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Variaciones de la república

La política en la Argentina del siglo XIX

Hilda Sabato y Marcela Ternavasio


–coordinadoras–

Rosario, 2020
Índice

Introducción
Hilda Sabato y Marcela Ternavasio................................................. 9

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I
Hacer política en tiempos de república
Hilda Sabato......................................................................................... 19

CAPÍTULO II
Representar la república
Leonardo Hirsch, Hilda Sabato y Marcela Ternavasio................ 39

CAPÍTULO III
Construir y limitar el poder en la república
Laura Cucchi, Irina Pollastreli y Ana Romero............................... 59

CAPÍTULO IV
Entre la república católica y la nación laica
Ignacio Martínez y Julián Feroni...................................................... 79

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO V
Las repúblicas provinciales frente al desaf ío de crear una repú-
blica unificada (1824-1827)
Elsa Caula y Marcela Ternavasio...................................................... 99
8 Variaciones de la República

CAPÍTULO VI
Guerra y política durante el terror rosista (1838-1842)
Marcela Ternavasio y Micaela Miralles Bianconi......................... 119

CAPÍTULO VII
De la guerra a la construcción de la paz (Buenos Aires post Caseros)
Alejandro M. Rabinovich e Ignacio Zubizarreta.......................... 139

CAPÍTULO VIII
De los comicios al campo de batalla (1874)
Flavia Macías y María José Navajas................................................. 159

CAPÍTULO IX
La república convulsionada (1893)
Inés Rojkind y Leonardo Hirsch...................................................... 181

CAPÍTULO X
La república puesta en escena (1811-1910)
Alejandro Eujanian y Ana Wilde...................................................... 201

Epílogo
Hilda Sabato y Marcela Ternavasio................................................. 221

Bibliograf ía........................................................................................... 231


Introducción

Hilda Sabato y Marcela Ternavasio

P
ensar la formación de la república en la Argentina es pensar la política
del siglo XIX. Este libro se ocupa de esa historia y se pregunta por el
trabajoso proceso de construcción de formas de gobierno republicanas en
el cambiante contorno que reunió a las Provincias Unidas del Río de la Plata y
derivó en la conformación del estado nacional argentino. El tema no es nuevo
pero sigue planteando desafíos e interrogantes que han inspirado este volumen
colectivo. Sobre la base de la rica historiografía reciente y de los resultados de
nuestras propias investigaciones proponemos aquí una mirada de conjunto a
través de recorridos diversos sobre las distintas formas de entender y organizar una
república y sobre los modos de hacer y pensar la política a lo largo del siglo XIX.
¿Cuál fue el mapa de ruta que nos trazamos para iniciar estos recorridos?
En el punto de partida, las coordenadas de tiempo y espacio constituyen refe-
rencias insoslayables. En primer lugar, la propuesta de recorrer el arco de todo
el siglo, desde la ruptura revolucionaria hasta los albores del Centenario, repre-
senta el doble desafío de superar tanto las miradas de corto plazo sobre períodos
acotados como la clásica cesura de mediados del XIX que atraviesa buena parte
de la historiografía. Nuestro propósito no es presentar cronologías alternativas
a las ya conocidas, ni postular etapas en una suerte de progresión lineal, sino
mostrar los diferentes ritmos de cambio y los pulsos muchas veces asincrónicos
en los diversos planos en que se desplegaba la tumultuosa vida política de la
república. En segundo lugar, los tiempos de esta historia no son ajenos a las
coordenadas espaciales y sus variaciones a lo largo del siglo. La disolución de
la organización colonial abrió paso a un proceso largo y sinuoso de redefini-
ción territorial, que imprimió variabilidad e inestabilidad a los contornos de la
comunidad política en formación. A la contracción y expansión de esos bordes
externos de la república, se sumaba la intermitente oscilación entre momentos
de fragmentación y de reconstitución de una unidad soberana, que nos obliga
al uso –también intermitente– del plural y del singular: repúblicas y república,
según las coyunturas. Tiempo y espacio no son, por lo tanto, marcos externos
a nuestro relato sino dimensiones inherentes a la historia que queremos contar.
10 Variaciones de la República


En el marco de estas cambiantes escalas temporales y espaciales, una primera
clave de lectura atraviesa todos los capítulos: la opción republicana implicó un
cambio radical frente a la situación heredada del orden monárquico y colonial.
El debate historiográfico en torno a las líneas de continuidad y ruptura en el
tránsito hacia el siglo XIX constituye un clásico entre los especialistas desde
que se conformó el campo; un debate que se reactualizó con particular intensi-
dad a partir de la década de 1990. Desde diversos enfoques –historia social de
lo político, historia intelectual y cultural, nueva historia crítica del derecho– se
han privilegiado uno u otro polo, según las variables, los registros y los presu-
puestos a partir de los cuales se observan los fenómenos analizados. Sin des-
conocer las indudables continuidades que se registran en diversas dimensiones
de esta historia, nuestra hipótesis más general postula que el proceso revolucio-
nario, además de abrir paso a nuevos principios de legitimación y dispositivos
de organización del orden político, dotó de novedosos sentidos a los viejos
engranajes jurídicos, sociales y culturales que convivieron por largo tiempo con
las repúblicas en construcción. Y esos sentidos se hacen evidentes no solo en
la nueva ingeniería institucional que procuraba reemplazar al antiguo edificio
de la monarquía sino también en los modos de vivir y experimentar la política,
transformados al calor de la ola republicana.
En función de esa hipótesis, partimos en este libro de la crisis imperial que
estalló en 1808 y convulsionó a la América española. Mientras los territorios
bajo la corona portuguesa redefinían su lugar en el imperio al recibir a la corte
de Braganza emigrada de la metrópolis por el avance napoleónico, los dominios
hispánicos quedaron a la deriva luego de la invasión francesa a España, el vacío
de poder provocado por las abdicaciones de los Borbones, y la guerra desatada
en la propia Península entre los ejércitos de Napoleón y sus aliados y quienes
resistían ese avance a la vez que intentaban dar forma a instancias de gobierno
que reemplazaran la autoridad real. La confusión política fue ganando terreno a
medida que aumentaba la incertidumbre sobre cómo enfrentar una situación que
nadie sabía muy bien qué encerraba y hacia dónde se encaminaba. A medida que
se despejaban algunas incógnitas, se abrían otras que despertaban temores entre
quienes comenzaban a ver amenazado el orden vigente hasta entonces. Ante el
peligro de la disolución imperial, a ambos lados del Atlántico se hicieron esfuer-
zos por redefinir los lazos que habían mantenido unidos a los territorios america-
nos entre sí y con la metrópoli bajo el manto borbónico. Al mismo tiempo, en casi
todos lados fueron tomando forma propuestas alternativas, que pronto llevarían a
confrontaciones de palabra y de hecho entre quienes proponían y apostaban a so-
luciones diversas. Frente a la debacle del poder monárquico, que había mantenido
el control sobre vastos territorios durante tres siglos, se abrió un escenario incier-
Introducción 11

to, azaroso, cambiante, que ofrecía a la vez espacio para la innovación política y
nuevos grados de libertad a la acción de los hombres.
En el sur del imperio, el Virreinato del Río de la Plata pronto crujió desde sus
cimientos. Allí la agitación política había empezado antes de los episodios de
Bayona y por otros motivos. En el marco de la disputa inter-imperial atlántica,
tropas inglesas desembarcaron en Buenos Aires en 1806 y 1807 y, no obstante la
ocupación inicial de la plaza, fueron finalmente rechazadas por fuerzas locales.
Estos episodios y sus consecuencias sacudieron la vida virreinal y se solaparon
con la crisis monárquica ocurrida poco después. Para 1810, llegaron las noticias
de la caída de la Junta Central, que había sustituido la autoridad del rey en la me-
trópoli, y los tiempos se precipitaron. Se inició entonces una revolución política
en nombre de la retroversión de la soberanía a los pueblos que integraban el vi-
rreinato; un reclamo que muy pronto se fue fusionando y confundiendo con el que
proclamaba la soberanía de un pueblo (en singular) y su voluntad de autogobier-
no. A partir de allí, la institución de una nueva comunidad política fundada sobre
el principio de la soberanía popular planteó dilemas y desató debates seculares en
esta región de América, a la vez que indujo innovaciones radicales en el plano de
la praxis política. El colapso del orden colonial, las guerras consiguientes y los
nuevos parámetros fijados para construir autoridad horadaron las bases sobre las
que había funcionado el poder en la colonia. El desmantelamiento de lo anterior
y la construcción de lo nuevo resultaron en procesos conflictivos, atravesados por
la incertidumbre y la contingencia.
Luego de varios años de ensayos institucionales, reordenamientos territo-
riales, guerras y conflictos políticos, en 1816 se declaró la independencia de
las ahora llamadas Provincias Unidas de Sudamérica. Se intensificaron desde
entonces las controversias sobre la futura forma de gobierno, que se ordenaron
en torno a dos ejes: centralismo versus federalismo y república versus monar-
quía constitucional. A lo largo de cuatro años, los debates en el congreso cons-
tituyente y en el espacio público fueron febriles. La monarquía constitucional
templada, en línea con el modelo británico, cosechó fuertes adhesiones entre
las dirigencias a cargo del gobierno. Pero la crisis de 1820, con el triunfo del
federalismo y la caída del poder central, vino a demostrar que las formas repu-
blicanas se imponían en los hechos, apoyadas por una sociedad movilizada al
calor de los nuevos valores revolucionarios. De allí en más los recientes cuer-
pos soberanos rioplatenses fueron repúblicas que a poco de andar se definieron
como representativas.
Sabemos hoy que esa opción fue definitiva, pero para los contemporáneos
era una apuesta riesgosa y de pronóstico incierto. En ese terreno movedizo,
la constitución de la comunidad política misma y de las instancias que ase-
guraran la creación y legitimación de autoridad fueron materia de experimen-
tación constante, tanto en el plano normativo y de los principios como en los
de las instituciones y las prácticas, mientras se abrían desafíos y dilemas que
12 Variaciones de la República

alimentaron una intensa vida política a lo largo de todo el siglo XIX. Este libro
intenta iluminar algunas dimensiones de esa historia, a partir de un abordaje
en varios planos que confluyen en el punto de llegada que cierra el arco de
nuestra cronología. En este sentido, entendemos que, con todas sus variaciones,
la experimentación republicana decimonónica muestra un conjunto de rasgos
compartidos en materia de funcionamiento político que la distinguen de la que
se abre en el siglo XX, con su declinación hacia una república democrática en
el marco de la emergencia de una sociedad de masas. Ese sintagma, que reunía
dos conceptos que a fines del siglo XVIII encerraban significados diferentes y
hasta opuestos, sería foco de renovadas controversias y de conflictos, a la vez
que dotaría a la historia precedente de nuevos sentidos al trasladar categorías
propias de las concepciones cristalizadas en el siglo XX a las repúblicas del
siglo XIX. Nuestro propósito es reubicar a estas últimas en los universos men-
tales de los actores que las diseñaron sobre la marcha, disputaron sus principios
y contornos, y vivieron en ellas transformándolas a través de sus prácticas.


