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¿Existe la mente o es una invención histórica?, ¿si existe, por qué parece
imposible que lleguemos a algún acuerdo mínimo sobre lo que es?, ¿en qué
circunstancias se gesta la idea, aparentemente paradójica, de que la mente puede ser
estudiada científicamente?, ¿a qué funciones culturales parece responder el estudio
científico de la mente?, ¿por qué el concepto de representación se ha llegado a convertir
en una auténtica metonimia del concepto de mente?
En la segunda parte del temario intentaremos definir las condiciones en las que
cabe hablar de la psicología como ciencia; en la tercera proporcionaremos una
cartografía de mínimos de la dimensión profesional de la psicología y en la cuarta, y
última, reflexionaremos sobre el modo en que la psicología se relaciona con el mundo
de los valores, tanto en un sentido disciplinar, general, como en el contexto del ejercicio
profesional.
Tema 1. La psicología antes de la psicología
1.1. Introducción
No cabe duda de que lo que ahora llamamos psicología académica tiene su origen
histórico, alrededor del último tercio del siglo XIX, en el intento de abordar
científicamente algunos problemas que la filosofía había abordado hasta entonces de
manera racional o especulativa. No es menos cierto que el protagonismo de este proceso
les cupo, sobre todo, a un puñado de filósofos y fisiólogos alemanes (entre los cuales,
Guillermo Wundt suele ser considerado el más importante) que comenzaron a estudiar
con los métodos de las ciencias naturales, o ciencias hipotéticas, como entonces se las
conocía, los procesos sensoriales y perceptivos, los sentimientos, la memoria o la
voluntad, con el propósito, casi siempre, de aportar argumentos empíricos al debate
filosófico que la teoría del conocimiento kantiana había dejado abierto. Pero también es
cierto que este proceso no se dio en el vacío. Es decir, no fue nunca un proceso
estrictamente académico. La construcción del espacio disciplinar que ocupa la
psicología actual ha sido y es el pretexto para sacar adelante ideas sobre el sujeto
ideológica, moral, política y estéticamente interesadas. De no ser así, la psicología
nunca hubiera tenido sentido en esta, o cualquier otra, forma de vida. De algún modo, la
fundación del primer laboratorio de psicología experimental en Leipzig (sea o no el
primero de la historia) es el último de una larguísima y compleja cadena de
acontecimientos académicos, librescos, culturales, económicos y políticos que, de algún
modo, exigían la promoción histórica de un ámbito académico específico dedicado al
estudio científico de la actividad humana. Por eso la Historia de la Psicología no puede
ser sólo una historia de las ideas académicas sobre la mente o el comportamiento
humanos.
En cualquier caso, conviene que tengamos en cuenta un asunto más. Existen diferencias
notables, a veces insalvables, entre los distintos enfoques teóricos en relación con la
naturaleza del objeto de estudio de la psicología (mente, conducta, acción mediada,
actividad, procesos inconscientes). Sin embargo, y a pesar de estas diferencias, la
psicología se presenta ante nosotros como una disciplina única, institucionalmente
unificada (facultades, centros de investigación propios, por ejemplo) y profesionalmente
bien definida (colegios profesionales de psicólogos, códigos deontológicos). Para el
historiador de la psicología constituye una auténtica tentación la posibilidad de mirar el
pasado de la disciplina desde las condiciones que la definen en la actualidad, en el
presente. A este tipo de sesgo historiográfico se le suele denominar presentismo. Muy a
menudo el presentismo camina de la mano de otra actitud historiográfica que no resulta
menos arriesgada, el esencialismo, es decir, la tendencia a pensar que la historia (de la
psicología, en este caso) consiste en el despliegue de un conocimiento esencial que de
algún modo está presente, preformado, en el ser humano desde sus orígenes. Por último,
y muy a menudo, los historiadores suelen completar esta actitud metodológica, que
podríamos llamar (excusen la pedantería) presentismo esencialista, con una suerte de
concepción metafísica de “lo psicológico” y de su papel en la explicación del fenómeno
humano. En tanto entidad psicológica, el ser humano no habría cambiado
sustancialmente desde el momento en que se estabilizó como especie. Ni el paso de la
historia (para las formas de vida de las que se puede decir que tienen o han tenido
historia) ni las variaciones culturales habrían variado en lo esencial el diseño
psicológico de la especie. De este modo, la historia de la psicología sería la disciplina
encargada de estudiar la forma en que los seres humanos habrían ido “descubriendo” la
mente humana hasta llegar a nuestro estado actual de conocimientos al respecto.
El historiador debe ser cauto y honesto para no convertir su tarea en una forma
de legitimar el estado actual de la disciplina.
Se debe entender el estado actual sólo como uno entre los muchos presentes
posibles a los que el decurso de la historia pudo conducir.
Esta tarea cobra sentido cuando cada idea, teoría o tecnología psicológica es
puesta en relación con las condiciones histórico-materiales en las que emerge o a
las que aspira.
Esta larga cadena de acontecimientos puede ser parada, para no ir más lejos, alrededor
del año 6000 a. de C., uno de los momentos más fascinantes de la historia de la
humanidad. En él se dan en paralelo dos procesos aparentemente opuestos y, sin
embargo, solidarios. Por un lado, el desarrollo de las grandes ciudades mesopotámicas
y, por otro, su organización política en el primer estado de la historia. Bajo esta nueva
forma política emergen, también en paralelo, (1) la conciencia de la distintividad, a
través de una división sofisticada y cooperativa del trabajo, y, (2) la conciencia de
pertenencia a una comunidad abstracta a la que el individuo se vincula también de
manera abstracta o formal y no en virtud de vínculos de sangre o naturales.
Pero también al hilo de estas formas sofisticadas de intercambio surge la práctica del
ahorro. Conviene tener en cuenta en este sentido la importancia del ahorro en el
desarrollo de uno de los ejes que recorren la historia de la psicología: la individuación.
Pensemos que el ahorro, la acumulación de bienes, permite que algunos individuos
dispongan de un cierto margen para determinar sus propios proyectos vitales. La vida se
convierte poco a poco en biografía, es decir, la vida se abre poco a poco y el sujeto
empieza a intuirse a sí mismo en la intemperie de sus propias decisiones, intuyendo de
paso su condición de individuo, inconfundible e inintercambiable. El ahorro, la
acumulación de bienes, hace que el sujeto sea más autónomo y que pueda tomar
decisiones. La autonomía, la flexibilidad y una relativa indeterminación del curso de la
vida colocan al sujeto en el territorio de los conflictos.
Como acabamos de señalar, lo que marca la diferencia entre el dualismo y las formas de
control comportamental (social e individual) desarrollados en Mesopotamia y las que se
habrían de desarrollar en Grecia es la especial incidencia de tres condiciones socio-
culturales básicas: el comercio, la democracia y la escritura alfabética. Estas tres
condiciones serían las responsables del desarrollo de lo que en un sentido general
podríamos llamar racionalidad abstracta o filosófica, distinta en muchos sentido de otras
formas de racionalidad que, en general, podríamos llamar prácticas o concretas. En la
medida en que estos tres factores no confluyan en una misma circunstancia geopolítica
no cabría hablar de propiamente de filosofía (especulativa, racional o abstracta) y, aún
menos de ciencia. En tal sentido, decir “ciencia china tradicional” es casi una
contradicción en los términos, que sólo cabría aceptar en un sentido figurado.
