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Tema 0. Algunas consideraciones sobre la Historia de la Psicología.

Resumen del temario.

¿Existe la mente o es una invención histórica?, ¿si existe, por qué parece
imposible que lleguemos a algún acuerdo mínimo sobre lo que es?, ¿en qué
circunstancias se gesta la idea, aparentemente paradójica, de que la mente puede ser
estudiada científicamente?, ¿a qué funciones culturales parece responder el estudio
científico de la mente?, ¿por qué el concepto de representación se ha llegado a convertir
en una auténtica metonimia del concepto de mente?

Intentaremos proporcionar algunos argumentos para ir acotando algunas


respuestas provisionales a este tipo de preguntas. Trataremos de eludir la idea tan
extendida de que la psicología la inventaron los psicólogos, porque constituye,
evidentemente una petición de principio. En efecto, entonces habría que preguntarse
quién inventó a los psicólogos. Vamos a ver la psicología como la forma institucional,
histórica o cristalizada de una tarea cultural más amplia y más antigua: la tendencia a
interpretar la acción humana en términos “mentales”, es decir, como expresión de cosas
tales como deseos, intenciones, impulsos, aptitudes, creencias, etc., de tal manera que el
concepto de acción y la actitud psicológica vienen a ser inseparables. Desde esta
perspectiva, la historia de la psicología no puede ser entendida como la historia de “las
ideas psicológicas” académicas, sino como una especie de genealogía cultural del
proceso de psicologización de la imagen del hombre. La psicología pasa a ser una
antropología psicológica en cuya construcción histórica intervienen todas aquellas
prácticas culturales que promueven la idea de que la acción humana debe, o puede, ser
leída psicológicamente.

En nuestra opinión, este proceso de psicologización es paralelo a la gestación


histórica de la noción de individuo, que comenzaría, valga la simplificación, de
momento, con la construcción de las primeras ciudades en Mesopotamia, tendría su
primer punto de inflexión en la promoción del individualismo durante el Renacimiento
(Pico della Mirandola, y su Discurso sobre la Dignidad Humana; Vico, y su Ciencia
Nueva, serían ejemplos de esta actitud en el dominio del pensamiento), y culminaría en
una auténtica antropología de la contemplación, cuyo epítome es la figura de Newton.
Esta antropología de la contemplación, es decir, la idea de que el ser humano es un
dispositivo creado por Dios para contemplar su obra, se depura, como digo, en el
hombre de ciencia inglés, que es, típicamente, un clérigo protestante puritano, dedicado
en cuerpo y alma a la observación de la naturaleza, para gloria de Dios y beneficio de
los hombres. Racionalismo y empirismo, cada uno en virtud de su propia lógica,
disponen en el centro de esta antropología de la contemplación el concepto de
representación. Si el mundo es ya representación, el problema consiste en decidir,
entonces, cómo puede ocurrir el milagro del ajuste entre la representación y el mundo,
o, lo que es más propiamente psicológico, en qué condiciones la representación supera,
va más allá de, o falsea el mundo. La historia de la psicología ha venido siendo la
crónica de este proceso de saturación representacional del mundo. Recuperaremos
algunas de las tesis de Weber y Merton para describir este movimiento y sus efectos
culturales más evidentes, tratando de mostrar cómo el discurso psicológico, mentalista,
viene a saturar explicativamente el lado subjetivo de la actividad científico-natural.

En la segunda parte del temario intentaremos definir las condiciones en las que
cabe hablar de la psicología como ciencia; en la tercera proporcionaremos una
cartografía de mínimos de la dimensión profesional de la psicología y en la cuarta, y
última, reflexionaremos sobre el modo en que la psicología se relaciona con el mundo
de los valores, tanto en un sentido disciplinar, general, como en el contexto del ejercicio
profesional.
Tema 1. La psicología antes de la psicología

1.1. Introducción

No cabe duda de que lo que ahora llamamos psicología académica tiene su origen
histórico, alrededor del último tercio del siglo XIX, en el intento de abordar
científicamente algunos problemas que la filosofía había abordado hasta entonces de
manera racional o especulativa. No es menos cierto que el protagonismo de este proceso
les cupo, sobre todo, a un puñado de filósofos y fisiólogos alemanes (entre los cuales,
Guillermo Wundt suele ser considerado el más importante) que comenzaron a estudiar
con los métodos de las ciencias naturales, o ciencias hipotéticas, como entonces se las
conocía, los procesos sensoriales y perceptivos, los sentimientos, la memoria o la
voluntad, con el propósito, casi siempre, de aportar argumentos empíricos al debate
filosófico que la teoría del conocimiento kantiana había dejado abierto. Pero también es
cierto que este proceso no se dio en el vacío. Es decir, no fue nunca un proceso
estrictamente académico. La construcción del espacio disciplinar que ocupa la
psicología actual ha sido y es el pretexto para sacar adelante ideas sobre el sujeto
ideológica, moral, política y estéticamente interesadas. De no ser así, la psicología
nunca hubiera tenido sentido en esta, o cualquier otra, forma de vida. De algún modo, la
fundación del primer laboratorio de psicología experimental en Leipzig (sea o no el
primero de la historia) es el último de una larguísima y compleja cadena de
acontecimientos académicos, librescos, culturales, económicos y políticos que, de algún
modo, exigían la promoción histórica de un ámbito académico específico dedicado al
estudio científico de la actividad humana. Por eso la Historia de la Psicología no puede
ser sólo una historia de las ideas académicas sobre la mente o el comportamiento
humanos.

En cualquier caso, conviene que tengamos en cuenta un asunto más. Existen diferencias
notables, a veces insalvables, entre los distintos enfoques teóricos en relación con la
naturaleza del objeto de estudio de la psicología (mente, conducta, acción mediada,
actividad, procesos inconscientes). Sin embargo, y a pesar de estas diferencias, la
psicología se presenta ante nosotros como una disciplina única, institucionalmente
unificada (facultades, centros de investigación propios, por ejemplo) y profesionalmente
bien definida (colegios profesionales de psicólogos, códigos deontológicos). Para el
historiador de la psicología constituye una auténtica tentación la posibilidad de mirar el
pasado de la disciplina desde las condiciones que la definen en la actualidad, en el
presente. A este tipo de sesgo historiográfico se le suele denominar presentismo. Muy a
menudo el presentismo camina de la mano de otra actitud historiográfica que no resulta
menos arriesgada, el esencialismo, es decir, la tendencia a pensar que la historia (de la
psicología, en este caso) consiste en el despliegue de un conocimiento esencial que de
algún modo está presente, preformado, en el ser humano desde sus orígenes. Por último,
y muy a menudo, los historiadores suelen completar esta actitud metodológica, que
podríamos llamar (excusen la pedantería) presentismo esencialista, con una suerte de
concepción metafísica de “lo psicológico” y de su papel en la explicación del fenómeno
humano. En tanto entidad psicológica, el ser humano no habría cambiado
sustancialmente desde el momento en que se estabilizó como especie. Ni el paso de la
historia (para las formas de vida de las que se puede decir que tienen o han tenido
historia) ni las variaciones culturales habrían variado en lo esencial el diseño
psicológico de la especie. De este modo, la historia de la psicología sería la disciplina
encargada de estudiar la forma en que los seres humanos habrían ido “descubriendo” la
mente humana hasta llegar a nuestro estado actual de conocimientos al respecto.

Frente a esta concepción esencialista, metafísica y presentista, que pudiera convertirse


en una mera estrategia de defensa gremialista, defendemos una actitud de tipo
genealógico, algunas de cuyas características serían las siguientes:

 El historiador debe ser cauto y honesto para no convertir su tarea en una forma
de legitimar el estado actual de la disciplina.

 Se debe entender el estado actual sólo como uno entre los muchos presentes
posibles a los que el decurso de la historia pudo conducir.

 El historiador debe trabajar sus materiales y documentos con la actitud de un


arqueólogo, de tal modo que pueda advertir en ellos el rastro y la huella del paso
del tiempo y los sesgos que puede introducir su propia mirada.

 El historiador debe aspirar a mostrar la ambigüedad de sus argumentos.


Entender el pasado (de la psicología, en este caso) no debería ser más fácil que
entender el presente, salvo por el hecho (la trampa, en realidad) de que de los
acontecimientos del pasado conocemos su futuro.
 El historiador no debe aspirar a la formulación de un relato cerrado y definitivo.
Las historias las cierra el diablo.

 El objeto de estudio de la historia, pongamos “lo psicológico”, no debe ser dado


por supuesto. El historiador de la psicología debe intentar mostrar cómo se
constituye y se transforma con el paso del tiempo y las variaciones en las formas
de vida.

 Esta tarea cobra sentido cuando cada idea, teoría o tecnología psicológica es
puesta en relación con las condiciones histórico-materiales en las que emerge o a
las que aspira.

 El historiador debe tomar conciencia del carácter histórico y provisional de sus


propias formas de dar cuenta del desarrollo de la disciplina.

1.2. Las civilizaciones mesopotámicas: el sujeto y la ciudad

Esta larga cadena de acontecimientos puede ser parada, para no ir más lejos, alrededor
del año 6000 a. de C., uno de los momentos más fascinantes de la historia de la
humanidad. En él se dan en paralelo dos procesos aparentemente opuestos y, sin
embargo, solidarios. Por un lado, el desarrollo de las grandes ciudades mesopotámicas
y, por otro, su organización política en el primer estado de la historia. Bajo esta nueva
forma política emergen, también en paralelo, (1) la conciencia de la distintividad, a
través de una división sofisticada y cooperativa del trabajo, y, (2) la conciencia de
pertenencia a una comunidad abstracta a la que el individuo se vincula también de
manera abstracta o formal y no en virtud de vínculos de sangre o naturales.

El desarrollo de formas sofisticadas de intercambio de bienes (alimentos, tierras,


utensilios) exige en este contexto el diseño de sistemas eficaces de cálculo de los
valores y los beneficios. Las primeras formas de escritura con sintaxis de las que
tenemos constancia surgen al hilo de estas nuevas necesidades (cuneiforme).

Pero también al hilo de estas formas sofisticadas de intercambio surge la práctica del
ahorro. Conviene tener en cuenta en este sentido la importancia del ahorro en el
desarrollo de uno de los ejes que recorren la historia de la psicología: la individuación.
Pensemos que el ahorro, la acumulación de bienes, permite que algunos individuos
dispongan de un cierto margen para determinar sus propios proyectos vitales. La vida se
convierte poco a poco en biografía, es decir, la vida se abre poco a poco y el sujeto
empieza a intuirse a sí mismo en la intemperie de sus propias decisiones, intuyendo de
paso su condición de individuo, inconfundible e inintercambiable. El ahorro, la
acumulación de bienes, hace que el sujeto sea más autónomo y que pueda tomar
decisiones. La autonomía, la flexibilidad y una relativa indeterminación del curso de la
vida colocan al sujeto en el territorio de los conflictos.

La mayor parte de los conflictos son resueltos o controlados normativa y, a menudo,


violentamente. Estamos todavía muy lejos de las modernas psicoterapias, pero
empiezan a desarrollarse prácticas de control comportamental cuyo poder se basa
fundamentalmente en el miedo. Estas formas de control comportamental basadas en la
violencia irán transformándose poco a poco en formas más sutiles, más psicológicas, de
control en el seno del mundo clásico.

No hay entre sumerios, babilonios o semitas, en general, pensamiento abstracto racional


o filosofía, aunque, por supuesto, hay ideas sobre el hombre implicadas en sus prácticas
religiosas, jurídicas o políticas. En general, estas ideas enfatizan el carácter secundario
de la existencia humana en relación con los planes de los dioses. Esta conciencia de un
mundo escindido entre el cielo y la tierra, entre dominadores y dominados, entre lo real
y lo aparente, entre lo inmutable y lo mudadizo, funciona como la estructura ideológica
que soporta toda una forma de vida, y no necesariamente de forma consciente. Esta
asimetría metafísica y social justifica, a su vez, la primacía de las formas de control
basadas en la violencia física y el castigo.

De las civilizaciones mesopotámicas podemos decir, en definitiva, que preparan el


camino, haciendo en parte de crisol cultural y estación de relevo para las culturas del
oriente, para el desarrollo de una primera cultura psicológica en el mundo griego. El
dualismo teológico mesopotámico se convierte, en Grecia, en dualismo metafísico y
antropológico, bajo la presión de las prácticas racionales (pedagogía, argumentación
política, argumentación jurídica, tecnologías de guerra). En cualquier caso, conviene no
exagerar el valor de estas versiones racionales del dualismo. En paralelo, los griegos
seguían profundizando en el dualismo teológico a través de las prácticas adivinatorias,
los ritos sagrados de carácter cíclico y otras prácticas religiosas.
1.3. Apuntes sobre los avatares de “lo psicológico” en Grecia

Condiciones socio-materiales para el desarrollo de una actitud racional en Grecia

Como acabamos de señalar, lo que marca la diferencia entre el dualismo y las formas de
control comportamental (social e individual) desarrollados en Mesopotamia y las que se
habrían de desarrollar en Grecia es la especial incidencia de tres condiciones socio-
culturales básicas: el comercio, la democracia y la escritura alfabética. Estas tres
condiciones serían las responsables del desarrollo de lo que en un sentido general
podríamos llamar racionalidad abstracta o filosófica, distinta en muchos sentido de otras
formas de racionalidad que, en general, podríamos llamar prácticas o concretas. En la
medida en que estos tres factores no confluyan en una misma circunstancia geopolítica
no cabría hablar de propiamente de filosofía (especulativa, racional o abstracta) y, aún
menos de ciencia. En tal sentido, decir “ciencia china tradicional” es casi una
contradicción en los términos, que sólo cabría aceptar en un sentido figurado.

