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INTRODUCCIÓN
En la actualidad existen numerosas teorías que consideran la autoestima como una
actitud global, un conjunto de actitudes referidas a uno mismo en un sentido valorativo,
englobando así el cómputo de pensamientos y sentimientos de un individuo con respecto a sí
mismo, además de sus conductas y la conexión y coherencia de éstas con sus necesidades,
metas e intereses (Roca, 2014).
Rosenberg (1965), pionero en el estudio de la autoestima, definió la autoestima como
un sentimiento valorativo hacia uno mismo, que puede ser positivo o negativo, y que se
construye mediante una evaluación de las propias características.
Con el paso del tiempo, el concepto, la visión y la aceptación de la autoestima han ido
variando, estableciéndose en un principio como una vía para alcanzar la realización personal,
ejemplo de lo cual lo encontramos en la llamada visión tradicional de la autoestima, la cual
era dominante en el panorama hasta hace relativamente poco. Esta concepción mantenía que
la autoestima sana y deseable era equivalente a una autoevaluación global favorable, y al
correspondiente sentimiento positivo hacia uno mismo derivado de ésta.
Básicamente, establecía que lo más idóneo era tener un nivel de autoestima alto,
considerando también que el único problema de autoestima era la baja autoestima, sin
reflexionar acerca de los posibles efectos dañinos que puede tener una alta autoestima. Esta
forma de ver las cosas se basaba en una serie de supuestos acerca de las ventajas de mantener
una visión positiva de uno mismo, como podrían ser el papel de profecía autocumplida, que
fomentaba las emociones y conductas deseables en la persona con alta autoestima.
Esta visión de la autoestima sigue considerándose válida en algunos ámbitos. De
hecho, la RAE define actualmente la palabra “autoestima” como “valoración generalmente
positiva de sí mismo”, lo cual sigue incluyendo el matiz positivo de la visión tratada. Sin
embargo, como cabía esperar, recientes investigaciones han mostrado un panorama bastante
diferente. Se ha constatado que ciertas personas con altos niveles de autoestima y
autoevaluación positiva presentan graves problemas emocionales y conductuales, tales como
el narcisismo, la violencia y las conductas antisociales.
Estas confrontaciones empíricas y teóricas han motivado numerosos estudios desde
diversos enfoques para mejorar la conceptualización de la autoestima, tratando de llegar a un
consenso en su definición que permita avances en la investigación y que clarifique sus rasgos
deseables, diferenciándolos de aquellos contraproducentes. Este proceso ha ido acarreando
numerosos desacuerdos y posturas contrarias, pues el concepto de autoestima sigue
produciendo dudas en cuanto a su función y beneficios. Mientras algunos psicólogos como
Greenberg y Solomon alegan que una autoestima elevada resulta significativa para un
correcto desempeño como individuo, e incluso defienden que es lo que da sentido al
transcurso vital, otros juzgan la autoestima como algo irrelevante en nuestras vidas y que
puede llegar a causarnos graves problemas a corto y largo plazo.
PROFUNDIZACIÓN Y DESARROLLO DE CONCEPTOS
Partiremos de las tres formas principales de trabajar con el término autoestima, según
Brown y Marshall (2006).
La primera sería la llamada autoestima rasgo, o autoestima global. Esta denominación
hace referencia a una variable de la personalidad que comporta una valoración propia de
carácter general, la cual se mantiene estable durante la edad adulta. Según el enfoque que se
le otorgue, puede ser considerada como una decisión de un individuo acerca de su valía
(enfoque cognitivo) o como un afecto hacia uno mismo que no proviene de juicios racionales
(enfoque emocional).
La segunda forma sería la autoestima estado, compuesta por los denominados
sentimientos de autovalía, los cuales comportan emociones momentáneas producidas por
reacciones de autoevaluación ante situaciones que poseen un carácter valorativo, es decir,
aquellas que de por sí acarrean connotaciones positivas o negativas y que, por tanto,
presentan un gran potencial para influir en nuestra autoestima. Ejemplos de estas situaciones
serían eventos como aprobar un examen (potencialmente positivo) o romper con tu pareja
(potencialmente negativo).