(2) Por esta misma razón, se puede decir que, en cierto modo, la escritura
alfabética nos hace tomar conciencia de nuestra condición de seres
interpretantes, de intérpretes. La escritura “fija” o fuerza “lo que se tiene que
decir” y esta operación libera en el espacio oscuro de la conciencia la posibilidad
de interpretar. La lectura alfabética se convierte en la condición de posibilidad
para la emergencia de la interpretación, de la hermenéutica.
En general, podemos decir que la cultura psicológica griega se articula y crece a lo largo
de tres ejes, que nosotros consideramos por separado sólo por motivos didácticos,
aunque en muchos casos resulten imposibles de discernir en la compleja dinámica
cultura griega: (1) prácticas o técnicas de control y/o predicción del comportamiento
(2) antropologías psicológicas populares o intuitivas (artes plásticas, música, teatro,
épica, arquitectura), (3) antropologías psicológicas racionales o explícitas,
relacionadas con esquemas filosóficos más generales (ontología, epistemología, ética,
estética).
Entre las prácticas de control y/o predicción del comportamiento que los griegos
practicaron, y de las que se tiene constancia, se encontraban, entre otras, las siguientes:
Esta tecnología de autocontrol se expresa como retiro del mundo en los ascetas
cristianos (anacoretas y ermitaños) y en la actitud de retiro propia de la vida monástica.
Bajo la lógica de la vida monástica, el espíritu de la parresía, como actitud de
autorrevelación sincera, que forma parte de la askesis, tiene su expresión medieval
cristiana en la confesión, que primero se da entre el abad o guía espiritual (“abbás”
equivale a padre en griego) y el monje, y que después se extiende a la relación entre el
padre-sacerdote y el creyente, en general.
El segundo eje a través del cual hemos sugerido que se habría desarrollado la conciencia
de lo psicológico en Grecia es el constituido por lo que hemos llamado antropologías
psicológicas populares. Se trata de un amplio conjunto de conocimientos y técnicas
relacionadas con la elaboración de la experiencia humana desde el ámbito del arte y
otras formas de tratamiento simbólico de lo humano. El arte, la mitología y los ritos
religiosos, entre otras manifestaciones simbólicas, proponían y conseguían estabilizar
ideas de lo más diversas sobre la naturaleza humana, incluyendo las relaciones entre lo
que sabemos, lo que queremos y lo que debemos hacer. Los conflictos entre los
hombres y los dioses, y los conflictos propiamente humanos, se convierten en el núcleo
a partir del cual se desarrolla un auténtico patrimonio de psicologicidad en Grecia.
Aunque no vamos a tratar este asunto en este momento, sí cabe recordar que algunos de
estos conflictos estéticamente articulados por los griegos se convertirían con el paso de
los siglos en figuras conceptuales importantes en el seno del psicoanálisis. Tal es el
caso, por ejemplo, del Complejo de Edipo o el narcisismo.
El giro antropológico, hacia el hombre, que el pensamiento griego ejerce tiene que ver
obviamente con las consecuencias derivadas de estos tres acontecimientos, que hacen
que los sofistas se centren en la enseñanza de disciplinas más relacionadas con el
hombre y su dimensión social que con la naturaleza, como venían haciendo los filósofos
tradicionalmente.
Los sofistas hacen, en tal medida, al hombre medida de todas las cosas. La realidad sólo
cobra sentido en el espacio de la conciencia, como forma de representación. Todo es
representación y la representación es todo lo que hay. No existe, por tanto, para los
sofistas una Verdad, con mayúsculas, sino multitud de verdades, con minúsculas,
provisorias y ajustadas a sus condiciones de producción y enunciación. Algunos sofistas
renunciaron, en consecuencia, a los dioses y fueron juzgados e inculpados por ello.
En general, los sofistas deben ser entendidos como un movimiento laico y democrático
que puso en jaque a los partidarios de que las cosas se quedasen como estaban. Ninguna
verdad, para los sofistas, se defiende sola, sino que debe ser justificada o demostrada
argumentalmente.
Esta idea le resultó especialmente perversa a Platón, un ferviente partidario del viejo
orden: una sociedad estratificada y estática, capaz de conservar el orden político
tradicional y la jerarquía de valores que lo informaba y que le daba sentido. Un mundo
estático en el que al ser humano le cabía el papel, en el mejor de los casos, de
espectador atento. Para que el espectáculo del mundo real, es decir, del mundo de las
ideas (Pitágoras) resulte viable, el ser humano debe ser capaz de someter y controlar sus
pasiones y deseos mundanos, y renunciar a la tiranía de lo inmediato y aparente. El alma
inmortal humana es el nexo natural entre el hombre y el cielo, de tal modo que sólo
podemos conocer lo que creemos conocer porque nuestra alma, antes de in-corporarse
en nosotros, ha estado en contacto directo con las ideas verdaderas que pueblan el
mundo de las ideas. Conocer es, entonces, reconocer o recordar. No hay, en este sentido,
posibilidad alguna de cambio real en un sentido general (epistemológico, científico,
político, moral), pero tampoco hay posibilidad de cambio psicológico en el individuo:
no hay posibilidad de aprendizaje, todo está preformado. Descartes, Leibniz, Hering,
Chomsky o Fodor han defendido, cada uno de ellos en su circunstancia histórica, ideas
semejantes (ver para ampliar este punto el capítulo sobre Platón de Diez teorías sobre la
naturaleza humana y texto correspondiente del libro de Cagigas).
Por el contrario, Aristóteles defiende, aún siendo discípulo de Platón, una concepción
más dinámica y abierta al cambio del ser humano, en consonancia con sus ideas
políticas y su concepción general del mundo y lo que, de algún modo, ahora
llamaríamos naturaleza. Su concepción del ser humano puede ser deducida de su
concepción metafísica general (ver libro de Cagigas) y de sus ideas sobre la
complejidad progresiva de los seres vivos. El ser humano es para Aristóteles una unidad
funcional, cuyo movimiento y funciones dependen del alma, como ocurre con cualquier
otro ser vivo. El alma es, por tanto, principio no sólo de movimiento sino, en concreto,
de movimiento funcionalmente orientado. Aristóteles propone que existen tres tipos de
almas, lo que equivale a la idea de que el alma puede tener tres funciones:
Aristóteles propone una concepción del sujeto psicológico coherente con su idea general
de la naturaleza y enfatiza la idea de que el alma es principio de organización funcional
del comportamiento de los organismos, intentando mostrar la importancia de la
actividad en la constitución del sujeto, una actitud en la que acabaremos reconociendo
algunas de las aportaciones tal vez más decisivas en la historia de la disciplina, como las
del propio Wundt, Piaget, Wallon o Vygotsky.
