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Resonancia de Oswaldo Reynoso

Una lectura estilística de En octubre no hay milagros: selección léxica, comas, descripciones y
algunas ideas sobre el funcionamiento del campo literario argentino (por ejemplo, el triunfo de
Fogwill).

por Damián Selci, Nicolás Vilela

Una lectura estilística de En octubre no hay milagros: selección léxica, comas,


descripciones y algunas ideas sobre el funcionamiento del campo literario argentino
(por ejemplo, el triunfo de Fogwill).

Parece que Mariana Enríquez fue la única periodista argentina que escribió sobre la
edición local de En octubre no hay milagros, novela que el peruano Oswaldo
Reynoso había publicado en 1966 y que la editorial El Andariego republicó en enero
de este año. Las cuatro décadas de diferencia entre una aparición y otra señalan tal
vez el carácter inconexo de la literatura latinoamericana y la lentitud de su
geopolítica; dejemos el tema abierto y comentemos un aspecto de la novela que,
sorteando esta demora gigantesca, puede interesarle al lector-productor de
narrativa argentina contemporánea: las pautas estilísticas. Pero demos antes
algunas señas del autor. Reynoso nació en Arequipa, Perú, en 1931. Comparte con
Mario Vargas Llosa la promoción generacional, no así la ideología literaria: a
mediados de los sesenta, fundó la revista Narración y postuló, desde el editorial, la
necesidad de la literatura le hable al proletariado. Se dedicó siempre a la docencia,
incluso en China, adonde viajó con el objetivo de conocer desde adentro la vida en
un país comunista. En 1961 publicó Los inocentes o Lima en rock; el libro fue
elogiado por Arguedas. En 1966 publicó En octubre no hay milagros; el libro fue
reprobado por la crítica católico-burguesa: el diario El Comercio lo acusó de
abyección, perversidad, sodomía, propaganda drogadicta, marxismo, fascinación por
lo horriblemente instintivo que hay en el hombre limeño. Reynoso es un personaje
conocido en el ambiente literario peruano, vende bastante, tiene reseñas y los
escritores jóvenes lo leen. Dijo una frase muy buena: “Yo vivo y escribo para el
Perú: que mis libros tengan resonancia fuera del país es algo que no me interesa”;
no parece que se trate de estrechez de miras o de chauvinismo cultural sino más
bien de una descripción referida al lector in mente, a cómo se restringe el proceso
compositivo y se preparan las condiciones de recepción.

En octubre no hay milagros debe ser el peor nombre imaginable para una novela. Se
lee como cliché, digno de culebrón atardecido, y puede funcionar como premisa si
uno atiende a los aspectos más débiles del texto: la construcción simplificada del
personaje de Don Manuel, empresario que maneja los hilos de todo Perú (como
Pedro Páramo), por ejemplo, o las zonas irrestrictamente panfletarias en que la voz
autoral se dirige sin mediaciones al lector (esto pasa solamente una vez, pero es un
error increíble). De todas formas estos malos momentos pierden importancia frente
a la destreza que tiene Reynoso para encarar las entonaciones, cadencias, matices y
medidas del habla popular. Es en este punto, el de la conciencia lingüística, donde la
novela gana contemporaneidad y se vuelve útil hoy, para nosotros. La escasez de
recursos expresivos de buena parte de la literatura argentina orientada a temas
vaga o completamente “políticos” es un dato conocido y desalentador. Llevada al
límite, esta carencia retórica se adosa imaginariamente al tema en cuestión, y
entonces parece (pero es una apariencia) que una prosa deficiente no es testimonio
de una conciencia deficiente, o al revés: que la única chance de escribir frases
razonables se abre con la represión del contacto entre la literatura y el resto del
mundo. Reynoso demuestra que es posible hacer una experiencia mejor orientada.
Por condición y estrato lingüístico, su selección léxica como autor es próxima a la del
personaje de Don Manuel; por mímesis afectiva, a la de los personajes que, como
Doña María, Miguel o Don Lucho, pertenecen a la clase trabajadora o son militantes
estudiantiles de izquierda. ¿Cómo expresar estilísticamente esta diferencia? El
procedimiento podría resumirse así: cuando se trata del acceso a la conciencia de los
personajes populares, Reynoso usa el discurso indirecto libre, porque entiende que
para narrar la percepciones de esa clase y de esa edad, que no son las suyas,
también tiene que operar a nivel del dialecto; cuando se trata de don Manuel, como
la lengua y la sintaxis (que son las del modernismo) coinciden con la suya, opera por
distanciamiento irónico a través de la hipérbole, los adjetivos y las enumeraciones.
En el primer caso, mostrar cómo piensa la clase trabajadora implica mostrar cómo
habla; en el segundo, la paridad entre la lengua del autor y la del personaje
empresario implica la ironía como reparto de las voces. Veamos una muestra
comparativa: “Corta el pescado: si no fuera porque la señora del pescado da fiado
hasta fin de mes, hoy, nuevamente, sólo habría panamito con arroz: carne, ni
pensarlo, sólo en domingo: ¡y esto! Vuelve a lavarse las manos...” (Doña María) /
“Con paso firme, en bamboleo libre de caderas al viento, voluminoso, y manos de
mariposa inquieta, avanzó rápido por el largo corredor. Iba con la cabeza erguida;
apenas si miraba, de reojo, los grandes cuadros coloniales que adornaban el sobrio
pasadizo. Nerviosos, agitados, importantes, lo seguían cuatro jóvenes con carteras y
papeles.” (Don Manuel).

