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La noción de representación en Leibniz y la teoría ontológica del conocimiento

Para leer la filosofía de Leibniz se sugiere cautela. Entre las tesis de su significado y
rendimiento, por un lado, está la creencia de que su filosofía está completa e implicada en
cada una de las exposiciones que a lo largo de su vida realizó (que no hace falta sino extraer
de cada texto las mismas implicaciones). Por el otro lado, existe la opinión de que hay
cambios significativos a lo largo de su desarrollo intelectual. Como si fuera pequeña esa
disputa, para evaluar el genio del pensador también existe la posibilidad, como afirman
Deleuze o Steward, de que el filósofo cambia la exposición de su pensamiento (incluso sus
propias convicciones) de acuerdo con el interlocutor que al momento se encontraba al otro
lado de la línea epistolar. Es decir, se afirma que hay algo así como una filosofía leibniciana
exotérica y una esotérica que no siempre quiso o pudo exponer. Lo incómodo de la
situación es que existen afirmaciones de su propia pluma que podrían corroborar esta, pero
también las otras tesis.

Sin intentar llegar a una evaluación última o verdadera, lo cual ya en este punto
parece un despropósito, en primer lugar, por la distancia histórica, no menos que por los
límites de la interpretación o por la condición infranqueable de la individualidad, aquí se
propone una versión del leibnicianismo que coordine tanto la unicidad de su pensamiento,
sin dejar de lado su evolución, como la singularidad de sus tesis, sin dejar de enfatizar el
papel de los múltiples discursos con los que conversa. El motor de nuestra pretensión se
encuentra en la afinidad que ciertos rasgos de la filosofía leibniciana tienen con los
problemas y propuestas contemporáneos. De manera que sin querer desentrañar lo que el
autor originalmente quiso decir, aquí se destacará lo que efectivamente dijo y que es
relevante para nuestro presente.

El caso del problema del conocimiento, problema moderno archiconocido y


exhaustivamente revisado, sigue siendo en la filosofía leibniciana objeto de disputa. Desde
las evaluaciones de idealismo hasta la acusación de mera metafísica pueden generar la
sensación de que la filosofía de Leibniz es terreno de imprecisiones. Nos interesa destacar
que muy a pesar de esto se han sacado rendimientos interesantes de las posturas que el
filósofo alemán tomó en este terreno. Para defender la unicidad de sus propuestas,
comenzamos reconociendo la diversidad de los enfoques bajo los que Leibniz abordó el

1
tema. Los dos enfoques eminentes, los que más se han revisado, corresponden, por un lado,
al planteamiento metafísico: específicamente al carácter representacional de la sustancia
leibniciana, mónada, referido principalmente en el texto de madurez, la Monadología
(escrito en 1714*). El otro enfoque, de menor impacto en el discurso moderno por haber
quedado mucho tiempo relegado a la gaveta, pero que expone con mucho más detalle este
problema se encuentra en otra obra también de madurez, Nuevos ensayos sobre el
entendimiento (también de 1714*). Digamos rápidamente que dichos enfoques parecen a
primera vista incompatibles por tratarse de emplazamientos teóricos que históricamente se
separaron. Tras la supuesta emancipación de las ciencias respecto de la filosofía, el discurso
metafísico parece remitir a un ámbito de mera especulación cuyos arreglos diversos para
filosofías de pensadores diversos podrían parecer irrelevantes en la investigación del origen
y naturaleza del conocimiento en un sentido unitario. La epistemología moderna,
acomodada a los argumentos kantianos, declaró que los temas de metafísica, aunque
relevantes para la vida, quedan fuera del ámbito del conocer. Las múltiples dicotomías que
se desprenden del kantismo son hoy en día uno de los obstáculos más incómodos para los
pensadores. Para demostrar la vigencia del pensamiento leibniciano queremos señalar que
el ámbito de la metafísica (entendida no como estrictamente el desarrollo de temas de
teología y el alma sino como principios de la existencia) y el ámbito del conocimiento están
perfectamente integrados en esta filosofía racionalista. Con ello, apuntamos a que su
emplazamiento rinde una ontología orgánica que explica tanto las características
primordiales de los seres como su capacidad de asequir ideas.