La segunda clave de lectura reside en concebir la política como una instancia
del quehacer humano no reductible a ninguna de sus otras esferas. Al descartar
cualquier relación de determinación establecida a priori, se abre la interroga-
ción acerca de las vinculaciones, variables y complejas, que se dan en cada mo-
mento y lugar entre las diferentes dimensiones de la vida social. Pero, tal como
señala Carlos Altamirano en un artículo de reflexión sobre la renovada historia
política y sus cultores, no pensamos “que los hechos políticos se descifren en
otras esferas de la sociedad” (Altamirano, 2005: 14). Con esta premisa, con-
cebimos lo político como la instancia creativa de acción colectiva instituyente
de la comunidad y de las modalidades de la vida en común, y la política como
campo relacionado con la competencia por el poder y su ejercicio (Rosanva-
llon, 2006a). Desde esta perspectiva, apuntamos a recuperar esa acción colec-
tiva a partir de las experiencias de autogobierno republicanas que surgieron al
calor del colapso del antiguo orden monárquico y colonial.
La renovación a la que refiere Altamirano en ese texto ha sido, como sa-
bemos, muy productiva, intensa y variada, por lo que prescindiremos en esta
breve introducción de presentar un estado de la cuestión o retomar los debates
ya conocidos por los especialistas. Vale la pena destacar, en cambio, las nu-
merosas deudas intelectuales de este libro con esa historiografía y con quienes
han contribuido a instalar nuevas preguntas y enfoques.1 Pensar la república en

1 En vista de la amplia bibliografía producida en las últimas cuatro décadas nos limitamos a citar
aquí algunos textos que, abocados a la historia política argentina del siglo XIX, se refieren en
general a las novedades del campo: Gallo, 1988; Alonso, 1998; Halperin Donghi, 2004; Alta-
mirano, 2005; Bonaudo, 2006; Sabato, 2007a y 2014; Botana, 2012; Míguez, 2012.
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sus momentos constitutivos significa, además, reconocer la cantera de contri-


buciones que surgieron en las últimas tres o cuatro décadas en torno a lo que
podríamos denominar en términos muy genéricos “cuestión republicana”. La
publicación en Argentina del pionero y clásico estudio de Natalio Botana, La
Tradición Republicana (1984), y la que unos años más tarde presentaron José
Antonio Aguilar Rivera y Rafael Rojas, El republicanismo en Hispanoamérica
(2002), marcaron un camino de fructífera confluencia entre la teoría, la filosofía
y la historia política. Simultáneamente, ante la irrupción del neo-republicanis-
mo, que ha congregado a un amplio abanico de autores a nivel internacional, el
tema ingresó en nuestra agenda historiográfica –y también política– con reno-
vada potencia (Rodríguez Rial, 2016; Rosler, 2016).
Los repertorios republicanos en los que abrevaron nuestros actores decimo-
nónicos fueron muy variados, mientras inventaban, sobre la marcha, nuevos
protocolos que procuraban dar repuestas específicas a lo que percibían como
problemas cruciales para vivir en comunidades que reclamaban el autogobierno
en nombre de la soberanía popular y de derechos adquiridos (o que aspiraban
a adquirir). Se entrelazaron, así, discursos y prácticas en los que se reconocían
varias tradiciones: la republicana clásica, con la exaltación de los valores de la
libertad, la virtud cívica y la participación en la cosa pública como asimismo
de los poderes de excepción; la jurídica hispánica, con las repúblicas de las
ciudades y el componente paternal de la tradición católica; las propias de las
repúblicas modernas, organizadas bajo sistemas representativos y de división
de poderes que se fueron modelando sobre los principios de la heterogénea fa-
milia liberal pero también sobre los discursos del orden montados en los nuevos
conservadurismos postrevolucionarios.
Por su parte, en el convulsionado ambiente que abrieron las revoluciones se
produjo un cambio de escala en el orden de la vida política, pues se desbordaron
los límites en que ésta se desenvolvía previamente para incorporar a amplios
sectores de la población a su ejercicio. La construcción republicana extendió
sus alcances y sus protagonistas y exhibió momentos de mayor o menor mo-
vilización, según los complejos vínculos que se establecieron entre las nuevas
dirigencias y los demás actores de la vida pública. La naturaleza de tales vín-
culos y las formas de abordarlos en el registro de la historia política constituye
otro gran tema de debate historiográfico. Los estudios sobre la participación de
los sectores subalternos han ido conformando un campo muy potente desde el
cual se ha echado luz sobre cuestiones que habían quedado fuera de los focos de
atención de la historia política tradicional. Esa producción ha resultado un in-
sumo indispensable para este libro, que asigna un lugar clave a la participación
popular, tanto en las definiciones de los diseños institucionales como en los
ya mencionados repertorios de acción política. Al mismo tiempo, no estamos
frente a una historia desde abajo, sino a un enfoque que atiende en particular al
papel que asumieron las dirigencias en la conformación y el funcionamiento de
14 Variaciones de la República

la república y a los complejos vínculos entre los de arriba y los de abajo en la


vida política del período (Sabato, 2014).
Desde esta perspectiva, la mayor centralidad que en este volumen ocupan
las dirigencias se apoya en la constatación del protagonismo que tuvieron en la
construcción de las bases normativas e institucionales de la república en forma-
ción, así como en el lugar que ocuparon en la dinámica política del siglo XIX.
La incorporación de amplios sectores de la población en esa dinámica se dio,
en buena medida, a través de mecanismos de participación diversos, general-
mente encabezados por dirigentes que recurrían al pueblo para la construcción
de su propio poder en el marco del autogobierno fundado sobre el principio de
la soberanía popular. No nos propusimos aquí indagar en las motivaciones de
quienes se sumaban a esas instancias desde abajo sino atender a su integración
en formas de acción colectiva que tuvieron eficacia política en un juego de po-
deres cuyos hilos principales estuvieron sostenidamente en manos de las capas
dirigentes. Bajo esta premisa, nos interrogamos, en cambio, acerca del impacto
de esa integración en la vida de hombres y mujeres de variadas procedencias y
filiaciones, del lugar de esas prácticas en la fragua de identidades políticas, y de
los vínculos individuales y colectivos que se forjaban al calor de esas formas de
acción propias de la república en sus diferentes expresiones.


Componer este libro implicó un trabajo colectivo, desarrollado en el marco
de un Proyecto PICT, que nos dio la oportunidad de reunir a dos equipos de
investigación de la Universidad Nacional de Rosario y de la Universidad de
Buenos Aires dedicados, respectivamente, a explorar la primera y la segunda
mitad del siglo XIX. El propósito fundamental que nos congregó fue superar
la clásica cesura entre ambos tramos de nuestra historia y reflexionar en torno
a las grandes cuestiones que atravesaron el siglo al poner en juego la dinámica
política republicana. El volumen es, pues, un punto de llegada de ese trabajo
conjunto que iniciamos en 2014.
Al discutir si los resultados de las sucesivas y fructíferas reuniones mere-
cían ser publicados, asumimos el desafío de cruzarnos en autorías conjuntas
y capitalizar en los diversos capítulos no solo las investigaciones individuales
que cada uno viene desarrollando en sus proyectos específicos sino los que la
historiografía especializada provee a nuestro objeto de reflexión. El espíritu
que nos animó a encarar esta empresa fue, como anunciamos, ofrecer una
mirada de conjunto a través de recorridos diversos sobre las variaciones de
la república y de la política en el siglo XIX que pueda ser consultado no solo
por especialistas sino también por públicos más amplios. De allí que los en-
sayos no penetren en debates historiográficos específicos del campo, que el
estilo y el formato no se ajusten a los clásicos artículos académicos y que la
Introducción 15

organización que los preside –dividida en dos partes– responda a dos criterios
claramente distinguibles y complementarios.
La primera parte está integrada por cuatro ensayos generales que ofrecen
la descripción problematizada de cuestiones que atraviesan todo el arco del
siglo XIX. Para el capítulo inicial elegimos presentar los actores colectivos
que protagonizaron la vida política y los ámbitos de su accionar, de manera
tal de poner en escena desde el principio a quienes construyeron las repúblicas
decimonónicas. Los tres siguientes se focalizan en lo que podríamos denominar
la anatomía de estas repúblicas en instancias cruciales para el proceso de insti-
tucionalización de las comunidades políticas: la representación y los sistemas
electorales (capítulo 2), los controles internos y externos al poder (capítulo 3), y
la redefinición de las jurisdicciones políticas y eclesiásticas (capítulo 4).
La segunda parte está destinada a poner en movimiento esos andamiajes
para atender a las fisiologías de la dinámica republicana en diferentes momen-
tos del siglo XIX, con el objetivo de exhibir los desafíos que enfrentaron los
actores y las respuestas que emergieron en las coyunturas seleccionadas. Lejos
de pretender una cobertura homogénea del período, se eligieron algunas expe-
riencias puntuales, que fueron abordadas con diferentes perspectivas y recortes
temporales y espaciales. Se trata así de dar cuenta de distintas formas de articu-
lación entre valores, normas, instituciones y prácticas en los contextos concre-
tos y contingentes propios de la incierta e inestable vida política decimonónica.
Así, el primer momento toma como mirador el tercer congreso constituyente
reunido en las Provincias Unidas entre 1824 y 1827 (capítulo 5); el segundo
se corresponde con el llamado “terror rosista” entre 1838 y 1842 (capítulo 6);
el tercero se extiende sobre el momento post Caseros (capítulo 7); el cuarto
focaliza en las conflictivas elecciones de 1874 (capítulo 8); y el quinto en las
convulsiones ocurridas en 1893 (capítulo 9). El último ensayo (capítulo 10) está
compuesto de sucesivos momentos que recorren el siglo a partir del análisis de
las celebraciones patrias de las Fiestas Mayas que acompañaron y modelaron
las formas de concebir la república, desde su nacimiento hasta el Centenario.
Anatomías y fisiologías, ingenierías institucionales y prácticas, marchas y
contramarchas, dilemas y soluciones provisorias, proyectos pensados y accio-
nes que frustraron sus rumbos, recorren las siguientes páginas. La invitación a
revisitar aquellas estaciones del derrotero republicano supone penetrar en una
historia que, para todos sus participantes, tenía un final abierto. Como afirmaba
Hannah Arendt al reflexionar sobre las revoluciones norteamericana y francesa,
“antes de que se enrolasen en lo que resultó ser una revolución, ninguno de sus
actores tenían ni la más ligera idea de lo que iba a ser la trama del nuevo drama
a representar” (Arendt, 1992: 36).


