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Marín Sánchez, Pedro DNI: 49174621T

Psicología Social: Interacción social, Grado de Psicología, UMU

Seminario sobre la autoestima

INTRODUCCIÓN
En la actualidad existen numerosas teorías que consideran la autoestima como una
actitud global, un conjunto de actitudes referidas a uno mismo en un sentido valorativo,
englobando así el cómputo de pensamientos y sentimientos de un individuo con respecto a sí
mismo, además de sus conductas y la conexión y coherencia de éstas con sus necesidades,
metas e intereses (Roca, 2014).
Rosenberg (1965), pionero en el estudio de la autoestima, definió la autoestima como
un sentimiento valorativo hacia uno mismo, que puede ser positivo o negativo, y que se
construye mediante una evaluación de las propias características.
Con el paso del tiempo, el concepto, la visión y la aceptación de la autoestima han ido
variando, estableciéndose en un principio como una vía para alcanzar la realización personal,
ejemplo de lo cual lo encontramos en la llamada visión tradicional de la autoestima, la cual
era dominante en el panorama hasta hace relativamente poco. Esta concepción mantenía que
la autoestima sana y deseable era equivalente a una autoevaluación global favorable, y al
correspondiente sentimiento positivo hacia uno mismo derivado de ésta.
Básicamente, establecía que lo más idóneo era tener un nivel de autoestima alto,
considerando también que el único problema de autoestima era la baja autoestima, sin
reflexionar acerca de los posibles efectos dañinos que puede tener una alta autoestima. Esta
forma de ver las cosas se basaba en una serie de supuestos acerca de las ventajas de mantener
una visión positiva de uno mismo, como podrían ser el papel de profecía autocumplida, que
fomentaba las emociones y conductas deseables en la persona con alta autoestima.
Esta visión de la autoestima sigue considerándose válida en algunos ámbitos. De
hecho, la RAE define actualmente la palabra “autoestima” como “valoración generalmente
positiva de sí mismo”, lo cual sigue incluyendo el matiz positivo de la visión tratada. Sin
embargo, como cabía esperar, recientes investigaciones han mostrado un panorama bastante
diferente. Se ha constatado que ciertas personas con altos niveles de autoestima y
autoevaluación positiva presentan graves problemas emocionales y conductuales, tales como
el narcisismo, la violencia y las conductas antisociales.
Estas confrontaciones empíricas y teóricas han motivado numerosos estudios desde
diversos enfoques para mejorar la conceptualización de la autoestima, tratando de llegar a un
consenso en su definición que permita avances en la investigación y que clarifique sus rasgos
deseables, diferenciándolos de aquellos contraproducentes. Este proceso ha ido acarreando
numerosos desacuerdos y posturas contrarias, pues el concepto de autoestima sigue
produciendo dudas en cuanto a su función y beneficios. Mientras algunos psicólogos como
Greenberg y Solomon alegan que una autoestima elevada resulta significativa para un
correcto desempeño como individuo, e incluso defienden que es lo que da sentido al
transcurso vital, otros juzgan la autoestima como algo irrelevante en nuestras vidas y que
puede llegar a causarnos graves problemas a corto y largo plazo.
PROFUNDIZACIÓN Y DESARROLLO DE CONCEPTOS

CONFIGURACIÓN DEL CONSTRUCTO

Partiremos de las tres formas principales de trabajar con el término autoestima, según
Brown y Marshall (2006).
La primera sería la llamada autoestima rasgo, o autoestima global. Esta denominación
hace referencia a una variable de la personalidad que comporta una valoración propia de
carácter general, la cual se mantiene estable durante la edad adulta. Según el enfoque que se
le otorgue, puede ser considerada como una decisión de un individuo acerca de su valía
(enfoque cognitivo) o como un afecto hacia uno mismo que no proviene de juicios racionales
(enfoque emocional).
La segunda forma sería la autoestima estado, compuesta por los denominados
sentimientos de autovalía, los cuales comportan emociones momentáneas producidas por
reacciones de autoevaluación ante situaciones que poseen un carácter valorativo, es decir,
aquellas que de por sí acarrean connotaciones positivas o negativas y que, por tanto,
presentan un gran potencial para influir en nuestra autoestima. Ejemplos de estas situaciones
serían eventos como aprobar un examen (potencialmente positivo) o romper con tu pareja
(potencialmente negativo).
Por último, la tercera clasificación sería la autoestima específica de dominio, la cual
se compone de las llamadas autoevaluaciones: valoraciones de los propios atributos o
capacidades personales. Esta faceta explica cómo las personas evalúan sus cualidades y
competencias atendiendo a sus creencias de autoeficacia en los correspondientes ámbitos. Por
ejemplo, una persona que cree tener (no necesariamente debe tenerlo, con creerlo es
suficiente) un buen cuerpo, tendrá una autoestima física alta, pero si duda, por ejemplo, de su
habilidad para relacionarse con otros, tendrá una autoestima social baja.
Ante estas premisas, cabe destacar los argumentos de William James con respecto a
los conceptos de autoestima rasgo y estado. En 1890, James afirmó que la autoestima global
tiene tanto la cualidad de ser un estado como de ser un rasgo. Concretamente, en cuanto a la
autoestima rasgo, defendía que las personas tienden a mostrar niveles regulares de
autoestima, a los que bautizó como “dones directos y elementales de nuestra naturaleza”, los
cuales son independientes de los motivos objetivos reales que puedan surgir para la
satisfacción o el descontento. En lo referido a la autoestima estado, para James ésta variaba
en función de los éxitos o fracasos, derivados de circunstancias momentáneas. De este modo,
para James, aunque el nivel de autoestima típico de cada uno es independiente de sus
circunstancias o logros objetivos, los cambios en este nivel típico reflejan los cambios en las
circunstancias (éxitos y fracasos).