De la Monadología los epistemólogos no parecen extraer satisfacción por las


posibles respuestas que sobre el problema del conocimiento se encuentran ahí, aunque se
necesitan muchas herramientas para extraer las extensas consecuencias a partir de un texto
de tal laconismo. Quienquiera que haya abierto, en cambio, los Nuevos ensayos se
encuentra un tratado extenso y detallado sobre el problema del conocer. Desestimado a
veces porque parece una calca del famoso texto de Locke, Los nuevos ensayos tampoco son
de fácil interpretación.

La Monadología (GP, VI, 607) que ha pasado muchas veces como una exposición
sumaria de la filosofía leibniciana, equivalente a los Principios de filosofía para Descartes y

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la Ética para Spinoza, se ocupa del que parece ser el tema crucial de la metafísica en la
época: el problema de la sustancia. No por ello desatiende temas de ciencias
experimentales, ética y gnoseología. Se trata de una exposición peculiar. Es un texto
vehiculado por una expresión compacta y densa que a tramos abusa de la metáfora para
explicarse. Se estatuye ahí que la sustancia es simple (Monadología §1, Teodicea §10),
incomunicada (M, §7) y continuamente cambiante; cambio o movimiento que le viene del
interior (M, §10 y §11) y por el cual podemos comprenderla como plural (M, §13). Esta
pluralidad, afirma Leibniz, está constituida de afecciones y relaciones (M, §13) que son
producto de su naturaleza representativa. Para tratar este problema, Leibniz distingue entre
dos formas de la representación: la percepción y la apercepción (M, §14) y afirma que
mientras “las Bestias y otras entelequias” son capaces de la primera, solamente las almas
son capaces de la segunda que se identifica con la consciencia (M, §14). Estas afirmaciones
así dichas han generado sospechas de idealismo o monismo espiritual que reduciría el
mundo a entidades intelectuales, es decir, a los productos propios de las almas. Pero su
tratamiento no corresponde a las dicotomías espiritual/material con que se ha querido
interpretar. Lo que Leibniz denomina en el parágrafo 15 de la Monadología como
Apetición o Percepción es precisamente aquel principio interno de cambio del que nos
habla en el parágrafo 10. Las percepciones son “todas las Acciones internas de las
sustancias” (M, §17) y como vimos arriba implican relaciones y afecciones.

Si pensamos en el universo leibniciano en donde cada cosa del mundo está


constituida eminentemente por una mónada, tendríamos que decir que cada cosa del mundo
posee percepción. Es consecuente que Leibniz diferencie entre Mónadas superiores e
inferiores en donde las primeras son las que tienen la capacidad de consciencia
(apercepción) y memoria (por ejemplo, los seres humanos) y las que poseen sólo
percepción o apetito. Es fácil pensar que las “bestias” tengan tales capacidades, pero
cuando preguntamos por el resto de objetos del mundo esta tesis puede volverse incómoda.
Primeramente, hay que decir que contra las versiones preponderantemente mecanicistas del
siglo, enfocadas en la aplicación de los modelos de la física al resto de esferas de la vida
(uso de la noción de res extensa cartesiana que convierte todas las cosas en mecanismos),
Leibniz prefiere usar ejemplos que provienen de la historia natural, posteriormente
denominada biología y que se enfoca, en vez de en el concepto de la materia, en el

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concepto de la vida. De hecho, en Monadología encontramos afirmaciones como “Hay un
mundo de criaturas, de seres vivientes, de anima-les, de entelequias, de almas, hasta en la
menor parte dela materia” (§ 66), “Cada porción de la materia puede ser concebida como
un jardín lleno de plantas y como un estanque lleno de peces” (§ 67), y “cada rama de la
planta, cada miembro del animal, cada gota de sus humores, es también un jardín o un
estanque similar” (§ 67). Declaraciones parecidas se encuentran en otros textos, como
Principios de la Naturaleza y la Gracia en donde se afirma que la naturaleza está llena de
vida y por todas partes hay miembros y órganos.