16 Variaciones de la República

Como fruto de un esfuerzo colectivo, este libro condensa un trabajo de elabora-


ción conjunta que solo fue posible gracias al compromiso de todos y cada uno
de sus autores y del apoyo que nos brindaron distintas instituciones y personas
a lo largo del camino. Nuestro agradecimiento a las universidades de Rosario
y de Buenos Aires, y en particular al Instituto de Estudios Críticos en Huma-
nidades (UNR/CONICET) y al Programa PEHESA del Instituto de Historia
Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” (UBA/CONICET), que fueron
sede de los investigadores de este proyecto, así como a la Agencia Nacional
de Promoción Científica y Tecnológica que otorgó financiamiento específico a
través de un Proyecto PICT 2014. En la gestión administrativa contamos con
la inestimable colaboración de Silvia Badoza y en la corrección de los origi-
nales de este volumen nos ayudó Julián Giglio, a quienes expresamos nuestra
gratitud. Nuestras deudas intelectuales, por su parte, desafían cualquier intento
de enumeración, aunque la bibliografía final da cuenta de las principales fuen-
tes de consulta e inspiración. Quisiéramos agradecer en particular el diálogo y
los intercambios sobre el proyecto que tuvimos con el equipo de investigación
dirigido por Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez, durante el Workshop sobre
unificación nacional, elites políticas y burocracias estatales en el siglo XIX,
realizado en el Instituto Nacional de Ciencias Humanas, Sociales y Ambienta-
les (CONICET) de Mendoza en mayo de 2016. Este volumen llega a su publi-
cación en momentos difíciles para la industria editorial gracias a la generosa
disposición de Darío Barriera y de la Editorial Prohistoria, un espacio privile-
giado para dar a conocer nuestro trabajo.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I

Hacer política en tiempos de república

Hilda Sabato

“Largos años había permanecido la provincia en el


sueño colonial, es decir, en la división de clases;
pero llegó un día en que la turbulenta Diosa de la
República metió su mano en aquel saco y lo remo-
vió todo.”1

C
omo en la Nueva Granada de esta cita, en el Río de la Plata la república
“lo removió todo”. A la riesgosa aventura del autogobierno por la vía de
la soberanía popular, los revolucionarios de América sumaron el desafío
de definirse como repúblicas en un mundo decididamente hostil a esa forma
de organización social y política. Ese mandato inauguró una nueva era que
trastocó lo heredado e innovó en casi todos los planos de la vida colectiva. En
esa vorágine, la acción política ocupó un lugar central e involucró a hombres
y mujeres de toda condición, cuyos lugares en el mundo fueron sacudidos por
el impulso revolucionario y por los esfuerzos posteriores de reordenamiento
dentro de los marcos de la república.
En el Río de la Plata, la opción por el autogobierno en clave republicana
abrió un arco amplio de posibilidades en materia política, en la medida en que
no había un modelo canónico ni vías seguras hacia su consagración. Y si bien
los contemporáneos buscaron inspiración en ejemplos muy diversos, presentes
y pasados, los combinaron y adaptaron de distintas maneras, en un proceso de
experimentación secular. En ese derrotero sinuoso, la temprana inclinación por
adoptar el sistema representativo para el gobierno de la república se confirmó
a partir de la independencia y fue decisiva para lo que vino después, pues en-

1 José María Vergara y Vergara, Olivos y aceitunos todos son unos (Bogotá, 1868, p. 50), citado
en Deas, 1993: 198.
20 Variaciones de la República

tonces se introdujo una diferenciación fundamental entre el pueblo, origen de


la soberanía y fuente de poder, y quienes ejercían ese poder en su nombre (ver
capítulo 2). La relación entre pueblo y gobierno, entre representados y repre-
sentantes, devino así en eje central de la vida política en la república. En ese
marco, a lo largo de las décadas siguientes se discutieron y probaron diversos
procedimientos para la selección de los representantes (en los diferentes nive-
les) así como también variados mecanismos, internos y externos, para controlar
que las autoridades, una vez elegidas, no se excedieran en sus atribuciones y
vulneraran los principios de libertad e igualdad sobre los que se fundaba la co-
munidad política. Mientras que en los dos capítulos siguientes se analizan los
vaivenes en las complejas trayectorias de normativas e instituciones destinados
a pautar dichos aspectos de la vida en común, aquí pondremos el foco en los
ámbitos de la acción política y en los actores que la protagonizaron.

Pueblo y gobierno
El tránsito de la organización social y política en el marco colonial a la insti-
tución de una comunidad política fundada sobre el principio de la soberanía
popular implicó transformaciones decisivas en las concepciones sobre la vida
en común y en las instituciones que habrían de regirla. El reclamo inicial for-
mulado por las colonias de retroversión de la soberanía a los “pueblos” inte-
grantes del cuerpo de la monarquía, que arraigaba en las tradiciones heredadas
del tiempo de los Habsburgo, pronto confluyó con nociones nuevas sobre el
pueblo como asociación de individuos que pactaban voluntariamente su orga-
nización política para la vida en común. La demanda de autogobierno por parte
de los territorios del Río de la Plata presuponía ese pueblo / esos pueblos como
fuente única de autoridad, fundamento radicalmente distinto al que había regido
en tiempos del antiguo régimen imperial (Guerra, 1992; Chiaramonte, 1997).
“Pueblo” devino así en categoría clave de la nueva era de la república y es-
tuvo en el centro de controversias conceptuales y disputas políticas. En teoría,
ese pueblo se pretendía compuesto por individuos libres e iguales asociados
por su propia voluntad, que se organizaban como comunidad en los marcos de
una forma de gobierno republicana. Esa concepción se superponía conceptual
y prácticamente con otras maneras de entender la vida en común. La visión
corporativa del mundo social arraigaba en tres siglos de vigencia del antiguo
régimen, y se manifestaba en todas las dimensiones de la vida colectiva tardo-
colonial. La propia noción de “república” formaba parte del arsenal de concep-
tos que ordenaban ese mundo y solo con los cambios que llegaron de la mano
de las nuevas corrientes del derecho natural en sus distintas variantes y de las
experiencias concretas de las revoluciones noratlánticas fue adquiriendo una
carga disruptiva del orden socio político vigente en Hispanoamérica. El choque
y la convivencia entre diversas cosmovisiones marcó la primera mitad del siglo
XIX, pero ya desde la segunda década, el triunfo político de las vertientes más
nuevas impuso normativa e institucionalmente la república como modelo de
Hacer política en tiempos de república 21

autogobierno, y cambió los parámetros de fundación y funcionamiento de las


comunidades que surgieron del desmembramiento imperial. Fue una revolu-
ción política y si bien el antiguo orden perduró en sus resiliencias y permeó las
nuevas formas de organización social, hubo una transformación radical de las
bases que daban forma y sentido a la vida colectiva (Aguilar Rivera y Rojas,
2002; Entin, 2009; Rojas, 2010; Botana, 2016).2
No había recetas probadas en materia republicana y ni siquiera era pre-
visible que la dirección elegida fuese la definitiva. La historia era pródiga en
ejemplos de repúblicas posibles así como de la fragilidad de algunas de las
experiencias en ese sentido. En el caso de esta república en particular, frente a
las alternativas que se abrían a cada paso, los contemporáneos propusieron y
ensayaron diferentes proyectos para su organización y funcionamiento, dando
lugar a una intensa vida política, caracterizada por rivalidades y confrontacio-
nes entre grupos y personas que aspiraban a incidir en ese proceso. No se trató
únicamente de competencias por alcanzar los cargos de gobierno y ejercer la
autoridad, sino también de divergencias respecto de cómo definir y organizar
la vida colectiva.
El momento inicial de ruptura revolucionaria abrió paso a una politización
de sectores muy amplios de la población, sacudidos por la guerra y moviliza-
dos por los vientos de cambio que prometían modificar el orden imperante. La
creación de un orden alternativo no fue, sin embargo, de fácil tramitación y si-
guieron décadas de ensayos en esa dirección que dieron por resultado formatos
políticos diversos, en su mayoría inestables (Sabato y Ternavasio, 2015). No
obstante sus diferencias, todos ellos fundaron su legitimidad en una apelación
al pueblo en sentido amplio a la vez que recurrían a la movilización de sectores
muy diversos de ese pueblo como materia indispensable para la construcción
de poder. En esa dinámica, quienes se fueron perfilando como dirigencias ocu-
paron un lugar central, pues ellos encabezaron los procesos de organización y
también los de disrupción institucional; definieron, impugnaron y reformaron
las normas y las reglas del juego político; propusieron proyectos de futuro co-
lectivo, ejercieron las funciones de gobierno, crearon los mecanismos de ar-
ticulación entre sí y con sectores más amplios de la población fundamentales
en las contiendas partidarias y movilizaron los recursos materiales y humanos
requeridos por la política en la república.