MODELOS DIRECCIONALES

Una vez atendidas las tres maneras de utilizar el concepto de autoestima, encontramos
dos modelos principales que las relacionan.
El primer modelo sería el modelo cognitivo, o bottom-up, el cual defiende que la
autoestima parte de las creencias sobre nuestras cualidades (autoevaluaciones) en diferentes
dominios y que son éstas las que nos producirían sentimientos de autovalía y, a medida que
estas autoevaluaciones se refuerzan e implementan, van construyendo lo que sería la
autoestima global. Básicamente, propone que los cambios en autoestima global se deben a
cambios en autoevaluaciones, ejercidos en dominios de importancia. Es decir, una
autoevaluación sobre un dominio sólo afectará a la autoestima global si ese dominio resulta
muy valioso para el individuo. Por ejemplo, la autoestima de una persona que valore más su
competencia académica que su habilidad deportiva será más frágil ante valoraciones hacia sí
mismo en el ámbito académico que en el deportivo. Por ende, para construir una autoestima
global, según este modelo, no sólo habría que atender a las autoevaluaciones, sino también al
peso de cada una de ellas (feedback evaluativo), pues es precisamente la importancia de sus
respectivos ámbitos la que, combinada con la valencia de la autoevaluación, influirá en la
autoestima.
El modelo complementario a este sería, pues, el que sigue la dirección contraria: el
top-down, o modelo afectivo. Según este enfoque, la autoestima se construye en edades
tempranas, como consecuencia de factores de temperamento y sociales, para, una vez
formada del todo, influir en las autoevaluaciones y los sentimientos de autovalía. En este
caso, la autoestima global y el feedback evaluativo interactúan para dar forma a las
autoevaluaciones. Cabe destacar que, si bien es cierto que interactúan ambos elementos, el
feedback evaluativo no llega a influir en la autoestima global, siendo la mezcla de los dos
factores la que resulta realmente efectiva, especialmente si se trata con feedback negativo (no
cumplir expectativas en un ámbito valioso). Cuando una persona con baja autoestima fracasa
(feedback negativo) sus autoevaluaciones se hacen aún más negativas y sus sentimientos de
autovalía aumentan en carácter de autodesprecio, notándose, por tanto, el gran poder de la
interacción entre la autoestima global (que era baja de por sí) y el feedback negativo. En
cambio, una persona con autoestima alta enfrentará el fracaso de una manera más
compensada, pues mantendrá sus autoevaluaciones y sentimientos de autovalía protegidos,
ya que, a pesar de estar ante un feedback negativo, su alta autoestima global permite
contrarrestar el efecto de éste.
En el caso de enfrentarse a feedback positivo (eventos beneficiosos, éxito en dominios
de importancia personal…) puede ocurrir algo muy curioso. Las personas con baja
autoestima global pueden no sentirse merecedores de dicho éxito y responder ante ese
feedback atribuyéndolo a hechos externos a su persona, es decir, suerte, casualidad, etc, pues
no asumen ser responsables de algo positivo y valioso, ya que no se consideran válidos ellos
mismos. Las personas con autoestima global alta, en cambio, sí se sentirán responsables de
dicho beneficio, pues tienen una concepción de ellos mismos lo suficientemente valiosa y
positiva como para asumir estos eventos y regocijarse de ellos.
Esto se puede explicar con la teoría del locus de control. Este fenómeno indica dónde
situamos la causa de los eventos que nos conciernen, y puede ser, por ende, interno o externo.
Un individuo con locus de control interno situará la causa de aquellos eventos relacionados
con él dentro de su persona, es decir, se sentirá responsable de sus actos y los asumirá. Un
individuo con locus de control externo situará al causante fuera de sí mismo, por lo que
atribuirá la responsabilidad de lo que ocurre a su alrededor a elementos exteriores a él, como
pueden ser la suerte o la acción ajena, eximiéndose a sí mismos de dicha responsabilidad. Las
personas con alta autoestima global suelen emplear un locus interno para los éxitos y un locus
externo para los fracasos (se atribuyen a sí mismos los beneficios y tienden a buscar excusas
o restar importancia o responsabilidad ante eventos perjudiciales), mientras que las personas
con baja autoestima global realizan el proceso inverso: locus interno para los fracasos (“tengo
la culpa de todo lo malo”) y externo para los éxitos (“habré tenido suerte”). Desde este punto
de vista, la principal ventaja de tener la autoestima global alta sería que permite enfrentar el
fracaso sin sentirse mal con uno mismo, y sin machacarse emocionalmente por lo sucedido.
En cuanto a los modelos propuestos, ambos carecen de autonomía completa y
generalizable, por una sencilla razón: sólo siguen una dirección. Un modelo idóneo incluiría
flechas en ambas direcciones, aunque no entre todos los elementos, pues sí es admisible que
los sentimientos de autovalía surjan como producto de un feedback evaluativo, o por lo
menos aparezcan después de dicho feedback, relación que guardan ambos modelos. Sin
embargo, en cuanto a las autoevaluaciones y la autoestima global, tanto pueden influir en una
dirección como en otra. Una baja autoestima global predispone al sujeto a autoevaluarse de
manera más crítica y negativa ante cualquier tipo de situaciones, afectando negativamente a
las autoevaluaciones, pero, la sucesiva experimentación de autoevaluaciones negativas
(aunque se parta de una autoestima global alta) también puede acarrear un impacto del mismo
tipo en la autoestima global, llegando a disminuir el nivel de ésta.
Esto último guarda cierta semejanza con el origen de un estado de ánimo (situación
emocional relativamente estable que se mantiene durante un cierto tiempo). La sucesión de
emociones de igual valencia durante cierto tiempo puede acabar generando un estado de
ánimo con esa valencia. Por ejemplo, si durante unas semanas experimentas, al menos casi
todos los días, sentimientos de tristeza o ira, es muy probable que acabes teniendo un estado
de ánimo irritable o lo que comúnmente se conoce como “mal humor”, el cual no tiene por
qué ser permanente, pero durará tanto como sigan apareciendo dichos sentimientos negativos
y, a su vez, este estado de ánimo, predispondrá al sujeto a negativizar la valencia de las
emociones que vaya experimentando, es decir, si experimenta emociones negativas, serán aún
peores, y las positivas no tendrán tanto efecto.
Mediante este razonamiento, estaríamos equiparando, en términos de funcionalidad
estructural (no en sentido semántico ni psíquico) el concepto “emoción” con
“autoevaluación” y el concepto “estado de ánimo” con “autoestima global”.
Con todo esto, podemos establecer que tanto un bottom-up como un top-down se
quedan cortos para definir las interacciones que ocurren en el proceso de autovaloración.