Por último, la tercera clasificación sería la autoestima específica de dominio, la cual
se compone de las llamadas autoevaluaciones: valoraciones de los propios atributos o
capacidades personales. Esta faceta explica cómo las personas evalúan sus cualidades y
competencias atendiendo a sus creencias de autoeficacia en los correspondientes ámbitos. Por
ejemplo, una persona que cree tener (no necesariamente debe tenerlo, con creerlo es
suficiente) un buen cuerpo, tendrá una autoestima física alta, pero si duda, por ejemplo, de su
habilidad para relacionarse con otros, tendrá una autoestima social baja.
Ante estas premisas, cabe destacar los argumentos de William James con respecto a
los conceptos de autoestima rasgo y estado. En 1890, James afirmó que la autoestima global
tiene tanto la cualidad de ser un estado como de ser un rasgo. Concretamente, en cuanto a la
autoestima rasgo, defendía que las personas tienden a mostrar niveles regulares de
autoestima, a los que bautizó como “dones directos y elementales de nuestra naturaleza”, los
cuales son independientes de los motivos objetivos reales que puedan surgir para la
satisfacción o el descontento. En lo referido a la autoestima estado, para James ésta variaba
en función de los éxitos o fracasos, derivados de circunstancias momentáneas. De este modo,
para James, aunque el nivel de autoestima típico de cada uno es independiente de sus
circunstancias o logros objetivos, los cambios en este nivel típico reflejan los cambios en las
circunstancias (éxitos y fracasos).
MODELOS DIRECCIONALES
Una vez atendidas las tres maneras de utilizar el concepto de autoestima, encontramos
dos modelos principales que las relacionan.
El primer modelo sería el modelo cognitivo, o bottom-up, el cual defiende que la
autoestima parte de las creencias sobre nuestras cualidades (autoevaluaciones) en diferentes
dominios y que son éstas las que nos producirían sentimientos de autovalía y, a medida que
estas autoevaluaciones se refuerzan e implementan, van construyendo lo que sería la
autoestima global. Básicamente, propone que los cambios en autoestima global se deben a
cambios en autoevaluaciones, ejercidos en dominios de importancia. Es decir, una
autoevaluación sobre un dominio sólo afectará a la autoestima global si ese dominio resulta
muy valioso para el individuo. Por ejemplo, la autoestima de una persona que valore más su
competencia académica que su habilidad deportiva será más frágil ante valoraciones hacia sí
mismo en el ámbito académico que en el deportivo. Por ende, para construir una autoestima
global, según este modelo, no sólo habría que atender a las autoevaluaciones, sino también al
peso de cada una de ellas (feedback evaluativo), pues es precisamente la importancia de sus
respectivos ámbitos la que, combinada con la valencia de la autoevaluación, influirá en la
autoestima.
El modelo complementario a este sería, pues, el que sigue la dirección contraria: el
top-down, o modelo afectivo. Según este enfoque, la autoestima se construye en edades
tempranas, como consecuencia de factores de temperamento y sociales, para, una vez
formada del todo, influir en las autoevaluaciones y los sentimientos de autovalía. En este
caso, la autoestima global y el feedback evaluativo interactúan para dar forma a las
autoevaluaciones. Cabe destacar que, si bien es cierto que interactúan ambos elementos, el
feedback evaluativo no llega a influir en la autoestima global, siendo la mezcla de los dos
factores la que resulta realmente efectiva, especialmente si se trata con feedback negativo (no
cumplir expectativas en un ámbito valioso). Cuando una persona con baja autoestima fracasa
(feedback negativo) sus autoevaluaciones se hacen aún más negativas y sus sentimientos de
autovalía aumentan en carácter de autodesprecio, notándose, por tanto, el gran poder de la
interacción entre la autoestima global (que era baja de por sí) y el feedback negativo. En
cambio, una persona con autoestima alta enfrentará el fracaso de una manera más
compensada, pues mantendrá sus autoevaluaciones y sentimientos de autovalía protegidos,
ya que, a pesar de estar ante un feedback negativo, su alta autoestima global permite
contrarrestar el efecto de éste.
En el caso de enfrentarse a feedback positivo (eventos beneficiosos, éxito en dominios
de importancia personal…) puede ocurrir algo muy curioso. Las personas con baja
autoestima global pueden no sentirse merecedores de dicho éxito y responder ante ese
feedback atribuyéndolo a hechos externos a su persona, es decir, suerte, casualidad, etc, pues
no asumen ser responsables de algo positivo y valioso, ya que no se consideran válidos ellos
mismos. Las personas con autoestima global alta, en cambio, sí se sentirán responsables de
dicho beneficio, pues tienen una concepción de ellos mismos lo suficientemente valiosa y
positiva como para asumir estos eventos y regocijarse de ellos.