2 Una rica historiografía ha insistido en mostrar las continuidades en diferentes planos de la


vida social entre el ordenamiento colonial y el que siguió a las independencias. Aquí, en cam-
bio, enfatizo la ruptura que trajo la revolución política al instaurar la soberanía popular como
principio fundante de las comunidades políticas que surgieron del desmembramiento imperial
e instaurar formas republicanas de gobierno que modificaron de raíz los mecanismos de orga-
nización del poder y ejercicio de la autoridad.
22 Variaciones de la República

Dirigencias
La adopción del sistema representativo introdujo una distinción fundamental en
el seno del pueblo (fuente de soberanía), pues los elegidos para representarlo e
integrar las instancias de gobierno constituían una proporción menor del con-
junto y definían en los hechos una dirigencia. La revolución trajo importantes
novedades en ese plano. Hubo cambios decisivos en la conformación de los
elencos gobernantes, en la medida en que se modificaron de raíz los principios y
las reglas sobre los cuales funcionaba el orden político institucional anterior, así
como la estructura de poder que sostenía el andamiaje colonial. Se derrumbaron
las autoridades que encarnaban la monarquía en el Plata, mientras se desmon-
taban los principales órganos de gobierno existentes y se ensayaban nuevos
formatos e instituciones de acuerdo con los principios ahora en vigencia.
No había recetas aseguradas para la instalación de la república, por lo que
las primeras décadas que siguieron a la independencia fueron tiempos de ex-
perimentación intensa, de ensayo y error, en los cuales se probaron diferentes
formatos de gobierno que sufrieron suerte diversa. El antiguo Virreinato del
Río de la Plata quedó pronto desmembrado como unidad política, y surgieron
reclamos de soberanía territorial por parte de diferentes regiones, algunas de las
cuales cortaron temporaria o definitivamente sus vínculos con los procesos de
organización encabezados por la antigua capital, Buenos Aires. Para 1820 los
intentos de dar forma a una comunidad política unificada habían sido derrota-
dos y el mapa de lo que por entonces se llamaba Provincias Unidas del Río de la
Plata reconocía un conjunto de provincias relativamente autónomas articuladas
entre sí por lazos confederales, en una especie de república de repúblicas (ver
capítulo 2). Todas ellas se regían ya por el sistema representativo, sistema que
fue ratificado cuando, en 1853, se dictó la Constitución Nacional, que creaba la
República Argentina como comunidad unificada de soberanía compartida entre
las existentes provincias y la nación como un todo, bajo régimen de gobierno
federal. Esta organización sería definitiva, aunque los términos de la relación
entre provincias y nación y las condiciones del federalismo siguen siendo, hasta
hoy, motivo de debate, negociación y conflicto (Chiaramonte, 1993 y 2016;
Botana, 1993; Alonso y Bragoni, 2015).
A partir de la revolución, el desplazamiento de personajes que habían sido
centrales en el Río de la Plata virreinal y la incorporación y el ascenso de figu-
ras nuevas o que previamente habían ocupado lugares menores fue visible aún
en los tramos iniciales de esa historia. A poco de andar, lo que Halperin Donghi
llamó “la carrera de la revolución” fue un camino abierto para el acceso y la
consolidación de dirigentes que desplegaban las destrezas necesarias en tiem-
pos convulsionados y en un escenario en que el cambio de escala de la vida
política ampliaba la participación tanto por arriba como por abajo (Halperin
Donghi, 1972). El estallido de las jerarquías territoriales vigentes contribuyó a
una descentralización y reorientación de las dirigencias en toda la geografía del
antiguo virreinato.
Hacer política en tiempos de república 23

En las décadas siguientes, la afirmación del régimen republicano no trajo,


sin embargo, tranquilidad política sino todo lo contrario. La guerra de indepen-
dencia dio paso a otras guerras más acotadas quizás, pero no menos disruptivas
de la vida social ni moderadoras del clima político. Los conflictos internos favo-
recieron el dinamismo en el plano de las dirigencias, pues nadie tenía asegurado
su lugar para siempre y la circulación y la renovación de figuras era un rasgo
recurrente. Ni siquiera un régimen de aspiración hegemónica como el de Juan
Manuel de Rosas en Buenos Aires, con sus proyecciones en otras provincias,
pudo consolidar cúpulas perdurables y los recambios, exilios e incorporaciones
fueron más la regla que la excepción en toda la Confederación Argentina.
A mediados de siglo, el fin de ese régimen volvió a alterar los elencos polí-
ticos y aunque hubo más reacomodamientos que desplazamientos, la reorgani-
zación institucional y la reactivación de una vida política que se pretendía más
libre y abierta que en el período anterior, ampliaron una vez más las oportuni-
dades para quienes aspiraban a integrar las filas de las dirigencias. En medio
de una dinámica política que no dejó de ser inestable y hasta convulsiva, la
conformación de una república federal y a la vez unificada alentó, en las déca-
das siguientes, la puesta en práctica de ciertas pautas y reglas compartidas del
juego político, dando lugar a trayectorias más previsibles en los caminos hacia
el poder (Botana, 1977; Sabato, 1998; Alonso, 2010; Bragoni y Míguez, 2010).
¿Quiénes formaron en las filas de las dirigencias a lo largo del siglo? No
contamos con estudios sistemáticos sobre este tema para todo el período, pero
sí hay análisis parciales que pueden abonar una visión general y nos permiten
señalar algunos rasgos salientes de quienes se consideraban y eran vistos por
los demás como dirigentes en los diferentes niveles en que se desarrollaba la
vida política del período.3 Desde muy temprano, se trató de un conjunto de
contornos cambiantes y bordes permeables, compuesto por hombres de dis-
tintas edades con orígenes y trayectorias también diferentes. La posibilidad
de integrar las filas de las dirigencias conocía, sin embargo, algunos límites
no siempre explícitos pero reconocibles para todos. Así, para hacer política no
hacía falta pertenecer a los círculos más adinerados, y de hecho muchos de
quienes hicieron carrera no tenían fortuna personal, pero era decisivo contar
con capital cultural, social (familiar, relacional), y simbólico que inicialmente
solo poseían quienes pertenecían a la fluida categoría de la “gente decente”. Por

3 Uso aquí el término “dirigencias” para referir de manera laxa a quienes ocuparon cargos repre-
sentativos y de gobierno pero también a las figuras salientes de las agrupaciones político-par-
tidarias. Al emplear este término de carácter más bien descriptivo he dejado de lado categorías
analíticas más precisas (como elite, oligarquía, clase política, notables, etc.) usados en otros
trabajos sobre el tema. Así, más que entrar en una discusión conceptual sobre estas categorías,
he preferido referirme a los rasgos generales compartidos por un universo de bordes difusos,
integrado no solo por quienes ocupaban lugares concretos en el andamiaje político sino tam-
bién por quienes se percibían a sí mismos y eran percibidos por los demás como integrantes de
los elencos dirigentes.
24 Variaciones de la República

cierto que no faltaron las excepciones en un mundo atravesado por la inestabi-


lidad y la guerra, que abrían puertas para el ascenso político de quienes, aún sin
las condiciones iniciales requeridas, podían escalar posiciones en el tablero de
mando. Pero la mayoría de los dirigentes formaban en las filas de los sectores
acomodados de la sociedad y compartían ámbitos de sociabilidad con los so-
cial y económicamente poderosos, así como hábitos cotidianos y sensibilidades
(Halperin Donghi, 1972; Goldman y Salvatore, 1998; Bragoni, 1999; Romano
y Ayrolo, 2001; Paz, 2003; Buchbinder, 2004; Quintián, 2014; Sabato, 2014;
Schmit, 2015, Bressan, 2018).
Para hacer carrera política los requisitos que mencionamos podían ser una
condición necesaria pero no era suficiente. Resultaba fundamental, además,
aprender y desplegar las diferentes habilidades y destrezas indispensables para
actuar en el marco de las instituciones y las prácticas políticas propias de la vida
republicana. Algunas ocupaciones brindaban mejores herramientas iniciales.
En la primera mitad del siglo, la inserción militar ofrecía ventajas obvias a la
medida de una “sociedad guerrera”, como la ha llamado Alejandro Rabinovich
(2013). La guerra permeaba todas las instancias de la vida social, e involucraba
a actores muy diversos, no limitados a los profesionales de las armas. En ese
contexto, fueran o no de carrera, quienes llegaban a desempeñarse como “mili-
tares” contaban con ventajas a la hora de forjar liderazgos en la arena política.
No fueron los únicos, por cierto, pues letrados y publicistas, clérigos, gentes de
comercio, entre otros, también actuaban en esa arena. Para la segunda mitad del
siglo, otras profesiones pasaron al frente; así, los estudios universitarios, sobre
todo en Derecho, se convirtieron en un excelente punto de partida. Más allá de
estos sesgos iniciales, la clave para integrar la dirigencia estuvo en la actividad
política misma y la práctica en ese terreno era la prueba de fuego para quienes
ensayaban ese camino. De hecho, muchos de quienes integraron sus filas lo
hicieron a lo largo de años, incluso décadas, siguiendo derroteros diversos pero
que llevan la marca de una especialización –¿profesionalización?– en la polí-
tica. Y si bien la mayoría encontraba su medio de vida en el mundo privado,
era frecuente que por años invirtieran mucho tiempo, esfuerzo e incluso dinero
en la actividad pública.4 Así, los “políticos” fueron definiendo un conjunto que
se expandía –siempre con limitaciones– a la vez que se auto-reconocía como
colectivo con jerarquías y protocolos propios.

