirma que tú eres un desconocido en la ciudad
que ni siquiera tiene carné de lector, por lo tanto, ha dado
instrucciones para que no te presten más libros. ¿Qué quieres
que haga yo?»

En realidad, Claudia estaba muy inquieta y Antonio


lo notó en el acto. Sin embargo, sus tiernas miradas desde-
cían, en su beneficio, las instrucciones y las advertencias que
le había dado Oviedo en contra suya. Al darse cuenta el pe-
riodista de ese hecho amistoso adoptó, ipso facto, una radical
resolución.
-»No, Claudia, seguiré adelante con este reportaje-
investigación, aunque no lo publique el diario, insistiré en
esta aventura. Ahora, con mayor razón que nunca. No sé hasta
donde avanzaré, pues no logro darme cuenta cabalmente de
su verdadero fondo. Sólo sé que hay unos puntos oscuros en
la vida de doña Isabel, que tienen que ver con el comporta-
miento que tuvieron algunos de sus paisanos con ella, y con
su vida auténtica, los que aclararé debidamente. Por lo tanto
me quedaré por un tiempo más en esta ciudad. Total, qué
más da, si el señor Sepúlveda me dijo que mis antepasados ya
habían pertenecido a ella”.

María Isabel, metida en su tumba provisoria, pero,


también, convertida en continuación de su exilio interno,
por medio de sus nuevos poderes, -otorgados por el descu-
brimiento que había hecho de ella el propio Antonio-, sonrió
regocijada. Estaba contenta porque el joven de los ojos pardos
insistía en recorrer y trajinar el verdadero camino que había
hecho en vida.

Las agradables sensaciones que su espíritu recibía, a


raíz del comportamiento de Antonio, sólo eran comparables
con las de aquellos viejos encuentros amatorios que había
tenido con Manuel en su real, pero ignorado pasado. ¿Quién
sería ese joven? Por lo demás, sus deducciones iniciales no
habían sido equivocadas. Era un hombre que tenía necesidad
de simpática, comprensiva y amable compañía. La mujer que
lo había acompañado en el Museo Histórico, en esa ocasión en
que pudo contemplarlo a gusto y a su pleno agrado, a primera
vista lo entendía, pero ¿hasta cuándo lo haría? El muchacho
era un obstinado sentimental y los de esa clase son difíciles
de manejar. En todo caso, infería audazmente, gustan de las
rellenitas, no muy altas, de labios sugerentes y de tez más o
menos clara, y por ahí, en ese aspecto, Claudia correspondía
al modelo.

No obstante, las agudas reflexiones de María Isabel,


ésta no dejaba de recordar la interrogante del momento
¿Cumplirían su promesa de llevarla a casa, definitivamente,
autoridades y vecinos, para continuar, de este modo, disfru-
tando, en forma permanente, de la presencia en su ciudad de
la empática cercanía del joven de los ojos pardos?
§

Claudia, aunque no muy convencida de su acción,


aceptó proseguir colaborando con Antonio. A éste se le había
puesto entre ceja y ceja que Oviedo guardaba en algún lugar
recóndito un importante secreto que no le convenía que se
supiera. Concluía, meditando en torno al hecho sabido de que
todos los bibliotecarios del mundo suelen esconder libros o
papeles para que nadie se entere de los misterios o verdades
vergonzantes que puedan contener . El viejo bibliotecario,
personaje de la novela El nombre de la rosa, por ejemplo,
había escondido en un intrincado laberinto, nada menos que
una desconocida obra de Aristóteles. Incluso, en este país,
a menudo los bibliotecarios de colegios y municipalidades
escondían textos, con el pretexto de que no eran aptos para
la comprensión de todos los lectores. ¿Por qué éste no podía
ser un caso semejante?

«Un día de comienzos del Siglo XIX, gran parte de


los cuatro mil habitantes de Pueblo Viejo, estaba muy alboro-
tada. El Alcalde decidió escarmentar, severa y públicamente,
a los malos vecinos del pueblo y a los más contumaces en la
repetición de sus fechorías. A aquellos que vendían ganado
robado en complicidad con los cuatreros o les otorgaban
protección a los bandidos que bajaban de la montaña, para
llevarse a viva fuerza a sus reductos a mujeres honradas, los
exhibiría amarrados a un tilo de la plaza. En seguida, unos
caballos los arrastrarían por las calles sentados en un cuero
de vacuno, mientras un negro iría detrás de ellos, tocando
estrepitosamente la caja o un tambor de la banda para llamar
la atención del vecindario.
-¿Quién crees tú que era uno de los que iban sentados
en el cuero, a ras de suelo, tirado por unos caballos perchero-
nes, tragando polvo y soportando la irrisión generalizada de
los habitantes del pueblo?

- ¿Serás capaz de imaginártelo? Creo que no, pues


bien, te lo diré para no hacerte sufrir de curiosidad. El arras-
trado en el cuero, a saltos por los baches y piedras de esas
calles, al tiempo que el negro batía el tambor para atraer a
los vecinos, era el señor de Oviedo, el antepasado de mi Jefe.
¿Qué te parece? ¡Sorprendente, nooooo!

El señor de Oviedo, en todo caso, había hecho «mé-


ritos» más que suficientes para obtener ese castigo. La mala
administración de «Las Canteras», en la que había cometido,
por añadidura, abigeato y maltrato al personal, lo señalaba
ya como un sujeto de pésimo comportamiento moral. En el
pueblo siguió haciendo este tipo de «diabluras» hasta que las
autoridades lo sorprendieron y le dieron el escarmiento que
te indico, en este rápido relato.»

Al escuchar el episodio, Antonio Figueroa quedó


con la boca abierta. Tuvo razón, entonces, al pensar que, en
relación con la familia de Oviedo, existía un material oculto
y desconocido, al cual Claudia había tenido, por fortuna,
acceso. No obstante, fue inútil que ésta le revelara la fuente
de su conocimiento. -»Por ahí, por ahí...»- Fue lo único que
le respondió a sus requerimientos. Después de esa curiosa
revelación, ahora hallaba hasta razonable que el señor Ovie-
do hubiera escondido los papeles o el libro donde se leía la
bochornosa historia que había protagonizado su antepasado
en Pueblo Viejo.

Pese al claro contenido de la inusitada narración, to-


davía había una pieza del cuento que Antonio, aún no lograba
encajar en la armazón que sabiamente había construido, a par-
tir de la antipatía que Oviedo le había demostrado tener a doña
Isabel, en el mismo lugar en que ahora se hallaba, nuevamente,
con su amiga: el Parque Monumental. Esta pieza la encontraba
fundamental y, dada su importancia para el desarrollo de su
investigación, le pidió a Claudia que lo ayudara.