Esto se puede explicar con la teoría del locus de control. Este fenómeno indica dónde
situamos la causa de los eventos que nos conciernen, y puede ser, por ende, interno o externo.
Un individuo con locus de control interno situará la causa de aquellos eventos relacionados
con él dentro de su persona, es decir, se sentirá responsable de sus actos y los asumirá. Un
individuo con locus de control externo situará al causante fuera de sí mismo, por lo que
atribuirá la responsabilidad de lo que ocurre a su alrededor a elementos exteriores a él, como
pueden ser la suerte o la acción ajena, eximiéndose a sí mismos de dicha responsabilidad. Las
personas con alta autoestima global suelen emplear un locus interno para los éxitos y un locus
externo para los fracasos (se atribuyen a sí mismos los beneficios y tienden a buscar excusas
o restar importancia o responsabilidad ante eventos perjudiciales), mientras que las personas
con baja autoestima global realizan el proceso inverso: locus interno para los fracasos (“tengo
la culpa de todo lo malo”) y externo para los éxitos (“habré tenido suerte”). Desde este punto
de vista, la principal ventaja de tener la autoestima global alta sería que permite enfrentar el
fracaso sin sentirse mal con uno mismo, y sin machacarse emocionalmente por lo sucedido.
En cuanto a los modelos propuestos, ambos carecen de autonomía completa y
generalizable, por una sencilla razón: sólo siguen una dirección. Un modelo idóneo incluiría
flechas en ambas direcciones, aunque no entre todos los elementos, pues sí es admisible que
los sentimientos de autovalía surjan como producto de un feedback evaluativo, o por lo
menos aparezcan después de dicho feedback, relación que guardan ambos modelos. Sin
embargo, en cuanto a las autoevaluaciones y la autoestima global, tanto pueden influir en una
dirección como en otra. Una baja autoestima global predispone al sujeto a autoevaluarse de
manera más crítica y negativa ante cualquier tipo de situaciones, afectando negativamente a
las autoevaluaciones, pero, la sucesiva experimentación de autoevaluaciones negativas
(aunque se parta de una autoestima global alta) también puede acarrear un impacto del mismo
tipo en la autoestima global, llegando a disminuir el nivel de ésta.
Esto último guarda cierta semejanza con el origen de un estado de ánimo (situación
emocional relativamente estable que se mantiene durante un cierto tiempo). La sucesión de
emociones de igual valencia durante cierto tiempo puede acabar generando un estado de
ánimo con esa valencia. Por ejemplo, si durante unas semanas experimentas, al menos casi
todos los días, sentimientos de tristeza o ira, es muy probable que acabes teniendo un estado
de ánimo irritable o lo que comúnmente se conoce como “mal humor”, el cual no tiene por
qué ser permanente, pero durará tanto como sigan apareciendo dichos sentimientos negativos
y, a su vez, este estado de ánimo, predispondrá al sujeto a negativizar la valencia de las
emociones que vaya experimentando, es decir, si experimenta emociones negativas, serán aún
peores, y las positivas no tendrán tanto efecto.
Mediante este razonamiento, estaríamos equiparando, en términos de funcionalidad
estructural (no en sentido semántico ni psíquico) el concepto “emoción” con
“autoevaluación” y el concepto “estado de ánimo” con “autoestima global”.
Con todo esto, podemos establecer que tanto un bottom-up como un top-down se
quedan cortos para definir las interacciones que ocurren en el proceso de autovaloración.
CONTINGENCIAS DE AUTOVALÍA
Una teoría que guarda relación con la esencia de las contingencias de autovalía sería
la de Motivación de Competencia (o eficacia), formulada inicialmente por Robert White y
similar a la Motivación Intrínseca de Edward Deci. Esta teoría sostiene que los seres
humanos tienen una necesidad de volverse competentes en su interacción con el ambiente en
el que viven, entendiendo la competencia como la capacidad para interactuar eficazmente con
el ambiente en el que uno vive. El concepto de control sugerido por White ha sido ampliado
posteriormente por deCharms quien sostiene que el principal motivo de los seres humanos es
el de “ser eficaces en producir cambios en el ambiente”. En palabras de deCharms, nos
esforzamos por alcanzar una causación personal, por ser los agentes causales de los
acontecimientos. Así pues, White y deCharms, entre otros, defendían que la lucha por la
competencia y la autonomía personal constituyen motivos básicos.
