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Paloma Bordons
Colección dirigida por Marinella Terzi
ISBN: 84-348-3751-X
Depósito legal: M-316-1999
Fotocomposición: Grafilia, SL
Impreso en España/Printed in Spain
Imprenta SM - Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid
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PUES SÌ, COMO OS DECÍA, aquel día Magister
Magicus no recogió trébol escarchado. En lugar
de partir hacia el bosque, volvió a entrar en el
castillo gritando como un energúmeno:
— ¡Señor marqués! ¡Señor marqués!
Llevándome en sus brazos subió escaleras,
atravesó salones, corredores, cocinas, mazmo-
rras... llenándolo todo de ecos que decían:
— ¡Señor marqués...! ¡Marqués Analfaber-
toooo!
Yo, por mi parte, seguía llorando, lo que no
me impidió darme cuenta al mismo tiempo de que
aquel lugar era formidablemente grande, aunque
quizá un poco frío. Me gustó y decidí quedarme.
Por fin Magister Magicus dio con el marqués
Analfaberto, que estaba precisamente tomando su
baño anual. Metido en una enorme tina, resoplaba
sin parar mientras sus criados echaban baldes de
agua hirviendo sobre sus espaldas descomunales.
— ¡Señor marqués, mirad lo que he encontra-
do! j a d e ó Magister Magicus, y me sacudió como
si fuera un conejo recién cazado.
— ¡Brrr! ¿De dónde ha salido eso? —bufó el
marqués. Su voz sonaba como un montón de
piedras despeñándose por un acantilado.
Lo encontré en la puerta del castillo —res-
pondió Magister Magicus.
—Pues vuelve a dejarlo allí. Ya tenemos niños
de sobra en este castillo. ¿Y para que nos sirven?
Solo lloran, comen y ensucian la ropa. Y aún
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quedan muchos siglos para que se inventen los
panales de usar y tirar y las papillas instantáneas.
Al oír aquello lloré todavía más fuerte, pero de
nada me sirvió. El marqués parecía haberse
olvidado de nosotros y chapoteaba alegremente en
su bañera.
Magister Magicus estuvo en silencio unos ins-
tantes, mordiéndose los labios, y luego volvió a la
carga.
—Pero... este no es un niño cualquiera. ¿Ha
visto mi señor que orejas?
— ¿Cómo no las voy a ver? ¡A fe mía que son
dos buenos ejemplares! —don Analfaberto soltó
una risotada.
—No se ría mi señor —la voz del mago se
convirtió en un susurro—. Orejas de tal tamaño
solo se dan en las grandes casas reales. ¿Sabéis
quien tenía unas orejas como estas de chico?
Basilio de Constantinopla.
— ¿E1 rey Basilio de Constantinopla? —don
Analfaberto se sacudió como un perro mojado
para destaponarse los oídos.
—El mismito.
—Vaya, vaya —murmuro don Analfaberto—.
Así que esto podría muy bien ser un principito...
—me miró con ojos golosos y a continuación
gritó—: ¡Urraca, que den de comer a este
orejoncillo! Y tú —me señaló con un dedo índice
grande como una morcilla—, ¡deja ya de llorar!
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Yo cerré la boca inmediatamente y me trague
mis sollozos sin masticar, entre otras cosas porque
todavía no tenía dientes.
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cuadras, a las doncellas murmurando chismes tras
las puertas, a los ratones comiendo trigo en la
despensa, a Magister Magicus recitando conjuros
en su laboratorio.
Más adelante aprendí a escuchar los latidos de
mi corazón, el crujido de los muebles al en-
vejecer, el zumbido de mosca con que suena el
aburrimiento, el chirrido desafinado que hace el
miedo... Y me hubiera pasado toda la vida
aprendiendo a oír cosas nuevas. Pero un buen día
me dije que ya era tiempo de echar dientes, gatear
y hacer esas monerías que hacían los bebés de mi
edad. Y me puse a crecer.
Pronto empecé a gatear por todo el castillo
como Pedro por su casa. No me hizo falta mucho
tiempo para darme cuenta de que el mundo era
mucho mejor desde la cuna que visto tan de
cerca, pero ya era tarde para echarme atrás.
La culpa de mis males era sobre todo de mis
dos orejas. Por donde quiera que iba, despertaban
burlas y risotadas. Aun peor: cuando no estaba
presente, mis dos orejas seguían oyendo los
comentarios crueles de los habitantes del castillo.
Porque ya te he dicho que ellas lo oían
prácticamente todo.
Me metía en el desván, me refugiaba en un
baúl y aun así oía a una de mis ayas en la es-
calera:
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— ¿Habéis visto al principito orejón? Es hora
de que se vaya a dormir.
Y oía a una lavandera amenazando a su hija en
la cocina:
—Como no comas, llamare al monstruito ore-
judo.
— ¡No! ¡Al monstruito orejudo no! —rogaba la
niña llorando a lagrima viva.
En el salón, el bufón del marqués tarareaba una
cancioncilla en cuanto me vela llegar:
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CUANDO TODAS ESTAS COSAS conseguían po-
nerme triste, pero que muy triste, solía refugiarme
en el laboratorio de Magister Magicus. Era un
lugar tan emocionante, que allí uno se olvidaba
hasta de que tenía orejas.
La luz de la lumbre proyectaba sombras
fantasmagóricas sobre las paredes. Los frascos y
cachivaches extraños de las estanterías parecían
bailotear al compás de las llamas. Los pucheros
puestos al fuego echaban bocanadas de humo con
olor a magia y a misterio. Y dirigiendo aquel
tinglado estaba Magister Magicus, el mejor tipo
que he conocido nunca, aunque un poco brujo.
Magister Magicus siempre andaba muy ata-
reado corriendo entre sus pucheros con un libro en
la mano y murmurando palabrejas en latín. Según
el, su propio nombre, Magister Magicus, venia del
latín y quería decir «Maestro Mágico». Pero yo que
tú no me fiaría mucho del latín del bueno de
Magicus.
—«Un manojo de Rosmarinus officinalis» —leía
el maestro—. ¡Por vida de Aristóteles! ¿Que será
eso? ¿Dará lo mismo un poco de veneno de víbora
ponzoñosa? Esperemos que si... Y ahora... dónde
he puesto el frasco de veneno de víbora? ¡Por las
barbas de Platón! Seguro que ese dichoso diablillo
domestico me lo ha escondido otra vez. ¡Como lo
atrape! Bueno, pasaremos sin él. Ahora, a recitar
el ensalmo saltando a la pata coja... «Dactilus
papulus, nictagus ri-fagus...» ¡Hombre,
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muchacho! —exclamaba de pronto al fijarse en
mí. ¿Como va esa vida?
No hacia falta ser un sabio para leer en mi cara
que esa vida no me iba nada bien.
—Bueno, bueno, a ver que tenemos aquí -
decía entonces el maestro, al tiempo que me
aupaba sobre uno de sus pucheros puestos al
fuego, del que salían unas burbujas que explo-
taban haciéndole a uno cosquillas en la nariz. A
la tercera burbuja, yo no tenía más remedio que
reírme.
—Eso me gusta más —me sentaba entonces
sobre sus rodillas huesudas y me repetía—: Tus
orejas son grandes porque eres de familia real.
Acuérdate: tienes orejas de rey. Déjalos que se
rían y nunca te olvides de que tienes orejas de
rey. Deberías estar orgulloso en lugar de aver-
gonzado.
En esto algún puchero soltaba una humareda
malhumorada, o una gallina disecada ponía un
huevo de oro sobre un estante, y Magister Ma-
gicus volvía corriendo a su faena. Yo me quedaba
adormilado en un rincón, arropado por las
telarañas. Soñaba que era rey y doscientos pajes
sacaban brillo a mis orejas.
Un marqués tragón
y un bobo bufón.
¡Adivina quienes
son!
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Cuando por fin don Analfaberto lograba en-
fundarse en su armadura, parecía un puñado de
chatarra con patas. Entonces había que llevarlo a
rastras hasta su caballo y subirlo a pulso. Una vez
allí, se ponía muy tieso, sacudía al aire el penacho
de su yelmo y lograba un aspecto casi fiero.