Con la crisis de las democracias, en el período conocido como helenismo, y más tarde
durante la dominación romana, la filosofía hace un nuevo giro hacia el hombre y sus
condiciones de vida. Epicureismo y estoicismo son tal vez las dos filosofías de la vida
de más largo alcance histórico. Su aportación al desarrollo de la psicologicidad pasa
(ver más arriba) por la articulación de estrategias y criterios para hacer frente a la
compleja tarea de vivir en un mundo que se desmorona, sin referentes ni criterios
estables. Las tecnologías de autocontrol, relacionadas con la askesis y la actitud moral
de parresía, o franqueza moral, representan algunas de las aportaciones más importantes
de estas nuevas sensibilidades filosóficas al desarrollo de la psicologicidad.
4. Absolución
Lo más habitual era que los penitentes se situasen en la entrada de la iglesia, vestidos
con un hábito penitencial e implorando con lamentos y sollozos, el perdón de sus
pecados.
Por estas fechas aparece ya con contundencia la obligación de hacer penitencia pública
por los pecados públicos, es decir los tres anteriormente mencionados, lo que San
Agustín expresa rotundamente en relación, nada más y nada menos, que con la
penitencia pública del emperador Teodosio: "está obligado a hacer penitencia pública
ante el pueblo, especialmente, porque su pecado no fue oculto”. Sin embargo, el propio
San Agustín hace ver que los pecados ocultos podían ser reconocidos en privado incluso
ante un presbítero o un monje, a través de una práctica que recuerda las prácticas de
autorrevelación del mundo clásico a las que ya nos hemos referido. Los pecados
veniales o menores se podían perdonar sin acudir a penitencia, ni pública ni privada.
San Agustín dice que se perdonan por la oración de cada día.
“Así, aquellos que cometan sodomía, harán penitencia cada siete años.
Aquel que sólo desee en su mente cometer fornicación, pero sea incapaz de realizarla,
hará penitencia durante un año, sobre todo, en tres periodos de cuarenta días.
Aquel que voluntariamente polucione durante el sueño, se levantará y cantará nueve
salmos en orden, de rodillas. Al siguiente día, se mantendrá de pan y agua.
Quien ame a cualquier mujer, pero sin realizar maldad alguna, más allá de unas cuantas
conversaciones, hará penitencia durante cuarenta días.
A los niños que imiten el acto de fornicación, veinte días; si lo hacen con frecuencia,
entonces, cuarenta días.
Pero los muchachos de veinte años que practiquen la masturbación juntos y lo confiesen
[harán penitencia por] veinte o cuarenta días, antes de recibir la comunión.”
Los libros penitenciales se fueron extendiendo por toda Europa a partir del siglo VII, y
de la mano de los reformadores carolingios, que sancionaron el doble carácter de la
penitencia (público y privado), aunque la penitencia privada se va imponiendo, hasta el
punto de que hacia el año 1000 apenas quedaban manifestaciones de penitencia pública
en Europa. Los libros penitenciales, que se inspiran formalmente en el antiguo derecho
germánico, estructurado en forma de tablas de pares falta/reparación, se hacen
extremadamente populares y su influencia llega hasta los manuales de confesores de
Raimundo de Peñafort, Summa de poenitentia o el de Juan de Friburgo, Summa
confessorum, ambos del siglo XIII. Con las pertinentes modificaciones y adaptaciones a
los nuevos tiempos, los manuales de confesión auricular proliferaron desde el siglo XIII
al siglo XVII (ver
http://www.raco.cat/index.php/AnuarioPsicologia/article/view/61809/76106).
El IV Concilio de Letrán 1215 establece la obligación para todos los fieles de confesarse
al menos una vez al año:
Cada uno de los fieles de uno y otro sexo, después que han llegado a los años de
discreción, deben confesar individualmente con toda fidelidad al propio sacerdote todos
sus pecados, al menos una vez al año… de otro modo, durante la vida será apartado de
la entrada en la iglesia, y tras la muerte será privado de cristiana sepultura (canon 21)
El decreto conciliar, canon 21, sella el nacimiento de la confesión moderna,
concediéndole, además, un papel fundamental en la organización de la comunidad
cristiana, hasta el punto de que los fieles que no cumplían con el precepto de la
confesión anual, podían ser amonestados y castigados por la autoridad religiosa y civil.
De este modo, la confesión se convierte en una técnica de control moral y político del
sujeto y en la antesala institucional de la psicoterapia moderna, disponiendo en el centro
del sistema la costumbre, ya ineludible, del examen de conciencia, la inspección
sistemática y concienzuda de los propios procesos mentales. La confesión visibiliza la
vida interior y la convierte en el dominio del conflicto moral y psicológico. En alguna
medida, la confesión inventa el conflicto psicológico.
Sea como fuere, uno de los textos que mejor condensan en la tradición humanista
italiana esta antropología de la contemplación es, sin duda, el Discurso sobre la
Dignidad del Hombre, de Pico della Mirandola, en concreto su alegoría de la creación.
Dice Pico de la Mirandola que cuando Dios terminó de crear a todos los seres de la
naturaleza, y hubo dispuesto a cada uno en su lugar de la scala naturae neoplatónica,
pensó en la necesidad de crear a su vez un espectador para su obra. Como todos los
escalones y lugares estaban ya ocupados, decidió crear un ser distinto y ubicuo, que
pudiese estar en todos los sitios, pero que ya no disponía de ningún sitio propio y
exclusivo. De esta manera, creó al hombre, y le dijo :
“No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡Oh
Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los
tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una
naturaleza contraida dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no
sometido a cauces algunos angostos, te la definirás según tu arbitrio al que te
entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más
cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en el mundo. Ni
celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como
modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que
prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con lo brutos; podrás realzarte
a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión” (Mirandola, 1984a; pg.
105).
El destino está, pues, en las manos del hombre, pero sólo como una consecuencia un
tanto arbitraria de una suerte de impulso narcisista de Dios. Dios deja que el hombre
actúe con criterio propio porque sabe que los criterios del hombre coinciden con lo
suyos. Por esta razón, nuestro destino inexorable es descubrir los designios del creador,
recreándonos a nosotros mismos en el intento, modificando en el camino nuestras
propias formas de vida, sin que varíe por ello nuestra naturaleza. Somos, pues, un
dispositivo para la contemplación. Un dispositivo cuya misión básica consiste en volver
la vista y mirar todo lo que hay en el mundo. Somos en el fondo los ojos de Dios en el
mundo, somos razón contemplativa, o, por lo mismo, modestos albañiles al servicio del
gran constructor, del Artífice, del Arquitecto, en términos del propio Pico della
Mirandola. Y la ciencia es al tiempo el órgano y el instrumento que la razón en su,
paradójicamente, ciego despliegue ha desarrollado para cumplir con el fin que le fue
encomendado: la reconstrucción de los planos para que sea posible la construcción del
Templo. No está de más recordar que la traducción literal del griego para el término
“teoría” es justamente “contemplación”. Así que el hombre que necesita, como
veremos, es, en palabras del propio Pico, un camaleón que contempla, “un animal de
naturaleza multiforme y mudadiza” (Mirandola, 1984a; pg. 107).