Ámbitos de acción política


La renovación radical de la vida política que tuvo lugar a partir de la caída del
orden colonial llevó a quienes aspiraban a constituirse en dirigencias a encabe-
zar las acciones destinadas a comandar la nueva comunidad política en cons-
trucción. En esa dirección, y en función de los nuevos principios republicanos,

4 Parte de esta información surge de un cuidadoso estudio cuyos resultados se resumen en


Bragoni, Míguez y Paz (en prensa).
Hacer política en tiempos de república 25

debieron referirse al pueblo y no solo para definir desde arriba los parámetros
de su involucramiento en la república, sino también para desarrollar una acti-
vidad intensa destinada a movilizar y organizar a los nuevos ciudadanos (for-
malmente definidos o no). Pues para alcanzar y conservar el poder, así como
para disputar posiciones o impugnar a quienes ejercían la autoridad de turno,
las dirigencias recurrieron al soberano. Esta figura abstracta se materializaba en
un pueblo concreto, que a su vez se desgranaba en individuos (y grupos) con
diferencial acceso a derechos y libertades según los cambiantes niveles y defi-
niciones de ciudadanía que los convertían en sujetos políticos. De este pueblo
concreto surgían, entre otros, los electores que con su voto distinguían a sus
futuros dirigentes y los ciudadanos armados que podían sostenerlos o impug-
narlos, así como las voces de la opinión pública indicada como el mecanismo
ideal de control del poder de los representantes.
La movilización de ese pueblo fue un aspecto fundamental de la vida po-
lítica y así lo entendieron las dirigencias desde el momento mismo de la revo-
lución. Se trataba, por una parte, de educar cívicamente a la población, tanto
en el plano de las ideas como de las prácticas que debían corresponder a los
flamantes ciudadanos. La prédica del credo republicano, en sus distintas va-
riantes, se hacía por diversos medios, desde los discursos y proclamas de los
dirigentes hasta los catecismos cívicos que circulaban profusamente o los ser-
mones pronunciados en las iglesias, sin olvidar las celebraciones públicas y las
fiestas donde se desplegaban rituales y símbolos patrióticos (Di Stefano, 2004;
Molina, 2004; Munilla, 2013). Por otra parte, las dirigencias buscaron canalizar
la participación popular en las diferentes instancias en que se dirimía la compe-
tencia por el poder. La articulación horizontal entre dirigentes y vertical entre
ellos y sus seguidores (en sus varios niveles) creaba tramas de sociabilidad que
operaban en los distintos ámbitos de acción política. Esas tramas fueron varian-
do con el tiempo, como se verá más adelante, y también cambió la importan-
cia relativa de los diversos espacios donde se hacía política (Halperin Donghi,
1972; Sabato, 1998; González Bernaldo, 1999 y 2001; De la Fuente, 2000; Di
Meglio, 2006; Navajas, 2009; Fradkin y Di Meglio, 2013; Rojkind, 2017).
En las primeras décadas posrevolucionarias, la precaria institucionalidad fa-
vorecía los contactos y las negociaciones entre dirigentes en sitios que hoy lla-
maríamos privados o semiprivados: casas de familia, cafés, tertulias, imprentas,
entre otros. Eran tiempos de preeminencia de liderazgos de índole personalista.
La situación de guerra continuada otorgaba mayor peso a ese tipo de relaciones
de mando y obediencia, resumidos en la figura de los caudillos y del poder
ejecutivo fuerte. Al mismo tiempo, fueron años de experimentación también
en el plano institucional, y desde la década del 20 las legislaturas provinciales
devinieron ámbitos de transacciones y decisiones políticas, mientras que las
elecciones adquirían espesor creciente y también lo hacían en menor medida
instancias nuevas de participación surgidas como consecuencia de la tormenta
26 Variaciones de la República

revolucionaria. Las plazas y las calles, así como las iglesias, las pulperías y los
cafés se convirtieron en lugares donde se discutía y hacía política, mientras
bandos, pasquines y periódicos más formales fungían como voceros y anima-
dores de la vida pública.
La instauración de la república federal trajo importantes novedades, en par-
ticular con la conformación de los poderes nacionales. Aunque inicialmente
tuvieron poco peso en la dinámica política, tanto el poder legislativo como el
ejecutivo fueron, desde su instalación, focos de negociación y de decisiones,
que adquirieron importancia progresiva en las décadas siguientes. En cuanto al
poder judicial, su organización a escala nacional fue más tardía, pero la admi-
nistración de justicia en distintos niveles tuvo, desde la primera mitad del siglo,
fuerte incidencia en la vida político-partidaria, sobre todo en el plano local.
Las cámaras de diputados y de senadores fueron sitios estratégicos para la
acción de los dirigentes, que allí tejían sus alianzas, estrechaban lazos de solida-
ridad partidaria, establecían relaciones y negociaciones con sus pares, amigos
o adversarios, y exhibían su persona pública a través de discursos y debates.
En tiempo de sesiones, era frecuente, además, la intervención de un público
partisano que asistía para alentar o reprobar a viva voz a los dirigentes, una ac-
tuación que no pasaba desapercibida a la prensa, que reproducía y multiplicaba
el efecto de lo que pasaba en el recinto. La actividad parlamentaria era así uno
de los ejes de la vida política nacional. En cada provincia, además, la legislatura
reproducía esa dinámica a escala local.
El Ejecutivo, por su parte, fue sede política indiscutida. La constitución de
1853/60 otorgó al presidente importantes atribuciones que lo convirtieron en cla-
ve de bóveda del orden nacional. Era la cabeza del gobierno de turno y muchas
veces, aunque no siempre, el jefe político de las agrupaciones que lo habían lleva-
do a ganar las elecciones. En cualquier caso, su influencia en materia política fue
decisiva. En primer lugar, por la posición que ocupaba su persona en la estructura
de poder, lo que hacía de los espacios materiales en que se movía y de sus ac-
ciones y gestos instancias insoslayables de la vida pública nacional. En segundo
término, el presidente funcionaba siempre en sintonía con algún grupo de cola-
boradores cercanos que ejercían también sus cuotas de autoridad. Pero además,
el poder ejecutivo fue ampliando su campo de acción política a través de los mi-
nisterios y de la maquinaria administrativa que se expandió sostenidamente a lo
largo de la segunda mitad del siglo (Botana, 1977; Oszlak, 1982; Sabato, 2012).
Los cinco ministerios originales tuvieron peso diferencial según las áreas de
incumbencia y el presupuesto respectivo, pero cada uno de ellos buscó extender
sus influencias a todo el ámbito nacional. Si bien los ministros eran designados
por el presidente, en la práctica su poder dependía en gran medida de la capa-
cidad y el capital políticos propios. La distribución presupuestaria fue variable,
con una tendencia en el largo plazo a la disminución relativa de los gastos en
Guerra y Marina, que inicialmente se llevaban más del 50% y para la década del
80 rondaban el 15%, y un incremento de las carteras de Interior y de Justicia,
Hacer política en tiempos de república 27

Culto e Instrucción Pública.5 Estos tres ministerios ocuparon roles de peso en


la dinámica política de la segunda mitad del siglo, y operaron a veces en coin-
cidencia y a veces en contradicción con las inclinaciones del presidente. El de
Guerra y Marina tenía a su cargo el Ejército Nacional y se ocupaba en especial
de la organización de las fuerzas de línea, así como (al menos en teoría) de la
reserva representada por la Guardia Nacional. A través de la estructuración de
las fuerzas, la distribución espacial de comandancias y la designación de los al-
tos mandos, el ministro actuaba en un terreno muy sensible para la vida política.
No obstante cierta profesionalización que se fue dando sobre todo después de la
guerra de la Triple Alianza, el ejército era sede de una intensa actividad política,
tanto en el nivel de los altos mandos –generalmente vinculados a las redes par-
tidarias existentes–, como en el más amplio de la construcción de entramados
que involucraban a jefes y soldados para la intervención en la política local y
nacional. El ministro de esa cartera estaba muy bien ubicado, por lo tanto, para
ejercer su poder en esos planos. La relación con la Guardia Nacional era más
compleja, ya que su control era materia de disputa, y los gobiernos de provincia
insistían en conservar su potestad sobre esa institución, con suerte variable.
Pero lo cierto es que, a lo largo de todo el período, los gobernadores tuvieron
gran influencia en materia de organización y movilización de esas fuerzas, las
que a su vez fueron elementos decisivos para la acción político-partidaria (Sa-
bato y Lettieri, 2003; Sabato, 2008; Bragoni y Míguez, 2010; Garavaglia, Pro
Ruiz y Zimmermann, 2012; Macías, 2014).
Del poder ejecutivo dependía también la organización de la administración
pública y sus ramificaciones en todo el país. No fue fácil montar el aparato
estatal y en un principio, sus dependencias fueron pocas y débiles, pero ad-
quirieron mayor peso a medida que la maquinaria administrativa y de gestión
se afirmaba. Es sabido que, además de cumplir sus funciones específicas, las
oficinas de telégrafo, correo y ferrocarril, diseminadas por el país, cumplían
roles político-partidarios muy activos funcionando como nodos de conexión
de las redes forjadas con el fin de ganar el poder y conservarlo. También, que
los cargos en colegios y universidades nacionales servían con frecuencia para
recompensar a los amigos políticos, de quienes se esperaba, a su vez, cierta
lealtad y reciprocidad.6 Los ministros de Interior y de Justicia, Culto e Instruc-
ción Pública eran las cabezas de estas tramas que buscaban cubrir el país entero
a través de sus dependencias (Botana, 1977; Buchbinder, 2004; Alonso, 2010;
Alonso y Bragoni, 2015; Zimmermann, 2017).
En el nivel provincial, el poder ejecutivo presidido por el gobernador mante-
nía altas dosis de autoridad en su territorio y actuaba a través de ministros y fun-

5 Hacienda oscilaba según los compromisos de la deuda pública, mientras que Relaciones Exte-
riores siempre mantuvo un peso menor en el total del presupuesto.
6 Todos esos puestos fungían, además, como escalones en la carrera política de quienes alterna-
ban cargos rentados en dependencias estatales con los que obtenían por la vía electoral.
28 Variaciones de la República

cionarios, como los jefes políticos, que eran agentes de gobierno pero también
eslabones de las redes políticas indispensables para llegar al poder. Al mismo
tiempo, las legislaturas intervenían activamente en la política de la provincia y
las relaciones con los gobernadores fueron muchas veces conflictivas, mientras
que el ámbito de la justicia local funcionó siempre en estrecha conexión con las
redes partidarias de cada lugar. En conjunto, los poderes provinciales tuvieron
que mantener vínculos con el gobierno nacional, y a medida que el estado se fue
fortaleciendo, esa dimensión cobró mayor centralidad. En ese sentido, tanto los
gobernadores como los legisladores nacionales de cada provincia cumplieron
un rol fundamental (Botana, 1977; Buchbinder, 2004; Alonso, 2010; Bragoni y
Míguez, 2010; Alonso y Bragoni, 2015; Cucchi, 2015a y 2015b; Schmit, 2015;
Navajas, 2017; Bressan, 2018).
En suma, el complejo entramado de instituciones estatales constituía uno
de los escenarios en que se definía y se desplegaba la acción política. Era, asi-
mismo, una de las vías a través de las cuales se conformaban y consolidaban
afinidades político-partidarias que operaban también en otros ámbitos de com-
petencia y disputas por el poder. En efecto, la política no se hacía solo en los
corredores del estado sino también en otros espacios públicos y privados donde
se practicaban diferentes formas de sociabilidad política.