Levantaba la espada y, dando un tajo al aire,
berreaba:
— ¡En marcha!
Era entonces cuando solía aparecer la marquesa
Urraca corriendo con las faldas arremangadas:
— ¡Berto, Berto! No se te ocurra volver sin mis
trajes.
Y tras ella aparecía una doncella:
—Señor, no os olvidéis de mis pendientes.
—Saluda de mi parte al espíritu del tercer
conde de Mangancha —pedía el fantasma del
castillo.
Y luego aparecían nodrizas, cocineras, pajes,
músicos... todos en tropel.
— ¡Señor, un perro de caza!
— ¡Señor, sal!
— ¡Señor, un espejo!
— ¡Señor, un novio!
— ¡Señor, vino!
— ¡Señor, Rosmarinus officinalis!
Y el último de todos era yo, corriendo sobre sus
piernas flacas como las de un polio. Habría
querido pedir algo como los demás, pero ¿para que
si nadie me oía? A los dos o tres pasos caía
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rodando al suelo y desde allí contemplaba a los
guerreros alejarse a caballo, seguidos por el resto
de los habitantes del castillo, que corrían tras ellos
despidiéndose a voces. Luego, solo se vela una
polvareda enorme. Al cabo de un buen rato, los
vasallos del marqués regresaban agotados y
afónicos, arrastrando los pies, como si fueran ellos
los guerreros, de vuelta de una batalla perdida.
Entonces, todo el castillo se dedicaba a esperar la
vuelta del señor.
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castillo. Había que preparar la bienvenida. Pero
caía la noche y el marqués y sus hombres no
aparecían. Había sido una falsa alarma. Los
lechones asados para el banquete bostezaban en
sus fuentes y las flores se marchitaban de abu-
rrimiento en los jarrones.
El castillo volvía a esperar hasta que de nuevo
alguien oteaba el horizonte, creía ver otra man-
chita que se acercaba y gritaba:
— ¡Ya vienen!
Y de nuevo, vuelta a empezar. Así una, dos,
siete veces... El horizonte en aquellos días
parecía estar repleto de manchitas que se
acercaban. Los preparativos se hacían las veces
que hiciera falta, siempre con la misma ilusión,
pero los guerreros nunca se decidían a llegar.
Solo yo sabía perfectamente cuando iban a
volver el marqués y sus hombres. Cuando todavía
no eran ni una manchita en el horizonte, mis
orejas empezaban a vibrar y percibían el galopar
de los caballos. Con el tiempo aprendí a
distinguir por su ritmo si los guerreros venían
victoriosos o derrotados.
En cuanto oía los cascos, corría a dar la voz de
alarma en el castillo. Pero era en vano. — ¡Ya
vienen! —gritaba yo.
Y los muy zoquetes no me oían.
Tiraba de las faldas de dona Urraca, volcaba
cacharros en la cocina, me ganaba unos cuantos
bofetones y, mientras tanto, Analfaberto y sus
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hombres llegaban al castillo pillando a todo el
mundo de improviso.
— ¡Ah del castillo! ¿Es éste el recibimiento
para unos bravos guerreros? — bramaba don
Analfaberto mientras recorría las habitaciones a
grandes zancadas—. ¿Qué veo? La comida sin
hacer... La marquesa sin peinar... Los mozos
durmiendo en la cuadra... Mis calzas sin remen-
dar... ¡Ah, ingratos! ¡Que uno no sea bien recibido
ni en su propia casa...!
Si el marqués daba muchas voces, era buena
señal. Solo gritaba si le habían ido bien las cosas.
Cuando perdía, pasaba varios días sin abrir la
boca, ni siquiera para decir «ay» mientras la
marquesa limpiaba sus heridas.
En cambio, cuando ganaba..., ¡qué de voces!
¡Qué de mulas cargadas de botín! ¡Qué de regalos!
¡Qué de comilonas! ¡Qué de canciones! Durante
días y días, el castillo era una fiesta.
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aceitunas. Lo sé porque conté los huesos.
Cuando estuvo bien repleto, se instaló en su
sillón junto al fuego e hizo que le trajeran un
enorme saco. Iba a darnos nuestros regalos.
Al marqués le gustaba hacerse el interesante.
Mando que sonara un redoble de tambor para dar
más emoción a la cosa, se arremangó con sus
dedos aún pringosos de la cena y, por fin, se
decidió a meter la mano en el saco. En primer
lugar empezó a tirar del extremo de una tela que
parecía no tener fin.
—Para mi mujercita... —anunció—, ¡doscientas
varas de brocado!
¡Oooh! —dijo todo el mundo a coro. Al
marqués le gustaba mucho que todos dijeran
«¡Oooh!» cuando hacia algún regalo.
En cambio su mujercita no pareció muy con-
tenta. Palpó la tela con manos de experta y pro-
testó:
— ¡Pero Berto! Esto no es brocado ni es nada.
Es paño del más barato. A ti te han dado gato por
liebre... ¡Si es que eres más inocente!
Don Analfaberto, muy ofendido, se hizo el
sordo y siguió hurgando en su saco:
—Para mi hija querida..., para mi hija querida...
Extrajo algo del saco y se quedo mirándolo con
gesto perplejo. Era una espada.
Se encogió de hombros.
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—Bueno, que le vamos a hacer. Ya que la
suerte así lo ha querido... ¡Una espada para Bru-
tilinda!
- ¡Oooh !
Al bufón Cucufate le tocó un traje negro como
ala de cuervo. Con él puesto, daba un susto al
miedo.
Al espíritu del quinto marqués de Navafrita le
tocó una calavera. Se asustó tanto que no se le
oyó reír en semanas.
A Magister Magicus le toco una preciosa jaula
vacía. Se paso toda la noche cavilando que podría
meter en ella.
Y don Analfaberto repartía y repartía, borra-
cho de felicidad, entre «ooohs» de aclamación.
—Una bota del pie izquierdo para la cocine-
ra... Una cuchara de madera para el herrero...
Un... un ratón gris..., ¿quien quiere este bonito
ratón gris?
Yo lo contemplaba todo escondido tras una
columna. La gente me asustaba y mis orejas me
avergonzaban, así que procuraba siempre pasar
inadvertido. Y a veces lo lograba. Ahora, por
ejemplo, el marqués habla vaciado ya su saco sin
acordarse siquiera de mi regalo.
La familia y los vasallos de don Analfaberto,
silenciosos y perplejos, miraban y remiraban sus
regalos sin saber que demonios hacer con ellos.
Solo Brutilinda descubrió rápidamente que hacer
con su espada. La agarro firmemente con las dos
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manos y la levantó del suelo con gran esfuerzo.
Entonces, sus ojos maliciosos descubrieron una
de mis orejas que asomaba tras la columna.
— ¡En guardia, Orejotas! —chilló. Y echó a
correr hacia mí dando torpes mandobles con
aquella espada más grande que ella.
Yo dejé mi escondrijo y corrí a refugiarme
bajo el manto de Magister Magicus, entre las ri-
sotadas de los presentes y los versos del bufón
Cucufate:
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Asomé un ojo entre los pliegues del manto de
Magicus justo a tiempo de ver como don Anal-
faberto desaparecía de cabeza en el saco. Al cabo
de un rato volvió a asomar su cabezota,
congestionada pero sonriente, y luego su mano
con mi regalo: un pedazo de madera con agu-
jeros.
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armas necesarias para atrapar un buen ejemplar de
diablillo doméstico.
—«Un ajo...» —murmuraba—. ¿Y una castaña?
Aquí no dice nada de castañas, pero la llevaré
también. Con estas criaturas nunca se sabe... «Un
pelo de jorobado»... Bueno, quien dice jorobado...
Cogeré uno mío, que soy algo cheposo... «Una
vela... Un manojo de Rosmarinus officinalis». ¡Y dale
con el dichoso Rosmarinus!