- «Dime una cosa, Claudia, quién era el Alcalde de


Pueblo Viejo en aquel tiempo de los sucesos que me cuentas.
Por qué me imagino que por ese lado camina la explicación
que me interesa y necesito.

- Por supuesto, Antonio, no te lo dije porque pensé


que te habías dado cuenta quien era el personaje. El Alcalde
era don Bernardo, el hijo mayor de doña Isabel. ¿Comprendes,
ahora...? Mira, Antonio, creo que esto es lo último que haré
por ti. No sigas escarbando en este baúl sin fondo, ya está
bueno. Ahora hay que prepararse para recibir las cenizas de las
señoras y colaborar en la preparación del ambiente adecuado
para la recepción. Olvídate de Oviedo.»
Capítulo IX

Desde su silla mecedora veía los preparativos que hacía


su hijo Bernardo en el gran patio de la hacienda Montalván.

María Isabel abominaba de esos viajes apresurados


que organizaba su hijo para vender sus productos agrícolas en
Lima. Su tranquilidad y sosiego campesino se derrumbaban
como un adobe carcomido por el viento, cuando pensaba que,
necesariamente, tenía que permanecer algunos días en la aristo-
crática ciudad virreinal, tan llena de señoríos y murmullos. Aún
recordaba su sorpresiva y semi-clandestina llegada al Callao,
a ese puerto al cual habían arribado antaño, criollos ricos de
toda la América española, peninsulares engreídos, patriotas
soberbios y hombres hechos de caoba, del mismo color de las
formidables y olorosas maderas del palacio arzobispal.

Sin embargo, Lima también era la urbe ociosa que


alguna vez había sido el albergue áspero de su hijo y el centro
de la gloria desbarrancada del coronel, el cual un día sin me-
moria pasó por Chillán. Desde otra manera de ver, Lima, para
María Isabel, era la ciudad a la cual llegaba, tarde o temprano,
el velo de la intriga, que impedía su retorno. La humedad que
se desprendía de su ansia por el regreso se secaba al contacto
con los viajeros de malas noticias, que hacían brotar en su
alma una arruga más de desesperanza. En Santiago de Chile,
la palabra reconciliación aún no se conocía.

Por lo tanto, María Isabel respiraba mucho mejor


en su valle de Cañete. Razón misma por la cual no gustaba
de moverse hacia otro lugar que estuviera fuera de su agreste
ambiente. Sólo para paliar la necesidad que sentía su hijo
por la compañía familiar, aceptaba unírsele en sus viajes de
negocios a la capital.

En tanto observaba los ajetreos de Bernardo, acaricia-


ba el mate de calabaza con su mano pequeña y blanca, como
solía hacerlo con la cabeza del nieto. Llamaba su atención el
hecho de que las mulas de la recua, esta vez, cargaran en sus
fuertes lomos la mayor parte de su vestuario, sus medicinas y
pertenencias más habituales.

A María Isabel, desde algún tiempo atrás, sólo le


complacía caminar de manera lenta por los corredores de la
gran casa patronal en compañía de Remedios. En el estado en
que se hallaba, ya ni siquiera le interesaba recorrer los viejos
galpones, los cuales, aledaños a la edificación, guardaban la
producción de la hacienda: azúcar, algodones y ron. Sentada,
ahora en el viejo escaño, en que había sostenido la conversa-
ción con la futura madre, miraba con orgullo el jardín que
frente a su casa había hecho cavando con sus propios brazos.
Se lo imaginaba, aunque éste tuviera flores, plantas y arbustos
distintos, igualito al de allá; al que había tenido en su antigua
casa de Chillán.

Por algunos minutos se quedó suspendida en el aire


quieto de la reminiscencia. Ni siquiera tosió. Había tosido
antes tantas veces, preocupando con ello tan seriamente a su
hijo, que se complació al darse cuenta de que su tos, al menos
por un rato, había desaparecido.

No obstante la quietud y el embelesamiento de María


Isabel, su hijo no se engañaba acerca del real estado de salud
de su madre. Bernardo, al tiempo que disponía sus arreos para
el largo viaje a Lima, la examinaba con el ceño fruncido y sus
rubicundas mejillas empalidecidas por el dolor de verla en esa
lamentable situación. Creía que la decisión tomada al respecto
era la más lógica; la salud de su señora madre exigía que fuese
atendida en Lima lo más rápido posible.

Fue en ese momento cuando María Isabel llamó a


Remedios a su lado para decirle que no tuviera miedo en parir
a su hijo, pues algún día no lejano, éste podía significar para
ella el consuelo de su vejez y el sostén moral o económico
de toda su familia. Y bajando la voz, le agregó que le había
enviado un mensaje con un «propio» a sus padres de Trujillo,
comunicándoles la noticia de que serían abuelos y que estu-
vieran felices porque de una mujer maravillosa como su hija,
tenía que nacer un niño de la misma condición. La respuesta
de tus padres, le dijo, había sido muy tranquilizadora, pues
le pedían, en un acto de gran confianza, que le permitiera a
Remedios tener a su «guagua» y si ella lo deseaba, se podía
quedar con ella, ambos al servicio de la hacienda. Puedes estar
tranquila, pues no será necesario tu traslado a Trujillo por
cuanto esta casa seguirá abierta para ti y ahora para tu futuro
hijo. ¿Cómo lo pondrás?

«Remedios, Dios te ayuda y te bendice. No tienes que


decírmelo, pues sin que lo hagas sé que el padre de esa criatura
es el buen mozo oficial chileno que hace un par de meses, en
compañía de otros importantes señores, nos visitaron en la
hacienda para conversar con Bernardo acerca del desenlace
próximo de esta desafortunada guerra de Chile contra la
Confederación.

¿Qué cómo lo sé? Por qué tú, a pedido mío, en el


salón recibiste de sus manos su capote militar para colgarlo
en la percha y después te quedaste mirándolo a los ojos, más
allá de la cuenta y de la discreción consabida. Y esa actitud
es un verdadero desafío amoroso para un soldado que anda
en campaña de guerra. ¿Me equivoco acerca de quién fue el
causante de tu embarazo? ¿O tú crees que no conozco a mis
compatriotas? En todo caso, supongo que la relación que
permitiste fue de tu total gusto ¿O no? Si es así, me alegra;
pues algún día, ojalá que ocurra, recordarás el hecho con dulce
simpatía, y quién sabe, si el destino permite que vuelvas a ver
a tu galán...(como yo lo hice con Manuel). Adiós, Remedios,
hija mía, cuídate y sé feliz.»

