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INTRODUCCIÓN

Este comentario no pretende hacer más que ayudar a nuestros


hermanos y hermanas oblatos en San Benito a leer y meditar la Santa
Regla y sacar conclusiones prácticas de ella. El autor no ha pretendido
ser erudito. Si alguna vez se ha atrevido a entrar en algunos detalles
de crítica textual o histórica es porque pensó que así podría
comprender mejor el sentido del texto y también porque quería que su
obra fuera una especie de compendio de los principales problemas que
plantea el estudio de la Santa Regla, para uso de aquellos que no
tienen ni el tiempo ni los medios para dedicarse a un estudio más
personal o más extenso. Si aquí y allá ha multiplicado las citas, es
porque, siendo él mismo simplemente oblato, necesitaba sentirse
siempre apoyado por auténticos intérpretes.
Es con el mismo propósito de proporcionar a los Oblatos un cuerpo
de conocimiento indispensable para ellos, que a modo de introducción
el autor se propone decir aquí algunas palabras sobre la historia de la
Oblatura Benedictina y seguir este resumen con breves notas. sobre
los principales comentarios.
Oblación benedictina
A veces se ha preguntado si existían Oblatos en la época de San
Benito. Es cierto que el término “oblatos” se reservó originalmente
para los niños ofrecidos al monasterio, como sabemos por el capítulo
59. Pero no es menos cierto que desde el principio hubo en las
proximidades de los monasterios personas deseosas de perfección,
unidos a los grupos cenobíticos por una forma más o menos definida
de filiación.
Algunos de estos cristianos y cristianas pertenecían al antiguo
grupo de los “ascetas”, fieles que vivían en el mundo, a menudo con
sus familias, conforme a aquel ideal de la Iglesia primitiva cuya
estrecha relación con el ideal monástico ha sido demostrada por Dom
Germán Morín. Todavía quedaban algunos ascetas de este primer tipo
en el siglo VII, como ha observado Dom Ursmer Berlière.
Así, la Vida de San Benito, de San Gregorio Magno, nos muestra,
no lejos de Monte Cassino, a “dos religiosas de origen distinguido,
que vivían en un lugar apartado” con su nodriza, y cuyos asuntos
temporales eran administrados por un hombre muy religioso.
Pertenecían a una iglesia secular, donde comulgaban; y sin embargo
San Benito las excomulga por falta de caridad hacia su benefactor,
como si tuviera cierta autoridad sobre ellos.
En otro capítulo es el hermano del monje Valentiniano, “laico y
muy devoto”, que viene todos los años al monasterio para renovar sus
fuerzas espirituales. Se le compara con el “siervo” del profeta Eliseo;
y San Gregorio nos informa que “venía en ayunas todos los años
desde donde vivía, hasta el monasterio del hombre de Dios”.
Evidentemente, esta costumbre le había sido prescrita por el mismo
santo; pues un día en que no la había observado, “el santo varón le
reprendió por haber comido en el camino”, y él, confuso, “cayó a los
pies de Benito y se avergonzó de su pecado, tanto más cuando supo
que el venerable el hombre le había visto cometer la falta aunque no
presente”.
Además, en los alrededores del monasterio vivían obreros
empleados en las labores del campo. San Benito da a entender su
presencia cuando dice en el capítulo 48 que en los monasterios pobres
los monjes pueden tener que recoger ellos mismos la cosecha, prueba
de que en los monasterios más afortunados esta tarea se encomendaba
a otros.
Ahora bien, los monjes estaban lejos de ser indiferentes a la
formación religiosa de estos modestos colaboradores, ya que, a
imitación de su santo Padre, se esforzaron por llevar a los campesinos
vecinos a Dios. Si los fieles sintieron atracción por el monasterio,
seguramente los monjes por su parte sintieron la necesidad de
asimilarlos, y la asimilación es ya una forma de apostolado.