Por un lado, la actividad comercial de los griegos se convierte en una fuente


inesperada de objetividad. El contacto comercial interesado (sin propósitos militares)
con otras formas de vida a lo largo y ancho de la cuenca del Mediterráneo consigue que
los griegos objetiven formas de vida muy distintas a las suyas y traten de entenderlas en
sus propios términos. La comprensión de estas formas de vida hace que los griegos
relativicen y objetiven la suya, provocando una suerte de incipiente conciencia global y
abstracta. Cabe recordar también que buena parte de sus conocimientos tecnológicos
(matemáticas y física prácticas, por ejemplo) figuran entre las mercancías con las que
los griegos regresan a sus tierras.

La democracia ateniense, por su parte, pone en el corazón de la cultura ática la práctica


de la argumentación deliberativa, política y judicial, lo que exige el desarrollo de
prácticas pedagógicas especialmente dedicadas a formar oradores persuasivos y
consistentes. El desarrollo de la lógica, que se convertiría con el paso del tiempo en el
esqueleto mismo de la argumentación filosófica y científica, fue impulsado en sus
orígenes por la necesaria sistematización que exigía la formación de oradores. La
dialéctica y la retórica eran las disciplinas que sistematizaban los conocimientos
teóricos y prácticos que los nuevos “argumentadores”, los rétores, necesitaban para
triunfar en la política o en el mundo jurídico. Poco a poco, otras prácticas sociales,
como la educación o el arte (teatro, poesía, pintura) comienzan a ser vistos como
prácticas retóricas, es decir, como formas de persuasión de la audiencia. Como veremos
un poco más abajo, los sofistas se convirtieron en los símbolos vivientes de esta nueva
sensibilidad retórica que parecía amenazar a la verdad misma.

Por último, aunque no menos importante, la escritura alfabética incidió en el desarrollo


de esta nueva forma de racionalidad, que llamábamos abstracta, al menos de cuatro
formas distintas, pero relacionadas:

(1) En primer lugar, y frente a las formas de escritura logográficas (chino


tradicional, por ejemplo), la escritura alfabética permite que el lector tome
conciencia de la palabra. Un logograma es la expresión grafica de un concepto
abstracto, pero no de una palabra. Un logograma contiene una idea, pero no
contiene indicación sobre la palabra que debe ser pronunciada. La escritura
alfabética genera la conciencia de la palabra porque aspira simplemente a ser
una guía clara de “lo que debe ser dicho”. La palabra “casa” sólo puede ser
pronunciada, “dicha” de un modo [kasa], aunque su lectura suscite en el lector
una variedad casi infinita de acepciones y matices semánticos. La escritura
alfabética permite que ejerzamos (y no sólo que tomemos conciencia) esta
distinción sutil entre la palabra y su referente, entre el lenguaje y el pensamiento,
entre lo dicho y lo pensado. Este movimiento tecnológico hace que el lector
comience a intuir el concepto abstracto como el producto centrifugado del uso
de las palabras, introduciendo a la cultura griega en la obsesión de las
definiciones, una obsesión claramente presente y filosóficamente muy
productiva en los diálogos platónicos.

(2) Por esta misma razón, se puede decir que, en cierto modo, la escritura
alfabética nos hace tomar conciencia de nuestra condición de seres
interpretantes, de intérpretes. La escritura “fija” o fuerza “lo que se tiene que
decir” y esta operación libera en el espacio oscuro de la conciencia la posibilidad
de interpretar. La lectura alfabética se convierte en la condición de posibilidad
para la emergencia de la interpretación, de la hermenéutica.

(3) En tercer lugar, la escritura alfabética modifica en muy buena medida la


arquitectura funcional (mental, si se quiere) de los griegos, haciendo de ella una
cultura menos obsesionada con la memoria. La escritura funciona como un
dispositivo de memoria externa que libera la mente griega de la dura carga de
conservar obsesivamente una experiencia social y política cada vez más
compleja y sofisticada.

(4) Por último, la escritura alfabética apuntala culturalmente la idea de texto,


como el lugar en el que se estabiliza y unifica una forma de experiencia o una
variedad del pensamiento. La filosofía empieza a desarrollarse, a salir de las
aulas y a gozar de influencia social y política en buena medida porque los textos
consiguen que el pensamiento viva más allá del alcance limitado de la palabra
pronunciada. La palabra escrita puede perdurar y llegar más lejos que la palabra
dicha.

Una cultura psicológica incipiente

Sobre la base que ponen la escritura y la cultura de la argumentación, se va


desarrollando en Grecia una incipiente “cultura psicológica” racional o académica,
cuyos representantes más conocidos llegarían a ser seguramente Platón y Aristóteles, en
cuyas aportaciones se suelen concentrar las historias tradicionales de la psicología. Pero
nosotros creemos conveniente recordar aquí que había otros espacios y prácticas en la
cultura griega en los que se fue desarrollando también una “cultura psicológica” de
carácter más práctico, que siguió un curso a menudo independiente de la cultura
psicológica racional. Se trataba de un conjunto de prácticas y hábitos compartidos que
tenían como fin la predicción y el control práctico del comportamiento de los animales y
de los hombres.

En general, podemos decir que la cultura psicológica griega se articula y crece a lo largo
de tres ejes, que nosotros consideramos por separado sólo por motivos didácticos,
aunque en muchos casos resulten imposibles de discernir en la compleja dinámica
cultura griega: (1) prácticas o técnicas de control y/o predicción del comportamiento
(2) antropologías psicológicas populares o intuitivas (artes plásticas, música, teatro,
épica, arquitectura), (3) antropologías psicológicas racionales o explícitas,
relacionadas con esquemas filosóficos más generales (ontología, epistemología, ética,
estética).

Entre las prácticas de control y/o predicción del comportamiento que los griegos
practicaron, y de las que se tiene constancia, se encontraban, entre otras, las siguientes:

 la caza, cuyo práctica exigía (y exige) un conocimiento más o menos sistemático


del comportamiento de las especies que habitualmente convertían en presas
(comportamiento territorial, ciclos temporales (ritmos circadianos, reproducción,
alimentación, habilidades perceptivas y motóricas) y de las regularidades que
parecían comunes a distintas especies de animales.

 el conocimiento del comportamiento animal era también muy importante para


domesticar a los animales y convertirlos en instrumentos útiles para el trabajo o
para la diversión. La domesticación de animales era útil para la caza y la
cetrería, para el pastoreo de otros animales, para la labranza y para su
explotación como fuente de alimentos. La domesticación implicaba la puesta en
marcha no sólo de estrategias de predicción (especialmente importante para la
caza) sino, sobre todo, de estrategias de control, que, en muchos casos,
contenían de manera implícita conceptos y principios relacionados con el
aprendizaje que formularían los psicólogos académicos muchos siglos después.

 la sugestión se convirtió muy pronto (y así sigue siendo) en un recurso crucial


para encaminar la curación o mejorar el estado de los pacientes; aunque la
medicina hipocrática (oficial) nunca confió demasiado en su valor, era frecuente
el uso de la sugestión en prácticas curativas vinculadas a ritos religiosos. En
muchos casos, el poder de la sugestión derivada del poder (político, religioso)
era potenciado por elementos dramatúrgicos (música, representaciones, liturgias)
y por el uso de sustancias desinhibitorias (alcohol, psicotrópicos).

 el desarrollo de técnicas de sometimiento u obediencia fue también crucial para


la educación, la instrucción militar o la esclavización.

 la persuasión de las audiencias en ámbitos como la política, el derecho o la


educación exigía también ideas más o menos sistematizadas sobre el modo en
que podían interactuar las características de la audiencia con las del rétor y, en
tal medida, qué estrategia de persuasión poner en marcha en cada caso. La
retórica de Aristóteles constituye un buen testimonio del alto nivel de
sofisticación que alcanzó en Grecia este tipo de conocimiento.

 por último, el desarrollo de las virtudes ciudadanas más excelsas exigía de


algunos hombres el cultivo de su espíritu a través de técnicas que hoy
llamaríamos de autocontrol (askesis, entrenamiento del espíritu, retiro interior,
recuerdo, sometimiento del deseo). La parresía, que cabría traducir por
“franqueza”, sería la actitud moral a partir de la cual esta idea del autocontrol se
abre paso en la cultura griega, desde Eurípides, pasando por Sócrates y Platón,
hasta alcanzar su grado más alto de elaboración con los estoicos. La importancia
de la parresía se expresa de manera especialmente clara en la actitud de Sócrates
ante su condena a muerte. La askesis es el entrenamiento y cultivo del espíritu a
través de la renuncia a los placeres mundanos, con el fin de alcanzar la plena
espiritualidad y autocontrol. La famosa carta de Marco Aurelio a Fronto (aunque
ya algo alejada históricamente del período que estamos estudiando), analizada
por Foucault en Tecnologías del Yo, y analizada en clase (ver presentación), es
un muy buen ejemplo del modo en que la askesis articulaba la vida cotidiana del
estoico.

Esta tecnología de autocontrol se expresa como retiro del mundo en los ascetas
cristianos (anacoretas y ermitaños) y en la actitud de retiro propia de la vida monástica.
Bajo la lógica de la vida monástica, el espíritu de la parresía, como actitud de
autorrevelación sincera, que forma parte de la askesis, tiene su expresión medieval
cristiana en la confesión, que primero se da entre el abad o guía espiritual (“abbás”
equivale a padre en griego) y el monje, y que después se extiende a la relación entre el
padre-sacerdote y el creyente, en general.

El sacramento de la confesión es una figura crucial para entender el desarrollo de las


modernas formas de psicoterapia, que toman muchos elementos, consciente o
inconscientemente, de esta tecnología “moral” de la autorrevelación. En un trabajo
reciente J.C. Loredo ha llevado a cabo un incisivo análisis de los paralelismos que
existen entre los manuales confesión que empiezan a proliferar a partir del siglo XII
(para ampliar información sobre este asunto, ver el trabajo de Loredo en
http://www.raco.cat/index.php/AnuarioPsicologia/article/view/61809/76106).

El segundo eje a través del cual hemos sugerido que se habría desarrollado la conciencia
de lo psicológico en Grecia es el constituido por lo que hemos llamado antropologías
psicológicas populares. Se trata de un amplio conjunto de conocimientos y técnicas
relacionadas con la elaboración de la experiencia humana desde el ámbito del arte y
otras formas de tratamiento simbólico de lo humano. El arte, la mitología y los ritos
religiosos, entre otras manifestaciones simbólicas, proponían y conseguían estabilizar
ideas de lo más diversas sobre la naturaleza humana, incluyendo las relaciones entre lo
que sabemos, lo que queremos y lo que debemos hacer. Los conflictos entre los
hombres y los dioses, y los conflictos propiamente humanos, se convierten en el núcleo
a partir del cual se desarrolla un auténtico patrimonio de psicologicidad en Grecia.
Aunque no vamos a tratar este asunto en este momento, sí cabe recordar que algunos de
estos conflictos estéticamente articulados por los griegos se convertirían con el paso de
los siglos en figuras conceptuales importantes en el seno del psicoanálisis. Tal es el
caso, por ejemplo, del Complejo de Edipo o el narcisismo.

La articulación de una antropología psicológica racional y explícita puede ser entendida


básicamente como una elaboración progresivamente más compleja y consciente del
dualismo (de origen oriental, recordemos) en la esfera de lo humano. El dualismo
teológico se proyecta primero sobre el mundo inespecífico y poco a poco se va
especificando como un dualismo propiamente antropológico.

El proceso comenzaría con el dualismo genérico propio de los metafísicos


presocráticos (especialmente de los jonios) que asumen la existencia de un principio
indiferenciado (“arjé”) que estaría en el origen de todas las variaciones del mundo de las
apariencias. Además, de esta aportación genérica a lo que podríamos denominar
“genealogía del dualismo psicológico”, algunos de los presocráticos aportan ideas
interesantes sobre algunos de las categorías que ahora articulan el campo psicológico.
Especialmente interesantes son las aportaciones de Empédocles sobre la percepción.
Aunque hay elementos contradictorios entre los distintos fragmentos de texto atribuidos
a Empédocles, en general éste aporta la idea de que la percepción es un proceso material
por el cual se ponen en relación las propiedades físicas de los estímulos con las de los
órganos receptores.

Por último, y en relación con el desarrollo de una antropología de la contemplación que


progresivamente se irá instalando en el corazón de la cultura griega, de la mano, sobre
todo, de Platón, Pitágoras propone que la contemplación desinteresada del maravilloso
espectáculo del cosmos constituye el sentido mismo y la culminación de la actividad del
ser humano, que eventualmente, y por esta vía, se convierte en filósofo. Como veremos
en el tema 2, la estabilización en el renacimiento de semejante antropología de la
contemplación y su institucionalización de la mano del puritanismo inglés supondrá la
piedra angular para la emergencia de una psicología científica.

La sofística es una figura social construida interesadamente por los pensadores y


escritores oficiales como una forma de sancionar y legitimar retóricamente su propia
posición. De ahí el matiz despectivo del término. El sofista sería un tipo que enseña,
cobrando a cambio, cómo convertirse en un tipo importante y eficaz en la esfera
pública. En realidad, la actitud sofística propia de personajes como Gorgias o
Protágoras es la consecuencia de (1) un cierto relativismo cultural que se instala en el
corazón de la cultura griega a raíz de sus contactos con otras culturas; (2) un cierto
hastío y descrédito de las investigaciones sobre la naturaleza de los presocráticos, dada,
además, la enorme diversidad de propuestas irreconciliables que se habían hecho, y (3)
el desarrollo de la democracia, que exigía formar a hombres eficaces en el debate
político y judicial, como ya hemos señalado antes.