La espaciosa mansión de la calle Espaderos, a dos


cuadras de la Plaza Mayor y del Palacio de Gobierno, con
sus dos pisos de hermosas ventanas que lucían el mejor fierro
forjado del país, recibió con frialdad de hospital a María Isabel.
Por otra parte, el olor a fritanga que despedían las pintorescas
cocinerías instaladas en la comercial vereda de su casa, au-
mentaba, mayormente, el desagrado que le proporcionaba su
última estada. Subió cansadamente apoyándose en la gruesa
baranda y en el hombro de un robusto servidor; al terminar
de ascender la amplia escalera, se dirigió por su lado derecho
a la habitación que se le tenía destinada con su amplia cama
de lana de alpaca, velador de caoba, lavatorio, recipiente y
sencillo tocador.

Fue entonces, o quizás después de algunos días o


semanas de oscura agonía, cuando entendió doña Isabel
acerca del porqué su recuerdo de Lima no era límpido, sino
enrarecido. En su cuarto de enferma tuvo conciencia de que
la espera en esa ciudad era enteramente inútil, pues ya nadie
vendría a quitarle, para su alivio, el duro exilio que cargaba
hasta el fin. Ya sin aire, alcanzó a pensar en el aire puro que
había respirado en su tierra.

La junta de médicos, convocada para la ocasión,


recomendó nada más que el auxilio de la religión. Cogidos
a sus negros maletines, los galenos contritos abandonaron el
recinto.

Los aires chilenos que resonaron orgullosos después


del triunfo de Yungay en tierra peruana, llegaron demasiado
tarde a los oídos de María Isabel. Los homenajes que se le
rindieron los recibió Bernardo con el corazón caminando ya,
sin ninguna prisa ni deseo. Quedó huérfano y exiliado para
siempre.

Antonio Figueroa, al leer el diario local, puso su aten-


ción en un destacadísimo titular de su sección «Crónica», que
decía: Antes de traer sus restos a nuestra ciudad debe decidirse
sepultura de doña Isabel. En la misma página se daban a
conocer, en forma más detallada, las ventajas comparativas de
instalar un casino de juegos de azar en las Termas de Chillán.
Sólo, en ese momento, Antonio reparó en las palabras que, al
respecto, le había dicho Claudia, acerca de la preocupación
que debía tener por el traslado de doña Isabel y su hija Rosa
a la ciudad, pero ¿a cuál de las dos ciudades sería conducida,
a la más nueva o a la más vieja?

También recordó que la joven le había recomendado


que no siguiera hurgando en el pasado histórico, sobre todo en
el de los familiares de Oviedo porque era peligroso. En el caso
que siguiera haciéndolo, terminaría su relación con él, puesto
que ella, al continuar siendo su amiga y frecuéntándose, podría
ser despedida de su puesto por el implacable Director y, tal
vez, moralmente censurada por los celosos vecinos de Pueblo
Viejo, que sólo aceptaban la historia oficial sobre doña Isabel
y no la privada, ni menos la sentimental, por muy romántica
que fuera ésta.

En relación con la petición expresada por Claudia,


sin embargo, no había acuerdo, porque Antonio aún estaba
muy lejos de terminar con su investigación; paradojalmente,
la información proporcionada por Claudia le había dado nue-
vos bríos a su paciente pesquisa, pues, sin que ella lo supiera,
se había enterado por Hugo, que Oviedo se había opuesto
tenazmente en la Junta de Vecinos de Pueblo Viejo, a que la
nueva comuna que se iba a crear, llevara el nombre de Isabel
Riquelme. Prefería que se nominase Don Ambrosio Virrey ,
o en su defecto, con el nombre de Chillán Viejo.

Como era de suponer, el diario penquista le había


dado a Antonio un verdadero ultimátum para el reportaje. Le
impuso una fecha de entrega a corto plazo, con la condición
de que no hurgara en el mundo íntimo de doña Isabel, ni in-
cluyera en la historia a ningún personaje vivo conocido. -»No
pierdas la pega»-, le había dicho, en su oportunidad, Hugo.
Sin embargo, Antonio ya había tomado su propia decisión y
ésta era la de continuar el trabajo, que a esa altura de los acon-
tecimientos, se había convertido en una verdadera obsesión.
El titular del diario lo había hecho tomar conciencia de que
los restos de doña Isabel Riquelme Mesa de la Barrera y de su
hija Rosa Rodríguez Riquelme llegarían pronto a Chillán. El
descanso transitorio en la Catedral ya llegaba a su término.
¡Cumplirán su palabra empeñada! Exclamó Antonio.

En relación con el lugar en que se daría sepultura


a doña Isabel y a Rosita, a raíz de la pelea entre «irlandeses
e ingleses», los esfuerzos realizados por las autoridades para
alcanzar un acuerdo, habían sido infructuosos. En efecto, los
diferentes sectores políticos y sociales, representados en el
Concejo Municipal, en el Gobierno e instituciones culturales,
dedicadas al estudio del prócer y su familia, no lograban esta-
blecer un consenso alrededor de esa delicada materia.

El problema que impedía la toma definitiva de de-


cisiones tenía que ver, por consiguiente, con el sitio en que
quedarían los restos de las señoras. Esto es, si los inhumaban
en el Parque de Hijos Ilustres, que próximamente se habilitaría
en el Cementerio Municipal, o en una cripta ad hoc que se
construiría en el Parque Monumental. De acuerdo con ambas
alternativas planteadas, y con la redistribución territorial que
implicaría la creación de la nueva comuna, doña Isabel y su
hija Rosita serían enterradas, según fuera el caso, en la actual
o en la nueva - aunque, históricamente la más vieja- unidad
político-administrativa que se creaba en la Octava Región
del Bío-Bío.

Antonio permanecía al tanto de los viajes que hacía


el señor Alcalde a Santiago para realizar consultas, asimismo
de sus sesiones con dirigentes locales y nacionales, a fin de
resolver y ponerle punto final al delicado asunto. Por esa ra-
zón, rápidamente se percató de que, además, de la ubicación
estable de las urnas funerarias allá o acá, el problema también
se reducía a disponer de un presupuesto adecuado a lo que se
quería hacer. La cripta era costosísima, pero, si quedaba bien
construida era el lecho fúnebre más digno para instalar en ella
a doña Isabel y a su hija. Por otra parte, la idea del Alcalde,
en el sentido de construir un Parque de Hijos Ilustres en el
Camposanto e instalarlas en él, tampoco era mala, pues allí se
congregarían, como en una gran cita dispuesta por la eternidad
y las autoridades, intérpretes musicales de genio como Claudio
Arrau y heroínas de la independencia. De llegar a realizarse
este proyecto, dedujo Antonio, incluso don Bernardo, exigiría
su rinconcito, abandonando el de Santiago.