En su estudio sustancial sobre los orígenes de la oblatura, un erudito
oblato, el abate Deroux, ha mostrado que con la evolución del trabajo
monástico los obreros del monasterio se convirtieron en famuli y
acabaron transformándose progresivamente en religiosos bajo el
nombre de fratres conversi o hermanos laicos1. Pero su situación
original era realmente la de oblatos seglares, viviendo en el ambiente
de los monjes y bajo su dirección espiritual, bajo estatutos que
variaban de un lugar a otro.
A partir del siglo VII, vemos junto a estas familias laicos y laicas
que se unen a los monasterios bajo ciertas condiciones como
huéspedes permanentes. Se someten al abad y se ocupan de realizar
sus planes fuera del monasterio. Por lo general, hacen una donación
parcial o total de su propiedad en sus manos a cambio de su
habitación, ropa y comida. Cuando renuncian a su libertad toman el
nombre de oblatos y visten un hábito parecido al de los monjes.
No todos, sin embargo, viven en el monasterio. Algunos
permanecen en el mundo, retenidos allí por sus circunstancias. Estas
dos categorías, residente y no residente, aparecen claramente en el
siglo IX. Sabemos cómo Guillermo, abad de Hirschau, en el siglo XI
organizó a los oblatos de su abadía y les dio unas constituciones que
provocaron la admiración de sus contemporáneos.
Pero junto a estos numerosos casos de unión encontramos otros en
los que los lazos de hermandad parecen ser mayoritariamente
espirituales. Este es el caso de los fratres o sorores familiares, nobles,
obispos, caballeros, inscritos en el registro de los monasterios, están
unidos por un vínculo religioso a los monjes, que los consideran
“hermanos” y “hermanas”. Pero, según las personas y los lugares, la
filiación se presenta más o menos estrecha y entraña más o menos
obligaciones.
En ciertos casos, evidentemente, es poco más que una simple unión
de oraciones y de méritos; pero en otros es más que eso. A veces la
recepción tiene lugar en el capítulo. El oblato es “recibido como un
hermano”. A veces se le da un hábito monástico, que llevará debajo
de la ropa o que se lo pondrá en ciertas ocasiones. Guichard, abad de
Pontigny, vistió a Santo Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, con
una cogulla con capucha reducida y mangas estrechas, de modo que
pudiera llevarla puesta constantemente sin que se viera. A William
1
Que no eran ni clérigos ni sacerdotes. (N. del. T).
Longsword, duque de Normandía, que hubiera querido hacerse
monje, Martín, abad de Jumièges, también le dio una cofia y una
túnica, que el príncipe guardó en un cofre del que siempre llevaba la
llave; y sin duda el duque se los puso para ciertas ocasiones. El Abbé
Dubois, relatando la historia de la Abadía de Morimond a mediados
del siglo XII, nos dice que muchos sacerdotes, impresionados por la
vida de los monjes e incapaces de resistirse a ejemplos tan
conmovedores, consideraron como la mayor fortuna ser afiliados a la
Orden, se raparon la cabeza, tomaron el hábito monástico y siguieron
la Regla Benedictina lo mejor que pudieron en sus propias casas.
Sin duda la ya antigua costumbre de dar el hábito monástico o parte
de él a los cristianos afiliados a la Orden pero que no podían entrar en
el monasterio, fue lo que inspiró a San Norberto cuando invistió con
un escapulario de lana blanca al Conde Thibaut de Champagne, el
primero de sus terciarios. Más tarde, San Francisco de Asís no se
consideró un innovador al dar el hábito franciscano a Luchesio y a
Bona Donna, sino al darles una Regla que constituía una Orden,
completa en sí misma y viva en el mundo.
En el siglo IX tenemos en la persona de Géraud d'Aurillac el
ejemplo de un noble laico que lleva la vida religiosa en el mundo, bajo
la dirección del obispo Walter. Si no se trata de un hábito para él,
sabemos al menos que tenía la tonsura monástica, que ocultaba "bajo
el resto de su cabello suelto", y que recitaba el Oficio todos los días
con el clero.