CONTINGENCIAS DE AUTOVALÍA

Como hemos visto en el subapartado “CONFIGURACIÓN DEL CONSTRUCTO”,


para William James, las personas, a pesar de poseer por naturaleza un nivel de autoestima
rasgo independiente de las circunstancias, dichas circunstancias sí pueden acarrear cambios
en la autoestima estado. Sin embargo, si nuestra autoestima se viera afectada por cualquier
éxito o fracaso, victoria o derrota, nuestra autovalía sería altamente inestable, dependiendo en
su práctica totalidad de los sucesos cotidianos y sufriendo alteraciones significativas tras cada
uno. Es por ello que cada persona selecciona las áreas o dominios en los cuales ejerce su
valía, es decir, los que afectarán a su autoestima. Estos dominios se denominan contingencias
de autovalía.
Una contingencia de autovalía, o contingencia de autoestima, es, según Crocker y
Park (2003) citando a James (1890), un dominio o categoría de resultados sobre los que un
individuo establece su autoestima, de manera que el concepto que tiene de su propia valía, así
como el nivel de la misma, dependerán de su percepción de logros y fracasos relacionados
con dicho dominio, o de la adherencia a las propias normas de éste. En otras palabras, las
personas basamos nuestra autoestima en ser eficientes en aquellos aspectos que para nosotros
resultan de mayor importancia (algo similar a lo que veíamos con el modelo cognitivo, o
bottom-up). Hay personas cuya autoestima depende de ser querido por los demás, de ser
competente, de ser atractivo, poderoso… o de una combinación de varios factores (aunque
siempre habrá uno que sobresalga).
Basándonos en este razonamiento, podemos añadir que las personas seleccionan
situaciones, entornos y circunstancias en las que sus contingencias de valía son ampliamente
compartidas y valoradas. De este modo, las personas cuya autoestima se basa, por ejemplo,
en ser inteligente probablemente se matriculen en universidades muy exigentes o en
programas de graduación en los que los demás compartan su visión de lo que significa ser
una persona de mérito, al igual que las personas que basan su autoestima en su aspecto físico
buscarán entornos en los que se concede un gran valor al atractivo. Su función
autorreguladora consiste en dar forma a las metas de las personas y en dirigir su
comportamiento en su intento de alcanzarlas. De esta manera, se podría decir que las
contingencias “crean” nuestra realidad.
Crocker y Park (2003) defienden que las contingencias de autovalía se desarrollan a lo
largo del tiempo en respuesta a muchas formas de socialización e influencia social, como
interacción con los padres o dominios en los que se ha experimentado aceptación y rechazo
ajenos. Así pues, de manera general, las contingencias de autovalía se desarrollan a partir de
experiencias personales o vicarias que hacen que las personas crean que si tienen éxito en
esos dominios estarán a salvo y seguras (y obtendrán aceptación de los demás). Las
contingencias de autovalía, puesto que se desarrollan a lo largo del ciclo vital, son
relativamente estables, pero no inalterables.
El método por excelencia para satisfacer una contingencia es tener éxito. Sin
embargo, la gente no siempre tiene tiempo, energía o capacidad para alcanzar dicho éxito, a
lo cual se le suma la probabilidad de fracasar en algún momento en un dominio, lo cual es
prácticamente inevitable. En respuesta a esto, las personas desarrollamos estrategias
complementarias para evitar las caídas de autoestima que acompañan a los fracasos en
dominios de contingencia, algunas de las cuales, en especial las más exigentes, pueden
acarrear efectos contraproducentes.
Dichas estrategias serían:
- Evitar las amenazas a la autoestima. Intentar rendir lo mejor que permitan las propias
capacidades en dominios contingentes con la autoestima. Suele favorecer las
oportunidades de tener éxito.
- Evitar la situación. Primera línea defensiva cuando se anticipa un fracaso. Si no te
enfrentas a ello, no fracasarás.
- Rebajar las expectativas (pesimismo defensivo). Reducir la presión autoimpuesta para
que así la posibilidad de fracaso tenga un menor impacto y, en el caso de que llegue a
darse tal fracaso, no sería tan significativo. Su principal efecto es una reducción
notable de ansiedad hasta un nivel manejable.
- Auto-desventaja (self-handicapping). Interferir en el propio desarrollo de manera
intencionada para así tener una excusa ante el fracaso, haciendo más difícil que éste se
atribuya a la falta de capacidad. Además, si al final se acaba teniendo éxito, la persona
se mostrará como bastante capaz y talentosa. Probablemente sea más común en
personas cuya autoestima depende en gran medida de la aprobación de los demás.
- Perfeccionismo. Procurar que todo lo relevante quede cubierto. Alta rigidez en las
demandas. En ocasiones aumenta las probabilidades de tener éxito, pues la persona se
obliga a ser más exigente, pero puede acarrear problemas de posposición de tareas, lo
cual puede acabar empeorando el rendimiento y la satisfacción personal.
- Reacciones ante las amenazas a la autoestima. Respuestas cognitivas o emocionales, o
una combinación de ambas, ante situaciones que ponen en peligro la autoestima.
- Descartar la amenaza. Reducir la amenaza descalificándola. Por ejemplo, culpando a
otros.
- Compensación. Exagerar la positividad de la autodescripción en la dimensión
amenazada. Para así encajar con los requisitos de dicha dimensión después de
percibirse como insuficiente para completar encajar en dicho campo.
- Abandono de las contingencias. Disminuir la relevancia de un dominio cuando en él
se rinde peor que otras personas cercanas.
Cabe destacar que Crocker y Park desarrollaron en 2003 una escala de medida de
contingencias en estudiantes, que constaba de 7 contingencias: apariencia, aprobación ajena,
superar a los demás en competición, competencia académica, amor y apoyo de la familia,
virtud, y amor de Dios (esta última tendría peso en comunidades religiosas).