Otro procedimiento habitual en la prosa modernista de la novela es la adjetivación


entre comas, lo que en términos sintácticos no sería un modificador del sustantivo
sino un predicativo subjetivo: “Chaveta, ciego de tierra, enloquecido, con la cuchilla
en la mano, arremente, desesperado, contra el ruedo de los muchachos, vomitando
gramputeadas...”. La diferencia no es menor porque lo que le importa marcar a
Reynoso es justamente cómo varían los atributos de los personajes a raíz de las
acciones que llevan a cabo (la percepción del presente) y no su retrato inmóvil,
entendido como pintura de caracteres (la “esencia”). Los adjetivos como
modificadores del sustantivo, en cambio, aparecen con menor regularidad y sobre
todo en cláusulas unimembres: “Vitrina reluciente en blanca luz de neón”, “Aroma
hembra matutino”, pero el gesto propositivo es el mismo porque se trata de
descripciones móviles, en travelling, del personaje que camina y percibe. De esas
cláusulas sin predicado se desprende a su vez otro uso de la lengua que Reynoso
enfatiza y que resulta interesante: la secuencia de imágenes como principio
constructivo. Con este recurso a la imagen en oraciones unimembres Reynoso se
despega de la prosa modernista y reenvía directamente a la poesía; en el mismo
sentido se leen el refuerzo musical de la frase con aliteraciones y el muy personal
parámetro de puntuación: comas, dos puntos, tres puntos, puntos y comas,
exclamaciones, interrogaciones y paréntesis cruzan la página de lado a lado con el
objetivo de pausar y acelerar el desfile de las imágenes de Lima. Como la historia
transcurre en un único día otoñal, Reynoso explota al máximo las posibilidades de
las imágenes de lluvias, cielos grises con nubarrones rampantes, vientos que
golpean contra las ventanas, transcursos de autos por calles humedecidas; en
síntesis: repite los elementos persiguiendo la cadena asociativa y variando la
distribución. Sucede lo mismo con las imágenes de basura y desperdicios: covachas
inmundas, humo de autos, mierda desbordante de las calles angostas, se abalanzan
desde los exteriores urbanos hacia los interiores psicológicos de los personajes bajo
la forma del alcoholismo, la droga, el deseo incestuoso, la explotación sexual, la
violencia juvenil, la represión política y la ceguera religiosa. Las nubes violetas en el
cielo tienen su correlato terrestre en el color morado que distingue la ropa
tradicional de los fieles marchando en la procesión del Señor de los Milagos (versión
peruana de San Cayetano); la subjetividad del pueblo peruano, según Reynoso, está
aplastada en la sustancialidad natural, o sea, es incapaz de quebrar el ciclo
naturalizado de sumisión y lo repite todos los años tal como lo dicta el cielo
(cubierto). Así es como la novela se satura de repeticiones de motivos, adjetivos y
colores para demostrar que el “clima” tiende a resolverse en una máxima: Lima es
desastrosa y solamente puede seguir siendo desastrosa.