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QUÉ GRACIOSA ES LA GENTE. Como si el
señor Mozart hubiera aprendido a tocar el piano
en un rato...! Pues no señor. Ni yo tampoco do-
mine mi flauta inmediatamente. Necesité muchas
horas de práctica. Abucheado por todos, me
refugiaba en el bosque. Al menos el bosque de
Navafrita me recibía como a un amigo. Jamás a
un conejo se le escapó una risita maliciosa al ver
mis orejas, ni a un roble se le ocurrió salir
persiguiéndome por no ser un buen flautista.
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es un jubón, tú que te creías tan listo? Pues un
jubón es un jubón, ¡ea!
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De todos modos, con el tiempo me fui hacien-
do amigo de las ranas. Al verme llegar, se acer-
caban a mí y se dejaban besar con resignación.
Supongo que por eso lo primero que aprendí a
tocar con mi flauta fue un saludo para ranas, No
sonaba muy bonito, pero a ellas les gustaba.
Cuando yo tocaba, respondían todas juntas di-
ciendo:
— Croac, croac.
Y yo me sentía muy contento de poder hablar
con alguien.
Después del saludo para ranas, aprendí a tocar
la música del invierno: el bufido del viento entre
los árboles, la pisada dulce de la nieve, el ceño
fruncido de las nubes y el alboroto de la lluvia.
Era una música que no podía tocar mucho tiempo
seguido, porque enseguida hacia que me
castañetearan los dientes y se me helaran los
huesos.
A partir de entonces, empecé a aprender sin
parar.
El día en que un rayo partió un pino junto a mi,
aprendí a interpretar el miedo en mi flauta. Era un
sonido agudo y temblón.
El día en que vi a un «diabolus» del bosque con
hipo, toqué por primera vez la risa. Era una
música que hacia cosquillas por todo el cuerpo.
También sabía decir con música: «Hoy estoy
triste», «Vaya, me acatarre de nuevo», «Soy el
príncipe heredero de Constantinopla»..., y, en fin,
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toda clase de cosas para toda clase de cir-
cunstancias. Hablar era algo estupendo, aunque
tuviera que hacerlo a través de mi flauta.
¡Lastima que no hubiera nadie para escuchar-
me!
«Pero no, Orejotas», me decía a mi mismo. «En
el castillo no volverás a tocar la flauta. Bien sabes
que no les gusta. ¡Peor para ellos!»
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Tremebundo abrió la mano y mostró algo
tímidamente.
— ¿Una nariz? — dijo Magister Magicus—. ¡Si
ya llevas la tuya puesta!
Tremebundo miro al suelo, sonrojado.
—Es que... encontré esta en el campo de ba-
talla, y como la mía es tan ganchuda...
— ¡Tremebundo! — se irritó Magister Magi-
cus—. No tengo tiempo para vanidosos. ¡E1 si-
guiente!
Isoldo entró en el laboratorio sujetándose el
estómago.
—Magister, échame un remiendo, que se me
salen las tripas...
La puerta se cerró tras ellos y suponemos que,
allí dentro, la magia hizo de las suyas.
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soy yo, señor.
Y el preguntó:
— ¿Y eres capaz de hacer hablar a tu flauta? —
—Eso parece, señor.
—Vaya, vaya —dijo él.
En fin, mantuvimos una conversación de lo más
interesante, a pesar de que yo tenía todos los dedos
llenos de masa de pan.
Por desgracia, nuestra conversación de hombre a
hombre se vio interrumpida enseguida. Algún criado
cotilla —probablemente el subjefe de cuadras,
¡maldito chismoso!— difundió la noticia por todo el
castillo. Al poco tiempo, la alcoba de don
Analfaberto estaba abarrotada de gente que quería
oír hablar a mi flauta. Solo en la cama del marqués
conté cuatro pinches de cocina, dos doncellas y un
mozo.
Todos me miraban y decían:
— ¡Venga! ¿A que esperas? Di algo, que tenemos
mucho que hacer.
Y yo, pobre de mí, ¿que iba a decir? Tenía los
dedos paralizados por el miedo y la vergüenza.
Cuando por fin me acerque la flauta a los labios,
apenas si se oyó un pitidito desafinado.
Los vasallos del marqués me miraron
decepcionados.
— ¡Pues vaya una Cosa! —gruñó la
cocinerajefa—. ¿Y para eso dejo que se me queme
el estofado?
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Se alejó muy digna, como alguien que se queda
sin función después de haber pagado la entrada.
Tras ella salieron todos los demás, dando
gruñidos de desaprobación.
Yo, como siempre hacia en estos casos, corrí a
refugiarme en el laboratorio de Magister Magicus.
Y allí si que toque como un ángel. Toque:
«Orejotas, eres un bobo, podías haberlos dejado
patidifusos interpretando "Primavera en el bosque
de Navafrita"». Luego, toqué: «Pero tú eres un
príncipe y vales cien veces más que ellos». Para
acabar, toqué unas pocas lágrimas de rabia y me
quedé dormido.
Supongo que tú también pensarás que fui un
bobo, pero ¿qué quieres? Yo era un chico muy
tímido y nunca había hablado en público. ¡Ya me
gustaría haberte visto en mi lugar!
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YA LOS GUERREROS de Navafrita empezaban a
olvidar la derrota. Volvían a hinchar el pecho con
aspecto fiero sin que se les saliera el relleno,
jugaban a los dados y enamoraban a las doncellas
a base de soltar juramentos y retorcerse los
bigotes. Solo de vez en cuando alguien tropezaba
con una oreja perdida en medio del corredor o el
soldado Isoldo notaba que al beber se le escapaba
el vino por el ombligo. Pero eso era culpa de
Magister Magicus, que probablemente no había
seguido al pie de la letra la receta del ungüento
pegalotodo y había puesto bigote de gato en lugar
de Rosmarinus officinalis.
Don Analfaberto, aunque ya se había librado
de su armadura, seguía muy alicaído con su de-
rrota. No pensaba en otra cosa. En medio de la
noche despertaba pataleando y gritando:
— ¡En guardia, duque Manrique! ¡Lucha,
alfeñique!
Durante la comida se quedaba abstraído, muslo
de polio en mano, y murmuraba:
—Si yo hubiera mandado a mis hombres ro-
dear el castillo al anochecer... Y si el viento hu-
biera soplado del oeste... Y si el vigía se hubiese
quedado dormido... Y si...
— ¡Y si nada! — interrumpía la marquesa con
gran energía—. ¡Bufón Cucufate! Ven aquí a
contar una historia al marqués de «Y... si».
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El bufón Cucufate había lo que podía por
entretener a su señor. Pero ya sabemos que Cu-
cufate no era el mismo desde que vestía de negro.
—Por un caminito VA CAminando...
— ¡La vaca, la vaca y la vaca! —interrumpía
don Analfaberto—. ¡Basta, Cucufate! Vete de
aquí. Acabaras por hacerme llorar.
Cucufate, obediente, desaparecía entre un ge-
mido de cascabeles. Ahora hasta sus cascabeles
tenían un sonido triste, como de marcha fúnebre.
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contagiado la risa floja a todos los ratones de la
despensa.
Don Analfaberto se rió tanto que se le abrieron
dos heridas y hubo que llamar a Magister Magicus
para que se las pegara.
Cuando las heridas estuvieron bien pegadas,
toque mi composición «Primavera en el bosque de
Navafrita». Luego, improvisé especialmente para él
«Los guerreros de Navafrita vienen baldados de la
guerra». Esta música le traía recuerdos tan
amargos que se echo a llorar y se le abrieron tres
heridas.
A partir de entonces, don Analfaberto me lla-
maba a su lado sin parar.
— ¡Orejotas! Hazme reír.
— ¡Orejotas! Hazme llorar.
— ¡Orejotas! Cuéntame un chisme.
— ¡Orejotas! Vamos a pasear por el bosque en
primavera.
Y el marqués reía, lloraba y paseaba por el
bosque sin moverse de su sillón.