El giro antropológico, hacia el hombre, que el pensamiento griego ejerce tiene que ver
obviamente con las consecuencias derivadas de estos tres acontecimientos, que hacen
que los sofistas se centren en la enseñanza de disciplinas más relacionadas con el
hombre y su dimensión social que con la naturaleza, como venían haciendo los filósofos
tradicionalmente.

Los sofistas hacen, en tal medida, al hombre medida de todas las cosas. La realidad sólo
cobra sentido en el espacio de la conciencia, como forma de representación. Todo es
representación y la representación es todo lo que hay. No existe, por tanto, para los
sofistas una Verdad, con mayúsculas, sino multitud de verdades, con minúsculas,
provisorias y ajustadas a sus condiciones de producción y enunciación. Algunos sofistas
renunciaron, en consecuencia, a los dioses y fueron juzgados e inculpados por ello.

En general, los sofistas deben ser entendidos como un movimiento laico y democrático
que puso en jaque a los partidarios de que las cosas se quedasen como estaban. Ninguna
verdad, para los sofistas, se defiende sola, sino que debe ser justificada o demostrada
argumentalmente.

Esta idea le resultó especialmente perversa a Platón, un ferviente partidario del viejo
orden: una sociedad estratificada y estática, capaz de conservar el orden político
tradicional y la jerarquía de valores que lo informaba y que le daba sentido. Un mundo
estático en el que al ser humano le cabía el papel, en el mejor de los casos, de
espectador atento. Para que el espectáculo del mundo real, es decir, del mundo de las
ideas (Pitágoras) resulte viable, el ser humano debe ser capaz de someter y controlar sus
pasiones y deseos mundanos, y renunciar a la tiranía de lo inmediato y aparente. El alma
inmortal humana es el nexo natural entre el hombre y el cielo, de tal modo que sólo
podemos conocer lo que creemos conocer porque nuestra alma, antes de in-corporarse
en nosotros, ha estado en contacto directo con las ideas verdaderas que pueblan el
mundo de las ideas. Conocer es, entonces, reconocer o recordar. No hay, en este sentido,
posibilidad alguna de cambio real en un sentido general (epistemológico, científico,
político, moral), pero tampoco hay posibilidad de cambio psicológico en el individuo:
no hay posibilidad de aprendizaje, todo está preformado. Descartes, Leibniz, Hering,
Chomsky o Fodor han defendido, cada uno de ellos en su circunstancia histórica, ideas
semejantes (ver para ampliar este punto el capítulo sobre Platón de Diez teorías sobre la
naturaleza humana y texto correspondiente del libro de Cagigas).

Por el contrario, Aristóteles defiende, aún siendo discípulo de Platón, una concepción
más dinámica y abierta al cambio del ser humano, en consonancia con sus ideas
políticas y su concepción general del mundo y lo que, de algún modo, ahora
llamaríamos naturaleza. Su concepción del ser humano puede ser deducida de su
concepción metafísica general (ver libro de Cagigas) y de sus ideas sobre la
complejidad progresiva de los seres vivos. El ser humano es para Aristóteles una unidad
funcional, cuyo movimiento y funciones dependen del alma, como ocurre con cualquier
otro ser vivo. El alma es, por tanto, principio no sólo de movimiento sino, en concreto,
de movimiento funcionalmente orientado. Aristóteles propone que existen tres tipos de
almas, lo que equivale a la idea de que el alma puede tener tres funciones:

 vegetativa, cuya función es garantizar la supervivencia, y disponen de esta


función todos los seres vivos,

 sensitiva, cuya función es vincular el cuerpo al mundo, hacerlo “sensible” o


reactivo a él, y de la que sólo disponen los animales (incluido el hombre), e

 intelectiva o racional, que sólo posee el hombre, un animal “racional”.

Aristóteles propone una concepción del sujeto psicológico coherente con su idea general
de la naturaleza y enfatiza la idea de que el alma es principio de organización funcional
del comportamiento de los organismos, intentando mostrar la importancia de la
actividad en la constitución del sujeto, una actitud en la que acabaremos reconociendo
algunas de las aportaciones tal vez más decisivas en la historia de la disciplina, como las
del propio Wundt, Piaget, Wallon o Vygotsky.

El sujeto psicológico y la crisis del mundo clásico

Con la crisis de las democracias, en el período conocido como helenismo, y más tarde
durante la dominación romana, la filosofía hace un nuevo giro hacia el hombre y sus
condiciones de vida. Epicureismo y estoicismo son tal vez las dos filosofías de la vida
de más largo alcance histórico. Su aportación al desarrollo de la psicologicidad pasa
(ver más arriba) por la articulación de estrategias y criterios para hacer frente a la
compleja tarea de vivir en un mundo que se desmorona, sin referentes ni criterios
estables. Las tecnologías de autocontrol, relacionadas con la askesis y la actitud moral
de parresía, o franqueza moral, representan algunas de las aportaciones más importantes
de estas nuevas sensibilidades filosóficas al desarrollo de la psicologicidad.

Las antropologías psicológicas de Platón y Aristóteles se convirtieron en los referentes


últimos para el desarrollo de la psicologicidad en el mundo medieval. El platonismo
tuvo sus representantes más notables en Plotino (siglo III) y Agustín de Hipona (siglo
V). El peso del así llamado neoplatonismo se vio paulatinamente suplantado por la
brutal expansión cultural de la peculiar versión cristiana del aristotelismo que desplegó
Tomás de Aquino. La asimilación al mundo de la revelación cristiano de la antropología
aristotélica hizo pasar a un segundo plano sus aportaciones más interesantes, y
convirtiendo el sujeto psicológico en una arquitectura de facultades psicológicas
inalterables al servicio de una concepción del mundo estática y dogmática. El alcance de
la antropología psicológica de Tomás de Aquino, o de las versiones interesadas que
fueron surgiendo al hilo de intereses religiosos y políticos de lo más diverso,
consiguieron ocultar la riqueza de una concepción del sujeto cuyo alcance sólo estamos
empezando a entender.
TEMA 2. LOS AVATARES DE LA REPRESENTACIÓN: EN EL UMBRAL DE LA
PSICOLOGÍA

Durante todo el medievo la cultura psicológica se sigue desarrollando en sus tres


escenarios básicos (prácticas de control, antropologías populares y antropologías
racionales o reflexivas) bajo los mismos parámetros que la definían en el mundo
helenístico, pero al amparo de una progresiva cristianización de la cultura oficial: la
confesión ante la figura de autoridad, la contemplación religiosa y estética de la obra de
Dios y la comprensión de su plan, dibujan el fondo sobre el que la conciencia de la
psicologicidad se va desarrollando en Occidente.

1. A vueltas con la confesión

De este modo, y como ya hemos indicado, y en relación con el primer escenario, el


desarrollo “técnico” y la imparable implantación de la confesión nos permite intuir hasta
qué punto el sujeto psicológico emerge siempre en la esfera, y bajo las dinámicas, del
poder. Conviene, en todo caso, tener presente que aunque el sujeto psicológico aparezca
siempre envuelto en relaciones de poder, el análisis de estas relaciones no agota, en
absoluto, el abanico de fuerzas y factores que nos permitirían entender su desarrollo
histórico. En general, la progresiva conciencia de la psicologicidad es, por así decirlo,
una consecuencia cultural del control racional del poder, que, poco a poco, se ve
obligado a cambiar de armas, es decir, a pasar de la violencia a la sugestión y,
ocasionalmente, de la sugestión a la sugerencia, al consejo, en último término, al
counselling.

La esclavitud representa una forma de negación radical de la psicologicidad correlativa


al uso del sometimiento absoluto e innegociable del otro. La confesión supone la
posibilidad de controlar al otro bajo la amenaza simbólica del infierno. De la percepción
por parte del esclavo de la amenaza de una violencia contingente, inmediata y a menudo
arbitraria, el sujeto pasa a autorregularse bajo la amenaza de una violencia no
contingente, simbólica, futurible, cuyos efectos el sujeto puede de algún modo regular
con su propia conducta.

Como ya hemos indicado, los antecedentes de la confesión cristiana, que deberíamos


denominar ya confesión auricular, están, como ya hemos indicado, en (1) las prácticas
de autorrevelación habituales entre maestro y discípulo en la cultura grecolatina y en (2)
las liturgias ligadas al reconocimiento de los pecados y a la aceptación de la penitencia,
que eran frecuentes en el mundo judío.

La primera fórmula cristiana implicaba el reconocimiento dramático, casi siempre no


verbal, por parte del penitente de la condición de pecador (homicida, apóstata o
fornicador) en un espacio público. Antes de que existiese esa fórmula sólo el bautismo
podía reconciliar al hombre con Dios. Aunque estas prácticas se constatan ya en el siglo
II, en el siglo IV ya están bastante organizadas. La penitencia pública era un
acontecimiento solemne y único, impuesto a quien hubiera cometido pecados graves,
los denominados Tria percata capitalia (apostasí, fornicación y adulterio), a los que se
añadía el homicidio. Esta penitencia llamada exomologesis exigía al pecador un proceso
largo, público y severo, y constaba de tres momentos:

1. Reconocimiento de los pecados graves ante el obispo, con el ingreso en el


grupo de penitentes.

2. Periodo prolongado de penitencia o expiación de los propios pecados.

3. Reconciliación pública el Jueves Santo antes de Pascua.

4. Absolución

Lo más habitual era que los penitentes se situasen en la entrada de la iglesia, vestidos
con un hábito penitencial e implorando con lamentos y sollozos, el perdón de sus
pecados.

Por estas fechas aparece ya con contundencia la obligación de hacer penitencia pública
por los pecados públicos, es decir los tres anteriormente mencionados, lo que San
Agustín expresa rotundamente en relación, nada más y nada menos, que con la
penitencia pública del emperador Teodosio: "está obligado a hacer penitencia pública
ante el pueblo, especialmente, porque su pecado no fue oculto”. Sin embargo, el propio
San Agustín hace ver que los pecados ocultos podían ser reconocidos en privado incluso
ante un presbítero o un monje, a través de una práctica que recuerda las prácticas de
autorrevelación del mundo clásico a las que ya nos hemos referido. Los pecados
veniales o menores se podían perdonar sin acudir a penitencia, ni pública ni privada.
San Agustín dice que se perdonan por la oración de cada día.

Lo cierto es que, paulatinamente, la penitencia pública va cediendo espacio ante la


confesión individual y privada, o auricular, muy especialmente a partir de la influencia
de la tradición monástica irlandesa. Los monjes irlandeses, bajo la influencia doctrinal
de San Patricio, se distinguieron por el rigor de sus prácticas ascéticas. Practicaban
exámenes escrupulosos de conciencia, para decidir si habían cometido pecado. Para
facilitar este examen de conciencia, se escribieron los penitenciales (manuales de
confesión), exhaustivos catálogos de posibles pecados y sus correspondientes
penitencias. El ayuno era una de las penitencias más frecuentes. El fragmento de texto
siguiente, tomado del Penitencial de Cummean, un abad irlandés, se redactó alrededor
del año 650 y muestra una característica distintiva de los penitenciales: su obsesiva
preocupación por los pecados sexuales.

“Así, aquellos que cometan sodomía, harán penitencia cada siete años.
Aquel que sólo desee en su mente cometer fornicación, pero sea incapaz de realizarla,
hará penitencia durante un año, sobre todo, en tres periodos de cuarenta días.
Aquel que voluntariamente polucione durante el sueño, se levantará y cantará nueve
salmos en orden, de rodillas. Al siguiente día, se mantendrá de pan y agua.
Quien ame a cualquier mujer, pero sin realizar maldad alguna, más allá de unas cuantas
conversaciones, hará penitencia durante cuarenta días.
A los niños que imiten el acto de fornicación, veinte días; si lo hacen con frecuencia,
entonces, cuarenta días.
Pero los muchachos de veinte años que practiquen la masturbación juntos y lo confiesen
[harán penitencia por] veinte o cuarenta días, antes de recibir la comunión.”
Los libros penitenciales se fueron extendiendo por toda Europa a partir del siglo VII, y
de la mano de los reformadores carolingios, que sancionaron el doble carácter de la
penitencia (público y privado), aunque la penitencia privada se va imponiendo, hasta el
punto de que hacia el año 1000 apenas quedaban manifestaciones de penitencia pública
en Europa. Los libros penitenciales, que se inspiran formalmente en el antiguo derecho
germánico, estructurado en forma de tablas de pares falta/reparación, se hacen
extremadamente populares y su influencia llega hasta los manuales de confesores de
Raimundo de Peñafort, Summa de poenitentia o el de Juan de Friburgo, Summa
confessorum, ambos del siglo XIII. Con las pertinentes modificaciones y adaptaciones a
los nuevos tiempos, los manuales de confesión auricular proliferaron desde el siglo XIII
al siglo XVII (ver
http://www.raco.cat/index.php/AnuarioPsicologia/article/view/61809/76106).
El IV Concilio de Letrán 1215 establece la obligación para todos los fieles de confesarse
al menos una vez al año:

Cada uno de los fieles de uno y otro sexo, después que han llegado a los años de
discreción, deben confesar individualmente con toda fidelidad al propio sacerdote todos
sus pecados, al menos una vez al año… de otro modo, durante la vida será apartado de
la entrada en la iglesia, y tras la muerte será privado de cristiana sepultura (canon 21)
El decreto conciliar, canon 21, sella el nacimiento de la confesión moderna,
concediéndole, además, un papel fundamental en la organización de la comunidad
cristiana, hasta el punto de que los fieles que no cumplían con el precepto de la
confesión anual, podían ser amonestados y castigados por la autoridad religiosa y civil.