Las dos ideas eran buenas, sin embargo, a Antonio le


agradaba, tal vez más la primera, puesto que ella significaba
el regreso, en forma exacta y precisa, al mismo ámbito desde
donde su protagonista había salido del vientre materno y,
también del pueblerino: el espacio en el que había estado su
casa de Pueblo Viejo, de Chillán Viejo o del primer Chillán
conocido. Decidió, entonces, escribirle una carta al diario para
dar a conocer su opinión. Y así lo hizo.
Cuál no sería su sorpresa, después de publicada ésta
con la anuencia y la conformidad, al parecer, de una gran
mayoría del público, al saber que a un santiaguino lector desco-
nocido se le reproducía otra carta, aunque no específicamente
con el mismo tema, pero sí con uno que tenía directa relación
con una de las damas. En efecto, en uno de sus párrafos se
leía lo siguiente:

«Señor Director: Con particular interés, he tratado


por varios medios de averiguar quién era la señora Rosa
O´Higgins, y cuál fue su insigne labor para que en la comuna
de Las Condes una arteria vehicular lleve su nombre».

Y como si lo anterior no bastara, en relación con la


ignorancia manifiesta que el hombre expresaba acerca de la
hermana del prócer, el autor de la carta, al referirse a la familia
de Bernardo, ponía un acento peyorativo al dar a conocer los
rasgos de «ilegitimidad» que ésta había tenido, a lo largo de
tres generaciones. Y era bastante curioso que, por otra parte,
Isabel Riquelme, la madre, ni siquiera fuese mencionada en
la carta, en tanto su hija, según se leía, había sido una señora,
«que hasta ahora nadie sabe quién fue». El lector «incógnito»
terminaba su carta preguntando, sin duda, irónicamente ¿cuál
había sido su obra para que a perpetuidad se la recuerde?

Antonio, al instante, comprendió que las líneas pu-


blicadas bajo un seudónimo eran una respuesta indirecta a la
carta suya que tenía como motivo central los entierros de doña
Isabel e hija en Pueblo Viejo. Obviamente, creyó advertir la
mano de Oviedo detrás del contenido de esa extraña misiva.
¿Quién otro podía ser?

Como es de suponer, a Claudia tampoco le pasó


inadvertido el hecho. Y, por supuesto, no le agradó para nada
ese pequeño y cauteloso pimpón epistolar protagonizado por
Antonio. Estimaba que su amigo, además de «meter la pata»
abanderizándose por una posición, que tenía que ver con el
resbaloso tema del entierro, le agitaba las alas una vez más a
Oviedo para que interviniera en el asunto y continuara des-
calificando, anónima y encubiertamente, la memoria de doña
Isabel y de su familia.

Sin embargo, lo peor de todo era que su querido An-


tonio le había fallado, pues, encarecidamente le había pedido
que no siguiera metiéndose más en ese «lío histórico», pero no
le hacía juicio . Por lo tanto, Claudia, quien, -a diferencia de
Antonio- sí que escuchaba a Hugo cuando éste recomendaba
que era necesario cuidar la «pega», adoptó la radical decisión
de terminar su relación con Antonio. Pues, en caso contrario,
era seguro que Oviedo, se las arreglaría para destituirla de sus
funciones de bibliotecaria.

Antonio no se sorprendió mucho con la resolución de


Claudia. El sabía que la muchacha estaba muy determinada
por la rutina del trabajo y que ésta era más fuerte que sus rea-
lizaciones en el plano amoroso, de tal suerte que se explicaba
la situación. Era una mujer tan cautiva por su trabajo que no
vacilaba en renunciar al placer por mantenerlo en la forma
de siempre.

No se equivocaba Antonio, el delicioso tiempo de la


excitante aventura sentimental había concluido para Claudia.
Quizás más adelante...Por ahora, ella debía calmar a un Ovie-
do, cada vez más furioso por la próxima llegada a Chillán o a
Pueblo Viejo de la Isabel Riquelme, que iba a ser despedida
oficialmente, en la Catedral Metropolitana del Arzobispado
de Santiago, por las autoridades del país.
Capítulo X

El de Antonio y Claudia había sido un hermoso


romance, aunque por breve tiempo, ambos se habían enten-
dido bastante bien. La muchacha había sido descubierta por
el joven, ávida de amor, pero su estado de avidez desapareció
pronto, al calmarse rápidamente con la primera arremetida
erótica de aquel. En cambio, Antonio, en ese proceso más
bien había estado enamorado, no sólo de Claudia, sino de
todo lo relacionado con su reportaje, incluyendo la historia y
el retrato; era evidente, sin embargo, que Claudia había sido el
soporte más amado y sólido del equipo humano, que se había
conformado para efectuar la investigación.

El reportaje ya estaba próximo a su elaboración final.


Sin embargo, de parte de Antonio, el diario sólo había recibi-
do un esquema básico suyo, pero éste aún no sabía, si había
sido del agrado del periódico o no. De todas maneras, ya no
le importaba tanto su aceptación, pues una vez que llegaran
los restos de las damas, escribiría los últimos episodios para
agregárselos al total de la investigación. Tenía el firme propó-
sito de publicarlos de todas maneras, a través de una gestión
personal, si, por supuesto, hallaba alguna editorial interesada
en la historia que escribía.

El interés de Antonio por las noticias concernientes


a los sucesos que ocurrirían próximamente, se acrecentaba.
La totalidad de los hechos relacionados con el tema eran re-
gistrados minuciosamente en su libreta de notas. Entre ellos,
los que se referían al hermanamiento entre la ciudad peruana
de Cañete, refugio por muchos años de la familia de doña
Isabel, con la de Chillán. También, los que hablaban de recur-
sos destinados para restaurar la casa patronal de la hacienda
Montalván, en los aledaños de Cañete, según la información
suministrada por el Embajador de Chile en Perú.

Era tal la rapidez de los acontecimientos, que a simple


vista daba la impresión de que estos eran accionados únicamen-
te para paliar, mitigar u olvidar la lentitud, o la paralización
misma, que había caracterizado a los años anteriores, tanto
en Lima como en Santiago, cuando era evidente que nada se
hacía en el campo de la recuperación definitiva de los restos
mortales de las mujeres.

En el terreno de las decisiones, la población, en esos


días, tenía la oportunidad de enterarse de las declaraciones
del Alcalde, quien, dándole un corte perentorio a la discusión
referida al lugar del descanso definitivo, admitía que ya se
estaban afinando los últimos detalles para llamar a propuestas
públicas, con el objeto de poner en práctica la construcción
de la cripta que atesoraría en su interior los restos de doña
Isabel y de su hija. Comunicaba, además, que la cripta ad hoc
se construiría definitivamente en el Parque Monumental de
Pueblo Viejo.