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AQUELLA TARDE TUVE FIEBRE. Magister Ma-
gicus me hizo meter en la cama, me miró el
blanco de los ojos, me hizo sacar la lengua y por
fin me dijo, un poco guasón:
— ¡Ajá! Están todos los síntomas: mirada de
carnero degollado, lengua azulada, pulso irre-
gular... ¡Una febris amoris de caballo! —ya es-
taba soltando latinajos para hacerse el intere-
sante—. Vaya, hablando en cristiano, que estás
enfermo de amores, muchacho. Voy a prepararte
una infusión de trébol escarchado.
Me dejó solo y rabioso con mi febris amoris.
— ¡Fiebre de amores! —me reñí a mi mismo—.
¡Debería darme vergüenza! Y encima por culpa de
esa... bestia de marquesita marimacho, atormenta-
ratones, retuerce-orejas... de preciosos ojos color
violeta...
Al decir esto último, debí de poner una cara
muy bobalicona, porque Magister Magicus, que
acababa de entrar trayendo la infusión de trébol
caliente, me miró como quien mira a un enfermo
grave.
— Creo que esta infusión no es lo bastante fuerte
—murmuró.
Y se marchó a añadirle unas cuantas hojas de
trébol.
Pase toda la tarde pensando sobre esa enfer-
medad que se llama amor y llegue a la conclusión
de que era una cosa ridícula.
Amor era lo que hacia que la cocinera y la
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lavandera se tiraran de los pelos por un mozo de
cuadra.
Y lo que hacía que las doncellas lanzaran sus-
piros como puños cuando los soldados iban a
luchar.
Y lo que hacía que el pobre Magister Magicus
tuviera que darse esos madrugones buscando
trébol escarchado para aliviar a los bobos de los
enamorados.
¿No era el amor ridículo?
Pero desgraciadamente hace setecientos años
todo se hacía a lo grande, hasta lo más ridículo.
Nos tomábamos las cosas tan en serio que a me-
nudo nos moríamos de ello. Acuérdate si no del
quinto marqués de Navafrita, que se murió de
risa. Y tengo entendido que el abuelo del duque
Manrique murió de indigestión muy satisfecho,
tras comerse el solito un jabalí. Del caballero
Godofredo cuentan que se murió de vergüenza
por llevar la armadura algo oxidada durante un
torneo. En cuanto a mí, si me lo hubiera pro-
puesto seriamente, podría muy bien haberme
muerto de amor, de no ser porque Magister Ma-
gicus me atiborraba de infusiones de trébol y
porque, bien pensado, morir de amor era aún más
ridículo que estar simplemente enamorado.
De modo que, en lugar de morirme, me limité
a sentirme muy desdichado. Cada vez que veía a
Brutilinda, ¡hale!, a sudar, a ponerme Colorado y
a sufrir calambres. Ni siquiera era capaz de
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hablar con mi flauta en su presencia. Ella, en
cambio, seguía siendo la de siempre. Bueno, sal-
vo por sus ojos color violeta, que cada día eran
más grandes y más violetas. Cuando Brutilinda se
cruzaba conmigo, seguía diciendo:
— ¡En guardia, Orejotas! En guardia te digo,
¿estás tonto?
Pero me veía tan alelado que ni siquiera se
molestaba en zurrarme como en los viejos tiem-
pos.
Yo andaba como alma en pena por el palacio
tocando unas melodías que partían el alma. La
gente del castillo empezaba a hartarse de mí.
— ¡Lárgate con la tristeza a otra parte! —gri-
taban las lavanderas mientras se secaban los ojos
con el delantal.
— ¿Se te ha muerto alguien o qué? —
refunfuñaban los vigías de la torre, sonándose
disimuladamente las narices.
Al final me refugiaba en el bosque y componía
baladas para Brutilinda, que nunca me atrevía a
tocar en su presencia.
Mi favorita era «Brutilinda tiene dos ojos
como dos ruedas de carro». Una noche la mar-
quesita me sorprendió tocándola entre las al-
menas, a la luz de la luna.
— Pero Orejotas, ¿que cursilada es esa? —
interrumpió.
Naturalmente, me callé de inmediato. Una
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frase así acaba con la inspiración de cualquiera.
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Y ASÍ PASABA UN DIA, y otro día, y otro día...
Y aunque tomaba litros de infusión de trébol es-
carchado, no acababa de curarme.
Un mañana al llegar al bosque, me di cuenta
de que el invierno se había ido sin despedirse.
Acababa de presentarse la primavera y las ranas
la saludaban croando como locas.
Como siempre, me acerqué y las fui besando
una a una. Ya me conocían y se dejaban hacer,
casi mimosas. Y hete aquí que, cuando me fui a
acercar a la última, una ranita verde chillón que
no recordaba haber visto antes, dió un salto
tremendo huyendo de mí. Aquello hirió mi amor
propio.
— ¡Conque esas tenemos, señora rana! —gri-
té—. Pues pienso atraparte aunque me cueste
toda la mañana.
Me lancé tras ella y la perseguí por la charca,
mientras las demás ranas contemplaban el
espectáculo muy divertidas. ¡Cómo saltaba, la
condenada!
— ¡Ya te tengo! —grité al cabo de un buen
rato. Me zambullí en el agua agarrándola con las
dos manos, y le plante un buen beso sonoro.
¡SSSSSMUACK!
Ya me iba a alejar con la satisfacción del deber
cumplido cuando vi que la rana se hinchaba, se
hinchaba, se hinchaba... Y se transformaba en una
niña rubia de ojos azules, vestida con un traje de
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tul, que me miraba con el ceño fruncido y los
brazos en jarras.
Yo me quede boquiabierto. Hacía tanto tiempo
que besaba ranas, que había olvidado para que lo
hacía. Y cuando por fin de una de ellas salía una
princesa encantada, resulta que la cosa no me
hacía ninguna gracia.
«¿Y que demonios hago yo ahora con una
princesa?», me dije.
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La princesa seguía mirándome con cara de
pocos amigos.
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qués—. Que no nos vea así... Todo el mundo a
ponerse trajes de fiesta.
— ¿Qué trajes de fiesta, bendito? — protestó
dona Urraca—. ¿Como vamos a tener trajes de
fiesta si llevas siete meses sin traer un mal botín a
casa?
— ¡Dios mío! ¡Qué duro es sacar un castillo
adelante! — suspiró don Analfaberto—. Bueno,
pues al menos quitaos el polvo y desenredaos el
pelo. ¡Andando!
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Pero ya había una mujer en mi vida. Y con una
mujer era suficiente. ¡Que me dejaran a mí de
princesas! En toda la cena no pude probar bocado.
— Magister Magicus —soplé muy bajito mi
flauta al oído de mi vecino de mesa—, ¿tú crees
que tendré que casarme con ella?
—Mmm... —el maestro se mesó la barba—. No
estoy seguro. Tendré que consultar mi libro de
protocolo para ver que se hace en estos casos —
rebuscó en un bolsillo, saco un librillo y se puso a
hojearlo bajo la mesa—. Vaya, las páginas de
«Obligaciones matrimoniales tras
desencantamiento de amphibius principescus» se
las han comido los ratones —susurró.
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silencio, pero al final el efecto vino a ser el mis-
mo. Quiero decir que al final todo hizo «¡POFF!»
de todas maneras. Pero bueno, no adelantemos
acontecimientos. Por el momento, don Analfaberto
se limpió los bigotes con la manga, carraspeo,
volvió a carraspear y por fin preguntó:
—Y bien, alteza, ¿de dónde procedéis?
La princesa abrió su boquita de piñón y dijo:
—Vengo de Constantinopla. Soy la princesa
Melisenda, hija de...
— ¿De... del rey Basilio? —tartamudeó don
Analfaberto.
—Del mismo.
—¡Qué casualidad! Dios sea loado... —don
Analfaberto se froto las manos—. Entonces, el
muchacho que os rescato podría muy bien ser
hermano de su alteza... Tiene las orejas incon-
fundibles de la estirpe de los Basilios...
