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Sarlo vs.

Merklen
Una lectura de La audacia y el cálculo, último libro de Beatriz Sarlo. Adjetivos,
descripciones y problemas de método. La sociología de Denis Merklen como salida
al atolladero de la crítica cultural pre y pos moderna.

por Nicolás Vilela , Violeta Kesselman

Una lectura de La audacia y el cálculo, último libro de Beatriz Sarlo.


Adjetivos, descripciones y problemas de método. La sociología de Denis
Merklen como salida al atolladero de la crítica cultural pre y pos
moderna.

1. “Sólo queda afuera de Celebrityland quien se retire del mundo”

La muerte de Néstor Kirchner catalizó la publicación de una cantidad de


libros que se sumaron a la bibliografía ya existente sobre el
kirchnerismo. Entre todo ese corpus, se destaca  La audacia y el cálculo,
de Beatriz Sarlo, la única intelectual cuya lucidez es señalada
consensualmente por exponentes tanto de la derecha como de la
izquierda. Con una larga y muy fructífera carrera académica en relación
a la literatura argentina, y con una filiación política que empezó en el
maoísmo del Partido Comunista Revolucionario, tuvo un muy breve paso
por el peronismo en los 70 y finalmente se decantó hacia el alfonsinismo
y el Frepaso (siendo su último avatar la solicitada en favor de la
candidatura de Hermes Binner), Sarlo construyó un lugar ligado al
progresismo que en la actualidad critica al gobierno desde el foco de la
cultura. La audacia y el cálculo es el libro en que se dedica a pensar
específicamente la figura del ex presidente tras haber puesto un pie en
la prensa grande escribiendo sobre política.

Sin embargo, aunque el subtítulo sea  Kirchner 2003-2010, aunque en la


contratapa se lo mente una y otra vez (“Despótico, decidido,
autoritario…”), y aunque su imagen aparezca en la portada, lo cierto es
que el análisis sobre el ex presidente y sobre los núcleos centrales de la
política kirchnerista (la resolución 125 o los avances en materia de
derechos humanos) recién empiezan promediando el libro, después de
más cien páginas dedicadas a Gran Cuñado, los blogs en general y la
“blogósfera kirchnerista” en particular, los tweets de Aníbal Fernández
en contraste con los de Macri o el vestuario de la presidenta. Además,
según ha señalado especialmente la nota de Horacio Verbitsky
en Página/12, los análisis parten de una serie de errores fácticos, lo que
les quita precisión. Por el contrario, los desgloses previos acerca de la
gramática, la sintaxis y el léxico de los medios y las redes sociales son
muchas veces correctos en sus observaciones formales, aunque también
muchas veces no pertinentes respecto del tema del libro. ¿O es que
resultan pertinentes en calidad de fenómenos satelitales del
kirchnerismo? En ese caso, no se entiende por qué no fueron igualmente
considerados otros fenómenos de coyuntura como la sintaxis informativa
de TN y Clarín (que no merece ninguna mención) o el caso Papel Prensa
(que sólo merece un abigarrado paréntesis). La desorientación
continuará, a menos que se invierta la fórmula y se trate de leer qué es
lo que evidencia ese planteo de la composición general del libro. Si los
señalamientos acerca de los medios ocupan más espacio y resultan más
precisos que los que hacen a la política en sentido estricto, quizás no se
deba sólo al hecho de que la crítica cultural sea el terreno de origen de
Sarlo. Podría pensarse que hay algo más: la tesis general del libro sería,
en esa perspectiva, que lo realmente significativo del período 2003-2010
no es el kirchnerismo, sus distintas acciones de gobierno y la renovada
movilización social, sino… el imperio de los medios sobre la sociedad y la
política. Nueva desorientación del lector: todo eso, según creíamos, era
algo que había sucedido durante los años 90. En la actualidad, suena un
poco extemporáneo reducir la esfera pública a un programa de televisión
privado (o bien a “Celebrityland”), sobre todo después de diciembre de
2001, la recuperación del rol del Estado y el reinicio de los juicios por los
crímenes de la dictadura (entre otras cuestiones). El empleo de itálicas
para marcar distancia respecto de términos muy incorporados al uso,
como zapping o tweet, subraya este efecto, y hasta fuerza la pregunta
acerca de quién es el lector hipotético del libro, dado que se escribe
como si estuviera dirigido a un público de una franja etaria no
familiarizada con la tecnología. En el mismo sentido, si la idea de
farandulización de la política recuerda a los argumentos propios de gran
parte del progresismo resistente durante los años de Menem, se debe a
que esos son, justamente, los lugares que Sarlo quiere para el
kirchnerismo y para sí misma: el gobierno iniciado desde el 2003 se
diferenciaría poco y nada del menemismo frívolo, su lógica es “la lógica
binaria de los medios”, y ella sigue siendo la intelectual que critica el
vaciamiento de la dimensión política. Sin embargo, ese extenso análisis
inicial (que prepara el terreno para leer, páginas después, un
kirchnerismo “farandulizado”) revela también una fascinación con los
medios propia de una lectura posmoderna pura y dura de la realidad,
según la cual la política se juega ahí, en la instancia mediática, y no en
la negociación de conflictos sociales y económicos a través de medidas
concretas y movilización. Sarlo ha hecho de la crítica a la posmodernidad
un bastión fuerte de su carrera intelectual; ahora, al revés, hace una
lectura posmoderna y ése es su bastión contra el kirchernismo.