La historia de San Enrique, Emperador, es bien conocida. Cuando
le pidió a Ricardo, abad de St. Vannes, que lo recibiera como monje,
el abad lo hizo venir al capítulo y le hizo esta pregunta: “Siguiendo la
Regla y siguiendo el ejemplo de Jesucristo, ¿serás obediente hasta
¿muerte?" Ante la respuesta afirmativa del “postulante”, el Abad
prosiguió: “Por la presente te recibo como monje y desde este día me
encargo del cuidado de tu alma. Por eso quiero que hagáis, con el
temor de Dios, todo lo que yo os mandaré”. Habiendo consentido el
Emperador una vez más, el Abad declaró: “Quiero que regreses y
gobiernes el imperio que Dios te ha confiado, y por tu constancia en
administrar justicia procures en la medida de tus posibilidades el
bienestar de todo el estado”.
Durante su vida, el oblato permaneció, tanto como pudo, bajo la
dirección de los monjes. San Enrique consultaba con frecuencia al
abad Ricardo.
Ciertos Oblatos, como Boucardo el Venerable, Conde de Vendome,
en Saint- Maur -des- Fossés, vinieron a vivir cerca de la Abadía para
poder participar en la salmodia de los monjes. Para las mujeres esto
era bastante común. Viviendo en celdas cerca del monasterio, pasaban
los intervalos entre los oficios remendando o lavando la ropa de los
monjes o haciendo adornos para la iglesia. Esto fue hecho en la
Abadía de Le Bee en Normandía por la madre del Beato Herluino, el
fundador, y más tarde por Basilis, viuda de Hugo Amfride, su sobrina,
y Eva, viuda de William Crespin. Podemos citar, en el priorato de Le
Desert, una dependencia de Notre-Dame de Lyre, a Helisendia,
esposa de Gilbert de Terray; en Lessies, a Ada, viuda de Thierry
d'Avesnes, Petronila, viuda de Raúl, conde de Viesville, y otros
ejemplos más. La lista podría alargarse considerablemente. Estas
santas mujeres recibieron “el hábito de la religión” o al menos el velo.
Algunas eran vírgenes, otras viudas, algunas mujeres casadas, como
Helisendia, citada más arriba, para quien su marido dotó Misas,
recordando que había vivido “como una hermana”, cerca del priorato
de Le Désert. La influencia de estas oblatas fue a veces profunda. El
monje cronista de Lessies nos dice que la oblata Ada era “la guardiana
del fervor religioso de la Abadía”.
A la hora de la muerte, el oblato seglar se vestía a menudo con el
hábito monástico y, siguiendo el ejemplo de los monjes, expiró sobre
cenizas. Aún más a menudo, fue vestido con él después de su muerte
y fue enterrado en el claustro, como había estipulado en el momento
de su recepción. Se le hizo un obituario y se le concedieron sufragios
como a los miembros de la comunidad.
Gracias a Santa Francisca de Roma, un grupo de mujeres oblatas se
hizo famoso en el siglo XV, a saber, el grupo que se formó en Roma
alrededor del monasterio de Santa María de las Nieves, atendido por
la Congregación Benedictina del Monte de los Olivos. Después de
haber sido una esposa y madre modelo, Francisca, que había sido
oblata seglar desde 1425 y había enviudado en 1436, se retiró con
algunas damas piadosas a la casa de Tor´ di Specchi, que había
alquilado mientras su marido vivía. Las “hermanas”, sin ningún voto,
siguieron la Regla de San Benito, adaptada a su situación por Dom
Antonello di Monte - Savelli. Llevaban un velo de lana blanca sobre
un modesto vestido negro.