TEORÍAS RELACIONADAS CON LAS CONTINGENCIAS

Una teoría que guarda relación con la esencia de las contingencias de autovalía sería
la de Motivación de Competencia (o eficacia), formulada inicialmente por Robert White y
similar a la Motivación Intrínseca de Edward Deci. Esta teoría sostiene que los seres
humanos tienen una necesidad de volverse competentes en su interacción con el ambiente en
el que viven, entendiendo la competencia como la capacidad para interactuar eficazmente con
el ambiente en el que uno vive. El concepto de control sugerido por White ha sido ampliado
posteriormente por deCharms quien sostiene que el principal motivo de los seres humanos es
el de “ser eficaces en producir cambios en el ambiente”. En palabras de deCharms, nos
esforzamos por alcanzar una causación personal, por ser los agentes causales de los
acontecimientos. Así pues, White y deCharms, entre otros, defendían que la lucha por la
competencia y la autonomía personal constituyen motivos básicos.
En definitiva, para que una persona tenga una autoestima alta, según el modelo de
contingencias de autovalía, debe percibirse competente en sus contingencias, eficaz en
aquello que considera importante. Ahora bien, ¿realmente debe serlo? ¿Para satisfacer la
autoestima es suficiente con que el individuo crea que es bueno en algo, o que posee atributos
acordes con sus expectativas, aunque quizás no los tenga en realidad? Pues bien, trataremos
esta incógnita desde la perspectiva de la percepción de control. La percepción de control es la
creencia o habilidad percibida de que podemos influir significativamente sobre los
antecedentes, el curso y el resultado de los acontecimientos relevantes. Básicamente, creer
que somos buenos en algo. Aquí surgen dos criterios principales: lo objetivo y lo percibido.
Lo ideal sería tener un nivel elevado en ambos, es decir, tener control sobre determinados
ámbitos (ser eficiente en ellos) y verse a uno mismo como tal, creerse competente. Sin
embargo, no siempre es así, pues puede que uno de los dos predomine sobre el otro.
Teniendo en cuenta esto, numerosos estudios (Castro y Edo, 1994) han constatado que
el control percibido resulta determinante a la hora de manejar emociones e implementar una
buena salud mental, siendo un factor clave para el desarrollo de una autoestima adecuada.
Sin embargo, cabe matizar estas premisas, pues, según Crocker y Park (2003), lo
realmente necesario y esencial para las personas a la hora de implementar su autoestima son
relaciones y competencias auténticas, no ilusiones de relación y competencia, alegando que,
aunque las ilusiones positivas sobre el yo se asocian con afecto positivo, no aumentan la
competencia real y pueden conllevar costes a largo plazo. Ejemplo de ello lo encontramos en
un estudio de Robins y Beer (2001), en el cual averiguaron que los estudiantes con visiones
positivas pero irreales de sus capacidades académicas inicialmente muestran una autoestima
más elevada que sus compañeros con evaluación más realista de sus capacidades, pero que, a
medida que van sufriendo decepciones conforme avanza el curso, van sintiéndose menos
conformes con ellos mismos y, por tanto, su autoestima se ve negativamente afectada.
Así pues, como conclusión final para dar forma a este revuelto de ideas, podemos
emplear las ideas finales que dedujeron Robins y Beer en su estudio, y es que advirtieron que
las creencias positivas de automejora podían resultar adaptativas y eficaces a corto plazo,
pero no a largo plazo. Por tanto, podríamos decir que un control percibido resulta muy
efectivo en un principio (corto plazo), pues le da a la persona la sensación de que es eficiente
y de que en realidad sí puede ofrecer buenos resultados en un determinado ámbito. Sin
embargo, una vez va disipándose esa sensación de control (falsa o no), es decir, una vez que
se van obteniendo frustraciones y desengaños conforme se realiza una tarea (largo plazo), el
control objetivo real, la capacidad comprobable y demostrable de poder realizar algo
eficientemente, va cobrando mucha más importancia, pues en estas circunstancias será lo
único que puede devolvernos esa preciada sensación de control, o autoeficacia percibida.
Por último, cabe destacar que, como curiosidad, si se trata el concepto de autoestima
desde una perspectiva más conductista, la satisfacción de contingencias podría considerarse el
refuerzo de las conductas que alimentan la autoestima, aunque está claro que la relación
acción-satisfacción de contingencia no es tan sencilla como la relación conducta-refuerzo. Si
una actividad lleva consigo un aumento de autoestima tras su ejecución, aumentan las
probabilidades de que dicha conducta vuelva a repetirse en un futuro.