Noté que todo el mundo me miraba. Miraron
mis enormes orejas, grandes como hojas de le-
chuga. Luego miraron las orejitas de la princesa,
pequeñas como habichuelas. A Magister Magicus,
sentado a mi lado, le empezaron a temblar las
manos.
Entonces fue cuando todo hizo « ¡POFFF!»,
como ya te había anunciado.
— ¿Quéeeeee? —chilló la princesa, con una
voz demasiado aguda para una princesa. La
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disculparemos porque estaba muy, pero que muy
ofendida.
Se levanto de golpe y siguió gritando:
— ¡Mi familia tiene las orejas más pequeñas y
delicadas de todo el mundo conocido! ¡Compa-
rarnos con ese orejudo! Es una ofensa que habrá
que limpiar con sangre, ríos de sangre. Se lo
contare a mi padre... y vendrá con diez mil
hombres a daros su merecido... y arrasara el
castillo... y... y... y... ¡Y desearéis no haber na-
cido jamás!
La princesa-rana Melisenda se echo a llorar y
salió corriendo del comedor. Me tranquilicé ver
mientras huía que sí que tenía pies, como las
demás personas. También me tranquilizo pensar
que ya no había ninguna posibilidad de que tu-
viera que casarme con ella.
—Menuda histérica —oí decir a Brutilinda por
lo bajo.
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pecho. A través de su cuerpo translúcido veía yo a
la marquesita que tenía los ojos muy abiertos. Sí,
esos ojos violetas de los que te he hablado ya
alguna vez.
—Señor —gimió Magister Magicus. Y su voz
era casi tan transparente como su cuerpo—, os
mentí... Quiero decir... con lo de las orejas de
Orejotas... Os conté la historia de las orejas de la
estirpe del rey Basilio para que admitierais a
Orejotas en el castillo. ¡Era tan pequeña la cria-
tura! ¡Y hacía tanto frío fuera! De no ser por
vuestra hospitalidad, habría muerto.
Don Analfaberto estaba rabioso. ¡El, el
marqués, engañado por uno de sus vasallos! Eso
era algo inadmisible. Tendría que castigarlo. Lo
sentía, porque Magister Magicus, aunque algo
despistado, era un buen curandero. ¡Y cada día
era más difícil dar con un curandero de
confianza! Pero no tenía más remedio que aplicar
un castigo ejemplar. Un señor debe hacer respetar
su autoridad por encima de todo.
Se puso en pie y dio unas zancadas por la
habitación, intentando caminar tan derecho como
la princesa-rana Melisenda.
—Este servidor infiel - declaró— queda des-
terrado. Saldrá del castillo mañana al amanecer.
Quien le hable hasta entonces recibirá el castigo
que se merece.
Entre tanto la figura de Magister Magicus se
había ido haciendo cada vez más tenue. Cuando
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el marqués terminó de hablar, había desaparecido
por completo. Sentí cómo me acariciaba el pelo al
pasar por mi lado.
— Tú, Orejotas —prosiguió don Analfaber-
to—, no tienes la culpa de nada de lo ocurrido.
Pero ahora que sabemos que no eres un príncipe,
tendrás que ganarte la vida como todo hijo de
vecino —se quedó callado un momento mirando
al infinito y de pronto sonrió, como quien atrapa
al vuelo una idea genial—. ¿Que te parecería ser
mi bufón? — exclamó.
¡Pasar de príncipe a bufón en unos segundos!
No es que el de bufón no fuese un oficio digno,
pero... Me vi a mí mismo contando chistes y ha-
ciendo cabriolas, y no me gustó. Si creyéndome
príncipe ya era el hazmerreír de todo el mundo, la
vida de bufón me resultaría francamente in-
soportable.
—Venga, Orejotas —me apremió don Anal-
faberto—. ¿Que me respondes?
Miré a don Analfaberto, mire los ojos
tristísimos del bufón Cucufate, a punto de
convertirse en ex bufón por mi culpa, y salí
corriendo sin decir palabra.
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Odiaba a don Analfaberto por castigar
injustamente a Magister Magicus y por querer
convertirme en bufón.
Odiaba a Magister Magicus por haberme hecho
creer que era un príncipe cuando en realidad era
un don nadie.
Odiaba a esa princesa melindrosa por ser la
causante de todo aquel jaleo.
Y sobre todo me odiaba a mí, por mi estúpida
idea de andar por ahí besando ranas y dándomelas
de príncipe.
La única que quedó a salvo de mis odios fue
Brutilinda. ¡Brutilinda! Ahora que era un don
nadie ya no quedaba ninguna posibilidad de que
se fijara en mí.
Me imaginaba lo que ocurriría al día siguiente.
Doncellas, pinches, mozos, soldados, damas de
compañía, la propia Brutilinda... Todos se
retorcerían de risa al verme. ¡El gran príncipe!
— ¿Con que cara me presento mañana ante
Brutilinda y ante todos los demás? —me dije—.
¡Con ninguna cara! —me respondí enseguida—.
Mariana no estaré ya en el castillo. Me iré y no
volveré jamás. Eso haré. Ahora mismo.
Me asome a la ventana y lo vi todo negro allá
afuera. Y me acordé de Magister Magicus.
¡Claro! Me iría con Magicus.
«Pero estoy enfadado con Magister Magicus»,
pensé.
Por suerte eso tenía fácil arreglo. Conté hasta
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tres y lo perdoné. Al fin y al cabo, con su mentira
me había salvado y me había alegrado la vida. Y
además allá afuera estaba realmente oscuro.
Me deslicé hasta su laboratorio y abrí la puer-
ta. Todo estaba como siempre, pero enseguida me
di cuenta de que Magister Magicus se había ido.
Ya no olía a magia y misterio. Faltaba la absurdo-
jaula vacía y en su lugar había un manojo de
tomillo y una piel de serpiente. Supe que eran para
mí. Con el tomillo me pedía perdón y con la piel
de serpiente me deseaba suerte. En aquellos
tiempos casi todos éramos un poco analfabetos y
teníamos que andar usando esos mensajes tan
raros para decirnos las cosas.
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letas!
— ¡Brutilinda! —hice exclamar a mi flauta.
— ¡Pues claro que soy Brutilinda! Mira con lo
que sale éste... —me agarró del brazo—. ¡Anda!
No vamos a estarnos aquí todo el día...
Eché a andar al lado de Brutilinda y de pronto,
Como por arte de magia, empezaron a retirarse las
sombras, cantó algún pájaro y Lo Desconocido se
volvió amistoso. A mi lado, Brutilinda hacía
planes para el futuro.
—En primer lugar podríamos ir a dar su
merecido a esa princesa bocazas. ¿Qué te
parecería atacar Constantinopla? ¿Tú sabes donde
cae eso? Luego, podríamos recorrer unos cuantos
países exóticos y lejanos. Ese que está lleno de
hombres color marrón oscuro, el que tiene dos
Tunas, el de los hombres con la boca en la frente...
¿Y matar un dragón? Aunque eso está un poco
visto...
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—Vayamos por allí —propuso.
Los tambores empezaron a retumbar más fuerte.
—Si tú no vienes, iré yo sola —amenazó Bru-
tilinda al ver que no me movía—. ¡Y es un al-
mendro!
Echo a andar muy decidida y yo la seguí de
mala gana. Ahora los tambores redoblaban de lo
lindo. ¡RANTATAPLÁN... RANTATAPLÁN!
Contuve la respiración, deseando que el peligro
dejara de hacerse el interesante y se presentara de
una vez.
— ¡Alto! —rugió de repente una voz.
Debía de ser el peligro.
Frente a nosotros había una gruta, y de ella
acababa de salir un monstruo verdoso, alto como
un pino, con una cola muy larga y todo lleno de
escamas.
— ¡Es un dragón! —Brutilinda me miró, asustada
pero satisfecha, como si en vez de en la Edad
Media estuviéramos en un parque de atracciones.
— ¡Silencio! —bramó el tal dragón. Bufó por la
nariz y lanzó dos llamaradas de fuego que nos
chamuscaron la punta de los zapatos.