En definitiva, para que una persona tenga una autoestima alta, según el modelo de
contingencias de autovalía, debe percibirse competente en sus contingencias, eficaz en
aquello que considera importante. Ahora bien, ¿realmente debe serlo? ¿Para satisfacer la
autoestima es suficiente con que el individuo crea que es bueno en algo, o que posee atributos
acordes con sus expectativas, aunque quizás no los tenga en realidad? Pues bien, trataremos
esta incógnita desde la perspectiva de la percepción de control. La percepción de control es la
creencia o habilidad percibida de que podemos influir significativamente sobre los
antecedentes, el curso y el resultado de los acontecimientos relevantes. Básicamente, creer
que somos buenos en algo. Aquí surgen dos criterios principales: lo objetivo y lo percibido.
Lo ideal sería tener un nivel elevado en ambos, es decir, tener control sobre determinados
ámbitos (ser eficiente en ellos) y verse a uno mismo como tal, creerse competente. Sin
embargo, no siempre es así, pues puede que uno de los dos predomine sobre el otro.
Teniendo en cuenta esto, numerosos estudios (Castro y Edo, 1994) han constatado que
el control percibido resulta determinante a la hora de manejar emociones e implementar una
buena salud mental, siendo un factor clave para el desarrollo de una autoestima adecuada.
Sin embargo, cabe matizar estas premisas, pues, según Crocker y Park (2003), lo
realmente necesario y esencial para las personas a la hora de implementar su autoestima son
relaciones y competencias auténticas, no ilusiones de relación y competencia, alegando que,
aunque las ilusiones positivas sobre el yo se asocian con afecto positivo, no aumentan la
competencia real y pueden conllevar costes a largo plazo. Ejemplo de ello lo encontramos en
un estudio de Robins y Beer (2001), en el cual averiguaron que los estudiantes con visiones
positivas pero irreales de sus capacidades académicas inicialmente muestran una autoestima
más elevada que sus compañeros con evaluación más realista de sus capacidades, pero que, a
medida que van sufriendo decepciones conforme avanza el curso, van sintiéndose menos
conformes con ellos mismos y, por tanto, su autoestima se ve negativamente afectada.
Así pues, como conclusión final para dar forma a este revuelto de ideas, podemos
emplear las ideas finales que dedujeron Robins y Beer en su estudio, y es que advirtieron que
las creencias positivas de automejora podían resultar adaptativas y eficaces a corto plazo,
pero no a largo plazo. Por tanto, podríamos decir que un control percibido resulta muy
efectivo en un principio (corto plazo), pues le da a la persona la sensación de que es eficiente
y de que en realidad sí puede ofrecer buenos resultados en un determinado ámbito. Sin
embargo, una vez va disipándose esa sensación de control (falsa o no), es decir, una vez que
se van obteniendo frustraciones y desengaños conforme se realiza una tarea (largo plazo), el
control objetivo real, la capacidad comprobable y demostrable de poder realizar algo
eficientemente, va cobrando mucha más importancia, pues en estas circunstancias será lo
único que puede devolvernos esa preciada sensación de control, o autoeficacia percibida.
Por último, cabe destacar que, como curiosidad, si se trata el concepto de autoestima
desde una perspectiva más conductista, la satisfacción de contingencias podría considerarse el
refuerzo de las conductas que alimentan la autoestima, aunque está claro que la relación
acción-satisfacción de contingencia no es tan sencilla como la relación conducta-refuerzo. Si
una actividad lleva consigo un aumento de autoestima tras su ejecución, aumentan las
probabilidades de que dicha conducta vuelva a repetirse en un futuro.
DEFENSA DE LA AUTOESTIMA
Según Crocker y Park (2003), citando a Rosenberg (1979), la autoestima genuina hace
referencia al verdadero sentido de autovalía, autorrespeto y aceptación de los puntos fuertes y
débiles. Por otro lado, lo que dispara la defensividad es la potencial pérdida de autoestima
que emerge de la información que amenaza al yo.