Tampoco está más recordar otra cosa. El Discurso sobre la Dignidad del Hombre
constituye la Oratio, el preámbulo o justificación, de un libro que contenía sus 900
conclusiones sobre el estado del saber en su época. Pico pretendía defender
públicamente la viabilidad de sus conclusiones en Roma y ante el Papa, pero éste estimó
que algunas de ellas no podían ser conciliadas con la doctrina de la iglesia, así que, a
pesar de los esfuerzos que Pico hizo por modificar su redacción, finalmente las
conclusiones no pudieron ser expuestas. Al margen de este hecho, resulta significativo
que lo que le hizo famoso fue la Oratio más que las conclusiones. Tras el fracaso de su
empresa, se retiró a la vida monacal y poco después murió cuando aún tenía 32 años. O
sea, Pico representa en buena medida el límite epistemológico al que la filosofía y la
ciencia habían llegado en su época, un límite al que, como acabamos de ver, la propia
iglesia no podía llegar. Lo que resulta llamativo es que la defensa de la armonía entre
revelación y ciencia es también el caballo de batalla de los científicos puritanos
ingleses. En el norte la ciencia acaba disponiéndose en el centro de la vida civil,
mientras que en el Mediterráneo, genéricamente, en el mundo contrarreformista o
católico, la ciencia seguirá durante siglos siendo considerada una actividad sospechosa.
Esta obsesión por una contemplación activa de la obra de Dios alcanza, por supuesto, a
todos los dominios de la nueva cultura renacentista o preilustrada. El Tratado de la
Pintura de Leonardo operacionaliza la contemplación fidedigna de la obra de Dios. Las
dudas respecto a la calidad y a la honestidad del arte comienzan justamente cuando el
arte empieza a renunciar a ese modo de representación. Pero, entre tanto, Leonardo y
sus coetáneos se obsesionan con la ideación de procedimientos y tecnologías capaces de
generar representaciónes adecuadas de lo-que-el-ojo-ve. Esta obsesión lleva a una
consideración teórica de las “operaciones” del ojo, dice Leonardo, para después
convertirlas mutatis mutandis en reglas para pintar. La teoría de la perspectiva de
Alberti, asumida y desarrollada en parte por el propio Leonardo, es en buena medida la
primera consecuencia de esta artificialización de la visión. Recordemos que la regla de
oro de la pintura era para Alberti la siguiente:
“Lo primero hago un quadro o rectángulo del tamaño que me parece , el cual
me sirve como de una ventana abierta, por la que se ha de ver la historia que
voy a expresar... “ (Alberti, 1986; pg. 215; las negritas son mías)
En cierto modo, este movimiento produce lo que Chastel ha acertado en denominar una
nueva objetividad que se empieza a desprender, a base de disciplina metodológica, del
miedo atávico a los sentidos actualizado por el neoplatonismo de Ficino, Poliziano y sus
correligionarios. Se trata, evidentemente, de una objetividad que ya no es propiedad
exclusiva de la naturaleza. Es necesario pensar en un sujeto que sea capaz de objetivar
la naturaleza a través de sus propias operaciones. Esta nueva objetividad sub specie
visibilitatis (Bozal, 1986) alcanza una densidad especial con las máquinas de dibujar
que se van desarrollando a través de la metáfora de la ventana de Alberti, y que
Leonardo convierte en procedimiento, en operación, como sigue:
“Se tomará un cristal del tamaño de medio pliego de marca, el cual se colocará
bien firme y vertical entre la vista y el obgeto que se quiere copiar: luego
alexándose como cosa de una vara, y dirigiendo la vista a él, se afirmará la
cabeza con algún instrumento, de modo que no se pueda mover a ningún lado.
Después cerrando el un ojo, se irá señalando sobre el cristal el obgeto que está
á la otra parte conforme lo represente, y pasando el dibuxo al papel en que se
haya de executar, se irá concluyendo, observando bien las reglas de la
perspectiva “ (Da Vinci, 1986; pg. 15).
Pero vayamos por partes. Como antes apuntábamos, partimos de la idea de que la
psicología necesita contar con una cierta imagen del hombre para hacerse culturalmente
viable. Una idea semejante toma Merton como punto de partida en su texto sobre el
puritanismo y la ciencia. La idea de Merton es, efectivamente, que el modo de vida
puritano pone las condiciones antropológicas necesarias para un desarrollo adecuado de
la ciencia en la Inglaterra del siglo XVII. Lo que nosotros añadimos es la idea de que la
psicología moderna, muy pronto científica, que surge de la mano de los filósofos
empiristas, viene a representar, en primer lugar, la colonización del orden subjetivo a
través de los mismos métodos que habían mostrado su éxito en la esfera de las ciencias
naturales, como Husserl defendía en La Crisis de las Ciencias Europeas, y, en segundo
lugar, representa la respuesta al último enigma de la actividad científica: ¿en qué
operaciones [naturales]del sujeto se basa nuestra posibilidad de disponer de un
conocimiento adecuado del mundo natural?, ¿cómo contemplamos el mundo y cómo
debemos contemplarlo?
Para empezar cabe recordar, que la ética protestante tenía su referente en la conciencia
individual, desprendida ya de toda mediación con la divinidad. Frente a la disociación
entre las esferas ético-social y religiosa propia del catolicismo, solventada en una idea
muy posibilista del pecado, la reforma enfatiza la evitación, o la prevención, de la
conducta inmoral a través de un rígido código de comportamiento, no sólo en relación
con la divinidad, sino, sobre todo, en relación con los semejantes. La Reforma
proporciona una rejilla de mediación entre la ley natural y la ley convencional en la que
la noción de conciencia individual, asociada a la libertad de conciencia, se manifiesta,
como Weber supo ver, en la idea de un bautismo elegido cuando el creyente es adulto y
decide por sí mismo. El ideal de neutralidad al que la ciencia se sabe acoger se ve
reforzado por esta idea de una comunidad pura (secta, es el término que prefiere
Weber), una comunidad de conversos voluntarios, libre de toda sospecha de coerción y
vinculación con los sistemas políticos. Este movimiento significa un enorme respaldo
histórico al imperativo ético del desinterés de la ciencia, tal y como lo entenderá Robert
K. Merton, y también, cómo no, al ideal democrático del sufragio universal.
Merton retoma bastante tiempo después este argumento de Weber en su tesis doctoral, a
la que antes nos referíamos. El capítulo V de la tesis se dedica al estudio de lo que él
denomina fuerzas motivacionales de la nueva ciencia (Merton, 1985a). Merton reconoce
que no hay ningún hilo oculto, ninguna trama indescifrable. La cuestión es que el
método, la aproximación racional y sistemática a los asuntos mundanos (la actitud de
cálculo), la laboriosidad y la consagración al trabajo, hacían más fácil ganar dinero y,
consecuentemente, poder. El impulso de la burguesía reformista a la ciencia y la
tecnología provoca la emergencia de una alianza histórica que tendrá su primera
expresión clara en la institucionalización académica e industrial de la ciencia inglesa, y
su expresión más acabada en ese mismo sentido en el Nuevo Mundo.