Luego se acercó torpemente a Brutilinda, le
hizo dar una vuelta sobre si misma, examinó su
dentadura y finalmente pregunto:
— ¿Sois princesa?
— No.
—Bien. Entonces podré tutearte y no tendré que
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raptarte. Haremos lo de las adivinanzas.
— ¿Qué adivinanzas?
El dragón suspiro, como un profesor ante un
alumno torpe, y explico pacientemente que el era
secuestrador de princesas y guardián de aquel
bosque. Todo el que pasaba por allí tenía que
pagar por hacerlo. Vamos, que aquel bosque era
como una autopista de peaje, para entendernos.
—Ahora yo os planteare dos adivinanzas —
prosiguió el dragón—, y si no me las respondéis...
— ¡Dos adivinanzas! —Brutilinda estaba in-
dignada—. ¿Desde cuando son dos las adivinan-
zas? ¿Es que no sabes que el tres es el número
mágico de nuestro tiempo? Los reyes tienen tres
hijos, los príncipes pasan por tres pruebas, las
hadas conceden tres deseos... ¡Y ahora nos sales tú
con DOS adivinanzas! ¡Es ridículo! —soltó una
risita despreciativa.
Le di a Brutilinda disimuladamente una patada
en la espinilla, pero ya era demasiado tarde.
Por suerte el dragón parecía abochornado más
que furioso, e intentó justificarse dándoselas de
moderno.
—Yo soy un dragón progresista —rezongó todo
sonrojado, mientras escarbaba el suelo con una
pezuña—. A mí que no me vengan con tra-
diciones, números mágicos y gaitas... ¡Ea! A ver
si acabamos de una vez... Aquí va la primera
adivinanza. Esto... Veamos... Por un caminito, va
caminan...
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— ¡Vaca! —gritaron Brutilinda y mi flauta al
unísono.
— ¡Pues vaya adivinanza! —se burló la mar-
quesita—. Es más vieja que la tos —era la adi-
vinanza que el bufón Cucufate repetía sin parar
desde que hacia dejado de tener gracia.
— ¡Vaya! Conque listillos tenemos, ¿eh? —
gruñó el dragón—. Ahí va la segunda.
Mmmmm... Tiene ojos y no oye... Tiene orejas y
no ve... No, no es así... A ver: tiene boca y...
— ¡Dragón! ¡Dragón! —interrumpió una voz
chillona desde la caverna—. ¡Es la hora de co-
mer!
— ¡Sí! Tenemos hambre —voceo un coro de
voces tan chillonas como la anterior.
El dragón dio un respingo.
— ¡Las princesas! ¡Ay, Dios mío! ¡Y la sopa
sin calentar! Disculpad un momento —echó a
correr hacia la gruta con un trotecillo desmañado.
Brutilinda y yo asomamos la cabeza dentro de
la caverna. Había allí una docena de princesas
chillando y haciendo aspavientos. El dragón
corría de un lado a otro repartiendo la sopa con
un cucharón.
— ¡No me gusta la sopa! —grito una princesa.
— ¡A la princesa Pelusona le has puesto más
que a mi! —protestó otra.
— ¡Otra vez sopa! ¡Ya no aguanto más! Se lo
diré a mi padre, y vendrá con sus hombres, y
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arrasara tu caverna, y... y... y... ¡Y sentirás haber
nacido! —dijo una tercera princesa que se parecía
a la princesa-rana Melisenda más que una gota de
agua a otra.
Hecho el reparto, el dragón volvió a nuestro
lado, sudoroso.
—Sus padres me las mandan aquí para ver si
las casan —explicó—. Las princesas raptadas por
dragones tienen mucho más valor en el mercado.
Pero es un oficio muy sacrificado este, si señor,
no compensa el esfuerzo, no compensa... —
meneó tristemente su fea cabezota de dragón y
luego la detuvo de golpe y se quedó mirando
hacia el camino—. ¡Vaya! Aguardad aquí, tengo
trabajo.
Por el camino se acercaba un caballero mon-
tado en un brioso corcel. Lo de brioso corcel
quiere decir caballo con buena pinta.
El caballero detuvo el caballo a unos cien
pasos del dragón y dijo con voz temblorosa:
— ¡Dragón! Vengo a rescatar a la princesa.
El dragón echó fuego a mansalva por los olla-
res. Casi daba miedo y todo. Por lo visto era un
dragón que se tomaba muy en serio su trabajo.
— ¿A cuál de ellas? —preguntó por fin.
El príncipe se quedo un poco perplejo.
—Ah, bueno, ya que puedo elegir... Me gus-
taría una... más bien pequeñita..., pelirroja, de
mejillas sonrosadas..., cara regordeta... No se si
me explico...
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Las princesas dejaron su sopa y se agolparon
en la puerta de la caverna gritando:
— ¡Yo!, ¡yo!, ¡yo!
— ¡Silencio, niñas! —bramó el dragón—.
¡Adentro!
Cuando Brutilinda y yo nos alejamos sigilo-
samente de allí, el dragón y el caballero seguían
negociando.
—No, no. Nada de pecas —el caballero se
había quitado el yelmo y estaba sentado en el
suelo.
— ¿Pero por qué no, hombre? Si hacen muy
gracioso...
La marquesita, muy enfadada, daba patadas a
una piña.
—La Edad Media ya no es lo que era —mas-
culló entre dientes.
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Pero enseguida nos callábamos. Estaba todo
tan silencioso que al alzar la voz uno sentía ver-
güenza, como si estuviese gritando en una iglesia.
Sin darnos cuenta, empezamos a andar cada
vez más juntos y más despacio. No había pájaros,
ni insectos, ni hierba, ni nada que tuviera vida. El
cielo, que al despertar yo era tan azul, se había
vuelto blanco.
Anduvimos sin parar hasta perder la noción del
tiempo. Anduvimos hasta que, de pronto, se
acabó la tierra. Y el aire. Y todo. Ahí enfrente se
acababa todo. Había una extensión de Nada de un
color tan blanco que cegaba. Yo sentía el corazón
golpeándome en el pecho como loco, pero por
esta vez no lo oía palpitar.
Brutilinda se aferró a mí y gimió:
— ¡El fin del mundo!
Pero su voz apenas se oyó. Parecía que aquella
Nada aspiraba las palabras casi antes de que
fueran pronunciadas.
Yo probé a tocar mi flauta y pasó lo mismo: la
Nada succionó las notas sin darles apenas tiempo
a sonar.
Se me hizo una bola en el estomago y me
temblaron las piernas. Cada vez que intentaba
escudriñar en la Nada por ver si había algo al otro
lado, me entraba un vértigo infinito. Como el
vértigo que da mirar mucho rato seguido a las
estrellas, o el que sentimos al pensar que es lo
que habría antes de que el mundo empezara a
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existir.
Brutilinda se agachó a recoger una piedrecita y
la tiró contra la Nada. La Nada la engulló y
desapareció. No es que la piedra cayera y se per-
diera de vista, no. Fue tragada y desapareció.
Estuvimos allí como dos pasmarotes sin sentir
como transcurría el tiempo. Probablemente la
Nada también engullía el tiempo. Y en algún
momento se me ocurrió la idea terrible. Ni si-
quiera me paré a reflexionar. Eche la cabeza un
poco hacia adelante y, poco a poco, hundí mi
oreja derecha en la Nada. Luego, hice lo mismo
con la izquierda. Noté que Brutilinda tiraba de mi
con todas sus fuerzas.
— ¿Qué haces, pedazo de animal? ¡Deténte!
¿Te has vuelto loco? —probablemente gritaba a
pleno pulmón, aunque su voz me llegaba como
entre algodones.
Por fin, logro arrastrarme de allí. En el viaje
de vuelta no dijimos una palabra, ni siquiera
cuando vimos una roca igual que Magister Ma-
gicus removiendo su olla y otra como el bufón
Cucufate haciendo el pino.
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orejas por ella y ahora resultaba que eran lo que
más le gustaba de mí. Como ves, las mujeres eran
ya una raza incomprensible hace setecientos años.
Brutilinda murmuró algo que no entendí bien.