De este modo, la confesión se convierte en una técnica de control moral y político del
sujeto y en la antesala institucional de la psicoterapia moderna, disponiendo en el centro
del sistema la costumbre, ya ineludible, del examen de conciencia, la inspección
sistemática y concienzuda de los propios procesos mentales. La confesión visibiliza la
vida interior y la convierte en el dominio del conflicto moral y psicológico. En alguna
medida, la confesión inventa el conflicto psicológico.

El solapamiento de la confesión, las prácticas médicas y, seguramente, el consejo


rabínico (un asunto que debería ser estudiado con más detenimiento) da lugar a la
emergencia a finales del siglo XIX de la psicoterapia.

La constitución práctica de una tecnología homologada y generalizada para el control


del sujeto, o al menos de los contenidos de su conciencia, corre en paralelo y, a menudo
solidariamente, a la constitución de una antropología, es decir, de una imagen del
hombre, que podemos encontrar ya bien dibujada en el mito de la caverna de Platón. Se
trata de un sujeto cuyo destino es, como acabamos de ver, someterse a sí mismo (o ser
sometido) al control necesario como para poder contemplar adecuadamente la obra de
Dios, las ideas, el mundo real. Veamos en lo que resta de tema un esbozo del proceso
que llevaría a la consagración de esta antropología de la contemplación en la Inglaterra
de Newton y a su límite conceptual en el sujeto transcendental kantiano.

2. De la contemplación a la representación: los orígenes de la antropología


psicológica en el Renacimiento
¿Por qué el concepto de representación se ha llegado a convertir en una metonimia del
concepto de mente? La pregunta es tan decisiva que intentar responderla es lo mismo
que intentar saber qué pinta la psicología en nuestra forma de vida. Me mueve intentar
saber por qué ha prosperado culturalmente esa tarea excesiva, desmedida, de intentar
explicar científicamente la mente humana. Para empezar a acotar el asunto, intentaré
eludir la idea tan extendida de que la psicología la inventaron los psicólogos, porque
constituye, evidentemente una petición de principio. En efecto, entonces habría que
preguntarse quién inventó a los psicólogos. Vamos a ver la psicología como la forma
institucional, histórica o cristalizada de una tarea cultural más amplia y más antigua: la
tendencia a interpretar la acción humana en términos mentales, es decir, como expresión
de cosas tales como deseos, intenciones, impulsos, aptitudes, creencias, etc.. Desde esta
perspectiva, efectivamente, el concepto de acción y la actitud psicológica, es decir, la
tendencia a leer la acción humana en términos psicológicos, vienen a ser inseparables.
Por lo mismo, y como hemos venido viendo hasta ahora, la historia de la psicología no
puede ser entendida entonces como la historia de “las ideas psicológicas” académicas,
sino como una especie de genealogía cultural del proceso de psicologización de la
imagen del hombre. La psicología pasa a ser una antropología psicológica en cuya
construcción histórica intervienen todas aquellas prácticas culturales que promueven la
idea de que la acción humana debe, o puede, ser leída psicológicamente.
En nuestra opinión, recordemos, este proceso de psicologización es paralelo a la
gestación histórica de la noción de individuo, que comenzaría, valga la simplificación,
de momento, con la construcción de las primeras ciudades en Mesopotamia, tendría su
primer punto de inflexión en la promoción del individualismo durante el Renacimiento
y culminaría en una auténtica antropología de la contemplación, cuyo epítome es la
figura de Newton. Esta antropología de la contemplación, es decir, la idea de que el ser
humano es un dispositivo creado por Dios para contemplar su obra, la Naturaleza, se
depura en el hombre de ciencia inglés de los siglos XVII y XVIII, que es, típicamente,
un clérigo protestante puritano, dedicado en cuerpo y alma a la observación de la
naturaleza, para gloria de Dios y beneficio de los hombres. Este argumento no es, desde
luego, demasiado original: se inspira en la famosa tesis doctoral de Robert Merton,
Ciencia, Tecnología y Sociedad en la Inglaterra del siglo XVII, que, a su vez, hunde sus
raíces en el célebre texto de Max Weber sobre las relaciones entre la ética protestante y
el capitalismo, como el propio Merton reconoce en el prefacio a la edición de 1970 del
libro citado más arriba.

En cualquier caso, la idea de contemplación de la que estamos hablando forma parte


también del plan de renovación antropológica que se va desarrollando en los círculos
neoplatónicos italianos de Ficino, Poliziano o Hermolao. De hecho, y como es bien
sabido, había contactos muy estrechos entre los primeros reformistas y los humanistas
italianos. No obstante, conviene recordar que también el cristianismo tradicional y el
catolicismo postreformista enfatizaban la idea de contemplación, pero lo hacían de una
manera sustantivamente distinta. La contemplación cristiana tradicional implicaba una
elaboración teológica de las tecnologías del retiro al interior de uno mismo y una
askesis basada en la memoria y en la fidelidad al maestro, derivadas en último término
del estoicismo greco-latino. Esta idea de la contemplación exige un sujeto
fundamentalmente pasivo, cuyo único fin es garantizar la fidelidad a la palabra de Dios
y al orden socio-cultural vigente. La idea de contemplación en la tradición neoplatónica
en la que se inspira el propio Calvino, a través de San Agustín, y que se manifiesta en el
humanismo italiano y en el puritanismo inglés, tiene, por el contrario, un marcado
acento operacional. La contemplación es ya una operación activa del sujeto, cuyas dos
funciones básicas son el reconocimiento de la Gloria del Creador a través de la
perfección de sus obras, y el servicio a los hombres, como veremos mejor un poco más
adelante. Estas dos funciones deben ser entendidas ya como expresión de un espíritu
utilitarista más general que sólo puede crecer, como es lógico, en un medio cultural que
reconozca abiertamente la necesidad de la acción individual y responsable como
garantía de progreso. En cualquier caso, estos dos desarrollos de la idea de
contemplación encontrarían su reflejo en los tipos ideales de Spranger del “místico
transcendental” y el “místico inmanente”. El primero sólo encuentra alivio a su
condición humana superando la tiranía de los sentidos, y reniega de la ciencia porque es
incapaz, por definición, de responder a las preguntas verdaderamente importantes. Por
el contrario, el “místico inmanente” está sometido a una suerte de entusiasmo cósmico
que le lleva a ser diligente en la indagación de la naturaleza puesto que toda ella es un
indicio de la Gloria de Dios.

Sea como fuere, uno de los textos que mejor condensan en la tradición humanista
italiana esta antropología de la contemplación es, sin duda, el Discurso sobre la
Dignidad del Hombre, de Pico della Mirandola, en concreto su alegoría de la creación.

Dice Pico de la Mirandola que cuando Dios terminó de crear a todos los seres de la
naturaleza, y hubo dispuesto a cada uno en su lugar de la scala naturae neoplatónica,
pensó en la necesidad de crear a su vez un espectador para su obra. Como todos los
escalones y lugares estaban ya ocupados, decidió crear un ser distinto y ubicuo, que
pudiese estar en todos los sitios, pero que ya no disponía de ningún sitio propio y
exclusivo. De esta manera, creó al hombre, y le dijo :

“No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡Oh
Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los
tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una
naturaleza contraida dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no
sometido a cauces algunos angostos, te la definirás según tu arbitrio al que te
entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más
cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en el mundo. Ni
celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como
modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que
prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con lo brutos; podrás realzarte
a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión” (Mirandola, 1984a; pg.
105).

El destino está, pues, en las manos del hombre, pero sólo como una consecuencia un
tanto arbitraria de una suerte de impulso narcisista de Dios. Dios deja que el hombre
actúe con criterio propio porque sabe que los criterios del hombre coinciden con lo
suyos. Por esta razón, nuestro destino inexorable es descubrir los designios del creador,
recreándonos a nosotros mismos en el intento, modificando en el camino nuestras
propias formas de vida, sin que varíe por ello nuestra naturaleza. Somos, pues, un
dispositivo para la contemplación. Un dispositivo cuya misión básica consiste en volver
la vista y mirar todo lo que hay en el mundo. Somos en el fondo los ojos de Dios en el
mundo, somos razón contemplativa, o, por lo mismo, modestos albañiles al servicio del
gran constructor, del Artífice, del Arquitecto, en términos del propio Pico della
Mirandola. Y la ciencia es al tiempo el órgano y el instrumento que la razón en su,
paradójicamente, ciego despliegue ha desarrollado para cumplir con el fin que le fue
encomendado: la reconstrucción de los planos para que sea posible la construcción del
Templo. No está de más recordar que la traducción literal del griego para el término
“teoría” es justamente “contemplación”. Así que el hombre que necesita, como
veremos, es, en palabras del propio Pico, un camaleón que contempla, “un animal de
naturaleza multiforme y mudadiza” (Mirandola, 1984a; pg. 107).

Tampoco está más recordar otra cosa. El Discurso sobre la Dignidad del Hombre
constituye la Oratio, el preámbulo o justificación, de un libro que contenía sus 900
conclusiones sobre el estado del saber en su época. Pico pretendía defender
públicamente la viabilidad de sus conclusiones en Roma y ante el Papa, pero éste estimó
que algunas de ellas no podían ser conciliadas con la doctrina de la iglesia, así que, a
pesar de los esfuerzos que Pico hizo por modificar su redacción, finalmente las
conclusiones no pudieron ser expuestas. Al margen de este hecho, resulta significativo
que lo que le hizo famoso fue la Oratio más que las conclusiones. Tras el fracaso de su
empresa, se retiró a la vida monacal y poco después murió cuando aún tenía 32 años. O
sea, Pico representa en buena medida el límite epistemológico al que la filosofía y la
ciencia habían llegado en su época, un límite al que, como acabamos de ver, la propia
iglesia no podía llegar. Lo que resulta llamativo es que la defensa de la armonía entre
revelación y ciencia es también el caballo de batalla de los científicos puritanos
ingleses. En el norte la ciencia acaba disponiéndose en el centro de la vida civil,
mientras que en el Mediterráneo, genéricamente, en el mundo contrarreformista o
católico, la ciencia seguirá durante siglos siendo considerada una actividad sospechosa.

Esta obsesión por una contemplación activa de la obra de Dios alcanza, por supuesto, a
todos los dominios de la nueva cultura renacentista o preilustrada. El Tratado de la
Pintura de Leonardo operacionaliza la contemplación fidedigna de la obra de Dios. Las
dudas respecto a la calidad y a la honestidad del arte comienzan justamente cuando el
arte empieza a renunciar a ese modo de representación. Pero, entre tanto, Leonardo y
sus coetáneos se obsesionan con la ideación de procedimientos y tecnologías capaces de
generar representaciónes adecuadas de lo-que-el-ojo-ve. Esta obsesión lleva a una
consideración teórica de las “operaciones” del ojo, dice Leonardo, para después
convertirlas mutatis mutandis en reglas para pintar. La teoría de la perspectiva de
Alberti, asumida y desarrollada en parte por el propio Leonardo, es en buena medida la
primera consecuencia de esta artificialización de la visión. Recordemos que la regla de
oro de la pintura era para Alberti la siguiente:

“Lo primero hago un quadro o rectángulo del tamaño que me parece , el cual
me sirve como de una ventana abierta, por la que se ha de ver la historia que
voy a expresar... “ (Alberti, 1986; pg. 215; las negritas son mías)

En cierto modo, este movimiento produce lo que Chastel ha acertado en denominar una
nueva objetividad que se empieza a desprender, a base de disciplina metodológica, del
miedo atávico a los sentidos actualizado por el neoplatonismo de Ficino, Poliziano y sus
correligionarios. Se trata, evidentemente, de una objetividad que ya no es propiedad
exclusiva de la naturaleza. Es necesario pensar en un sujeto que sea capaz de objetivar
la naturaleza a través de sus propias operaciones. Esta nueva objetividad sub specie
visibilitatis (Bozal, 1986) alcanza una densidad especial con las máquinas de dibujar
que se van desarrollando a través de la metáfora de la ventana de Alberti, y que
Leonardo convierte en procedimiento, en operación, como sigue:

“Se tomará un cristal del tamaño de medio pliego de marca, el cual se colocará
bien firme y vertical entre la vista y el obgeto que se quiere copiar: luego
alexándose como cosa de una vara, y dirigiendo la vista a él, se afirmará la
cabeza con algún instrumento, de modo que no se pueda mover a ningún lado.
Después cerrando el un ojo, se irá señalando sobre el cristal el obgeto que está
á la otra parte conforme lo represente, y pasando el dibuxo al papel en que se
haya de executar, se irá concluyendo, observando bien las reglas de la
perspectiva “ (Da Vinci, 1986; pg. 15).