De manera generalizada y en la gran mayoría de casos, las personas buscan defender
y/o ensalzar su autoestima, y el modo en que lo hacen puede diferir dependiendo de su grado
de autoestima global preexistente.
Una persona con autoestima alta buscará el triunfo, la consecución de logros y metas,
para así avanzar y destacar en un ámbito al satisfacer su contingencia. En cambio, una
persona con autoestima baja pretenderá, en vez de obtener el éxito, evitar el fracaso. A simple
vista, ambas decisiones pueden parecer iguales, pues si triunfas, no fracasas, pero hay
diferencias significativas. Una persona de alta autoestima se sentirá competente y capaz de
obtener logros, tendrá confianza en sí mismo e incluso, aunque no en todos los casos,
disfrutará el reto que ello le propone, por lo que intentará complacer su satisfacción consigo
mismo ensalzando su autoestima, lo cual suele conseguir, como ya se ha mencionado,
mediante logros y triunfos.
Por otro lado, una persona que tenga una baja autoestima no se sentirá valioso o
competente, por lo que no mostrará intención de destacar o avanzar en un determinado
ámbito, ya que no se creerá capaz de ello. En su lugar, optará por minimizar las pérdidas y
evitar los fracasos, previniendo posibles frustraciones futuras que agraven su situación, la
cual ya consideran perjudicial de por sí. Básicamente, pretenden quedarse como están, pues,
aunque no es lo idóneo y ellos lo saben, siempre pueden ir a peor, o al menos así lo perciben.
Ojo, que también pueden darse situaciones en las que una persona con autoestima alta
prefiera quedarse como está y no buscar un triunfo. Si, tras la obtención de un logro, se
presenta la posibilidad de alcanzar otro cuya consecución conlleve un peligro para el primero
y comporte, por tanto, la probabilidad de perderlo, puede que una persona con autoestima alta
prefiera no arriesgar su reciente beneficio y mantenerse en ese estado. Una vez obtenido el
avance, su autoestima quedará momentáneamente saciada, desapareciendo la necesidad de
alimentarla y evitando cualquier factor que pueda amenazar el bien de aquello que se ha
conquistado y, por consiguiente, a la propia autovalía. De hecho, la pérdida de este bien y/o
del propio logro puede implicar graves daños en la autoestima. Así pues, a grandes rasgos,
desde este razonamiento podríamos afirmar que las personas con autoestima alta pretenden
ensalzar su autoestima, mientras que aquellas con autoestima baja buscan protegerla.
Una vez analizada la secuencia de actividad que suelen seguir los individuos para
defender su autoestima (recordemos que en estos casos tratamos con autoestima global)
según el nivel de la misma, sería altamente instructivo e interesante atender a las
características procedimentales de las personas en función de la fortaleza o seguridad de su
autoestima. En este sentido, estableceremos dos categorías: frágil y segura.
Cuantas más contingencias de autovalía, más segura será la autoestima de una persona
(de manera similar a lo que ocurre con los cimientos, las bases de un edificio), por lo que, si
se basa en unas pocas contingencias o en una sola, será muy frágil, pues una vez se sienta
amenazada dicha contingencia, toda su autoestima se verá afectada (ataque a la base). Así
pues, las contingencias podrían considerarse puntos débiles de la autoestima de una persona.
Cuantas más contingencias, más puntos débiles, sí, pero mayor facilidad para compensar el
efecto perjudicial en una empleando las demás. En cambio, con pocas contingencias, habrá
menos puntos débiles, y precisamente eso es lo que resultará más dañino, pues una vez
atacada una de ellas, la autoestima resultará afectada en gran medida, llegando incluso a ser
insuficiente el efecto compensatorio de las otras contingencias (si las hubiera).
Por tanto, una autoestima alta puede ser fuerte o frágil, dependiendo, entre otros
factores, del número de contingencias en las que se base. Una persona con autoestima alta
que da importancia a ámbitos como el físico, las relaciones sociales, la salud, el deporte y el
arte, tendrá mayor fortaleza en su autoestima global que otra con autoestima alta que
solamente considere relevante el atractivo y las relaciones sociales, por ejemplo. Esta última,
cuando se sienta rechazada por otras personas, sufrirá un grave golpe en su autoestima a
través de un feedback negativo, el cual compensará aludiendo a su “gran” (ella se percibe
atractiva, aunque puede que en realidad no lo sea) atractivo. Sin embargo, si tras ello ve
amenazada también esta contingencia, se derrumbará, puesto que los dos únicos pilares que
sostenían su autoestima se han visto perjudicados, quedando deteriorada la base.