DEFENSA DE LA AUTOESTIMA

Según Crocker y Park (2003), citando a Rosenberg (1979), la autoestima genuina hace
referencia al verdadero sentido de autovalía, autorrespeto y aceptación de los puntos fuertes y
débiles. Por otro lado, lo que dispara la defensividad es la potencial pérdida de autoestima
que emerge de la información que amenaza al yo.
De manera generalizada y en la gran mayoría de casos, las personas buscan defender
y/o ensalzar su autoestima, y el modo en que lo hacen puede diferir dependiendo de su grado
de autoestima global preexistente.
Una persona con autoestima alta buscará el triunfo, la consecución de logros y metas,
para así avanzar y destacar en un ámbito al satisfacer su contingencia. En cambio, una
persona con autoestima baja pretenderá, en vez de obtener el éxito, evitar el fracaso. A simple
vista, ambas decisiones pueden parecer iguales, pues si triunfas, no fracasas, pero hay
diferencias significativas. Una persona de alta autoestima se sentirá competente y capaz de
obtener logros, tendrá confianza en sí mismo e incluso, aunque no en todos los casos,
disfrutará el reto que ello le propone, por lo que intentará complacer su satisfacción consigo
mismo ensalzando su autoestima, lo cual suele conseguir, como ya se ha mencionado,
mediante logros y triunfos.
Por otro lado, una persona que tenga una baja autoestima no se sentirá valioso o
competente, por lo que no mostrará intención de destacar o avanzar en un determinado
ámbito, ya que no se creerá capaz de ello. En su lugar, optará por minimizar las pérdidas y
evitar los fracasos, previniendo posibles frustraciones futuras que agraven su situación, la
cual ya consideran perjudicial de por sí. Básicamente, pretenden quedarse como están, pues,
aunque no es lo idóneo y ellos lo saben, siempre pueden ir a peor, o al menos así lo perciben.
Ojo, que también pueden darse situaciones en las que una persona con autoestima alta
prefiera quedarse como está y no buscar un triunfo. Si, tras la obtención de un logro, se
presenta la posibilidad de alcanzar otro cuya consecución conlleve un peligro para el primero
y comporte, por tanto, la probabilidad de perderlo, puede que una persona con autoestima alta
prefiera no arriesgar su reciente beneficio y mantenerse en ese estado. Una vez obtenido el
avance, su autoestima quedará momentáneamente saciada, desapareciendo la necesidad de
alimentarla y evitando cualquier factor que pueda amenazar el bien de aquello que se ha
conquistado y, por consiguiente, a la propia autovalía. De hecho, la pérdida de este bien y/o
del propio logro puede implicar graves daños en la autoestima. Así pues, a grandes rasgos,
desde este razonamiento podríamos afirmar que las personas con autoestima alta pretenden
ensalzar su autoestima, mientras que aquellas con autoestima baja buscan protegerla.
Una vez analizada la secuencia de actividad que suelen seguir los individuos para
defender su autoestima (recordemos que en estos casos tratamos con autoestima global)
según el nivel de la misma, sería altamente instructivo e interesante atender a las
características procedimentales de las personas en función de la fortaleza o seguridad de su
autoestima. En este sentido, estableceremos dos categorías: frágil y segura.
Cuantas más contingencias de autovalía, más segura será la autoestima de una persona
(de manera similar a lo que ocurre con los cimientos, las bases de un edificio), por lo que, si
se basa en unas pocas contingencias o en una sola, será muy frágil, pues una vez se sienta
amenazada dicha contingencia, toda su autoestima se verá afectada (ataque a la base). Así
pues, las contingencias podrían considerarse puntos débiles de la autoestima de una persona.
Cuantas más contingencias, más puntos débiles, sí, pero mayor facilidad para compensar el
efecto perjudicial en una empleando las demás. En cambio, con pocas contingencias, habrá
menos puntos débiles, y precisamente eso es lo que resultará más dañino, pues una vez
atacada una de ellas, la autoestima resultará afectada en gran medida, llegando incluso a ser
insuficiente el efecto compensatorio de las otras contingencias (si las hubiera).
Por tanto, una autoestima alta puede ser fuerte o frágil, dependiendo, entre otros
factores, del número de contingencias en las que se base. Una persona con autoestima alta
que da importancia a ámbitos como el físico, las relaciones sociales, la salud, el deporte y el
arte, tendrá mayor fortaleza en su autoestima global que otra con autoestima alta que
solamente considere relevante el atractivo y las relaciones sociales, por ejemplo. Esta última,
cuando se sienta rechazada por otras personas, sufrirá un grave golpe en su autoestima a
través de un feedback negativo, el cual compensará aludiendo a su “gran” (ella se percibe
atractiva, aunque puede que en realidad no lo sea) atractivo. Sin embargo, si tras ello ve
amenazada también esta contingencia, se derrumbará, puesto que los dos únicos pilares que
sostenían su autoestima se han visto perjudicados, quedando deteriorada la base.
A todo esto se le suma la expandida actitud defensiva que suelen expresar las
personas, la cual les impide reconocer de manera realista sus defectos y carencias. Incluso
habiendo reconocido alguna imperfección, tendemos a maquillarla para que, o bien resulte
menos considerable, o bien no nos afecte tanto. Aunque seamos conscientes de que,
efectivamente, hemos tenido un error, intentamos compensarlo, pues contemplamos lo
incorrecto como impropio de nosotros mismos.

AUTOESTIMA SANA Y REFERENTES DEL VALOR PROPIO

Según Roca (2014), una forma de definir la autoestima sana es verla como aquella
que favorece el bienestar y el buen funcionamiento psicológico, que incluye la tendencia a
pensar, sentir y actuar, en la forma más sana, feliz y satisfactoria posible, teniendo en cuenta
el momento presente y también el medio y largo plazo, así como nuestra dimensión
individual y social. Según esta definición, mantener una autoestima sana implicaría:
● Conocernos a nosotros mismos, con nuestros déficits y nuestras cualidades y aspectos
positivos. Para ello, habría que reducir al mínimo nuestras distorsiones o “puntos
ciegos” (características personales de las que no somos conscientes).
● Aceptarnos incondicionalmente, independientemente de nuestras limitaciones o
logros, y de la aceptación o el rechazo que puedan brindarnos otras personas, aunque
procuremos ir mejorando lo que dependa de nosotros.
● Mantener una actitud de respeto y de consideración positiva hacia uno mismo.
● Relacionarnos con los demás de forma eficaz y satisfactoria.
● Buscar activamente nuestra felicidad y bienestar, siendo capaces de demorar ciertas
gratificaciones para conseguir otras mayores a más largo plazo.
● Atender y cuidar nuestras necesidades físicas y psicológicas: nuestra salud, bienestar
y desarrollo personal; igual que una buena madre atiende las necesidades de su hijo.
● Tener una visión del yo como potencial, considerando que somos más que nuestros
comportamientos y rasgos, que estamos sujetos a cambios, y que podemos aprender a
dirigir esos cambios, orientándonos a desarrollar nuestras mejores potencialidades.
Una vez visto todo lo anterior, una vez tratadas las contingencias, las
autoevaluaciones, los sentimientos de valía, el feedback negativo, los tipos de autoestima
según duración y estabilidad, etc, podemos establecer un factor común en todos estos
conceptos: los eventos, o, más concretamente, los logros. Basamos nuestra autoestima,
nuestro valor como personas, nuestra dignidad como ser humano, en logros, desempeños,
capacidades, hechos que constatan que somos competentes en determinadas áreas.
Ciertamente, tiene sentido, pues los logros son los únicos hechos observables que, en
principio, demuestran que una persona es capaz de realizar una determinada acción o dominar
cierta habilidad. El problema es precisamente ese, que basamos nuestra autoestima en ser
capaces y competentes. Si soy bueno en lo que considero importante, valgo la pena, pero si
no soy capaz de satisfacer mis contingencias, no soy merecedor de valor personal. Estos
pensamientos pueden acabar causando graves problemas en áreas como el aprendizaje o la
salud, tanto mental como física.
Según Albert Ellis (1973), el valor que nos otorgamos como persona debería proceder
de nuestra mera existencia, pues el simple hecho de conformar un ser humano vivo ya indica
que somos valiosos, sin necesidad de que ningún logro demostrado lo constate. Ellis pensaba
que para que la vida tenga sentido, un principio básico es que las personas no se evalúen a sí
mismas en función de ninguno de sus desempeños, sino que se acepten plenamente en
términos de su ser, de su existencia. De lo contrario, tienden a ser severamente autocríticos e
inseguros y, como consecuencia, funcionarán de manera ineficaz, pues valorarse a uno mismo
en términos de hechos o actos funcionará solo mientras uno se desenvuelva bastante bien.
Incluso si momentáneamente tales hechos o actos son excelentes, probablemente será solo
cuestión de tiempo que se vuelvan menos dignos de elogio.
La definición de Elia Roca, en concreto la última de las condiciones para mantener
una autoestima sana, guarda cierta similitud con la postura de Albert Ellis acerca de las bases
sobre las que se sustenta la autoestima y los referentes utilizados para otorgar valor a una
persona. Bien es cierto que ambas definiciones (la de Roca y la de Ellis) pueden parecer
demasiado optimistas e incluso poco realistas desde otros puntos de vista, no tanto por la idea
que transmiten sino por la dificultad que supone alcanzar sus contemplaciones. Como hemos
visto anteriormente con Crocker y Park (2003), lo que de verdad sustenta la autoestima, por
suerte o por desgracia, son competencias y vínculos reales, no la mera ilusión o proposición
vacía de los mismos, por lo que la simple concepción de uno mismo como valioso
independientemente de los logros reales constatados muy probablemente no vaya a tener
efectos directos en nuestra autoestima.
Sin embargo, se ha demostrado que la teoría de Ellis, una vez llevada a la práctica,
acarrea numerosos efectos beneficiosos para el individuo, los cuales serán tratados en el
subapartado “ALTERNATIVAS TERAPÉUTICAS”.