Dom Bernard Maréchaux escribe: “Francisca dirigía su pequeño
rebaño admirablemente. Su alma era de una sola pieza, que no tenía
otro fin más que Dios y que se dirigía directamente a Él como una
flecha. Viviendo en constante contacto con Dios y sus santos, la
admirable mística fue, sin embargo, una ardiente apóstol. Ella libró
una batalla sin tregua contra las modas licenciosas. Se dedicó a los
enfermos y a los pobres; y entre múltiples obras de misericordia y
sembrando milagros en sus pasos, descendió al fondo de aquel abismo
de humildad y obediencia cavado por san Benito. Estaba llena hasta
el borde de ese espíritu de compunción que es la fuerza de la oración
benedictina…”
La decadencia monástica de los siglos XV y XVI implicaba
necesariamente una decadencia de la oblatura. Sin embargo, esto
último no se olvidó por completo en el siglo XVII. Escribiendo en ese
momento la vida de la Venerable Matilde del Santísimo Sacramento,
el Abbé Duquesne hizo esta observación: “Anteriormente era una
práctica bastante común tomar el hábito de cierta orden religiosa a la
que uno tenía alguna atracción.
“Uno no renunciaba a su estado de vida ni siquiera a las ropas
propias de ese estado, sino que se contentaba con llevar debajo de las
ropas ordinarias alguna marca o símbolo de la orden que había
elegido. Pero esta devoción, antes tan estimada y tan reverenciada, ya
no es más que objeto de la censura y de la burla del mundo”.
El siglo XVII vio algunas grandes mujeres oblatas. La más célebre
fue Helena Lucrecia Cornaro - Piscopia, de una de las familias más
ilustres de Venecia. Prodigio de saber, pero también de piedad y de
mortificación, se consagró en secreto al Señor a la edad de 11 años.
Enamorada de la liturgia, asistía todos los días al Oficio en la Abadía
de Santiago. Un poco más tarde renovó su voto y recibió como oblata
el gran escapulario benedictino, que siempre llevaba debajo de sus
ropas seglares. Dom Mabillon no dejó de ir a visitarla en su paso por
Italia. La muerte se la llevó a la edad de 32 años. Su cuerpo, vestido
con el hábito de la Orden, descansa en Santa Justina de Padua en la
capilla reservada para el entierro de los monjes.
Durante la misma época, la Madre Matilde del Santísimo
Sacramento recibió en la oblatura a la Condesa de Chateauvieux. A
través del Abbé Duquesne conocemos los detalles de la investidura,
que tuvo lugar durante la noche, después de maitines; y el mismo
autor nos ha conservado la pequeña alocución dirigida por la
“Venerable Madre” a la nueva oblata cuando se había puesto la túnica,
el cinturón de cuero, el escapulario y el velo.
En el siglo XVIII necesariamente siguió los destinos de la Orden
monástica y sufrió su agonía. Fue revivido en el siglo XIX por el gran
monje que restauró la orden de San Benito en Francia, Dom Prospero
Guéranger, primer abad de Solesmes. Sus pensamientos sobre este
tema han sido recogidos en una pequeña obra titulada La Iglesia o la
Sociedad de la Alabanza Divina. Más tarde, la oblatura fue revelada
al público en general por un célebre oblato de Ligugè, el escritor
Huysmans, cuyo libro El oblato no ha dejado de influir en el progreso
de la oblatura. Desde entonces no ha dejado de prosperar y de ser un
eficaz instrumento de renovación cristiana en una sociedad
paganizada.
En 1898 Su Santidad el Papa León XIII en un Breve fechado el 17
de junio estableció los privilegios de los Oblatos Benedictinos. En
julio de 1904, Su Santidad el Papa San Pío X, a petición del
Reverendísimo Abad Primado de la Orden, Dom Hildebrando de
Hemptinne, aprobó y confirmó los Estatutos de los Oblatos. En
adelante, los oblatos benedictinos tienen un estatuto jurídico en su
Orden y en la Iglesia.

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