2. “Cristina Kirchner no ha entendido esto bien”

Las observaciones sesgadas o no asistidas por una justificación


continúan durante todo el libro. Por citar dos ejemplos: se menciona que
el peronismo, “a diferencia del radicalismo, siempre se metió con los
medios”, descontando señalar las diversas intervenciones y
manipulaciones de la Junta Coordinadora de Enrique Nosiglia durante la
presidencia de Alfonsín (ver El Coti, de Darío Gallo y Gustavo Álvarez
Guerrero, que salió por Sudamericana en 2005); se escribe que el
imaginario mediático de “Celebrityland” tiene una influencia muy
importante, contradiciendo el dictum, pronunciado durante su
participación en 6,7,8, según el cual hace mucho tiempo que los medios
han dejado de tener influencia sobre la población (la argucia de esa
contradicción es evidente: Tinelli influye, por lo tanto idiotiza,
pero TN no influye, por lo tanto no hay cargo para imputarle).

Ese conjunto de imprecisiones debe vincularse a la indecisa posición


enunciativa que adopta Sarlo en sus líneas. “Para entender hay que
describir”, redacta, mientras con la otra mano interpreta, juzga,
descalifica, en oraciones de claridad cartesiana que a veces disimulan
mal el tono crispado traducido en hipérbole: “ser progresista”, ironiza
sobre los Kirchner, “es violar todas las leyes y normas y necesidades del
federalismo”. Sarlo califica y no califica los objetos de descripción
alternativamente; esa decisión le asigna al libro un plus de arbitrariedad
que no se condice con las críticas al kirchnerismo. Resulta más confuso
todavía que frases cargadas hasta la médula de connotaciones
peyorativas sean camufladas como enunciados objetivos. El escamoteo
busca construir un lugar de enunciación más allá de los tironeos de la
política, lo que en este caso es impracticable desde el vamos.

Volvamos al imperativo antes citado: “Para entender hay que describir”.


La preocupación casi obsesiva del libro es entender todo lo que ocurre a
su alrededor en tiempo presente, lo cual sería elogiable si no fuera
porque su consecuencia a nivel de la enunciación es el permanente
reparto de atribuciones: “Kirchner entendió mucho de política”, “La ropa
pública no es una acción privada. Cristina Kirchner no ha entendido esto
bien”, “Artemio López es un viejo peronista que entiende perfectamente
este potencial” (se refiere a los blogs), “Eso es entender a la perfección
las reglas de Celebrityland”. El objeto de análisis y comprensión va
cambiando, pero lo que no cambia es el lugar de enunciación
omnisciente, que todo lo comprende, y desde el que resulta natural
escribir la siguiente humorada autocontradictoria: “Quisiera que los
siguientes calificativos fueran leídos descriptivamente: abigarrado,
ampuloso, barroco, pesado, falto de claridad conceptual, demasiado
engamado o de un cromatismo chillón. Así se vistió, hasta la muerte de
Kirchner, el cuerpo ceremonial del Estado”. Que se haya entendido mejor
o peor el canon según el cual la presidenta debería elegir su
indumentaria no resulta, en todo caso, tan relevante; importa más en
cambio cuando esa enunciación autosuficiente, pre o posmoderna (ya
veremos) e imprecisa, aborda la relación del gobierno con las clases
populares.