Una manera rápida de descartar el universo leibniciano sería, como se ha hecho,


tildarlo de espiritualista. Pero pensemos en la forma en que Leibniz trata la percepción y el
apetito. Como vimos arriba, en sentido estricto estas cosas implican relaciones. En lenguaje
leibiciano, esencialmente racionalista, una relación es la expresión de un orden. Es decir,
sin apelar a la confirmación de la existencia, o siquiera de la pertinencia, de la noción de
sustancia, podemos conceder que el mundo puede ser cifrado como una serie de relaciones.
La relación más importante, la que refiere al problema del conocimiento, será la relación
que puedan tener las ideas con los objetos. Es la relación en disputa en la discusión sobre el
origen de las ideas. Lo abordaremos más adelante. Pero, ¿acaso podemos negar que las
cosas del mundo no poseen ellas mismas y entre sí relaciones? Cualquier objeto puede ser
identificable en función de su relación con otros. Y, aún más, cualquier existencia, en su
naturaleza propia, es la sumatoria de sus relaciones con otros. Por ejemplo, los líquidos
respecto a los sólidos acusan una serie de relaciones muy disímiles que indican la
naturaleza de la cosa de la que se habla: digamos, los cristales de sal se diluyen en el agua,
la madera flota y el hierro se hunde, el agua y el aceite no se mezclan y las esponjas
absorben cantidades importantes de líquido. Lo descrito aquí no es otra cosa que la forma
de ordenación en que los objetos participan del gran sistema del mundo. Sabemos que la
filosofía leibniciana aboga por esta visión racionalista en donde el mundo es el resultado de
la mayor cantidad de esencias que son coincidentes, es decir, de cosas que tienen relaciones
coherentes intrínsecas (esencias no contradictorias) y convergentes entre sí
(composibilidad) (Sobre la originación radical de las cosas). Es factible, y concorde con
otros principios ontológicos leibnicianos, que los tipos de relaciones sean limitados (una
tabla de las categorías aristotélicas bastaría para demostrarlo) y, por lo tanto, que unas

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relaciones refieran a las otras. Las relaciones, en esencia, representa la racionalidad del
mundo: sus distintas formas de ordenación o la manera en que las cosas se vinculan con
otras. Diríamos, entonces, que las cosas “perciben” otras cosas. Los objeto se sitúan, se
oponen a otros o componen junto con otros objetos nuevos, según las relaciones que les
sean naturales o propias a cada uno.

Así, no sorprende que John Dewey resuma una porción de la filosofía leibniciana
con la frase “La piedra es representativa del mundo entero” (p. 298), pues vemos que la
naturaleza representativa de las cosas refiere más a las relaciones que expresan que a una
capacidad intelectiva, de la imaginación o de la consciencia. “Pues la piedra no es una
existencia aislada, es un miembro interorgánico del sistema” (Dewey, p. 298). Al explicar
la tesis de la armonía, Dewey defiende al filósofo alemán en este sentido:

Harmony, in short, means relation, means connection, means subordination and co-
ordination, means adjustment, means variety, which yet is one. The Leibnizian
doctrine is not a fictitious producto of his imagination, nor ist it a mechanical
scheme for reconciling a problem which has no existence outside of the bewildered
brains of philosophers. It is an expression of the fact that the universe is one of
order, of continuity, of unity; it is the accentuating of this doctrine so that the very
essence of reality is found in this ordered combination; it is the special application
of this principle to the solution of many of the problems which “the mind of man apt
to run into,” -the quiestions of the relation of the individual and the universal, of
freedom and necessity, of the physical and material, of the teleological and
mechanical. (p. 297)

Aunque el uso de la noción de representación evoque ahora y en el siglo XVII la suma de


dualidades propias de la epistemología, el tratamiento metafísico que Leibniz le da nos
enfrenta antes que nada a una ontología racionalista en donde las actividades de la sustancia
(de naturaleza “representativa”) no dan cuenta sino de la participación coincidente y
productiva entre cosas. Ahora bien, con estos principios ontológicos de fondo leamos la
teoría de las ideas en los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano.

Como mencionamos arriba, este texto tampoco es de fácil interpretación. En primer


lugar, porque reproduce la estructura del Ensayo sobre el entendimiento humano, cuya

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hechura tampoco fue escrupulosa como confiesa el mismo Locke1. Por esto, parece haber
ideas en capítulos saltados o cuya exposición requeriría otro ordenamiento o mayor
profundidad.