Por su parte, los personeros del Instituto O´Higginiano,


en sesiones solemes, otorgaban meritorias distinciones a quie-
nes se habían destacado en la organización de las acciones que
se hacían y harían para enaltecer y perpetuar la memoria de
las hijas ilustres de la provincia.

Contradictoriamente, ninguno de ellos sabía nada de


la labor de verdadero rescate que, en el mismo sentido, hacía
Antonio Figueroa.

Desde otro punto de vista, en la misma medida en


que crecía el interés de Figueroa por el desenlace que, en pocas
semanas, se produciría, María Isabel, metida en su recámara,
era objeto de uno de sus habituales desasosiegos espirituales.
La profunda mirada dada a su retrato por el joven, en el Museo
Histórico, había producido el efecto de hipersensibilizar su
conciencia, que según la marcha de los sucesos, ya nada tenía
de dormida ni de sumergida en el letargo. Por lo tanto, estaba
en condiciones de advertir claramente que sus coterráneos,
en las frecuentes visitas que hacían a la habitación en que
se encontraba su féretro, le imprimían a sus conversaciones
un ritmo distinto al del pasado inmediato, pues entendía
que los preparativos para su traslado, vertiginosamente se
aceleraban.

La mirada del joven había servido para que ella re-


cordara, incluso reviviera, como ya lo había hecho, de nuevo
toda su existencia. Sin embargo, estaba asombrada de que
algunos pasajes de aquella, se focalizaran en los últimos días,
en la grata rememoranza que le ofrecía la inquietante imagen
de Manuel. Sabía que el espíritu graba en su superficie, con
mayor nitidez y relieve, los instantes deleitosos, no obstante,
incomprendía por qué ese fenómeno se revelaba a través de
los ojos parduscos de Antonio mirándola.

Puesta en ese trance, su pensamiento trazaba un gran


arco que comenzaba con el sorpresivo reencuentro de Manuel
en la cumbre andina, unido a sus recuerdos del idilio, y ter-
minaba con la visita que el joven Antonio le había hecho en
la galería del antiguo palacio, en el cual impúdicamente se
exhibía su retrato.
Pensaba que la clave del enigma se hallaba en la mirada
del joven periodista, puesto que ésta era la que, efectivamente,
había producido, la resurrección mental de su persona y la
empatía deliciosa entre dos sujetos separados por el tiempo,
la vida y la muerte. La mirada había producido esa curiosa
interactividad que los había movilizado hacia esferas simétricas.
Esferas que se las arreglaban para sostener, como en una gran
red, simultáneamente, el pasado y el presente que colmaban
el contexto.

Las meditaciones de María Isabel, en verdad, no anda-


ban desencaminadas, pues el retrato visto y descrito por Anto-
nio, sin duda, era el que se exhibía en el Museo. No obstante esa
realidad, el joven había superpuesto idealmente a aquel retrato,
-eso era lo que nadie podía saber-, el que efectivamente había
contemplado con los ojos de su alma. El retrato que veía, como
producto de un extraño magnetismo, del embelesamiento, de
su preocupación o de lo que fuera, era

«el de una joven mujer de ovalado rostro, azules y


profundos los ojos, la boca breve, la piel color de leche, dulce
y afable el semblante, con toda la seducción delicada de las
muchachas en flor...».

Este era muy diferente al despiadado retrato que había


pintado Gil de Castro, el cual correspondía al de una matrona
que posaba precisamente para un Museo.

A la postre, ese cuadro mental que nunca había sido


pintado, constituía para Figueroa el retrato que lo había vin-
culado, tan profundamente, a aquella mujer. En consecuencia,
María Isabel había sido reactivada, en verdad, a partir de la
evocación de su primera y virginal belleza. En virtud de ese
hecho, era lógico que su recuerdo se remitiera al sentimiento
y a la imagen que acompaña apasionadamente a la juventud:
el del amor humano y a la lozanía. Y ese era el cuadro idílico
que a ella también le importaba. Justamente, el que había
descubierto Figueroa en su empecinamiento por hacer real
lo virtual.

«Los ojos, los ojos, los ojos...¡Los ojos pardos! Esa


era la verdadera clave del enigma. ¿Cómo no me había dado
cuenta antes? Pero ¿era posible que él hubiera emergido ante
mí por segunda vez, como si nunca se hubiera ido de mi lado?
El fulgor de su mirada, avivada paradójicamente por una dulce
melancolía parecía decirme, una vez más: «María Isabel, vengo
por ti». Sus canas grises habían desaparecido, y en lugar de
las frondosas y largas patillas que se usaban tanto en aquella
época, llevaba ahora unas rigurosamente recortadas, a la altura
superior de sus orejas. Y, por supuesto, su traje también era
muy distinto.

Ahora entiendo todo lo que me estaba ocurriendo.


Esto que me sucedía era igual al cuento de la princesa dormida
por un hechizo de años, que es despertada por el beso de amor
de un joven, dispuesto a desencantarla para volverla a encantar,
mediante el brillo de su mirada.

Para mi fortuna, las voces de mis paisanos llegaban con


fuerza a mis oídos. Por esa razón fue que escuché su nombre
cuando llegaron muy ceremoniosamente, a reducir mis restos
y los de Rosa para meterme en la urna que sería trasladada a
mi pueblo. Así fue que me sacaron de mi caja original peruana,
hecha con molduras de oro, y me cambiaron a una chilena
mucho más pequeña, confeccionada con la noble madera del
alerce. A pesar del sorpresivo cambio quedé conforme, pues el
alerce es la especie vegetal más longeva de las existentes en el
país. Y más duradera iba a ser ésta porque, en aquella misma
ocasión, asimismo me enteré que a su fibra, utilizando un
barniz especial, le habían hecho un tratamiento que permitiría
la regeneración de la madera a través del tiempo.¡Como el tra-
tamiento que me habían dado los ojos de Manuel Antonio!
Por lo menos -dijeron- estaré doscientos años más,
metida en la misma urna, pero ahora, a diferencia de antes,
lo haré en mi querido Pueblo Viejo. Y al menos, los primeros
años pasarán en el mismo territorio que pisó Manuel, y que
en la actualidad, habita Antonio.

¡Los ojos, los ojos, los ojos pardos! Ahí había per-
manecido desde siempre la clave del desciframiento de este
misterio. De este misterio que me intrigaba, pero que no
llegaba plenamente a resolverlo.¿Qué va a saber una? Quien
me había ayudado a dilucidarlo había sido la casualidad. La
casualidad que había hecho que uno de mis coterráneos, en
la ceremonia que se llevó a efecto con motivo de la reducción
de mis huesos, de improviso se dirigiera a una persona que
estaba allí, diciéndole: «Manuel Antonio, espero que después
de la espléndida oportunidad que se te ha brindado con esta
invitación de tu amigo Hugo, hagas un buen reportaje. Pues
como muy bien lo sabes, él no quiere que pierdas la «pega»,
por ningún motivo.