A todo esto se le suma la expandida actitud defensiva que suelen expresar las
personas, la cual les impide reconocer de manera realista sus defectos y carencias. Incluso
habiendo reconocido alguna imperfección, tendemos a maquillarla para que, o bien resulte
menos considerable, o bien no nos afecte tanto. Aunque seamos conscientes de que,
efectivamente, hemos tenido un error, intentamos compensarlo, pues contemplamos lo
incorrecto como impropio de nosotros mismos.
Según Roca (2014), una forma de definir la autoestima sana es verla como aquella
que favorece el bienestar y el buen funcionamiento psicológico, que incluye la tendencia a
pensar, sentir y actuar, en la forma más sana, feliz y satisfactoria posible, teniendo en cuenta
el momento presente y también el medio y largo plazo, así como nuestra dimensión
individual y social. Según esta definición, mantener una autoestima sana implicaría:
● Conocernos a nosotros mismos, con nuestros déficits y nuestras cualidades y aspectos
positivos. Para ello, habría que reducir al mínimo nuestras distorsiones o “puntos
ciegos” (características personales de las que no somos conscientes).
● Aceptarnos incondicionalmente, independientemente de nuestras limitaciones o
logros, y de la aceptación o el rechazo que puedan brindarnos otras personas, aunque
procuremos ir mejorando lo que dependa de nosotros.
● Mantener una actitud de respeto y de consideración positiva hacia uno mismo.
● Relacionarnos con los demás de forma eficaz y satisfactoria.
● Buscar activamente nuestra felicidad y bienestar, siendo capaces de demorar ciertas
gratificaciones para conseguir otras mayores a más largo plazo.
● Atender y cuidar nuestras necesidades físicas y psicológicas: nuestra salud, bienestar
y desarrollo personal; igual que una buena madre atiende las necesidades de su hijo.
● Tener una visión del yo como potencial, considerando que somos más que nuestros
comportamientos y rasgos, que estamos sujetos a cambios, y que podemos aprender a
dirigir esos cambios, orientándonos a desarrollar nuestras mejores potencialidades.
Una vez visto todo lo anterior, una vez tratadas las contingencias, las
autoevaluaciones, los sentimientos de valía, el feedback negativo, los tipos de autoestima
según duración y estabilidad, etc, podemos establecer un factor común en todos estos
conceptos: los eventos, o, más concretamente, los logros. Basamos nuestra autoestima,
nuestro valor como personas, nuestra dignidad como ser humano, en logros, desempeños,
capacidades, hechos que constatan que somos competentes en determinadas áreas.
Ciertamente, tiene sentido, pues los logros son los únicos hechos observables que, en
principio, demuestran que una persona es capaz de realizar una determinada acción o dominar
cierta habilidad. El problema es precisamente ese, que basamos nuestra autoestima en ser
capaces y competentes. Si soy bueno en lo que considero importante, valgo la pena, pero si
no soy capaz de satisfacer mis contingencias, no soy merecedor de valor personal. Estos
pensamientos pueden acabar causando graves problemas en áreas como el aprendizaje o la
salud, tanto mental como física.
Según Albert Ellis (1973), el valor que nos otorgamos como persona debería proceder
de nuestra mera existencia, pues el simple hecho de conformar un ser humano vivo ya indica
que somos valiosos, sin necesidad de que ningún logro demostrado lo constate. Ellis pensaba
que para que la vida tenga sentido, un principio básico es que las personas no se evalúen a sí
mismas en función de ninguno de sus desempeños, sino que se acepten plenamente en
términos de su ser, de su existencia. De lo contrario, tienden a ser severamente autocríticos e
inseguros y, como consecuencia, funcionarán de manera ineficaz, pues valorarse a uno mismo
en términos de hechos o actos funcionará solo mientras uno se desenvuelva bastante bien.
Incluso si momentáneamente tales hechos o actos son excelentes, probablemente será solo
cuestión de tiempo que se vuelvan menos dignos de elogio.