¿REALMENTE ELEGIMOS NUESTRA REALIDAD?

Anteriormente hemos mencionado que, según la lógica que siguen las contingencias
de autovalía, las personas, en cierto modo, eligen el entorno más adecuado para satisfacer
dichas contingencias, pues en dicho ambiente tendrán mayor facilidad para desenvolverse y
adaptarse a las normas de sus respectivos dominios de importancia.
Ahora bien, ¿realmente seleccionamos dicho ambiente desde un principio?
¿Decidimos nosotros mismos en qué contingencias queremos basar nuestra autoestima, o se
nos imponen desde el exterior? No cabe duda de que, desde muy pequeños, se nos va
“enseñando” a “comportarnos correctamente”, a ser “personas de provecho”. Este concepto
de “persona correcta” conlleva, pues, numerosas cualidades que le otorgan esa característica
de bondad o validez, las cuales, con el paso del tiempo van implantándose y solidificándose,
haciendo que la persona acabe basando su autoestima, al menos en gran medida, en poseer
dichas cualidades, convirtiéndose éstas, por tanto, en contingencias de autovalía.
Encontramos ejemplos de ello en la educación de los niños por parte de sus padres. En
este proceso, los progenitores transmiten a sus hijos los valores o cualidades que deben tener
para ser personas de bien y, por tanto, adaptarse adecuadamente a su curso vital. Un niño
cuyos padres le han enseñado desde pequeño que la humildad es lo más importante, tratará de
presentar siempre este rasgo y no admitirá como correcto el comportamiento ostentoso o
avaricioso de otros (siempre y cuando sus padres hayan establecido correctamente esta
cualidad en el hijo, pues hay raros casos en los que los hijos no están de acuerdo con la
mentalidad de sus padres). Este niño, ¿realmente ha decidido su ideología? De hecho, si a esa
persona le preguntásemos por qué considera tan importante la humildad como cualidad
valiosa en una persona, lo más probable es que respondiera: porque así me lo han enseñado
toda la vida, así me han criado, porque así me educaron mis padres… pero sería raro que
contestase “porque así lo decidí”.
Es innegable que esta educación es imprescindible para cada nuevo individuo, pues lo
guía y favorece su adaptación. Tratando esto desde una perspectiva lo más adaptativa y
primitiva posible, todo padre que haya tenido cierto éxito en la vida será consciente de ello y,
por tanto, aprovechará su historial para educar a su hijo de manera que, o bien progrese
adecuadamente, o bien se parezca a él (esto último da mucho que desarrollar pero se nos
desviaría un poco de la temática). Sin embargo, obviando el factor adaptativo y funcional,
también limita la libertad de la persona de amoldarse a una ideología de elección totalmente
propia desde el principio de su existencia.
Además, si tenemos en cuenta que la mentalidad de los padres seguramente proviene
de la educación que ellos recibieron de sus padres, y éstos de los suyos, y así sucesivamente,
estaríamos ante un patrón de actitudes e idiosincrasias impuestas en su mayor parte y
transmitidas mediante la crianza. El niño crece en base a las pautas que le dan sus padres,
desarrolla estas creencias, enraízan en él, y en el momento de tener hijos se las transmite a
ellos, repitiéndose el proceso desde la perspectiva del hijo. Obviamente, no siempre es así,
pues hay veces en las que el niño cambia radicalmente de opinión y enfrenta la ideología de
sus padres y, por supuesto, también hay niños que, por desgracia, crecen sin padres (por
motivos de ausencia, negligencia, defunción…), En este último caso, el niño seguiría
teniendo un referente, que sería su cuidador.
Aparte de la educación parental, también encontramos otras fuentes de influencia,
como pueden ser la cultura o los medios. Los roles de género, por ejemplo, establecen lo que
es “propio” de cada sexo, y, por tanto, una persona que se adapte correctamente a las
características de su respectivo género, inevitablemente será percibido como alguien válido y
tendrá mayor aceptación por parte de los demás, aunque sea de manera inconsciente.
Por tanto, más que elegir nuestra realidad, lo que se podría decir que seleccionamos es
el ambiente más adecuado para representarla y satisfacerla, pues ese conjunto de
características valorables, habilidades y propiedades únicas apreciables y dignas que
conforman nuestro concepto de ser humano real, nuestra “realidad”, nos viene impuesto por
fuentes externas, y en la práctica totalidad de casos su influencia es ejercida y transmitida de
manera inconsciente.