Sólo hay un Manuel Antonio. Es él».

Antonio se quedó helado a causa de la impresión que


tuvo en el acto del traslado, de una urna a la otra, de los restos
reducidos de las señoras, que se realizó en la Catedral.¡Y cómo
no se iba a quedar helado, mudo y sobrecogido al escuchar que
quienes habían construido las urnas habían sido los artesanos
de la funeraria «Oviedo Hermanos» de Pueblo Viejo!

«Después de escuchar tantas alabanzas de mis con-


nacionales, dirigidas a mi persona y a Rosita, en la última
ceremonia religiosa que se me ofreció como despedida en el
templo matriz de Santiago, sigo sin entender por qué en la
época en que viví, fui tratada con tanta dureza por mucha
gente. ¿Será que antes era así y que ahora la actual mentali-
dad de mis compatriotas es menos prejuiciosa, más abierta y
tolerante? ¿O es de otro modo?

Regreso volando a recoger mis sueños enterrados. Voy


a refugiarme en el alero protector de la palmera que plantó
mi padre Simón, sin pensar, que en un día futuro, ésta sería el
primer farol encendido de Pueblo Viejo que yo vería. Primero
desde lo alto, desde abajo después.

Llego para participar con mis manos en las tareas de


la vendimia alegre, en las cosechas de los tomates lisos y de
las lechugas con sabor a agua fresca. Este exilio en un batir de
alas se acaba, pues me reintegro a mis fantasías de niña que
hacían de mí una mujer a la espera de un amor ardiente, de
unos hijos querendones y de una patria libre. A mis fantasías
que de repente me abandonaban y me dejaban en el barro de
la maledicencia. Vuelvo para partir al campo a cortar quilas y
convertirlas en filudas lanzas para el uso de Bernardo o para
viajar a Concepción a esconderme de los realistas que me bus-
can para tomarme prisionera en Los Angeles o Nacimiento.

Vengo volando a depositar en el patio de mi casa,


fragante a antiguos limoneros, los pedazos de mi cuerpo de
mujer que me quedan: los huesos, los dientes y el cuero mi-
lagroso de mi frente, porque, si se han conservado ha sido,
a causa de los nutrientes que me brindó la tierra a la que me
reintegro. En esa buena hora, anticipadamente señalada, por
unos enternecedores y clarividentes ojos pardos, clavados en
un antiguo retrato de museo.

A pesar de mis trizaduras, viajo por el aire -y ni si-


quiera sé por qué, ¿será por el amor?-, a entregarle a Pueblo
Viejo, más que mis restos mortales, el espíritu incandescente
y completo de mi ser.»

El cielo de Chillán estaba tan límpido como el rostro


adolescente de María Isabel cultivando las rosas de su jardín.

Fue en ese momento cuando el avión, tipo Hércules


del Comando de Aviación del Ejército de Chile, que traía en
féretros especiales los restos de doña Isabel Riquelme y de su
hija Rosita, más una gran comitiva, aterrizó en la pista «San
Ramón» de Chillán, a las l6 horas del día miércoles 29 de mar-
zo de l995. Las urnas venían custodiadas por dos alféreces de
la Escuela Militar y acompañados por dirigentes del Instituto
0´Higginiano, militares, religiosos y personeros capitalinos,
quienes fueron recibidos muy formalmente por autoridades,
presididas por el Intendente de la Región del Bío-Bío. Un
destacamento de la sección de clases del ejército procedió a
retirar, desde el interior del avión, en un ambiente rodeado
de una gran solemnidad, las diminutas urnas -cubiertas con
banderas chilenas- que contenían las preciadas osamentas.
Primero, la de Isabel; en seguida, la de Rosita.

A continuación, todo se desató al borde del vértigo


mismo. María Isabel, doña Isabel, la madre del prócer, Isabel
Riquelme, doña Chabelita, Misiá Isabelita, la Isabel Riquel-
me, la Riquelme, la madre del «huacho» había descendido
a su tierra. Antes, al abandonar el viejo Chillán, carruajes
tirados por caballos o bueyes. Al volver, una aeronave caza,
honores de reglamento, unidades de formación, regimientos,
vehículos militares, patios de Honor, carroza negra escoltada
por un grupo de once lanceros, cochero presidencial, Ilustre
Municipalidad de Chillán...

Banderas chilenas, pañuelos blancos, escolares uni-


formados, profesores, obreros, profesionales, delegaciones
de toda las provinciaa, de las regiones y el país, fotógrafos,
camarógrafos, videístas, escritores, ministros, subsecretarios, al-
caldes, intendentes, diputados, senadores, concejales, rectores,
bomberos, boy scouts, huasos, obispos, sacerdotes, pastores,
militares, políticos, vendedores y figurones de este lado o del
otro. Selectos invitados de Perú, luciendo collarines de color
amarillo, vinculados fraternalmente a doña Isabel, a causa de
su larga permanencia como exiliada chilena en ese país. Todos
disputaban el último adiós.

Y entre todos ellos, como si fuese nadie: Antonio


Manuel Figueroa mirando.
Capítulo XI

Al comienzo del día del entierro -al igual que el día


anterior- no llovió, tal vez la lluvia que cayó, pasado su me-
diodía, se debió al atraso que tuvo el señor Ministro, que no
llegó a la hora fijada para iniciar a tiempo la misa fúnebre en
la Catedral de Chillán, con ocasión de conmemorarse en la
ciudad, el traslado de los restos de Doña Isabel Riquelme y
Doña Rosa O´Higgins. Pues si hubiera llegado a la hora, la
lluvia habría caído igual, pero no en el momento en que las
señoras eran sacadas del templo para que la gente agolpada
en las veredas y en la plaza del frente, tuviera la oportunidad
de ver los hermosos féretros y el espléndido carruaje que las
llevaría a su resplandeciente cripta.

O tal vez se debió al hecho que, a veces, suele ocurrir


cuando la naturaleza les ofrece a los ojos de los hombres un
regalo impensado: una hermosa lluvia color diamante en el
pleno mediodía de un día brillante.

Quizás, la lluvia se debió a que alguien tenía que mo-


jarse ese día para que dijera que el día en que sacaron a doña
Isabel de la Catedral de Chillán cayó un gran aguacero.

O tal vez llovió para que las viejas armaran sus his-
torias con ese motivo, y Antonio -metido entre la gente que
se mojaba alborozada- les pusiera atención a su trama y se
aprendiera alguna de ellas.