Sociabilidades
Desde el principio de la experiencia de autogobierno la formación de dirigen-
cias reconoció instancias de agregación para definir sus proyectos y a la vez
favorecer sus respectivas posiciones en la competencia por el poder. En las
primeras décadas posrevolucionarias, la política permeaba los entramados de
sociabilidad existentes, pero eran contados los casos de instancias exclusiva o
específicamente políticas de convergencia de voluntades, por fuera de los ya
mencionados que se forjaban en el seno de la administración y el gobierno. Los
ejemplos siempre citados de quienes se reunían en el Café de Marcos o de la
Logia Lautaro son excepciones en un panorama en el que predominaban otras
prácticas. Redes tejidas en lo que hoy llamaríamos el mundo privado, como las
que remitían a la familia ampliada, a los lazos comerciales y empresariales, y
a la camaradería en colegios y universidades podían servir para cimentar una
vinculación política sostenida. Casas particulares, clubes sociales, cofradías y
hermandades religiosas, imprentas, cafés, librerías, pulperías y otros locales de
comercio, brindaban el espacio material en que se fraguaban relaciones políti-
cas (Bragoni, 1999; Myers, 1999; González Bernaldo, 2001; Di Stefano, Saba-
to, Romero y Moreno, 2002; Molina, 2009; Zubizarreta, 2012).
Los alcances de esos entramados fueron variables, como lo fueron también
su proyección en el tiempo y en el territorio. Y dependieron en buena medida
de su capacidad para insertarse en el gobierno, lo que les permitía expandir
sus recursos políticos. En su mayor parte operaban localmente y por períodos
acotados, pero resultaban eficaces a la hora de poner en circulación opiniones y
Hacer política en tiempos de república 29

proyectos, definir candidaturas a cargos representativos, reunir recursos y fuer-


zas para disputar el poder, y ocupar los puestos de gobierno cuando lograban
integrarlo. También, para articularse en propuestas de mayor alcance, en cons-
telaciones que, como ocurrió a partir de fines de los años 20 con federales y
unitarios, sumaban a dirigentes de todo el país en un programa de acción común
para librar la lucha por el poder en todos los planos.
Más tarde, con el triunfo federal y el régimen de Rosas, la política oficialista
contó con todos los recursos de gobierno para reforzar las redes y ámbitos de
actuación de sus fieles seguidores y combatir cualquier intento alternativo que
se desmarcara del rumbo fijado desde arriba. Los opositores (unitarios pero
también federales disidentes) recurrieron entonces a formas secretas y semi-se-
cretas de sociabilidad, a la vez que forjaron nuevas tramas en y desde el exilio.
Caseros trajo aparejadas novedades en este plano. La década siguiente vio
el comienzo de una explosión asociativa y de la prensa, sobre todo –pero no
solo– en Buenos Aires. En ese marco, surgieron formas de sociabilidad especí-
ficamente política, es decir, agrupaciones creadas para intervenir en esa arena.
Bajo la denominación de clubes o sociedades electorales, las primeras organi-
zaciones tuvieron propósitos prácticos: definir candidaturas y propender a su
triunfo en las urnas. En teoría, se buscaba así consensuar nombres para evitar
la confrontación y ordenar el proceso electoral en cada distrito. En la práctica,
sin embargo, muy pronto estalló la competencia con la creación de clubes que
armaban sus propias listas y luchaban para ganar. Estas agrupaciones eran mon-
tadas por dirigentes en épocas de elecciones, y si bien en general proclamaban
su carácter coyuntural, con frecuencia se convertían en espacios más duraderos
de asociación política. Al mismo tiempo, la mayoría reconocía una filiación con
otra instancia más abarcadora de sociabilidad, el partido. Por la misma épo-
ca en que surgieron los clubes, esa figura adquirió visibilidad en un contexto
específico: la creación del Partido de la Libertad o Partido Liberal creado por
Bartolomé Mitre y su entorno en la década de 1850. En el pasado, la palabra se
había utilizado para identificar posiciones en el debate público, pero no suponía
permanencia ni institucionalidad. La invención mitrista, en cambio, ampliaba
ese horizonte, pues le daba al partido el carácter de una “colectividad que –sin
tener una estructura organizativa precisa– es algo más que una mera agregación
de personas que tienen puntos de vista coincidentes en torno de ciertos proble-
mas” y postulaba una relación entre sus dirigentes y una base más amplia, cuya
lealtad fuera con el partido más que con el estado o con algún líder particular
(Halperin Donghi, 1980: xlix y ss.). En materia organizativa la propuesta era
convenientemente vaga, en la medida en que contenía la pretensión de “expresar
todas las aspiraciones políticas legítimas.” Esta postura estaba en sintonía con
la generalizada desconfianza que entonces existía respecto a la diversidad y la
competencia en materia política y que desembocaba en una dificultad para cana-
lizar y procesar el disenso. Si el Partido de la Libertad buscaba representar a la
buena sociedad, quedaba para sus opositores (el “Partido Federal”) el calificati-
30 Variaciones de la República

vo de facción, representante de intereses particulares y por lo tanto, sospechoso


de ilegitimidad. Como en espejo, los federales, que actuaban menos como una
asociación que como una federación de grupos, descalificaban a los liberales en
los mismos términos (Halperin Donghi, 1980 y 1985; González Bernaldo, 1999
y 2001; Navajas, 2009; Míguez, 2012; Sabato, 2014; Pavoni, 2017).
En cualquier caso, la figura del partido, controvertida y contradictoria, se
fue afirmando para connotar una instancia de sociabilidad política específica,
que no se subsumía en el mundo privado ni en el estatal. Estos partidos reco-
nocían un elenco de dirigentes y referentes, algunos principios compartidos, la
identificación con ciertas figuras y tradiciones del pasado, y una voluntad de
competir por el poder en sus distintas instancias. No poseían una plataforma
programática precisa ni estructuras de funcionamiento regulares o mecanismos
de incorporación establecidos, como ocurriría con sus homónimos del siglo
XX, y en general actuaban en entornos locales y regionales con conexiones
laxas a escala nacional. Aunque de contornos imprecisos e integración débil,
los partidos eran comunidades de pertenencia para los dirigentes que actuaban
públicamente plantados en esa identificación que era reconocible y reconoci-
da por todos. Desde ese lugar, trabajaban para convocar, reclutar y movilizar
recursos humanos y materiales para llegar al poder y una vez allí, utilizaban
los aparatos estatales para reforzar sus posiciones en el tablero político. Con
esos parámetros funcionaron, entre otros, los diversos desprendimientos de ori-
ginario Partido Liberal fundado por Mitre, como el Partido Autonomista y el
Republicano, entre otros, y más tarde el Partido Autonomista Nacional (PAN).
Los federales, por su parte, constituían una constelación aún más laxa de for-
maciones provinciales con liderazgos locales y regionales que, a partir de 1853,
reconocieron como referente principal, aunque controvertido, a Justo José de
Urquiza. Su muerte por asesinato en 1870 terminó de desarmar la urdimbre ya
para entonces muy deshilachada del Partido Federal.
Para la década del 80 el PAN introdujo algunas novedades en el funciona-
miento partidario, que se vinculó mucho más estrechamente que sus anteceso-
res con la maquinaria estatal. Los intentos por controlarlo desde el puesto de
comando del presidente de la Nación, sin embargo, encontraron resistencias
de diverso grado entre los gobernadores y otros jefes políticos locales, en un
juego siempre renovado de presiones y negociaciones. Por lo tanto, no obstante
su presencia nacional y sus éxitos electorales, el partido siguió eludiendo una
organización centralizada. A partir de 1890, el escenario político entró en un
agitado período de reordenamiento y renovación de las fuerzas partidarias, al-
gunas de nuevo cuño. Para ese entonces, cambios en las concepciones sobre la
representación y la relación entre política y sociedad (ver capítulo 2) llevaron
a una modificación en la valoración de los partidos, que pasaron a considerarse
un mecanismo necesario y legítimo para asegurar la representación plural de
las opiniones y los intereses sociales y una vía ideal para la participación de
Hacer política en tiempos de república 31

los ciudadanos en la vida política. Y si bien algunas de las pautas anteriores de


funcionamiento partidario mantuvieron prolongada vigencia, surgieron agru-
paciones nuevas, como la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista, que
apuntaron a lograr una mayor institucionalización. Unos y otros, sin embargo,
respondieron al clima de época que puso la figura del partido en el primer plano
de la vida política (Botana, 1977; Gallo y Wilde, 1980; Botana y Gallo, 1997;
de Privitellio, 2006; Alonso, 2010; Castro, 2012; Hirsch, en prensa).

Una esfera pública


La actividad política se forjaba así en diferentes ámbitos, desde las casas par-
ticulares a los partidos, desde las cámaras legislativas a los cuarteles, desde
oficinas estatales a las calles y las plazas de pueblos y ciudades. Buena parte
de las transacciones en ese terreno se mantenían relativamente reservadas, pero
el tema de la publicidad de los actos de gobierno y de los asuntos políticos se
planteó desde temprano como un requisito de la vida republicana. La figura
de la “opinión pública” se consagró como tribunal para juzgar a los ocupantes
del poder y sus acciones, y en ese sentido la prensa ocupó el lugar privilegiado
(Palti, 2007, Goldman y Pasino, 2008).
Ya el gobierno de la revolución recurrió a la publicación de un órgano de
prensa que serviría como mecanismo de propaganda y de publicidad de los actos
oficiales. En las décadas siguientes, cada gobierno generó sus periódicos a la vez
que se abrían resquicios para una prensa autónoma. Rosas no descuidó ese fren-
te, y si censuró cualquier intento opositor, se ocupó de diversificar sus públicos
potenciales a través de una prensa variada en tonos y contenidos. Luego de su
caída, la explosión de periódicos en Buenos Aires y una más lenta pero sostenida
ampliación de la prensa en el interior dieron lugar a una cultura impresa nove-
dosa y variada. El predominio de la llamada prensa política, creada y escrita por
referentes de grupos con objetivos partidarios, no debe opacar la creciente pre-
sencia de periódicos más autónomos, sobre todo en Buenos Aires. Esa presencia
se intensificó a partir de los años 70, cuando se aceleraba asimismo un proceso
de profesionalización, que buscaría nuevos formatos y nuevos públicos (Halperin
Donghi, 1980; Ramos, 1989; Myers, 1995 y 2003; Alonso, 1997; Sabato, 1998;
Vagliente, 2000; Goldman, 2008; Molina, 2009; Cucchi y Navajas, 2012).
No obstante este rico derrotero, nos interesa enfatizar el papel político de la
prensa decimonónica. Para cualquiera que quisiera tener presencia pública, el
diario era un requisito indispensable. Por lo tanto, los dirigentes más importan-
tes debían crear un periódico propio o asociarse a algún órgano afín, pues allí
podían publicar notas, reproducir sus discursos, y difundir su imagen a través
de retratos y caricaturas. El diario era órgano de propaganda partidaria de los
amigos y de crítica a los adversarios. A través de sus páginas, periódicos de
diferentes orientaciones dialogaban entre sí y trasladaban la disputa y la com-
petencia política a la esfera pública. Al mismo tiempo, los más importantes
32 Variaciones de la República