En general, el texto de Locke pretendía explicar tanto la naturaleza como el alcance


del conocimiento humano. Incitado por las disputas de orden práctico (político y moral) que
solían respaldarse en aseveraciones intuitivas (racionalistas) con trasfondo teológico, Locke
se pregunta por el origen y el tipo de ideas que realmente somos capaces de alcanzar (en
otras palabras, pretendía desmentir esas nociones en las que se escudaban los dogmas). En
breve, Locke arremete contra la posibilidad de acceder a nociones absolutas y comunes a
todos los hombres por medio de la intuición (elemento fundamental para el cartesianismo,
por ejemplo). Para su época, el texto representa un hito con una cantidad de reimpresiones
y de respuestas que lo ponen en el foco del escenario intelectual. La suerte de los Nuevos
ensayos difiere por haberse fraguado en el interés de Leibniz por conversar con el autor
inglés, quien mostró una particular renuencia a dicho intercambio. Cuando por fin Leibniz
opta por lanzar una provocación ineludible (la publicación de su respuesta extensa en los
Nuevos ensayos), Locke fallece y el manuscrito queda sin ser editado hasta 50 años más
tarde.

Llama la atención que Leibniz comience su libro afirmando que Locke y él tienen
muchas cosas en común y que, de hecho, coinciden en la aseveración de que todas nuestras
ideas provienen de la experiencia. Conocemos el matiz racionalista que sigue a esta
afirmación: que todo lo que pasa por el entendimiento proviene de la experiencia, excepto
el entendimiento mismo, diría Leibniz contra Locke: “los sentidos de ningún modo nos
proporcionan lo que ya llevamos con nosotros.” (Nuevos ensayos, p. 44) . Sin adelantarnos
a la cercanía de este denominado “entendimiento” leibniciano con las categorías e
intuiciones a priori del conocimiento que defenderá Kant, podemos adentrarnos a la teoría
de las ideas que expone Leibniz en este texto de madurez para mostrar su coincidencia con
la porción ontológica que hemos referido arriba, específicamente enfatizando el argumento
de continuidad que se produce tanto en el reino de las cosas del mundo como en el de las
ideas, sin afirmar ningún tipo de separación ontológica fuerte entre ambos reinos.

1
Locke, Introducción al Ensayo sobre el entendimiento humano (cita).

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Leibniz afirma sobre el tema del texto: “Se trata de saber si el alma en sí misma está
enteramente vacía, como las tablillas en las que todavía no se ha escrito nada (tabula rasa)
…" (p. 40). Para negar esta posibilidad, sostenida por Locke, Leibniz se adelanta a afirmar
un innatismo, como vimos arriba, no tanto de las ideas como de las “inclinaciones,
disposiciones, hábitos o virtualidades naturales” del alma/entendimiento para captar ideas.
Estas inclinaciones, afirma Leibniz, son a menudo imperceptibles y se constituyen por y/o
vehiculan percepciones pequeñísimas. La teoría de las pequeñas percepciones que ocupa
gran parte de la introducción* a los Nuevos ensayos, y que resuelve varios problemas
planteados a lo largo del mismo, implica que toda idea está constituida por una infinitud de
percepciones, sobre las cuales es imposible tener consciencia completa. De acuerdo con la
distinción mencionada arriba entre percepción y apercepción, sólo nos apercibimos de
unidades sintéticas creadas con base en ese fondo infinito de percepciones.

Sobre esta “imperceptibilidad” de las pequeñas percepciones Leibniz abunda en


Nuevos ensayos: hay cambios en el alma de los cuales no nos damos cuenta “porque las
impresiones son o demasiado pequeñas al par que excesivas en número, o están demasiado
juntas, de manera que no tienen nada que permita distinguirlas por separado” (p. 46). Para
ejemplificarlo, Leibniz recurre al bramido del mal del cual tenemos noticia como una
unidad, pero que está constituido por la suma de todos los pequeños movimientos que
implica el moverse de cada ola. “Es necesario que uno sea afectado un poco por el
movimiento de dicha ola, y que se tenga alguna percepción de cada uno de los ruidos, por
pequeños que sean” (p. 47).

Esta teoría de las pequeñas percepciones posibilita pensar la conciencia como sólo
una parte de una actividad constante de percepción que Leibniz atribute al
alma/entendimiento. Y que podría referir a una especie de contenido inconsciente a partir
del cual se genera lo consciente. Estas descripciones gnoseológicas se entraman con
principios ontológicos fuertes que se aplican tanto a las cosas, cuerpos u objetos, como a las
almas: “… sostengo que por su propia naturaleza una sustancia no puede existir sin acción,
e incluso que no hay cuerpo sin movimiento.” (p.45). En el alma, las pequeñas
percepciones producen “ese no sé qué, esos gustos, esas imágenes de las cualidades que
tienen los sentidos” (p. 47). Pero tales percepciones se engarzan en las relaciones que los

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cuerpos tienen. En nuestro caso, esas infinitas impresiones son provocadas “por los cuerpos
que nos rodean” y refieren a aquella “conexión que cada ser tiene con el resto del
universo”. Recordemos la piedra de Dewey que representa el universo completo.