Pero veamos en un fragmento de Robert Boyle citado por Merton en su trabajo cómo se
recupera desde el espíritu de la reforma el reto que Pico había dejado en el aire:
“No es aventurado suponer que, al menos en la creación del mundo sublunar y
las más conspicuas estrellas, dos de los principales objetivos de Dios fueron la
manifestación de su propia Gloria y el bien de los hombres.
También la Royal Society, institución plagada de puritanos y que surge con la intención
de eludir el conservadurismo de las universidades, manifiesta ideas semejantes. En su
segundo Estatuto, de 1663, señala que sus miembros
Contemplar la obra de Dios es en realidad la causa final del hombre como especie,
porque para ese fin fue creado. Contemplando la obra de dios el hombre conoce sus
planes y el lugar que ocupa en los mismos. De este modo, y si nuestra hipótesis no es
del todo descabellada Aristóteles pone las bases, o sirve de canon para el desarrollo de
la actitud científica, y al mismo tiempo, y por lo que ahora nos interesa, desarrolla, por
la paradójica vía de la tradición teológica, los fundamentos de una antropología
psicológica naturalista con una decisiva repercusión histórica.
Tras esta “bancarrota del saber”, como la llamó Cassirer, debemos asumir que las
respuestas deben estar entonces, y muy a pesar del propio Hume, en una naturaleza
humana que deseamos explicar al mismo tiempo que la ejercemos. Hume fue
efectivamente difamado por gente como Beattie por las perniciosas consecuencias
morales y políticas de su escepticismo. Kant, que curiosamente descubre a Hume, a
través del libro de Beattie (Ensayo sobre la Naturaleza y la Inmutabilidad de la Verdad
en Oposición a la Sofística y el Escepticismo, 1790), que estaba plagado de citas
literales del Tratado, reconoce en el testimonio de Hume el punto de partida para una
elaboración y justificación crítica de la verdad. Tanto Hume como Kant han asumido
que la descripción de los modos de operar del sujeto es la única forma de encontrar
criterios para reflexionar sobre los límites, si los hubiera, de la verdad. La pretensión de
que el modo de operar del sujeto está sometido a regularidades, sean estas de carácter
transcendental, de carácter biológico o de carácter histórico-cultural, es la base para la
emergencia histórica de la psicología.
Este punto de vista tiene mucho que ver con el que le sirve de motivo a Husserl (1991)
para escribir La Crisis de las Ciencias Europeas. La idea es que la psicología naturalista
viene a resolver históricamente la emergencia de un dominio de legalidad implicado,
aunque no explicado, por el naturalismo objetivista de los científicos postrenacentisras:
el dominio de la subjetividad.
Pero esta psicología naturalista viene al mundo sometida a una paradoja: ella
misma, y cualquier otra ciencia, pertenecía ya, como construcción de la mente, a
su dominio de objetos. Las teorías científicas, las ciencias, eran ya entendidas
como actividad psicológica, “como configuraciones particulares del espíritu”, que
transportaban, sin embargo, la verdad sobre el mundo.
Pero, como señala Husserl, no sólo la ciencia sino la propia conciencia cotidiana
del mundo se veía tambalear como mera representación o creencia, desde la
perspectiva de la nueva psicología, provocando un giro histórico hacia un
subjetivismo transcendental. Así que la psicología viene a ser la mejor
condensación histórica de ese subjetivismo transcendental.
Es cierto que una buena parte de los desarrollos históricos más importantes que se
han dado en este territorio de la subjetividad pueden ser explicados a partir de la
hipótesis de la verdad como construcción, pero también lo es que otros muchos
desarrollos interesantes y culturalmente activos, aunque no nos parezcan
teóricamente viables, no pueden ser entendidos como consecuencias del
despliegue de esa idea. Una opción alternativa, tal vez demasiado simple, consiste
en suponer que estos últimos desarrollos, por ejemplo, el conductismo o la
psicología rogeriana, constituyen errores en los que incurre la razón incorporada
en el individuo en su ejercicio de tanteo y prueba permanente. Pero eso supone
medir con distinto rasero los desarrollos que nos gustan y los que no. Los
desarrollos malos son en este esquema el resultado de la abdicación del ser
humano a la molicie, al burdo interés, o a la moda, mientras que los buenos son la
consecuencia del sacrificio personal, de la voluntad de saber, del sometimiento de
la voluntad individual al curso necesario y envolvente de la razón, del amor a la
verdad y del desinterés.
5. La psicología en crisis
1. Comprensión y explicación
Aunque la idea de la ciencia como fenómeno final a explicar está de alguna forma
en los orígenes de esta tradición, la figura que parece recoger de manera más explícita
esta preocupación por las condiciones psicológicas del conocimiento científico es
seguramente Jean Piaget. Piaget, y en buena medida también su más ilustre antecesor,
Baldwin, intentan describir la dimensión epistémica del desarrollo ontogenético sin
perder nunca de vista que lo que realmente interesa en último término es dar cuenta
científicamente de la propia ciencia, considerada ahora en su génesis. Por supuesto, se
entiende que el ejercicio de la ciencia es fundamentalmente la consecuencia del
despliegue, a través de formas de acción abiertas o encubiertas (operaciones), de
competencias funcionales inherentes a la naturaleza humana. El motor de ese despliegue
es, claro está, la maduración biológica. El conocimiento científico es, por definición,
biológicamente necesario (ver Piaget, 1969). Las circunstancias sociales, culturales o
biográficas son meras condiciones de posibilidad para que la razón cumpla con su razón
de ser. Entre los tanteos exploratorios del bebé y la demostración de la teoría especial de
la relatividad sólo hay una diferencia de grado. Einstein y el bebé están haciendo
básicamente lo mismo: son meras instancias para que la razón siga siendo ejercida.
Podría valer en este caso una frase célebre entre los especialistas en genética: “una
gallina es sólo la forma que un huevo tiene de producir otro huevo”.
En cualquier caso, lo que nos importa, de momento, es que, desde esta perspectiva
constructivista, la psicología se convierte en el espacio disciplinar más adecuado y más
legítimo para reflexionar sobre la naturaleza de la actividad científica. Hemos intentado
hacer ver que esta conclusión no es del todo gratuita si uno contempla las cosas a una
cierta distancia y desde una cierta perspectiva. En buena medida es el resultado más
lógico de un proceso de naturalización progresiva del sujeto de conocimiento, un
proceso que tiene, visto desde dentro, su piedra angular en la epistemología kantiana, y,
simplificando un tanto el proceso, sus puntos de apoyo más sólidos en la antropología
humanística del renacimiento y su desarrollo a través del espíritu de la Reforma
protestante.
