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Neuquén y Limay eran jóvenes fuertes alegres, hijos de caciques en tierras bravas, regiones
inmensas donde abundaban lagos de aguas frías que bajaban de las montañas andinas. El padre de
uno tenía sus tolderías en el Sur; el padre del otro hacia el Norte, en misma comarca. Las tribus
compartían dioses y territorios sin enemistades. Los jóvenes se habían hecho tan amigos que salían
juntos a cazar guanacos. Un día, mientras buscaban alguna presa en el bosque, Neuquén oyó que
una mujer cantaba:
- ¿De dónde viene esa voz?
Los amigos se acercaron a la orilla y vieron a una muchacha de belleza deslumbrante, que
cantaba con los ojos cerrados. Solo cuando terminó de cantar, un rato después, se atrevieron a
presentarse:
-Soy Limay. ¿Cómo te llamas?
Y yo soy Neuquén, hijo del cacique. Y también quiero saber cómo te llamas.
Limay, fastidiado con la presentación de su amigo, no esperó la respuesta de la muchacha:
-¿Qué pasa Neuquén? Yo también soy hijo del cacique.
-¿Y yo que dije?
-Que eras hijo de cacique.
-¿Y entonces?
-Que yo también soy hijo de cacique.
-¡No regresarán, Raihue! ¡Por tu culpa emprendieron un viaje que los perderá por siempre!
Poco a poco Raihué, la flor temprana de los lagos, dejó de canta y su ánimo alegre se fue
marchitando. Pasaba las horas enmudecida, frente a las mismas aguas donde conoció a Neuquén y
a Limay.
Una mañana sintió su ánimo tan quebrantado que se acercó al lago y le ofreció su vida al dios
supremo de los mapuches, Gneguechén. a cambio de que los jóvenes regresaran sanos y salvos.
Gneguechén aceptó la ofrenda, pero a cambio la convirtió en michay, un hermoso arbusto de flores
amarillas y frutos comestibles, que alimentarían a su gente. El espíritu del viento no tardó en
contarles lo sucedido a los enamorados. Limay y Neuquén, unidos por el más oscuro dolor, juntaron
sus cursos en un abrazo fraterno para continuar su viaje hacia el mar. Dicen que entonces alguien
vio por primera vez esas aguas oscuras y llamó a ese río, el río Negro.
Franco Vaccarini