ALTERNATIVAS TERAPÉUTICAS A LA BÚSQUEDA DE LA AUTOESTIMA

La búsqueda de la autoestima puede acarrear, como hemos podido comprobar


previamente, numerosos efectos potencialmente perjudiciales para uno mismo.
Afortunadamente, existen varias alternativas a dicha búsqueda que permiten responder ante
las amenazas al yo de manera menos destructiva y más satisfactoria, de entre las cuales
destacamos tres, tratadas por Crocker y Park (2003):
- Autoafirmación. Desarrollada por Steele en 1988, propone afirmarse a uno mismo en
otro dominio como forma de enfrentar las amenazas al yo. Este proceso involucra la
recogida y defensa de aspectos positivos del yo para así conservar la noción y
experiencia de que el yo es adecuado y ajustado. Esta técnica recupera el sentido de
que el yo, la propia persona, posee integridad y, de este modo, reduce la necesidad de
defenderlo ante las amenazas. Se puede llevar a cabo, por ejemplo, recordando a la
persona sus valores más centrales.
- Autoestima no contingente. Este tipo de autoestima, denominada “autoestima
verdadera” por Deci y Ryan no es vulnerable a las amenazas y, por ende, no necesita
ser defendida. Estaría arraigada en la actividad autónoma y eficaz que sucede en el
contexto de relaciones auténticas que son consideradas incondicionalmente positivas,
y su base podría estar formada por el convencimiento espiritual o filosófico de que
todas las personas tienen valor. Se intuye que este estado sería del todo deseable si
fuera posible alcanzarlo, pero abandonar las contingencias puede ser tan complicado
como intentar aliviarlas, pues suelen aprenderse a edad muy temprana, como hemos
mencionado anteriormente, y van recibiendo refuerzos a lo largo del transcurso vital
social. Se sospecha, por tanto, que es un tipo de autoestima muy poco común.
- Cambio de metas. Esta alternativa plantea la posibilidad de responder a las amenazas
de manera que no se enfoque en el mantenimiento y protección de la autoestima,
proponiendo alejarse de dichas metas centradas en uno mismo para dirigirse hacia
otras que conecten al yo con los demás, en un modo altruista, compasivo y
significativo. Sin embargo, este pensamiento conlleva una limitación, y es que la
motivación intrínseca (por el propio placer de hacer algo, sin esperar nada a cambio)
no es suficiente para alejarnos de la intención de mantener y proteger la autoestima.

En cuanto a técnicas terapéuticas, volvemos a la teoría de Albert Ellis, quien,


recordemos, establecía que las personas no deben valorarse en función de sus logros, sino en
función de su mera existencia y de su capacidad de vivir, indicando que cualquier ser humano
es valioso simplemente por el hecho de existir y estar vivo, ya que, una vez acepte su bondad
como ser humano en términos de ser o vitalidad, podrá aceptarse a sí mismo en prácticamente
todas las condiciones que pueda enfrentar durante su vida. En un principio, este razonamiento
puede resultar surrealista y parece carecer de sentido, pero la clave de su efectividad reside en
entender correctamente la intención de Ellis.
Para empezar, lo que pretende transmitir Ellis es una mentalidad, una forma de pensar
que, según se ha demostrado, resulta beneficiosa a la hora de mejorar la autoestima. No
justifica la aplicación de esta ideología basándose en razonamientos lógicos, porque no los
hay. La afirmación que propone, vista desde un punto de vista racional, no tendría sentido,
pero la intención de Ellis no es precisamente proponer una alternativa racional y lógica. Lo
que quiere conseguir Ellis es que recurramos a esa mentalidad en cada situación,
independientemente de las circunstancias, y sin atender aspectos lógicos, pues dentro de la
irracionalidad no hay barreras razonables. De hecho, es muy probable que, de tratarse de un
postulado lógico, no fuese válido y aplicable en todas las situaciones.
Además, si vamos más allá, podríamos afirmar que, en efecto, las personas sí somos
valiosas por el mero hecho de existir, si tenemos en cuenta que todos gozamos de
potencialidades en nuestro interior. Estas potencialidades son capacidades latentes únicas e
intransferibles que cada persona posee de manera innata, y que permiten que todos y cada
uno de los seres humanos puedan llegar a alcanzar grandes logros, siempre y cuando decidan
desarrollarlas. Por tanto, según este razonamiento, sí deberíamos considerarnos valiosos
simplemente por existir y estar vivos.
De este modo, cuando nos sintamos despreciables, estaremos recurriendo a una
especie de autoengaño, el cual, sin dejar de ser cierto (pues seguiríamos teniendo el potencial
para lograr grandes cosas, aunque en ese momento puede que no lo consideremos de esa
manera), nos ofrecería cierto impulso para poder hacer frente a esa situación de decaimiento.
De alguna manera, esta técnica hace que volvamos a sentirnos valiosos, recordándonos que
debemos mirar más allá de lo observable y demostrando que, a veces, lo irracional puede ser
de gran utilidad para solucionar los problemas aparentemente racionales.
El éxito objetivo es el mejor indicador de autoeficacia y habilidad en un dominio,
pero en algún momento acabará siendo destruido o rebajado (los mejores deportistas de todo
tipo han tenido en algún momento altibajos en su rendimiento y se han visto superados por
sus contrincantes). Es en estas circunstancias cuando debemos echar mano de nuestras
potencialidades y saber, o por lo menos creer, que somos capaces de conseguir lo que
queremos, aunque pueda parecernos un sinsentido. Debemos asumir que llevamos inherentes
a nuestra existencia probabilidades (quizá grandes, quizá pequeñas) asociadas al desarrollo de
ciertas habilidades, y que, simplemente por ese motivo, ya poseemos un incalculable valor,
que no se asemeja al de nada ni nadie a nuestro alrededor, y depende de nosotros
aprovecharlo o no. Somos únicos, y la mente manda.