Si decimos que la sustancia leibniciana percibe constantemente, lo diríamos en el


mismo sentido en que la piedra percibe o “representa” el universo. El alma/entendimiento
percibe, porque el cuerpo está permanentemente situado en el mundo, es decir, vinculado
con otros cuerpos. Cuando dormimos, dice Leibniz para asentar un ejemplo, puede que
nuestra consciencia se encuentre en reposo, sin la apercepción sintética de ideas. Eso no
implica que nuestro cuerpo no esté reportando constante y continuamente, de una manera
no consciente, su posición en el mundo, nos reporta el orden de las cosas por medio de las
relaciones que mantiene con ellas: nos confirma constantemente que la cama es firme, y
que no estamos cayendo por un precipicio, que la temperatura es adecuada para nuestra
sobrevivencia y que no estamos en medio de un incendio, que nuestro cuerpo persiste en
sus movimientos propios y no estamos sufriendo un ataque cardiaco, que nuestras venas no
están abiertas o que no estamos desintegrándonos por el efecto de una fuerza misteriosa que
podría atacarnos de noche.

Es claro que la gnoseología leibniciana descansa en convicciones ontológicas, de


entre las cuales algunas comparte con su época y con el racionalismo del siglo XVII, por
ejemplo, la de afirmar la infinitud actual del universo. El tema del infinito tuvo su
incidencia en el desarrollo de las matemáticas del XVII y en las propias investigaciones que
en este ámbito llevaron a Leibniz a tomar un lugar en la historia de las ciencias,
específicamente por el desarrollo del cálculo infinitesimal. Cuando Leibniz se encuentra en
París haciendo estos desarrollos afirma que se ha adentrado a la matemática “interna” de las
cosas. La referencia a los infinitesimales como variaciones imperceptibles que sin embargo
producen un cambio en una función, recuerda a esa explicación sobre cómo los pequeños
sonidos de las olas producen un cambio perceptible en la consciencia humana, pues “...de
otro modo no se tendrían el (sonido) de cien mil olas, puesto que cien mil nadas no pueden
hacer ninguna cosa” (p. 47).

Existen otros principios que convergen con estas convicciones. La continuidad


propia de un infinito actual nos lleva al principio de continuidad por cual Leibniz afirma

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que “Nada se hace de golpe, y una de mis máximas fundamentales y más confirmadas es
que la naturaleza nunca da saltos” (p. 49). Esto rinde una imposible identidad entre
individuos. Recordemos la anécdota incluida en el epistolario con Elizabeth* en donde,
incitada por Leibniz, la regenta reta a sus amigos cortesanos a extraer de su jardín dos hojas
que sean exactamente iguales. El resultado confirma que la constitución continuista de las
cosas reporta una serie de variaciones insensibles que evitan que dos individuos puedan ser
completamente semejantes. Leibniz recapitula que, si ello es verdad, la naturaleza de las
almas tampoco puede ser una, pues cada una debería diferir en ciertos detalles aunque estos
sean imperceptibles: rechaza la tesis de la esencialidad y homogeneidad de las almas en
sentido teológico pero también en sentido cartesiano. Esas percepciones insensibles marcan
y constituyen al individuo mismo y “nos determinan en muchas ocasiones sin pensarlo”.
Provocan esa “inquietud, la cual demuestro no difiere del dolor sino como difiere lo
pequeño de lo grande, y que no obstante constituye a menudo nuestro deseo, e incluso
nuestro placer” (p.48). También:

“... destruye las tablillas vacías del alama, un alma sin pensamiento, una sustancia sin
acción, el vacío del espacio, los átomos e incluso otras posibles partes de la materia que no
estén actualmente divididas, el reposo puro, la uniformidad completa en una parte de
tiempo, lugar o materia, las esferas perfectas del segundo elemento surgidas a partir de
cubos originarios asimismo perfectos, y otras muchas ficciones creadas por los filósofos,
que provienen de nociones incompletas y contrarias a la naturaleza de las cosas; únicamente
nuestro ignorancia y la escasa atención que prestamos a lo insensible han permitido que se
mantengan todas esas ficciones…” p.50

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