— ¿Cómo? —dije yo, llevándome la mano a la
oreja.
— ¡Eso! Encima sordo —gimió Brutilinda—.
Lo tienes bien merecido por idio... ¡Oye! —se
interrumpió de pronto—. ¡Vuelve a hablar!
— ¿Que vuelva a hablar? —repetí como un eco.
Brutilinda me miró como quien mira a un
fantasma.
—Es tu voz, he oído tu voz.
— ¿Mi voz? —repetí.
— ¡Si! Ahí está otra vez —señalaba el aire
como si la viera volar por allí.
Así pues, Brutilinda me oía sin ayuda de mi
flauta. De pronto tenía una voz como la de todo el
mundo, no como la de antes, que solo yo era capaz
de escuchar. Como voz no era gran cosa. A ratos
era aguda y a ratos grave, y soltaba gallos. Pero
bueno, era una voz y yo estaba contento. Grité con
toda la fuerza de mis pulmones para celebrarlo.
— ¡Eo! ¡Eo! ¡Tengo voz! ¡Voooooz!
Cuando me callé, todo quedó en silencio. Un
silencio extraño. Y eso que ya estábamos bastante
lejos del fin del mundo. No había música de
fondo, no oía los pasos de la mariquita que
trepaba por mi brazo, no oía la sangre de Bru-
tilinda borboteando furiosa por sus venas.
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«Vaya, vaya», me dije a mí mismo. «Acabo de
convertirme en una persona normal... y no estoy
seguro de que eso me guste».
En efecto, sin mi oído maravilloso parecía que
las cosas habían perdido de pronto la mitad de su
encanto. Y lo peor es que mi sacrificio no había
servido para nada.
—Has perdido lo mejor de ti, tus orejas pro-
digiosas —proseguía Brutilinda—, así, a lo
tonto... ¡Maldita sea! Te daría de azotes. Por más
vueltas que le doy, no consigo saber que mosca te
ha picado.
¡Muy bien! Yo le explicaría de una vez por to-
das que mosca me había picado. Pero me daba
demasiada vergüenza hacerlo con mi voz recién
adquirida, de modo que decidí intentarlo con mi
flauta.
Soplé y soplé. Salió música, una melodía bas-
tante bonita, modestia aparte. Pero mi flauta ya
no tenía palabras. Ya no era capaz de hacerla
hablar como antes.
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Brutilinda estaba enfadada conmigo por
cretino, y avergonzada de sí misma por haberme
reñido de malos modos.
Y por si todo esto fuera poco, me constipé.
Hacia frío. Era el primer día de frío desde que
salimos del castillo. Solo entonces me di cuenta
de que el verano no iba a durar siempre. Segu-
ramente estábamos ya casi en otoño, aunque no
podría jurarlo, porque ya no era capaz de oírlo
llegar como antes. El cielo era color panza de
burro y soplaba un vientecillo helado.
— ¡Aaaat chúuu! —dije yo.
— Salud —dijo Brutilinda.
Y parece que esto rompió un poco el hielo en-
tre nosotros. Brutilinda suspiro muy fuerte y dijo,
como hablando para si:
— ¿Qué estará haciendo ahora padre?
— ¿Quéee? —casi grité yo, girando la cabeza.
Me había vuelto un poco duro del oído derecho.
— ¡Que qué estará haciendo ahora padreeee!
—voceó Brutilinda.
— Estará sacando brillo a su escudo —dije
yo—. O cazando perdices. O comiendo aceitunas.
— ¿Y madre? ¿Qué hará? —prosiguió
Brutilinda—. Seguro que está cosiendo las ropas
para el invier... —de pronto se detuvo, como si la
asaltara una preocupación—. Oye, ¿tú crees que
se acordará de hacer un vestido para mí?
— ¿Para que quieres que haga un vestido para
tí? De todas formas, no ibas a usarlo —repliqué
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yo—. Ya sé. Te has cansado de aventuras.
Quieres volver a casa, ¿verdad? —concluí, un
poco molesto.
—No, no —se apresuró a aclarar Brutilinda—.
Es solo que... No me gustaría saber que no me
esta haciendo un vestido. Sería como si se
hubiera olvidado de mí...
Anduvimos otro rato en silencio y luego Bru-
tilinda volvió a la carga:
—La despensa estará llena de castañas.
—Sí —dije yo—. Las asarán sobre la chime-
nea y las cáscaras se resquebrajarán haciendo
«cricrac» —por un momento deseé estar en el
castillo más que cualquier cosa en el mundo.
Pareció como si eso de las castañas conven-
ciera definitivamente a Brutilinda. Me cogió del
brazo y, muy avergonzada, murmuró:
—Orejotas, ¿por qué no volvemos a casa?
Sentí que esas palabras se me clavaban por
dentro. La palabra «casa» era la más afilada.
—Yo no tengo casa —repliqué algo brusco—.
Te acompañaré a la puerta del castillo y seguiré
yo solo —me sentía muy desgraciado pero al
mismo tiempo orgulloso, como si de pronto me
hubiera vuelto todo un hombre—. He pensado
ganarme la vida como flautista. Iré tocando por
los pueblos.
Brutilinda parecía arrepentida de su rendición.
—Pensándolo bien, no volveré, Orejotas. Iré
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contigo por los pueblos. Aprenderé a bailar, y a
tragar sables, y a echar fuego por la boca, como
hacia el dragón del bosque. Eso no debe de ser
muy difícil.
Aunque no sabía si Brutilinda hablaba en se-
rio, la miré agradecido. Pero, como siempre, tuvo
que acabar estropeándolo todo.
—Además —continuó—, no creo que pudieras
andar sin mí por la vida. Ya antes, cuando todavía
eras un «tipo especial», te las arreglabas sólo
regular. Ahora con esas orejitas... La verdad,
chico, no se adonde irías a parar si no estuviera
yo para echarte una mano.
¡Por vida de san Orejotas! Por un momento,
odié con toda mi alma a aquella dichosa mar-
quesita, con sus dichosos ojos violetas y sus di-
chosas mejillas sonrosadas. Estaba tan furioso
que pensé que mi fiebre de amor iba a curarse en
ese momento para siempre. Sentí una cosa muy
rara dentro de mí, como si me volviera del revés
y saliera despedido por los aires. Apreté los ojos.
¿Eran esos los síntomas de la curación?
No señor, no era la curación. Era que Bruti-
linda y yo hablamos caído en una trampa. Cuando
abrí los ojos, vi que estábamos atrapados en una
red y suspendidos de un árbol, hechos un lío de
brazos, piernas y cabezas.
— ¿Estas bien, Brutilinda? —me apresuré a
preguntar, angustiado. Y entonces me di cuenta
de que, ¡maldita sea!, no me había curado.
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— ¡Ajá! —dijo una voz debajo nuestro—. Por
fin te atrapé, diabolus... ¡Por las barbas de Platón!
Si son dos... Y bastante grandes...
Sentí que alguien hacía descender la red len-
tamente hasta el suelo. Momentos después, tenía
ante mis sorprendidos ojos al bueno de Magister
Magicus.
— ¡Orejotas! ¡Brutilinda! —gritó mi maes-
tro—. ¡Sois los mejores diabolus que he cazado
nunca! —bromeó lleno de alegría, mientras se
afanaba por liberarnos de la red.
Durante un buen rato no hicimos más que
mirarnos y reírnos, mirarnos y reírnos, como si
tuviéramos cara de chiste. Luego, llego el mo-
mento de contarnos nuestras andanzas.
Cuando cayó la noche, Brutilinda y yo
seguíamos hablando. Mientras tanto, Magister
Magicus hizo una hoguera como solo él sabía
hacerlas. Sus hogueras calentaban más, brillaban
más, tenían más colores que las otras, y las
llamas crepitaban con un ruido más alegre. Estar
allí con Magister Magicus era un poco como estar
en casa.
Brutilinda y yo nos interrumpíamos
continuamente el uno al otro al contar nuestras
aventuras.
— ¡Qué iba a ser verde! El dragón era gris os-
curo.