3. ”La relación del kirchnerismo con las organizaciones sociales


consistió básicamente en cooptar a sus dirigentes con cargos en
el Estado y paquetes de planes sociales y mantener el nivel
conflicto lo más bajo posible”

La fijación con los medios de La audacia y el cálculo no construye sólo un


kirchnerismo frívolo. Apunta, también y de manera más estructural, a
ofrecer una imagen decadentista de la sociedad -especialmente de las
clases populares. La argumentación hace pie en el consumo cultural y se
dispara hacia otras esferas. Por ejemplo, y sin escalas, al terreno ético:
Sarlo señala que la cabeza de Maradona “se moduló en el cruce de
Fiorito y el país de la fama, una tierra donde se puede hacer cualquier
cosa mientras se adore a los hijos y a la madre”, lo que implica:
superficialidad y sentimentalismo de las clases populares, pues ellas
también están, recordemos, configuradas según los patrones de los
programas de farándula que consumen. El lugar de “fiscal de la cultura”
que adopta Sarlo (simétrico al de “fiscal de la república” que ella ve en
Verbitsky) le permite exponer esta conclusión sin necesidad de
matizarla. De hecho, la misma forma del enunciado obstruye esa
posibilidad, ya que la frase parece pertenecer menos al terreno de la
observación sociológica fundamentada que al de la opinión.
La ecuación que propone el libro es simple: las clases populares
prefieren Celebrityland, y Celebrityland idiotiza; por lo tanto, al no
mostrar interés por nada que escape a esa pauta de consumo, las clases
populares se encuentran despolitizadas. En efecto, si “el ocio configura
de modo bien profundo las costumbres y capacidades (…), los umbrales
de tolerancia a la dificultad, la disposición a encarar cuestiones menos
simples”, raramente quien elija ver programas frívolos en su tiempo libre
podrá dedicarse a la complejidad que implica la dimensión pública. La
degradación cultural tiene así su correlato en la completa pasividad
política.

A Kirchner, leemos, “no lo conmovían los principios que conmueven a


una izquierda del siglo XXI: la dignidad y autonomía de los miserables.
Los entregó atados a los caudillos que, a su vez, se le sometían”. Es
secundario el hecho de que Sarlo no mencione medidas como la AUH o el
plan “Un alumno, una computadora”, una de cuyas características
principales es dirigir recursos del estado a los sectores populares sin
mediadores; lo fundamental aquí es que el tono patético trae hasta el
lector el omnipresente fantasma del clientelismo, concepto
seudoexplicativo de casi todos los males de la Argentina (que también
aparece en la solicitada a favor de Binner). El subtexto de ese término,
por si hace falta repetirlo, es que las clases populares están sujetas a un
esquema de intercambio de favores por votos que les impediría ejercer
un sufragio “libre”, “ideológico”; desde una visión metonímica de la
política, la consecuencia sería que estos sectores votan con el estómago
o el bolsillo y no con la cabeza, en una suerte de ciudadanía imperfecta
opuesta a la ciudadanía libre de determinaciones de las clases medias y
altas. Y sólo así, por la negativa a reconocerle a los sectores populares
una politicidad activa y una capacidad de organización virtuosa, se
explica el comentario de Sarlo acerca de la marcha del 24 de marzo de
2010, en la que “prácticamente todo el espectro del progresismo estuvo
para representar la continuidad histórica entre las organizaciones de
derechos humanos y decenas de agrupaciones políticas y sociales a las
que se agregó, como novedad de último momento, una Juventud Sindical
de la CGT, que no se había visto antes en manifestaciones de este tipo.
Sin embargo, para quien ha visto muchas ´plazas´, lo nuevo era el
nucleamiento de 678 Facebook”. La frase concede y al mismo tiempo
niega: sí, la JS fue algo novedoso, pero no tanto como el grupo de clase
media reunido a través de Internet y la televisión, fetiches
argumentativos de La audacia y el cálculo. El desconocimiento (cercano
al ninguneo) de la transformación política que supone el compromiso con
los derechos humanos de una rama joven y muy activa del sindicalismo
peronista, liderados por un dirigente que construyó un sindicato desde la
base (el de Trabajadores de Peajes y Afines), sólo se puede entender si
pensamos en que, para Sarlo, lo que hacen las clases populares no es
del todo política, o al menos siempre se verá deslucido ante las
manifestaciones de los otros sectores.