3. La idea de génesis y la articulación del campo de la psicología del conocimiento
Hemos dicho que la psicología científica del XIX, al menos la que se ocupa del
problema del conocimiento, es en buena medida la consecuencia de la naturalización del
sujeto transcendental kantiano. En mi opinión, este proceso de naturalización pasa,
básicamente, por la idea, bastante obvia para nosotros, pero no tanto en la época, de que
el sujeto cambia. Frente al sujeto transcendental kantiano, estable, ahistórico,
intemporal, abstracto, creado, el sujeto del siglo XIX es un sujeto en el que lo único que
permanece justamente es el cambio, un sujeto que sólo puede ser entendido
genéticamente. En efecto, el siglo XIX puede ser entendido como el siglo de la génesis.
Frente a la idea de un mundo creado por Dios de una vez y para siempre, el siglo XIX,
instala en el corazón de la cultura occidental la idea de que las cosas están siempre en
permanente cambio.
A lo largo del siglo XIX se van constituyendo algunas disciplinas que justamente se
ocupan del modo en que opera el cambio en distintas escalas y fenómenos. De algún
modo, se podría decir que estas nuevas disciplinas se organizan en cuatro escalas
genéticas: microgénesis, ontogénesis, filogénesis e historiogénesis.
La microgénesis es la escala que permite entender el cambio en tiempo real. La
fisiología experimental representa por excelencia esta preocupación por la microgénesis
y tuvo un efecto decisivo (sobre todo la neurofisiología) en la emergencia de la
psicología experimental alemana de corte wundtiano.
La ontogénesis es la escala que permite explicar los cambios que se producen a lo largo
del ciclo vital de los organismos. La embriología y la pediatría son, dentro de esta escala
genética, las disciplinas que más impacto tuvieron en la génesis de la psicología
evolutiva, cuyas expresiones más conocidas son seguramente las teorías de Freud,
Piaget y Vygotsky.
La filogénesis es la escala genética que estudia los cambios que se producen en las
especies y que provocan, en su caso, la aparición de especies nuevas. La teoría de la
selección natural de Darwin provoca una auténtico cambio de enfoque en el campo de la
psicología al poner de manifiesto la hipótesis de una continuidad natural entre otras
especies y el ser humano. Se trata probablemente de la teoría científica con un efecto
más decisivo sobre la emergencia histórica de la psicología científica.
Por último, la historiogénesis es la escala genética que pone de manifiesto los cambios
que en las cosas, y particularmente en los asuntos humanos, produce el tiempo histórico.
La consideración de la implantación histórica del ser humano tiene su proyección más
clara en la psicología historicista y comprensiva de Dilthey, en la psicología socio-
histórica de Vygotsky y en la psicología de los pueblos del propio Wundt.
Veamos un poco más despacio cómo se articula la psicología científica históricamente
alrededor de estas escalas genéticas.
Microgénesis: de la psicología fisiológica wundtiana a la psicología cognitiva
contemporánea
Si, como ya hemos dado a entender, hay una cuestión que nos preocupa a los psicólogos
desde siempre es nuestro estatuto epistemológico. Suelo decir a menudo que la
psicología es una disciplina epistemológicamente atormentada. Una disciplina cuya
viabilidad institucional o social, en un sentido más general, parece ir asociada, incluso
depender, como veremos, de su inestabilidad epistemológica. Esta inestabilidad
epistemológica depende del hecho de que ha sido capaz de promoverse justamente
como un espacio disciplinar funcionalmente esquizofrénico, como un Jano bifronte, con
un ojo puesto en la naturaleza y el otro en la cultura, atenazado entre la vocación de
explicar y la necesidad imperativa de comprender. Tal vez sea este aparente malestar o
inquietud en relación con su estatuto epistemológico una de las notas que nos permite
definir y entender más cabalmente la cultura psicológica. En cierto modo, la obsesión
por la cuestión de alcanzar el estatuto de ciencia, por cruzar de una vez por todas el
umbral de positivización, como diría Foucault, convierte a menudo a la psicología en
una expresión bastante vulgar de lo que algunos llamarían, permítaseme la expresión,
mentalidad moderna. Podríamos decir, en este sentido, que la psicología es la ciencia
más moderna porque hipertrofia la ética científica y la convierte además en el núcleo de
su programa de progreso científico y cultural. A mí personalmente esa obsesión por
presentarse socialmente como un ciencia respetable, o, aún, si cabe, como la ciencia
ideológicamente más científica de todas las ciencias, me recuerda, de manera
seguramente muy arbitraria, pero también muy densa y precisa a la pulcritud
escandalosamente sospechosa de los vendedores de enciclopedias a domicilio.
Este carácter crítico y atormentado, esta inestabilidad esencial de la psicología es
el eje dialéctico a través del cual ha ido indagando en su sentido histórico y haciéndose
culturalmente relevante. Esta inestabilidad esencial ha producido además una cultura
científica y académica con algunos rasgos llamativos, como la hipertrofia normativa
(un respeto incondicional y algo exgerado a las normas científicas de producción y
distribución de conocimiento) o la conciencia permanente de crisis.
En mi opinión, Wundt trazó en su propia trayectoria intelectual los límites
absolutos de la inestabilidad epistemológica de la psicología, tipificados en su
psicología fisiológica y en su psicología de los pueblos. Cabe decir que oficialmente
Wundt es tenido como el fundador de la psicología científica, pero también cabe
recordar que antes que él, Fechner había puesto las condiciones para el desarrollo de
una psicología experimental formalizada a través de lo que denominó Psicofísica, una
disciplina que permitía estudiar y modelizar matemáticamente las relaciones entre las
magnitudes de los estímulos físicos y sus cualidades sensoriales. Von Helmholtz, físico
y fisiólogo, con el que el propio Wundt se había formado había propuesto una teoría
general de la percepción, que se dio a conocer como teoría de la inferencia inconsciente,
y la teoría tricromática de la percepción del color. La psicología fisiológica wundtiana
es históricamente incomprensible sin las aportaciones de Fechner y Von Helmoltz,
entre otros.
En cualquier caso, Wundt fundó el primer laboratorio de psicología experimental
estable, fue capaz de llevar al laboratorio algunos de los elementos más relevantes de la
agenda filosófica heredada del kantismo y creó la primera escuela psicológica moderna
de largo alcance, de corte voluntarista. Dirigió, además, casi doscientas tesis doctorales,
de manera que un montón de filósofos y buena parte de la primera generación de
psicólogos modernos se formaron con él en Leipzig.
Propuso inicialmente una psicología experimental basada en el uso sistemático
de la introspección. Un experimento wundtiano implicaba básicamente la manipulación
experimental de algún estímulo sencillo y la generación de informes introspectivos
extremadamente finos y sofisticados de unos pocos sujetos bien entrenados para dar
cuenta de las cualidades de dicho estímulo. Para hacernos una idea, un catador de vinos,
un perfumista o un comprador de telas avezado, serían sujetos wundtianos ideales. En la
época en la que trabajaba Wundt la estadística apenas pasaba de los estadísticos
descriptivos, así que la posibilidad de construir generalizaciones desde la base
experimental estaba prácticamente vedada. Era necesario producir variaciones
sistemáticas y series interminables de experimentos para estabilizar los resultados.