La definición de Elia Roca, en concreto la última de las condiciones para mantener
una autoestima sana, guarda cierta similitud con la postura de Albert Ellis acerca de las bases
sobre las que se sustenta la autoestima y los referentes utilizados para otorgar valor a una
persona. Bien es cierto que ambas definiciones (la de Roca y la de Ellis) pueden parecer
demasiado optimistas e incluso poco realistas desde otros puntos de vista, no tanto por la idea
que transmiten sino por la dificultad que supone alcanzar sus contemplaciones. Como hemos
visto anteriormente con Crocker y Park (2003), lo que de verdad sustenta la autoestima, por
suerte o por desgracia, son competencias y vínculos reales, no la mera ilusión o proposición
vacía de los mismos, por lo que la simple concepción de uno mismo como valioso
independientemente de los logros reales constatados muy probablemente no vaya a tener
efectos directos en nuestra autoestima.
Sin embargo, se ha demostrado que la teoría de Ellis, una vez llevada a la práctica,
acarrea numerosos efectos beneficiosos para el individuo, los cuales serán tratados en el
subapartado “ALTERNATIVAS TERAPÉUTICAS”.
Anteriormente hemos mencionado que, según la lógica que siguen las contingencias
de autovalía, las personas, en cierto modo, eligen el entorno más adecuado para satisfacer
dichas contingencias, pues en dicho ambiente tendrán mayor facilidad para desenvolverse y
adaptarse a las normas de sus respectivos dominios de importancia.
Ahora bien, ¿realmente seleccionamos dicho ambiente desde un principio?
¿Decidimos nosotros mismos en qué contingencias queremos basar nuestra autoestima, o se
nos imponen desde el exterior? No cabe duda de que, desde muy pequeños, se nos va
“enseñando” a “comportarnos correctamente”, a ser “personas de provecho”. Este concepto
de “persona correcta” conlleva, pues, numerosas cualidades que le otorgan esa característica
de bondad o validez, las cuales, con el paso del tiempo van implantándose y solidificándose,
haciendo que la persona acabe basando su autoestima, al menos en gran medida, en poseer
dichas cualidades, convirtiéndose éstas, por tanto, en contingencias de autovalía.
Encontramos ejemplos de ello en la educación de los niños por parte de sus padres. En
este proceso, los progenitores transmiten a sus hijos los valores o cualidades que deben tener
para ser personas de bien y, por tanto, adaptarse adecuadamente a su curso vital. Un niño
cuyos padres le han enseñado desde pequeño que la humildad es lo más importante, tratará de
presentar siempre este rasgo y no admitirá como correcto el comportamiento ostentoso o
avaricioso de otros (siempre y cuando sus padres hayan establecido correctamente esta
cualidad en el hijo, pues hay raros casos en los que los hijos no están de acuerdo con la
mentalidad de sus padres). Este niño, ¿realmente ha decidido su ideología? De hecho, si a esa
persona le preguntásemos por qué considera tan importante la humildad como cualidad
valiosa en una persona, lo más probable es que respondiera: porque así me lo han enseñado
toda la vida, así me han criado, porque así me educaron mis padres… pero sería raro que
contestase “porque así lo decidí”.
Es innegable que esta educación es imprescindible para cada nuevo individuo, pues lo
guía y favorece su adaptación. Tratando esto desde una perspectiva lo más adaptativa y
primitiva posible, todo padre que haya tenido cierto éxito en la vida será consciente de ello y,
por tanto, aprovechará su historial para educar a su hijo de manera que, o bien progrese
adecuadamente, o bien se parezca a él (esto último da mucho que desarrollar pero se nos
desviaría un poco de la temática). Sin embargo, obviando el factor adaptativo y funcional,
también limita la libertad de la persona de amoldarse a una ideología de elección totalmente
propia desde el principio de su existencia.