— ¡Espera que te cuente lo del gnomo que me
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puso la zancadilla!
—Nunca hubo tal gnomo. Eso lo sonaste.
— ¿Que no? Magister Magicus, no le hagas
caso. ¡Un gnomo así de grande!
Cuando llegamos al episodio de mi voz, Ma-
gister Magicus se quedó pensativo y finalmente
dijo:
—Antes de perder tus orejotas, probablemente
hablabas en un tono de voz tan agudo que sólo un
oído tan sensible como el tuyo podía percibirlo.
Pero en cuanto perdiste oído, te viste obligado sin
darte cuenta a hablar como las demás personas
para oír tu propia voz.
— ¿Así que era eso? —exclamé yo, admira-
do—. Magister, ¡tú lo sabes todo!
— ¡Ay! —suspiró Magister Magicus—. Estas
ante un pobre hechicero de pacotilla. Tenías que
conocer a maese Sapientissimus. ¡El sí que es un
sabio! ¡Con decirte que se sabe todas las
declinaciones del latín de carrerilla! En los días
que he pasado en su casa, he aprendido más que
en toda mi vida. Ahora conozco unos ensalmos
muy modernos contra el mal de ojo, ¡el último
grito en conjuros! Y se hacer una sopa
instantánea en cubitos contra la fiebre de amores
—aquí me guiñó el ojo—. También leo el futuro
en la palma de la mano. Lo de leerlo en las
estrellas ya no se lleva nada, ¿sabéis?... ¡Incluso
he descubierto que es el Rosmarinus officinalis!
Sin embargo, los diabolus todavía se me resisten
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—suspiró—. ¡En fin! Un gran tipo maese
Sapientissimus. Por desgracia tuvimos que
separarnos. El rey de Constantinopla le mandó
llamar para que buscara a su hija, la princesa
Melisenda. ¿Os acordáis de ella? El día de nuestra
despedida, Sapientissimus me regaló dos pócimas
muy especiales...
Sacó de su faltriquera dos frasquitos.
—Éste contiene pocimus risueñus —dijo
alzando el primer frasco—. Me gustaría que se lo
llevaseis al bufón Cucufate, para que recupere su
capacidad de reír y hacer reír. Y éste —señaló el
segundo frasco— contiene pocimus somnolientus.
El que beba de él dormirá un día, un mes, un año,
un siglo... Todo depende de la dosis.
Magister Magicus volvió a guardar los frascos,
y cuando terminó ya no tenía cara de Magister
Magicus. Tenía cara seria de persona mayor.
—Hablando de otra cosa —comenzó—. ¿No
creéis que ya va siendo hora de que volváis a
casa, jovencitos?
—Yo no pienso volver —dije muy resuelto—.
Pienso ser flautista.
—Yo... —empezó Brutilinda. Me miró a mí,
miró a Magister Magicus, miró al infinito, y... se
echó a llorar. ¡La marquesita Brutilinda Horan-
do! Yo creo que estaba pensando en las castañas
asadas.
A Magister Magicus no le costó mucho con-
vencer a Brutilinda de que debía volver al cas-
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tillo. Pero yo me mantuve firme.
—No pienso volver jamás —afirmé—. Lo
prometí. Además, el marqués fue injusto contigo
y nunca se lo perdonaré.
—Bueno, bueno —murmuró Magister Magi-
cus—. Ahora vamos a dormir un poco. Ya ve-
remos mañana lo que hacemos contigo.
«¡Lo que hacemos contigo!» ¡Demontre! Estaba
harto de que todo el mundo se creyese con
derecho a cuidarme, como si yo fuese tonto.
Mientras Magister Magicus y Brutilinda
dormían como ceporros, yo me quedé tumbado
con los ojos abiertos, junto a la hoguera. El fuego
había dejado de ser alegre y parlanchín. Ahora las
llamas parecían melancólicas. Había en el aire
algo triste, como una despedida. Eso era. Parecía
como si algo muy bonito estuviera a punto de
terminarse. Me dedique a echar ramitas al fuego,
una tras otra. Tenía la impresión de que si el
fuego se apagaba, se acabaría todo lo demás. Qué
tontería, ¿verdad?
Admito que tenía unas pocas ganas de llorar.
«Pues llora, bobo», me dije. «Al fin y al cabo
ya no eres príncipe y puedes llorar sin avergon-
zarte, como todo hijo de vecino».
Pero no lloré porque de pronto se me ocurrió
la idea. Ya sabes que siempre que se me ocurre
una idea es como para echarse a temblar. Pero yo
entonces todavía confiaba en mis ideas. Me
pareció una cosa estupenda sacar de la faltriquera
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de Magister Magicus el frasco de pocimus
risueñus. Me daría un buen trago y así mañana
podría parecer alegre al despedirme de Brutilin-
da. Y comenzaría alegremente mi carrera de
flautista profesional.
Dicho y hecho. Abrí el frasco y di un buen
trago. Pero no sentí ganas de reír. Sentí los par-
pados pesados como la espada de Brutilinda. A
mi cuello le costaba sostener mi cabeza. Aún al-
cancé a ver cómo Magister Magicus despertaba y
arrancaba el frasco de mi mano.
— ¡Muchacho! ¿Por qué has hecho eso, mu-
chacho? —gritó mientras me zarandeaba—. No
hay que rendirse nunca, ¿me oyes? ¡No te vayas,
despierta!
—No me he rendido, maestro —alcancé a de-
cir con voz estropajosa—. Solo quería reírme,
pero creo que me he confundido de frasco...
Sí, el idiota de Orejotas había dado un trago de
poción del sueño. ¡Soy un caso!
Brutilinda despertó con el ruido. Ahora era su
turno de zarandearme:
— ¡Orejotas! ¿Siempre tendrás que andar ha-
ciendo el tonto en cuanto no te vigilo? ¡No te
duermas, Orejotas! Si te quedas despierto, iremos
por todo el mundo los dos. Te lo prometo. Tú
tocaras la flauta. Yo tragaré sables y recitaré
adivinanzas. Escucha, escucha ésta que se me ha
ocurrido...
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Pero no tuve tiempo de oír la adivinanza. An-
tes de cerrar completamente los ojos, lo vi todo
violeta. Luego caí en un profundo sueño de si-
glos.
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Ahora Magister Magicus es taxista. Creo que
le gustaba más ser hechicero, pero jamás le he
oído quejarse.
Bueno, mejor será empezar por el principio, por
el día que desperté y encontré junto a mí a
Magister Magicus, mirándome ilusionado.
— ¡Por fin, dormilón! Setecientos cinco años y
tres días... Llevo ya dos años esperándote.
Tardé un buen rato en reaccionar. Pregunté
«¿dónde estoy?», como suele hacerse en estas
ocasiones, y pestañee muchas veces seguidas,
como si así fuese a entender mejor la extraña
historia que empezó a contarme Magister Ma-
gicus.
—En cuanto te vio dormido, a esa loca de
Brutilinda no se le ocurrió nada mejor que lan-
zarse sobre el frasco de pocimus somnolientus y
darle un buen trago. Dijo que se dormiría contigo
para despertarse contigo, porque te había
prometido que iríais juntos por el mundo y ella
siempre cumplía su palabra. ¡Vaya carácter! Y una
vez que se durmió, ¿que iba a hacer yo? ¿Dejar
sueltos a dos elementos como vosotros en el
mundo de Dios sabe que siglo? Ni hablar. Apuré el
frasco, y a dormir.
»Yo fui el primero en despertar —prosiguió
Magister Magicus—. Al principio fue muy duro,
pero luego no me ha ido tan mal. Estoy pagando
un televisor a plazos. Además ahora estás tú aquí.
Sólo falta Brutilinda.
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Magister Magicus se frotó las manos y le
brillaron los ojillos. Me hizo salir de la cama y me
arrastró tras de sí a trompicones, porque yo no me
acordaba muy bien de cómo era eso de andar.
En la habitación de al lado, durmiendo a pierna
suelta, estaba Brutilinda abrazada a su espada.
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