Una conclusión parcial indicaría que a Reynoso le interesa menos el desarrollo


diegético, el destino de los protagonistas, que las imágenes y frases que puede
arrancarles. La novela pivotea en distintos registros y con distintos fines, a veces
para trazar las modulaciones sociolectales de obreros desalojados, jóvenes
protomilitantes, docentes pequeñoburgueses adictos a la bebida y parias urbanos,
otras veces para escribir los diálogos que mantienen los distintos representantes del
poder político, económico, eclesiástico, mediático y militar en el momento de
preparar un golpe de Estado. Ahora el lector puede preguntarse por el sentido del
precedente peritaje estilístico-ideológico sobre una novela peruana y encima
sesentista; la respuesta toma forma si contamos con que, en términos de narrativa
argentina, cierto estado de la cuestión se define por la circunstancia de que la
obsesión por los “posicionamientos” y “operaciones” en el “campo intelectual” sigue
barriendo abajo de la alfombra la “dimensión específicamente literaria”. En verdad,
todas estas entidades tienen que ser entrecomilladas, por la simple razón de que no
existen por sí mismas: no tiene sentido discutir los adjetivos de un texto por fuera
del campo literario en el cual intervienen, pero también es falsa la idea de que lo
único que realmente cuenta son los ademanes de prensa y a lo sumo los temas,
quedando la discusión estilística en un mero asunto de formas. Para los guardias de
la torre de marfil, los procedimientos son lo sustantivo y el campo lo contingente;
para los acomodadores del teatro cultural, la estructura lingüística de la literatura no
tiene trascendencia frente al Guión Gestual que los actores le ofrecen al público.
Pero en la literatura importa todo. Y hoy el campo literario argentino sufre un
desbalance notable entre el enorme estruendo de los fogonazos promocionales y la
debilidad artística de ciertas obras. Pensemos por ejemplo en Fogwill, un caso límite
que por su misma excepcionalidad ilustra claramente lo que pasa. Es evidente que,
por sus muy certeras nociones sobre la política nacional del período de transición
democrática y por su enorme cultura literaria, por el hecho de hablar con Osvaldo
Lamborghini de literatura y con algunos militares sobre el país, nadie mereció como
Fogwill el destino de ser el gran novelista argentino: la combinación perfecta de
conocimiento histórico y conciencia literaria. Es evidente, también, que no lo
consiguió, o no del todo. Por eso resulta raro que se hable por todos lados de la
“canonización de Fogwill” a raíz de la reedición de un libro, Vivir afuera, que pasa
por ser “la gran novela sobre los 90”, cuando lo cierto es, por un lado, que El
traductor (Benesdra) y El desierto y su semilla (Barón Biza) son mejores sin ser
buenísimas, y por otro, que lo importante de esa década estuvo en la poesía. Fogwill
tiene espalda suficiente como para que ADN y Ñ lo pongan en tapa el mismo día,
para que escritores, periodistas y blogueros que él menoscaba regularmente lo
halaguen y lo pongan por las nubes, pero eso no significa automáticamente que su
obra sea una base firme para semejante gesta. Ahora bien, si esto puede decirse de
Fogwill, que es un buen escritor, un ensayista perfecto, un polemista de primer nivel
y un generoso promotor de autores que él valoró antes de que fuesen inevitables
(Lamborghini, Aira, Cohen, Levrero, Gambarotta, la lista sigue), ¿qué decir del gran
elenco de escritores fotografiados y provocadores que no tienen su potencia
intelectual, su información, su cultura ni su gracia, que no escribieron ni escribirán
nunca Los pichiciegos? El punto no es desmerecer a Fogwill (sería una injusticia)
sino entender que su canonización expresa el modo de funcionamiento del campo en
los últimos años: libros mucho menos pensados que las operaciones que los
acompañan. Es un desajuste que genera hartazgo en los lectores y servilismo en los
escritores, ya que la única manera de encumbrar un libro que no le gusta a nadie es
por medio del amiguismo con los pares, la genuflexión ante los mayores y las
provocaciones a la nada. Pero repitamos: en términos teóricos, la hechura lingüística
de una obra y la operación de posicionamiento importan igualmente porque son lo
mismo: un escritor se define tanto en las palabras que elige como por las
condiciones de recepción que pretende para sus textos (y la crítica tiene que leer de
la misma manera). Estas variables de selección léxica y modos de aparición pública
son lo que resulta interesante de Oswaldo Reynoso y de su novela En octubre no
hay milagros.

Damián Selci, Nicolás Vilela

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