El hecho concreto fue que cayó una fuerte lluvia en


Chillán en los instantes en que a María Isabel y a Rosita, las
retiraban del magnífico templo para introducirlas en una
especie de anticipo rodante de la cripta que las esperaba. Las
señoras fueron metidas en el más fúnebre y majestuoso carruaje
que alguien se pueda imaginar. Las riendas de los dos bellos
caballos que lo tiraban eran conducidas, nada menos que
por el auriga presidencial, quien vestido de rigurosa etiqueta:
pantalón blanco, sombrero de copa con huincha clara, levita y
negras botas de montar, era el símbolo mismo de la solemni-
dad. Inconmovible y gótico, llevaba las riendas de su carruaje,
sabiendo que al compás del casco de sus caballos, doña Isabel
recuperaba el ritmo de los sonidos escuchados en la niñez de
su antiguo pueblo. Y esa era la oculta razón de su función, que
había descubierto Antonio de tanto mirar y recordar.

A los compases de desgarradoras y bellas melodías


fúnebres, rigurosamente ensayadas por la banda militar, se
puso en marcha, lentamente la carroza. Adelante, marchaban
con bizarría, seis jinetes escoltas de impecable uniforme de
parada, encabezados por un jinete arriba de un nervioso ca-
ballo blanco que lucía elegantemente en sus crines, pompones
negros, blancos y rojos. Los otros cinco militares montaban
caballos negros y lustrosos con distintivos en los cuellos de los
animales, del mismo color.

Detrás del carruaje, se ubicaban resguardándolo seis


jinetes más. Un detalle tierno y casi pasado de moda, no por
eso despojado de la marcialidad que exigían las circunstancias,
era que cada uno de ellos llevaba en su mano derecha una
lanza de «coligüe», apoyada en una correa del extremo bajo
de la silla de montar.

-»Madre, envíeme del campo «coligües» para lanzas,


a fin de combatir a los enemigos, tengo muy pocas armas y
mis «huasos» pelean con lo que venga».

-»Sí, hijo, yo misma los iré a cortar. En el monte


hay hartos. Te los mandaré en un carretón grande, tirado por
buenas bestias».

La comitiva encabezada por el carruaje, mientras sol-


dados pertenecientes a las cuatro escuelas matrices oficiaban
los honores, marchaba en dirección a la que sería la nueva
comuna de Pueblo Viejo. María Isabel, en la medida en que
el balanceo del carruaje se le hacía familiar, procuraba ordenar
sus ideas.

-»Fue increíble, fíjate Hugo que la lluvia que se dejó


caer, esa misma, tú la recuerdas,¿no es verdad?. Esa que cayó
a la salida de las honras fúnebres de doña Isabel, apareció y
desapareció como por encanto. Bueno, por qué te cuento
esto. Te lo cuento para decirte que en abril de l839 cuando
ella fue enterrada por primera vez en Lima, sucede que tam-
bién llovió. A una señora viejita que contaba lo que a ella su
abuelita le había dicho se lo escuché en la Plaza de Armas,
mientras esperábamos que terminara la eucaristía. ¿No te
parece increíble?»

-»Está bien, fue muy bonito aquello. Al fin nos hemos


portado bien con doña Isabel, si pudiera hablar, me imagino
que lo haría para expresar su satisfacción por su regreso a
Pueblo Viejo. Muy bien, muy bien...Sin embargo, nunca me
hiciste caso, perdiste la «pega» por leso. A quien se le ocurre
enviarle un reportaje al Director de tu ex diario para referirse
a los prejuicios sociales que sufrió en vida esta señora. Ah...y
como si fuera poco hablarle de intimidades sentimentales. El
amor no cuenta en la vida de doña Isabel.

Lo siento por ti. Ahora tendrás que quedarte en


Chillán vendiendo cuadros con Sepúlveda. Ojalá que no te
dediques a vender retratos, porque te irá mal...»

-»Gracias, Hugo, pero te diré que al no aprobarse


mi reportaje, le di la oportunidad a otro para que publicara
las mismas cosas que todos, con seguridad, publicarán. ¿No
te parece? Adiós, ya nos veremos. Tengo que ir a saludar a
alguien a su casa”.
§

«¿Dónde estaba, no lo vi? La ceremonia en la Catedral,


la cual al fin tuve la oportunidad de conocer, estuvo preciosa,
pero ¿dónde estaba? Fue muy hermosa la homilía del obispo,
en mis tiempos no había Obispado, la feligresía dependía del
de Concepción. Mi urnita se hizo más diminuta aún, pues la
emoción no me caía en ella de ver y escuchar a tantas perso-
nalidades en mi propia tierra. Aquí, jamás me habían rendido
honores. Sólo recuerdo los de Santiago, que fueron muy
amargos, a causa del injusto deseo que allí existía de deponer
a mi hijo del cargo de Director Supremo. También, recuerdo
los que me hicieron en Lima, pero allá estaba muerta y bien
muerta, a causa del famoso «mal de costado» .

Antonio no vivía en Perú; tampoco había un retrato,


así que la mutua explosión de energía reanimadora, no pudo
llevarse a cabo en Lima. Pero aquí, en Chillán, hay razones
para que se dé ¿En qué lugar, entonces, estará recibiéndome
Manuel Antonio? No lo vi dentro del templo, pero las vi-
braciones que siento, me señalan que merodea por ahí cerca.
¿dónde andará?

«Me habría gustado estar dentro de la Catedral es-


cuchando la homilía del monseñor, quien presidió la misa
en memoria de las dos señoras que regresaban a su pueblo,
pero sólo se ingresaba a su interior con invitación escrita, y a
mí nadie me dio una. En todo caso, al término de la misa, vi
cómo efectivos militares portaron sus ataúdes hasta la carroza
funeraria que las aguardaba».
Los finos caballos que las conducirían, por culpa del
prolongado acto religioso y del atraso de su inicio, añorando
un potrero, rascaban, nerviosos, el asfalto. Sin embargo, la
multitud, con más paciencia que ellos, benedectinamente
esperaba que ante sus ojos se abriera un hoyo del cielo para
llevarse la carroza, dejando en el suelo materno las hijas que
transportaría. O algo parecido. La gente hallaba mucho más
natural que sucediera ese hecho a la lluvia inusitada.

«No acompañé a María Isabel al Parque Monumental


porque no alcancé a colgarme de ningún vehículo, además
todos se fueron raudos y porque me imaginaba que allá, otra
vez exigirían tarjetas especiales de ingreso. Sólo me limité a ser
testigo del paso de la carroza saliendo lentamente. Al rato, las
autoridades y el público ya se encontraban en el Parque, bajo
toldos -levantados precipitadamente por personal municipal de
emergencia-, para capear la insistente lluvia que seguía cayendo
para desgracia de los vendedores de helados. Al menos, eso fue
lo que supuse que ocurrió porque ese día, como dije, no alcancé
a llegar por esos lugares. No tenía auto ni paraguas, ganas sí,
pero las disolví a la espera de que desapareciera la gente.