3. La alianza entre la filosofía natural y el puritanismo: la consagración de la


antropología de la contemplación

Pero vayamos por partes. Como antes apuntábamos, partimos de la idea de que la
psicología necesita contar con una cierta imagen del hombre para hacerse culturalmente
viable. Una idea semejante toma Merton como punto de partida en su texto sobre el
puritanismo y la ciencia. La idea de Merton es, efectivamente, que el modo de vida
puritano pone las condiciones antropológicas necesarias para un desarrollo adecuado de
la ciencia en la Inglaterra del siglo XVII. Lo que nosotros añadimos es la idea de que la
psicología moderna, muy pronto científica, que surge de la mano de los filósofos
empiristas, viene a representar, en primer lugar, la colonización del orden subjetivo a
través de los mismos métodos que habían mostrado su éxito en la esfera de las ciencias
naturales, como Husserl defendía en La Crisis de las Ciencias Europeas, y, en segundo
lugar, representa la respuesta al último enigma de la actividad científica: ¿en qué
operaciones [naturales]del sujeto se basa nuestra posibilidad de disponer de un
conocimiento adecuado del mundo natural?, ¿cómo contemplamos el mundo y cómo
debemos contemplarlo?

Como antes insinuábamos, ambos movimientos dependen de un proceso de gestación


previo de una idea del hombre que disponga en su núcleo la idea de contemplación y
que consiga hacerse culturalmente viable. Mientras que en el mundo católico, aún
alejado de la idea de individuo, la religión revelada pavimenta todo el orden civil,
haciendo inviable cualquier intento de naturalización de la imagen del hombre, el
puritanismo se convierte justamente en el mejor aval para el desarrollo de esta
antropología. Baste decir que la mayor parte de los científicos ingleses de los siglos
XVII y XVIII o eran clérigos o articulaban sus vidas alrededor de la religión. Veámoslo
un poco más despacio.

Para empezar cabe recordar, que la ética protestante tenía su referente en la conciencia
individual, desprendida ya de toda mediación con la divinidad. Frente a la disociación
entre las esferas ético-social y religiosa propia del catolicismo, solventada en una idea
muy posibilista del pecado, la reforma enfatiza la evitación, o la prevención, de la
conducta inmoral a través de un rígido código de comportamiento, no sólo en relación
con la divinidad, sino, sobre todo, en relación con los semejantes. La Reforma
proporciona una rejilla de mediación entre la ley natural y la ley convencional en la que
la noción de conciencia individual, asociada a la libertad de conciencia, se manifiesta,
como Weber supo ver, en la idea de un bautismo elegido cuando el creyente es adulto y
decide por sí mismo. El ideal de neutralidad al que la ciencia se sabe acoger se ve
reforzado por esta idea de una comunidad pura (secta, es el término que prefiere
Weber), una comunidad de conversos voluntarios, libre de toda sospecha de coerción y
vinculación con los sistemas políticos. Este movimiento significa un enorme respaldo
histórico al imperativo ético del desinterés de la ciencia, tal y como lo entenderá Robert
K. Merton, y también, cómo no, al ideal democrático del sufragio universal.

Merton retoma bastante tiempo después este argumento de Weber en su tesis doctoral, a
la que antes nos referíamos. El capítulo V de la tesis se dedica al estudio de lo que él
denomina fuerzas motivacionales de la nueva ciencia (Merton, 1985a). Merton reconoce
que no hay ningún hilo oculto, ninguna trama indescifrable. La cuestión es que el
método, la aproximación racional y sistemática a los asuntos mundanos (la actitud de
cálculo), la laboriosidad y la consagración al trabajo, hacían más fácil ganar dinero y,
consecuentemente, poder. El impulso de la burguesía reformista a la ciencia y la
tecnología provoca la emergencia de una alianza histórica que tendrá su primera
expresión clara en la institucionalización académica e industrial de la ciencia inglesa, y
su expresión más acabada en ese mismo sentido en el Nuevo Mundo.

Pero veamos en un fragmento de Robert Boyle citado por Merton en su trabajo cómo se
recupera desde el espíritu de la reforma el reto que Pico había dejado en el aire:
“No es aventurado suponer que, al menos en la creación del mundo sublunar y
las más conspicuas estrellas, dos de los principales objetivos de Dios fueron la
manifestación de su propia Gloria y el bien de los hombres.

Quizás no sería difícil para tí [Pyrophilus] discernir que quienes tratan de


apartar a los hombres de las diligentes investigaciones de la naturaleza, siguen
un camino (aunque, lo admito, no intencionalmente) que tiende a frustrar esos
dos fines mencionados de Dios” (citado en Merton, 1985a; pg. 313).

El mismo Robert Boyle defiende en su libro sobre la Utilidad de la Filosofí Natural


Experimental que

“El conocimiento de las obras de Dios nos inspira admiración, y ellas


participan y revelan tanto las inagotables perfecciones de su autor que, cuanto
más las contemplamos, tanto más huellas e impresiones descubrimos de las
perfecciones del Creador...” (R. Boyle).

Evidentemente, esta idea de contemplación, casi siempre ligada retóricamente a la idea


de utilidad, aparece sistemáticamente en los textos simbólicamente más importantes en
este movimiento de confabulación entre ciencia y religión. Uno de estos textos es el
Christian Directory, una especie de breviario del buen cristiano, escrito por Richard
Baxter, un clérigo puritano ejemplar. Veamos lo que dice al respecto:

“El gran medio de promover el amor a Dios es contemplarlo debidamente en


sus apariciones ante el hombre, en los modos de la Naturaleza, la Gracia y la
Gloria. Primero, pues, aprender a comprender y hacer buen uso de sus
manifestaciones en la naturaleza y ver al creador en todas sus obras, y por el
conocimiento y el amor de ellas elevarse al conocimiento y el amor de Él”
(Baxter, Christian Directory, vol. I; p. 375).

También la Royal Society, institución plagada de puritanos y que surge con la intención
de eludir el conservadurismo de las universidades, manifiesta ideas semejantes. En su
segundo Estatuto, de 1663, señala que sus miembros

“deben aplicarse a promover, mediante la autoridad de los experimentos, las


ciencias de las cosas naturales y de la artes útiles, para Gloria de Dios, el
Creador, y beneficio de la raza humana”
Resulta evidente, una vez más, la idea de la razón humana como consecuencia indirecta
de un impulso narcisista de Dios (la contemplación de su Gloria). Pero ahora, aunque
ese pulso estaba también en Pico, se hace más evidente la idea de utilidad, la idea de
que la razón es razón instrumental, es decir, que la ciencia debe ser practicada también
para el bien de los hombres. Newton, un ejemplo excelente de esta confluencia entre
puritanismo protestante y amor a la ciencia, despreciaba como es bien sabido la “mera
belleza”, no leía apenas literatura, y odiaba perder el tiempo en cosas inútiles. Si,
además, la idea de salvación personal se introducía en el matraz, la ciencia estaba
siendo, en una fórmula retórica extremadamente frecuentada en la época, puesta al
servicio de Dios, de la sociedad y del individuo. Podemos decir que la ciencia
proporcionaba, y no sólo en un sentido simbólico, las reglas para calcular el beneficio
de la sumisión a la nueva ética. Finalmente, el recelo de la iglesia católica, vinculada al
poder político, se convierte no sólo en tolerancia sino en un espíritu abierto de
promoción de la actividad científica por parte de la iglesia reformada.

Disponemos ya, a estas alturas de nuestro argumento, de un sujeto cuya dimensión


básica es la contemplación activa de la naturaleza. Sólo falta que el empirismo cierre el
bucle proponiendo un sujeto que se contempla a sí mismo como realidad natural. Si el
mundo es ya representación, el problema consiste en decidir, entonces, cómo puede
ocurrir el milagro del ajuste entre la representación y el mundo, o, lo que es más
propiamente psicológico, en qué condiciones la representación supera, va más allá, o
falsea el mundo. La historia de la psicología ha venido siendo la crónica de este proceso
de saturación representacional del mundo.

Contemplar la obra de Dios es en realidad la causa final del hombre como especie,
porque para ese fin fue creado. Contemplando la obra de dios el hombre conoce sus
planes y el lugar que ocupa en los mismos. De este modo, y si nuestra hipótesis no es
del todo descabellada Aristóteles pone las bases, o sirve de canon para el desarrollo de
la actitud científica, y al mismo tiempo, y por lo que ahora nos interesa, desarrolla, por
la paradójica vía de la tradición teológica, los fundamentos de una antropología
psicológica naturalista con una decisiva repercusión histórica.

4. Representación y psicologización: Hume y Kant

El desarrollo pleno de semejante antropología psicológica en el Renacimiento,


impulsado por la reforma protestante, concluye en la llamada ilustración con un sujeto
lleno de debilidades y conflictos, pero responsable y constructor de su propia
objetividad. Capaz de reconocer su condición mundana, de renunciar a la certidumbre,
sin caer en el victimismo histórico o perder el pulso ético. Hay muchos testimonios de
este nuevo sujeto, pero a mí uno de los que más me gusta es el que nos ofrece David
Hume en la conclusión del primer volumen del Tratado de la Naturaleza Humana, justo
después de discutir a fondo la naturaleza del escepticismo como actitud filosófica:

“... me siento asustado y confundido por la desamparada soledad en que me


encuentro con mi filosofía; me figuro ser algún extraño monstruo salvaje que,
incapaz de mezclarse con los demás y unirse a la sociedad, ha sido expulsado de
todo contacto con los hombres, y dejado en absoluto abandono y desconsuelo
[...] Todo el mundo permanece a distancia, temiendo la tormenta que cae sobre
mí por todas partes. Me he expuesto a la enemistad de todos los metafísicos,
lógicos, matemáticos y hasta teólogos [...] Cuando miro a mi alrededor
presiento por todas partes disputas, contradicciones, ira, calumnia y difamación
[...]

Cuando dirijo la vista a mi interior, no encuentro si no duda e ignorancia [...]


Después de haber realizado el más preciso y exacto de mis razonamientos, soy
incapaz de dar razón alguna por la que debiera asentir a dicho razonamiento”
(Hume, 1981; pgs. 415-416).

Tras esta “bancarrota del saber”, como la llamó Cassirer, debemos asumir que las
respuestas deben estar entonces, y muy a pesar del propio Hume, en una naturaleza
humana que deseamos explicar al mismo tiempo que la ejercemos. Hume fue
efectivamente difamado por gente como Beattie por las perniciosas consecuencias
morales y políticas de su escepticismo. Kant, que curiosamente descubre a Hume, a
través del libro de Beattie (Ensayo sobre la Naturaleza y la Inmutabilidad de la Verdad
en Oposición a la Sofística y el Escepticismo, 1790), que estaba plagado de citas
literales del Tratado, reconoce en el testimonio de Hume el punto de partida para una
elaboración y justificación crítica de la verdad. Tanto Hume como Kant han asumido
que la descripción de los modos de operar del sujeto es la única forma de encontrar
criterios para reflexionar sobre los límites, si los hubiera, de la verdad. La pretensión de
que el modo de operar del sujeto está sometido a regularidades, sean estas de carácter
transcendental, de carácter biológico o de carácter histórico-cultural, es la base para la
emergencia histórica de la psicología.
Este punto de vista tiene mucho que ver con el que le sirve de motivo a Husserl (1991)
para escribir La Crisis de las Ciencias Europeas. La idea es que la psicología naturalista
viene a resolver históricamente la emergencia de un dominio de legalidad implicado,
aunque no explicado, por el naturalismo objetivista de los científicos postrenacentisras:
el dominio de la subjetividad.

“Los antiguos tenían teorías e investigaciones particulares sobre los


cuerpos, pero ningún mundo corpóreo cerrado como tema de una ciencia
natural universal. Tuvieron también investigaciones sobre el alma humana
y animal, pero no podían tener una psicología en el sentido moderno, una
psicología que sólo por el hecho de tener ante sí una naturaleza y una
ciencia natural universales pudo aspirar a una correspondiente
universalidad, esto es, a una universalidad en un campo a ella
correspondiente e igualmente cerrado en sí” (pg. 63).

El dualismo otorga indirectamente a lo psíquico la posibilidad o la esperanza de


ser abordado con las mismas garantías que lo físico, es decir como un universo
paralelo causalmente cerrado. Con las mismas garantías, quiere decir exactamente
eso, con las mismas y no otras. La naturalización de lo psíquico es una
extrapolación residual del cierre causal de lo físico. Si Galileo y Newton no
hubieran jugado a cerrar causalmente el mundo físico, la psicología no existiría.
Hobbes y Locke dan el primer paso:

“la nueva psicología naturalista no fue, desde su aparición, una promesa


vana; está viva y presente en grandes e impresionantes obras, con la
pretensión, por otra parte, de fundamentar duraderamente una ciencia
universal” (Husserl, 1991; pg. 66).

Pero esta psicología naturalista viene al mundo sometida a una paradoja: ella
misma, y cualquier otra ciencia, pertenecía ya, como construcción de la mente, a
su dominio de objetos. Las teorías científicas, las ciencias, eran ya entendidas
como actividad psicológica, “como configuraciones particulares del espíritu”, que
transportaban, sin embargo, la verdad sobre el mundo.

“El que trabajaba en esas ciencias o el que cuidadosamente las seguía,


entendiéndolas, tenía la vivencia de una evidencia a la que ni él ni nadie
podían sustraerse. Todo este rendimiento, sin embargo, todas esta
evidencia, se habían vuelto completamente incomprensibles al ser
contemplados de otro modo, y en una perspectiva distinta, desde la
psicología, en cuyo ámbito discurrían todas estas actuaciones, todo este
hacer creador” (pg. 71).

Pero, como señala Husserl, no sólo la ciencia sino la propia conciencia cotidiana
del mundo se veía tambalear como mera representación o creencia, desde la
perspectiva de la nueva psicología, provocando un giro histórico hacia un
subjetivismo transcendental. Así que la psicología viene a ser la mejor
condensación histórica de ese subjetivismo transcendental.