de entre ellos no se limitaban a ejercer un rol partidario, sino que buscaban


intervenir en debates más amplios referidos a tema locales e internacionales.
De esta manera, la prensa creaba opinión, a la vez que se convertía en poderoso
actor político. Su expansión sostenida hacia las últimas décadas del siglo se dio
al compás de una ampliación y diversificación de un público que cada vez más
consumía información política a través de los diarios, en una sociedad en que
la transmisión boca a boca ya no llegaba a todos los potenciales interesados.
Las dirigencias eran muy conscientes del lugar que ocupaban los medios,
por lo que dedicaban muchos esfuerzos a producir y difundir periódicos. Tam-
bién, a vincularse con otras instancias de la esfera pública, una esfera que creció
sobre todo a partir de mediados de siglo a medida que tomaban forma inicia-
tivas surgidas de la sociedad civil, con cierta autonomía de la acción estatal y
partidaria. El mundo asociativo tuvo, en ese sentido, una actuación destacada,
con la creación y consolidación de decenas de asociaciones autónomas con
distintos fines, desde la ayuda mutua a la sociabilidad festiva o la promoción
de la ciencia, entre muchos otros. Estas organizaciones tenían, además, fuerte
presencia pública y actuaban individual o conjuntamente como representantes
genuinos de la opinión del pueblo. En ese carácter, eran –al igual que la prensa–
actores de la vida política, y a la vez que daban materialidad a la figura abstracta
del público, con frecuencia también intervenían en facetas bien concretas de
las contiendas partisanas. Así, si bien la mayoría de las entidades excluían por
estatuto la filiación y la actividad partidarias, en la práctica estas se filtraban
con frecuencia en la dinámica asociativa (Sabato, 1998; Di Stefano, Sabato,
Romero y Moreno, 2002; Molina, 2009; Vagliente, 2017).
Ese carácter público y político de la prensa y el movimiento asociativo se
evidenciaba de manera recurrente cuando desde allí se convocaba a participar
en actos y manifestaciones en pos de alguna causa que se presentaba como
colectiva. Estas movilizaciones originadas en la sociedad civil se intensifica-
ron a partir de la década de 1860, cuando también se incrementó el papel de
mitines y reuniones públicas organizadas por las agrupaciones partidarias. La
gente en la calle pasó a ser así una práctica cada vez más difundida en zonas
urbanas para reclamar, apoyar, condenar, presionar o simplemente manifestar
opinión. En ese contexto, es difícil evaluar el grado de incidencia de la cuestión
partidaria en las expresiones civiles en apariencia autónomas, pero en cambio
es posible constatar que sus actuaciones quedaban siempre enmarcadas en la
dinámica política de cada momento y que de ella dependía, en última instancia,
su repercusión pública.

Redes
La política se hacía, pues, en ámbitos y por mecanismos muy diversos. Vimos
como los dirigentes no actuaban de manera individual sino que se conjugaban
con sus pares y formaban agrupaciones o redes con distinto grado de afinidad
destinadas a competir y ganar. Para ello, desde muy temprano debieron recu-
Hacer política en tiempos de república 33

rrir al resto del pueblo, en toda su diversidad. Circulaban diferentes ideas e


ideales respecto a cómo organizar la participación política, pero no obstante
esas diferencias, en la práctica se pusieron en marcha mecanismos formales e
informales, con mayor o menor nivel de organización y estructura, que conec-
taban a los gobernantes y aspirantes a serlo con el pueblo según cambiantes
relaciones y jerarquías. Más allá de las definiciones legales de la ciudadanía y
de las concepciones vigentes en diferentes momentos acerca de cómo debían
ser los ciudadanos ideales, el siglo XIX se caracterizó en el Río de la Plata por
una intervención de sectores muy diversos de la población en la vida política.
Desde temprano, la ley otorgó derechos políticos a la mayor parte de los varo-
nes adultos, a la vez que fue extendiendo los derechos civiles al conjunto de la
población libre. De esa manera, se creaba una base potencial amplia para la mo-
vilización política dentro de los nuevos marcos institucionales. Existían, ade-
más, prácticas de intervención consuetudinarias previas que podían reactivarse
en el nuevo contexto, como los petitorios a las autoridades, las convocatorias a
la plaza pública o los reclamos de cabildo abierto, entre otras. La guerra, por su
parte, funcionó como un gran movilizador, a la vez que el sistema de milicias
–heredado de la colonia y renovado en formato republicano– se convirtió en un
dispositivo de incorporación y actuación política.
El pueblo de los principios se materializaba así en formas concretas y varia-
bles de participación de hombres y en menor medida mujeres de toda la geogra-
fía nacional, de orígenes y trayectorias sociales diferentes y con una presencia
significativa de quienes provenían de las clases populares. Esa participación se
canalizó mayoritariamente a través de formas de organización y acción colecti-
vas. Así, si bien los derechos ciudadanos eran individuales, su ejercicio se hacía
efectivo en prácticas políticas en las que predominaban las instancias colectivas
y que incluían también a muchos de quienes no reunían los requisitos formales
de la ciudadanía pero de todas maneras intervenían en ese terreno. Desde la
participación electoral hasta las movilizaciones en el espacio público y los des-
pliegues revolucionarios eran, en la mayoría de los casos, protagonizados por
ciudadanos organizados que integraban redes más amplias de acción política.
La actuación individual no estaba descartada, pero era minoritaria en relación
con la de quienes lo hacían insertos en esas redes.
En esa dinámica, que predominó hasta finales del siglo XIX, las dirigencias
y quienes aspiraban a integrarlas cumplieron un papel fundamental, pues su
propio encumbramiento así como su éxito o fracaso para disputar y conservar
el poder dependían de su capacidad para organizar y encabezar la actividad
política del pueblo concreto en sus diversas manifestaciones. No se trataba,
en general, de un vínculo dual que enlazaba a ambos términos de esa ecuación
simplificada –los de arriba y los de abajo–, sino de tramas complejas de arti-
culación, horizontales y verticales, protagonizadas por actores diversos, según
el ámbito de que se tratara. En esas instancias, jugaban un papel decisivo las
figuras que operaban en niveles intermedios, entre los dirigentes más encum-
34 Variaciones de la República

brados y las bases. El elenco de punteros electorales, cuadros medios de las for-
maciones milicianas y del ejército profesional, autoridades menores –como los
comisarios o los jueces de paz– con poder territorial, párrocos y pulperos con
vocación política, dirigentes de colectividades inmigrantes, y todo otro conjun-
to de agentes intermedios funcionaban como mediadores a la vez que tenían sus
propias agendas que ponían en circulación. Las bases, por su parte, componían
un mosaico heterogéneo difícilmente conjugable en singular, y que se sumaban
a una u otra constelación política en función de sus propias inclinaciones indi-
viduales o colectivas.
Esas redes reunían a sus heterogéneos componentes para actuar en los di-
ferentes ámbitos en que se desplegaba la vida político-partidaria. Una primera
aproximación a esta cuestión muestra un rasgo distintivo: la decisiva importan-
cia de los espacios locales y provinciales en la dinámica de la vida política. En
esos niveles accionaban las bases y los cuadros intermedios y allí se construía
buena parte del capital político de los dirigentes, quienes luego ponían en juego
ese capital territorial en las articulaciones de actores y fuerzas en los niveles
regional y nacional. Este último cobró relevancia en la segunda mitad del si-
glo, cuando se produjo una complejización creciente de los juegos de poder
e influencias entre los diferentes planos de actuación. En esos planos –local,
provincial, regional y nacional– los ámbitos concretos en que se desplegaba la
acción política eran diversos y cambiantes, y estaban, a su vez, interconectados.
Un segundo rasgo de estas redes era su carácter proteico. Eran variables en
su composición, flexibles en su funcionamiento, inestables en su dinámica. No
reconocían una estructura formal que respondiera a reglas institucionales fijas,
lo que no implicaba falta de organización ni desconocimiento de jerarquías. Por
el contrario, funcionaban como colectivos estratificados de formato piramidal,
donde cada uno ocupaba lugares diferenciales y aunque esos lugares no fueran
fijos de una vez y para siempre, la permeabilidad entre las jerarquías era limi-
tada. En ese sentido, la igualdad de derechos que habilitaba la participación
mutaba en una desigualdad de hecho en el seno de estas organizaciones en las
que la propia acción política producía y reproducía jerarquías. Tal es así que
durante buena parte del siglo se las identificaba por el nombre de sus principa-
les dirigentes, tanto en el nivel local como cuando se enlazaban con referentes
de mayor alcance. Estos anclajes personalistas se combinaban muchas veces
con los que asociaban a cada uno de esos grupos de acción a constelaciones de
referencia más abarcadoras, que remitían a principios, opiniones y propuestas
en disputa en la arena política. Unitarios y federales en las décadas del 30 y
40; liberales, federales, autonomistas y nacionales en las siguientes; radicales,
modernistas, republicanos, socialistas, hacia fines de siglo. En cualquier caso,
las organizaciones concretas montadas en función de la acción partidaria se
integraban con diferente grado de articulación en estas constelaciones políti-
co-ideológicas más amplias, pero reconocían lógicas de funcionamiento y re-
Hacer política en tiempos de república 35

producción propias, con predominio de las relaciones interpersonales, anclajes


territoriales locales y flexibilidad a la hora de definir las filiaciones. Solo hacia
finales del siglo, a medida que la figura del partido adquirió nuevas valencias
y devino en la forma institucional considerada legítima para procesar la com-
petencia política, los partidos se propusieron encuadrar y unificar la actuación
política en sus diferentes niveles.
Una tercera cuestión remite al número. ¿Cuántos hombres y mujeres inte-
graban estas organizaciones? Salvo para señalar el predominio masculino en
toda la línea, no hay respuesta evidente para la pregunta general, pues los nú-
meros eran muy variables según el momento y el lugar. Así, por ejemplo, de
elección en elección el número de votantes por el mismo partido podía variar
radicalmente. Y lo mismo ocurría a la hora de movilizar para un acto, una mar-
cha, una demostración en la legislatura, o cualquier otra ocasión de despliegue
partisano. Había, además de la militancia en grado diverso, un público simpa-
tizante más amplio que respondía de manera más autónoma, sobre todo en las
ciudades grandes. En coyunturas muy politizadas, como fue por ejemplo la de
1873-1874 (ver capítulo 8), la población parecía vibrar al ritmo del conflicto
partidario, pero había otros momentos en que solo unos pocos se sentían con-
vocados. En cualquier caso, no se puede entender la política decimonónica sin
atender a la intervención popular en sus diferentes manifestaciones e intensida-
des, con su mayor o menor autonomía respecto de los dirigentes.