También supuse los discursos que elogiarían la vida de


la madre y la hermana del Libertador, dándole especial relevan-
cia a la solidez del amor maternal y filial generado entre ellos,
y al hecho de haber optado por el exilio para acompañarlo.

En verdad, ¿para qué iba a ir?


¿Para qué iba asistir en aquella ocasión, ciertamente?
Sin embargo, a Hugo le había dicho que visitaría a una vieja
amiga y quería cumplir pronto con mi palabra. Por lo tanto,
al otro día, me metí en una micro «Pueblo Viejo» y crucé la
parte sur de la ciudad hasta llegar al Parque.

Oviedo, finalmente, con sus cuentos insidiosos, había


conseguido que el periódico no me contratara, y el hecho no
me había importado una chaucha, pues ya el señor Sepúlveda
disponía para mí de un nuevo trabajo, el cual yo lo alternaría
con notas de arte y curiosidades que escribiría para el diario
local. Y al acordarme del mentado Director de la Biblioteca,
surgía en mí la inevitable pregunta ¿continuaría con sus paseos
en el Parque de Pueblo Viejo, ahora que habían llegado sus
dueñas de casa a morar en la nueva construcción?

La primera vez que pasé por estas sombreadas calles,


me divirtió mucho el grito de combate de sus habitantes: «Por
gracia somos cuna, por esfuerzo seremos comuna». Pues bien,
el esfuerzo había triunfado, ya eran comuna y pronto elegirían
a sus propias autoridades. Los irlandeses habían ganado la
batalla y me pareció bien.

¿Qué será de Claudia? No niego que, en estas circuns-


tancias, me habría gustado mucho disfrutar de su compañía. El
romance que tuve con ella fue un sorbo de agua de vertiente,
tomado en el hueco de la palma de nuestras manos. Sin em-
bargo, aún mis dedos destilaban el agua, y sentía todavía, su
revitalizadora frescura. Por esa causa y por las que nunca se
pueden explicar con facilidad, ahora, deseaba que estuviera a
mi lado para conversar juntos con María Isabel, puesto que
ella, en la práctica, había sido la que nos había presentado;
la que nos había empujado a los abrazos, a los besos apasio-
nados; la que nos había convocado para que nos abriéramos,
buscando el corazón, los poros de la piel, en Pueblo Viejo,
Chillán o Santiago.

Al mismo tiempo de pensar en Claudia, tengo la níti-


da sensación de que, a pesar de todo el papel que le atribuyo a
María Isabel en la relación que sostuvimos, ella desea que vaya
solo a su cripta, como quien concurre a una cita, personalmen-
te íntima o de índole muy semejante. En todo caso, anhelaba
tener la oportunidad de contarle a Claudia, algún día, todo
esto que me estaba sucediendo en el instante justo en que mi
micro, de ochenta pesos el boleto, se detiene frente al Parque
Monumental de Pueblo Viejo para que yo me baje».

Alrededor de las 18 horas de ese día, Antonio, con sus


patillas rigurosamante afeitadas, por motivo de la moda o de
no sé qué, llegó al lugar del Parque, donde se había alzado el
monumento fúnebre para albergar los restos de doña Isabel y
Rosita. Los últimos visitantes ya se retiraban, impelidos por
la mirada de «cumplidor de horario de salida» del guardia.
En vista de esa situación, Antonio se dirigió a él -quien asin-
tió comprensivamente- para decirle que lo esperara algunos
minutos.

Caminaba lentamente hacia la cripta, recordando


que la primera vez que había estado allí, vio a unos obreros
hacer mediciones en una pequeña superficie del terreno del
Parque. Sin embargo, de súbito, sin dejar antes de cobijar, con
prisa, debajo de su casaca, una hermosa flor, tuvo que echarse
a correr precipitadamente.

Ninguna gota previó su presencia, tampoco hubo


nubes anunciadoras; sólo una brisa impetuosa pudo haber
servido para señalizar la imprevista detonación acuosa que
cayó del cielo. Antonio, ni siquiera alcanzó a mirar hacia
arriba, cuando ya estaba, empapado, frente a la reja de fierro
forjado de la cripta. Sólo tuvo el extraño presentimiento de
que alguien, con la fuerza formidable de esa agua, lo había
empujado, premeditadamente, hacia la puerta metálica de la
cripta.

Permaneció frente a ella, protegiéndose del chubasco


debajo del alerito de su entrada. En forma contradictoria a
las expectativas que se había fijado para este encuentro, no
halló qué hacer, y para salir de su confusión, saludó a María
Isabel arrojándole, suavemente, por el intersticio de sus rejas,
un mojado tulipán.

El único tulipán, de oscuro color morado, que llevaba


en la mano como una bella lanza de coligüe, convertido en una
tea luminosa tuvo el privilegio de ser ofrendado, en el salón
de la casa, cuya dueña le aguardaba.
§

«Ahora sí que lo veo, claramente. Viene con un tulipán


en la mano. Siempre fue tan tierno. Esa era la flor que me agra-
daba, la cultivaba en el jardín y su forma de campanita sonaba
como un cristal en mi alma. Su estampa mediana de hombre,
se resume virilmente en sus ojos pardos que los trae abiertos,
como para reconocer, en mejor forma, el terreno que pisa. Sus
velludas y frondosas patillas, al igual que las de Bernardo, y
todo su rizado pelo, flamean, a causa del travieso vientecillo
que se ha levantado en estos primeros días de otoño.

Aquí estoy esperándote como antes. Allá, en las altas


cumbres cordilleranas, me sorprendiste con tu presencia; ahora
estoy preparada para verte. El contacto con mi pueblo y la
estancia definitiva que tendré en él, han logrado, al fin, que
mis sentidos, y con ellos mi memoria, regresen plenamente a
mi ser, instalado ya en su morada.

Con tu presencia, recupero mi juventud y el sueño de


amor, que como toda mujer, a pesar de todo lo que se diga, tuve
también en la carne roja y acorazonada de mis labios. Esperaba
tu visita, bienvenido, Manuel Antonio, ¡qué dulce sosiego es
el que ahora tengo en los huesos de mi espíritu!»

Mientras caía la bienhechora lluvia diseminando sus


diamantes, en tanto humedecía el seco suelo veraniego de
Pueblo Viejo y de Chillán, María Isabel, recuperando toda la
seducción delicada de las muchachas en flor, miraba familiar-
mente a una airosa palmera, que, a su vez la miraba desde la
altura, invitándola, en alado gesto, a posarse en su alta copa.

§§§

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