Poco a poco, y desde este punto de vista, la psicología se convierte


pretendidamente en el territorio en el que se tiene que librar la batalla entre las dos
ideas sobre la verdad que están en juego: (1) la idea de que la verdad reside en la
relaciones positivas, mundanas, que se dan entre los objetos del mundo; y (2) la
idea de una subjetividad absoluta, transcendental, que pavimenta todo el orden de
la conciencia y permite construir objetividad, una idea que alcanza su primera
forma de expresión acabada con la epistemología kantiana.

Es cierto que una buena parte de los desarrollos históricos más importantes que se
han dado en este territorio de la subjetividad pueden ser explicados a partir de la
hipótesis de la verdad como construcción, pero también lo es que otros muchos
desarrollos interesantes y culturalmente activos, aunque no nos parezcan
teóricamente viables, no pueden ser entendidos como consecuencias del
despliegue de esa idea. Una opción alternativa, tal vez demasiado simple, consiste
en suponer que estos últimos desarrollos, por ejemplo, el conductismo o la
psicología rogeriana, constituyen errores en los que incurre la razón incorporada
en el individuo en su ejercicio de tanteo y prueba permanente. Pero eso supone
medir con distinto rasero los desarrollos que nos gustan y los que no. Los
desarrollos malos son en este esquema el resultado de la abdicación del ser
humano a la molicie, al burdo interés, o a la moda, mientras que los buenos son la
consecuencia del sacrificio personal, de la voluntad de saber, del sometimiento de
la voluntad individual al curso necesario y envolvente de la razón, del amor a la
verdad y del desinterés.

Mi argumento es que la psicología constituye desde el Big-Bang que provoca el


encuentro entre Hume y Kant el territorio en el que se debaten estos dos programas
(objetivismo fisicalista y construccionismo) y sus muy diversas variantes históricas. El
debate era manifiestamente académico, pero ni las instituciones académicas han estado
nunca al margen del problema de organizar la convivencia, ni cabe pensar que el debate
tenga sentido si no es porque están en juego formas concretas de vivir. El testimonio
antropológico de Hume en el Tratado, el pulso firme con el que Kant abre la Crítica de
la Razón Pura, son pruebas ineludibles de esta imbricación inevitable del intelectual
responsable en la trama de valores que padece y que intenta cambiar. El background
histórico-cultural del debate se hacía, y se hace, especialmente manifiesto cuando los
puntos de vista académicos de un autor, este fue, por ejemplo, el caso de Hume, ponen
en tela de juicio, para algún intérprete dado, los fundamentos de la convivencia. Kant
representa en este sentido la restauración de la esperanza en un orden que estamos
construyendo, un orden en que cada nueva apertura del sujeto es una síntesis
provisional, pero inevitable e ineludible hacia la integración entre los productos de la
razón pura y los productos de la razón práctica. (COMPLETAR HUME CON
CAGIGAS Y KANT CON “DIEZ TEORÍAS…”, APUNTES Y PRESENTACIÓN DE
CLASE).

5. La psicología en crisis

Desde mi punto de vista, la psicología fue segregada históricamente como un territorio


franco para que el debate tuviese lugar. No es correcto pensar que la perspectiva
psicológica estuviese descansando en el limbo de las ciencias hasta que nos dimos
cuenta de su importancia. La psicología ha ido acotando su territorio y definiendo su
propia cultura desde otras formas culturales previas. La psicología no se independizó de
la filosofía. Eso es retórica identitaria simple y manifiesta, para motivar al colectivo en
su búsqueda de una autonomía disciplinar que, en mi opinión, sólo aporta cicatería
intelectual y psicologismo. Sería, en todo caso, más adecuado, sin serlo aún del todo,
decir que la filosofía creó un territorio en el que debatir desde una perspectiva distinta el
tipo de sujeto que necesitaba el mundo moderno. Los filósofos postkantianos pensaron
que la psicología significaba la posibilidad de regenerar la filosofía desde dentro,
haciéndola sensible al enorme poder epistemológico que habían demostrado las ciencias
hipotéticas. Pero se trataba, en mi opinión, de una vana esperanza. La única forma de
que la psicología sirviese a esa función era renunciar a un estatuto propio, era
convertirse en un territorio de aluvión, de orografía cambiante, de vocación variable.
Husserl (1991) lo dice de otra forma:
“La psicología participa constantemente en este gran proceso evolutivo y, como
vimos, en distintas funciones; más aún, ella es el verdadero campo de las
decisiones. Y lo es porque precisamente, si bien con otra actitud y, en esta
medida, con otros planteamientos de tareas, tiene como tema la subjetividad
transcendental” (pg. 218).

Desde este punto de vista, en este territorio no puede haber acumulación de


conocimiento en el sentido que se presume que la hay en el seno de lo que
habitualmente llamamos teorías científicas. La historia de la psicología se convierte,
en expresión del propio Husserl, en la historia de sus crisis. En realidad lo adecuado
sería decir que la historia de la psicología se convierte en la historia de nuestras crisis,
de las sucesivas, simultáneas, inocuas y pavorosas crisis a las que la intemperie de la
autonomía funcional y el ejercicio inevitable del poder nos conducen día a día. Por esta
misma razón, la psicología sólo puede dejar de estar en crisis en una sociedad medieval.
Nuestra nostalgia de un sujeto objetivamente acotado es la nostalgia de un orden social
de cuyo poder no seamos conscientes. La crisis crónica de la subjetividad moderna
produce la cultura psicológica.
TEMA 3: LA PSICOLOGÍA CIENTÍFICA Y EL PROBLEMA DEL
CONOCIMIENTO. DE KANT A LA PSICOLOGÍA COGNITIVA Y MÁS ALLÁ

1. Comprensión y explicación

La psicología es en cierto modo, y como he propuesto en otras ocasiones (ver


Blanco, 2002), una disciplina “epistemológicamente atormentada”, monstruosa y
bicéfala. La razón de este tormento epistemológico tiene que ver con el hecho de que el
sentido histórico de la psicología pasa por la construcción de antropologías naturalistas
que permitan tramitar el problema de la subjetividad desde la neutralidad propia de
las ciencias naturales. Lo hace desde el principio, y ahí está para reivindicarlo la obra
del mismo Wundt, moviéndose agónicamente (por eso hablábamos de bicefalismo)
entre los horizontes de la naturaleza y la cultura, entre la voluntad de explicar la
subjetividad y el impulso casi irrenunciable de comprenderla. Esta vocación histórica
de la psicología la convierte en un territorio inestable y frágil, de geometría variable. La
crisis en la que la psicología se desenvuelve desde sus orígenes no puede ser entendida
entonces como un estado de transición, como un período de inmadurez epistemológica
que llegará a ser superado si la disciplina consigue someterse a la lógica de las ciencias
naturales. La crisis es, por definición, el estado natural de la psicología, como supo ver
Husserl en La Crisis de las Ciencias Europeas (Husserl, 1991). La psicología es el
territorio cultural en el que se dirime racionalmente la cuestión de los límites formales
de la subjetividad, una cuestión que sólo podría quedar cabalmente zanjada en una
sociedad medieval, en la que la propia noción de sujeto careciese de sentido.

Un problema nuclear para el desarrollo de esta tarea histórica de la psicología, y


ahora se entenderá mejor esta declaración de principios, es justamente el problema de
las garantías del conocimiento. La psicología surge como actitud disciplinar a partir de
la constatación de que nuestra sensación de habitar un mundo objetivo es una
construcción, digámoslo así, “mental”. Este fue el caballo de batalla de los primeros
empiristas. Recordemos el célebre esse est percipi de Berkeley. En efecto, ser es ser
percibido, sólo existe lo que se percibe, de manera que la única forma de establecer los
límites del mundo consiste paradójicamente en establecer los límites de nuestra mente.
Este es, en nuestra opinión, el núcleo de la agenda histórica de la psicología. La
obsesión de Kant, y a la postre de la mayor parte de la “psicología” de la segunda mitad
del siglo XIX, es conciliar la certidumbre de vivir en un mundo representado,
construido, que sólo existe en el dominio despejado de la conciencia individual, con la
sensación de cierre, de objetividad, de certidumbre, de “externalidad”, que se derivaban
de las grandes construcciones científicas de la ilustración, como, por ejemplo, la de
Newton. En otros términos, la pregunta es: ¿cómo puede, incluso cómo debe, proceder
una construcción subjetiva de la objetividad?

Si el argumento que estamos desarrollando se entiende, se entenderá también


que no podemos proceder a rastrear las relaciones entre psicología y epistemología
dando por supuesto, como proponíamos al principio de este segundo epígrafe, que se
trata de disciplinas independientes. Que no podemos sentarnos a esperar a que el
epistemólogo de moda, hace algunos años Feigl, después Kuhn o Toulmin, y ahora, por
ejemplo, Latour, nos diga si lo que hacemos los psicólogos es o no es ciencia y cómo
tenemos que actuar para conseguir el visado.

Por lo demás, y esto es muy importante, toda epistemología lleva en el corazón


una idea del sujeto psicológico. Es decir, la psicología es, a veces explícitamente, una
epistemología, y la epistemología cuenta siempre, implícita o explícitamente, con
argumentos psicológicos.

2. La psicología y el problema del conocimiento científico como meta

Empecemos recordando que tanto la psicología wundtiana como las psicologías


funcionalistas de inspiración darwiniana, desde Baldwin a Piaget, se plantearon como
objetivo más básico tratar en términos naturalistas la teoría kantiana del conocimiento
(ver, por ejemplo, Fernández, 1995; Sánchez, 1995). Recordemos también que una de
las preocupaciones centrales de Kant era precisamente estudiar la ciencia como forma
límite de la racionalidad. La hipótesis del sujeto trascendental permite que Kant
argumente el carácter necesario y universal de las proposiciones científicas, al menos
del canon de la ciencia newtoniana. Por su parte, los psicofisiólogos alemanes y los
psicólogos funcionalistas europeos y americanos intentan dilucidar, ya desde los
procedimientos de las ciencias naturales, cuáles son las condiciones que hacen posible
el conocimiento, en términos generales, y el conocimiento científico en particular.

Aunque la idea de la ciencia como fenómeno final a explicar está de alguna forma
en los orígenes de esta tradición, la figura que parece recoger de manera más explícita
esta preocupación por las condiciones psicológicas del conocimiento científico es
seguramente Jean Piaget. Piaget, y en buena medida también su más ilustre antecesor,
Baldwin, intentan describir la dimensión epistémica del desarrollo ontogenético sin
perder nunca de vista que lo que realmente interesa en último término es dar cuenta
científicamente de la propia ciencia, considerada ahora en su génesis. Por supuesto, se
entiende que el ejercicio de la ciencia es fundamentalmente la consecuencia del
despliegue, a través de formas de acción abiertas o encubiertas (operaciones), de
competencias funcionales inherentes a la naturaleza humana. El motor de ese despliegue
es, claro está, la maduración biológica. El conocimiento científico es, por definición,
biológicamente necesario (ver Piaget, 1969). Las circunstancias sociales, culturales o
biográficas son meras condiciones de posibilidad para que la razón cumpla con su razón
de ser. Entre los tanteos exploratorios del bebé y la demostración de la teoría especial de
la relatividad sólo hay una diferencia de grado. Einstein y el bebé están haciendo
básicamente lo mismo: son meras instancias para que la razón siga siendo ejercida.
Podría valer en este caso una frase célebre entre los especialistas en genética: “una
gallina es sólo la forma que un huevo tiene de producir otro huevo”.