Wundt entendía que la psicología debía someterse con disciplina a esta lógica
minimalista antes de aventurar generalizaciones teóricas y, mucho menos, aplicadas.
El laboratorio de Wundt, y su selva de aparatos científicos llenos de escalas y remaches,
simbolizan más densamente que ninguna otra imagen que se nos pueda ocurrir el
compromiso histórico de la psicología con una ciencia vinculada al método
experimental, y ajena, por tanto, a la filosofía o a la “mera especulación”. La mayor
parte de los manuales contemporáneos de Historia de la Psicología refrendan este mito
fundacional, un mito, por lo demás, presente en la mayoría de las introducciones
generales a la psicología. De esta forma se convierte en un “mito de origen”
fundamental para la construcción de una identidad profesional y/o intelectual para los
psicólogos, legitimando o promocionando unos valores epistemológicos concretos
frente a otros posibles (Castro, Jiménez, Morgade y Blanco, 2001). Cabe pensar que
identificar el origen de una disciplina científica con la inauguración de un laboratorio es
una práctica tan poco frecuente en la historia de las ciencias naturales como interesante
si uno quiere estudiar la naturaleza y el desarrollo de la cultura psicológica.
Como tenemos que ir un poco rápido, me permitiré completar mi boceto de la
figura de Wundt diciendo que frente a esta psicología fisiológica, atenta a los procesos
psicológicos básicos (sensación, percepción, sentimientos), orientada vocacionalmente a
la explicación nomológica en la escala microgenética, a Wundt le va creciendo a lo
largo de su vida en la trastienda una psicología de corte aparentemente opuesto, una
psicología que busca comprender (nunca explicar) la lógica que regula la evolución de
los productos objetivos de la mente humana, es decir, de la cultura, es decir, volcada en
la historiogénesis. A pesar de la magnitud de esta psicología de los pueblos (unas
53.000 páginas en diez volúmenes, más un compendio en un solo volumen, traducido al
castellano), los manuales de historia siguen cargando las tintas en su psicología
fisiológica en un ejercicio de legitimación retórica abierta de la hipótesis identitaria (la
psicología como ciencia natural y experimental) a la que la psicología parece querer
responder. Es muy probable que la disociación entre estas dos formas de entender la
psicología sea sólo aparente, o que se nos haga aparente justo porque hemos decidido
que las proyecciones en el ámbito de la psicología de las dos culturas (naturaleza e
historia) se niegan o se oponen entre sí.
Pero lo que me interesa destacar es que Wundt ejerce la distinción entre estas
dos formas de psicología de una forma pretendidamente orgánica y coherente. De
hecho, y a pesar de que decide dedicarse a la psicología de los pueblos durante sus
últimos veinte años de vida, su sentido aparecía ya formulado en sus Lecciones sobre el
alma de los hombres y los animales, su segundo libro, publicado en 1863, cuando aún
era ayudante de laboratorio de Helmholtz. Muy pronto pone de manifiesto la necesidad
de distinguir metodológicamente el estudio de los procesos psicológicos básicos, que
pueden ser abordados en el laboratorio, del estudio de los procesos superiores que
exigían el uso de la observación naturalista y del análisis histórico. En un ejercicio de
simetría que ilustra claramente la doble vocación de su programa intelectual, que era
también vital, dedica la primera parte del libro al análisis de las sensaciones, la
percepción del espacio y el tiempo y a revisar investigaciones sobre la ecuación
personal. La segunda parte del volumen analiza y discute, sin embargo, los sentimientos
estéticos y religiosos, los juicios morales, el desarrollo de las sociedades, las religiones,
el lenguaje y, por supuesto, la voluntad, la piedra angular de su sistema.
Efectivamente, la larga sombra de la lectura americana de Wundt, por mediación
de Titchener y, sobre todo, de su discípulo, Boring, animó a leer como el producto de
una escisión antinatural estas dos partes de la agenda wundtiana, una maniobra que la
cultura psicológica ha tardado demasiado tiempo en digerir, si es que lo ha hecho. La
eliminación de la voluntad del centro de la argumentación wundtiana, que pedía la
interpretación pragmatista de la teoría de la evolución, condenaba el segundo programa
de Wundt al olvido o a la condición oscuramente presentida de veleidad que se pudo
permitir una vez cumplidas sus obligaciones históricas con la verdadera psicología. Su
concepto de voluntad resultaba, bien es cierto, un poco extraño a los ojos de un
americano medio. Entendía que sin voluntad no había síntesis ni siquiera en el nivel más
básico de integración, la apercepción, el acto por el cual un agregado de elementos
sensoriales simultáneos se convertía en una unidad perceptiva integrada. Defendía
también que la evolución natural no tenía sentido sin contemplar la dimensión activa y
voluntaria de los procesos de adaptación. Pero al mismo tiempo, y he aquí una aparente
paradoja, se declaraba determinista, una fórmula difícil de encajar, como digo, para el
tipo de mentalidad filosófica y científica que pedía el zeitgeist. Es decir, Wundt se
presentaba como un voluntarista que no creía en el libre albedrío, que defendía que los
actos voluntarios estaban regulados por leyes inconscientes que actuaban sobre los
contenidos de la conciencia. Estas leyes, por tanto, no podían ser conocidas
experimentalmente, por introspección, pero estaban ahí y podían ser colegidas a partir
de sus productos. Evidentemente esas leyes sólo pueden ser conocidas a posteriori, de
manera que el psicólogo debe adoptar una actitud de historiador en relación con sus
productos. En su introducción a la Psicología (1912), dice Wundt que en lo que respecta
a este tipo de tarea “el psicólogo, como el historiador psicológico, es un profeta con sus
ojos vueltos hacia el pasado. No sólo debe ser capaz de contar lo que ha ocurrido, si no
también lo que necesariamente debería haber ocurrido, de acuerdo con la posición de
los acontecimientos”.
Y esta fue la actitud que Wundt desarrolló en su Völkerpsychologie. Una actitud
que llevaba a mirar la cultura como una consecuencia necesaria de la convergencia o de
la interacción entre las mentes individuales, y que algunos traducen ya como una
auténtica psicología cultural o, incluso, histórico-cultural. Y que pretenden presentar
como el auténtico programa wundtiano, negado por una tradición obsesionada por
legitimar a base de disciplina experimental su baja autoestima epistemológica. Por más
que la historiografía oficial ha jugado a oponerlos, esta actitud historicista de Wundt
está muy cerca del historicismo de Dilthey, del que hablaremos un poco más abajo. En
cierto modo, esta nueva lectura del sentido histórico de Wundt, que tiene ya tal vez
demasiados mentores (Blumenthal o Danziger, Cole o Wertch, entre los más conocidos)
nos permitiría colocar en una misma tradición a pensadores como Peirce, Vygotsky o
Meyerson, y reivindicar un futuro razonable, sobre semejantes fundamentos, para la
psicología. Un ejercicio sin duda interesante, pero que, en mi opinión, no nos llevaría
demasiado lejos. De hecho, no nos está llevando demasiado lejos. Mi lectura de este
asunto es, con mucho, pesimista, aunque conviene que matice la índole de mi
pesimismo.