El inconveniente de esta posición es que no sólo resulta


sociológicamente poco productiva (por ejemplo, como señala la
politóloga María Esperanza Casullo - click aquí-, es difícil de cuantificar
cómo el clientelismo afecta el devenir de la política ) y problemática en
términos ideológicos, ya que restringir la política “libre” a los sectores
medios y altos de la sociedad supone una lectura más antipopular que
antipopulista. Además, indica una desactualización en términos teóricos.
Hoy en día, [hasta el diario La Nación admite algún matiz a la imagen de
las clases populares como pasivas políticamente, atadas a los intereses y
conveniencias de dirigentes corruptos (por ejemplo,  click  aquí, con la
puesta en perspectiva del término “puntero”). Más extraño aún resulta
que Sarlo no mencione, ni siquiera para rebatirlo, a Javier Auyero,
politólogo que con sus trabajos etnográficos viene estudiando (y
complejizando) el concepto de clientelismo desde los 90. O, todavía más
pertinente, al sociólogo uruguayo-argentino Denis Merklen. Su
libro Pobres ciudadanos (del 2005, hay una segunda edición del 2010 por
Gorla) desarma la “alternativa errónea” entre clientelismo y ciudadanía
postulando, en cambio, que las clases populares están “condenadas a la
política” para sobrevivir; esto es, a ejercer presión, a negociar con el
Estado, a poner juego capital político y legitimidad social. “La larga y
paciente construcción de lazos sociales a nivel de los barrios del
conurbano”, escribe Merklen, “fue enteramente ignorada por aquellos
universitarios que leían la política en clave exclusivamente ciudadana”.
Este movimiento que señala Merklen se comprueba por partida doble en
la frase sobre la marcha del 24 de marzo antes citada. Allí Sarlo logra,
extrañamente, hacer a la vez una lectura posmoderna y una lectura
premoderna de la realidad. Posmoderna porque lo que importa no son los
trabajadores organizados sino los consumidores de TV y los usuarios de
la web; premoderna, previa a la Revolución Francesa, porque la política
se ubica donde están los ciudadanos “libres” de las clases medias y
altas, mientras que hacia abajo sólo hay, como la misma autora define,
miserables entregados.

4. “A veces, un flash la asimila a una buena actriz de la televisión


representando a una gran mujer política”

Las escasas notas de reconocimiento a los logros políticos de los últimos


ocho años aparecen, en el curso del libro, puestas entre paréntesis,
subordinadas a una oración principal que las atenúa, objeta o
directamente anula, o bien como nota al final de capítulo. Es cierto que
la sutileza de esa decisión parece más inteligente que la iracundia de
otras figuras públicas que resuelven su deshonestidad intelectual
apelando a comparaciones del gobierno argentino con el fascismo. Sin
embargo, a los efectos de la polémica, los dos disensos resultan tan
estructurales y deshonestos que no se plantea ni siquiera el piso común
de lo hecho y de lo que falta por hacer. Lo que se busca es antagonizar
permanentemente las posiciones –cosa que no está mal, salvo porque
esa disposición al antagonismo es lo que critican, con sentido común
republicano, sus propios artículos sobre el kirchnerismo.

En La audacia y el cálculo predominan imágenes de Kirchner y del


kirchnerismo cuyo grado de novedad en términos de percepción de
movimientos populares y democrácticos es cercano a cero. La adhesión
−organizada políticamente o no− al gobierno de diversos sectores
sociales, la normalidad electoral con que fueron elegidos sus
representantes y las transformaciones tangibles del 2003 en adelante
son acontecimientos que la prosa de Sarlo elige desconocer o desdibujar
hasta volverlos irreconocibles. A cambio se escribe sobre la “versión
inventada para apoyar la ley de medios”, “los sectores medios a los que
les tocó el lado bueno de la reactivación”, el “ignorante patetismo” de
CFK cuando “reconoció no ser muy sarmientina”, la “rusticidad” del trato
de Kirchner o la “violencia estilística de Aníbal Fernández”, contrastantes
con Duhalde, quien “practicó la moderación hasta que la policía, en un
episodio oscuro, asesinó a los militantes Kosteki y Santillán”. En estas
citas del libro, sumadas a las anteriores, el lector reconocerá un
compendio de acusaciones que no le resultará históricamente ajeno:
incivilidad, ignorancia, impostura, y otra serie de sustantivos con prefijo
negador. Nada resulta muy distinto en “Victoriosa autoinvención”, el
artículo en que Sarlo analiza la reelección de la Presidenta. Más que
analizar el nivel de convocatoria y participación popular en Plaza de
Mayo, Sarlo parece estar glosando las líneas de “El simulacro”, aquel
cuento de Borges publicado en 1960. No se ve cómo puede pasar por
complejo y lúcido un análisis político cuyo punto de partida y de llegada
es que el kirchernismo resulta una gran puesta en escena.