En cualquier caso, lo que nos importa, de momento, es que, desde esta perspectiva
constructivista, la psicología se convierte en el espacio disciplinar más adecuado y más
legítimo para reflexionar sobre la naturaleza de la actividad científica. Hemos intentado
hacer ver que esta conclusión no es del todo gratuita si uno contempla las cosas a una
cierta distancia y desde una cierta perspectiva. En buena medida es el resultado más
lógico de un proceso de naturalización progresiva del sujeto de conocimiento, un
proceso que tiene, visto desde dentro, su piedra angular en la epistemología kantiana, y,
simplificando un tanto el proceso, sus puntos de apoyo más sólidos en la antropología
humanística del renacimiento y su desarrollo a través del espíritu de la Reforma
protestante.
3. La idea de génesis y la articulación del campo de la psicología del conocimiento
Hemos dicho que la psicología científica del XIX, al menos la que se ocupa del
problema del conocimiento, es en buena medida la consecuencia de la naturalización del
sujeto transcendental kantiano. En mi opinión, este proceso de naturalización pasa,
básicamente, por la idea, bastante obvia para nosotros, pero no tanto en la época, de que
el sujeto cambia. Frente al sujeto transcendental kantiano, estable, ahistórico,
intemporal, abstracto, creado, el sujeto del siglo XIX es un sujeto en el que lo único que
permanece justamente es el cambio, un sujeto que sólo puede ser entendido
genéticamente. En efecto, el siglo XIX puede ser entendido como el siglo de la génesis.
Frente a la idea de un mundo creado por Dios de una vez y para siempre, el siglo XIX,
instala en el corazón de la cultura occidental la idea de que las cosas están siempre en
permanente cambio.
A lo largo del siglo XIX se van constituyendo algunas disciplinas que justamente se
ocupan del modo en que opera el cambio en distintas escalas y fenómenos. De algún
modo, se podría decir que estas nuevas disciplinas se organizan en cuatro escalas
genéticas: microgénesis, ontogénesis, filogénesis e historiogénesis.
La microgénesis es la escala que permite entender el cambio en tiempo real. La
fisiología experimental representa por excelencia esta preocupación por la microgénesis
y tuvo un efecto decisivo (sobre todo la neurofisiología) en la emergencia de la
psicología experimental alemana de corte wundtiano.
La ontogénesis es la escala que permite explicar los cambios que se producen a lo largo
del ciclo vital de los organismos. La embriología y la pediatría son, dentro de esta escala
genética, las disciplinas que más impacto tuvieron en la génesis de la psicología
evolutiva, cuyas expresiones más conocidas son seguramente las teorías de Freud,
Piaget y Vygotsky.
La filogénesis es la escala genética que estudia los cambios que se producen en las
especies y que provocan, en su caso, la aparición de especies nuevas. La teoría de la
selección natural de Darwin provoca una auténtico cambio de enfoque en el campo de la
psicología al poner de manifiesto la hipótesis de una continuidad natural entre otras
especies y el ser humano. Se trata probablemente de la teoría científica con un efecto
más decisivo sobre la emergencia histórica de la psicología científica.
Por último, la historiogénesis es la escala genética que pone de manifiesto los cambios
que en las cosas, y particularmente en los asuntos humanos, produce el tiempo histórico.
La consideración de la implantación histórica del ser humano tiene su proyección más
clara en la psicología historicista y comprensiva de Dilthey, en la psicología socio-
histórica de Vygotsky y en la psicología de los pueblos del propio Wundt.
Veamos un poco más despacio cómo se articula la psicología científica históricamente
alrededor de estas escalas genéticas.
Microgénesis: de la psicología fisiológica wundtiana a la psicología cognitiva
contemporánea
Si, como ya hemos dado a entender, hay una cuestión que nos preocupa a los psicólogos
desde siempre es nuestro estatuto epistemológico. Suelo decir a menudo que la
psicología es una disciplina epistemológicamente atormentada. Una disciplina cuya
viabilidad institucional o social, en un sentido más general, parece ir asociada, incluso
depender, como veremos, de su inestabilidad epistemológica. Esta inestabilidad
epistemológica depende del hecho de que ha sido capaz de promoverse justamente
como un espacio disciplinar funcionalmente esquizofrénico, como un Jano bifronte, con
un ojo puesto en la naturaleza y el otro en la cultura, atenazado entre la vocación de
explicar y la necesidad imperativa de comprender. Tal vez sea este aparente malestar o
inquietud en relación con su estatuto epistemológico una de las notas que nos permite
definir y entender más cabalmente la cultura psicológica. En cierto modo, la obsesión
por la cuestión de alcanzar el estatuto de ciencia, por cruzar de una vez por todas el
umbral de positivización, como diría Foucault, convierte a menudo a la psicología en
una expresión bastante vulgar de lo que algunos llamarían, permítaseme la expresión,
mentalidad moderna. Podríamos decir, en este sentido, que la psicología es la ciencia
más moderna porque hipertrofia la ética científica y la convierte además en el núcleo de
su programa de progreso científico y cultural. A mí personalmente esa obsesión por
presentarse socialmente como un ciencia respetable, o, aún, si cabe, como la ciencia
ideológicamente más científica de todas las ciencias, me recuerda, de manera
seguramente muy arbitraria, pero también muy densa y precisa a la pulcritud
escandalosamente sospechosa de los vendedores de enciclopedias a domicilio.
Este carácter crítico y atormentado, esta inestabilidad esencial de la psicología es
el eje dialéctico a través del cual ha ido indagando en su sentido histórico y haciéndose
culturalmente relevante. Esta inestabilidad esencial ha producido además una cultura
científica y académica con algunos rasgos llamativos, como la hipertrofia normativa
(un respeto incondicional y algo exgerado a las normas científicas de producción y
distribución de conocimiento) o la conciencia permanente de crisis.
En mi opinión, Wundt trazó en su propia trayectoria intelectual los límites
absolutos de la inestabilidad epistemológica de la psicología, tipificados en su
psicología fisiológica y en su psicología de los pueblos. Cabe decir que oficialmente
Wundt es tenido como el fundador de la psicología científica, pero también cabe
recordar que antes que él, Fechner había puesto las condiciones para el desarrollo de
una psicología experimental formalizada a través de lo que denominó Psicofísica, una
disciplina que permitía estudiar y modelizar matemáticamente las relaciones entre las
magnitudes de los estímulos físicos y sus cualidades sensoriales. Von Helmholtz, físico
y fisiólogo, con el que el propio Wundt se había formado había propuesto una teoría
general de la percepción, que se dio a conocer como teoría de la inferencia inconsciente,
y la teoría tricromática de la percepción del color. La psicología fisiológica wundtiana
es históricamente incomprensible sin las aportaciones de Fechner y Von Helmoltz,
entre otros.
En cualquier caso, Wundt fundó el primer laboratorio de psicología experimental
estable, fue capaz de llevar al laboratorio algunos de los elementos más relevantes de la
agenda filosófica heredada del kantismo y creó la primera escuela psicológica moderna
de largo alcance, de corte voluntarista. Dirigió, además, casi doscientas tesis doctorales,
de manera que un montón de filósofos y buena parte de la primera generación de
psicólogos modernos se formaron con él en Leipzig.
Propuso inicialmente una psicología experimental basada en el uso sistemático
de la introspección. Un experimento wundtiano implicaba básicamente la manipulación
experimental de algún estímulo sencillo y la generación de informes introspectivos
extremadamente finos y sofisticados de unos pocos sujetos bien entrenados para dar
cuenta de las cualidades de dicho estímulo. Para hacernos una idea, un catador de vinos,
un perfumista o un comprador de telas avezado, serían sujetos wundtianos ideales. En la
época en la que trabajaba Wundt la estadística apenas pasaba de los estadísticos
descriptivos, así que la posibilidad de construir generalizaciones desde la base
experimental estaba prácticamente vedada. Era necesario producir variaciones
sistemáticas y series interminables de experimentos para estabilizar los resultados.
Wundt entendía que la psicología debía someterse con disciplina a esta lógica
minimalista antes de aventurar generalizaciones teóricas y, mucho menos, aplicadas.
El laboratorio de Wundt, y su selva de aparatos científicos llenos de escalas y remaches,
simbolizan más densamente que ninguna otra imagen que se nos pueda ocurrir el
compromiso histórico de la psicología con una ciencia vinculada al método
experimental, y ajena, por tanto, a la filosofía o a la “mera especulación”. La mayor
parte de los manuales contemporáneos de Historia de la Psicología refrendan este mito
fundacional, un mito, por lo demás, presente en la mayoría de las introducciones
generales a la psicología. De esta forma se convierte en un “mito de origen”
fundamental para la construcción de una identidad profesional y/o intelectual para los
psicólogos, legitimando o promocionando unos valores epistemológicos concretos
frente a otros posibles (Castro, Jiménez, Morgade y Blanco, 2001). Cabe pensar que
identificar el origen de una disciplina científica con la inauguración de un laboratorio es
una práctica tan poco frecuente en la historia de las ciencias naturales como interesante
si uno quiere estudiar la naturaleza y el desarrollo de la cultura psicológica.
Como tenemos que ir un poco rápido, me permitiré completar mi boceto de la
figura de Wundt diciendo que frente a esta psicología fisiológica, atenta a los procesos
psicológicos básicos (sensación, percepción, sentimientos), orientada vocacionalmente a
la explicación nomológica en la escala microgenética, a Wundt le va creciendo a lo
largo de su vida en la trastienda una psicología de corte aparentemente opuesto, una
psicología que busca comprender (nunca explicar) la lógica que regula la evolución de
los productos objetivos de la mente humana, es decir, de la cultura, es decir, volcada en
la historiogénesis. A pesar de la magnitud de esta psicología de los pueblos (unas
53.000 páginas en diez volúmenes, más un compendio en un solo volumen, traducido al
castellano), los manuales de historia siguen cargando las tintas en su psicología
fisiológica en un ejercicio de legitimación retórica abierta de la hipótesis identitaria (la
psicología como ciencia natural y experimental) a la que la psicología parece querer
responder. Es muy probable que la disociación entre estas dos formas de entender la
psicología sea sólo aparente, o que se nos haga aparente justo porque hemos decidido
que las proyecciones en el ámbito de la psicología de las dos culturas (naturaleza e
historia) se niegan o se oponen entre sí.
Pero lo que me interesa destacar es que Wundt ejerce la distinción entre estas
dos formas de psicología de una forma pretendidamente orgánica y coherente. De
hecho, y a pesar de que decide dedicarse a la psicología de los pueblos durante sus
últimos veinte años de vida, su sentido aparecía ya formulado en sus Lecciones sobre el
alma de los hombres y los animales, su segundo libro, publicado en 1863, cuando aún
era ayudante de laboratorio de Helmholtz. Muy pronto pone de manifiesto la necesidad
de distinguir metodológicamente el estudio de los procesos psicológicos básicos, que
pueden ser abordados en el laboratorio, del estudio de los procesos superiores que
exigían el uso de la observación naturalista y del análisis histórico. En un ejercicio de
simetría que ilustra claramente la doble vocación de su programa intelectual, que era
también vital, dedica la primera parte del libro al análisis de las sensaciones, la
percepción del espacio y el tiempo y a revisar investigaciones sobre la ecuación
personal. La segunda parte del volumen analiza y discute, sin embargo, los sentimientos
estéticos y religiosos, los juicios morales, el desarrollo de las sociedades, las religiones,
el lenguaje y, por supuesto, la voluntad, la piedra angular de su sistema.
Efectivamente, la larga sombra de la lectura americana de Wundt, por mediación
de Titchener y, sobre todo, de su discípulo, Boring, animó a leer como el producto de
una escisión antinatural estas dos partes de la agenda wundtiana, una maniobra que la
cultura psicológica ha tardado demasiado tiempo en digerir, si es que lo ha hecho. La
eliminación de la voluntad del centro de la argumentación wundtiana, que pedía la
interpretación pragmatista de la teoría de la evolución, condenaba el segundo programa
de Wundt al olvido o a la condición oscuramente presentida de veleidad que se pudo
permitir una vez cumplidas sus obligaciones históricas con la verdadera psicología. Su
concepto de voluntad resultaba, bien es cierto, un poco extraño a los ojos de un
americano medio. Entendía que sin voluntad no había síntesis ni siquiera en el nivel más
básico de integración, la apercepción, el acto por el cual un agregado de elementos
sensoriales simultáneos se convertía en una unidad perceptiva integrada. Defendía
también que la evolución natural no tenía sentido sin contemplar la dimensión activa y
voluntaria de los procesos de adaptación. Pero al mismo tiempo, y he aquí una aparente
paradoja, se declaraba determinista, una fórmula difícil de encajar, como digo, para el
tipo de mentalidad filosófica y científica que pedía el zeitgeist. Es decir, Wundt se
presentaba como un voluntarista que no creía en el libre albedrío, que defendía que los
actos voluntarios estaban regulados por leyes inconscientes que actuaban sobre los
contenidos de la conciencia. Estas leyes, por tanto, no podían ser conocidas
experimentalmente, por introspección, pero estaban ahí y podían ser colegidas a partir
de sus productos. Evidentemente esas leyes sólo pueden ser conocidas a posteriori, de
manera que el psicólogo debe adoptar una actitud de historiador en relación con sus
productos. En su introducción a la Psicología (1912), dice Wundt que en lo que respecta
a este tipo de tarea “el psicólogo, como el historiador psicológico, es un profeta con sus
ojos vueltos hacia el pasado. No sólo debe ser capaz de contar lo que ha ocurrido, si no
también lo que necesariamente debería haber ocurrido, de acuerdo con la posición de
los acontecimientos”.
Y esta fue la actitud que Wundt desarrolló en su Völkerpsychologie. Una actitud
que llevaba a mirar la cultura como una consecuencia necesaria de la convergencia o de
la interacción entre las mentes individuales, y que algunos traducen ya como una
auténtica psicología cultural o, incluso, histórico-cultural. Y que pretenden presentar
como el auténtico programa wundtiano, negado por una tradición obsesionada por
legitimar a base de disciplina experimental su baja autoestima epistemológica. Por más
que la historiografía oficial ha jugado a oponerlos, esta actitud historicista de Wundt
está muy cerca del historicismo de Dilthey, del que hablaremos un poco más abajo. En
cierto modo, esta nueva lectura del sentido histórico de Wundt, que tiene ya tal vez
demasiados mentores (Blumenthal o Danziger, Cole o Wertch, entre los más conocidos)
nos permitiría colocar en una misma tradición a pensadores como Peirce, Vygotsky o
Meyerson, y reivindicar un futuro razonable, sobre semejantes fundamentos, para la
psicología. Un ejercicio sin duda interesante, pero que, en mi opinión, no nos llevaría
demasiado lejos. De hecho, no nos está llevando demasiado lejos. Mi lectura de este
asunto es, con mucho, pesimista, aunque conviene que matice la índole de mi
pesimismo.
Si para mí Wundt es un clásico, es decir, si merece permanecer en nuestra
agenda, si nos sigue interesando, es justamente porque marcó en su obra, como ya
hemos indicado, los límites absolutos de la cultura psicológica (naturaleza y cultura,
explicación y comprensión), la puso en crisis y, de este modo, sancionó en buena
medida su sentido histórico. La psicología puede contar frecuencias, intensidades y
duraciones, o puede contar historias, narrar. Cada una de estas dos formas de contar
supone un compromiso epistemológico distinto, cuya prosecución simultánea en el seno
de una misma cultura pone a la psicología en una situación de crisis estructural. Sin
embargo, mi valoración de la crisis no es enteramente negativa. Mi hipótesis es, más
bien, y como ya hemos puesto de manifiesto, que la psicología cobra sentido
culturalmente en la medida en que sigue en crisis.
Bajo la influencia de Wundt y Ebbinghaus (un importantísimo psicólogo de la
memoria) se crean en Alemania un buen puñado de laboratorios de psicología
experimental. En Göttingen, y bajo la batuta de G.E. Müller se crea un laboratorio en el
que se trabaja en una psicología ecléctica de la memoria y de la percepción que anticipa
en algunos extremos las ideas básicas de la Gestalt. En Wurzburgo, O. Külpe crea un
laboratorio cuyo objetivo es demostrar, frente al punto de vista de Wundt, que es
posible estudiar experimentalmente el pensamiento y otros procesos psicológicos
superiores. C. Stumpf, interesado sobre todo en la psicología de la música, fundó la
escuela de Berlín, donde, tras la primera Guerra Mundial, se desarrollaría la escuela de
la Gestalt, cuyos desarrollos en los campos de la percepción, el aprendizaje y el
pensamiento resultarían decisivos. El lema de la psicología de la Gestalt, cuyo fundador
fue M. Wertheimer, es muy conocido: el todo es más que la suma de las partes. La
mente configura, ordena, organiza los elementos sensoriales en totalidades significativas
que no pueden ser reducidas a sus componentes elementales sin perder sus propiedades.
No podemos entender la dinámica mental atendiendo sólo a los elementos que
participan en ella. Estas ideas serán desarrolladas en diversos ámbitos por psicólogos
como Köhler, Koffka o Lewin.
El equivalente norteaméricano de Wundt, que a veces le disputa su paternidad
sobre la psicología experimental, es William James, que defendía una psicología de la
conciencia, pero de carácter más dinámico y orientada por su pragmatismo filosófico: lo
verdadero es, para James, una especie de lo bueno. Lo verdadero es lo que demuestra
ser bueno como creencia. La mente es un dispositivo de creación y fijación de creencias.
Yo añadiría que, para esta tradición pragmatista, la mente es la hipótesis que nos
permitiría entender la dinámica de las creencias y los hábitos.
Al calor del pragmatismo funcionalista de James, se desarrollan en Norteamérica
enfoques tan distintos como los de Baldwin (ver más abajo), Dewey o Thorndike (ver
más abajo).
La Ontogénesis y el desarrollo de la psicología del desarrollo
Aunque existen un buen puñado de observaciones sistemáticas interesantes
(http://www.elseminario.com.ar/biblioteca/Jaeger_Psicologia_infantil.htm), los mejores
representantes del alcance de las explicaciones ontogenéticas en psicología son, sin
duda, las teorías de Piaget y Vygotsky, cuya presencia en los estudios oficiales de
psicología es, sin duda, decisiva. Independientemente del verdadero alcance de sus
posiciones respectivas, el debate entre el supuesto biologicismo maduracionista de
Piaget, el sociologismo historicista de Vygotsky viene a actualizar o a proyectar en el
dominio de la psicología del desarrollo el debate general sobre la naturaleza humana al
que parece que la psicología parece culturalmente condenada (ver capítulo 1 -
Concepciones de la infancia: Freud, Piaget y Vygotsky- en Bruner, J. (2002) Acción,
Pensamiento y Lenguaje. Madrid: Alianza). Seguramente se trata de un debate sin
solución, porque cada uno de estos enfoques apunta en una dirección distinta. No se
trata tanto de que se ocupen de aspectos distintos del desarrollo psicológico, cuanto que
sus descripciones del sujeto sirven para justificar formas de vida, horizontes de valores
y opciones políticas distintas. El sujeto piagetiano aspira al pensamiento científico y a la
democracia liberal (que serían expresiones de un mismo diseño psicológico final) y el
sujeto vygotskyano aspira al pensamiento artístico y al comunismo. Las descripciones
psicológicas del sujeto contienen siempre, además, prescripciones sobre cómo debe ser
el sujeto. La psicología, hemos dicho a veces, es un discurso sobre el sujeto que
incorpora (o debe ser compatible) con el discurso del sujeto sobre sí mismo.
La filogénesis y las psicologías de la adaptación
En realidad, y como hemos insinuado, el alcance de la teoría de la selección natural de
las especies sobre la psicología es difícil de estimar. Se podría decir que la teoría
darwiniana coloca al sujeto psicológico, de manera definitiva, en el dominio de la
naturaleza y lo hace, además, bajo el supuesto de la naturaleza está siempre en
movimiento. La vida es entendida como un fenómeno natural cambiante y la vida
humana como una forma más de vida animal. Si la adaptación es el mecanismo que
permite la estabilización de las formas orgánicas más viables, la mente humana
comenzará a ser vista como un mecanismo o estrategia de adaptación que permite
optimizar las posibilidades de supervivencia de la especie. Esta idea atraviesa el
tratamiento de lo psicológico en el resto de escalas genéticas. Por ejemplo, y aunque la
escala en la que invierte sus esfuerzos la epistemología genética piagetiana es la
ontogénesis, sus ideas generales sobre el modo en que ésta se da dependen
profundamente de un concepción darwiniana del desarrollo filogenético.
Bajo este supuesto general se desarrollan en Europa y USA algunos de los
enfoques más decisivos en la historia de la psicología. Nosotros vamos a destacar tres
de estos enfoques: el funcionalismo (propiamente dicho), el conductismo y la
psicología diferencial [psicométrica].
El funcionalismo tiene su primera expresión importante en la psicología
comparada inglesa y norteamericana. Bajo la nueva hipótesis de la continuidad entre las
especies, las capacidades psicológicas de los hombres y el resto de los animales
comienzan a ser exploradas, y esta vez no para buscar indicios de excepcionalidad en
nosotros, sino justo para buscar semejanzas. Proliferan los anecdotarios de conductas
animales que no pueden ser explicadas como manifestaciones de instintos y se empieza
a apreciar su complejidad. En lugar de animalizar al hombre, el funcionalismo del que
hablamos, procura más bien humanizar al animal, que deja de ser visto como un mero
mecanismo.
Tema 4. El psicoanálisis y los orígenes de la psicología clínica