Si para mí Wundt es un clásico, es decir, si merece permanecer en nuestra
agenda, si nos sigue interesando, es justamente porque marcó en su obra, como ya
hemos indicado, los límites absolutos de la cultura psicológica (naturaleza y cultura,
explicación y comprensión), la puso en crisis y, de este modo, sancionó en buena
medida su sentido histórico. La psicología puede contar frecuencias, intensidades y
duraciones, o puede contar historias, narrar. Cada una de estas dos formas de contar
supone un compromiso epistemológico distinto, cuya prosecución simultánea en el seno
de una misma cultura pone a la psicología en una situación de crisis estructural. Sin
embargo, mi valoración de la crisis no es enteramente negativa. Mi hipótesis es, más
bien, y como ya hemos puesto de manifiesto, que la psicología cobra sentido
culturalmente en la medida en que sigue en crisis.
Bajo la influencia de Wundt y Ebbinghaus (un importantísimo psicólogo de la
memoria) se crean en Alemania un buen puñado de laboratorios de psicología
experimental. En Göttingen, y bajo la batuta de G.E. Müller se crea un laboratorio en el
que se trabaja en una psicología ecléctica de la memoria y de la percepción que anticipa
en algunos extremos las ideas básicas de la Gestalt. En Wurzburgo, O. Külpe crea un
laboratorio cuyo objetivo es demostrar, frente al punto de vista de Wundt, que es
posible estudiar experimentalmente el pensamiento y otros procesos psicológicos
superiores. C. Stumpf, interesado sobre todo en la psicología de la música, fundó la
escuela de Berlín, donde, tras la primera Guerra Mundial, se desarrollaría la escuela de
la Gestalt, cuyos desarrollos en los campos de la percepción, el aprendizaje y el
pensamiento resultarían decisivos. El lema de la psicología de la Gestalt, cuyo fundador
fue M. Wertheimer, es muy conocido: el todo es más que la suma de las partes. La
mente configura, ordena, organiza los elementos sensoriales en totalidades significativas
que no pueden ser reducidas a sus componentes elementales sin perder sus propiedades.
No podemos entender la dinámica mental atendiendo sólo a los elementos que
participan en ella. Estas ideas serán desarrolladas en diversos ámbitos por psicólogos
como Köhler, Koffka o Lewin.
El equivalente norteaméricano de Wundt, que a veces le disputa su paternidad
sobre la psicología experimental, es William James, que defendía una psicología de la
conciencia, pero de carácter más dinámico y orientada por su pragmatismo filosófico: lo
verdadero es, para James, una especie de lo bueno. Lo verdadero es lo que demuestra
ser bueno como creencia. La mente es un dispositivo de creación y fijación de creencias.
Yo añadiría que, para esta tradición pragmatista, la mente es la hipótesis que nos
permitiría entender la dinámica de las creencias y los hábitos.
Al calor del pragmatismo funcionalista de James, se desarrollan en Norteamérica
enfoques tan distintos como los de Baldwin (ver más abajo), Dewey o Thorndike (ver
más abajo).
La Ontogénesis y el desarrollo de la psicología del desarrollo
Aunque existen un buen puñado de observaciones sistemáticas interesantes
(http://www.elseminario.com.ar/biblioteca/Jaeger_Psicologia_infantil.htm), los mejores
representantes del alcance de las explicaciones ontogenéticas en psicología son, sin
duda, las teorías de Piaget y Vygotsky, cuya presencia en los estudios oficiales de
psicología es, sin duda, decisiva. Independientemente del verdadero alcance de sus
posiciones respectivas, el debate entre el supuesto biologicismo maduracionista de
Piaget, el sociologismo historicista de Vygotsky viene a actualizar o a proyectar en el
dominio de la psicología del desarrollo el debate general sobre la naturaleza humana al
que parece que la psicología parece culturalmente condenada (ver capítulo 1 -
Concepciones de la infancia: Freud, Piaget y Vygotsky- en Bruner, J. (2002) Acción,
Pensamiento y Lenguaje. Madrid: Alianza). Seguramente se trata de un debate sin
solución, porque cada uno de estos enfoques apunta en una dirección distinta. No se
trata tanto de que se ocupen de aspectos distintos del desarrollo psicológico, cuanto que
sus descripciones del sujeto sirven para justificar formas de vida, horizontes de valores
y opciones políticas distintas. El sujeto piagetiano aspira al pensamiento científico y a la
democracia liberal (que serían expresiones de un mismo diseño psicológico final) y el
sujeto vygotskyano aspira al pensamiento artístico y al comunismo. Las descripciones
psicológicas del sujeto contienen siempre, además, prescripciones sobre cómo debe ser
el sujeto. La psicología, hemos dicho a veces, es un discurso sobre el sujeto que
incorpora (o debe ser compatible) con el discurso del sujeto sobre sí mismo.
La filogénesis y las psicologías de la adaptación
En realidad, y como hemos insinuado, el alcance de la teoría de la selección natural de
las especies sobre la psicología es difícil de estimar. Se podría decir que la teoría
darwiniana coloca al sujeto psicológico, de manera definitiva, en el dominio de la
naturaleza y lo hace, además, bajo el supuesto de la naturaleza está siempre en
movimiento. La vida es entendida como un fenómeno natural cambiante y la vida
humana como una forma más de vida animal. Si la adaptación es el mecanismo que
permite la estabilización de las formas orgánicas más viables, la mente humana
comenzará a ser vista como un mecanismo o estrategia de adaptación que permite
optimizar las posibilidades de supervivencia de la especie. Esta idea atraviesa el
tratamiento de lo psicológico en el resto de escalas genéticas. Por ejemplo, y aunque la
escala en la que invierte sus esfuerzos la epistemología genética piagetiana es la
ontogénesis, sus ideas generales sobre el modo en que ésta se da dependen
profundamente de un concepción darwiniana del desarrollo filogenético.
Bajo este supuesto general se desarrollan en Europa y USA algunos de los
enfoques más decisivos en la historia de la psicología. Nosotros vamos a destacar tres
de estos enfoques: el funcionalismo (propiamente dicho), el conductismo y la
psicología diferencial [psicométrica].
El funcionalismo tiene su primera expresión importante en la psicología
comparada inglesa y norteamericana. Bajo la nueva hipótesis de la continuidad entre las
especies, las capacidades psicológicas de los hombres y el resto de los animales
comienzan a ser exploradas, y esta vez no para buscar indicios de excepcionalidad en
nosotros, sino justo para buscar semejanzas. Proliferan los anecdotarios de conductas
animales que no pueden ser explicadas como manifestaciones de instintos y se empieza
a apreciar su complejidad. En lugar de animalizar al hombre, el funcionalismo del que
hablamos, procura más bien humanizar al animal, que deja de ser visto como un mero
mecanismo.
Tema 4. El psicoanálisis y los orígenes de la psicología clínica
1. El sentido de la psicoterapia
2. Freud y el psicoanálisis