Además, si tenemos en cuenta que la mentalidad de los padres seguramente proviene
de la educación que ellos recibieron de sus padres, y éstos de los suyos, y así sucesivamente,
estaríamos ante un patrón de actitudes e idiosincrasias impuestas en su mayor parte y
transmitidas mediante la crianza. El niño crece en base a las pautas que le dan sus padres,
desarrolla estas creencias, enraízan en él, y en el momento de tener hijos se las transmite a
ellos, repitiéndose el proceso desde la perspectiva del hijo. Obviamente, no siempre es así,
pues hay veces en las que el niño cambia radicalmente de opinión y enfrenta la ideología de
sus padres y, por supuesto, también hay niños que, por desgracia, crecen sin padres (por
motivos de ausencia, negligencia, defunción…), En este último caso, el niño seguiría
teniendo un referente, que sería su cuidador.
Aparte de la educación parental, también encontramos otras fuentes de influencia,
como pueden ser la cultura o los medios. Los roles de género, por ejemplo, establecen lo que
es “propio” de cada sexo, y, por tanto, una persona que se adapte correctamente a las
características de su respectivo género, inevitablemente será percibido como alguien válido y
tendrá mayor aceptación por parte de los demás, aunque sea de manera inconsciente.
Por tanto, más que elegir nuestra realidad, lo que se podría decir que seleccionamos es
el ambiente más adecuado para representarla y satisfacerla, pues ese conjunto de
características valorables, habilidades y propiedades únicas apreciables y dignas que
conforman nuestro concepto de ser humano real, nuestra “realidad”, nos viene impuesto por
fuentes externas, y en la práctica totalidad de casos su influencia es ejercida y transmitida de
manera inconsciente.
CONCLUSIONES
Una vez tratado en profundidad el concepto de autoestima y lo relacionado con él,
concluimos que esta actitud valorativa, este sentimiento, esta percepción calificativa de
nosotros mismos comporta un elemento fundamental en nuestras vidas, llegando a influir en
la práctica totalidad de momentos vitales, antes, durante y tras ellos, sirviéndonos de guía y
de consecuencia derivada.
Sin embargo, el gran valor de una autoestima adecuada y beneficiosa la convierte en
un objeto de gran deseo y su consecuente búsqueda puede acarrear numerosos problemas. El
problema con la autoestima no consiste en tenerla o no, sino en la búsqueda de la autoestima
excluyendo otras metas y necesidades. Concretamente, solemos esforzarnos para mantener,
aumentar y proteger nuestra autoestima, lo cual acaba dificultándonos la consecución de
aquellas cosas realmente necesarias. Dichas necesidades psicológicas son muchas, pero las
más compartidas y valoradas a lo largo de los tiempos son dos: las relaciones íntimas de
apoyo y cuidado mutuo, y la competencia, entendida como capacidad para influir en un
entorno o dominarlo. Ambas necesidades son altamente adaptativas y, por lo tanto, favorecen
la supervivencia, la primera y más esencial de las necesidades humanas.
Así pues, la obtención de autoestima ha llegado a convertirse en una preocupación
central en nuestra sociedad, y lo venía siendo de sociedades anteriores. Organizamos nuestras
vidas, en parte, alrededor de actividades, situaciones y personas que nos ayuden a mantener,
proteger y aumentar nuestra autoestima. La idea de que nuestra valía como personas es
contingente, que depende de nuestra apariencia, nuestros logros o hazañas, está integrada en
nuestra cultura, y puede llegar a interferir en nuestro avance en numerosos ámbitos vitales,
como pueden ser nuestra capacidad para aprender de experiencias o nuestra propia salud
mental o física.
Básicamente, y en respuesta a la incógnita sobre si es mejor una autoestima alta o
baja, concluimos que el verdadero problema de la cuestión no se está en el grado de
autoestima (alta o baja), sino en buscar la autoestima en todas las cosas que hacemos, y en la
manera de efectuar esta búsqueda, pues a la hora de evaluarnos, tenemos a fijarnos en
cualidades observables y logros, pero quizás el simple hecho de estar vivos y conformar un
ente ya sea motivo suficiente para poder considerarnos valiosos.
En lugar de buscar autoestima, recordar nuestros rasgos más centrales y perseguir
metas que nos conecten con los demás o con el mundo de manera compasiva, puede que no
solo evite los costes de la búsqueda de autoestima, sino que también facilite el desarrollo de
relaciones auténticas que, finalmente, puedan ser de más sustento que la autoestima.
Recordemos que, nos guste o no, todos necesitamos, en mayor o en menor parte, la existencia
de ciertas personas, y la calidad de dicha dependencia varía en función del número de
personas que las conformen y de la autenticidad de dichas relaciones.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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