1. El sentido de la psicoterapia

La psicoterapia es una forma no violenta de control de la conducta de la gente,


basada en la memoria y en la sugestión. Toda forma de psicoterapia [sugestiva] persigue
modificar la conducta de una persona a través de alguno de los siguientes
procedimientos:

• Minimizando la importancia del síntoma

• Sugiriendo una interpretación sobre el origen del síntoma

• Revelando el fin o la función del síntoma

La psicoterapia exige como condición el reconocimiento de la dignidad


humana en cualquier circunstancia, en cualquier forma de darse lo humano
(deficiencia, locura o, incluso, criminalidad) y, por lo tanto, y como mínimo, la
eliminación de cualquier forma de violencia, imposición o coerción como instrumentos
terapéuticos. En este sentido se deben entender los primeros desarrollos históricamente
importantes en el tratamiento de los problemas psicológicos. Este es el caso de la
denominada terapia moral de Pinel (1745-1826) y Esquirol (1772-1840), que
entendieron que los castigos físicos y la violencia debían ser eliminados del arsenal
terapéutico, haciendo ver la eficacia inherente al tratamiento humanitario derivado del
reconocimiento de la dignidad humana en los locos.

En paralelo a la eliminación de los tratamientos violentos o coercitivos, se va


desarrollando en Occidente toda una cultura oficial de la sugestión, cuyo canon es
seguramente la hipnosis. La hipnosis tiene su antecedente más popular en el conocido
como magnetismo animal o mesmerismo (por Mesmer, su representante más conocido).
La hipnosis se desarrolla en Francia, sobre todo, de la mano de Charcot (1825-1893) en
el Hospital de La Salpetrière, que recoge el testigo histórico de Mesmer, sistematizando
la técnica y aplicándola a la histeria. Charcot organiza en La Salpetrière lo que
podríamos denominar una cultura histérica, con demostraciones semanales,
conferencias, museos, etc.
La hipnosis será justamente la primera técnica terapéutica utilizada por Breuer y
Freud en los orígenes del psicoanálisis, aunque Freud renuncia pronto a ella para
sustituirla por la técnica de asociación libre.

2. Freud y el psicoanálisis

2.1. Condiciones para la emergencia del psicoanálisis

Pero además de un reconocimiento de la dignidad humana que lleve a una renuncia


formal a la violencia como forma de control, la emergencia histórica de la psicoterapia
exige también un sujeto abierto como proyecto, con una vida problemática y difícil
de predecir, un sujeto no determinado por sus orígenes sociales o por el destino. Se
trata de un sujeto, por tanto, potencialmente sometido a conflictos normativos
que, eventualmente, serán entendidos como conflictos individuales (interiores,
mentales, psicológicos, conductuales).

Este es en esencia el sujeto freudiano: un sujeto problematizado, incluso condenado


por el conflicto permanente entre sus instintos, ciegos, egoístas y violentos, y las
normas sociales que exigen su aplazamiento, su domesticación y su control. La
dinámica intrapsíquica del sujeto freudiano es una suerte de proyección microcósmica
de la dinámica moral en la que se desenvolvía la sociedad europea de la época.
Pensemos, además, que Freud (1856-1939) era culturalmente judío, lo que, en alguna
medida, hacía aún más cruda esta dinámica de conflictos morales permanentes entre
modernidad y tradición, instinto y control, naturaleza y Dios, ciencia y religión.

De algún modo, en el psicoanálisis convergen todas estas condiciones que venimos


comentando: técnica de control y sugestión (hipnosis y asociación libre), apertura
existencial y conflicto. Conviene recordar que el poder simbólico necesario para que
curse la sugestión se deriva, en el caso del psicoanálisis, de la figura del médico, que
suma al poder simbólico tradicional del sanador, el poder simbólico de la ciencia.

2.2. El psicoanálisis como antropología psicológica: la dinámica intrapsíquica y


la teoría de la personalidad

El psicoanálisis surge de diversas fuentes (Schopenhauer, Charcot, Breuer, Müller),


pero acaba convirtiéndose en algo ajeno y distinto a todas ellas. Freud empieza
proponiendo una psicología neurológicamente fundamentada y acaba proponiendo una
teoría de la cultura. Por el camino, es también una antropología psicológica y una forma
de psicoterapia.
La primera teoría freudiana de la personalidad es conocida como la primera
tópica. El aparato psíquico se divide en tres zonas o campos dinámicos: el
consciente, el preconsciente y el inconsciente. En la segunda tópica o teoría
estructural de la personalidad, Freud propone que la dinámica psíquica depende de
la actividad de tres instancias psíquicas: el ello, el yo y el superyo. Cuando nacemos
todo es Ello, es decir, instinto ciego y egoísta que busca su inmediata satisfacción
(equilibrio, homeostasis). El sometimiento a la norma social externa a través de la
interacción con los padres se instancia mentalmente en la figura del Superyo. La
interacción entre estas dos instancias extremas y de vocación antagónica hace
necesaria la emergencia de una tercera figura de mediación que Freud denomina Yo.
El Yo es básicamente la instancia que pone en marcha los mecanismos de defensa
que permiten hacer socialmente más tolerables o aceptables los contenidos
(impulsos, instintos, deseos) del Ello, bajo el mandato del Superyo.

Según Freud, el desarrollo de la personalidad pasa idealmente por cuatro fases,


que se corresponderían con las formas básicas a través de las cuales el individuo
obtiene placer en cada una de ellas. Durante la fase oral, el individuo obtiene todo
su placer a través de la estimulación de los labios y las mucosas bucales, lo que
garantiza su alimentación y su supervivencia. La relación del individuo con el
mundo es básicamente pasiva y receptiva.

Durante la fase anal el individuo encuentra una nueva forma de estimulación


placentera: el control de esfínteres. El sujeto disfruta más reteniendo que recibiendo
o que dando. La personalidad del adulto se configura bien porque el desarrollo
psicosexual se detiene (o fija) en uno de estas fases o bien porque ante alguna
dificultad el individuo regresa, para sentirse más seguro, a una de ellas.

Finalmente, durante la fase genital, el individuo aprende a disfrutar de sus


genitales, empleando su energía libidinal de manera creativa, activa y productiva. La
personalidad madura se alcanza sólo durante esta última etapa y se caracteriza por la
renuncia al egoísmo, la productividad en el desempeño del trabajo y la apertura al
mundo de los otros. Producir y reproducirse constituyen el horizonte hacia el que se
mueve la vida humana.
2.3. El psicoanálisis como psicoterapia

Se trata de un procedimiento de análisis de las resistencias (mecanismos de


defensa que el paciente (el yo) opone al reconocimiento consciente de aquellas cosas
que le parecen inmorales o, en general, inaceptables (reprimidas). El proceso
terapéutico termina cuando el paciente reconoce y acepta estos contenidos. El punto
culminante del proceso terapéutico se da con la aparición del fenómeno de
transferencia, que es una proyección sobre el analista (en tanto figura de poder) de
sentimientos previamente experimentados con otras figuras de poder, que
supuestamente le provocaron al individuo el trauma que está en el origen del
problema que en la actualidad presenta. Esta proyección actualiza en la situación
terapéutica la lógica del trauma original y le permite al paciente reconocer la causa
de sus problemas. El psicoanálisis asume que esta identificación catártica permite
reconducir el relato vital y aliviar los problemas del paciente.

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