Un orden inestable
El ideal de unanimidad –que postulaba horizontes políticos compartidos– pre-
sidió la formación de las nuevas comunidades en las primeras décadas del siglo
XIX y persistió con diferente intensidad y variados matices hasta la segunda
mitad. Sin embargo, el antagonismo entre grupos, personajes y proyectos riva-
les fue un rasgo central de la política decimonónica. Más allá de las razones de
ese antagonismo, lo cierto es que alimentó una vida política en que diferentes
grupos con sus dirigencias a la cabeza hacían uso de todos los recursos dispo-
nibles y de todas las prácticas habilitadas para alcanzar el poder y legitimar
su lugar, o para impugnar y reemplazar a los gobiernos en funciones. No se
trataba, como vimos, de organizaciones de estructura fija y rígida disciplina,
sino de constelaciones laxas y cambiantes que se definían en torno a liderazgos
y tradiciones y que podían, a su vez, albergar diferentes corrientes en su inte-
rior. Tampoco, de grupos cuyas rivalidades cristalizaran en divisiones infran-
queables y, no obstante la dureza de algunas oposiciones, siempre existieron
dispositivos formales e informales de contacto, comunicación e intercambio,
sobre todo entre las dirigencias. Era un mundo segmentado pero que reconocía
puntos de referencia y reglas del juego en común, aunque en perpetua tensión.
Dentro de esos marcos, durante todo el siglo la contienda electoral tuvo un
lugar central y la movilización de huestes para ganar resultaba un paso deci-
36 Variaciones de la República

sivo en la competencia entre dirigentes, como se verá a lo largo de este libro.


A su vez, la conexión con la opinión pública en sus diversas instancias y ma-
nifestaciones –prensa, formas de sociabilidad más viejas o más nuevas, movi-
lizaciones populares, entre otras– era fundamental para afianzar la legitimidad
de ejercicio. La posibilidad misma de gobernar dependía, por otra parte, de la
capacidad de operar articulando los diferentes poderes del estado en el juego
de pesos y contrapesos que tensionaba las relaciones mutuas; de garantizar la
sanción y la ejecución de leyes y programas de gobierno, en manos de distintas
instancias gubernamentales, y de controlar el territorio y mantener la “paz inte-
rior”. En este último caso, la disponibilidad de fuerza militar resultaba decisiva,
y como el poder armado estaba descentralizado y fragmentado territorialmente,
a la vez que dividido entre los profesionales y las milicias –ciudadanos en ar-
mas encuadrados en redes partidarias–, nada aseguraba que el gobierno (local
o nacional) en funciones contara con los recursos para imponerse a quienes,
argumentando la defensa de la libertad y contra el despotismo oficial, buscaran
su debilitamiento y su caída.
De esta manera, en los distintos niveles y con variada intensidad según los
momentos, la competencia entre dirigencias llevaba al despliegue de fuerzas
electorales, de ciudadanos en armas en sus diversos encuadramientos, y de
movilizaciones populares, así como de intercambios retóricos en la prensa y en
las legislaturas en los que no se ahorraban virulencias a la hora de las contien-
das partidarias. En estos escenarios políticos predominaban rituales, retóricas y
símbolos que exaltaban la participación cívica y las virtudes de la lucha contra
el adversario/enemigo de turno calificado como faccioso y, por lo tanto, ilegí-
timo en sus pretensiones políticas. Las dirigencias lideraban a sus seguidores
en esos combates, donde se afianzaban y renovaban los vínculos verticales y
horizontales entre los participantes. Con esos parámetros, durante buena parte
del siglo la dinámica política se alimentó de una dosis no menor de acción y
compromiso colectivos, que daba intensidad a las confrontaciones en los dis-
tintos terrenos.
Por su parte, el horizonte unanimista que presidió la construcción de la
república dejó su huella en normas, instituciones y prácticas, dificultando la
tramitación del disenso y el antagonismo. La regla mayoritaria que regía la
elección de representantes y dejaba a las minorías fuera de los cargos, la des-
legitimación del otro partidario como “faccioso” y por lo tanto, enemigo del
bien común, la puesta en escena de máquinas electorales que impedían el voto
ajeno: estos y otros rasgos que perduraron a lo largo de casi todo el siglo con-
tribuyeron a radicalizar las disputas y a alimentar la dinámica de confrontación.
La segmentación territorial de la autoridad, de las dirigencias, y de los me-
canismos de acción política también favorecía esa dinámica. La descentraliza-
ción del poder no fue solo el resultado práctico de las formas en que se hacía
política. Fue también un principio que muchos entendían como irrenunciable
para una nación federal y como decisivo para combatir la acumulación de la
Hacer política en tiempos de república 37

autoridad en un centro. Durante la primera mitad del siglo, la balanza se incli-


nó hacia las provincias. La instauración de un gobierno nacional después de
1853 cambió las reglas del juego, pero la coexistencia teórica de soberanías no
saldó la cuestión concreta de cómo sería en la práctica el reparto del poder. Y
por varias décadas, la tensión entre centralización y descentralización tiñó las
concepciones del estado en competencia a la vez que obstaculizó en los hechos
la “reducción a la unidad” (Botana, 1977).
Estos principios y formas de hacer política, fuertemente anclados en va-
lores republicanos, atentaron contra los intentos de concentración del poder,
dificultaron la construcción de hegemonía, y debilitaron los mecanismos ins-
titucionales existentes para la resolución de los conflictos. Luego de la muy
agitada década de 1820, en las de 1830 y 1840, figuras fuertes en cada una de
las provincias confederadas lograron dominar el escenario local, desplazar por
la fuerza a sus enemigos políticos, subordinar a las legislaturas y acaparar el
poder en sus manos, bajo la protección y el control de quien fuera el gobernador
más poderoso de todos, Juan Manuel de Rosas. Esa pax rosista duró casi dos
décadas, pero una derrota militar la desmoronó de un plumazo.
Lo que siguió fue una exacerbación de las luchas entre grupos tanto en el
plano de los discursos como de las prácticas. Al mismo tiempo, los gobiernos
(nacional y provinciales) ensayaban reformas legales e institucionales orienta-
das a domesticar las costumbres políticas, criticadas pero a la vez practicadas
por todos los actores del juego. Se discutía cómo ordenar las elecciones, de
qué manera evitar las revoluciones, cómo regular la libertad de prensa para
evitar excesos, cómo garantizar la división de poderes, y así siguiendo. Pero la
inestabilidad que preocupaba a muchos era una consecuencia del tipo de orde-
namiento político tal y como se practicó a lo largo de buena parte del siglo XIX
y se mostró resistente a esos cambios. El imperativo de la vita activa estuvo en
el origen de los ensayos de construcción de las nuevas comunidades políticas
y era parte del credo republicano fundacional. Más allá de las visiones críticas
de las elites pos revolucionarias sobre la materia prima de que disponían para
su experimento en la república, alentaron la introducción de una definición re-
lativamente extendida de ciudadanía. Inicialmente, las necesidades de la guerra
potenciaron esa concepción inclusiva, que más tarde derivó en una incorpora-
ción amplia de la población en la política. Si bien esa participación tuvo ex-
presiones autónomas en varios momentos, en gran medida se mantuvo dentro
de los marcos definidos por las dirigencias. Así, las relaciones entre ellas y sus
disputas por alcanzar y sostener el poder marcaron el pulso y la dinámica de la
vida política decimonónica. Esas luchas se daban dentro de ciertos parámetros
ideológicos e institucionales que, aunque cambiantes, por mucho tiempo des-
alentaron la concentración y alimentaron la inestabilidad.
Si durante todo el período los contemporáneos se manifestaron una y otra
vez disconformes con esa dinámica política de la que ellos mismos eran pro-
tagonistas, hacia finales del siglo esas críticas adquirieron mayor intensidad
38 Variaciones de la República

y nuevas valencias. Una renovada visión del orden republicano asociado a la


previsibilidad y la estabilidad cobró fuerza en el plano de los discursos y de las
prácticas. La centralización estatal fue ganando terreno como el mecanismo in-
dicado para concentrar la autoridad y garantizar las decisiones. Se introdujeron,
asimismo, reformas en el sistema representativo para dar lugar a la pluralidad
de opiniones y se buscó disciplinar la participación ciudadana. Encumbrado
en el gobierno nacional, el flamante Partido Autonomista Nacional ensayó la
domesticación de las dirigencias y de sus métodos tradicionales de acción, a la
vez que buscaba dar forma a un proyecto hegemónico de poder, encabezado por
el presidente de la república. Estos intentos fueron solo parcialmente exitosos,
pues el fortalecimiento del aparato del estado central no aseguró mayor concen-
tración de poder en manos del poder ejecutivo nacional y en las décadas finales
del siglo la capacidad de los presidentes de turno para controlar la situación
política general fue más bien limitada. El ansiado orden se probó esquivo. De
todas maneras, la necesidad de revisar las formas de hacer política y modificar
las reglas de juego que habían regido en las décadas anteriores se instaló como
un tema insoslayable en el debate público y, más allá de la suerte dispar de los
esfuerzos por reorientar el rumbo colectivo, la república finisecular se abrió
decididamente hacia nuevos horizontes.

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