Escribía Borges en “El simulacro”: “¿Qué suerte de hombre (me


pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa? ¿Un fanático, un triste, un
alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su
doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y
acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias
locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal (...) El enlutado
no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero
tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos
(cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron,
para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”.

Cincuenta y un años después, Beatriz Sarlo escribe en “Victoriosa


autoinvención”: “La Presidenta Viuda fue la protagonista y la directora
de la obra, una creación suya y de un grupo muy chico de publicitarios e
ideólogos, que la dejó hacer y perfeccionó lo perfeccionable (...) La
Presidenta hizo una actuación de alta escuela, mezcla de vigor y
emoción; se colocó a sí misma al borde del llanto y se rescató por un
ejercicio público de la voluntad. Es la gran actriz de carácter sobre un
escenario diseñado meticulosamente por ella misma”. Con semejante
desestimación de la voluntad popular, no es extraño que Sarlo termine el
artículo de esta manera: “La novedad, por primera vez en la historia
electoral argentina, es el lejano segundo lugar del Frente Amplio
Progresista, dirigido por Hermes Binner y muy heterogéneo”. Sería falso
negar que este segundo lugar ocupado por el partido que apoyó Sarlo es
un dato relevante de la noche del 23 de octubre de 2011, pero a los ojos
de cualquier lector resulta poco serio que no se mencione, como hicieron
absolutamente todos los medios de comunicación, la histórica diferencia
porcentual con que se impuso el Frente para la Victoria. Y, además, la
estrategia argumentativa elegida implica, de nuevo, una desactualización
conceptual: ¿se puede realmente seguir apelando a los mismos
argumentos que en 1945, sin incorporar ningún matiz nuevo, en un
esquema conceptual blindado con respecto a la realidad? En verdad, tal
es la fijación en la idea del simulacro que internet y la televisión son lo
único nuevo, ya no del kirchernismo, sino de la propia argumentación de
Sarlo con respecto a las formulaciones del antiperonismo clásico. Parece
dudoso, entonces que La audacia y el cálculo sea un libro que nos sirva
para entender la coyuntura.
En estos años, desde sectores tanto cercanos al gobierno como
contrarios a él, se ha planteado la necesidad de que el kirchnerismo
discuta con los intelectuales críticos a su gestión. El debate, en efecto,
es una instancia saludable. De todas maneras, resulta importante aclarar
previamente el panorama e introducir algunos matices en la politicidad
de las clases populares; si no, se corre el riesgo de caer en falsas
polémicas o argumentaciones poco sutiles, por ejemplo la de Martín
Caparrós, cuyo último recurso, tras el 54% obtenido por Cristina
Fernández de Kirchner, consistió en cuestionar la “razón democrática”.
Tras décadas de historia argentina y también de peronismo, seguir
reduciendo la vida política nacional a una oposición entre clientelismo y
ciudadanía, como consignaba Merklen, configura una posición legitimista
y simplificadora, hasta el punto en que parece preocupante que figuras
intelectuales, para apoyar el armado de Binner en tanto alternativa
realmente progresista, adopten como propia esa separación. Lo mismo
ocurre con los zapatos de Cristina o el tono de Aníbal Fernández por
radio: es cierto que forman parte de la época y por lo tanto deben ser
analizados, pero su lugar es periférico y de ningún modo puede
convertirse en centro explicativo del presente. Para entender realmente
la coyuntura y el futuro próximo, en cambio, se impone un análisis serio
y honesto del rol de las clases populares en la política, que vaya más
allá de los lugares comunes y el maniqueísmo.

Nicolás Vilela, Violeta Kesselman

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