CONCLUSIONES
Una vez tratado en profundidad el concepto de autoestima y lo relacionado con él,
concluimos que esta actitud valorativa, este sentimiento, esta percepción calificativa de
nosotros mismos comporta un elemento fundamental en nuestras vidas, llegando a influir en
la práctica totalidad de momentos vitales, antes, durante y tras ellos, sirviéndonos de guía y
de consecuencia derivada.
Sin embargo, el gran valor de una autoestima adecuada y beneficiosa la convierte en
un objeto de gran deseo y su consecuente búsqueda puede acarrear numerosos problemas. El
problema con la autoestima no consiste en tenerla o no, sino en la búsqueda de la autoestima
excluyendo otras metas y necesidades. Concretamente, solemos esforzarnos para mantener,
aumentar y proteger nuestra autoestima, lo cual acaba dificultándonos la consecución de
aquellas cosas realmente necesarias. Dichas necesidades psicológicas son muchas, pero las
más compartidas y valoradas a lo largo de los tiempos son dos: las relaciones íntimas de
apoyo y cuidado mutuo, y la competencia, entendida como capacidad para influir en un
entorno o dominarlo. Ambas necesidades son altamente adaptativas y, por lo tanto, favorecen
la supervivencia, la primera y más esencial de las necesidades humanas.
Así pues, la obtención de autoestima ha llegado a convertirse en una preocupación
central en nuestra sociedad, y lo venía siendo de sociedades anteriores. Organizamos nuestras
vidas, en parte, alrededor de actividades, situaciones y personas que nos ayuden a mantener,
proteger y aumentar nuestra autoestima. La idea de que nuestra valía como personas es
contingente, que depende de nuestra apariencia, nuestros logros o hazañas, está integrada en
nuestra cultura, y puede llegar a interferir en nuestro avance en numerosos ámbitos vitales,
como pueden ser nuestra capacidad para aprender de experiencias o nuestra propia salud
mental o física.
Básicamente, y en respuesta a la incógnita sobre si es mejor una autoestima alta o
baja, concluimos que el verdadero problema de la cuestión no se está en el grado de
autoestima (alta o baja), sino en buscar la autoestima en todas las cosas que hacemos, y en la
manera de efectuar esta búsqueda, pues a la hora de evaluarnos, tenemos a fijarnos en
cualidades observables y logros, pero quizás el simple hecho de estar vivos y conformar un
ente ya sea motivo suficiente para poder considerarnos valiosos.
En lugar de buscar autoestima, recordar nuestros rasgos más centrales y perseguir
metas que nos conecten con los demás o con el mundo de manera compasiva, puede que no
solo evite los costes de la búsqueda de autoestima, sino que también facilite el desarrollo de
relaciones auténticas que, finalmente, puedan ser de más sustento que la autoestima.
Recordemos que, nos guste o no, todos necesitamos, en mayor o en menor parte, la existencia
de ciertas personas, y la calidad de dicha dependencia varía en función del número de
personas que las conformen y de la autenticidad de dichas relaciones.

OBSERVACIONES PERSONALES Y LIMITACIONES

En este apartado, incluido a modo de anexo, se expondrán las limitaciones advertidas


en determinados conceptos a lo largo de la realización del presente informe.
Únicamente discutiremos el concepto de autoestima rasgo que defendía William
James. Mediante su ideología, James establece que el nivel de autoestima rasgo de cada
persona es un “don natural” que se mantiene estable durante todo el proceso vital y que no
depende de las circunstancias ni de los logros objetivos. Es decir, el nivel típico de autoestima
varía en función de la persona y habrá personas que tengan una autoestima
predominantemente alta toda su vida, así como otras la tendrán predominantemente baja,
admitiendo, por supuesto, posibles fluctuaciones momentáneas (autoestima estado).
Desde el punto de vista del autor del presente informe, esta idea resulta algo
desacertada. Para que lo que postula James fuese cierto, uno de los requisitos fundamentales
sería que la autoestima recibiese influencia, en buena parte, de factores genéticos. Kendler y
colaboradores realizaron un estudio en 1998 en el cual midieron, mediante entrevistas, la
autoestima a más de 4000 gemelos. Como resultado, los gemelos monocigóticos eran muy
similares aunque hubieran sido adoptados por familias distintas, a diferencia de los niveles de
autoestima encontrados entre los dicigóticos, que tendían a diferir en mayor medida. Así
pues, concluyeron que aproximadamente un 30 % de la autoestima de las personas podría
estar determinada por su bagaje genético, lo que puede entenderse desde el punto de vista de
aquellos rasgos que comúnmente se relacionan con aspectos genéticos, como el nivel de
extroversión-introversión o la estabilidad-inestabilidad emocional.
Por el contrario, otros estudios consideran que la autoestima se adquiere y se genera
como resultado de la historia de cada persona, fruto de una enorme secuencia de acciones y
emociones que van presentándose de manera casi impredecible y en circunstancias variables,
configurando a la persona en el transcurso de su existencia. Este aprendizaje no es
intencional, puesto que generalmente es moldeado desde contextos informales educativos,
aunque a veces sea fruto de una acción intencionalmente proyectada a su consecución.
Además, sin ir más lejos, en el presente estudio hemos visto que, según Crocker y Park
(2003), las contingencias de autovalía suelen desarrollarse a partir de experiencias personales
o vicarias y que, puesto que se desarrollan a lo largo del ciclo vital, son relativamente
estables, pero no inalterables.
Así pues, ante este debate, diversas investigaciones han concluído en que la
autoestima resulta de la interacción con el medio natural y social, y por tanto es susceptible
de ser desarrollada.
Por tanto, si bien es cierto que se podría respaldar mediante cierta evidencia científica,
encontrando también evidencias en contra, aceptar hoy en día una afirmación como la de
William James acerca de la autoestima rasgo sería asumir una idea basada en “dones
espirituales y naturales” con poco fundamento empírico y con poca lógica experimental.
No estamos diciendo que sea una definición incorrecta del concepto de autoestima
rasgo, pero consideramos que debería matizarse, pues asumir que cada persona nace con un
nivel de autoestima preestablecido y que éste se mantendrá así durante toda su vida parece
ciertamente irracional, al menos desde un punto de vista científico y experimental, más aún
teniendo en cuenta que se basa en “dones innatos”.

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